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DIEZ NEGRITOS Agatha Christie Traducción: Orestes Llorens
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Agatha Christie - Diez negritos

Jan 21, 2023

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DIEZ NEGRITOS

Agatha Christie

Traducción: Orestes Llorens

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Diez negritos se fueron a cenar.Uno de ellos se asfixió y quedaronNueve.Nueve negritos trasnocharon mucho.Uno de ellos no se pudo despertar y quedaronOcho.Ocho negritos viajaron por el Devon.Uno de ellos se escapó y quedaronSiete.Siete negritos cortaron leña con un hacha.Uno se cortó en dos y quedaronSeis.Seis negritos jugaron con una avispa.A uno de ellos le picó y quedaronCinco.Cinco negritos estudiaron derecho. Uno de ellos se doctoró y quedaron Cuatro.Cuatro negritos fueron a nadar.Uno de ellos se ahogó y quedaronTres.Tres negritos se pasearon por el Zoológico.Un oso les atacó y quedaronDos.Dos negritos se sentaron a tomar el sol.Uno de ellos se quemó y quedó nada más queUno.Un negrito se encontraba solo.

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Y se ahorcó y no quedó...¡Ninguno!

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Confortablemente instalado en la esquina de un departamentode primera clase, el juez Wargrave, jubilado hacía poco,echaba bocanadas de humo de su cigarro, recorriendo ademáscon mirada sagaz las noticias políticas del Times.De pronto puso el diario sobre el asiento y echó un vistazopor la ventanilla. En este momento el tren pasaba por elcondado de Somerset. El juez consulto su reloj: todavía lequedaban dos horas de viaje.Entonces recordó los artículos publicados en la Prensasobre el asunto de la isla del Negro. Desde luego se habíahablado de un millonario americano, loco por las cosas delmar, que había ocupado esta pequeña isla y había construidoen la misma una lujosa residencia moderna.Desgraciadamente, la tercera esposa de este rico yanqui notenía gustos marinos y por ello la isla, con su espléndidamansión, fueron puestas en venta. Una formidable publicidadse hizo patente en los periódicos, y un buen día se supoque la isla habíala adquirido un tal mister Owen.Las habladurías más fantásticas no tardaron en circular porla Prensa londinense. La isla del Negro, decíase, habíasido adquirida realmente por miss Gabrielle Turl. La famosa«estrella» de Hollywood deseaba descansar algunos meses,lejos de los reporteros indiscretos. «La abeja Laboriosa»insinuaba delicadamente que aquélla era una morada digna deuna reina. Merry Weather deslizó que la isla había sidocomprada por una pareja deseosa de pasar allí su luna demiel. Hasta se rumoreaba el nombre del joven lord L...,alcanzado por las flechas de Cupido. Jonas afirmaba que laisla del Negro había caído en manos del Almirantazgobritánico que quería dedicarla a muy secretas experiencias.En breve, la isla del Negro fue, en aquella temporada, unmaná para los periodistas faltos de información.El juez sacó de su bolsillo una carta cuya escritura era,por así decirlo, ilegible; pero, aun desperdigadas laspalabras, se destacaban unas más que otras con ciertaclaridad.

Mi querido Lawrence... después de tantos años de haberme dejado sinnoticias... Venid a la isla del Negro... un sitio verdaderamente encantador...

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tantas cosas tenemos para contarnos... del tiempo pasado... en comunión conla naturaleza... tostarse al sol... a las 12.40 salida de Paddington.... a

Y la carta terminaba así:

Siempre vuestra,CONSTANCE CULMINGTON

Adornando su firma con una gran rúbrica.El juez Wargrave intentó recordar la fecha exacta de suúltimo encuentro con lady Constance Culmington; debía deremontarse a siete u ocho años atrás. La joven se volvió aItalia para tostarse al sol, comulgar con la naturaleza ylos contadini1. Más tarde se dijo que había proseguido suviaje hasta Siria, donde quizá se prometió tostarse bajo unsol más ardiente todavía y «comunicarse» con la naturalezay los beduinos.Constance Culmington, pensaba el magistrado, era una mujercapaz de comprarse una isla y rodearse de misterio.Aprobando con una inclinación de cabeza la lógica de suargumentación, el juez Wargrave se dejó mecer por elmovimiento del tren.Y se adormeció.

Vera Claythorne, sentada en un vagón de tercera clase encompañía de otros viajeros, cerraba los ojos, recostadahacia atrás su cabeza. ¡Qué calor más sofocante hacíadentro de aquel tren...!, ¡qué bien se estaría a orillasdel mar! Esta situación constituía para la joven unaverdadera suerte. Conmuévete; cuando solicitáis un empleopara los meses de vacaciones, se os encarga la vigilanciade una chiquillería... las plazas de secretaria, en estaépoca, se presentan muy de tarde en tarde. La oficina decolocaciones no le dio sino una ligera esperanza. Al fin laesperada carta había llegado:

La agencia para colocaciones profesionales me propone su nombre y me larecomienda calurosamente. Creo entender que la directora la conoce

1 Aldeanos, labriegos.

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personalmente. Estoy dispuesta a concederle los honorarios propuestos porusted y cuento con que podrá entrar en funciones el día 8 de agosto. Tome eltren de las 12.40 en Paddington y se la irá a recibir a la estación de Oakbridge.Adjunto un billete de cinco libras para sus gastos de viaje.Sinceramente suya

UNA NANCY OWEN

En la cabecera de esta carta consignábase la dirección:

Isla del Negro, Sticklehaven (Devon)

¡La isla del Negro! ¡Y tanto como se habían ocupado de ellalos periódicos! Toda suerte de insinuaciones y de rumoresextraños circulaban motivados por este pedazo de tierrarodeada de agua. Sin duda no habría nada de verdad enellos. De todas maneras, la casa, construida bajo loscuidados de un millonario americano sería, al parecer, el«último grito» del lujo y del «confort».Miss Vera Claythorne, fatigada por su último trimestre declases pensaba:«La situación del profesor de cultura física en una escuelade tercer orden no es muy brillante... Si por lo menospudiese hallar un empleo en un establecimiento mejor...»Luego, con el corazón oprimido, pensó:«Yo debo aún considerarme dichosa... La gente, por loregular, no quiere tener en sus casas a una persona que hasido procesada..., aunque luego quedase absuelta.»Hasta el fiscal la había cumplimentado por su presencia deánimo y su serenidad. En suma, el juicio le fue favorabledel todo. La señora Hamilton habíale testimoniado su granbondad; solamente Hugo... Pero ella no quería pensar enHugo.De súbito, a pesar del calor sofocante del departamento, seestremeció y deseó encontrarse a orillas del mar. Un cuadrose dibujaba con toda claridad en su espíritu. Veía la cabeza deCyril subir y bajar de la superficie del agua y dirigirse hacia las rocas. Lacabeza subía y bajaba..., aparecía y sumergíase... y ellamisma, Vera, nadadora experta, se reprochaba por ello, alhendir fácilmente las olas, aunque persuadida de quellegaría... demasiado tarde...El mar..., sus aguas profundas, calientes y azuladas...,las mañanas pasadas tendidos sobre la arena... Hugo...,

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Hugo... que le había vendido su amor.Era preciso no pensar más en Hugo...Abriendo los ojos, miró desabridamente al viajero sentadofrente a ella, un hombrón de cara bronceada, ojos claros yboca arrogante, casi cruel.«Yo apostaría a que este hombre ha recorrido el mundo yvisto cosas sumamente interesantes.»

Philip Lombard, juzgando con una sola ojeada a la joven quesentábase frente a él, pensó:«Encantadora..., quizá con demasiado aspecto deinstitutriz...»Una mujer con la cabeza erguida, se dijo, es una mujercapaz de defenderse... en amor como en la guerra.Procuraría conducirse bien.Puso el ceño adusto. No, inútil pensar en cuchufletas. Losnegocios ante todo. Le era preciso concentrar todas susenergías en su trabajo.¿De qué se preocupaba, en resumen? Aquel pequeño judío sehabía mostrado excesivamente misterioso.—Hay que tomarlo o dejarlo, capitán Lombard.—Cien guineas, ¿eh? —le había dicho entonces con gestoindiferente, como si cien guineas no significasen nada paraél. ¡Cien guineas, ahora que no contaba con recursos!Adivinó sin embargo que el pequeño judío no era cándido; elfastidio con los judíos es precisamente nuestra impotenciapara engañarles en materia de dinero... Parecen leernuestros pensamientos.Le había pedido bien claramente:—¿No puede usted proporcionarme unos más amplios informes?Mister Isaac Morris había sacudido con energía su pequeñacabeza calva.—No, capitán Lombard, las cosas están así. Para mi cliente,usted es una buena persona, acorralada en un callejón sinsalida. Estoy autorizado para entregarle la suma de cienguineas, y en reciprocidad, usted debe ir a Sticklehaven,en el Devon. La estación más próxima es Oakbridge; desdeella será usted conducido en automóvil hasta Sticklehaven yluego una canoa de motor le llevará a la isla del Negro.Una vez allí, usted se pondrá a la disposición de micliente.

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Lombard había preguntado bruscamente:—¿Por mucho tiempo?—Una semana a lo más. Atusándose su corto bigote, el capitán Lombard hizoobservar:—Está bien entendido que no exigirá de mi ningún trabajoilegal, ¿no es cierto?Al pronunciar estas palabras, Lombard lanzó una rápidamirada a su interlocutor. Una ligera sonrisa había afloradoa los labios carnosos del pequeño israelita y respondióseriamente:—Con toda seguridad; si le pidiera alguna cosa ilegal,queda en completa libertad para retirarse.¡Vaya al cuerno este judío meloso!Había sonreído. A buen seguro sabía que en el pasado delcapitán Lombard no todos los actos habían revestidocaracteres de legalidad. Los labios de Lombard seentreabrieron como en una mueca.¡En una o en dos ocasiones le faltó poco para dejarseahorcar, pero siempre se había librado! ¿A qué, pues,atormentarse por anticipado? Contaba con darse buena vidaen la isla del Negro.

En un departamento de no fumadores, miss Emily Brentpermanecía sentada, erguido el busto, según su costumbre.Aunque tenía sesenta y cinco años, reprobaba todo abandono.Su padre, coronel de la antigua escuela, siempre habíasemostrado acicalado y meticuloso en su atuendo.La generación actual alardeaba de un vergonzosodespechugamiento tanto en las actitudes como en las demáscosas.Rodeada de una aureola de honestidad y de rígidosprincipios, miss Brent, en aquel vagón de tercera clase,abarrotado de viajeros, triunfaba de la falta de «confort»y del calor. En estos tiempos las gentes ven obstáculos portodas partes. Se prefiere una inyección antes de dejarsearrancar una muela... se toma un soporífero si el sueño nollega... se arrellanan en las butacas entre los cojines...y las muchachas medio desnudas, se exhiben en las playasdurante el verano.Miss Brent, con los labios fruncidos, hubiera querido dar

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una lección a ciertas gentes.Ella recordaba sus vacaciones del año anterior. Este añosería diferente. La isla del Negro...En su imaginación releía una vez más la carta tanfrecuentemente recorrida y que ya se sabía de memoria:

Querida miss Brent:Quiero creer que se acordará de mí. Hace algunos años pasamos juntas el mesde agosto en una pensión familiar en Bellhaven... ¡Y nos descubrimos tantosgustos comunes!En este momento tengo en marcha establecer una pensión parecida en una islaa lo largo de la costa del Devon. Siempre he pensado que para alcanzar el éxitoen esta clase de empresas era preciso una prima sencilla, pero excelente y lapresencia de una persona amable de la vieja escuela. ¡Yo estaría encantada siquisiera hacer sus preparativos para venir a pasar estas vacaciones de veranoen la isla del Negro, sin retribución alguna tan sólo a título de invitada! ¿Aprincipios de agosto, le convendría...? ¿Y si fijásemos el día 8?Con mis mejores recuerdos, sinceramente suya,

U. N. O.

¿Qué nombre sería éste? La firma aparecía casi ilegible,Emily Brent tenia poca paciencia y se hizo estaobservación:«¡Tanta gente firma tan mal con su nombre que no hay mediode descifrarlo...!»Y esto pensando, pasó revista a los huéspedes de Bellhaven,donde hacía más de dos años ella había pasado el verano...Había una gentil mujer, de edad madura, señora... señora...veamos, ¿Cómo se llamaba...? Era hija de un canónigo ydespués aquella miss Olton... Ormen... no decididamente sellamaba Oliver. Sí, si, estaba bien segura, miss Oliver.¡La isla del Negro! Se había hablado mucho en losperiódicos... a propósito de una actriz de cinema... ¿oquizás mejor de un millonario americano? Total: una isla nocuesta un ojo de la cara y tampoco es del gusto de todos.La idea de habitar una isla parece muy romántica, pero unavez instalados en ella no se tarda en comprobar losdisgustos y uno se siente dichoso al poder desembarazarse.A manera de conclusión, Emily Brent pensó:«Sea como fuera, este año mis vacaciones no me costaránnada.»Sus rentas se reducían más y más cada día, una buena parte

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de sus dividendos persistían impagados, por eso apareció subuena suerte. ¡Si su memoria le permitiera recordarsolamente un poco mejor, a la señora... o señorita (nopodía precisarlo) Oliver!

El general MacArthur se asomó a la ventanilla de sudepartamento. El convoy llegaba a Exeter, donde el bravogeneral debía cambiar de tren. ¡Esos trenes de líneassecundarias avanzaban con lentitud más propia de caracoles!¡Y pensar que, a vuelo de pájaro, la isla del Negro estabatan cerca!No sabía de fijo quién era el llamado Owen... segúnparecía, un amigo de Spoof Leggard y de Johnnie Dyer...

Uno o dos de sus viejos camaradas serán de los nuestros... se sentiránencantados de charlar con usted de los tiempos pasados...

A fe que no deseaba cosa mejor que evocar el pasado enalegre compañía.En estos últimos tiempos se había imaginado que sus amigosle ponían en cuarentena. ¡Todo a causa de sus estúpidaschinchorrerías! ¡Dios mío! La píldora era dura de tragar...aquello se remontaba a más de treinta años. Armitage nohabía sabido contener su lengua. ¿Qué sabía aquelcharlatán? ¿A qué tanto alborotar? Uno se figura un montónde cosas y se imagina que los otros le miran de reojo.Después de todo le agradaría ver aquella isla del Negro quetanto gasto hizo en las crónicas periodísticas. Seguramentealgo habría de verdad en el ruido que se produjo, según elcual el Almirantazgo, la Guerra o la Aviación seposesionaron de aquélla.El joven Elmer Robson, el millonario americano, habíaconstruido efectivamente una magnífica morada que hubo decostarle unos miles de libras esterlinas. Un lujo difícilde imaginar.¡Exeter! ¡Una hora de parada! ¡Exeter! ¡Una hora de parada!Impaciente, el general MacArthur hubiera querido continuar.

El doctor Armstrong conducía su auto a través de la llanurade Salisbury. Sentíase fatigado... La gloria se paga. Un

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tiempo hubo en que tranquilamente sentado en un gabinete deconsulta de Harley Street, correctamente vestido, rodeadode los más modernos aparatos y los muebles más lujosos,esperaba... esperaba a lo largo de las horas el éxito o elfracaso de un esfuerzo.¡Pero ya había triunfado! ¡La suerte le había sonreído! Lasuerte, secundada por su saber, vale decirlo. Conocíaadmirablemente su oficio... pero esto no era siempresuficiente para triunfar. Era preciso también el factorsuerte. ¡Y ésa llegó! Un diagnóstico exacto y la gratitudde los clientes, dos ricas damas de la mejor sociedad...crearon su reputación.—Debéis ir a consultar al doctor Armstrong, un jovenmédico, pero sumamente inteligente y hábil. Pam ha sidovisitada por toda clase de médicos durante dos años y sóloél vio inmediatamente la causa de su mal.Y así había empezado la bola de nieve.Actualmente el doctor Armstrong era el médico de moda. Notenía un minuto para él. Todos sus días estaban empleados.Así en esta deliciosa mañana de agosto se divertía dejandoLondres para ir a pasar algunos días en una isla situada alo largo de la ribera del Devon. No le fue preciso unpermiso. La carta que recibió estaba redactada en términosexcesivamente vagos, pero nada de vago tenia el cheque quela acompañaba. ¡Unos honorarios fabulosos! Decididamenteesos Owen rodaban sobre oro. El marido, al parecer, seatormentaba a causa de la salud de su esposa y quería sabera qué atenerse respecto a la naturaleza de la enfermedadsin que la señora Owen concibiese ninguna alarma. Ellarehusaba ser visitada por un médico... Sus nervios...¡Los nervios! El médico levantó las cejas. ¡Las mujeres ysus nervios! Al fin y al cabo, desde el punto de vistacomercial él cometería una tontería si las compadeciese. Lamitad de las mujeres que iban a consultarle no sufrían otraenfermedad que el aburrimiento... ¡Pero iba a decírselo! Sepuede siempre achacar a cualquier otra cosa.Un estado ligeramente anormal, debido a (aquí una largapalabra científica), nada de importancia, pero es precisoremediarlo. Un tratamiento de los más sencillos.En medicina lo corriente es la fe la que salva. Y el doctorArmstrong conocía el mejor sistema: inspiraba confianza yesperanza.

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Tras un toque estridente de claxon, un enorme «Super SportsDaimler» le pasó a una velocidad de ciento treinta porhora. Le faltó poco al doctor Armstrong para no ser lanzadoa la cuneta... uno de esos jóvenes imbéciles que devoran elcamino. El médico no podía sufrirlos... Cretinos,idiotas...

Tony Marston, pasando como una tromba por el pueblecito deMere, pensaba:«¡Es espantoso el número de bañistas que se arrastran porlos caminos y os impiden desfilar! ¡Es el colmo quecirculen por el centro de la calzada! ¡Así se haceimposible conducir un auto en Inglaterra! ¡Habladme deFrancia, donde realmente se puede correr a gran velocidad!»¿Sería preciso detenerse allí para tomar un refresco oproseguiría su camino? Tenía aún mucho tiempo y sólo lefaltaba por recorrer un centenar de kilómetros. Pediría unaginebra y una gaseosa... ¡Qué calor más sofocante! Iría adivertirse en aquella isla, si persistía el buen tiempo.Pero ¿quiénes serían esos Owen?, se preguntaba TonyMarston. ¡Probablemente unos infectos nuevos ricos!¡Con tal que tuvieran una buena bodega! Nada es seguro enlas casas de los ricos improvisados. Lástima que estosrumores concernientes a la compra de la isla por GabrielleTurl no tuviesen fundamento. Era preferible juntarse a losadoradores de la hermosa artista. Quizá también seencontrarían algunas lindas muchachas entre los invitadosde los Owen. Salió del mesón, estiró las piernas, losbrazos, bostezó, contempló el cielo azul y subió de nuevoen su «Daimler».Varias muchachas le observaban. Su alta estatura (un metroochenta), sus cabellos rizados, su bronceada faz y sus ojosazules intenso, suscitaban la admiración.Se apoyó sobre la palanca, rugió el motor y el auto trepóde un brinco la estrecha calleja. Las viejas mujeres y loschicos de la escuela se apartaban a su paso como medida deprecaución y los pilluelos, subyugados, se desviaban delcamino para seguir con los ojos al soberbio auto.Anthony Marston continuaba su marcha triunfal.

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Mister Blove viajaba en el tren ómnibus que venía dePlymouth. En su departamento tan sólo se encontraba otrapersona, un señor viejo con trazas de marino y ojoslegañosos. Entonces dormía.Mister Blove escribía con cuidado en un pequeño cuaderno denotas.—Esta vez mi lista está completa: Emily Brent, VeraClaythorne, doctor Armstrong, Anthony Marston, el viejojuez Wargrave, Philip Lombard y el general MacArthur,C.M.G.1, D.S.O.2. El criado y su mujer: mister y mistressRogers.Cerró su cuaderno de notas y lo guardó en su bolsillo. Echóuna mirada hacia el rincón donde dormía su compañero deviaje.—Contaba uno de más —dijo muy bajo. Reflexionó un instante y terminó:—El trabajo será de los más fáciles. No hay modo deequivocarse. Confío que mi aspecto no deja nada que desear.Se levantó y examinóse meticulosamente en el espejo deldepartamento. La imagen reflejada presentaba un aspectomilitar. Había cierta expresión en su cara de ojos grises ylabios adornados con un corto bigote.—¡Palabra! Se me tomaría por un comandante —observó misterBlove—. ¡Ah, no!, olvidaba al general. Aquel viejodesperdicio no tardaría en desenmascararme.«África del Sur —siguió monologando mister Blove—. Este,éste es mi rayo. Ninguna de esas personas ha estado enÁfrica del Sur, y como yo acabo de leer estos prospectosdel viaje, podré hablar del país con conocimiento de causa.La isla del Negro. Recordaba haber estado allí durante suinfancia, una especie de rocas nauseabundas, frecuentadaspor las gaviotas, a mil quinientos metros de la costa. Estaisla debía su nombre a su parecido con una cabeza dehombre... con los labios negros.¡Graciosa idea de edificar allí una morada! Es horriblevivir en un islote cuando sopla el temporal. ¡Pero losmillonarios son tan caprichosos!El viejo buen hombre del rincón se despertó diciendo:—En el mar no se puede nunca prever nada..., ¡nunca!A manera de consuelo replicó mister Blove:

1 Miembro de la Orden de San Miguel y San Jorge2 Cruz de servicios distinguidos

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—Exacto. No se sabe jamás qué os espera. Sacudido por el hipo, el viejo continuó, con voz lastimera:—Algo se espera.—No, no, amigo. Hace un tiempo espléndido —respondió misterBlove. El viejo se enfadó.—Le digo que la tormenta está en el aire. La percibo.—Quizá tenga razón —le dijo mister Blove pacíficamente.El tren se detuvo en una estación y el viejo se levantópenosamente.—Yo bajo aquí.Sacudió la portezuela para abrirla. Mister Blove acudió ensu ayuda.Antes de bajar al andén, el viejo levantó una mano congesto solemne y guiñó los ojos.—¡Velad y orad! —conjuró—. ¡Velad y orad! ¡El día delJuicio se aproxima!Ganando, por fin, el andén, se enderezó, levantó los ojoshacia mister Blove y le dijo con acento digno y severo:—Es a usted a quien me dirijo, joven. El día del Juicioestá muy cercano.Arrinconado en la esquina de su departamento, mister Blovepensó en lo mismo:—Es cierto; él está más cerca que yo del día del Juicio.Pero mister Blove se equivocó.

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Delante de la estación de Oakbridge había un grupo depersonas esperando. Tras ellos estaban los mozos de lasmaletas.Uno de ellos llamó:—¡Jim!El chófer de uno de los taxis estacionados se adelantó ypreguntó con el dulce acento de Devon:—¿Van ustedes, sin duda alguna, a la isla del Negro?Cuatro voces respondieron afirmativamente, y los viajerosse miraron entre sí. El chófer se dirigió al de más edad,que era el juez Wargrave.—Tenemos dos taxis a su disposición. Uno de ellos debeesperar el tren ómnibus que viene de Exeter dentro de cincoo seis minutos, pues otro señor llegará en ese tren. Quizásalguno de ustedes quiera esperar un poco, y de esa forma noirán tan apretados en el coche.Vera Claythorne, comprendiendo su deber de secretaria, seapresuró a contestar:—Yo esperaré, si quieren.Su mirada y su voz ligeramente autoritarias dejabanentrever la clase de su trabajo. Empleaba el mismo tono quesi diese órdenes a sus alumnos en un partido de tenis.Miss Brent dijo secamente:—Gracias.El chófer había abierto la portezuela del taxi, y ellaentró la primera, el juez la siguió. El capitán Lombard seatrevió.—Esperaré con miss...—...Claythorne —terminó Vera.—Yo me llamo Lombard, Philip Lombard.Los mozos apilaron sobre el taxi las maletas, y desde suinterior el juez dijo amablemente:—Tenemos un tiempo espléndido.—En efecto.«Un señor muy viejo, pero muy distinguido —pensó—.Completamente diferente de las personas que se encuentranen las pensiones familiares de las playas baratas. Esevidente que los señores Oliver conocen la gente del granmundo.»

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El juez Wargrave preguntó:—¿Conoce usted esta región de Inglaterra?—Conozco Cornualles y Torquay, pero es mi primera visita aesta región de Devon. El juez añadió:—No importa, tampoco yo conocía esta región.El taxi se alejó.El chófer del otro coche preguntó a los dos viajeros quequedaban:—¿Quieren ustedes sentarse en el coche en tanto esperan?Vera respondió con voz autoritaria:—De ninguna manera. Mister Lombard sonrió y dijo:—Este sitio soleado me gusta mucho, a menos que ustedprefiera entrar en la estación.—¡Ah!, no, gracias. ¡Se siente uno tan dichoso de no estaren esos vagones recalentados!—Es cierto; viajar en tren con esta temperatura es lo másdesagradable que hay. Vera añadió, por decir algo:—Esperemos que esto dure. Hablo del tiempo. ¡El verano enInglaterra reserva muchas sorpresas!Lombard hizo una pregunta desprovista de originalidad:—¿Conoce usted esta parte de Inglaterra?—No, vengo por vez primera. Decidida a poner en claro su situación en casa de los Owen,añadió:—No he visto jamás a mi jefe.—¿Su jefe?—Sí, soy la secretaria de mistress Owen.—¡Ah! Comprendo. Esto lo cambia todo. Vera se echó a reír.—¿Por qué? Yo no lo encuentro diferente. La secretariaparticular de mistress Owen se puso enferma y pidió a unaagencia, telegráficamente, una sustituta, y me han enviadoa mí.—¿Y si el puesto no le conviene, una vez instalada en lacasa?De nuevo Vera se echó a reír.—¡Oh!, esto sólo es provisional. Un empleo para lasvacaciones. Yo tengo una situación estable en una escuelade niñas. El hecho es que yo ardo en deseos de ver esta

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isla del Negro, tan célebre desde que los periódicos hanhablado de ella. ¿Es a tal punto fascinadora?—En verdad, no puedo decirle nada, no la conozco —respondióLombard.—¡Ah, si! Los Owen han debido entusiasmarse. ¿Cómo son?Dígame algo de ellos.Lombard reflexionó un instante. La situación se poníadifícil. ¿Debía, sí o no, dar a entender que él no losconocía? Se decidió a cambiar de conversación.—¡Oh! Tiene una avispa en un brazo, no se mueva, por favor.Para convencerla hizo el gesto de lanzarse a cazar a laavispa.—¡Ya se fue!—Gracias, muchas gracias. Las avispas abundan este verano.—Es, sin duda, el calor. ¿Sabe usted a quién esperamos?—No tengo la menor idea. Se oyó el ruido de un tren que se acercaba.Lombard dijo:—¡He aquí el tren que llega!Un hombre alto, de aspecto militar, apareció a la salidadel andén.Sus cabellos grises estaban cortados casi al rape y subigotito blanco muy bien cuidado.El mozo, ligeramente vacilante bajo el peso de una sólidamaleta de cuero, le indico a Vera y a Lombard.Vera se adelantó.—Soy la secretaria de mistress Owen, tomaremos este coche.Le presento a mister Lombard.Con sus ojos azules, fatigados por la edad, el reciénllegado juzgó al capitán Lombard. Se hubiera podido leer enellos esta opinión:«Buen tipo, pero hay en él algo que desagrada.»Los tres se instalaron en el taxi, que recorrió las callessolitarias del pueblecito de Oakbridge y enfiló lacarretera de Plymouth. A los dos kilómetros el coche semetió por un laberinto de caminos vecinales, verdeantes,empinados y estrechos.El general MacArthur observó:—Desconozco esta parte de Devon. Mi pequeña propiedad estásituada al Este del condado, junto a los confines delDorset.—Este campo es encantador —comentó Vera—. Las colinas tan

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verdes y la tierra roja hacen un contraste agradable a lavista.Lombard replicó, un tanto displicente:—Esto me parece demasiado angosto, prefiero los grandesespacios donde la vista se pierde en el horizonte.El general MacArthur le dijo:—Parece como si hubiera viajado mucho. Lombard alzó los hombros con gesto despectivo.—¡Bah! He dado muchas vueltas por el mundo.Y pensaba para sí: «Este viejo militar me va, seguramente,a preguntar si durante la Gran Guerra estaba en edad decoger el fusil. Con esta gente siempre pasa lo mismo.»Sin embargo, el general MacArthur no hizo ninguna alusión ala guerra.Después de haber subido a una colina escarpada,descendieron hacia Sticklehaven por un camino en zigzag.Este pueblecito sólo tenía varias casuchas, con una o dosbarcas de pesca varadas en la playa.Por primera vez contemplaron la isla del Negro, que surgíadel mar, hacia el sur, iluminada por el sol poniente.—Pero ¡si estamos todavía muy lejos de ella! —exclamósorprendida Vera.Se la había imaginado muy diferente, cerca de la ribera,coronada con una casa blanca; pero no se veía viviendaalguna. Sólo se percibía una enorme silueta rocosa quevagamente parecíase a una cara de negro. Su aspecto lepareció siniestro, y se estremeció. Delante de la posada delas Siete Estrellas, tres personas estaban sentadas; elviejo juez con su espalda encorvada, miss Brent, derechacomo un huso, y un hombre, un mocetón que, sin ceremonias,adelantándose, se presentó a si mismo.—Hemos creído que debíamos esperarles. Así no haremos másque un viaje. Permítanme que me presente. Me llamo Davis, yhe nacido en Natal, en África del Sur.Su jovial sonrisa le valió una mirada torva del juezWargrave. Se diría que tenía deseos de dar la orden dedespejar la sala del tribunal.—¿Alguien desea tomar una copita antes de embarcarnos? —preguntó Davis, muy hospitalario.Nadie aceptó su invitación. Volvióse y, con el dedolevantado, decidió:—En ese caso no nos detengamos más. Deben de esperarnos

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nuestros anfitriones.Se habría podido observar un cierto malestar en las carasde los demás invitados, que sus últimas palabras parecíanhaber inmovilizado.En respuesta al signo de Davis, un hombre se destacó de lapared más próxima, contra la cual se apoyaba, y se acercó aellos. Su paso balanceante indicaba en él al marino. Teníala cara arrugada, los ojos sombríos y una expresiónsoñadora. Se expresó con el suave acento de Devon.—Señoras y caballeros, ¿desean salir en seguida para laisla? El barco está preparado. Otras dos personas tienenque llegar en auto, pero mister Owen me ha ordenado noesperarles, ya que pueden llegar en cualquier momento.El grupo se levantó y siguió al marino hacia un pequeñoembarcadero, donde estaba amarrada una canoa automóvil.Emily Brent observó:—¡Qué barco más pequeño!—No impide que sea excelente. En muy poco tiempo lallevaría a Plymouth.El juez Wargrave dijo con aspereza:—¿No somos muchos?—Aún puede llevar doble número de pasajeros, señor.Philip Lombard intervino y, con voz agradable, concluyó:—¡Oh! Todo irá bien, hace un tiempo soberbio... el mar estáen calma...Sin gran entusiasmo, miss Brent se dejó ayudar para subir ala canoa. Los demás la siguieron. Hasta este momentoninguna cordialidad se había establecido entre losinvitados. Cada uno parecía estudiar a su vecino.En el instante en que la canoa iba a ponerse en marcha, elmarino se detuvo con el bichero en la mano. En la bajadaque había hacia el pueblo un automóvil descendía a todavelocidad. Era un auto tan potente y de líneas tanperfectas que les causó el efecto de una aparición. Alvolante estaba sentado un joven que a la luz del crepúsculoparecía un héroe nórdico. Se oyó el sonido del claxon comoun rugido infernal, repercutiendo por las rocas de labahía. En este instante fantástico, Anthony Marston parecíaestar por encima de los pobres mortales. Esta escena quedógrabada en la mente de quienes fueron testigos de suentrada en aquel pueblecito.

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Fred Narracott, sentado cerca del motor, pensaba: «¡Vayareunión de personas raras!» No esperaba conducir a estegénero de invitados para mister Owen. Creía que serían máselegantes. Las mujeres con bellos trajes y los hombres conatuendo apropiado para el yachting, todos ricos eimportantes. Estos sí que no se parecen a los invitados demister Elmer Robson. Una sonrisa burlesca se dibujó en suslabios mientras pensaba en otros tiempos. ¡Qué magníficasrecepciones daba el millonario! ¡El champaña corría atorrentes!Mister Owen debía ser una persona completamente diferente.Fred se extrañaba de no haber visto jamás a mister Owen, nia su esposa. Nunca venían al pueblo. Todos los encargoseran hechos y pagados por mister Morris. Las instruccioneseran siempre claras y precisas, y el pago, rápido. Claroque esto no dejaba de ser extraño. Los periódicos suponíanen todo esto un misterio. Mister Narracott abundaba en estaopinión. ¿Pudiera ser que la isla perteneciera a missGabrielle Turl? Sin embargo, esta hipótesis se encontrabadesechada al ver a los invitados; ninguno de ellos parecíavivir en el ambiente de una estrella de cine.Fríamente los catalogaba en su interior.Una solterona, con su agrio carácter... El las conocíabien. Estaba dispuesto a apostar que era una arpía. Alviejo militar se le notaba en seguida la carrera. La jovenera bonita, pero nada extraordinaria y, desde luego, nadade estrella de Hollywood. Un grueso señor, que no teníamodales, un tendero retirado de sus negocios. Y el otro,delgado, casi famélico, un tipo muy raro, probablementetrabajaría en el cine.En resumen, no veía en todo el grupo más que uno que legustase, el último que llegó: el del coche. ¡Jamás se viocosa igual en Sticklehaven! Un coche tan estupendo debíacostar mucho dinero. Parecía un niño rico. ¡Si los demás sele asemejaran sólo un poco!Reflexionando, todo esto le parecía extraño, muy extraño.La canoa dio la vuelta a la isla, y se vio la casa. El ladosur de la isla era diferente del resto; descendía en suavependiente hacia el mar.La vivienda era baja y cuadrada, de estilo moderno. Estabaorientada hacia el Mediodía y recibía la luz a torrentes.

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Una vivienda espléndida que respondía a todo cuanto sepuede soñar.Philip Lombard observó secamente:—Debe de ser muy difícil llegar hasta aquí con mal tiempo.—Cuando sopla el sudeste es imposible acercarse. A menudolas comunicaciones con la isla están cortadas durante unasemana o más aún.Vera Claythorne pensó:«El aprovisionamiento debe de ser difícil. He aquí elinconveniente de una isla, cualquier disgusto con loscriados se convierte en verdadero problema.»Un lado de la canoa chocó suavemente con las rocas. Fredsaltó a tierra; él y Lombard ayudaron a los demás adesembarcar. Narracott amarró la canoa a una argollaempotrada en la piedra y después dirigió al grupo hacia unaescalera tallada en las rocas.El general MacArthur exclamó:—¡Esto es espléndido!Sin embargo, en su fuero interno, no se encontraba a gusto.«Estrafalario lugar para vivir», pensó.Al final de los peldaños se encontraron sobre una terraza.Ante la puerta abierta estaba un mayordomo de bondadososemblante, esperándoles, y su cara pacífica aunque seria,les tranquilizó. En cuanto a la residencia de los Owen eraadmirable y el panorama que se vislumbraba desde la terrazasuperaba cuanto se hubiese visto o imaginado.El criado se adelantó y haciendo una reverencia les invitó:—Señoras y caballeros, ¿tienen ustedes la amabilidad deentrar?En el inmenso vestíbulo había refrescos preparados para losinvitados.A la vista de las hileras de botellas Anthony Marstonrecobró su buen humor. Esta mezcolanza de gente no era desu gusto. Pero ¿qué idea tan tonta tuvo ese idiota deBadger de hacerle venir a esta isla? Sin embargo, lasbebidas eran buenas y no faltaba el hielo.Mister Owen, a causa de un fastidioso retraso, no podíavenir hasta mañana.El mayordomo se ponía por entero a disposición de losinvitados. ¿Deseaban subir a sus habitaciones...? La cenaestaría servida a las ocho...Vera siguió a la señora Rogers hacia el otro piso. La

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criada abrió una puerta al final del pasillo y la jovenentró en un dormitorio espléndido con un gran ventanal quedaba al mar y otro hacia el interior; no pudo por menosVera Claythorne que lanzar una exclamación de asombro.Espero que no le falte nada, miss —le decía la señoraRogers.Vera miró a su alrededor. Sus maletas deshechas ya y puestotodo en su sitio.En una esquina de la habitación había una puerta que Verasupuso sería el cuarto de baño.—Si desea algo más, miss, no tiene más que tocar el timbre.—No tengo necesidad de nada, gracias.Vera examinó a la mujer. Estaba tan pálida que parecía unfantasma. De tipo muy correcto, con los cabellos echadoshacia atrás, y su traje negro, pero sus ojos no dejaban demirar en todas direcciones. «Parece que tenga miedo de susombra», se dijo Vera.Y era cierto. La señora Rogers parecía presa de un pavormortal.La joven sintió un ligero estremecimiento. ¿De qué podíatener miedo esta mujer?Amablemente dijo:—Soy la nueva secretaria de la señora Owen, seguramente yalo saben ustedes. La señora Rogers respondió:—No sé nada, miss. Sólo me han dado una lista de laspersonas que venían y la habitación que tenía que dar acada uno.—¿Mistress Owen no le ha hablado de mí? —preguntó Vera.Los ojos de la señora Rogers parpadearon.—No he visto todavía a mistress Owen; hace sólo dos díasque estamos aquí.«¡Qué gente más fantástica estos Owen!», pensó Vera yañadió en voz alta:—¿El personal doméstico es numeroso?—No somos más que mi marido y yo.Vera frunció las cejas. Ocho invitados. Diez personas en lacasa en total, comprendidos mister y mistress Owen, y ¡sóloun matrimonio para servir a toda esta gente!La señora Rogers añadió:—Soy una buena cocinera y Rogers se basta para hacer eltrabajo de la casa. Naturalmente no esperábamos tantosinvitados.

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—¿Cómo se las arreglará usted para salir adelante?—Tranquilícese, miss, ya me arreglaré. Si más tarde misterOwen organiza otras recepciones, sin duda tomará máspersonal para ayudarnos.—Así lo espero —contestó Vera. La señora Rogers se alejó, sin ruido, como si fuera unasombra.Vera se dirigió hacia la ventana y se sentó en unabanqueta. Estaba inquieta. Todo le parecía muy raro en estacasa. ¡La ausencia de los dueños, la espectral criada y losinvitados! ¡Estos sí que eran muy raros y extraños!Vera pensó: «En verdad me hubiese gustado ver a mistressOwen y poder formar mi opinión.»Se levantó y se paseó por la habitación, vivamente agitada.Un dormitorio con decorado ultramoderno; las paredespintadas de un color claro, y el espejo estaba contorneadode luces. Sobre la chimenea sólo había un bloque de mármolblanco queriendo imitar un oso, muestra de la esculturamoderna, y en el cual estaba encajado un reloj de péndulo.Encima, un cuadro de metal cromado con una hoja cuadrada depergamino.Una canción de cuna.De pie, delante de la chimenea, Vera leyó las ingenuasestrofas aprendidas en su niñez.

Diez negritos se fueron a cenar.Uno de ellos se asfixió y quedaronNueve.Nueve negritos trasnocharon mucho.Uno de ellos no se pudo despertar y quedaronOcho.Ocho negritos viajaron por el Devon.Uno de ellos se escapó y quedaronSiete.Siete negritos cortaron leña con un hacha.Uno se cortó en dos y quedaronSeis.Seis de ellos jugaron con una avispa.A uno de ellos le picó y quedaronCinco.Cinco negritos estudiaron derecho.Uno de ellos se doctoró y quedaron

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Cuatro.Cuatro negritos fueron a nadar.Uno de ellos se ahogó y quedaronTres.Tres negritos se pasearon por el Zoológico.Un oso les atacó y quedaronDos.Dos negritos se sentaron a tomar el sol.Uno de ellos se quemó y quedó nada más queUno.Un negrito se encontraba solo.Y se ahorcó y no quedó...¡Ninguno!

Vera no pudo por menos que sonreírse. ¿No estaba en la isladel Negro?Se asomó a la ventana para contemplar el mar. ¡Cuan grandeera el océano! No se distinguía tierra alguna a todo lolargo que alcanzaba la vista.Sólo una vasta extensión de ondulante agua azul bajo losrayos del sol poniente.El mar... hoy tan sereno... a veces tan cruel... El mar quenos atrae a sus abismos... Ahogado... ahogado en el mar...ahogado... ahogado... ahogado... No quería acordarse. ¡Noquería pensar en ello! ¡Todo esto pertenecía al pasado!

El doctor Armstrong desembarcó en la isla del Negro en elmomento en que el sol desaparecía en el océano.Había charlado durante el viaje con el hotelero, un hombrede la localidad, a fin de documentarse un poco acerca delos propietarios de la isla, pero Narracott no estaba bieninformado o quizás estuviera poco dispuesto a charlar.El doctor tuvo que contentarse con hablar del tiempo y dela pesca. El largo recorrido que hizo en auto lo habíacansado, y los ojos hacíanle daño, pues todo el tiempo tuvoel sol de cara.El mar y la calma le reponían de su lasitud. Le hubiesegustado tomarse unas largas vacaciones, pero no podíaofrecerse ese lujo. La cuestión económica era lo de menos,pero el cuidado de conservar la clientela estaba por encimade todo. Ahora que tenía una situación asegurada, debía

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trabajar sin descanso.Pensaba: «Por esta noche trataré de no recordar que tengoque volver pronto a Londres y que existe Harley Street1».La sola palabra isla tiene la virtud mágica de evocar ennuestro espíritu toda suerte de fantasías, pues al llegarse pierde el contacto con el mundo. ¡Una isla representaella sola en un mundo! ¡Un mundo de donde, a veces, no sevuelve jamás! «Por una sola vez voy a ensayar el dejardetrás de mí todos los cuidados cotidianos.»Y, sonriendo comenzó a elaborar proyectos para el porvenir.Siempre sonriendo subió los peldaños tallados en las rocas.En un butacón, en la terraza, estaba sentado un viejo cuyoaspecto le era vagamente familiar al doctor. ¿Dónde habíavisto esta cara de rana con ese cuello de tortuga, esaespalda y esos ojos maliciosos? ¡Ah, sí; era el viejo juezWargrave! En una ocasión, Armstrong había informado en unaaudiencia en que estaba este magistrado. El viejo siempreparecía estar dormido, pero era listo como un zorro.Ejercía una gran influencia sobre el jurado: presentandolos hechos a su gusto, había conseguido de esa formaincreíbles veredictos. ¡En suma, era un juez feroz queenviaba a la horca al acusado con la mayor facilidad!¡Vaya sitio más absurdo para encontrarle... en esta islaaislada del mundo!

El juez Wargrave se decía: «¿Armstrong? Me parece haberlevisto informar como testigo. Una persona estimable, peromuy prudente. Todos los médicos son unos asnos, y los deHarley Street son los peores.»Recordaba la reciente entrevista que había tenido con unode ellos en esa misma calle.Refunfuñó en voz alta:—Las bebidas están en el vestíbulo.—Voy a saludar a los dueños de la casa —indicó el doctor.Wargrave cerró los ojos, lo que acentuó aún más susemejanza a un reptil.—¡Imposible! —profirió.—¿Por qué? —respondió Armstrong.—No están ninguno de los dos. La situación es de lo másrara y no comprendo ni jota.

1 Calle de Londres, donde viven los médicos famosos

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El doctor le miró largamente, y cuando creía al juezsoñoliento, éste le preguntó:—¿Conoce usted a Constance Culmington?—No lo creo...—No tiene importancia. Es una persona necia. Tiene unaescritura ilegible. Me pregunto si no me habré equivocadode dirección.El doctor, inclinando la cabeza en un saludo, siguió haciala casa.Wargrave pensó un momento en la alocada ConstanceCulmington; se parecía en eso a todas las hijas de Eva.Su imaginación recayó entonces sobre las dos mujeresllegadas a la isla al mismo tiempo que él; la vieja pintadade labios y la joven. Esta no le satisfacía sino amedias... ¡Ah!, pero ellas eran tres contando a la señoraRogers. Curiosa mujer siempre atormentada por el miedo,según parecía. Esta pareja de criados eran aceptables ydaban la impresión de conocer bien su cometido.En este momento preciso, Rogers apareció en la terraza y eljuez preguntó:—¿Sabe usted si se espera hoy aquí a lady ConstanceCulmington? Rogers contestó:—No, señor, no sé nada. El juez enarcó las cejas y pensó: «Aquí hay algo raro.»

Anthony Marston tomaba su baño con voluptuosidad.Sus miembros, anquilosados por el largo viaje en auto, senormalizaban. Muy pocas ideas le atormentaban. Era un serlleno de acción y sensaciones.Pensaba. «Lo tomaremos con calma», y volvió a no pensar ennada. El agua caliente... su cuerpo fatigado... seafeitaría, tomaría un aperitivo... comería... ¿Y después?

Mister Blove se hacía el nudo de la corbata.Este ejercicio no le gustaba.¿Tenía buena presencia?Podía pasar.Nadie le había demostrado simpatía. Rara manera que teníanlos demás de mirarse de reojo... como si supieran....El tenía que estar a la altura de las circunstancias.

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A toda costa tenía que llevar a cabo la tarea que le habíanencomendado.Alzando los ojos vio la canción de cuna en el cuadro encimade la chimenea.¡Buena idea habían tenido al ponerla allí...!Pensó: «Me acuerdo haber estado aquí de pequeño. No hubiesecreído nunca que volvería con un encargo tal...Afortunadamente no se sabe el porvenir.»

El general MacArthur reflexionó: «Todo esto empieza amolestarme, no esperaba semejante recibimiento.»De buena gana hubiese inventado un pretexto para marcharsey enviarlo todo a paseo, pero la canoa automóvil habíaregresado al pueblo.Al general le era, pues, forzoso quedarse en la isla.El llamado Lombard le parecía un tipo extraño. Hubierajurado que era falso como Judas.

Al primer golpe de batintín Philip Lombard salió de suhabitación. Con pasos silenciosos y ágiles como los de unapantera, bajó la escalera. Tenía algo de felino. Su trazaevocaba a una bestia feroz, pero simpática.Se sonreía para sí.¿Una semana?¡Sí, aprovecharía esta semana!

En su dormitorio Emily Brent, vestida con un traje de sedanegra, esperaba la hora de cenar leyendo su Biblia.Repetía a media voz las palabras del texto.«Los paganos están precipitados al abismo que ellos mismoshabrán cavado; en el cepo que han ocultado se cogerán elpie. El señor se dará a conocer el día del Juicio Final. Elpecador en sus propias redes caerá y será arrojado alinfierno.»Se mordió los labios y cerró la Biblia.Se levantó; prendió en su corpiño un broche de cuarzo ybajó a cenar.

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La cena estaba terminada.Los platos habían sido excelentes, los vinos exquisitos,Rogers había servido la mesa admirablemente.Todos estaban de buen humor y las lenguas empezaban adesatarse. El juez Wargrave, dulcificado por el deliciosovino de oporto, era espiritual e irónico; el doctorArmstrong y Tony Marston le escuchaban con placer.Miss Brent hablaba con el general MacArthur; habíanencontrado amigos comunes. Vera Claythorne le sometía amister Davis cuestiones pertinentes al África del Sur, temaque mister Davis conocía a fondo.Lombard seguía esta conversación. Una o dos veces levantólos ojos bruscamente y sus párpados se encogieron. De vezen cuando miraba discretamente alrededor de la mesa yestudiaba a los otros comensales.De repente Marston exclamó:—Son raras estas estatuillas, ¿verdad?En el centro de la mesa redonda, sobre una bandeja decristal estaban colocadas unas figurillas de porcelana.—Negros —dijo Tony—. La isla del Negro. De ahí es de dondeviene la idea, supongo.Vera se inclinó hacia delante.—En efecto, es divertido. ¿Cuántos son? ¿Diez?—Sí... hay diez. Vera exclamó:—Son graciosos. Son los diez negritos de la canción decuna; en mi cuarto está en un cuadro, suspendido sobre lachimenea.—En mi cuarto también —dijo Lombard.—En el mío también.—Y en el mío.Todo el mundo hizo coro.—La idea no es vulgar —dijo Vera. El juez Wargrave gruñó:—Decid mejor es infantil.Después se sirvió oporto.Emily Brent lanzó una mirada a Vera, que respondió con unainclinación de cabeza y las dos se levantaron. Hasta el

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salón con las ventanas abiertas que daban sobre la terraza,les llegaba el ruido de las olas rompiendo en las rocas.—Me encanta escuchar el murmullo del mar —indicó EmilyBrent.—A mí me horroriza —contestó Vera con voz seca.Miss Brent le miró sorprendida. Vera enrojeció y añadióconteniendo su emoción:—No será agradable estar aquí un día de tempestad.—La casa debe de estar cerrada durante el invierno —dijomiss Brent—. Los criados rehusarán quedarse aquí.Vera murmuró:—No importa la época; debe ser difícil encontrar personasque quieran vivir en una isla.Emily Brent hizo esta reflexión:—Mistress Oliver puede sentirse contenta de haberencontrado este matrimonio de servidores; la mujer es unaexcelente cocinera.«Es fantástico la forma con que estas solteronas equivocanlos nombres», pensó Vera.Y añadió con voz clara y lenta:—Tiene suerte mistress Owen, verdaderamente.Emily Brent sacó de su bolso una labor de punto y en elmomento que cogía las agujas se detuvo y preguntó a sucompañera:—¿Owen? ¿Ha dicho usted Owen?—Sí.—En mi vida había oído ese nombre. Vera dedujo.—Pero bueno...No pudo terminar la frase. La puerta se abrió dando paso alos hombres; les seguía Rogers trayendo el café en unabandeja.El magistrado se sentó al lado de miss Brent y Armstrong allado de Vera. Tony se dirigió hacia la ventana que seguíaabierta. Blove examinaba con asombro una estatuilla debronce, preguntándose cándidamente si esas formas angulosasrepresentaban el cuerpo de una mujer.El general MacArthur, de espaldas a la chimenea, se atusabasu corto bigote blanco, la cena había sido espléndida yregocijábase de haber aceptado la invitación. Lombardhojeaba el Punch, puesto con otros periódicos en una mesitacerca de la pared. El criado sirvió el café, negro, fuerte,

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ardiendo.En resumen, todos los invitados estaban encantados de lavida, después de la copiosa y exquisita cena. Las agujasdel reloj señalaban las nueve y veinte. En el salón reinabaun silencio... un silencio de confortable beatitud.En medio de este silencio se oyó una voz... inesperada,sobrenatural:

«Señoras y caballeros. Silencio por favor.»

Todos se sobresaltaron, se observaron unos a otros yescudriñaron las paredes. ¿Quién había hablado?La voz continuó alta y clara:

«Os acuso de los siguientes crímenes:»Edward George Armstrong, usted causó la muerte a Luisa Mary Glees el 14 demarzo de 1925.»Emily Caroline Brent, es responsable de la muerte de Beatryz Taylor el 5 denoviembre de 1931.»John Gordon MacArthur, usted envió a la muerte con la mayor sangre fría alamante de su mujer, Arthur Richmond, el 4 de enero de 1917.»William Henry Blove: es usted causante de la muerte de James Stephen Landorel 10 de octubre de 1928.»Vera Elisabeth Claythorne, el 11 de agosto de 1933 mató usted a Cyril OgliveHamilton.»Philip Lombard, en el mes de febrero de 1932 llevó a la muerte a veintiúnhombres miembros de una tribu de África Oriental.»Anthony James Marston, el 14 de noviembre último mató a John y LucyCombes.«Tornas Rogers y Ethel Rogers, el 6 de mayo de 1929 dejaron morir a JenniferBrady.»Lawrence John Wargrave, el 10 de junio de 1934 condujo a la muerte a EdwardSeton.»Acusados:»¿Tienen ustedes algo que alegar en su defensa?»

La voz acusadora se calló.Después de un instante de silencio absoluto se oyó el ruidode una vajilla; a Rogers se le cayó de las manos la bandejacon el servicio del café. En este mismo momento les llegódel vestíbulo un grito y el ruido de una caída.

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Lombard fue el primero en levantarse y corrió hacia lapuerta, al abrirla se encontró con mistress Rogers tendidaen el suelo.Lombard llamó a Marston en su ayuda. Entre los doslevantaron a la mujer y la llevaron al salón.El doctor intervino, auxilió a los que traían a lasirvienta para tenderla en el sofá y se inclinó paraexaminarla.—No es nada —anunció—. Un simple desvanecimiento; volveráen sí de un instante a otro.—Vaya a buscar coñac, Rogers —dijo mister Lombard.El criado, con el semblante lívido y temblorosas las manos,salió rápidamente de la estancia.Vera gritó:—¿Quién hablaba? ¿Dónde se oculta esa voz? Habría jurado...El general MacArthur balbució:—Pero ¿qué pasa aquí? ¿Qué broma de tan mal gusto es ésta?Sus manos temblaban, sus espaldas se doblaron y de repentepareció envejecer diez años.Blove secóse el sudor de la cara con el pañuelo. Sólo eljuez Wargrave y miss Brent quedaron impasibles enapariencia. El busto erguido y la cabeza alta, Emily Brenttenía los pómulos sonrojados. El magistrado conservaba suactitud acostumbrada, con la cabeza gacha. Con una mano serascaba suavemente la oreja. Sólo sus ojos se movían. Sumirada, perpleja y brillante de inteligencia husmeaba todoslos rincones del salón.Viendo al doctor ocupado con la mujer desvanecida, Lombardtomó la iniciativa de responder a las preguntas formuladaspor Vera y el general.—Esa voz parecía venir desde la habitación en que estamos.—Pero ¿quién hablaba? ¿Quién? ¡Desde luego ninguno denosotros! —exclamó Vera.Lo mismo que el juez, Lombard recorría con la mirada todoslos rincones de la habitación. Su mirada se posó en elventanal y movió la cabeza dudando. De repente sus ojosbrillaron y con paso rápido se dirigió hacia una puertacercana a la chimenea que daba a la estancia contigua.Abrió la puerta bruscamente y lanzó una viva exclamación:—Esta vez lo encontré.Los demás se unieron inmediatamente, sólo miss Brent sequedó sentada en la butaca.

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En aquella habitación había una mesa arrimada a la paredque daba a la sala. Sobre la mesa había un gramófono de unmodelo antiquísimo con una gran bocina pegada al muro.Lombard desarmó el aparato y señaló dos o tres agujeroscasi imperceptibles horadados en el tabique.Volvió a colocar el gramófono en su sitio; fijó la agujasobre el disco e inmediatamente escucharon de nuevo:«Os acuso de los crímenes siguientes.»—¡Pare, pare! ¡Esto es horrible! —exclamó Vera.Lombard obedeció y Armstrong dio un suspiro de satisfacciónañadiendo:—Han querido gastarnos una broma. ¡He ahí todo!La voz del juez murmuró:—¿Cree usted que se trata de una broma? El médico le miró fijamente.—¿Qué quiere usted que sea? El magistrado, pellizcándose los labios, declaró:—En estos momentos no estoy, en absoluto, en disposición deopinar.—Olvida un detalle —intervino Anthony Marston—. ¿Quién hapuesto el gramófono en marcha?—En efecto. Me parece que una indagación se impone paraesclarecer este punto —murmuró agriamente Wargrave.Se fue hacia el salón y todos le siguieron.Rogers entraba con un vaso de coñac. Miss Brent estabainclinada sobre la cocinera que se quejaba.Hábilmente, Rogers se interpuso entre las dos mujeres.—Permítame, señorita, decirle una palabra... Ethel...Ethel... no te atormentes, no es nada serio..., ¿mecomprendes...? Anímate un poco.La criada respiraba con dificultad. Sus ojos fijos yasustados recorrieron todas las caras. La voz de su maridose hacía cada vez más fuerte:—Anda, Ethel, no te excites.—Se encontrará mejor dentro de poco; sólo se trata de unabroma —le dijo el doctor amablemente, en animoso tono.—¿Me he desmayado, doctor?—Sí, mistress Rogers.—Era esa voz... esa horrible voz... Como si fuera la de unjuez.De nuevo su cara se puso verdosa y sus ojos parpadearon.El doctor pidió vivamente:

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—¿Dónde está el coñac?Rogers había puesto el vaso encima de una mesita, se lo dioal doctor que se inclinó sobre la criada.—Tenga, beba esto.Bebió un sorbo y tosió. El alcohol le sentó muy bien; loscolores reaparecieron en su semblante.—Me siento mejor ahora —dijo la enferma—. Esto me haimpresionado mucho. Su marido la interrumpió:—Lo creo; a mí también. Dejé caer la bandeja. Son infamesmentiras... Me gustaría saber...Fue interrumpido por una tos... una tosecilla seca, peroque le cortó la palabra. Miró al juez que, en el tono deantes, volvió a toser.—¿Quién ha puesto ese disco en el gramófono? ¿Ha sidousted, Rogers? —interrogó el juez.Rogers protestó.—No sabia de qué se trataba señor; juro que lo ignoraba. Sihubiese sabido lo que decía no lo hubiera puesto, se loaseguro.El juez profirió con voz brusca:—Quiero creerle, pero, sin embargo, me gustaría que meproporcionara algunas explicaciones, Rogers.El criado se secó el sudor de la frente con un pañuelo ydeclaró con franqueza:—No he hecho más que obedecer órdenes.—¿Qué ordenes?El juez Wargrave insistió:—Esclareceremos un poco esto. ¿Qué órdenes le ha dadoexactamente mister Owen?—Me dijo que pusiera un disco en el gramófono, que estedisco lo encontraría en el cajón y mi mujer pondría elgramófono en marcha cuando yo sirviese el café en el salón.—Esta historia me parece extraordinaria —murmuró el juez.—Es cierto, señor, lo juro. No me pareció raro porque eldisco llevaba una etiqueta y yo creía que era música comolos demás.Wargrave miró a Lombard, preguntándole:—¿Había una etiqueta en ese disco?Lombard asintió con la cabeza y rió burlonamentedescubriendo sus dientes blancos y puntiagudos.—Es exacto, señor, ese disco lleva el título: El canto del

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cisne.El general MacArthur estalló colérico:—Todo esto es grotesco, estúpidamente grotesco; ¿qué ideahan tenido al lanzar acusaciones tan monstruosas contranosotros? Es preciso avisar sin demora a mister Owen oquien sea.Miss Brent le interrumpió:—Pero ¿quién es ese señor? He aquí la cuestión —dijo conaire indignado.El juez meditó. Expresóse con la autoridad que le habíaconferido una vida entera pasada en los tribunales.—Ante todo interesa esclarecer este detalle. Rogers,llévese a su mujer a su habitación y que se acueste. Luego,vuelva en seguida.—Bien, señor.—Espere que le ayude, Rogers —añadió el doctor.Apoyada en los dos hombres, mistress Rogers salió vacilantede la estancia.Cuando hubieron salido, Tony Marston dijo:—No sé si opinará lo mismo que yo, pero voy a beber unacopita de licor.—Yo también —añadió Lombard.—Voy a ver si descubro por ahí algunas botellas —dijo Tonyalejándose.Unos instantes después, ya estaba de vuelta.—Ya las tengo, las descubrí en una bandeja cerca de lapuerta, nos estaban esperando.Las puso delicadamente sobre la mesa y llenó los vasos. Eljuez y el general se hicieron servir un buen whisky. Todosnecesitaban un estimulante; sólo Emily Brent pidió un vasode agua.El doctor reapareció en el salón.—Está mucho mejor. Le he dado un sedante para que descanse.¿Están ustedes bebiendo? Les imitaré muy gustoso.Los hombres llenaron por segunda vez sus vasos.Unos minutos después volvió Rogers.El juez se encargó de continuar el interrogatorio.Pronto el salón se transformó en un tribunal improvisado.—Veamos, Rogers: queremos conocer algo de esa historia.¿Quién es mister Owen? —preguntó el magistrado.—Pues el propietario de la isla, señor.—Sí. Ya lo sé. Pero ¿sabe algo de él?

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Rogers bajó la cabeza.—No puedo decirle nada en absoluto, pues no lo he vistojamás.Un movimiento de sorpresa se produjo en todos.El general MacArthur preguntó a su vez:—¿No le ha visto jamás? ¿Qué cuento es éste?—Mi mujer y yo estamos aquí sólo desde hace unos días.Fuimos contratados por mediación de una agencia decolocaciones. La agencia Regina, en Plymouth, fue la quenos escribió.Blove aprobó con la cabeza.—Es una agencia antigua —dijo.—¿Tiene esa carta? —interrogó Wargrave.—¿La carta que nos escribieron? No, señor; no la heconservado.—Continúe su historia. Dice que fueron contratados porcarta...—Si, y se nos fijaba el día que teníamos que venir. Aquítodo estaba en orden, había provisiones en abundancia y nosgustó la casa; sólo tuvimos que limpiar el polvo.—¿Y después?—Nada, señor; recibimos instrucciones, por carta, depreparar las habitaciones para recibir a los invitados, yayer el cartero nos trajo otra carta de mister Owendiciéndonos que no podía venir y que cumpliéramos connuestro deber lo mejor posible en su ausencia. Nos dabaórdenes para la cena y nos pedía que pusiéramos el disco ala hora del café.—¿Tiene esa carta? —interrogó Wargrave.—Sí, señor; la llevo encima.Sacó la carta del bolsillo y el juez se la cogió de lasmanos.—¡Hum! Tiene el timbrado del Ritz y está escrita a máquina.—¿Me permite verla? —le dijo Blove, que estaba a su lado.La cogió de manos del juez y la recorrió con la vista.Luego murmuró:—Es una máquina Corona nueva, y sin ningún defecto; papelcomercial ordinario. No estamos más adelantados que antes.Podrían sacarse huellas digitales, pero me parece que noencontraríamos ninguna.Wargrave le miró con atención creciente.Marston, de pie, al lado de mister Blove, miraba por encima

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de su espalda y señaló:—Nuestro anfitrión tiene unos nombres muy extraños: UlikNorman Owen. Se llena la boca uno al decirlo.El viejo magistrado se sobresaltó:—Le estoy muy reconocido, mister Marston; acaba de llamarmi atención sobre un punto bastante sugestivo.Miró a su alrededor y alargando el cuello como una tortugaenfadada, añadió:—Creo que el momento es propicio para reunir todas lasinformaciones que poseemos. Me parece que cada unodeberíamos decir todo cuanto sepamos acerca del propietariode esta casa.Hubo un momento de silencio y, un tanto malhumoradocontinuó:—Aquí somos todos invitados. A mi juicio sería utilísimoque cada uno de nosotros explicase exactamente a título dequé se encuentra aquí.Al cabo de un instante, Emily Brent tomó la palabra muydecidida.—Hay en todo esto algo misterioso. Yo he recibido una cartacuya firma era casi imposible descifrar. Parecía procederde una amiga que tuve hace dos o tres años en una playa. Hecreído leer Ogden y Oliver. Ahora bien, conozco a unaseñora Ogden y otra mistress Oliver, pero puedo afirmar contoda seguridad que jamás he conocido una mistress Owen.—¿Tiene usted esa carta, miss Brent? —preguntó el juez.Subió a su cuarto y volvió con ella en las manos a lospocos minutos.Después de haberla leído, el juez indicó:—Comienzo a comprender... ¿Y usted, miss Claythorne?Vera explicó cómo había sido contratada en calidad desecretaria de mister Owen.—¿Y usted, mister Marston? —dijo en seguida Wargrave.—Recibí un telegrama de uno de mis amigos, Badger Berkeley—respondió Anthony—. De momento quedé sorprendido, puescreía que ese sinvergüenza se encontraba en Noruega. Medecía que viniese aquí en seguida.El juez inclinó la cabeza y añadió:—Doctor Armstrong, ¿qué tiene que decirnos?—Yo vine aquí a título profesional.—Bien. ¿Y no tiene usted ninguna relación con la familiaOwen?

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—No, sólo el nombre de uno de mis colegas era simplementecitado en la carta.—Desde luego esto prestaba más verosimilitud —añadió elmagistrado—. ¿No le daba a usted tiempo a entrevistarse consu colega?—No. No me fue posible. Lombard, que examinaba la carta de Blove desde hacía unmomento, dijo de repente:—Escuche, acaba de ocurrírseme una idea. Wargrave levantó la mano.—Espere un minuto.—Pero si...—Vayamos por orden, mister Lombard. En este momento estamosaclarando las causas que motivaron nuestra asistencia aquí.¿General MacArthur?Atusándose siempre el bigotito, el viejo militar murmuró:—Recibí una carta... de ese mister Owen... me hablaba delos viejos camaradas míos que podía encontrar aquí... Y mepedía sus excusas al hacerme la invitación de esta forma.No he guardado la carta.Wargrave llamó:—¿Mister Lombard?El cerebro de Lombard no había estado inactivo. ¿Debíahablar con toda franqueza? Tomó una decisión.—La misma historia que los demás. La invitación hacealusión a unos amigos comunes y he caído en la trampa. Pordesgracia rompí la carta.Wargrave se volvió hacia mister Blove y mirándole fijamenteañadió:—Acabamos de pasar por una prueba muy desagradable. Una vozque parecía venir de ultratumba nos ha llamado a todos pornuestros nombres y ha hecho acusaciones precisas contranosotros de las cuales ya hablaremos después. Ahora lo queinteresa es un detalle menos importante. Entre los nombrescitados oímos el de William Henry Blove. Pero entrenosotros nadie se llama así. En cambio, el de Davis no hasido mencionado. ¿Qué dice a esto, mister Davis?—¿Por qué ocultarlo por más tiempo? Yo no me llamo Davis.—Entonces, ¿usted es William Henry Blove?—Sí.—Permítame decirle una palabra —añadió Lombard—. MisterBlove: no sólo se ha presentado usted con un nombre falso,

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sino que además le he sorprendido mintiendo. Ustedpretendía que venía de Natal. Conozco muy bien África delSur y puedo jurar que no puso allí jamás los pies.Todas las miradas convergieron sobre Blove... Miradascargadas de cólera y desconfianza. Marston se abalanzósobre él con los puños crispados.—¡Ahora, dígame quién es, sinvergüenza! Blove se echó hacia atrás, apretando sus mandíbulas, ycontestó:—Ustedes se equivocan. Tengo mis papeles y puedoenseñárselos. He pertenecido a la policía y dirijoactualmente una agencia de detectives en Plymouth y fuirequerido para venir aquí por mister Owen. Adjunta en sucarta había una gran cantidad de dinero para mis gastos yme daba las instrucciones que debía seguir. Debía mezclarmecon los invitados (me envió una lista) y vigilar sus hechosy gestos.—¿Y qué razón le daba? Blove contestó con amargura:—Las joyas de mistress Owen. Me pregunto, ahora, si existeel tal mister Owen. El juez repuso:—Las conclusiones me parecen lógicas. ¡Ulik Norman Owen! Enla carta dirigida a miss Brent el apellido era ilegible,pero el nombre se podía leer: Una Nancy O., es decir,siempre U. N. Owen. Con un poco de imaginación y fantasíase podría reconstruir la palabra inglesa «Unknown», esdecir, desconocido.—¡Pero esto es fantástico, es una locura! —exclamó Vera. El juez repuso:—Tiene usted razón, miss Vera. Estoy seguro de que hemossido invitados por un loco, probablemente un loco... unmaniático del crimen.

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Hubo un momento de silencio. En todos los rostros se leíala sorpresa y el miedo. Se dejó oír de nuevo la voz claradel juez Wargrave:—Llegamos ahora a la segunda fase de nuestra relación. Antetodo voy a añadir mis propias informaciones a las que yaposeemos.Sacó una carta de su bolsillo y la arrojó sobre la mesa.—Esta carta está escrita como si fuese de una de mis viejasamistades. Lady Constance Culmington, a la que hace dosaños que no he visto. Estaba en Oriente. El autor de estacarta ha empleado el estilo incoherente y fútil de ladyCulmington para invitarme a encontrarla aquí, y me habla delos propietarios de una manera confusa. Fíjense ustedes enque en todas las cartas se encuentra la misma táctica,sobresaliendo un punto del mayor interés: que, sea quienfuere el individuo, nombre o mujer, que nos ha traído aesta casa, nos conoce o se ha molestado en buscar datossobre cada uno de nosotros. Está al corriente de mirelación con lady Culmington y su estilo epistolar no le esextraño. Sabe el alias del amigo de Marston y la clase detelegramas que envía habitualmente. No ignora el estilo enque hace dos años pasaba sus vacaciones miss Brent y lascostumbres de la gente con quien se relacionaba. Y porúltimo posee indicaciones sobre los viejos camaradas delgeneral MacArthur. Después de una pausa continuó:—Ustedes vieron cómo nuestro anfitrión conoce muchas cosasnuestras que le han permitido formular acusacionesconcretas.Esta observación desató muchas protestas.—Todo eso no es más que un hatajo de calumnias —exclamó elgeneral.—¡Esto es cínico! —gritaba Vera con la respiraciónentrecortada.—¡Es una mentira, una infame mentira! —exclamaba Rogers convoz ronca—. ¡Jamás ni mi mujer ni yo hemos cometido crimenalguno!—Me pregunto, ¿adonde quiere llegar ese loco? —murmurabaAnthony Marston.

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La mano en alto del magistrado calmó a los asistentes.Escogiendo sus palabras, dijo:—Deseo hacer una declaración. Nuestro amigo desconocido meacusa de la muerte de un tal Edward Seton. Me acuerdoperfectamente de Seton. Estaba acusado del asesinato de unavieja y compareció ante mí en junio de 1930. Su abogado ledefendió hábilmente y él mismo produjo una buena impresiónen el jurado. Pero después de las declaraciones de lostestigos, su crimen no dejaba duda a mis ojos. Presenté mirequisitoria y el jurado le condenó. Proponiendo la pena demuerte contra él no hacia más que confirmar el veredicto.Se recurrió contra la sentencia invocando unasinexactitudes en la interpretación de los hechos, pero laapelación fue desestimada y el hombre ejecutado. Declaroante ustedes que mi alma y mi conciencia no tienen nada quereprocharme, pues cumplí con mi deber condenando a muerte aun asesino.¡Armstrong se acordaba del caso Seton! El veredictosorprendió a todos. El día anterior al juicio había cenadoen un restaurante con el abogado de su cliente. Después laslenguas se desataron; el juez Wargrave se cebó con elacusado.Había conseguido convencer al jurado y Seton fue reconocidoculpable. «Procedimiento legal.» El viejo magistradoconocía como pocos la ley. Dio la impresión que el juezsatisfacía una venganza personal.Todos estos recuerdos aparecían de repente en laimaginación del doctor, y sin reflexionar le preguntó:—¿Conocía personalmente a Seton? Quiero decir antes delproceso.Los ojos del juez se posaron en el doctor y con voz precisacontestó:—No, no conocía personalmente a Seton antes del proceso.Pero el doctor pensó: «Este pícaro viejo miente, estoyseguro.»

Vera Claythorne explicó temblorosa:—Quisiera decirles... a propósito del niño Cyril Hamilton,que era yo su institutriz. Estábamos en una playaveraneando y le tenía prohibido el nadar demasiado lejos.Un día aprovechando una distracción por mi parte, se fue

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más lejos de lo que le tenía permitido. Salté al agua paracogerle, pero llegué demasiado tarde. Fue horroroso, perono hubo falta por mi parte. En la indagatoria el fiscalreconoció mi inocencia. La madre del niño no me dirigióningún reproche y me demostró su afecto. ¿Por quéreprocharme este doloroso accidente? ¡Es injusto...injusto!La joven se deshizo en lágrimas.El general le dijo para consolarla:—Vamos, vamos, querida niña... Sabemos que todo eso esfalso... se trata de un loco chiflado, digno de encierro.No vale la pena darle importancia a esas infamias.Entretanto yo declaro que no hay nada cierto en esahistoria del joven Arthur Richmond. Richmond era oficial demi regimiento, le envié a un reconocimiento... y fue muertopor el enemigo... ¿qué cosa más corriente en tiempo deguerra? Lo que me apena es esa malévola insinuación sobrela conducta de mi mujer... la más fiel de todas lasesposas... ¡la mujer del César!El general MacArthur se sentó. Su mano temblaba al atusarseel bigote. Estas palabras le habían costado un esfuerzosobrehumano.Con los ojos sonrientes Lombard le tomó la palabra.—Por lo que se refiere a los indígenas... Marston le interrumpió:—¿Qué?Philip Lombard se echó a reír.—Es una historia verídica. Los abandoné a su suerte. Erauna cuestión de vida o muerte, estábamos perdidos en laselva. Mis dos camaradas y yo cogimos lo que quedaba dealimento y huimos.El general se indignó.—¡Cómo! ¿Ustedes abandonaron a sus hombres? ¿Les dejaronmorir de hambre? Lombard respondió:—Cierto, no sería muy edificante por parte de un Poukkasahib... pero el conservar la vida creo que es el primer deberde un hombre. Los indígenas no tienen miedo a la muerte...Sobre este particular su mentalidad difiere de la de loseuropeos.Vera levantó la cabeza y miró a Lombard de hito en hito.—¿Los... dejó morir?

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—Sí —respondió Lombard—, los dejé morir —su mirada alegrese posó en los ojos asustados de la joven—.Anthony Marston declaró perplejo:—Acabo de reflexionar... pienso que Johnny y Lucy Combesserían los dos niños que atropellé cerca de Cambridge. ¡Quémala suerte!El juez Wargrave le preguntó:—¿Para ellos o para usted?—Hombre, pensaba que para mí... Quizá tenga usted razón;fue mala suerte para ellos. Pero se trata de un accidente.Los niños salían corriendo de una casa. Me quitaron elpermiso de conducir durante un año, y esto, por cierto, mefastidió.El doctor Armstrong le recriminó:—¡Esos excesos de velocidad son inadmisibles enteramente;los jóvenes imprudentes de su temple constituyen un peligropúblico!Alzando los hombros, Tony contestó:—Estamos en el siglo de la velocidad, ¡qué diablos! ¡Sonlas carreteras inglesas las defectuosas! ¡Hay que irsiempre a paso de tortuga!Buscó su vaso, lo cogió de la mesa, del aparador tomó unabotella de whisky y se echó una gran cantidad con soda ycontinuó:—Lo cierto es que fue un accidente, ¡yo no tuve la culpa!Rogers, el criado, se humedeció los labios y dijo con tonodeferente:—¿Me permiten que les diga algo, señores?—Le escuchamos —respondió Lombard.—También la voz ha citado mi nombre y el de mi mujer... yel de miss Brady. No hay nada de cierto en lo dicho, señor.Mi mujer y yo hemos estado a su servicio hasta que murió.Siempre estaba enferma: la noche que se agravó hubo unagran tempestad, el teléfono estaba averiado; era imposible,pues, llamar al doctor y fui yo mismo a buscarlo a pie.«Llegamos demasiado tarde, lo hicimos todo para salvarla.Le estamos muy agradecidos, todo el mundo se lo dirá,señor; ¡jamás tuvo queja alguna de nosotros! ¡Ni el menorreproche!Lombard miraba con insistencia la cara crispada delmayordomo; sus labios estaban secos y el terror sereflejaba en su mirada. Se acordó de la caída de la bandeja

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con el servicio de café, pero no dijo nada.Con su voz profesional y brusca Blove preguntó aldoméstico:—¿Les dejó algo al morir? Rogers se enderezó indignado.—Miss Brady nos dejó una suma como premio a nuestros fielesservicios. ¿Y por qué no?Lombard intervino:—¿Y si usted nos hablara un poco de si mismo, mister Blove?—¿De mí?—Sí, su nombre está en la lista. Blove enrojeció.—¿El asunto Landor? Se trataba de un robo en un Banco, elLondon Commercial.El juez Wargrave se agitó en su butaca.—Me acuerdo muy bien, aunque no pasó por mis manos elproceso: Landor fue condenado por su testimonio, Blove. Fueusted quien, como oficial de policía, llevó la indagatoria.—Eso mismo —dijo Blove.—Landor fue condenado a trabajos forzados a perpetuidad ymurió en Dartmour. Su salud era muy delicada.—Ese individuo no era más que un estafador —concluyó Blove—. Fue él quien mató al sereno. Su culpabilidad no dejabalugar a dudas.El juez dijo lentamente:—Usted recibió, me parece, felicitaciones por su habilidad.—Ascendí en mi carrera —añadió Blove—. No hice sino cumplircon mi deber. Lombard se echó a reír ruidosamente.—Por lo visto todos somos personas que respetan la ley ycumplen su deber; excepto yo. ¿Y usted, doctor? ¿Qué leparece si hablásemos un poco de error profesional? ¿Setrataba de una operación ilegal?Emily Brent miraba a Lombard con asco y retiró su butacahacia atrás.Muy dueño de sí mismo, el doctor inclinó la cabeza con buenhumor.—Les declaro que no comprendo nada de esa historia. No meacuerdo de haber operado a nadie con ese nombre de¿Gleis...? ¿Glose?, y menos que se muriese por mi culpa.¡Hará tantos años! Lo probable es que fuese una operaciónen el hospital, y ya saben ustedes que a veces está en tal

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estado el enfermo que no sirve para nada operar y luego lafamilia lo achaca al cirujano si sobreviene la muerte.Inclinando la cabeza lanzó un suspiro.El mismo Armstrong pensaba: «Estaba borracho, eso fue... yborracho operé a una mujer. Tenía los nervios deshechos ymis manos temblaban. No hay duda... la maté. ¡Pobre mujer!La operación era de las más sencillas, y habría salido biensi yo no hubiese bebido. Afortunadamente para mi existeesto que se ha convenido en llamar el secreto profesional.La enfermera lo sabía, pero no dijo nada. ¡Dios mío! ¡Quégolpe para mí! Menos mal que corté a tiempo. Pero ¿quiéndiablos ha podido estar al corriente de este incidentedespués de tantos años?»

Un profundo silencio reinaba en el salón. Todo el mundomiraba a Emily Brent de una manera más o menos discreta. Alcabo de un momento se dio cuenta que esperaban que dijesealgo. Enarcó las cejas sobre su frente estrecha y preguntó:—¿Esperan que les diga algo? No tengo nada que decirles.—¿Nada? —dijo el juez.—No, nada —contestó miss Brent, apretando fuertemente loslabios.—¿Se reserva usted para la defensa? —preguntó Wargravecon dulzura.—Es inútil que me defienda —respondió fríamente miss Brent—. He obrado siempre con arreglo a mi conciencia y no tengonada que reprocharme.Una amarga decepción se dibujó en todos los semblantes. Sinembargo, miss Brent no era mujer para desanimarse ante laopinión de los demás.Se quedó impasible.Una o dos veces el juez tosió.Luego dijo:—Nuestra pesquisa se suspende por el momento. Dígame,Rogers, aparte de nosotros, usted y su mujer, ¿hay alguienmás en la isla?—No, señor.—¿Está seguro?—Completamente seguro.—No me explico qué intenciones tuvo nuestro desconocidoanfitrión al reunimos en esta casa. A mi juicio esta

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persona, hombre o mujer, no tiene completas sus facultadesmentales.—Creo que obraríamos bien abandonando esta isla lo máspronto posible. ¿Y si nos fuésemos esta misma noche?—Perdón, señor —dijo Rogers—, pero no hay barco en la isla.—¿Ni una barca?—No, señor.—Entonces, ¿cómo se comunica usted con la costa?—Fred Narracott viene todas las mañanas con su barco, traeel pan, la leche y el correo y toma los pedidos para losproveedores.—En este caso todos debemos mañana tomar el barco deNarracott —declaró el juez.Los reunidos fueron de su parecer salvo Anthony Marston queexpuso esta opinión:—Esta huida no tiene nada de elegante. Antes de irnosdeberíamos aclarar este misterio. Parece una novelapolicíaca... de las más emocionantes.—A mis años no se buscan las emociones —le replicóagriamente el magistrado.—La vida es cada vez más breve. Los asuntos criminales meapasionan. ¡Bebo a la salud de los asesinos! —contestó Tonyriéndose con sarcasmo.Llevó su vaso a la boca y lo vació de un trago. De repente,pareció que se ahogaba, sus facciones se crisparon y suscarrillos tomaron un color purpúreo. Trató de respirar y sederrumbó al pie de su butaca dejando caer el vaso sobre laalfombra.

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El golpe fue tan inesperado que todo el mundo quedóestupefacto. Los espectadores, como clavados en el suelo,miraban el cuerpo inanimado del joven.Por fin el doctor saltó de su silla y se arrodilló paraexaminarlo; levantó la cabeza y con voz que el miedodesfiguraba, exclamó:—¡Dios mío! ¡Ha muerto!Al principio nadie se movió.¿Muerto? ¿Muerto? Este joven que parecía un héroe nórdicoque desbordaba de salud, en la plenitud de sus fuerzashabía sido fulminado en un abrir y cerrar de ojos. ¡Quédiablos! ¡A esta edad no se muere uno así! ¡Un whisky noera causa para que un hombre tan fuerte muriese!Nadie podía admitirlo.El doctor examinó la cara del muerto y olió sus labiosazulados y torcidos en una mueca.Después cogió el vaso en el que había bebido Marston.—¿Muerto? ¿Es posible que este joven se haya ahogado? —exclamó el general.—Llámelo así si quiere. Lo cierto es que murió asfixiado —aseguró el doctor.Olió el vaso y pasó un dedo por el fondo y se lo llevó a lapunta de la lengua. Cambió de expresión súbitamente.De nuevo habló el general:—Jamás he visto morir tan de repente... en un acceso deahogo. Emily Brent dijo con voz clara y penetrante:—¡En plena vida pertenecemos a la muerte!—No, un hombre no muere por un simple acceso de tos; lamuerte de Marston no es natural —dijo bruscamente eldoctor.—¿Había algo... en el whisky? —preguntó bajito Vera.—Sí. No sabría precisar la naturaleza del veneno, pero todome hace creer que se trata de cianuro. No será ácidoprúsico; debe ser cianuro de potasio, que mata de manerafulminante.—¿El veneno estaba en el vaso? —preguntó el juez Wargrave.—Sí.

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El médico se dirigió hacia la mesa donde se encontraban lasbotellas. Destapó la del whisky, la olió, probó de ella ehizo lo mismo con la soda.—No encuentro nada sospechoso —terminó el doctor,inclinando la cabeza.—¿Cree usted que él mismo se habría echado el veneno? —indicó Lombard.—Eso parece —respondió Armstrong sin gran convicción.—¿Entonces es un suicidio? —preguntó Blove—. He ahí unacosa rara.—Jamás habría creído —murmuró lentamente Vera— que unhombre tan jovial y tan vigoroso pensara suicidarse. Cuandoesta tarde llegó en su coche, parecía como... un... oh, ¡nosabría explicarlo!Pero todos adivinaron la idea que quería expresar. AnthonyMarston, en la flor de su juventud, les produjo laimpresión de un ser sobrenatural y ahora estaba allí,inerte en el suelo.—¿Ven ustedes alguna otra hipótesis que la del suicidio? —preguntó Armstrong.Nadie contestó. No acertaban a darse ninguna explicación.Nadie había descubierto nada, todos vieron cómo él sesirvió el whisky; pareció lógico, pues, que si habíacianuro en su bebida, fuera él mismo quien lo había echado.Y sin embargo..., ¿qué motivos tenía Anthony Marston paraquerer morir?Blove observó pensativamente:—Doctor, todo esto me parece increíble. Marston no era deltipo de los que se suicidan.—Lo mismo pienso yo —añadió Armstrong.

Las cosas quedaron así. ¿Qué más podían hacer?Entre Armstrong y Lombard transportaron el cuerpo deMarston a su cuarto y lo taparon con una colcha.Cuando descendieron, los otros formaban un grupo y sentíanfrío a pesar de lo templado de la noche.—Haremos bien en acostarnos, ya es muy tarde —dijo missBrent.El consejo estaba acertado, pues era ya más de medianoche;sin embargo, todos esperaban, parecía que nadie queríaabandonar la reunión, como si buscasen un consuelo con su

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compañía.Fue el juez Wargrave el que primero habló:—Es cierto que todos tenemos necesidad de dormir.—Todavía no he levantado la mesa —protestó Rogers.Lombard ordenó:—Ya hará mañana ese trabajo.—¿Se siente mejor su mujer? —preguntó el doctor.—Subo a verla, señor.Al cabo de unos minutos volvió.—Está durmiendo, señor.—Muy bien —dijo—, no la despierte.—No, señor; voy a arreglar el comedor, cerraré las puertascon llave y en seguida me acostaré.A su pesar los invitados se fueron a sus habitaciones. Sihubiesen estado en una vieja casona con las escaleras y lossuelos cimbreantes, con rincones llenos de sombras portodas partes y paredes artesonadas y oscuras, hubiesenpodido sentir siniestros temores, pero no se encontraban ental caso.En esta vivienda ultramoderna, exenta de oscuros rincones,con luz eléctrica derramada a chorros, todo era nuevo,brillante, resplandeciente, nada podía esconderse de malo,faltaba por completo el ambiente de los viejos caseronesatormentados.Y, sin embargo, inspiraba a los reunidos un temorinexplicable.Se desearon las buenas noches y entraron en sus respectivosdormitorios. Casi inconscientemente todos echaron la llavea su puerta.

En su alegre habitación, pintadas las paredes de un colorazul, el juez se desnudaba dispuesto a meterse en la cama.Pensaba en Edward Seton. La imagen del condenado se leaparecía con toda claridad. Veía sus cabellos rubios y susojos azules que miraban a la cara con cordial franqueza.Esto fue lo que impresionó al jurado.Al fiscal Llewelin le faltó tacto, y en su informe tanpomposo quiso probarlo todo.En cuanto a Matthews, el abogado defensor, estuvo muy bien.Su interrogatorio conciso y bien llevado había sidofavorable a Seton. Y creyó haber ganado por completo la

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partida.El juez dio cuerda a su reloj y lo colocó sobre la mesillade noche.Se acordaba como si fuese ayer de esta sesión del tribunal,escuchaba, tomaba notas y hacía resaltar el menortestimonio contra el acusado.Este proceso fue para él una victoria profesional. Elabogado defensor estuvo admirable, tanto que el fiscal queinformó después no pudo borrar la buena impresión que habíacausado la defensa. Fue él, al hacer el resumen de lostestimonios y los debates, antes de la deliberación deljurado, quien lo consiguió.Con gesto meticuloso el juez Wargrave se quitó su dentadurapostiza y la puso en un vaso de agua. Sus labios arrugadosse cerraron y dieron a su boca un pliegue cruel.Bajando los párpados el juez sonrió. ¡A pesar de todo habíaconseguido arreglarle las cuentas a Seton!Gruñendo contra su reumatismo se metió en la cama y apagóla luz.

En el comedor, Rogers estaba perplejo. Contemplaba lasfigurillas de porcelana, puestas sobre la mesa. Se decía:«¡Esto es extraordinario! Hubiera jurado que había diez.»

El general MacArthur daba vueltas en su cama. El sueño novenía.En la oscuridad veía la figura de Arthur. Había sentido porArthur una verdadera amistad y cariño. Estaba siemprecontento por la simpatía que le testimoniaba Leslie.¡Ella era tan caprichosa! ¡Cuántos jóvenes se habíanenamorado de ella, a los que trataba de «brutos», supalabra favorita!Sin embargo, Arthur Richmond no fue a sus ojos un «bruto»,desde el principio se entendieron. Discutían de teatro,música y pintura, ella se divertía burlándose de él hastaque se enfadaba. Y él, MacArthur, veía con agrado elinterés casi maternal de su mujer para con el joven.¡Interés maternal! ¡Qué mentira! Fue un tonto al no darsecuenta de que Richmond tenía veintiocho años y Leslieveintinueve.

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MacArthur amó a su mujer, la veía ahora. Su boca en formade corazón, y sus ojos grises profundos e impenetrablesbajo sus espesos bucles. Si; la había querido y adoradociegamente.Allá, en el frente francés, en plena batalla, pensaba enella y con frecuencia deleitábase contemplando su retratoque llevaba siempre en su bolsillo de su guerrera.Un día... ¡lo descubrió todo!Ocurrió como en las novelas: Una carta metida porequivocación en sobre distinto; ella escribió a los doshombres y puso la carta amorosa en el sobre de su marido.Después de tantos años aún sentía el dolor que le produjo.¡Dios mío, lo que había sufrido!Sus culpables relaciones databan de bastante tiempo, lacarta lo atestiguaba. Fines de semana... El último permisode Richmond.Leslie...¡Leslie y Arthur!Innoble individuo.Su sonrisa hipócrita... su afectada educación: «Sí, migeneral.»¡Hipócrita y mentiroso! ¡Ladrón de mujeres!Con su calma habitual había estado elaborando un plan devenganza. Se esforzó en demostrarle a Richmond la mismaamabilidad de siempre.¿Lo había logrado? Puede ser. Lo cierto era que Richmond nosospechó nada. Los cambios de humor se explicabanfácilmente allí donde los nervios de los hombres estabansujetos a dura prueba; sólo el joven Armitage le mirabaalgunas veces de una manera muy rara, y el día que decidiórealizarlo se dio cuenta de sus intenciones.Con toda sangre fría MacArthur envió a Richmond a lamuerte, sólo un milagro podía salvarle, y este milagro nose produjo.Si, envió a Richmond a que lo matasen, y no lo sintió nada.¡Qué fácil fue aquello! Los errores se multiplicabandiariamente. La vida de un hombre no contaba. Todo eraconfusión y pánico. Después sólo dirían: «El viejoMacArthur no era dueño de sus nervios, ha cometido faltastontas y ha enviado a la muerte a sus mejores hombres.» ¡Deahí todo!Después de la guerra... ¿Armitage había hablado?

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Leslie no estaba al corriente de nada... seguramente lloróla muerte de su amante, pero su pena se había pasado cuandovolvió su marido a Inglaterra. Jamás le dijo nada referentea su infidelidad. Entre ellos la vida continuabanormalmente... salvo que a sus ojos ella había perdido suaureola de virtud. Tres o cuatro años después, su mujermurió de pulmonía.Todo esto era muy lejano... quince años... quizá dieciséis.Se retiró del ejército para irse a la región del Devon,donde compró una casita, el sueño de su vida.Simpáticos vecinos, bonito paisaje, caza y pesca.El domingo asistía a los oficios (a excepción del día enque el pastor leía en la Biblia aquel pasaje en donde Davidenvía a Urías en primera fila entre sus guerreros).No, esto era demasiado fuerte para él; ese trozo le turbabaen extremo.Todo el mundo, al principio, le trataba con amabilidad...después sintió la impresión de que se hablaba de él... Lasgentes le miraban de reojo, como si les hubiese robadoalgo.Los rumores crecían... Supuso que Armitage habría hablado.Evitó la gente y se encerró en un mundo creado por él, sólopara sus pensamientos y recursos. Prescindió hasta de susviejos camaradas.Los hechos y los recuerdos se iban esfumando.Leslie se desvanecía en un pasado lejano, lo mismo queRichmond. ¡Qué importaba ya todo esto, actualmente!Pero esta noche sintió una inquietud en su espíritu al oírla voz... aquella voz que parecía de ultratumba, al decirla verdad.¿Había adoptado una actitud adecuada?¿Sus labios se habían estremecido?¿Supo expresar su indignación y su disgusto... o letraicionó su confusión, su culpabilidad?¡Qué asunto más embarazoso!Seguramente ninguno de los invitados tomó en serio estaacusación. La voz había proferido toda clase deenormidades, a cual más inverosímil.Por ejemplo, ¿no había reprochado a aquella encantadorajoven el haber ahogado a un niño? ¡Disparates! ¡Unmonomaniaco que sentía el placer de acusar a los demás atroche y moche!

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Emily Brent, la sobrina de su viejo compañero de armas, TomBrent, estaba acusada, como él, de homicidio. Saltaba a lavista que esta mujer era una persona piadosa, siempremetida en la iglesia.¡Qué asunto más estrafalario! ¡Una verdadera locura!El general se preguntaba cuándo podría abandonar la isladel Negro. Mañana, seguramente, cuando la canoa automóvilllegara a la costa...¡Bravo...! En ese preciso momento no deseaba sino salir deaquella isla... abandonar la casa con todos sus disgustos.Por la ventana abierta le llegaba el ruido de las olasrompiendo en el acantilado, más fuerte ahora que al caer latarde. Ahora paulatinamente se levantaba el viento.El general pensaba:«Ruido monótono... paisaje apacible... La ventaja de unaisla consiste en la imposibilidad que tiene el viajero deir más lejos... parece haber llegado al fin del mundo...»De repente diose cuenta de que no deseaba más que alejarse de aquella isla.

Tendida en su cama, con sus ojazos abiertos, VeraClaythorne miraba fijamente al techo.Asustada por la oscuridad, no apagó la luz.Pensaba:«Hugo... Hugo... ¿Por qué está tan cerca de mí esta noche?¿Dónde está ahora? No lo sé. Jamás lo sabré; ¡desaparecióde mi vida tan bruscamente!»¿A qué remover recuerdos? Hugo absorbía todos suspensamientos. Soñaba siempre con él; no le olvidaría jamás.Cornualles... las rocas negras... la arena tan fina... Labuena señora Hamilton... el pequeño Ciryl que la cogía dela mano lloriqueando.«Quiero nadar hasta las rocas, miss Claythorne. ¿Por qué nome deja ir hasta allá?»Cada vez que levantaba los ojos veía a Hugo que la miraba.Por la noche, cuando el niño dormía, Hugo le rogaba quesaliese con él.«Miss Claythorne, venga, daremos un paseo.»«Si usted quiere...»El paseo clásico por la playa... a la luz de la luna... elaire templado del Atlántico. Hugo la cogía por la cintura.«La quiero, Vera. ¡Si usted supiese cuánto la quiero! —Ella

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lo sabía, o al menos creía saberlo—. No me atrevo a pedirsu mano... no tengo dinero, sólo el justo para ir malviviendo. Sin embargo, durante tres meses tuve la esperanzade llegar a ser rico. Ciryl no había nacido, tres mesesdespués de la muerte de su padre. Si hubiese sido unaniña...»Si hubiese sido una niña, siguiendo la ley inglesa, Hugohubiese heredado el título y el dinero.Tuvo una gran decepción.«Es cierto que no me hacía muchas ilusiones; usted ya sabeque la vida es cuestión de suerte... Ciryl es un niñoencantador, a quien yo quiero mucho.»Esto era la pura verdad. Hugo adoraba al niño y se prestabaa todos los caprichos de su sobrino. En su alma noble nopodía albergar el odio.Ciryl era de constitución débil, canijo, sin resistenciaalguna; seguramente no llegaría a viejo.Entonces, ¿por qué...?«Miss Claythorne, ¿por qué me prohíbe que nade hasta laroca?»Siempre esta perpetua cuestión exasperante...«Está muy lejos, Ciryl.»«Ande, déjeme...»Vera saltó de la cama, sacó del cajón del tocador trestabletas de aspirina y se las tomó.Pensaba: «Si tuviese un soporífero enérgico. Terminaría conesta vida miserable tomándome una fuerte dosis. Podría serveronal... o cualquier droga similar... pero no cianuro.»Se estremeció al pensar en la cara descompuesta de AnthonyMarston.Al pasar por delante de la chimenea miró el cuadro de metalcon los versos de la popular canción.

Diez negritos se fueron a cenar.Uno de ellos se asfixió y quedaronNueve.

Y se dijo:«¡Es horroroso! Exactamente lo que ha pasado esta noche.»¿Por qué Anthony Marston se suicidó?Vera no pensaba en hacerlo. Rechazaba de su mente la ideade su muerte. ¡Morir... estaba bien para los demás!

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El doctor soñaba.Hacía un calor excesivo en la sala de operaciones.Seguramente habían exagerado los grados de temperatura. Elsudor cubría su cara. Sus manos húmedas sosteníantorpemente el bisturí.¡Qué aguzado estaba este instrumento!Se podía fácilmente matar a alguien con una hoja tanafilada. En este momento mataba a un ser humano.El cuerpo de su víctima le era indiferente. No era lagruesa mujer de la otra vez, pero sí una forma delgada a lacual no le veía la cara.¿Por qué tenía, pues, que matarla? No se acordaba de nadie.Le falló, por lo tanto, su ciencia.¿Y si interrogase a la enfermera?Esta le observaba... pero nada decía... Leía ladesconfianza en sus ojos.¿Quién era, pues, esta persona echada sobre la mesa deoperaciones?¿Y por qué le habían tapado la cara?¡Al fin! Un joven interno quitó el pañuelo y descubrió losrasgos de la mujer.Era Emily Brent, naturalmente, con sus ojos maliciosos.Movía los labios. ¿Qué decía?«En plena vida pertenecemos a la muerte.»Ahora se reía..—No, señorita; no le ponga ese pañuelo —decía a laenfermera—; tengo que darle el anestésico. ¿Dónde está labotella de éter? ¡La traje conmigo! ¿Qué ha hecho usted conella, señorita...?«Quite ese pañuelo, señorita, se lo ruego.»«¡Ah! Ya me lo parecía. ¡Este es Anthony Marston! Susemblante rojo y convulso... pero no está muerto, se estámofando, os juro que se burla... sacude la mesa deoperaciones... señorita, sujétele, sujétele bien.»El doctor se despertó sobresaltado. Ya era de día y el solentraba a raudales en la habitación. Alguien, inclinadosobre él, le sacudía.Era Rogers. Un Rogers emocionado y asustado.

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—¡Doctor! ¡Doctor!El doctor abrió los ojos, se sentó en la cama y preguntó:—¿Qué pasa?—Es por mi mujer, doctor; no la puedo despertar, he probadotodos los medios. ¡Dios mío! Debe ocurrirle algo grave,doctor...Saltó vivamente de la cama, se puso una bata y siguió aRogers.Se inclinó sobre la criada, que yacía en la cama, le cogiósu mano fría y levantó sus párpados. A los pocos instantesse enderezó Armstrong y lentamente se alejó de la cama.Rogers murmuró:—¿Ella ha...? ¿Es que...? Armstrong hizo un signo significativo:—¡Todo acabó!Pensativo, examinó al hombre que tenía delante; se dirigióhacia la mesilla de noche luego hasta el tocador yfinalmente volvió al lado de su mujer.Rogers le preguntó:—¿Ha sido... ha sido su corazón, doctor? Armstrong dudó unos instantes, antes de hablar.—Rogers, ¿su mujer gozaba de buena salud?—Sufría de reumatismo.—¿La vio últimamente algún médico?—¿Un médico? Hace muchos años que no nos ha visto un médiconi a mi mujer ni a mí.—Entonces, no tiene usted ningún motivo para suponer quetenía alguna enfermedad del corazón.—No sé, doctor; no sabía nada.—¿Ella dormía bien?Los ojos del criado evitaron la mirada penetrante deldoctor. Se retorcía las manos y murmuró.—En realidad no dormía bien... No...—¿Tomaba alguna poción para dormir? Rogers pareció sorprendido.—¿Medicina para dormir? Que yo sepa, no; estoy casi seguro.Armstrong volvió al tocador, donde había muchos frascos,loción capilar, colonia, glicerina, pasta para losdientes...Rogers abría los cajones de la mesa y de la cómoda, pero enningún lado había trazos de narcóticos líquidos o encomprimidos.

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Rogers recalcó:—Ayer noche ella tomó lo que usted le había dado.

A las nueve, cuando el gong anunció el desayuno, todos losinvitados estaban ya dispuestos en espera de esta llamada.El general y Wargrave se paseaban por la terraza ysostenían una discusión sobre asuntos políticos.Vera y Lombard habían trepado a lo alto de la isla.Por detrás de la casa sorprendieron a Blove mirando a lacosta.—Ningún barco a la vista; desde hace un largo rato espío lallegada de esa famosa canoa.Con el semblante sombrío, Vera hizo esta observación:—Se pegan las sábanas, en Devon, y el día comienza muytarde.Lombard contemplaba el mar y dijo bruscamente:—¿Qué piensa del tiempo?—Lo hará bueno —respondió Blove elevando la vista hacia elcielo. Lombard silbó y añadió:—Antes de que llegue la noche tendremos viento.—¿Tempestad? —preguntó Blove. Desde abajo les llegó el sonido del gong.—Vamos a desayunar, que tengo un hambre de lobo —dijoLombard.Bajando la cuesta, Blove comentó con voz inquieta:—No vuelvo de mi sorpresa... ¿Qué razón tenía ese jovenMarston para suicidarse? Esta idea me ha atormentado todala noche.Vera iba delante de ellos; Lombard se detuvo paracontestarle:—¿Concibe otra hipótesis que la del suicidio?—Me harán falta pruebas, un móvil lo primero. Debía de sermuy rico ese joven.Saliendo por la puerta del salón vino a su encuentro EmilyBrent.—¿Llegó la canoa? —preguntó a Vera.—Todavía no —respondió Vera. Entraron en el comedor. Sobre la mesa había una inmensafuente con jamón y huevos, té y café.Rogers, que les había abierto la puerta, la cerró trasellos.

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—Este hombre tiene cara de estar enfermo —observó missBrent.—Es preciso mostrarnos indulgentes esta mañana con elservicio. Rogers ha debido encargarse sólo de lapreparación del desayuno, y lo ha hecho lo mejor posible.La señora Rogers ha sido incapaz de cuidarse de ello...—¿Qué le pasa a la señora Rogers? —preguntó miss Brent,inquieta.El doctor, cual si no hubiese entendido la pregunta, dijo:—Sentémonos: los huevos se van a enfriar; despuésdiscutiremos todos los asuntos.Se acomodaron todos, sirviéndose el desayuno y empezaron acomer. De común acuerdo todos, se abstuvieron de hacer lamenor alusión a la isla del Negro. Y se entabló unaconversación frívola sobre deporte, los acontecimientosactuales en el extranjero y la reaparición de la monstruosaserpiente marina.La comida se terminó. El doctor retiró su silla y,aclarándose la voz y dándose un aire de importancia,comenzó a decir:—He creído preferible esperar a terminar de comer paraenterarles de la nueva tragedia. La mujer de Rogers hamuerto mientras dormía.Todos se sobresaltaron.—Pero ¡esto es horrible! —exclamó Vera—. Dos muertes en unaisla desde ayer...—¡Hum! Es extraordinario. ¿Sabe usted cuál es la causa dela muerte? —preguntó el juez.Armstrong alzó los hombros en señal de ignorancia.—Imposible darse cuenta a primera vista.—¿Hará usted la autopsia?—Desde luego; no puedo dar el permiso de inhumación sinesta formalidad; y además ignoro totalmente cuál era elestado de salud de esta mujer.—Ayer parecía estar muy nerviosa —declaró Vera—. Por lanoche recibió una conmoción; creo que debió morir de unataque cardíaco.—Es cierto, el corazón le falló... —replicó el doctor—.Pero ¿qué fue lo que provocó este ataque de corazón? Esa esla pregunta.Una palabra se escapó de los labios de Emily Brent, dejandouna sensación desagradable entre todos.

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—¡Su conciencia!Armstrong se volvió hacia ella.—¿Qué insinúa, miss Brent?—Todos lo oyeron; ella y su marido han sido acusados dehaber matado a su antigua señora, una dama vieja —respondió.—Entonces, ¿cree...?—Creo que esa acusación es cierta. Ayer noche, ustedes lavieron, lo mismo que yo, cómo se desvanecía al oír larevelación de su atentado. No pudo soportar el recuerdo desu fechoría... ha muerto de miedo.—Su hipótesis es aceptable, pero no se puede aceptar sinsaber si esta pobre mujer era cardíaca —arguyó el doctor.Miss Brent volvió a insistir:—Si usted lo prefiere, llámelo castigo del cielo.Todos se escandalizaron. Blove replicó, indignado:—Miss Brent, usted lleva las cosas demasiado lejos.La solterona le miró con ojos brillantes y, levantando elmentón, contestó:—¿Ustedes creen imposible que un pecador sea castigado porla cólera divina? ¡Yo no!El juez murmuró irónico:—Estimada señorita: la experiencia me ha enseñado que laProvidencia nos deja a nosotros, mortales, la misión decastigar a los culpables. Nuestra tarea está a veceserizada de dificultades y no es muy expeditiva.Miss Brent alzó las espaldas con incredulidad.—¿Qué cenó anoche y qué bebió estando ya en la cama? —preguntó Blove.—Nada —respondió el doctor.—Usted afirma que no bebió nada, ¿ni siquiera una taza deté, un vaso de agua?—Apostaría a que bebió una taza de té; es el remediocorriente de esta gente.—Rogers sostiene que no tomó nada.—¡Claro! Puede decir lo que quiera —replicó Blove de unamanera tan rara que el doctor se le quedó mirando.—Entonces, ¿ésta es su opinión? —preguntó Philip Lombard.—¿Por qué no? —añadió Blove—. Anoche escuchamos todos esaacusación. No puede ser más que una broma de un loco, ¡peroquién sabe! Supongamos por un momento que sea verdad queRogers y su mujer dejaron morir a la vieja; ellos se creían

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seguros y se felicitaban por su buena suerte.Vera le interrumpió:—La señora Rogers no parecía muy tranquila.Muy enfadado por esta interrupción, Blove miró a la jovencomo si quisiera decirle:«Todas son iguales», y continuó:—Puede ser; de todas formas, ni Rogers ni su mujer secreían en peligro hasta anoche que se descubrió el enredo.¿Qué pasó entonces? La mujer se desvaneció y perdió elconocimiento. ¿Se fijaron ustedes en el cuidado que tuvo sumarido en no dejarla cuando volvió en sí? Había algo másque solicitud conyugal. Temía que revelase sus secretos. Yhe ahí donde estamos. Los dos han cometido un crimen, yahora, si se les descubría, ¿qué pasaría? Pues hay nueveposibilidades contra diez de que la mujer se delatara; notendría valor para seguir mintiendo hasta el final, y elloera un peligro para su marido; y éste tiene valorsuficiente para callar para siempre, pero no se fía de sumujer. Si ella hablaba, él corría el riesgo de serahorcado. ¿Qué cosa más natural que poner un veneno en lataza de té y cerrar así para siempre la boca de su mujer?—Pero ¡si no había ninguna taza vacía en el cuarto! Measeguré yo mismo —objetó el doctor.—Eso es lo natural —dijo Blove—. En cuanto tomó el brebaje,el primer cuidado del marido fue llevarse la taza y elplatillo comprometedores y lavarlos, seguramente.Hubo una pausa y fue el general MacArthur el que hablódespués.—Me parece imposible que un hombre pueda obrar así con sumujer.—Cuando un hombre siente que su vida peligra, el cariñonada tiene que ver —respondió Blove.En este momento la puerta se abrió y entró Rogers. Mirandola mesa y a los invitados les preguntó:—¿Quieren que les sirva alguna otra cosa? Perdónenme si nohabía bastante asado, pero nos queda muy poco pan y el dehoy todavía no lo han traído.—¿A qué hora suele venir la canoa? —preguntó el juez.—De siete a ocho, señor. A veces, pasadas las ocho. Mepregunto lo que le habrá pasado a Fred, pues si estuvieraenfermo enviaría a su hermano.—¿Qué hora es, pues? —preguntó Lombard.

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—Las diez menos diez, señor.Philip Lombard movió ligeramente la cabeza. Rogers esperóun instante.Bruscamente, el general le dijo con voz emocionada:—Siento muchísimo lo ocurrido con su mujer. El doctor noslo acaba de contar.—Ya ve, señor... se lo agradezco mucho. Llevóse la fuentedel jamón, ya vacía, y salió del comedor.De nuevo se hizo el silencio.

Fuera, en la terraza, Philip Lombard decía:—En cuanto a esa canoa...Blove le miró; bajando la cabeza dijo:—Adivino su pensamiento, mister Lombard, yo me hepreguntado lo mismo; la canoa hace más de dos horas quedebiera estar aquí y aún no ha llegado. ¿Por qué?—¿Usted encuentra una explicación?—No es un accidente; oiga lo que pienso. Creo que estoforma parte de la mise en scene. En este asunto todo esprobable.—Entonces, ¿usted cree que no vendrá ya? —añadió Lombard.Tras él una voz... impaciente decía:—La canoa no vendrá. Blove volvióse ligeramente y percibió al que acababa deproferir esta frase.—Entonces, mi general; ¿usted también duda de que venga?—Seguro que no vendrá; todos contamos con esa barca paraabandonar la isla del Negro, pero ¿quiere saber mi opinión?Pues que no nos marcharemos de esta isla. Ninguno denosotros saldrá de ella. Esto es el fin...¿mecomprenden...? ¡El fin de todo!Dudó un momento y añadió con voz extraña:—Disfrutamos de la paz... sí, de una paz dura.... llegar alfinal del viaje... no más inquietudes... la paz...Dio media vuelta y se alejó por la terraza hacia la cuestaque conducía al mar... en la extremidad de la isla dondelas rocas se despegan y a veces caían al mar. Andaba comosi estuviese adormecido.—Uno que está ya medio loco —exclamó Blove—. Creo que todosvamos a perder la cabeza.—Me parece que usted no la pierde —rectificó Lombard.

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El ex inspector se echó a reír.—Me hacen falta muchas cosas para enloquecerme, y apuesto aque usted no sucumbirá a la demencia colectiva.—Por ahora me encuentro sano de cuerpo y espíritu —añadióLombard.

El doctor Armstrong se fue a la terraza, estuvo allí unmomento indeciso. A su izquierda se encontraba Blove yLombard, a la derecha, Wargrave se paseaba meditabundo. Alcabo de un instante, el doctor se volvió hacia el juez,pero en aquel momento Rogers salía de prisa de la casa.—Doctor, ¿podría hablarle unas palabras tan sólo?Armstrong se volvió, y parecía sorprendido de la expresióndel criado. Este tenía la faz verdosa y temblorosas lasmanos. El contraste entre la reserva de antes y su emociónactual era tan chocante, que el doctor quedó estupefacto.—Doctor —insistió—, tengo absoluta necesidad de hablarle.¿Quiere usted que entremos en la casa?Penetraron en ella.—Pero ¿qué le pasa, Rogers? Tranquilícese usted.—Venga por aquí, doctor. Abrió el comedor, en el cual entró el doctor, y Rogerscerró la puerta tras de él.—Bueno, ¿qué es lo que le pasa?—Mire, señor; aquí pasan cosas muy raras que yo nocomprendo. Usted me tratará de loco, señor, pero esnecesario averiguar cómo ha ocurrido, porque yo no me loexplico.—Bueno, ¿me quiere decir de qué se trata? No me gustan lasadivinanzas.—Se trata de las figuritas de porcelana que están encima dela mesa. Había diez; lo puedo jurar que había diez.—Es cierto, las contamos ayer noche a la hora de la cena. Rogers se acercó.—Es justamente esto lo que me enloquece. Ayer noche, cuandoquité la mesa, no había más que nueve. Me pareció raro,pero no le di ninguna importancia. Y esta mañana, al ponerlos cubiertos para el desayuno... estaba tan emocionado...pero hace unos momentos que vine para retirar elservicio... Cuéntelas usted mismo, si no me cree; sólo hayocho. ¿No es esto incomprensible, señor? ¡Solamente ocho!

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Después del desayuno, miss Brent invitó a Vera a subir a loalto de la isla para vigilar la llegada del barco. Y Veraaceptó.El viento había cambiado y era más fresco. Crestas deespuma aparecían en el mar. En el horizonte no se veíaninguna barca de pesca... y ni la menor señal de la canoa.El pueblo de Sticklehaven era invisible, no se divisabansino los rojizos acantilados que lo dominaban y ocultabanla pequeña bahía.Emily Brent dijo:—Parecíame que el hombre que nos trajo ayer era bastanteformal; es verdaderamente raro que se retrase tanto estamañana.Vera no respondió, trataba de reprimir su nerviosismo ypensaba:«Debo conservar mi sangre fría; en este momento no meconozco, acostumbro tener más valor.»Al cabo de un instante, dijo en voz alta:—Deseo ver llegar esta canoa, pues quiero marcharme deaquí.La vieja, sobresaltada, exclamó:—Todos deseamos marcharnos de esta isla —añadió secamentemiss Brent.—íEsta aventura es tan fantástica! No se comprende nada —suspiró Vera.La vieja solterona volvió a hablar:—Me he dejado engañar muy fácilmente; esta carta esabsurda, si se toma uno la molestia de examinarladetenidamente. Pero cuando la recibí no tuve la menorsospecha.—Lo comprendo muy bien —murmuró Vera.—No se desconfía bastante en la vida. Vera lanzó un largo suspiro y le preguntó:—¿Piensa usted de veras lo que dijo durante el desayuno?—Sea un poco más precisa. ¿A qué hace alusión?—¿Cree usted verdaderamente que Rogers y su mujer dejaronmorir a su señora? —preguntó Vera en voz baja.Miss Brent miró largamente al mar y dijo.

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—Personalmente estoy convencida. Y usted, ¿qué opina?—No sé qué pensar.—Todo parece confirmar mi idea. La forma en que sedesvaneció la criada en el momento en que su marido dejabacaer la bandeja con el servicio de café. Recuérdelo.Después, las explicaciones de Rogers... sonaban a falso.¡Desde luego, para mí son culpables, sin duda alguna!Vera encareció:—Esa pobre mujer parecía tener miedo de su sombra; jamás hevisto una cara de terror como la suya. Los remordimientosdebían perseguirla...—Me acuerdo de un texto que había en un marco colgado de micuarto de niña —murmuró miss Brent—. «Ten por seguro quetus pecados te remorderán.» Es la mayor verdad, nadieescapa a su propia conciencia.Vera, que estaba sentada en una roca, se pusoprecipitadamente en pie.—Miss Brent... miss Brent... en este caso...—¿Qué?—¿Los otros? ¿Qué me dice usted?—No comprendo lo que puede significar.—¿Todas las demás acusaciones serían falsas? Si la vozdecía la verdad referente a los esposos Rogers...Se interrumpió, incapaz de poner en orden el caos de suspensamientos.La frente arrugada de miss Brent serenóse, y dijo:—¡Ah! Ya veo dónde quiere usted ir a parar. Tomemos laacusación contra Lombard. Declaró haber abandonado a lamuerte a veinte hombres.—No eran más que indígenas... —comentó Vera.Emily Brent exclamó indignada:—Blancos o negros, todos los hombres son hermanos.En su interior Vera pensaba:«Nuestros hermanos los negros... los hermanos de color...Eso me da ganas de reír. Me encuentro muy nerviosa hoy...»Emily Brent continuó pensativa:—Naturalmente, las otras acusaciones eran exageradas yhasta ridículas. Así, el reproche contra el juez Wargrave,que cumplió con su deber, igual que el caso del exdetective de Scotland Yard... y justamente el mío.Después de una breve pausa continuó:—En vista de las circunstancias preferí no decir nada

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anoche. Me dolía el tener que hacerlo delante de esosseñores.—¿De veras?Vera escuchaba atentamente y miss Brent le contó lahistoria:—Beatriz Taylor era mi criada. No era una joven sensata,pero lo descubrí demasiado tarde; me desilusionó mucho.Tenía buenos modales; voluntariosa y servicial. Alprincipio me satisfizo, pero todas estas cualidades eransólo la fachada de un interior hipócrita de costumbresligeras y, desde luego, sin moralidad. Una criaturaespantosa. Pasaron muchos meses antes de que descubrieseque estaba encinta. Me escandalicé, pues sus padres eranpersonas decentes que le habían inculcado buenas ideas.Debo decir que no aprobaron la conducta de su hija.Vera miraba fijamente a miss Brent.—¿Qué pasó entonces?—Pues que no la tuve ni una hora más debajo de mi techo.Nadie me reprochará de alentar el vicio.Bajando la voz, Vera insistió:—Pero ¿qué le pasó?—Esa inmunda criatura, no satisfecha de tener sobre suconciencia un pecado, cometió otro más grande aún: sesuicidó.—¡Se mató! —exclamó horrorizada.—Sí, arrojándose al mar.Temblorosa, Vera estudió el delicado perfil de la solteronay preguntó:—¿Qué sintió usted al saber que se había suicidado dedesesperación? ¿Se reprocharía usted su conducta?—¿Yo? ¿Qué tenía que reprocharme?—Su severidad la empujo a la muerte. Secamente, miss Brent replicó:—Fue víctima de su propio pecado. Si se hubiese conducidocomo una joven honesta, nada de eso hubiera ocurrido.Volvió la cabeza hacia miss Vera. Los ojos de miss Brent noexpresaban ningún remordimiento. Sólo se retrataba en ellosun reflejo de una conciencia severa y rígida.Sentada en la cima de la isla del Negro, estaba protegidapor la coraza de sus virtudes.Esta vieja no parecía ridícula a los ojos de Vera. Pero derepente... vio en Emily Brent un monstruo de crueldad.

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Una vez más el doctor Armstrong salió del comedor y sedirigió a la terraza. En este momento el juez estabasentado en un butacón y paseaba su mirada por el océano.Lombard y Blove, a su izquierda, fumaban su pipa sinhablarse.El doctor dudó un instante, y sus ojos escrutadores mirarona mister Wargrave. Necesitaba un consejo. Pese a queapreciaba la lógica y lucidez del viejo, no se atrevería adirigirse a él. Wargrave poseía quizás un cerebroextraordinario, pero sus muchos años predisponían contraél. Entonces comprendió el doctor que precisaba de unhombre de acción y decidióse en consecuencia.—Lombard, ¿haría el favor de venir un instante? Tengo quehablarle. Philip se sobresaltó.—Con mucho gusto.Los dos hombres abandonaron la terraza y descendieronjuntos la cuesta que conducía al mar. Cuando se encontraronal abrigo de oídos indiscretos, Armstrong comenzó:—Quería consultarle.—Pero, querido doctor, ¡no sé nada de medicina!—No, tranquilícese usted; se trata de nuestra situaciónactual.—Eso es diferente, entonces.—Francamente, dígame lo que usted piensa.Después de reflexionar un breve instante, Lombardrespondió:—Lo cierto es que la situación es difícil, y me preguntocómo saldremos de ella.—¿Cuál es su opinión sobre la muerte de esa mujer? ¿Aceptala explicación del marido?Philip lanzó al aire una bocanada de humo y objetó:—Sus explicaciones me parecieron bastante naturales...siempre que no haya pasado otra cosa.—Eso es lo que me hace pensar precisamente.Armstrong tuvo una gran satisfacción al ver que habíaconsultado a un hombre sensato.Lombard continuó:—Al menos admitiendo que hayan cometido un crimen y de élse hayan aprovechado con tranquilidad. ¿Y por qué no? ¿Lessupone usted premeditados envenenadores de su ama?

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El doctor respondió lentamente:—Las cosas han podido suceder más fácilmente todavía. Estamañana pregunté a Rogers qué enfermedad sufría miss Brady.Y con sus respuestas me abrió distintas perspectivas.Inútil perderse en largas consideraciones médicas. Sepausted tan sólo que en varias enfermedades cardíacas seemplea como medicamento nitrato amílico; en el momento dela crisis se rompe una ampolla de este producto y se lehace respirar al enfermo. Si se olvida de colocárseladebajo de las narices, las consecuencias pueden serfatales.—¡Es bien sencillo todo esto! La tentación era demasiadofuerte.—Evidentemente, no había que hacer nada comprometedor.¡Sólo se trataba de no hacerlo! Y para que viesen su cariñopara con su señora, en una noche tormentosa salió a buscarun médico.—Y aunque hubiesen sospechado, ¿qué pruebas podían invocarcontra ellos? Eso explicaría muchas cosas.—¿Cuáles? —preguntó curioso Armstrong.—Los sucesos que ocurren en esta isla del Negro. Ciertoscrímenes escapan a la justicia humana. Por ejemplo: elasesinato de miss Brady por el matrimonio Rogers. Otroejemplo, el viejo juez Wargrave ha matado sin traspasar loslimites de la ley.—Entonces, ¿usted cree completamente esa historia?—Jamás he dudado —añadió Lombard, sonriendo—. Wargrave matóa Seton tan seguro como si le hubiese clavado un puñal enel corazón, pero tuvo el acierto de hacerlo desde un sillónde magistrado, cubierto con su peluca y revestido de sutoga. Desde luego, siguiendo los procedimientos ordinarios,este crimen no podría imputársele.Como un rayo de luz traspasó el cerebro del doctor. ¡Muerte en el hospital, muerte en la sala de operaciones,la justicia es impotente delante de sus actos!Lombard murmuró, pensativo:—¡De ahí... mister Owen... de ahí... la isla del Negro!Armstrong suspiró profundamente.—¡Llegamos a lo interesante del asunto! ¿Con qué idea noshan reunido en esta isla?—¿Tiene usted alguna idea sobre esto?—Volvamos sobre la muerte de esa mujer. ¿Qué hipótesis se

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nos presentan? Su marido la ha matado por miedo a quedivulgue su secreto. Segunda eventualidad: ella pierde suvalor y, en una crisis de desesperación, pone fin a susdías tomando una fuerte dosis de narcóticos.—Entonces, ¿un suicidio? —preguntó Lombard.—¿Le extraña esto?—Admitiría esta segunda hipótesis si no hubiese ocurrido lamuerte de Marston. Dos suicidios en veinticuatro horas meparecen una coincidencia demasiado forzada. Si ustedpretende que ese joven alocado de Marston, desprovisto deuna moralidad y sentimientos, haya voluntariamente puestofin a sus días por haber atropellado a dos niños, ¡es paraestallar de risa! Además, ¿cómo se procuró el veneno? Elcianuro no es, me parece, una mercancía que se lleva en elbolsillo de la americana cuando se va de vacaciones. Peroen eso es usted mejor juez que yo.—Nadie que esté en sus cabales se pasea con cianuro en subolsillo —respondió Armstrong—. Este veneno ha debido sertraído a la isla por alguien que quería destruir un nido deavispas.—¿El celoso jardinero o el propietario? —preguntó PhilipLombard—. En todo esto del cianuro hay que reflexionar unpoco, pues, desde luego, no fue Marston. O bien tenía laintención de matarse antes de venir aquí... O bien...—¿O bien...? —insistió Armstrong. Lombard sonreíasocarronamente.—¿Por qué quiere obligarme a que lo diga? Usted tiene en lapunta de la lengua lo mismo: Anthony Marston ha sido envenenadopor alguien.—¿Y la señora Rogers? —insistió suspirando el doctorArmstrong.—Aunque con dificultad habría podido creer en el suicidiode Marston si no hubiese acaecido la muerte de la mujer deRogers. Por otra parte, habría admitido, sin duda, elsuicidio de la mujer si no hubiese sido por la muerte deMarston. No rechazaría la idea de que Rogers se hayadesembarazado de su mujer, sin el fin inexplicable deMarston. Lo esencial será encontrar una explicación a estasdos muertes.—Puede ser que yo le ayude a aclarar un poco este misterio.Y le repitió los detalles que le había dado Rogers sobre ladesaparición de las dos figuritas de porcelana.

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—Si las estatuillas representan negritos... había diezanoche durante la cena, y, ¿dice usted que sólo quedanocho?El doctor recitó los versos:

«Diez negritos se fueron a cenar.Uno de ellos se asfixió y quedaronNueve.Nueve negritos trasnocharon mucho.Uno de ellos no se pudo despertar y quedaronOcho.»

Los dos hombres se miraron. Lombard rió socarrón y arrojósu cigarrillo con fuerza.—Esas dos muertes y la desaparición de los dos negritosconcuerdan demasiado bien para que sea una simplecoincidencia. Marston ha sucumbido a una asfixia o a unahogo después de cenar, y la señora Rogers ha olvidadodespertarse... porque alguien se lo impidió.—¿Y entonces?—Existe otra clase de negros... aquella que se oculta en eltúnel, el misterioso X... Mister Owen; ¡el loco desconocidoy en libertad!—¡Ah! —exclamó Armstrong satisfecho—. Usted comparteíntegramente mi opinión. Por tanto, veamos adonde nosconduce esto. Rogers jura que no había nadie en esta islamás que los invitados de Owen, él y su mujer.—Rogers se equivoca... a menos que mienta.—Para mí, Rogers no miente. Está tan asustado que perderíala razón.—Esta mañana no ha venido ninguna canoa —observó Lombard—,lo que confirma sobradamente la conspiración llamada Owen.La isla del Negro quedará aislada del resto del mundo parapermitir a mister Owen realizar su tarea hasta el final.El médico palideció.—Usted comprenderá que ese hombre debe estar loco de atar.Lombard respondió con una nueva entonación en su voz.—Mister Owen ha olvidado un pequeño detalle...—¿Cuál?—Esta isla no es más que una desnuda roca; la exploraremosfácilmente de arriba abajo y descubriremos la guarida de U.N. Owen.

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—¡Desconfíe usted, Lombard! Ese loco se hará peligroso.Lombard echóse a reír.—¿Peligroso? Seré yo el peligroso en cuanto le eche lavista encima. Después de una pausa añadió:—Debemos decírselo a Blove, pues en el momento crítico suayuda será preciosa. En cuanto a las mujeres es mejor nodecirles nada y respecto a los otros, creo que el generalestá ya muy viejo y el juez está mejor en su sillón.¡Nosotros tres nos encargaremos de la tarea!

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Blove se dejó convencer fácilmente. En seguida explicó suacuerdo y expuso sus argumentos.—Lo que me viene usted a contar sobre las figuras deporcelana aclara un punto sobre esta historia. Desde luego,existe la locura dentro de todo esto. Me pregunto sinuestro mister Owen no tiene intención de realizar susfechorías por mano de un tercero.—¡Explíquese usted! —le indicó el doctor.—Vean mi idea. Después que se oyó el gramófono, ayer noche,Marston tuvo miedo y se envenenó. Todo eso debe formarparte del plan demoníaco de U. N. Owen.Armstrong movió la cabeza y volvió nuevamente a hablar delcianuro.—Había omitido este detalle —dijo Blove—. Efectivamente, noes natural llevar de aquí para allá un veneno de talcategoría encima... Pero entonces, ¿cómo estaba el venenoen el vaso de Marston?—He reflexionado mucho sobre este detalle —dijo Lombard—.Ayer noche, Marston bebió varios vasos de alcohol. Pero sepasó cierto tiempo entre el último y el anterior. En esteintervalo de tiempo su vaso estaba sobre una mesa. Noafirmaré nada, pero me parece habérselo visto coger de lamesita que está cerca de la ventana que estuvo abierta.Alguien pudo echar el cianuro en el vaso.—¿Sin que ninguno lo hubiese visto? —atajó, incrédulo,Blove.—Estábamos pensando entonces en otra cosa —dijo Lombard.—Es cierto —añadió el doctor—. Discutimos a más no poder,cada uno absorbido en sus ideas. Evidentemente esverosímil.—Ha debido de ocurrir en esta forma —añadió Blove—.Pongámonos a trabajar en seguida. Sin duda, será inútil elpreguntarles si tienen ustedes algún revólver. Esto seríaestupendo.—Yo tengo uno —anunció Lombard, tentándose el bolsillo.Blove abrió mucho los ojos.—¿Y lo lleva siempre consigo? —le preguntó en un tononatural.

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—Siempre, por costumbre, pues he vivido en un país donde lavida de un hombre está amenazada constantemente.—Quiero creer que jamás ha estado en un sitio tan peligrosocomo esta isla, pues el loco que se oculta aquí seguramentedispondrá de un arsenal, sin hablar de un puñal o una daga.Armstrong se sobresaltó.—Puede ser que usted se equivoque, Blove. Ciertosmaniáticos homicidas son gentes tranquilas y aparentementeinofensivas... hasta deliciosas... a veces.—Por mi parte, doctor —observó Blove—, no alimento ningunailusión respecto a este particular.

Los tres hombres comenzaron su exploración por la isla.Fue lo más sencillo. En el noroeste la costa estaba cortadaa pico y en el resto de la isla no había árboles y casinada de malezas. Los tres recorrieron la isla de la cima ala playa, registrando por orden y escrupulosamente las máspequeñas anfractuosidades de las peñas que hubieran podidoser la entrada de alguna caverna; pero su búsqueda resultóinfructuosa.Cuando bordeaban el mar, llegaron al sitio donde estabasentado el general MacArthur contemplando el océano.En este lugar apacible, donde las olas venían dulcemente aestrellarse, el viejo general, erguido el busto, fijaba sumirada en el horizonte.La llegada de los tres hombres no le llamó la atención.Esta indiferencia les causó malestar.«Esta quietud no es natural. Diríase que el viejo estáinquieto», pensó Blove.—Mi general, ha encontrado usted un rincón precioso paradescansar.El general frunció la frente, volviéndose lentamente haciaél y le contesto:—Me queda tan poco tiempo... tan poco tiempo... Insistopara que no se me moleste.—¡Oh! No queremos molestarle, mi general; dábamos unavuelta por la isla para ver si alguien se escondía en ella.Frunciendo el entrecejo, el general rearguyó:—Ustedes no me comprenden... basta ya... les ruego que seretiren.Blove se alejó, confiando a los otros:

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—Este se está volviendo loco; no es necesario hablarle.—¿Qué es lo que le dijo? —preguntó Lombard con curiosidad.—Murmuró que no le quedaba mucho tiempo y que necesitabaque le dejasen tranquilo.El doctor, alarmado, murmuró:—A saber si ahora...

Cuando sus pesquisas terminaron estaban los tres hombres enla cima de la isla y, oteaban el horizonte. Ningún barco ala vista, y el viento refrescaba ya.—Las barcas pesqueras no han salido hoy —dijo Lombard—. Unatempestad se prepara. Lástima que desde aquí no se vea elpueblo; podríamos al menos hacerles señales.—¿Y si encendiéramos un gran fuego? —sugirió Blove.—La desgracia es que todo ha debido de ser previsto —respondió Lombard.—¿Cómo es eso?—¿Qué sé yo? Una siniestra broma. Debemos de estarabandonados en esta isla. No se prestará atención anuestras señales. Probablemente se ha prevenido a la gentedel pueblo que se trata de una apuesta. ¡Qué historia!—¿Usted cree que los lugareños se van a tragar este cuento?—interrogó Blove con escepticismo.—La verdad resulta aún más inverosímil. Si les hubiesendicho que la isla debía estar aislada hasta que supropietario desconocido, Owen, haya ejecutadotranquilamente a todos sus invitados, ¿cree usted que lohubiesen creído?El doctor expuso sus dudas:—Yo mismo me pregunto por momentos si no estoy soñando. Portanto...Philip Lombard descubrió con una sonrisa sus blancosdientes.—Y, por tanto..., ¡todo demuestra lo contrario, doctor!Blove miraba al mar que rugía a sus pies.—Nadie ha podido subir por aquí. Armstrong bajó la cabeza.—Evidentemente, está bien escarpado. Pero ¿dónde se ocultael individuo?—Puede ser que haya una abertura disimulada en las rocas —apuntó Blove—. Con una barca podríamos dar la vuelta a la

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isla.—Si tuviéramos una barca estaríamos camino de la costa —replicó Lombard.—Es cierto, señor.—En cuanto a esta parte del acantilado —dijo Lombard— noexiste más que un sitio, hacia la derecha, donde puede quehaya un rincón allá abajo. Si encontramos una cuerdabastante sólida me comprometo a bajar y nos aseguraremos.—La idea no es mala —observó Blove—, aunque reflexionandome parece un tanto peligrosa. Pero voy a ver si encuentroalguna cuerda.Con paso ligero se fue hacia la casa.Lombard levantó los ojos hacia el cielo: las nubescomenzaban a juntarse y la fuerza del viento crecía pormomentos.—Parece usted taciturno, doctor. ¿Qué piensa?—Me pregunto hacia qué grado de locura camina el viejogeneral MacArthur.

Vera sintióse toda la mañana nerviosa; rehusó la compañíade miss Brent con manifiesta repugnancia.La solterona llevó una silla a un rincón de la casaresguardado del aire y sentóse haciendo la labor de mano.Cada vez que Vera pensaba en ella parecía estar viendo unacara ahogada con los cabellos mezclados con algasmarinas... una figura que seria bonita... muy bonitaquizá... y que ahora no inspiraba piedad ni temor. Sinembargo, Emily Brent, aplacada y confiada en su virtud,seguía haciendo su labor.En la terraza, el juez Wargrave estaba como apelotonado enuna butaca de mimbre, con la cabeza hundida en el cuello.Mirándole, Vera se imaginaba ver a un hombre joven decabellos rubios y ojos azules asustados, sentado en elbanquillo de los acusados; a Edward Seton. Con sus manosarrugadas, el juez se cubría con un birrete negro antes depronunciar la sentencia de muerte.Tras un momento de indecisión descendió con paso lentohacia el mar. Llegó a la extremidad de la isla, donde unviejo, sentado, miraba el horizonte fijamente.El general MacArthur, pues era él, se removió al acercarseVera. Volvió la cabeza, y en sus ojos vio un destello de

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curiosidad y de aprensión. Extrañada, la joven sesobresaltó. Una idea había surgido en su mente.«Es extraño. Diríase que él sabe...»—¡Ah, es usted! —dijo el general.Vera tomó asiento a su lado, en las rocas.—¿Le gusta a usted también contemplar el mar? —le preguntóella.Muy suavemente afirmó con la cabeza.—Sí, es agradable, y este rincón es bueno para esperar.—¿Esperar? —repitió la joven—. ¿Qué espera usted, pues?—El final de la vida. Pero usted lo sabe tan bien como yo,¿no es cierto? Todos esperamos el final.Extrañada, Vera le preguntó:—¿Qué quiere usted decir?Con voz grave, MacArthur respondió:—¡Ninguno de nosotros saldrá de esta isla! Está en el programa. ¿Porqué hacernos los ignorantes? Puede ser que usted no locomprenda, pero lo agradable es la tranquilidad.—¿La tranquilidad? —repitió Vera, sorprendida.—Sí. Naturalmente, usted es demasiado joven, no ha llegadoa esa edad en que se piensa en la tranquilidad que se va atener cuando se deje el peso de la vida. Un día llegaráusted a sentirlo.—Todavía no lo comprendo —le contestó Vera, con voztemblorosa.Vera se retorcía nerviosamente los dedos, asustada por lapresencia del viejo militar con ese aire de desengaño.—A Leslie la amaba... sí, con locura —dijo el general,pensativo.—¿Leslie era su mujer? —preguntóle la joven.—Sí, mi mujer. La adoraba, y sentíame orgulloso. ¡Era tanbonita y alegre...!Tras un momento de silencio, continuó:—Sí, quería mucho a Leslie; fue por esto por lo que hiceaquello.—¿Qué dice?El general MacArthur afirmó con la cabeza lentamente.—¿Para qué negarlo ahora, ya que vamos a morir todos? Enviéa Richmond a la muerte; esto era un crimen. ¡Bravo! ¡Uncrimen...! ¡Y decir que siempre respeté la ley...! Pero eneste momento no veía las cosas como hoy, y no tuveremordimientos. «Se lo ha buscado; lo tiene bien merecido.»

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Así pensaba yo entonces... Mas luego...—¿Qué? —inquirió Vera. Inclinó la cabeza con aire perplejoy angustioso.—No sé nada más... no sé nada... La vida se me apareció deotra forma distinta. No sé si Leslie supo la verdad... nolo creo. Jamás adiviné sus pensamientos. Más tarde murió yme dejó solo.—Solo... solo... —replicó Vera. Y el eco de su voz se lodevolvían las rocas.—Usted también será feliz cuando llegue su hora —continuóel general.Vera se levantó y le respondió con voz seca:—No comprendo a qué hace usted alusión.—La comprendo, pequeña, la comprendo.—No, mi general, usted no me comprende... No del todo.El general volvió su mirada hacia el mar, e inconsciente dela presencia de la joven, murmuró con voz cariñosa:—Leslie...

Cuando volvía Blove de la casa llevaba una cuerda bajo elbrazo; encontró a Armstrong en el mismo sitio en que lohabía dejado, fija la mirada en las profundidades marinas.—¿Dónde está Lombard? —preguntó con curiosidad.—Ha ido a comprobar una de las hipótesis —le respondióArmstrong— Estará aquí dentro de un minuto. Mire, Blove,estoy intranquilo.—Todos lo estamos, me parece.—Seguro... seguro... pero usted no me comprende. Meinquieto por el viejo general.—¿Qué es lo que le pasa?Con una mueca el doctor contestó:—¿No buscamos a un loco? ¿Qué piensa usted de él?—¿Usted le cree capaz de cometer asesinatos? —preguntóBlove, incrédulo.—No diré tanto. No soy especialista en enfermedadesmentales y no he tenido una conversación con él; ni le hepodido estudiar, pues, desde ese punto de vista.—Chochea, sí, se lo concedo del todo convencido, pero deeso a sospechar que...—Usted tiene razón —le interrumpió—. El asesino se ocultaen la isla. ¡Por ahí viene Lombard!

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Ataron la cuerda con solidez a la cintura de Lombard.—Trataré de ayudarme yo mismo. Esperen siempre a que sacudala cuerda bruscamente.Durante algunos instantes los dos hombres siguieron con lavista el descenso de Lombard.—¡Es ligero como un mono! —exclamó Blove con voz extraña.—Ha debido hacer alpinismo —observó el médico.—Eso diría.Un silencio se hizo entre los dos hombres y el ex inspectorde policía emitió esta opinión:—Es un bicho raro, entre nosotros. ¿Sabe usted lo quepienso?—Le escucho.—No me inspira confianza ninguna.—¿Por qué?—No podría explicarlo claramente, pero le creo capaz detodo.—Usted ya sabe la vida que ha llevado de aventuras.—Sí. Pero apostaría a que muchas de sus aventuras noganarían nada al ser sacadas a la luz.Después de una pausa preguntó al médico:—¿Por casualidad ha traído usted su revólver, doctor?—¿Yo? Claro que no. ¿Por qué?—¿Por qué Lombard tiene el suyo?—Sin duda alguna por costumbre.Blove refunfuñó.Una violenta sacudida se sintió en la cuerda y durante unosinstantes tanto Blove como el médico emplearon todas susfuerzas para que no se soltase la cuerda. Cuando ésta quedóbien tirante, Blove observó:—¡Hay costumbres y costumbres! Que Lombard, para ir a unpaís salvaje, lleve el revólver, su saco de provisiones, suinfiernillo y polvos contra las pulgas no es extraño, peroesa costumbre no le haría trasladarse aquí con su equipocolonial. Eso solamente ocurre en las novelas policíacas,que las gentes guardan su revólver hasta para dormir.Perplejo, el doctor Armstrong agachó la cabeza. Inclinadoal borde del abismo seguía los progresos de su compañero.Lombard terminó su exploración y su cara expresaba lainutilidad de sus esfuerzos.Pronto se remontó al pico de la roca y secándose el sudorde la frente dijo:

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—Pues estamos listos. No nos queda más que examinar lacasa.

Ya en ella las exploraciones fueron hechas sin dificultad.Comenzaron por las dependencias anexas, luego dirigieron suatención al interior de la morada. El metro de misterRogers que encontraron en un cajón de la cocina les sirvióde mucho. Pero la casa no tenía ningún rincón oculto. Todala estructura era de estilo moderno, líneas rectas, que nodejaban lugar alguno para escondrijos. Inspeccionaronprimero el piso bajo, y cuando subían por la escalera paracontinuar en el piso de arriba, vieron por la escalera delrellano al criado Rogers que llevaba a la terraza unabandeja cargada de combinados.—Ese sinvergüenza es un fenómeno. Continúa su servicioimpasible, como si no hubiese pasado nada —señaló Lombard.—Rogers es la perla de los mayordomos. ¡Rindámosle estehomenaje! —dijo el doctor.—Y su mujer era una excelente cocinera. La cena deanoche...Entraron en el primer dormitorio. Cinco minutos después seencontraron en el rellano. Nadie se ocultaba. Imposibleesconderse en ninguna habitación.—¡Vean! —anunció Blove—. He ahí una escalera.—En efecto, debe de ser la escalera que conduce a loscuartos de los criados —respondió Armstrong.Blove insistió:—Habrá en los desvanes un sitio para el depósito del agua,y es lo único que nos queda por registrar.En este momento preciso los tres hombres percibieron unruido que parecía venir de arriba como si alguien caminasecautelosamente.Todos lo oyeron. Armstrong cogió del brazo a Blove, yLombard, levantando un dedo, impuso silencio.—¡Chitón...! ¡Escuchad! El ruido se repitió, alguien se movía con sumo tiento porarriba con paso furtivo. Armstrong murmuró en voz baja:—Me parece que es en el cuarto donde reposa el cadáver dela señora Rogers.—Seguro —respondió Blove—. No se podía escoger mejorescondite. ¡Quién pensaría en subir allí! Subamos sin hacer

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ruido.A paso de lobo subieron sin hacer ningún ruido y sedeslizaron por el pequeño pasillo, y ante la puerta de loscriados escucharon. Si, había alguien en la habitación; undébil ruido les llegó desde el interior.—Vamos —susurró Blove.Abrió la puerta de golpe y entró precipitadamente seguidode los otros dos.Los tres se pararon a la vez.¡Rogers se encontraba ante ellos con los brazos cargados deropas!

Blove fue el primero que recobró la serenidad y dijo:—Perdone, Rogers, pero hemos oído ruido en este cuarto yhemos creído que... Rogers le interrumpió:—Les ruego que me perdonen, señores. Estaba recogiendo miscosas; he pensado que ustedes no tendrían inconveniente enque duerma en una de las habitaciones que hay libres en elpiso de abajo, en la más pequeña.Se dirigía al doctor Armstrong, que respondió:—Eso es natural... Instálese en la habitación, Rogers.Rogers evitó mirar el cuerpo que estaba sobre la camatapado con una sábana.—Gracias, señor.El criado salió de la estancia, llevándose sus ropas, ybajó al primer piso.El doctor Armstrong se dirigió hacia la cama, levantó lasábana y examinó el semblante apacible de la muerta.El miedo había desaparecido para dar lugar a latranquilidad de la nada.—¡Qué lástima que no tenga mis instrumentos aquí! Mehubiese gustado saber de qué veneno se trataba. Señores,terminemos pronto, pues tengo la impresión de que noencontraremos nada aquí.Blove se agitaba como un diablo procurando abrir unaespecie de nicho en el desván.—Este buen hombre se desliza como una sombra; hace sólo unpar de minutos que estaba en la terraza y nadie de entrenosotros le ha visto subir las escaleras —hizo observarBlove.

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—Es por lo que sin duda hemos creído que había alguienextraño en esta habitación —respondió Lombard.Blove desapareció por una oscura puertecita en el desván.Lombard sacó su linterna de bolsillo y le siguió.Cinco minutos después los tres volvían, llenos de polvo ytelarañas. Una profunda decepción se leía en sussemblantes.¡No había más que ocho personas en toda la isla!

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Lombard se expresó lentamente:—Bueno, estamos fastidiados del todo. Hemos levantado elandamiaje con todos los requisitos de un acuciante drama desupersticiones y fantasías y todo ello a causa de lacoincidencia de dos defunciones.—Por lo tanto, orientemos nuestro razonamiento. Soy médicoy pretendo conocer a los suicidas. Marston no era de losque se matan voluntariamente —repuso Armstrong con vozgrave.—¿No podría haber sido un accidente? —preguntó Lombard.—¡Extraño accidente! —respondió Blove, y añadió—: En cuantoa la mujer...—¿La señora Rogers?—Sí, su muerte parece debida a una causa accidental.—¡Accidental! ¿Cómo es eso? —preguntó Lombard.Blove parecía no saber cómo responder a esa pregunta; sucara, de ordinario sonrosada, se coloreó aún más, ymurmuró:—Veamos, doctor, usted le administró una droga.—¿Una droga? Explíquese usted.—Ayer noche usted mismo dijo que le había dado algo paradormir.—¡Ah! ¡Sí! Fue un inofensivo soporífero.—¿Qué era?—Le hice tomar una dosis muy suave de veronal. Unapreparación nada peligrosa.—Dígame, ¿no es posible que le haya dado una dosis másfuerte de ese producto? —insistió Blove.Furioso, el doctor protestó:—¿Qué insinúa usted? Blove no se amedrentó:—¿No es posible que usted haya cometido un error? Esa clasede accidente puede pasarle a cualquiera.—No he cometido ningún error —añadió el doctor—. Suinsinuación roza lo grotesco. Rojo de cólera, Armstrong continuó:—Acúseme en seguida de haber dado expresamente a esadesgraciada una dosis excesiva de veronal.

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Lombard intervino para calmarles:—Vamos, señores, un poco de calma. No comencemos poracusarnos unos a otros. Blove replicó en tono mesurado:—Busco solamente saber si el doctor se ha equivocado.—Un médico no puede permitirse el lujo de equivocarse,amigo mío —respondió Armstrong, descubriendo sus dientes enuna sonrisa forzada.—No sería la primera vez que haya usted cometido unaequivocación, si creemos lo dicho por el disco delgramófono —insistió Blove, pensando sus palabras.Armstrong palideció. Lombard, furioso, se dirigió a Blove:—¿Qué significa esta actitud agresiva? Estamos todos en lamisma situación y debemos ayudarnos mutuamente, pues...también podríamos preguntarle algo a usted sobre esteasunto de perjurio.Blove, adelantóse con los puños crispados, replicó:—Déjeme tranquilo con esa historia; no son más quementiras. Me gustaría conocer ciertos detalles acerca deusted.—¿De mí?—Sí, quisiera que usted me dijese por qué lleva unrevólver, cuando viene usted sólo a título de invitado.—Es usted muy curioso, Blove.—Estoy en mi derecho.—Blove, usted no es tan tonto como parece.—Puede ser; pero respóndame respecto a ese revólver.Lombard sonrió.—Lo he traído porque esperaba caer en una cueva desinvergüenzas.—No era eso lo que usted nos decía anoche; ayer nos engañóusted.—En cierto sentido, sí —asintió Lombard.—Pues díganos la verdad ahora.—Bueno; he dejado creer que estaba invitado en esta listacomo los demás. No es cierto. La realidad es que un pequeñojudío llamado Morris me ha ofrecido cien guineas por veniraquí y tener abiertos los ojos para lo que pudiera pasar.Me dijo que yo estaba reputado como hombre de recursos enlas situaciones difíciles.—¿Y bien? —insistió Blove.—¡Ah! Eso es todo —respondió Lombard en tono sarcástico.

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—Seguramente le habría dicho algo más que eso —añadióArmstrong.—No, no pude sacarle nada más. Era cosa de tomarlo odejarlo, me dijo, y como yo estaba sin un céntimo, acepté.Con aire de incredulidad, Blove preguntó:—¿Por qué no nos lo dijo usted ayer noche?Lombard hizo un movimiento de hombros muy elocuente:—¿Cómo podía saber yo, querido amigo, si el incidente delgramófono era precisamente por lo que me habían hecho veniraquí? Me hice el inocente y les conté una historia que nome comprometía para nada.—Ahora —dijo el doctor, con sonrisa maliciosa—, ¿supongoque verá usted las cosas bajo otro aspecto completamentediferente?La cara de Lombard se ensombreció.—Sí; ahora creo que estoy como todos ustedes; las cienguineas ofrecidas eran el anzuelo que me tendió mister Owenpara atraerme a la ratonera.Hizo una pausa y continuó:—Pues juraría que todos estamos cogidos en la misma celda.¡La muerte de la señora Rogers! ¡La de Tony! ¡Ladesaparición de los negritos en la mesa del comedor! Sí, lamano de mister Owen se ve en todo esto. ¿Pero dóndedemonios se esconde ese Owen?Abajo el sonido solemne del batintín llamó a los invitadospara comer.

Rogers estaba en la puerta del comedor. Cuando los treshombres bajaban las escaleras se dirigió hacia ellos y lesdijo con voz inquieta:—Espero que la comida será de su agrado. Hay jamón y lenguafría y he cocido algunas patatas; también, además, hayqueso, biscuits y frutas en conserva.—Esa minuta me parece muy aceptable.¿Tienen entonces muchos víveres de reserva? —preguntóArmstrong.—Una gran cantidad, señor... sobre todo en conservas. Ladespensa está repleta; esta precaución es indispensable enuna isla que puede quedar aislada de la costa por tiempoindefinido.—Exacto —aprobó Lombard.

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Seguidamente los tres individuos entraron al comedor.—Es una lástima que Fred Narracott no haya venido estamañana. ¡Qué mala suerte!—Sí, una verdadera mala suerte —terminó Lombard.Miss Brent entró en el comedor. Se le había escapado elovillo de lana y lo iba recogiendo cuidadosamente.Sentándose a la mesa, indicó:—El tiempo cambia, se ha levantado el viento y las olasestán embravecidas.A su vez el juez Wargrave hizo su entrada con paso lento ymesurado. Bajo sus espesas cejas sus ojos lanzabancentelleantes miradas a los demás invitados. Tras unapausa, les dijo:—Vuestra mañana ha sido completa. En su voz se notaba la ironía. Vera Claythorne hizo su aparición de golpe, parecíasofocada.—Supongo que no me esperaban —se apresuró a decir a manerade excusa—. ¿Llego retrasada?—No es usted la última, pues el general no ha venidotodavía —respondió miss Brent. Rogers, dirigiéndose a ésta, preguntó:—Señorita, ¿hay que servir en seguida o quieren esperar?—El general MacArthur está sentado en una roca contemplandoel mar —respondió Vera—. Desde ese sitio dudo mucho de quehaya oído el batintín. En todo caso... no está hoy muynormal.—Corro a anunciarle que la comida está servida —se apresuróa decir Rogers. El doctor se levantó precipitadamente.—Voy yo; ustedes pueden empezar. Salió de la habitación y detrás de él se oyó la voz deRogers.—Señorita, ¿quiere usted lengua o jamón? Los cinco invitados, sentados alrededor de la mesa, nosabían qué decirse.Fuera, las ráfagas de viento se sucedían. Vera, temblorosa,suspiró.—La tempestad se acerca. Blove añadió, para mantener la conversación:—En el tren de Playmouth me encontré con un viejo que nocesaba de decirme que iba a estallar una fuerte tempestad.

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Es extraordinario cómo esos viejos lobos de mar predicen eltiempo.Rogers fue quitando los platos de la mesa. Bruscamente, conla vajilla en las manos, se detuvo y dijo con vozangustiada:—Oigo correr a alguien.Efectivamente, todos oyeron un ruido precipitado de pasosen la terraza. En este mismo momento todos adivinaroninstintivamente lo que pasaba y sus miradas convergieronhacia la puerta. El doctor Armstrong apareció sin aliento.—El general MacArthur... —balbució.—¿Muerto?La pregunta escapó de los labios de Vera.—Sí, ha muerto —confirmó.Hubo un silencio... un largo silencio. Las siete personasreunidas en la habitación se miraban, incapaces depronunciar una sola palabra.

La tempestad estalló cuando transportaban el cuerpo delviejo general al interior de la casa.Los invitados esperaron en el vestíbulo.En aquel momento la lluvia caía a raudales y el vientosoplaba con fuerza. Mientras Blove y Armstrong subían lasescaleras con el cuerpo del general, Vera penetró en eldesierto comedor.Estaba tal como lo habían dejado; los entremesespermanecían intactos sobre la mesa. Vera se dirigió haciaella y en este momento Rogers entró despacito.Sobresaltándose al ver a la joven y, mirándola fijamentebalbució:—Miss... venía a ver...—Usted tiene razón, Rogers. Véalo usted mismo: No quedan másque siete.

El cadáver yacía sobre la cama. Después de un breve examen,el doctor abandonó el dormitorio y bajó a reunirse con losdemás. Los encontró reunidos en el salón.

Miss Brent se entretenía con su labor. Vera, de pie cerca

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de la ventana, miraba la lluvia caer a raudales. Bloveestaba sentado. Lombard se paseaba nervioso por lahabitación.En el fondo de la estancia estaba con los ojos cerrados,instalado en un butacón, el juez Wargrave.A la entrada del doctor pareció despertar y preguntó:—¿Y qué, doctor?Muy pálido, Armstrong respondió:—No se trata de una crisis cardíaca ni de nada por elestilo. MacArthur fue golpeado con un martillo o algoparecido en la cabeza.Hubo un ligero murmullo, pero la voz del juez Wargrave loextinguió:—¿Ha encontrado el instrumento del crimen?—No.—Pero usted parece estar muy seguro de lo que dice.—Segurísimo.—Ahora sabemos exactamente dónde estamos —declaró, calmado,el juez.No había lugar a duda: el juez tomaba el mando de lasituación. Durante la mañana permaneció inmóvil en elbutacón de mimbre, evitando desplegar toda actividad. Peroahora asumía la dirección del asunto con toda la autoridadque le confería la práctica de sus largos años demagistrado.Esclareciéndose la voz, tomó la palabra:—Esta mañana, sentado en la terraza, les observé a ustedes.Sus intenciones no me dejaron duda alguna. Han registradola isla en busca y captura de un asesino desconocido.—Es cierto —respondió Lombard. El juez continuó:—Ustedes están de acuerdo conmigo referente a la muerte deMarston y de la señora Rogers; no fueron accidentales ytampoco pueden considerarse como suicidios. ¿Se han formadoustedes alguna idea sobre las intenciones que tuvo misterOwen al traernos aquí?—Es un loco, un desequilibrado —estalló Blove con rabia.—Es evidente, pero eso no cambia en nada la consecuencia desus actos, nuestros esfuerzos deben dirigirse hacia elmismo final. Salvar nuestras vidas.—Le aseguro que no hay nadie en la isla —aseguró Armstrong—. ¡Nadie!

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El juez, acariciándose la barbilla, dijo suavemente:—Nadie en el sentido que usted lo entiende. Yo mismo, estamañana, saqué la misma conclusión y hubiera podidoanticiparle lo inútil de su busca. Sin embargo, estoyconvencido que mister Owen, por darle el nombre que él haescogido, se encuentra en la isla, lo juraría por mi vida.Este hombre ha decidido castigar a ciertos individuos porfaltas cometidas que escapan a la ley. No dispone de otrosmedios para su plan que el juntarse con sus invitados. Creoque mister Owen es uno de nosotros.

—¡Oh, no! ¡No!Vera pronunció estas palabras con voz débil, como sigimiese. El juez se volvió hacia ella con miradapenetrante.—Miss Vera, no tenemos más remedio que rendirnos a laevidencia de los hechos. El tiempo apremia y todoscorrernos un grave peligro. Uno de nosotros es Owen y nosabemos quién. De las diez personas que desembarcaron en laisla, tres han desaparecido: Anthony Marston, la señoraRogers y el general MacArthur; sólo quedamos siete y uno denosotros es el falso negrito.Hizo otra pausa y pasó la mirada a su alrededor.—Creo que todos ustedes comparten mi idea.—Es fantástico..., pero quizá usted tenga razón —añadió eldoctor.—No hay duda alguna —dijo Blove—; y si quieren escucharmepuedo sugerir una buena idea.Con gesto rápido el juez le atajó:—Nos ocuparemos de esto más tarde, pues ahora sólo meinteresa saber que todos estamos de acuerdo sobre esteprimer punto.Emily Brent, que continuaba su labor, dijo:—Su razonamiento me parece lógico. Sí, uno de nosotros estáposeído del demonio.—¡Me niego a creerlo! —protestó Vera.—¿Y usted, Lombard? —preguntó Wargrave.—Yo lo creo también. Satisfecho, el juez hizo un signo con la cabeza y añadió:—Ahora escuchemos sus declaraciones. Antes de empezar,¿sospecha usted de alguien en particular? Mister Blove,

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creo que tenía usted algo que decirnos.Blove respiraba con dificultad y al fin pudo decir:—Lombard tiene un revólver. Ayer noche no nos dijo laverdad y él mismo lo reconoce.Lombard sonrió desdeñosamente.—Creo prudente explicarme una vez más. Lo hizo en términos breves y concisos.—¿Qué prueba tiene usted que darnos? —preguntó Blove—. Nadacorrobora su historia.—Estamos todos en un mismo caso, no podemos confiar más queen nuestra palabra. Nadie de entre nosotros parece darsecuenta de esta situación extraordinaria. ¿Hay alguien entrenosotros a quien podamos eliminar por los testimonios queposeemos?El doctor Armstrong se apresuró a decir:—Soy un médico conocido, y la idea de que yo pudiese serobjeto de una sospecha...Con un gesto de la mano el juez frenó al orador, declarandocon voz agria:—Yo también soy un personaje conocido, pero eso nadaprueba. En todos los tiempos ha habido médicos queperdieron la cabeza y magistrados que se volvieron locos ytambién —añadió dirigiéndose a Blove—, ¡policías!—Sea lo que fuere —intervino Lombard—, creo que las señorasquedan libres de nuestras sospechas.El juez enarcó las cejas, y elevando su voz, tan conocidaen tribunales, dijo:—Debo deducir, según usted, que las mujeres están exentasde locura homicida.—Evidentemente no, pero parece imposible que...Se calló, pues Wargrave se dirigía al médico.—Doctor, según usted, ¿una mujer tiene la fuerza físicasuficiente para dar el golpe que ha matado al pobreMacArthur?El médico respondió con calma:—Perfectamente, si emplease el instrumento necesario, unmazo o un martillo.—¿Y eso no exigiría un esfuerzo extraordinario por suparte?—Ninguno.El juez Wargrave torció su cuello de tortuga y continuó:—Las otras dos muertes resultaron por la absorción de un

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veneno, y en esto no hay discusión posible; ese acto pudoser realizado por una persona sin necesidad de emplear elmás mínimo esfuerzo físico.Vera exclamó con cólera:—¡Pero usted está loco!Lentamente, el juez volvió los ojos hacia ella y laenvolvió con su mirada fría e impasible de hombreacostumbrado a juzgar a los humanos. Vera pensaba: «Estejuez me observa como un objeto de experimentación y —laidea vino de repente con gran sorpresa suya— a este hombreno le soy simpática.»Muy dueño de sus palabras, el magistrado le aconsejó:—Querida jovencita, le ruego que trate de dominar sussentimientos. Yo no acuso —e inclinándose hacia miss Brent—; espero, miss Brent, que usted no se habrá ofendido pormi insistencia al considerarnos a todos igualmentesospechosos.Miss Brent no levantó la cabeza de su labor. Y con un tonoglacial respondió:—La idea de que pudiese ser acusada de la muerte de uno demis semejantes, y con mayor motivo si son tres, parecerágrotesca a los que conozcan mi carácter. Pero comprendo lasituación: siéndonos extraños los unos a los otros, nadiepuede dejar de ser sospechoso, ya que ninguno puedepresentar pruebas de su inocencia. Como acabo de decir,entre nosotros hay un monstruo.—Así, todos estamos de acuerdo —dijo el juez—. Llevaremosla averiguación sin exceptuar a nadie y no tendremos encuenta ni el carácter moral ni la clase social de cada unode nosotros.—¿Y en cuanto a Rogers? —preguntó Lombard.—¿Qué? —exclamó el juez sin mirarle.—Según mi opinión, Rogers debiera de ser tachado de lalista —replicó Lombard.—¿Y por qué? Explíquese.—Lo primero es que no tiene la inteligencia para realizartales hechos y por otra parte su mujer fue una de lasvíctimas.Una vez más centellearon los ojos del juez.—En mis tiempos he visto muchos hombres llevados ante eltribunal bajo la acusación de asesinato de sus mujeres ycon las pruebas aportadas han sido reconocidos culpables.

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—No busco contradecirle a usted —dijo Blove—. Que un hombreasesine a su mujer entra en la esfera de las posibilidades;es hasta casi natural, añadiría yo. Pero no en el caso deRogers; hasta admitiría que la hubiese matado por temor aque ella lo denunciase o por haberle cobrado aversión yhasta quizá por querer contraer segundas nupcias con algunajovencita; pero no veo en él al enigmático mister Owen quese toma la justicia por su mano y comienza por suprimir asu esposa por un crimen que ha cometido en complicidad.El juez Wargrave le observó.—Usted se basa sobre lo que hemos oído para formarse de éluna opinión, pero ignoramos si Rogers y su mujer realizaronverdaderamente la muerte de su señora. Puede ser que laacusación fuera falsa con objeto de colocar a Rogers en lamisma situación que todos nosotros. El terror que ayernoche demostró la mujer de Rogers podría ser causado aldarse cuenta del desarreglo mental de su marido.—Piense usted como quiera —añadió Lombard—. Owen es uno denosotros y no hagamos excepción alguna; nos atenemos a suparecer.—Repito que no haré ninguna excepción; no se ha de tener encuenta la moralidad ni el nivel social de nadie; por ahoralo que importa es examinar el caso de cada uno según loshechos. En otros términos: ¿hay entre nosotros una o variaspersonas que no hubiesen podido materialmente administrarel cianuro a Marston o una fuerte dosis de soporíferos a laseñora Rogers y golpear sañudamente al general?—Esto está bien hablado —exclamó Blove—. Vayamos al fondodel asunto. En cuanto a la muerte del joven Marston es muydifícil descubrir al culpable; hemos supuesto que alguiendesde la terraza, por la ventana abierta echó en el vaso,que estaba en la mesa, el veneno. Pero también es ciertoque uno de los que estábamos en el salón hubiera podidohacerlo. No recuerdo exactamente si Rogers estaba en lahabitación en esos momentos, pero los demás sí queestábamos presentes.Después de un silencio continuó:—Ocupémonos ahora de la muerte de la mujer de Rogers. Eneste caso los dos principales sospechosos son el marido yel médico; tanto el uno como el otro reúnen todas lasprobabilidades.Armstrong se levantó tembloroso.

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—¡Protesto de esa insinuación! Juro haber administrado tansólo la dosis necesaria para que descansara...—¡Doctor!La voz del juez invitando al doctor a que no continuasesirvió para interrumpirle, mas continuó:—Su indignación me parece natural, pero admito, sinembargo, que nosotros debemos tomar en consideración todoslos aspectos que los hechos presentan. Usted o Rogers sonlos que tuvieron más facilidad de hacerlo. Ahoraconsideremos la posición de los otros invitados. ¿Quéposibilidad teníamos Blove, miss Brent, miss Vera, Lombardy yo de echar el veneno en el vaso? ¿Puede alguno serinocente? No lo creo.Vera exclamó furiosa:—No me encontraba cerca de la mujer, ustedes fuerontestigos.El juez Wargrave reflexionó un instante.—Por lo que recuerdo, he aquí cómo ocurrió. Si me equivoco,les ruego que me rectifiquen. Marston y usted, Lombard,dejaron el cuerpo sobre el sofá y el doctor vino aexaminarla. Mandó a Rogers en busca del coñac, y entoncesnos inquietamos por saber de dónde provenía la vozacusadora y nos dirigimos todos a la habitación contigua, aexcepción de miss Brent, que permaneció sola con la mujerdesvanecida.Los colores aparecieron en la cara de miss Brent, la cualdejó su labor y declaró:—¡Es monstruoso eso!El juez, implacable, continuó:—Cuando volvimos a esta habitación, usted, miss Brent,estaba inclinada sobre la mujer.Emily Brent replicó:—¿La piedad es, pues, un crimen a sus ojos?—Yo me ajusto a los hechos. En ese momento Rogers regresabacon el coñac que podía haber envenenado antes. El vasitocon el licor le fue dado a la enferma y poco después, entreel doctor y Rogers ayudaron a acostarla, dándole Armstrongun sedante.—Eso es lo que pasó —confirmó Blove—. El juez, Lombard,miss Vera y yo estamos a salvo de toda sospecha.Estas palabras las había dicho con fuerza y airetriunfante, pero el juez le miró fijamente y murmuró:

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—¡Ah! ¿Usted lo cree así? Debemos tener en cuenta cualquiereventualidad.—No lo comprendo —respondió Blove, sorprendido.Wargrave se explicó de esta forma:—Arriba, en su habitación, la señora Rogers estaba en sucama. El sedante administrado por el doctor comienza aproducir su efecto; está adormecida y sin voluntad alguna,supongamos que en este instante alguien ha llegado trayendodigamos un comprimido o una poción diciéndole: «El doctorquiere que se tome usted este medicamento.» ¿Dudan ustedesque ella no se lo hubiese tomado sin reflexionar?Hubo un silencio. Blove movía los pies y en su frenteaparecían gotas de sudor. Lombard tomó la palabra:—No puedo aceptar esa versión. Nadie se fue del salón sinounas horas después de que mistress Rogers fue conducida asu dormitorio. En seguida acaeció la muerte fulminante deMarston.—Alguien pudo salir —le interrumpió el juez— de suhabitación más tarde...—Pero ¡si entonces estaba Rogers en la habitación con sumujer! —observó Lombard.—No —dijo el doctor—. Rogers bajó para quitar la mesa yarreglar el comedor. No importa quién pudo entoncesintroducirse en la habitación de Rogers sin verle nadie.—Veamos —observó Emily Brent—; esa mujer estaba adormecidapor efecto de la droga que usted le dio a beber.—Sí, con toda probabilidad, pero no lo afirmaría, pues sino se le ha prescrito al paciente, jamás se sabe lareacción que produce un medicamento. Depende deltemperamento del paciente el que un soporífero surta elefecto en más o menos tiempo.—Usted nos dice lo que quiere, doctor —insinuó Lombard.De nuevo la cara de Armstrong enrojeció de cólera. Una vezmás la voz fría del magistrado detuvo las protestas delmédico.—Las recriminaciones no nos llevan a ningún resultado, sólointeresan los hechos. Cada uno reconoce voluntariamente quealguno de entre nosotros pudo subir a la habitación; ciertoque esta hipótesis tiene un valor relativo, yo loreconozco. La aparición de miss Brent o miss Vera cerca dela enferma no habría ocasionado sorpresas, mientras que siBlove, Lombard o yo nos hubiésemos presentado, nuestra

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visita parecería insólita, pero no habría provocado ningunasospecha en la mujer.—¿Adonde nos conduce todo esto? —preguntó Blove.El juez Wargrave se acarició los labios y con gesto frío eimpasible declaró:—Vamos a examinar el tercer crimen y establecer el hecho deque nadie de entre nosotros puede estar enteramente exentode sospecha.Hizo una pausa, carraspeó y siguió diciendo:—Llegamos ahora a la muerte del general, ocurrida estamañana. Ruego a los que de entre nosotros sean capaces desuministrarse una coartada la expongan. Yo no puedo darninguna coartada posible, pues toda la mañana he estadosentado en la terraza meditando. He pasado revista a todoslos extraños acontecimientos que han ocurrido en la isladesde ayer noche. Estuve en la terraza hasta que sonó elbatintín para comer, pero me imagino que hubo muchosmomentos en que nadie me hubiese visto bajar hasta el mar,asesinar al general y volver a ocupar mi sitio en labutaca. Les aseguro que no me he ausentado de la terraza,pero ustedes no tienen más que mi palabra; por lo tanto,eso no es suficiente y son necesarias pruebas.—Me encontraba con el doctor y Lombard, los dos puedentestimoniarlo —dijo Blove.—Usted ha vuelto a la casa para buscar una cuerda —precisóArmstrong.—Perfectamente, no he hecho nada más que ir y venir; ustedlo sabe de sobra.—Usted ha estado demasiado... lejos.—¿Qué demonios insinúa usted, doctor?—Solamente digo que ha tardado en volver —repitióArmstrong.—¡Claro! He tenido que buscarla, pues no se echa las manosencima a un rollo de cuerda cuando no se sabe dónde está.Wargrave intervino.—Durante la ausencia del inspector, ¿ustedes estuvieronjuntos, señores Armstrong y Lombard?—Buscaba el sitio mejor para poder enviar señalesheliográficas a la costa —respondió sonriendo Lombard—. Meausenté un minuto o dos.—Es exacto —declaró el doctor, afirmando con un movimientode cabeza—. No ha tenido tiempo suficiente para realizar un

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asesinato, puedo jurarlo.—¿Alguno de ustedes consultó el reloj? —preguntó el juez.—No, claro que no.—Además yo no lo llevaba.—Un minuto o dos, eso es muy impreciso —murmuró Wargrave.Volvió la cabeza hacia miss Brent, que continuaba con elcuerpo erguido y su labor en la falda.—Miss Brent, ¿qué hizo usted esta mañana?—En compañía de miss Claythorne he subido a la cima de laisla y después me he sentado en la terraza a tomar el sol.—No recuerdo haberla visto —recalcó Wargrave.—No es extraño, pues me encontraba al amparo del viento, enel rincón del este, junto a la casa.—¿Y ha estado usted allí hasta la hora de la comida?—Sí, señor.—Ahora, a su vez, miss Claythorne —continuó el viejomagistrado—, hable usted.—Esta mañana me he paseado, en efecto, con miss Brent.Después he estado dando una vuelta por la isla y me hesentado al lado del general para charlar un rato.—¿Qué hora sería en aquel momento? —la interrumpió el juez.Por primera vez la respuesta de Vera fue evasiva.—No sé con certeza. Seguramente una hora antes de la comidao un poco más.—¿Era antes o después de que nosotros le habláramos? —preguntó Blove.—Lo ignoro. De todas maneras le encontré muy raro.—¿En qué sentido lo juzga raro? —insistió Wargrave.Vera respondió en voz baja y temblorosa:—Me dijo que íbamos a morir todos... y que él esperaba sufin. Me asustó...El juez admitió con un movimiento de cabeza y preguntóle:—Y después, ¿qué hizo?—Volví a la casa y antes del almuerzo salí de nuevo yestuve detrás de la finca. Todo el día me he sentido muynerviosa.—No queda más que Rogers por preguntar, aunque dudo que ladeclaración pueda añadir algo más a lo que ya conocemos.Rogers, convocado ante este tribunal improvisado, no teníagran cosa que decir. Toda la mañana había trabajado en elarreglo de la casa y en preparar la comida. Antes de ésta,llevó los combinados a la terraza y después subió a su

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habitación para recoger sus ropas personales y trasladarlasa otra habitación. En toda la mañana no había mirado porlas ventanas y por tanto no sabía nada que pudieseesclarecer el misterio de la muerte del general. En todocaso él juraba que al poner los cubiertos había visto losocho negritos de porcelana sobre la mesa del comedor.Cuando el criado terminó de declarar se produjo unsilencio.Luego el juez Wargrave carraspeó y Lombard murmuró al oídode Vera:—Ahora verá cómo el juez va a resumir nuestrasdeclaraciones.—Hemos hecho, con toda nuestra competencia, la encuesta delas circunstancias que envuelven las tres muertes que nosocupan. Hay muchas probabilidades contra ciertas personas,pero no podemos, sin embargo, declarar de forma fehacientea los demás inocentes en toda complicidad. Reitero miafirmación de que existe un asesino peligroso yprobablemente loco entre las siete personas aquí reunidas.Nada nos deja adivinar quién es. Por ahora, lo único quepodemos hacer es tomar las medidas necesarias para ponernosen comunicación con la costa y pedir auxilio. Si el socorrotardase, lo cual es de suponer, dado el estado del mar,debemos tomar toda clase de medidas para asegurar nuestrasvidas. Yo les estaré muy agradecido si me exponen las ideasque les sugieran estas cuestiones. Entretanto, recomiendo acada uno que esté alerta, pues hasta aquí la tarea delasesino ha sido muy fácil, dado que sus víctimas estabanconfiadas. De ahora en adelante el deber nos ordenasospechar los unos de los otros. Un hombre advertido valepor dos. Les prevengo para que no se expongan a ningúnriesgo y se guarden de los peligros. Es todo lo que tengoque decirles por el momento.Lombard murmuró irónico:—Se levanta la sesión.

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—¿Cree que esto sea verdad? —preguntó Vera. Estaba sentadaen una banqueta cerca de la ventana del salón, en compañíade Philip Lombard. Fuera, la lluvia caía a torrentes y elviento azotaba con sus ráfagas los cristales.Lombard inclinó la cabeza antes de contestar.—¿Me pide mi opinión acerca de si Wargrave no se equivocacuando afirma que mister Owen es uno de nosotros?—Sí, eso es.—Es muy difícil responderle. En pura lógica tiene razón,pero, sin embargo...Vera le sacó las palabras de la boca.—Pero, sin embargo, todo esto me parece increíble.Philip Lombard hizo una mueca.—¡Toda esta historia es inverosímil! Pero después de lamuerte del general un punto muy importante ha sidoaclarado: que no se trata de accidentes ni suicidios; perosí de crímenes. Tres asesinatos hasta ahora.Vera se estremeció.—Uno llega a figurarse estar viviendo una pesadilla.Continúo creyendo que tales cosas es imposible que sucedan.—La comprendo, miss Claythorne. Nosotros soñamos. Dentro deun momento llamarán a la puerta y la sirvienta entrará paraservirnos el té.—¡Ah! ¡Si fuese cierto lo que usted dice...! —exclamó Vera.Lombard replicó gravemente:—¡Todos nosotros estamos mezclados en esta horriblepesadilla! Y mientras tanto es necesario que cada uno seguarde a sí mismo.Bajando la voz, Vera preguntó a su compañero:—Si... éste es uno de ellos... ¿quién cree usted que es,entonces?—Por lo que veo, usted hace una excepción en lo que serefiere a nosotros dos. Yo la apruebo, pues séperfectamente que no soy el asesino, y en cuanto a usted lacreo una persona sana de espíritu. Es usted la joven másinteligente y sensata que he conocido, le doy mi palabra.Con sonrisa maliciosa le respondió:—Es usted muy galante, señor Lombard, gracias.

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—Veamos, miss Vera, ¿no me devolverá el cumplido?Después de un breve silencio, Vera respondió:—Usted mismo ha confesado que no da importancia a la vidahumana y no me lo imagino dictando el disco del gramófono.—Tiene mucha razón. Si hubiera pensado cometer uno o varioscrímenes hubiese sido solamente para sacarles provecho.Estos castigos en serie no creo que valgan la pena.Entonces, entendidos; nosotros mismos nos eliminamos de lalista de sospechosos y concentraremos nuestra atenciónsobre los siniestros cinco compañeros de prisión. ¿Cuál deellos es U. N. Owen? Aunque no tengamos prueba alguna,apostaría por Wargrave —indicó Lombard.— ¡Oh! —exclamó Vera, sorprendida. Tras reflexionar uninstante, preguntó—: ¿Por qué?—No sabría explicarlo exactamente. En primer lugar es viejoy ha presidido los tribunales durante muchos años y le hapodido trastornar esa autoridad intangible que tenía. Puedeser que Wargrave se crea «Todopoderoso Señor de la Vida yde la Muerte de los hombres». Su cerebro se ha estropeado ynuestro viejo magistrado se considera como Juez Supremo yverdugo.—Es posible —aprobó Vera.—¿Por quién apuesta usted, miss Claythorne?Sin vacilar, Vera respondió:—Por el doctor Armstrong.—¿Por el doctor? Es el último en quien yo habría pensado.—Las muertes —continuó Vera— son debidas al veneno y estorevela la mano de un médico.—En efecto, es verdad —admitió Lombard.Vera persistió en su acusación.—Cuando un médico se vuelve loco, es muy difícil darsecuenta. Muchos de ellos se extenúan por exceso de trabajo ytienen el cerebro fatigado.—De acuerdo —dijo Philip—, pero no creo que Armstronghubiera podido matar al general. No pudo hacerlo durante elcorto instante que le dejé solo, al menos que corriese comouna liebre y volviera corriendo también... Pero su falta deentrenamiento físico no le permite de ninguna formarealizar tal proeza.Vera no se dejó ganar la partida.—No ha sido en este momento cuando mató al general —remachóVera—. Fue más tarde.

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—¿Cuándo?—Cuando fue a buscarle antes de ir a comer.Philip lanzó un silbido muy significativo.—¿Usted cree que lo hizo entonces? ¡Sí que tiene sangrefría!—¿Qué riesgo corría? Ninguno, pues es el único que poseeconocimientos suficientes para decirnos que la muerte seremontaba a una hora o más. ¿Y quién le podía contradecir?Philip miró a la joven con gesto pensativo.—Mis felicitaciones. Su solución es ingeniosa. Pero mepregunto...

—¿Quién es el asesino, mister Blove? Me gustaría saberlo.¿Quién es?Rogers tenía la frente arrugada y sus manos se crisparonsobre la gamuza con que estaba limpiando el polvo.—Esta pregunta me la hago yo mismo —le respondió Blove.—Uno de nosotros, según el juez. Pero ¿quién? Eso es lo quedesearía saber. ¿Quién es ese demonio con forma humana?—Todos quisiéramos aclarar este misterio. Rogers le insinuó:—Pero ¿usted tiene una idea sobre el particular, misterBlove?—¡Puede ser! Tengo sospechas, pero de eso a una certidumbrehay mucho trecho y puedo equivocarme. Pero la persona dequien sospecho tiene mucha sangre fría.Rogers, secándose el sudor de la frente, dijo con voz roncapor la emoción:—Me parece una pesadilla.—Y usted, Rogers, ¿tiene alguna idea?El criado inclinó la cabeza al responder: —No sé nada y eso es lo que me da miedo. ¿De quién podríasospechar?

Desesperado, el doctor gritaba:—¡Tenemos que salir de aquí a toda costa!El juez Wargrave miraba la lluvia a través del ventanal.Jugueteaba con el cordón de sus lentes.—No pretendo adivinar el tiempo que hará, pero me pareceque antes de veinticuatro horas no podrían venir aquí,

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aunque supieran la situación trágica en que nosencontramos. Y aun eso, si el viento amaina.El doctor llevóse las manos a la cabeza gruñendo:—Y mientras, podemos ser asesinados en nuestras camas.—No soy tan pesimista como usted. Tomaré toda clase deprecauciones para que no me ocurra esa desgracia —replicóWargrave.Armstrong pensaba que el anciano magistrado agarrábase mása la vida que muchos jóvenes. Ese fenómeno lo habíaobservado muchas veces a lo largo de su carrera. El mismotenía, por lo menos, una veintena de años menos que el juezy, sin embargo, su instinto de conservación le parecíamenos arraigado.En cuanto al juez, pensaba: «¡Asesinados en la cama! Esosmedicuchos se parecen todos; no tienen ideas originales.»—Cierto, pero tenga en cuenta que esas víctimas estabandesprevenidas, mientras que nosotros estamos sobre aviso.—Pero ¿qué podemos hacer? —preguntó Armstrong—. Tarde otemprano...—Yo he tomado mis medidas.—No sabemos de quién desconfiar. El viejo magistrado se acarició la barbilla y murmuró:—No diría yo otro tanto... Armstrong le miró a la cara de hito en hito.—Entonces... ¿Usted sabe?—En cuanto a las pruebas indispensables ante un tribunal,le declaro no tener ninguna —dijo con prudencia Wargrave—.Sin embargo, si paso revista a todos los hechos,distinguiría claramente quién era el culpable.—¡No le comprendo! —dijo con los ojos fijos en el ancianojuez el asombrado doctor.

Miss Emily Brent se retiró a su dormitorio, cogió la Bibliay se sentó cerca de la ventana. La solterona abrió el librosagrado y después de unos segundos de duda, lo dejó, se fuehacia la mesilla de noche y sacó de un cajón un pequeñocuaderno de memorias, con cubiertas negras.Lo abrió y púsose a escribir.

Una horrorosa desgracia acaba de pasar. El general MacArthur ha muerto. (Suprimo era marido de Elsie MacPherson.) Sin duda alguna ha sido asesinado.

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Después de comer el juez Wargrave nos ha hecho un interesante discurso, puesestá convencido de que uno de nosotros es el culpable. En otros términos, unode nosotros está poseído del demonio. Estoy segura,.. ¿Quién podrá ser? Esta esla pregunta que cada uno se hace. Pero yo sola sé...

Se quedó un instante inmóvil, sus ojos grises se cerraron;el lápiz temblaba entre sus dedos; escribió en mayúsculas:

LA ASESINADA SE LLAMA BEATRIZ TAYLOR

Cerró los ojos. De repente los abrió sobresaltada y miró elcuaderno donde había estado escribiendo; lanzando unaexclamación de cólera leyó las letras tan irregularmenteescritas de la última frase y murmuró con voz muy baja:—No es posible. ¿He sido yo quien ha escrito esto? Me estoyvolviendo loca.

La tempestad estaba en todo su furor, el viento rugíaalrededor de la casa.Hallábanse todos reunidos en el salón y se observaban entresí. Cuando Rogers entró con la bandeja para servir el tétodos se sobresaltaron.—¿Quieren que corra las cortinas? Estará esto menos triste.Ante la respuesta afirmativa el criado corrió las cortinasy encendió la luz.La habitación iluminóse y se disiparon las sombras.Al día siguiente la tempestad se apaciguaría y vendría unbarco... Un barco surgiría...Miss Claythorne preguntó:—¿Quiere usted servir el té, miss Brent?La solterona le contestó:—No, se lo ruego; sírvalo usted misma. La tetera es tanpesada... por otra parte he perdido dos ovillos de lanagris y eso me disgusta.Vera se aproximó a la mesa y se oyó el alegre tintineo dela porcelana. Todo parecía volver a la normalidad.—¡El té! ¡El té de la tarde! ¡Para los ingleses, quédeliciosa costumbre!Philip Lombard arriesgó una broma, Blove le respondió en elmismo tono. Armstrong contó una divertida anécdota, y hastael mismo juez, que de ordinario rechazaba este brebaje,

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paladeábalo con visible placer.En este ambiente de tranquilidad, Rogers entró con caradescompuesta y farfullando nerviosamente.—Perdón, señores. ¿Alguno de ustedes sabría en dónde estála cortina del cuarto de baño?Lombard levantó bruscamente la cabeza.—¿La cortina del cuarto de baño? ¡Qué diantre nos cuentausted!—Ha desaparecido, señor. No está en la ventana. He dado unavuelta por las habitaciones para echar las cortinas, perola del cuarto de baño no estaba.—¿Estaba esta mañana? —preguntó Wargrave.—¡Oh! Sí, señor.—¿Qué clase de cortina era?—Era de hule rojo, impermeable y hacía juego con losladrillos.—¿Y ha desaparecido? —preguntó Lombard. —Sí, señor, ha desaparecido. Se miraron unos a otros; Blove dijo lentamente:—¿Después de todo qué importa? Esta desaparición esinsensata... como todo lo que está ocurriendo, pero no haypor qué alarmarse, pues no se puede asesinar a nadie conuna cortina de hule. Pensemos en otra cosa.—Bien, señor, gracias —dijo Rogers.El criado salió de la habitación y cerró la puerta tras sí.De nuevo el miedo se instaló en el salón y una vez más losinvitados se observaron con ansia disimulada.

Llegó la hora de la cena. La cena, compuesta principalmentede conservas, transcurrió a toda prisa y Rogers se apresuróa levantar los manteles.En el salón reinaba una tensión insoportable.A las nueve Emily Brent se levantó.—Subo a acostarme —anunció.—Yo también —dijo Vera.Las dos mujeres subieron acompañadas de Lombard y Blove. Enel pasillo los dos hombres vieron cómo Vera y miss Brententraban en sus respectivos aposentos y oyeron el ruido delos cerrojos y de las llaves desde el interior.—¡No es necesario recomendarles que se cierren con llave! —exclamó Blove—. Ya lo hacen.

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—En todo caso están en seguridad por esta noche —añadióLombard cuando bajaban.

Una hora más tarde, los cuatro hombres se retiraron a susdormitorios. Rogers, desde el comedor, donde preparaba lamesa para el desayuno del siguiente día, los vio subir yoyó que se paraban en el primer rellano.La voz del juez dejóse oír:—Inútil será aconsejarles que cierren bien sus puertas.A Blove parecióle bien añadir:—Y sobre todo no olviden ustedes poner una silla atrancandola puerta, pues ya saben que se puede abrir desde fuera.—Querido Blove, usted es muy listo para nosotros —dijoLombard.—Buenas noches, deseo que nos encontremos mañana sanos ysalvos —se despidió del juez con estas palabras.Rogers salió del comedor y subía lentamente la escalera;vio cuatro sombras desaparecer tras cuatro puertas,percibió cuatro vueltas a la llave y el ruido de cuatrocerrojos al correrse...—Es una buena precaución —murmuró para sí.Volvió a bajar para ir al comedor. Miró si estaba en ordeny preparado para la siguiente mañana.Su mirada se posó en el centro de la mesa y contó sietenegritos de porcelana.«¡Trataré de que nadie nos gaste una broma durante estanoche!»Atravesando la habitación cerró con llave la puerta quedaba a la cocina y pasó al vestíbulo por la otra puerta,que cerró igualmente con llave y se la guardó en elbolsillo.Después apagó las luces y con paso lento llegó a su nuevahabitación. Allí encontró un sitio para guardar la llave enel armario, cerró la puerta también con llave y echó elcerrojo. Rogers se dispuso acostarse. Y se dijo a sí mismo:«Esta noche nadie tocará los negritos; he tomado misprecauciones.»

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11

Philip Lombard se despertó al amanecer, como era sucostumbre, apoyándose sobre un codo, escuchó. El viento untanto calmado soplaba aún, pero el ruido de la lluvia habíacesado.A las ocho, el viento volvió a adquirir violencia, peroLombard se había adormecido.A las nueve de la mañana, sentado al borde de la cama,consultó su reloj, lo aplicó al oído y sus labios seabrieron descubriendo sus dientes en una sonrisa queevocaba una mueca de lobo y murmuró:«Hay que poner fin a todos estos crímenes.»A las diez menos veinticinco llamó a la puerta de Blove,cerrada con llave.El ex inspector de policía vino a abrirle con milprecauciones. Estaba todavía medio dormido y con los ojoscargados de sueño y los cabellos desgreñados.Lombard dijo con voz amable:—Veo que duerme usted como un lirón. Es indicio de unaconciencia tranquila.—¿Qué pasa, pues?—¿No han venido a despertarle trayéndole el té? ¿Sabe ustedla hora?Blove movió la cabeza hacia el despertador de la mesilla denoche.—Las diez menos veinte; no creí haber dormido tanto. ¿Dóndeestá Rogers?—Le responderé con la misma pregunta.—¿Qué dice usted?—Simplemente, que Rogers falta a la lista. No está ni en sucuarto ni en la cocina, y ni siquiera ha encendido lalumbre.Blove ahogó un juramento y profirió en voz alta:—¿Dónde demonios puede estar? Seguramente estará dandovueltas a la isla. Espere a que me vista. Mientras averigüesi los demás saben algo.Philip Lombard se dirigió hacia las puertas cerradas.Encontró levantado al doctor y casi vestido. Al juezWargrave, como a Blove, le tuvo que despertar. Vera estaba

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disponiéndose a bajar, y en cuanto a miss Brent no estabaen su habitación.El reducido grupo inspeccionó la casa. El dormitorio deRogers estaba vacío, la cama deshecha, la navaja, la brochay el jabón estaban aún húmedos.—Rogers se ha levantado como siempre —dijo Lombard.En voz baja, Vera, tratando de ocultar su emoción,preguntó:—¿No creen que pueda estar oculto en algún rincón paraespiarnos?—Amiga mía —contestó Lombard—, nada nos puede yasorprender; haremos bien en resguardarnos hasta que leencontremos.—Opino que debe estar haciendo algo por la isla —replicóArmstrong.Blove, ya vestido, pero no afeitado, se les unió.—¿Dónde está miss Brent? ¿Otro misterio? —preguntó.Cuando llegaron al vestíbulo entraba por otra puerta EmilyBrent; llevaba puesto un impermeable.—El mar sigue esta mañana con mucho oleaje —dijo—, y dudoque ningún barco pueda llegar hoy a la isla.Blove preguntó a la solterona:—¿Se ha paseado usted sola esta mañana? Es usted unaincalificable imprudente.—Tranquilícese, mister Blove; he andado con precauciones ycon los ojos bien abiertos.—¿Ha visto usted a Rogers en algún sitio?—¿Rogers? —preguntó enarcando las cejas—. No, no le hevisto esta mañana. ¿Por qué?Wargrave, correctamente vestido y muy bien afeitado, bajabalentamente las escaleras. Se dirigió hacia la puertaabierta del comedor y observó:—¡Ah, la mesa está ya preparada para el desayuno!—Rogers ha debido de prepararla anoche —repuso Lombard.Entraron en el comedor y vieron los platos puestos, loscubiertos de plata en su sitio, la hilera de tazas yplatitos sobre la mesa y las rodajas de fieltro esperandola cafetera y la leche calientes.Vera fue la primera que lo advirtió. Cogió al anciano juezpor el brazo y la violencia de su gesto hizo que éste sesobresaltase.—¡Los negritos! ¡Mírelos! No había más que seis figuritas

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en el centro de la mesa.Se le encontró más tarde en la leñera, al otro lado de lacasa. Había estado partiendo leña para hacer fuego y teníaaún en la mano la pequeña hacha, mientras que otra, másgrande y fuerte, estaba apoyada en la puerta, llena desangre fresca, explicando demasiado la herida profunda quetenía Rogers en su cráneo.—Ha sido muy fácil —dijo el doctor—. El asesino se hadeslizado por detrás, levantó la pesada hacha y la dejócaer en la cabeza de Rogers en el momento en que éste seinclinaba.—¿Para asestar tal golpe, el asesino debía de ser muyfuerte? —preguntó Wargrave al doctor, que respondió:—Una mujer hubiese sido capaz.Armstrong miró a su alrededor, y no viendo a Vera ni a missBrent, que se habían marchado a la cocina, continuó:—La joven, aún más, pues es una atleta. En cuanto a missBrent, parece muy débil, pero esta clase de mujeres poseende ordinario una gran fuerza nerviosa. Recuerden que unapersona atacada de locura puede desarrollar una energíaincreíble.Pensativamente el juez asintió con la cabeza.Blove se levantó suspirando:—Ni la menor huella digital. El asesino tuvo la precauciónde limpiar el mango después de cometer su crimen.Una risa histérica se oyó. Todos se volvieron. Vera estabaen medio del patio. Sacudida por un acceso de hilaridadgritaba:—¿Crían abejas en esta isla? Dígame dónde se busca la miel.¡Ah! ¡Ah!La miraban sin comprender nada. Dijérase que esta joven taninteligente se volvía loca. Siguió gritando:—¿Por qué me miran así? ¿Me creen loca? Pues mi pregunta notiene nada de extravagante. ¡Hay abejas, colmenas, abejas!¿No lo comprenden ustedes? ¿No han leído la canción decuna? ¡Está en sus dormitorios para que la aprendan! Sihubiéramos reflexionado un momento, hubiéramos ido enseguida a la leñera, donde Rogers cortaba leña, pues Sietenegritos cortaban leña con un hacha... ¿Y cuál es la estrofasiguiente? Seis negritos jugaban con una colmena... He ahí por quépregunto si se crían abejas en esta isla. ¡Dios mío, quéraro...! ¡Qué extraño!

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De nuevo estalló su risa de loca; el doctor se adelantó yle dio un cachete en la cara.Hipando y jadeando tragó saliva. Al cabo de un instantecontinuó:—Gracias, doctor... ahora me encuentro mejor.Su voz volvía a ser calmosa y recobró su actitud ponderadade profesora de cultura física. Dio media vuelta y sedirigió hacia la cocina, diciendo:—Miss Brent y yo prepararemos el desayuno. ¿Podríantraernos algunos trozos de leña para encender la lumbre?Los dedos del doctor habían dejado unas huellas sonrosadasen la mejilla de Vera.Cuando desapareció, Blove dijo al doctor.—¡Tiene usted la mano pesada!—Era necesario, ya tenemos bastantes horrores para venirnoscon crisis nerviosas —prorrumpió a manera de excusa.—¡Oh! Miss Claythorne no tiene nada de histérica —objetóLombard.—No, al contrario, veo en ella una joven muy sana de cuerpoy espíritu, pero con todas estas emociones violentas eso lepasa a cualquiera.Recogieron la poca leña que Rogers había partido y lallevaron a la cocina, donde estaban las dos mujerestrabajando. Miss Brent vaciaba las cenizas del fogón, yVera, con la ayuda de un cuchillo, quitaba la grasa.Emily dijo a los señores que le trajeron el combustible:—Gracias, vamos a darnos prisa para que dentro de mediahora esté todo dispuesto. Es preciso ante todo hacer hervirel agua.

El inspector Blove preguntó a Philip Lombard con voz ronca:—¿Sabe usted qué pienso?—Desde el momento que usted piensa decírmelo es inútil queme rompa la cabeza adivinándolo —replicó riendo.El inspector era un hombre serio y que no admitía bromas;sin pestañear continuó:—Esto me recuerda un caso que pasó en América. Un señor yaviejo y su mujer fueron asesinados a hachazos, el dramatuvo lugar por la mañana y no había nadie en la casa másque su hija y la criada. Durante el juicio se demostró queésta no pudo cometer el asesinato, y en cuanto a la otra,

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la hija, era una solterona de excelente reputación; se lareconoció igualmente inocente y jamás se descubrió alculpable. Este caso lo he recordado al ver el hacha y lasolterona tan tranquila en la cocina, pues ni se hainmutado. En cuanto a la joven, ¿qué más lógico que estacrisis nerviosa? ¿No opina usted así?—Puede ser —respondió lacónicamente Lombard.Blove continuó:—Pero la vieja, tan cuidadosa con su delantal... merecordaba a la señora Rogers cuando nos decía: «El desayunoestará dispuesto dentro de media hora.» Me parece que estámujer está loca de atar, pues casi todas estas solteronasterminan lo mismo. No quiero decir con esto que tengan lamano homicida, pero sí que muchas pierden la cabeza.Empiezo a creer que miss Brent tiene una locura mística,que se imagina ser el instrumento de la justicia divina oalgo por el estilo. Cuando está en su cuarto siempre lee laBiblia.Philip Lombard lanzó un suspiro y declaró:—Pero esto no es prueba de desequilibrio mental.El inspector obstinóse:—Esta mañana ha salido con un impermeable y nos dijo quehabía ido a ver el mar. El otro bajó la cabeza, agregando:—Rogers fue asesinado en las primeras horas de la mañana.Miss Brent no tenia ninguna necesidad de pasearse por laisla unas horas después del crimen. Créame, el asesino deRogers se las ha arreglado para que le encontremos, estamañana, durmiendo en su cama.—Me atrevo a señalar, querido Lombard, que si esta mujerfuera inocente se hubiese asustado de andar sola por laisla. Pero claro, si ella es culpable no tiene que temer denadie; luego ella es la criminal.—Este argumento tiene su valor —dijo Lombard—. No habíapensado en ello —y añadió sonriendo—: Me place comprobarque usted no sospecha de mí.Un poco confuso, Blove respondió:—No le niego que al principio sospeché de usted... surevólver... la extraña historia que nos contó... o mejordicho que nos ocultó. Pero ahora me doy cuenta de que suinocencia ha quedado bien patente.—Espero que usted tendrá la misma certidumbre referente a

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mí.—Puedo equivocarme —respondió Lombard—, pero no lo creo conimaginación suficiente para la realización y preparación detodos estos horrores que estamos viviendo. Si usted fuerael culpable, admitiría su gran talento de actor, y anteéste tendría que quitarme el sombrero. Entre nosotros,Blove, y ya que antes de que termine el día es probable queno seamos más que dos cadáveres, ¿estuvo usted de verascomplicado en aquel asunto de falsos testimonios?Muy molesto Blove respondió:—¡Ahora ya no me importa! Pues bien, sí. Landor erainocente, pero la cuadrilla de bandidos me amenazó y tuveque encerrarlo por un año. Claro que todo esto esconfidencial, pues a no ser por las circunstancias... jamáslo hubiese dicho...—Y sobre todo delante de testigos —terminó Lombard,riéndose—. Pero esté usted tranquilo, que no diré nada. Porlo menos espero que ganaría usted mucho dinero.—El negocio no me dio lo que yo esperaba. Los Pudcel erauna banda de harapientos; sin embargo, logré un ascenso.—Y a Landor le condenaron a trabajos forzados a perpetuidady murió en la cárcel.—¿Podía yo adivinar que iba a morir?—No. ¡De aquí su mala suerte!—¿Mi mala suerte? La de él, querrá decir.—La de usted también. Porque ha tenido como resultado quesu vida sea acortada de un modo desagradable.—¡Que se cree usted eso! —le contestó Blove, mirándolefijamente—. ¿Usted cree que me voy a dejar coger comoRogers y los demás? Esté tranquilo, que sé guardarme bien.—A pesar de todo, no quiero apostar, pues si usted muere yono cobraría.—¿Qué es lo que me está contando?—Le digo que no tiene ninguna posibilidad de escapar a sudestino. Su falta de imaginación hace de usted un blancoideal: un criminal tan astuto como U. N. Owen le cogerá ensus redes, cuando quiera.La cara de Blove, enrojeció y preguntó con rabia:—¿Y a usted, mister Lombard? Los rasgos de Philip Lombard se endurecieron al responder:—Yo soy un hombre de recursos y me he encontrado ensituaciones más peligrosas aún, de las que salí indemne...

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Y espero salir de ésta, no diré con mayor ventaja...

Los huevos se estaban friendo. Vera, que estaba tostando elpan, pensaba al mismo tiempo:«¿Por qué me ha atacado esa crisis de nervios? He sido unaridícula y he cometido un error. Hay que tener calma, muchacalma.»Hasta entonces ella había conservado siempre su sangrefría.

«Miss Claythorne ha dado pruebas de mucha sangre fría; sin dudar se lanzó alagua para socorrer al niño Ciryl...»

¿Por qué evocar ese recuerdo? Todo pertenecía al pasado...al pasado... Ciryl había desaparecido mucho antes que ellallegase a las rocas. Sintió que la corriente le llevaba yse dejó arrastrar, flotando, y por fin la canoa desalvamento... La felicitaron por su coraje y sangre fría.«Todos a excepción de Hugo, que solamente la miró a los ojos.»¡Oh! ¡Cómo sufría pensando en Hugo después de tanto tiempo!¿Dónde estaría? ¿Qué haría? ¿Tendría novia? ¿Estaríacasado, quizá?Emily Brent la volvió a la realidad.—¡Vera, el pan se está quemando!—Perdóneme, miss Brent, estoy aturdida.Emily Brent sacaba de la sartén el último huevo frito.Disponiendo otro pedazo de pan para tostarlo, Vera observó:—Usted tiene una calma extraordinaria, miss Brent.—Me enseñaron en mi juventud a dominar los nervios y a nocausar molestias.—Entonces, ¿no tiene miedo? —Vera hizo una pausa y añadió—:¿O no teme a la muerte?¡Morir! Emily Brent tuvo una sensación como si una aguja letraspasase la cabeza. ¿Morir? Los demás morían, pero noella... Esta Vera no comprendía nada. Los Brent no habíantenido jamás miedo. Sus antepasados estuvieron al serviciodel rey y afrontaron la muerte con serenidad. Llevaron unavida tan recta como ella... Jamás había hecho algo que lahiciese sonrojarse. «El señor vela por los suyos. No temáis los terroresde la noche, ni la flecha que golpea el día...» ¡Estamos en pleno día; laluz alejaba los fantasmas! «Ninguno de nosotros abandonará esta

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isla.» ¿Quién dijo estas palabras? El general MacArthur, cuyoprimo estaba casado con Elsie MacPherson. No parecía que lehubiese atormentado esta idea y la acogió con serenidad.¡Fue impío! Ciertas personas hacen tan poco caso de lamuerte, que se suprimen ellos mismos. Beatriz Taylor. Esta nochepasada soñó son Beatriz. La veía apoyada en la ventana, lacara pegada a los vidrios, suplicándole que la dejaseentrar. Pero ella la había dejado fuera. De haberlepermitido entrar en su cuarto, aquella gran desgracia nohubiese ocurrido.Emily tembló. Su joven amiga la miraba de forma extraña;entonces dijo vivamente:—¿Todo está dispuesto? Vamos a servir el desayuno.Ese desayuno se salió de lo corriente. Cada uno mostróseextremadamente solícito con su vecino de mesa.—Miss Brent, ¿puedo servirle el café?—Mis Claythorne, ¿quiere una lonja de jamón?—¿Un poco más de asado?Había seis personas, todas aparentemente normales y dueñasde su sangre fría. Pero en su fuero interno las ideas dabanvueltas como ardillas enjauladas.

¿A quién le tocará? ¿A quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Lo logrará esta vez?Me lo pregunto. ¡Si me diesen tiempo! Dios mío, ¿me dejarán tiempo?Locura mística... eso es, seguramente. Mirándola, jamás se dudaría. ¿Y si meequivocase?Pierdo la cabeza. Mi lana ha desaparecido... las cortinas rojas también... estono tiene sentido. No comprendo nada ni veo jota.¡Esta especie de cretino se ha tragado todo lo que le he contado! ¡Atención, sinembargo!Seis negritos de porcelana... No quedan más que seis. ¿Cuántos habrá estanoche?

Todo eso pensaban, inquietos, en tanto comían.—¿Quién quiere el último huevo?—¿Un poco de mermelada?—Gracias. ¿Un pastelillo? Eran seis a desayunar y todos se conducían como seresnormales.

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12

La comida terminó.El juez Wargrave se aclaró la voz, y en tono autoritario,dijo:—Sería muy conveniente que nos reuniésemos dentro de mediahora en el salón. Todos aceptaron la idea. Vera apiló los platos y anunció:—Voy a quitar la mesa y fregar la vajilla. Lombard intervino:—Lo llevaremos nosotros a la cocina.—Muchas gracias.Emily Brent se había levantado. Volvió a sentarse,exclamando:—¡Oh! ¡Dios mío!—¿Qué tiene usted, miss Brent? —preguntó el magistrado.—Hubiese querido ayudar a mis Claythorne, pero no sé lo queme pasa. Me siento mareada.—¡Mareo! —repitió el doctor, acercándose a ella—. No esnada extraordinario, es la reacción de la comida. Voy adarle alguna cosa para que se le pase...—¡No!La palabra salió de su boca como una bala que haceexplosión. Todos se desconcertaron. El doctor enrojeció. Lacara de la solterona retrataba claramente su miedo y sussospechas.El doctor Armstrong replicó con voz fría:—Como usted guste, miss.—No quiero tomar nada, nada enteramente. Me quedaré sentadaaquí, tranquila, hasta que este malestar me pase.Terminando de quitar la mesa, Blove, galantemente, dijo aVera:—Miss Claythorne, yo soy un hombre de conciencia y si lodesea la ayudaré muy a gusto.Sonriente contestó:—Como quiera usted.Emily Brent quedó, pues, sola en el comedor. Desde lacocina le llegaban los ruidos de la vajilla.La sensación de mareo le desaparecía poco a poco. Sentíauna dulce lasitud, como si quisiera dormirse.

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Los oídos le zumbaban... ¿O era en la habitación? ¡Ah! ¡Sies una abeja...! La veía en el cristal de la ventana.¿Qué había dicho Vera esta mañana acerca de las abejas...?De las abejas y de la miel.Alguien se encontraba en la habitación... una persona...con el traje mojado... Beatriz Taylor saliendo del agua...Si Emily volviera la cabeza la vería... Pero le eraimposible moverla. ¿Y si llamase? Pero... igualmente,imposible llamar... No había nadie en la casa, estabaabsolutamente sola en la casa...Percibió un ruido de pasos... unos pasos pesados que sedeslizaban tras ella. El paso vacilante de la ahogada... unolor húmedo sentíase... en el cristal, la abeja zumbaba...En este instante sintió la picadura. La abeja había clavadosu aguijón en el cuello de miss Brent.

En el salón esperaban la llegada de Emily Brent.—¿Quieren ustedes que vaya a buscarla? —propuso Vera.Vera se sentó y cada uno de los reunidos lanzó a Blove unamirada interrogante.—Escúcheme. Creo que es inútil buscar por más tiempo alautor de estas muertas sucesivas, pues es la mujer que enestos momentos se encuentra en el comedor.—¿En qué basa su acusación? —preguntó Armstrong.—La locura mística. ¿Qué piensa usted, doctor?—Perfectamente verosímil y ninguna acusación voy aformular; pero... nos hacen falta pruebas antes que nada.—Tenía un aspecto muy raro cuando preparábamos el desayuno—explicó Vera—, sus ojos.Vera se estremeció.—Hay otra cosa —dijo Blove—. Es la única entre nosotros queno ha querido hablar después de la audición del disco delgramófono. ¿Por qué? Porque ella no podía darnos ningunaexplicación.—¡Eso no es verdad! —exclamó Vera—. Pues ella, más tarde,me ha hecho confidencias.—¿Qué le contó, miss Claythorne? —preguntó Wargrave.La joven repitió la historia de Beatriz Taylor. El juezhizo notar:—Este relato me parece sincero y de veras lo creo, perodígame, miss Claythorne, ¿Emily Brent parecía experimentar

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remordimientos por su actitud en aquellas circunstancias?—Creo que no. No vi en ella ninguna emoción.—¡Esas solteronas virtuosas tienen el corazón tan duro comola piedra! —comentó Blove—. La envidia las devora.—Son las doce menos diez y debemos rogar a miss Brent quevenga —indicó el juez.—¿No piensa usted tomar ninguna medida? —preguntó Blove.—¿Qué decisión puedo tomar? —preguntó el magistrado—. Porahora no tenemos más que sospechas. Sin embargo pediré aldoctor que la observe. Vayamos al comedor a buscarla.La encontraron sentada en la butaca donde la habían dejado.Tenía la cabeza vuelta hacia la puerta y no vieron nadaanormal sino que no se movía, como si no les hubiese vistoentrar.Después se fijaron en su cara... hinchada, sus labiosazulados y los ojos como extraviados...—¡Dios mío! ¡Está muerta! —exclamó Blove.

La voz fina y calmosa del juez Wargrave se oyó:—¡Otro de nosotros que es inocente...! ¡Demasiado tarde!Armstrong se inclinó sobre la muerta. Olió los labios,examinó los ojos y movió la cabeza.—¿De qué ha muerto, doctor? —preguntó impaciente Lombard—.Estaba muy bien cuando la dejamos.La atención de Armstrong se fijó en el cuello por una señalque tenía a su lado derecho; tras una ligera pausa, dijo:—Es la señal de una jeringuilla hipodérmica.Se oyó un zumbido en la ventana y Vera gritó:—¡Miren! ¡Una abeja! Acuérdense de lo que les decía estamañana.—No ha sido ese animalejo el que le ha picado. Una manohumana tenia la jeringuilla.—¿Qué clase de veneno le han inyectado? —preguntó el juez.—A primera vista —respondió Armstrong—, probablementecianuro de potasio... lo mismo que a Marston. Ha debidomorir instantáneamente por asfixia.—Sin embargo esta abeja... —observó Vera—, ¿no es unacoincidencia?—¡Oh, no! —respondió Lombard—. ¡No es una coincidencia! Elasesino persiste en dar un poco de color local a suscrímenes. ¡Es un alegre viejo libertino! Sigue al pie de la

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letra las estrofas de esa satánica canción de cuna.Por primera vez el capitán Lombard se expresaba con voztemblorosa.Se adivinaba que su valor, probado por una carrera llena devicisitudes y peligros, empezaba a decaer progresivamente.Estalló lleno de cólera:—Es insensato... insensato. ¡Estamos todos locos!El juez intervino y dijo con voz monótona:—Todavía conservamos, así lo espero, todas nuestrasfacultades mentales. ¿Alguien ha traído a esta casa unajeringuilla hipodérmica?—¡Yo! —contestó el doctor, con poca firmeza.Cuatro pares de ojos se clavaron sobre él. Enfadándosecontra esas miradas hostiles, el doctor añadió:—No me desplazo jamás sin este instrumento. Todos losmédicos hacen otro tanto.—Es exacto —contestó Wargrave—. ¿Quiere decirnos en dóndetiene la jeringuilla en este momento?—Arriba, en mi maleta.—¿Podríamos confirmar rápidamente su afirmación?Con el viejo magistrado a la cabeza del grupo, subieron laescalera, en procesión silenciosa, los cinco invitados. Elcontenido de la maleta fue volcado en el suelo. Pero lajeringuilla no apareció por ninguna parte.Furioso, el doctor Armstrong exclamó:—¡Me la han cogido!

Un silencio sepulcral se hizo en la habitación. El doctorestaba en pie, de espaldas a la ventana. En todas lasmiradas se leía la más grave acusación contra él. Miró a suvez a Vera y a Wargrave, repitiendo débilmente:—Les juro que me la han quitado... Blove y Lombard se miraron. El juez declaró:—Estamos cinco personas en esta habitación. Uno de nosotroses el asesino. Nuestra situación es cada vez más peligrosa.Debimos hacer lo posible para salvar a cuatro inocentes. Leruego, doctor, que me diga cuáles son las drogas que tiene.—Aquí tengo un pequeño estuche —respondió el doctor—.Pueden examinarlo. Contiene soporíferos, comprimidos desulfamidas, un paquete de bromuro, bicarbonato de sosa yaspirina. Eso es todo. No tengo cianuro.

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—Yo también —añadió el juez— he traído algunos comprimidoscontra el insomnio que creo son de veronal. Usted, misterLombard, me parece que tiene un revólver.—¿Y qué? —gritó Lombard, furioso.—Sencillamente propongo que todas las drogas del doctor,mis comprimidos y su revólver sean recogidos y llevados aun lugar seguro, así como cualquier producto farmacéutico ytodas las armas de fuego que encontremos. Hecho esto, cadauno de nosotros se someterá a un registro completo de supersona y sus ropas.—¡Que me cuelguen si yo dejo mi revólver! —prorrumpióLombard.—Mister Lombard —replicó Wargrave—, usted es un gallardojoven y muy fuerte, pero el ex inspector también posee unafuerza respetable. No sé cuál de los dos ganaría en uncuerpo a cuerpo, pero sí puedo afirmarle esto: el doctor,miss Claythorne y yo nos pondremos de parte de Blove y leayudaremos lo mejor que podamos. Así verá, pues, cómo lasuerte se vuelve contra usted a la menor resistencia queintente.Lombard, con la cabeza echada hacia atrás, enseñó losdientes, pero se dio por vencido.—Desde el momento en que todos se ponen contra mí... —dijo.—Por fin es usted razonable. ¿Dónde está su revólver? —preguntó el juez.—En el cajón de mi mesa de noche. Corro a buscarlo —repusoLombard.—Es mejor, creo yo, que nosotros le acompañemos.—¡Ah! Usted es prudente al menos —repuso Lombard,sonriendo.Entraron con él en su cuarto. El joven se dirigió resueltohacia la mesilla de noche y abrió el cajón. Retrocediólanzando un juramento.¡El cajón estaba vacío!

—¡Estarán contentos!Desnudo como un gusano había asistido al registro de sudormitorio y de sus trajes por los tres hombres. Mientras,miss Claythorne esperaba en el pasillo.El registro continuó de manera metódica. El doctor,Wargrave y Blove se sometieron a su vez a esta prueba.

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Cuando salieron de la habitación de Blove, los cuatrohombres se unieron a Vera. El juez le dijo:—Espero que comprenderá, miss Claythorne, que no podemoshacer una excepción con usted. Es necesario encontrar eserevólver. ¿Tendrá usted, seguramente, en su equipaje eltraje de baño?Vera afirmó con la cabeza.—En este caso le ruego que entre en su cuarto, se desnude,se ponga el «maillot» y vuelva a buscarnos aquí.Vera entró en su habitación y cerró la puerta.Al cabo de unos minutos reapareció con un traje de baño de«tricot» de seda que realzaba su cuerpo.—Gracias, miss Claythorne —dijo, satisfecho, el juez—.Espérenos aquí. Vamos a registrar su habitación.Vera se estuvo en el pasillo hasta el regreso de loshombres. En seguida se vistió y se unió a ellos.—Ahora estamos tranquilos sobre un punto: ninguno denosotros tiene armas ni venenos. Vamos a colocar las drogasen sitio seguro; en la cocina hay un armario especial paraguardar los cubiertos de plata.—Todo esto es muy bonito, pero ¿quién guardará la llave?¿Usted, supongo? —observó Blove.El juez no respondió.Bajaron a la cocina y descubrieron un armario. Siguiendolas instrucciones del juez, pusieron allí los diferentesproductos farmacéuticos y cerraron con llave. Después, bajola vigilancia de Wargrave, metieron el armario en elaparador, que también cerraron con llave.Entonces dio la llave del pequeño armario a Lombard y ladel aparador a Blove.—Tienen ustedes la misma musculatura y son los más fuertesentre nosotros. Así será difícil para uno el apoderarse dela llave del otro; en cuanto a nosotros tres, no podríamosquitársela. El intento de fracturar un mueble u otro meparece insensato, pues el ruido que se haría despertaríalas sospechas de los demás.Hizo una ligera pausa y continuó:—Tenemos que resolver aún otro grave problema. ¿Dónde estáel revólver de mister Lombard?—Me parece a mí —señaló Blove— que el propietario del armaes sólo quien puede responder a esta pregunta.—¡Cuerno! ¿No lo he dicho? ¡Me lo han robado!

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—¿Cuándo lo ha visto por última vez? —preguntó Wargrave.—Ayer noche. Estaba en mi cajón al acostarme... preparadopor si lo necesitaba.—Entonces ha desaparecido esta mañana durante la confusiónque ha ocasionado el rato en que cada uno buscaba alcriado, hasta que descubrimos su cadáver.—Seguramente está en algún sitio de la casa —declaró Vera—.Registremos un poco más.El juez Wargrave, según su manía, se acariciaba labarbilla.—Dudo del resultado de nuestras pesquisas. El asesino hatenido tiempo de colocarlo en lugar seguro y desespero deencontrarlo.Blove se expresó con voz enérgica:—Ignoro dónde se oculta el revólver, pero me parece saberdónde encontrar la jeringuilla, síganme.Abrió la puerta de la entrada y les condujo fuera de lacasa.Delante de la puerta del comedor vieron la jeringuilla y asu lado una estatuilla de porcelana rota... El sextonegrito. Triunfante, Blove añadió:—La jeringuilla no podía estar en otro sitio. Después deasesinar a miss Brent, el criminal abrió la ventana yarrojó la jeringuilla, cogiendo en seguida al negrito ylanzándolo por el mismo camino.No encontraron ninguna huella digital sobre la jeringuilla;había sido limpiada cuidadosamente.—Ahora busquemos el revólver —dijo Vera, decidida.—Eso es —añadió el juez—, pero hagámoslo sin separarnos;acuérdense que si no lo hacemos así favoreceremos lospropósitos del loco.Minuciosamente, desde la cueva hasta el desván, examinaronla casa, pero sin ningún resultado.¡Ni rastro del revólver!

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13

¡Uno de nosotros... uno de nosotros... uno de nosotros!

Estas palabras, repetidas sin cesar, resonaban en suscabezas alocadas. Cinco personas vivían en la isla delNegro, obsesionadas por el miedo... Cinco personas que seespiaban mutuamente, sin molestarse en disimular sunerviosismo.Había cinco enemigos encadenados por el instinto deconservación; no había en su trato violencias ni cortesía.Bruscamente, todos bajaron al último escalón de lahumanidad y pusiéronse al nivel de las bestias. Como unavieja tortuga fatigada, el juez Wargrave estaba encogido ycon la mirada siempre alerta. Blove parecía más pesado;eran más torpes sus movimientos; su manera de andarsemejaba la de un enorme oso, con los ojos inyectados desangre. Todo él respiraba ferocidad y brutalidad;creyérasele un animal esperando caer sobre susperseguidores.En cuanto a Philip Lombard, sus instintos se habíanagudizado. Su oído percibía el menor ruido. Su paso era másligero y rápido, su cuerpo era más flexible y gentil.Frecuentemente sonreía, descubriendo sus dientes tan agudosy blancos.Vera Claythorne, deprimida, pasaba la mayor parte del díarecostada en un butacón; los ojos bien abiertos miraban alvacío. Se diría un pajarillo que acababa de estrellarsecontra un cristal y una mano humana le ha recogido.Asustada, incapaz de moverse, esperaba sobrevivirconservando una inmovilidad absoluta.Armstrong tenía los nervios de punta. Tics nerviososcontraían su cara; las manos le temblaban. Encendíacigarrillo tras cigarrillo para tirarlos cuando había dadounas chupadas. La inacción obligada le atacaba más que asus compañeros. De vez en cuando lanzaba un torrente dedivagaciones...—Nosotros... no debemos estar aquí cruzados de brazos.¡Tenemos que hacer algo! ¡Tratar de encontrar el medio desalir de este infierno! ¿Y si encendiéramos un fuego

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grande?—¿Con un tiempo como éste? —le respondió Blove.La lluvia caía de nuevo a chaparrones. Un viento huracanadoy el continuo tamborileo del agua azotando los cristalesacababa por volverles locos.Tácitamente, los cinco supervivientes habían adoptado unplan de campaña. Estaban en el salón y nunca más de unapersona a la vez se iba de la habitación, quedándose loscuatro en espera de su regreso.—No hay más que esperar —observó Lombard—. El cielo va aesclarecerse y entonces podremos intentar salvarnos; hacerseñales, encender un gran fuego, construir una balsa, enfin, cualquier cosa.—¡Esperar...! ¡No podemos permitirnos ese lujo! —añadióArmstrong—. ¡Estamos predestinados a morir...!El juez declaró en voz clara, pero decidida:—Si no estamos alerta... Pero no hay más que estarvigilando nuestras vidas...La comida del mediodía fue despachada sin ninguna etiqueta.Los cinco se reunieron en la cocina; en la despensaencontraron gran cantidad de conservas. Abrieron una latade lengua de vaca y dos de fruta. Comieron en pie,alrededor de la mesa de la cocina. Luego volvieron alsalón, sentáronse en sus butacas y recomenzaron a espiarselos unos a los otros.Desde entonces los pensamientos que se arremolinaban en suscerebros volvíanse morbosos, febriles, completamenteanormales.

«Ese Armstrong... me parece que me mira de una forma. Tienelos ojos de un loco... Quizá sea tan médico como yo... Eslo mismo... es un loco escapado de un manicomio y que sehace pasar por doctor... Esa es la verdad... ¿Debodecírselo a los otros? ¡Proclamar la verdad...! No, pues sepondría aún más en guardia. Por otra parte, disimula muybien, queriendo hacernos creer que está cuerdo. ¿Qué horaes...? Sólo las tres y cuarto... ¡Oh, Dios mío! Es paravolverse loco. No hay duda alguna, es Armstrong.»

«¡No me cogerán! ¡Soy lo bastante fuerte para defenderme!

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No sería la primera vez que me encuentro en situacionescriticas... ¿Adonde demonios ha ido a parar mi revólver...?¿Quién lo ha robado...? ¿Quién lo tiene ahora...? ¡Nadie...claro...! Nos hemos registrado todos... nadie lo tiene...¡pero alguien sabe dónde está!»

«Los otros se están volviendo locos... todos pierden lacabeza... tienen miedo a morir... todos tememos lamuerte... yo la temo, pero esto no impide que se acerque...El coche fúnebre espera a la puerta, señor. ¿Dónde he oídoeso...? La jovencita... la voy a espiar... sí, voy avigilarla mejor...»

«Las cuatro menos veinte... ¡Dios mío, sólo las cuatromenos veinte...! El péndulo se ha parado, seguramente...no... No comprendo absolutamente nada... Esa clase de cosasno pueden ocurrir... y, sin embargo, ocurren... ¿Por qué nodespertarnos? ¡Arriba! ¡Es el día del Juicio Final! No meequivoco... Si pudiese al menos reflexionar... mi cabeza,mi pobre cabeza... va a estallar... partirse en dos...Ocurren sucesos inconcebibles... ¿Qué hora es? ¡Dios mío,sólo las cuatro menos cuarto!»«Es necesario que conserve toda mi sangre fría... Si por lomenos no perdiese la cabeza... todo está clarísimo... ycombinado de mano maestra... pero nadie debe sospechar...Es preciso salvarme a toda costa... ¿A quién le tocaráahora? Eso es lo importante. ¿A quién? Sí, yo creo... ¿aél?»

El reloj dio las campanadas de las cinco, y todos sesobresaltaron.—¿Alguien quiere tomar el té? —preguntó Vera.Durante un momento hubo silencio.—Yo tomaría una taza muy gustoso —dijo Blove.Vera se levantó y añadió:—Voy a prepararlo. Todos ustedes se pueden quedar aquí.Wargrave le dijo muy amablemente:—Preferimos, me parece, seguirla y mirarla cómo lo hace,querida señorita.

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Vera le miró fijamente y le contestó, con una risitanerviosa:—¡Naturalmente, ya me lo esperaba!Los cinco se fueron a la cocina. Vera preparó el té y bebióuna taza acompañando a Blove. Los otros bebieron whisky...Descorcharon una botella y cogieron un sifón de una cajaque todavía no se había abierto.—¡Dos precauciones —murmuró Wargrave— valen más que una!Volvieron al salón, y aun cuando estaban en verano, laestancia quedaba oscura. Lombard dio la vuelta a la llavede la luz y no se encendieron las lámparas.—No es extraordinario —indicó Lombard—. El motor nofunciona; Rogers ya no puede cuidarse de él. Podríamos ir aponerlo en marcha.—He visto un paquete de velas en el armario. Es mejorusarlas —indicó el juez.Lombard salió de la habitación. Los otros cuatrocontinuaron espiándose.El capitán volvió con una caja de bujías y un montón deplatillos. Encendieron cinco y las colocaron en diferentessitios del salón.Eran las seis menos cuarto.

A las seis y veinte, Vera, cansada de estar sentada y sinmoverse, tomó la decisión de irse a su dormitorio y mojarsela cara y las sienes con agua fría.Levantándose, se dirigió hacia la puerta, pero retrocedióen seguida para tomar una vela de la caja, encendiéndola y,dejando caer algunas gotas de cera en un platillo paraasegurarse así de que no cayese, salió del salón.Llegó ante la puerta de su cuarto y, al abrirla retrocedió,quedándose inmóvil... las aletas de su nariz seestremecieron... el mar... sentía el olor del mar de SaintTreddennic... Si eso era, no podía equivocarse. Pero en unaisla no tenía nada de raro que se respirase la brisa delmar, pero Vera experimentaba una impresión diferente. Esteolor era el mismo que el de aquel día en la playa... cuandola marea bajaba y dejaba al descubierto las rocas cubiertasde algas, secándose al sol.«¿Puedo nadar hasta la isla, mis Claythorne? ¿Por qué no medeja ir hasta allí?»

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«¡Qué niño más mimado! Sin él, Hugo hubiese sido rico... ylibre de casarse con la mujer que amaba...»«Hugo... Hugo... estaría seguramente cerca de ella... quizále esperaba en su habitación.»Avanzó un paso y la corriente de aire apagó la vela. En laoscuridad, Vera tuvo miedo.«¡No seas tan tonta! ¡Por qué atormentarte? Los demás estánabajo y no hay nadie en mi cuarto; me forjo unas ideas tanridículas...»Pero este olor... ¡este olor que evocaba la playa de SaintTreddennic...! no era imaginación, sino realidad. Seguro;había alguien en la habitación... oyó un ruido, estabapersuadida de ello... una mano fría y viscosa le tocó lagarganta... una mano mojada oliendo a mar.

Vera lanzó un grito. Un grito penetrante y prolongado. Elpánico se había apoderado de todo su ser. Gritó pidiendosocorro. No oyó el ruido que procedía del salón. Una sillacayó. Una puerta abierta violentamente y pasos que subíancorriendo por la escalera. Vera era presa del terror.En seguida las luces alumbraron la entrada de su habitacióny todos entraron en ella. Vera recuperó un poco laserenidad.—¡Dios mío! ¿Qué me ha pasado? ¿Qué es esto?Estremeciéndose, cayó desvanecida. Le pareció que alguien,inclinado sobre ella, le obligaba a bajar la cabeza hastalas rodillas. Escuchó una exclamación. «¡Por favor, miren!»Al mismo tiempo, Vera se reanimó. Abriendo mucho los ojos,levantó la cabeza y vio lo que los hombres habían percibidoa la luz de las bujías.Una cinta muy larga y húmeda colgaba del techo. Esto era loque en la oscuridad le había rozado el cuello y que tomópor una mano viscosa, la mano de un ahogado vuelto delreino de las sombras para quitarle la vida...Vera se echó a reír. Era un alga marina... sólo un alga loque sintió. De nuevo perdió el conocimiento. Olas enormesse echaban sobre ella. Una vez más, alguien apoyábasefuertemente sobre su cabeza, obligándola a doblar laespalda.Le daban algo para beber y le ponían el vaso entre susdientes. Sintió el olor del alcohol. Iba a beber

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agradecida, cuando una voz interior, una señal de alarma,resonó en su cabeza... Se enderezó y rechazó la bebida.Con un tono seco, áspero, inquirió:—¿De dónde viene esta bebida? Antes de responder, Blove lamiró intensamente.—He ido a buscarla abajo.—No quiero beberla.Después de un momento de silencio Lombard se echó a reír yañadió:—¡Enhorabuena, Vera! Usted no pierde tan pronto la cabeza,a pesar del miedo que ha pasado hace un instante. Voy abuscar una botella que esté sin descorchar.Sin saber lo que decía, Vera exclamó:—Ya estoy mucho mejor. Prefiero beber un poco de agua.Sostenida por el doctor Armstrong, se puso en pie,dirigiéndose al lavabo agarrada al doctor para no caerse.Abrió el grifo y llenó un vaso.—Este coñac es inofensivo —dijo picado Blove.—¿Cómo lo sabe usted? —preguntóle Armstrong.—No he echado nada dentro —protestó Blove furiosamente—.Usted quisiera hacer creer lo contrario.—No le acuso de nada, pero usted u otra persona habríapodido envenenar esa bebida.Lombard volvió en seguida con otra botella de whisky y unsacacorchos; dio la botella a Vera para que viera queestaba intacta.—Tenga, muñeca, no la engañarán esta vez.Quitó la cápsula de estaño y descorchó la botella.—Por fortuna la provisión de licores no se agotara tanfácilmente. Este U. N. Owen es la previsión en persona.Vera se estremeció violentamente.Armstrong tendió su vaso, en tanto Philip lo llenaba. Esteaconsejó:—Beba, miss, acaba de sufrir un gran susto.Vera mojó sus labios en el vaso, y los coloresreaparecieron en sus mejillas.—Afortunadamente —dijo riéndose, Lombard—, he aquí uncrimen que no se ha logrado conforme al programa.—¿Usted cree que querían matarme? —preguntó Vera.—Esperaban... —añadió Lombard— a que muriese del susto.Esto ocurre a muchas personas. ¿Verdad, doctor?Sin comprometerse, Armstrong respondió, ligeramente

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incrédulo:—¡Hum! Nada se puede afirmar. Miss Claythorne es joven yfuerte... no padece debilidad cardíaca... por otra parte.Cogió un vaso de coñac traído por Blove y mojó el dedo,probándolo después con precaución. Su expresión no cambió,añadiendo con cierta desconfianza en su voz:—Tiene el sabor normal. Blove se abalanzó colérico contra el doctor.—Diga que lo he envenenado, y le aseguro que le rompo lacara.Vera, reconfortada gracias al coñac, desvió laconversación, preguntando:—¿Dónde está mister Wargrave?Los tres hombres cruzaron sus miradas.—¡Qué raro, creía que había subido con nosotros!—También yo —dijo Blove—. Doctor, usted subía detrás de mí.—Tenía la impresión —añadió Armstrong— de que me seguía.Claro que como es un viejo anda más despacio que nosotros.—No lo comprendo —dijo Lombard.—Vamos a buscarle —propuso Blove.Se dirigió hacia la puerta, los otros dos hombres lesiguieron y Vera cerraba la puerta. Cuando bajaban laescalera, Armstrong expuso:—Seguramente debe haberse quedado en el salón.Atravesaron el vestíbulo y el doctor llamó al juez en vozalta:—Wargrave, Wargrave, ¿dónde está usted?¡Ninguna respuesta! Un silencio mortal quebrado tan sólopor el ruido monótono de la lluvia.Cuando llegaron a la entrada del salón, Armstrong sedetuvo. Los demás, tras él, miraban por encima de sushombros. ¡Alguien lanzó un grito!El juez Wargrave estaba sentado al fondo de la habitaciónen una butaca de alto respaldo. Dos bujías brillaban encada uno de sus lados. Pero lo que más les sorprendió fueque estaba vestido con su toga roja de magistrado y lapeluca sobre su cabeza.El doctor hizo un signo a los demás para que retrocedieran.Atravesó la habitación como un hombre ebrio y se acercó aljuez. Con la mirada fija en él, se inclinó sobre elmagistrado y examinó su semblante inerte. Con gesto bruscole quitó la peluca, ésta cayó al suelo, dejando al

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descubierto la frente, en la que apareció un agujeroredondo, teñido de rojo, de donde salía una sustanciaviscosa.Armstrong le levantó la mano, tomándole el pulso; volviósea los demás y les dijo emocionado:—Ha sido muerto de un tiro.—¡Dios mío...! —gritó Blove—: ¡El revólver!—Ha recibido la bala en mitad de la cabeza, la muerte fueinstantánea —afirmó el doctor. Vera se paró delante de la peluca y dijo con voz en que elhorror y el miedo la angustiaban:—¡La lana gris que perdió miss Brent...!—Y la cortina de hule rojo —añadió Blove— que faltaba en elcuarto de baño.—He aquí la causa —observó Vera— de la desaparición de esosobjetos.De repente Lombard estalló en una risa nerviosa, y recitabaal mismo tiempo.—¡Cinco negritos estudiaron Derecho y uno de ellos se doctoró y quedaroncuatro! Este es el final de Wargrave, el juez sanguinario.¡Ya no se pondrá más el birrete negro! ¡Ya no enviará másinocentes al cadalso! ¡Por ultima vez ha presidido eltribunal! ¡Lo que se reiría Edward Seton si se encontraseaquí!Esta explosión de cólera escandalizó a los demás.—No sea así —exclamó Vera—. Esta mañana usted mismo leacusaba de ser el asesino desconocido.La cara de Lombard cambió de expresión. Ya calmado, dijo envoz baja:—En efecto, le he acusado... pero me equivoqué. Otro denosotros que reconocemos era inocente... ¡demasiado tarde!

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Transportaron el cuerpo del juez Wargrave a su habitación yle pusieron en la cama. Después bajaron al vestíbulo y separaron, indecisos, mirándose unos a otros.—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Blove.—Primero cuidemos de reparar nuestras fuerzas. Es precisocomer para vivir —se apresuró a contestar Lombard.Una vez más se volvieron a la cocina; abrieron una lata delengua de vaca y los cuatro comieron maquinalmente y singran apetito.—¡Jamás volveré a comer lengua! —exclamó Vera.Cuando terminaron de comer, permanecieron sentadosalrededor de la mesa, mirándose unos a otros.—Ahora no somos —dijo Blove— más que cuatro. ¿Quién será elpróximo?El doctor le miró intensamente y le dijo:—Tomemos toda clase de precauciones... Se interrumpió y Blove hizo esta observación:—Las mismas palabras que dijo... y ¡ahora está de cuerpopresente!—No sé —dijo el doctor, muy extrañado— cómo ha ocurrido.Lombard lanzó una exclamación:—¡La jugada ha sido estupenda! La cuerda fue atada en eltecho del cuarto de miss Claythorne y ha desempeñado elpapel previsto por el asesino. Nos precipitamos en sudormitorio ante la creencia de que ella acababa de serasesinada, y, aprovechando esta confusión, alguien hasuprimido al viejo juez, que no estaba vigilado.—¿Cómo explicarse —preguntó Blove— que nadie haya oído eldisparo?Lombard inclinó la cabeza pensativamente.—En esos momentos miss Vera gritaba como una condenada, conel ruido del viento y nosotros corriendo y llamándola, eslógico que no hayamos oído nada. Pero ahora no nos engañarátan fácilmente. Tendrá que ser más listo la próxima vez.—Contémonos —añadió Blove. El tono de su voz eradesagradable; los otros cambiaron una mirada.—Somos cuatro —dijo Armstrong— y no sabemos cuál...—¡Yo lo sé! —afirmó Blove.

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—Jamás he dudado... —comenzó a decir Vera.—Yo creo realmente conocer... —insinuó Armstrong con calma.—A mí me parece —añadió Lombard— que mi idea es la buena.De nuevo todos se miraron entre sí. Vera se levantó casitambaleándose, y dijo:—Me siento muy mal y voy a acostarme. No puedo más.—Haríamos bien en imitar su ejemplo —dijo Lombard—, ¿paraqué quedarnos aquí mirándonos?—Me parece muy bien —añadió Blove.—Será mejor —indicó el doctor— subir a nuestrashabitaciones, aunque alguno de nosotros no pueda dormir.—Me gustaría saber dónde está ahora el revólver.Los cuatro subieron silenciosamente la escalera y la escenaque siguió fue digna de un «vaudeville».Cada uno estaba delante de su habitación con la mano puestaen el pomo de la cerradura. Como si hubiesen esperado unaseñal entraron al mismo tiempo, cerrando la puerta y se oyóel ruido de cuatro cerrojos, el arrastrar de muebles yrechinar de las llaves.Cuatro seres humanos muertos de terror montaron subarricada para pasar la noche.

Philip Lombard lanzó un suspiro de satisfacción cuando pusouna silla tras la puerta. Se dirigió hacia la mesilla denoche y puso encima la vela. Se miró al espejo paraestudiar sus rasgos y se dijo a sí mismo:«Ya puedes hacerte el fuerte, pero todas estas historiascomienzan a turbarte el cerebro.»Desfloróse nuevamente su sonrisa de lobo. Se desnudó y pusoel reloj encima de la mesilla. Abrió el cajón y sesobresaltó, pues allí estaba el revólver.

Vera Claythorne estaba acostada. La vela seguía encendida;no tenía valor para apagarla, la oscuridad le daba miedo.No cesaba de repetirse lo mismo: «Debo estar tranquilahasta mañana. ¡Nada ocurrió la noche pasada, nada ocurriráesta noche! He cerrado con llave y cerrojo la puerta, nadiepuede entrar en mi habitación.»Pensaba:«Es cierto; puedo quedarme encerrada en mi cuarto... La

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cuestión de la comida es secundaria. Será posible esperaraquí hasta que vengan en nuestro socorro, pero si tengo quepermanecer en mi dormitorio un día o dos...»Estaba encerrada en su dormitorio... ¡bien!Pero ¿esto seria posible?¿Tendría valor para no salir de su cuarto? ¿Tendría queestar muchas horas sin hablar a nadie ni cambiarimpresiones!Los recuerdos amontonáronse en su cabeza. Todos eran lomismo... Hugo... Ciryl... ese niño horrible que no cesabade importunarla... ¿Por qué no me deja nadar hasta la roca, missClaythorne? Siempre... estas palabras grabadas en su mente.Hasta que... «Tienes que comprenderlo Ciryl; si te dejo,mamá estará angustiada por ti. Pero mañana nadas hasta lasrocas mientras yo entretengo a mamá para que no te vea, ycuando estés encima de las rocas haces señas y verás quécontenta se pone; para ella será una sorpresa.»«¡Ah! Es usted muy amable, miss Claythorne... esto meresultará delicioso.»Se lo prometió porque Hugo estaría en Newgray todo el día,y cuando volviese todo estaría terminado... se lo habíaprometido.Pero ¿y si no ocurriese nada? Ciryl diría que miss Vera ledejó ir hasta las rocas. Pero había que correr el riesgo,pues de lo contrario... No ocurriría esto, pues lacorriente es tan fuerte, no sólo para un niño, sino parauna persona mayor. Y si se salvara diría: «Si yo te lo heprohibido siempre, ¿por qué mientes?»Nadie sospecharía de ella.¿Hugo lo había sospechado? ¿Qué significó la mirada tanextraña que le dirigió después del... accidente? ¿Lo sabíaHugo?Desapareció de su vida y jamás contestó a sus cartas...¡Hugo!Vera se revolcaba por la cama. No, no. Era preciso nopensar más en Hugo. Su recuerdo le hacía sufrir demasiado.Todo terminó. Debía borrar de su alma la imagen de Hugo.¿Por qué esta noche tuvo la sensación de que estaba a sulado?No podía dormirse y al levantar sus ojos hacia el techo vioel cordón colgado y se estremeció al recordar aquella manoviscosa que le rozó el cuello... Ese cordón en medio de la

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habitación le fascinaba, atraía irresistiblemente sumirada.

El ex inspector Blove, sentado en su cama, con los ojosinyectados de sangre, espiaba las sombras del cuarto.Parecía una bestia salvaje al acecho de su enemigo.Inútilmente probó dormirse. La amenaza del peligro era cadavez más angustiosa. De diez personas sólo quedaban cuatro;a pesar de todas las precauciones, el viejo magistradosucumbió como los demás.«Estemos alerta», es lo que dijo ese viejo. ¡Cuandopresidía el tribunal se creía un dios! ¡Pero con todo,recibió su merecido! ¡Ahora no necesitaba estar alerta!De las diez personas desembarcadas en la isla, sólo cuatrovivían aun.Pronto una séptima víctima caería, pero no sería éstaWilliam Henry Blove; vigilaría.Pero ¿dónde estaba ese demonio de revólver? Este era ellado angustioso de la cuestión... el revólver... la frentesurcada de arrugas, los párpados cerrados, Blove meditabasobre la desaparición del revólver.En el silencio de la noche oyó dar las doce en el reloj.Sus nervios se tranquilizaron un poco y se tumbó en lacama, sin desnudarse.Permanecía inmóvil, sumido en sus pensamientos.Pasaba revista, con todo, a todos los acontecimientosocurridos en la isla del Negro con el mismo escrúpulo conque procedía en la redacción de sus partes policíacoscuando estaba en Scotland Yard. Para descubrir la verdad nohay que desperdiciar ningún detalle.La llama de la vela amenazaba apagarse. Aseguróse que teníaa mano las cerillas y sopló la luz. Cosa rara; la oscuridadredobló su inquietud, su cerebro estaba invadido porterroríficas imágenes. Caras flotaban en el aire; la deljuez con su peluca de lana gris; la de mistress Rogers consu delantal; la cara convulsa de Anthony Marston y una caraque no había visto, mas no era en la isla... hacía muchotiempo... No podía decir quién era... ¡Ah! sí, era Landor.¿Cómo había olvidado esa cara? Landor estaba casado y teníauna niñita de unos cuatro años. Se preguntaba por primeravez qué habría sido de ella y de su madre.

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¿Dónde estaba el revólver? Esta pregunta dominaba sobre lasdemás. Cuanto más lo pensaba más lío se hacía. No lograbaentender cómo pudo desaparecer... Alguien sabía dóndeestaba.En el reloj sonó la una de la noche.Los pensamientos cesaron de repente. Siempre alerta sesentó en la cama; acababa de percibir un ruido muy tenue alotro lado de la puerta. Alguien se removía en la casaenvuelta en tinieblas.El sudor resbalaba por su frente. ¿Quién se deslizaba tanfurtivamente por el pasillo? Alguno que tenía intencionescriminales... Blove lo hubiese jurado.A pesar de su peso, saltó de la cama sin hacer ruido y seacercó a la puerta para escuchar. Pero no oyó nada, aunqueestaba seguro de no haberse equivocado. Los pasos se habíanpercibido cerca de la puerta. Los cabellos se le erizaron.Ahora conocía por primera vez el miedo.Alguien se deslizaba furtivamente... de nuevo escuchó...pero el silencio se hizo...Tuvo la tentación de abrir la puerta y salir a ver quiénera. ¡Si tan sólo pudiera descubrir al ser que searrastraba en la oscuridad! Pero fuera locura el abrirla;esto a bien seguro es lo que esperaba el otro, que saliesede su dormitorio impulsado por la curiosidad.Se puso rígido de miedo. Le parecía oír ruidos...Murmullos... crujidos... Pero su cabeza los tomaba por loque no era en realidad más que fruto de su imaginación...De repente percibió un ruido... esta vez no era ilusión...pisadas que eran sólo perceptibles al oído muy ejercitadode Blove. Andaba a lo largo del pasillo (las habitacionesde Lombard y Armstrong estaban al fondo) y pasaron delantede su puerta sin la menor vacilación.En este momento tomó la decisión de saber quién era elnoctámbulo. Ahora bajaba la escalera. ¿Adonde iba?De puntillas se fue a la cama. Puso la caja de cerillas ensu bolsillo, quitó el enchufe de la lámpara, arrolló elflexible en el brazo de ésta, que era de acero cromado, ypensó que el aparato le serviría en caso de necesidad dearma. Con mil precauciones y descalzo, retiró la silla,descorrió el cerrojo y abrió la puerta. Avanzó por elpasillo y llegó hasta él desde el vestíbulo un ligeroruido. Se dirigió a la escalera. Comprendió en este momento

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por qué había oído tan distantemente los pasos, pues elviento se había calmado y el cielo se despejaba. Por laventana del pasillo un pálido rayo de luna iluminaba elvestíbulo y vio una figura humana que salía por la puertaprincipal.Bajó los peldaños de cuatro en cuatro en su persecución,pero se detuvo en seco. ¡Una vez más iba a conducirse comoun imbécil! ¡No iba a caer en la trampa que te preparaba elfugitivo para atraerlo fuera de la casa!Pero ¡el otro sí que acababa de hacer una bobada! Sólotendría que examinar cuál de las tres habitaciones ocupadaspor los hombres estaba vacía.Corriendo volvió al pasillo y llamó a la puerta deArmstrong. Ninguna respuesta. Esperó un minuto y golpeó enla de Lombard. La respuesta vino en seguida.—¿Quién está ahí?—Blove. Armstrong no está en su cuarto, espere un minuto. Llamó a la de Vera:—¡Miss Claythorne! ¡Miss Claythorne! La voz asustada deVera se oyó:—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?Rápidamente se volvió hacia la puerta de Lombard y éste yaestaba de pie con una vela en la mano izquierda y laderecha metida en el bolsillo del pijama.—Pero ¿qué demonios pasa? Blove le explicó la situación en dos palabras. Los ojos deLombard centellearon.—¿Entonces es Armstrong? Se dirigió hacia la puerta delmédico y le dijo a Blove:—Perdóneme, pero ahora no creo sino lo que veo.Golpeó la puerta.—Armstrong... Armstrong... Ninguna respuesta. Arrodillándose, Lombard miró por lacerradura.La llave no estaba en la puerta.—Ha debido —dijo Blove— cerrar y llevarse la llave.—La precaución es lógica —afirmó Lombard—. Vamos por él.Esta vez lo tenemos. Espere un segundo.Corrió hacia la puerta de Vera y la llamó:—¿Vera?—Sí.—Vamos a la captura del doctor, que no está en su

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habitación. Sobre todo no abra la puerta, ¿comprende?—Sí, comprendo.—Si Armstrong sube y le dice que tanto Blove como yo hemosmuerto, no haga caso. No abra la puerta más que a Blove o amí si la llamamos. ¿Comprende?—Sí, no soy tan tonta.—¡Perfectamente! —aprobó Lombard. Se reunió con Blove y dijo:—Y ahora corramos tras él. La caza comienza.—Estemos alerta —recomendó Blove—. No olvide que tiene unrevólver.—¡En eso se equivoca usted! Abrió la puerta y le señaló:—El cerrojo no está echado... Podría volver de un momento aotro. Soy yo quien tiene el revólver. Esta noche lo volví aencontrar en mi mesilla, lo habían puesto otra vez.Blove se paró en la misma puerta y Lombard notó la palidezde su rostro y le dijo enfadado:—¡No haga el idiota, Blove! No voy a matarle, y si tienemiedo quédese en su cuarto, pero voy en persecución deArmstrong.Y se alejó bajo el claro de luna. Blove dudó un instante yle siguió. Pensaba mientras andaba: «Tengo la impresión deir tras mi desgracia. Después de todo...»Después de todo no era la primera vez que tenia quehabérselas con criminales armados. Blove tenía muchosdefectos, pero no le faltaba el valor ante el peligro. Lalucha en terreno descubierto no le daba miedo, pero elpeligro tachado de sobrenatural le horrorizaba.

Vera esperaba los resultados de la persecución; se volvió yarregló. Miró a la puerta dos o tres veces; era sólida ycapaz de no ceder. Además estaba echada la llave y elcerrojo y una silla bajo el pomo de la cerradura. Paraderribarla se necesitaba un hombre más fuerte que eldoctor.Vera pensaba que Armstrong, para cometer un crimen,emplearía la astucia y no la fuerza, y se entretuvo enpensar lo que podía suceder.Según Lombard, podría anunciar la muerte de uno de los dos,pretendiendo estar herido, para que abriese la puerta y le

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curase. Otras eventualidades se presentaban a su examen. Elanunciaría, por ejemplo, que la casa estaba ardiendo. Elmismo podría provocar un incendio. Después de haber atraídoa los dos hombres fuera, podía echar una cerilla encendidasobre una cantidad de esencia derramada por él conanticipación. Y ella, como una tonta, permaneceríaemparedada en su habitación hasta que fuese demasiadotarde.Dirigióse hacia la ventana. La altura no tenia nada departicular. En caso de necesidad podría salvarse saltandopor allí. Sería un salto regular, pero abajo había unarriate florido que amortiguaría el golpe de la caída.Se sentó delante de la mesa y empezó a escribir en sudiario para matar el tiempo.Bruscamente se puso rígida y se quedó escuchando.Creyó oír abajo un ruido que parecía el de cristales rotos.Se quedó sin moverse por ver si se repetía.Creyó percibir pasos furtivos, crujimiento en la escalera,pero nada de ello definido, y acabó como Blove, por creerque era producto de su imaginación excitada.En seguida le llegaron, más correctos. Voces quemurmuraban... murmullos, pisadas fuertes subían laescalera, puertas que se abren y se cierran, ruidos en eldesván y, por último, pasos en el pasillo y la voz deLombard que decía:—¡Vera! ¿Está usted ahí?—Sí, ¿qué pasa? La voz de Blove:—¿Quiere usted abrirnos?La joven fue hacia la puerta, quitó la silla, dio la vueltaa la llave en la cerradura y descorrió el cerrojo. Quedó lapuerta abierta. Los dos hombres jadeaban y sus pies y losbajos del pantalón estaban mojados. Vera insistió:—Pero ¿qué pasa? Lombard respondió:—¡Armstrong ha desaparecido!

Vera se sobresaltó.—Pero ¿qué dice?—Se ha eclipsado en la isla —confirmó Blove—. Escamoteadocomo en una función de magia.—Todo esto es estúpido —dijo Vera—. Se oculta en algún

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sitio.—¡De ninguna manera! —añadió Blove—. No hay ningún sitio enla isla para ocultarse.—El acantilado está tan desnudo como su mano, miss Vera.—Además de no haber vegetación, la luna iluminaba como sifuese de día. No hemos podido encontrarle.—Ha vuelto a la casa —aventuró Vera.—Ya lo pensamos —añadió Blove—, y hemos rebuscado desde lacueva al desván. No, no está aquí, se lo aseguro, hadesaparecido como el humo.—¡No creo una palabra!—Sin embargo —intervino Lombard—, es la verdad.Después de una pausa añadió:—Quiero ponerla al corriente de otro pequeño detalle. Uncristal del comedor ha sido roto... y no quedan más que tresnegritos en la mesa.

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Tres personas estaban sentadas en la cocina desayunando.Afuera, el sol brillaba como anunciador de un díaespléndido, pues la tempestad se había apaciguado.Este cambio de tiempo operó una transformación en loscaracteres de los tres prisioneros de la isla. Les parecíasalir de una pesadilla. El peligro continuaba existiendo,pero desaparecía el miedo con el día soleado. La atmósferade horror que sufrieron la víspera con el huracán y lalluvia se había disipado.Lombard sugirió a sus compañeros:—¿Y si probásemos a hacer señales heliográficas con laayuda de un espejo poniéndonos en el punto más elevado dela isla? Algún inteligente pescador comprenderá que setrata de un S.O.S. y por la noche encenderemos un granfuego. Desgraciadamente no tenemos mucha madera; por otraparte puede ocurrir que crean los del pueblo que se tratade un fuego amenizado con danzas y canciones.—Seguramente —observó Vera— alguien de la costa conocerá elalfabeto Morse y no tardarán en venir a socorrernos...antes de que anochezca.—El cielo está despejado —indicó Blove—, pero el marcontinúa embravecido. Las olas son terribles y me pareceque una barca no podría llegar a la isla hasta mañana.—Otra noche que pasar aquí —exclamó Vera.Lombard alzó los hombros.—Más vale tomarlo con resignación. Estaremos a salvo antesde veinticuatro horas, confío en ello. Si podemossostenernos durante ese tiempo, lo lograremos.—Será interesante —dijo Blove— examinar la situación.—¿Qué le ha ocurrido a Armstrong?—Creo que tenemos una pieza de convicción; en el comedor noquedan más que tres negritos. Eso indica que el doctor harecibido su golpe de gracia.—Entonces... —replicó Vera—, ¿cómo es que no encuentran sucadáver?—Han podido echarlo al mar —observó Blove.—¿Quién? —preguntó Lombard—. ¿Usted? ¿Yo? Usted le ha vistoanoche salir por la puerta y usted ha venido a buscarme a

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mi dormitorio. Juntos hemos registrado las rocas y la casa.¿Cómo diablos habrá tenido tiempo de matarlo y transportarsu cadáver a otra parte de la isla?—Lo ignoro —dijo Blove—, pero de todas maneras yo sé unacosa.—¿Qué? —preguntó Philip.—Con respecto al revólver, a él me refiero, es el de ustedy aún está en su poder. Nada me prueba que se lo robaran.—Pero ¡qué me está contando, Blove! Usted sabeperfectamente que todos hemos sido registrados conescrupulosidad.—¡Cuerno! Lo escondió antes de que se hiciera el registro.Después lo ha recuperado.—¡Cabeza de mula! Le juro que he vuelto a encontrarlo en elcajón y he sido yo d primer sorprendido.Sin fuerzas para convencerle, Lombard se volvió deespaldas.—No..., ¿pero por quién me toma usted? —exclamó Blove—.¿Voy a creer que Armstrong u otro cualquiera se lo hadevuelto?—No tengo la menor idea. Todo parece insensato, estahistoria DO tiene ni pies ni cabeza.Blove prestó su asentimiento.—Efectivamente, podía haber inventado usted otra mejor.—Eso prueba que le he dicho la verdad.—Escúcheme, señor Lombard; si es usted un hombre honradocomo pretende serlo... Philip le interrumpió:—¿Cuándo he reivindicado ese título de honradez?Blove continuó imperturbable:—Si nos ha contado la verdad, no nos queda sino un partidoque tomar. En cuanto usted conserve ese revólver, missClaythorne y yo estamos a merced suya. El único medio detranquilizarnos es el de guardar el arma con los otrosobjetos encerrados en el armario. Usted y yo continuaremosteniendo las llaves.Philip Lombard encendió un cigarrillo.Lanzó una bocanada y dijo:—¡No sea usted idiota!—¿No acepta mi proposición?—No; ese revólver me pertenece... lo necesito paradefenderme... y me lo guardo.

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—En ese caso debemos convenir en que...—¿Yo soy U. N. Owen? Piense lo que quiera. Pero si estofuera así..., ¿por qué no le he matado esta noche con elrevólver? He tenido veinte ocasiones para hacerlo.Blove bajó la cabeza y dijo:—No lo sé, lo confieso. Sin duda tiene usted sus razones.Vera no había tomado la menor parte en esta discusión. Porúltimo medió entre ambos diciendo:—Se portan ustedes como dos idiotas.—¿Por qué? —preguntó, mirándola, Lombard.—¿Olvidan ustedes la canción de cuna? Y con voz en la quela malicia se recalcaba, recitó:

Cuatro negritos se fueron al mar. Un arenque se tragó a uno de ellos Y noquedan más que Tres.

Miss Vera continuó:—Armstrong no ha muerto. Se ha llevado el negrito deporcelana para hacer creer en su muerte. Usted dirá lo quequiera... pero yo sostengo que Armstrong aún está en laisla. Su desaparición no es más que una estratagema paradesviar nuestras sospechas.—Quizá tenga usted razón —le dijo Lombard sentándose. Blove objetó:—Su argumentación es muy sutil, pero... ¿dónde se harefugiado nuestro hombre? Hemos registrado la isla en todossentidos.Desdeñosamente repuso miss Claythorne:—Ustedes también buscaron por todas partes para encontrarel revólver... sin resultado. Sin embargo, el arma no hadesaparecido de la isla.Lombard murmuró:—¡Caramba! Hay gran diferencia de tamaño entre un revólvery un hombre.—Poco importa —repitió Vera—, tengo la seguridad de noequivocarme. Observó Blove:—Nuestro hombre se ha traicionado en esta canción, hubierapodido modificar algo.—¡No se dan cuenta de que tratamos con un loco! Esinsensato el cometer crímenes siguiendo las estrofas de unacanción de cuna. El hecho de disfrazar al juez con una

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cortina roja, de matar a Rogers en el momento en quecortaba leña, envenenar a mistress Rogers para que no sedespertase más, de poner una abeja en la habitación cuandomiss Brent estaba muerta, creo no son sino crueles juegosde niños. ¡Es preciso que todo concuerde!—En efecto —aprobó Blove. Reflexionó un minuto y siguiódiciendo—: En este caso la isla no tiene colecciónzoológica para ajustarse a la estrofa siguiente. Tendrá quebuscarla para conseguir sus fines.La joven les gritó:—¡Ustedes no saben nada! El zoo, la colección zoológica...¡somos nosotros! Ayer noche no teníamos nada de sereshumanos, se lo aseguro... ¡Nosotros formamos el parquezoológico!

Pasaron la mañana sobre las rocas del acantilado dirigiendopor todas partes, con un espejo, los rayos del sol hacia lacosta. Nadie parecía ver sus señales; en todo caso, norespondían. El tiempo era bueno, una ligera niebla flotaba.A sus pies el mar rugía con sus olas gigantescas.Ningún barco aparecía en el horizonte.Hicieron un nuevo registro por la isla sin resultado.Vera miró hacia la casa y no pudo por menos de exclamar:—Estamos mejor aquí, al aire libre, que en la casa. Nodebemos volver a ella. —Su idea es excelente —observó Lombard—. Aquí estamos másseguros, pues vemos si alguien sube y nos quiere atacar.—Quedémonos aquí —concluyó Vera.—Me parece muy bien —observó Blove—. Pero tendremos que iresta noche a dormir.—Esta idea me horroriza —dijo Vera, estremeciéndose—. Nopodría soportar otra noche como la que acabamos de pasar.—No tenga miedo —le consoló Lombard—. En cuanto esté ustedencerrada se sentirá segura.Vera murmuró no muy tranquila aún:—Quizá sí... ¡Es muy agradable volver a ver el sol!«¡Qué raro! Estoy casi contenta y sin embargo sigue elpeligro. Será por el aire que me da fuerzas... y me sientoinvulnerable a la muerte», pensaba.Blove miró su reloj de pulsera.—Las dos. ¿Comemos?

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—Le repito lo de antes —contestó Vera con obstinación—. Noentraré en la casa. Me quedo aquí... respiro a plenopulmón.—Vamos, no sea así, miss Claythorne, sea razonable. Hay quetomar algún alimento para sostener nuestras fuerzas.—La sola idea de una lata de lengua en conserva me producenáuseas —dijo Vera—. No quiero comer absolutamente nada.Ciertas personas sometidas a régimen pasan a veces muchosdías sin probar bocado.—Pues yo —añadió Blove— tengo que comer tres veces al día.¿Y usted, Lombard?—Tampoco me vuelvo loco por la lengua en conserva. Harécompañía a miss Vera.Blove dudaba si marcharse y Vera le indicó:—No tema por mí. No pienso que pueda matarme Lombard, encuanto usted vuelva la espalda. Si es eso lo que ledetiene, váyase tranquilo.—Si así piensa, peor para usted. Aunque no deberíamossepararnos.—¿Es absolutamente preciso que vaya usted a la guarida dela fiera?—Le acompañaré si quiere —ofreció amablemente Lombard.—No, gracias. Quédese aquí. Philip se echó a reír.—¿Todavía sigo dándole miedo, Blove? Pero ¿no comprende quesi tuviese ganas de pegarles un tiro ahora a los dos, nadiepodría impedírmelo?—Sí, pero esto sería contrario al programa —observó Blove—.¿No debemos desaparecer de uno en uno y de cierta manera?En el fondo no me siento muy seguro al pensar que estarésolo en la casa...—Y —acabó Lombard con ironía— quisiera usted que yo leprestase mi revólver, ¿verdad? No, amigo mío, eso seríademasiado fácil. No se lo presto.Blove alzó los hombros y bajó la cuesta que conducía a lacasa.—Esto es cual la comida de las fieras del parquezoológico... A los animales les gusta comer a horas fijas.—¿Es que Blove peligra yendo a la casa? —preguntó Verainquieta.—No en el sentido que usted se imagina. Armstrong no tienearmas y físicamente Blove es dos veces más fuerte que él...

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A mi juicio Armstrong no está en la casa... yo sé que noestá...—Entonces, si Armstrong no está...—Es Blove, sin duda alguna —interrumpió Philip.—¿De veras cree usted eso?—Escúcheme, querida amiga. Usted ha oído la versión deBlove. Si la tiene por cierta, yo soy inocente en absolutode la desaparición del doctor. Sus palabras me disculpanpero no a él. Cuenta haber oído pasos durante la noche yvisto a un hombre huir por la puerta de delante, pero todoesto pueden no ser sino mentiras. El ha podidodesembarazarse de Armstrong sin impedimento alguno doshoras antes.—¿De qué manera? Lombard encogió los hombros.—Lo ignoramos. Pero si quiere creerme, sólo es temible unapersona: ¡Blove...! ¿Qué sabemos nosotros de él? Menos quenada. Probablemente no ha pertenecido nunca a la policía.Puede ser cualquier cosa: un millonario quebrado... unhombre de negocios chiflado... un loco fugado de unmanicomio, un hecho permanece indiscutible: que él hapodido cometer toda esa serie de crímenes.Vera palideció y murmuró suspirando:—¿Y si entre tanto... nos atacara? Lombard respondió dulcemente, acariciando en su bolsillo laculata de su revólver:—Ya vigilo... ¡Esté tranquila!Después miró a la joven con curiosidad.—Ha puesto usted en mi una confianza absoluta, Vera; porello me siento profundamente conmovido... ¿por qué está tanconvencida de que no he de matarla?—Hay que confiar en alguien —respondió Vera—. Creo que seequivoca usted acusando a Blove. Desconfío del doctor.De repente se volvió hacia su compañero:—¿No tiene usted la sensación de estar espiado todo el día?—Eso son los nervios.—¿Ha sufrido también, pues, esa sensación? —insistió Vera.Temblorosa, se aproximó más hacia el joven.—Dígame, ¿no piensa usted...? Se interrumpió, pero al cabo de un instante, siguiódiciendo:—Una vez leí un libro en que se trataba de dos jueces

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enviados por el Tribunal Supremo a un pueblecito deAmérica, para aplicar justicia absoluta. Aquellosmagistrados venían de un mundo sobrenatural...Lombard enarcó las espesas cejas y, burlándose,interrumpióla:—¿Bajaban del cielo sin duda? No creo en lo sobrenatural.Nuestra cuestión es bien humana.—En algún momento lo dudo.Philip la miró un buen rato y declaró:—Es el remordimiento que la persigue. Tras un breve silencio, preguntó Lombard:—Usted dejó que el niño se ahogara, ¿no es cierto?Vera respondió indignada:—¡No, no! ¡Le prohíbo que insinúe tal cosa!Se puso a reír Lombard.—¡Oh, sí!, pequeña, yo ignoro el motivo, pero adivino unhombre en todo eso.Una repentina lasitud, un completo abatimiento abrumaron ala joven, que balbució con voz monótona:—Sí, hay un hombre...—Gracias..., es todo lo que quería saber. Vera se puso rígida de pronto y exclamó con voz ahogada porel miedo:—¿No ha oído, Lombard? Creyérase un temblor de tierra.—No, pero es raro, se ha producido como una sacudida yhasta me parece haber oído un grito. ¿Y usted, lo oyótambién?Los dos se miraron y volvieron sus ojos hacia la casa.—El ruido ha venido de ese lado. Vamos a ver por qué pasa.—No, yo no voy —dijo ella.—Como usted quiera, pero yo corro para ver lo que hasucedido.Contra su voluntad, Vera se resignó y le siguió.Los dos llegaron a la casa. La terraza parecía un sitioapacible bajo el sol. Dudaron un instante antes de entrarpor la puerta principal y dieron la vuelta a la casaprudentemente. Descubrieron a Blove tendido, con los brazosen cruz, sobre la terraza orientada al Este. La cabeza latenía aplastada por un enorme bloque de mármol blanco.—¿Quién ocupaba —preguntó Lombard— la habitación de encima?—Yo... Y reconozco el reloj de mármol que estaba en micuarto sobre la chimenea... tenía la forma de un oso.

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Y repitió excitada:—¡Tenía la forma de un oso!

Philip la cogió por los hombros y con voz ronca de cólerale dijo:—Ahora estamos seguros de que el doctor se oculta en algúnsitio. Esta vez no se me escapa.Vera le retuvo diciéndole:—¡Descuide, por favor! Ahora nos toca a nosotros, pues loque quiere es que vayamos en su busca. Cuenta con ello.—Tiene usted razón, quizá —dijo Lombard, cambiando deopinión.—En este caso no me he equivocado; ya le decía que eldoctor era culpable.—¡Si es materialmente imposible! Blove y yo hemosregistrado toda la isla palmo a palmo y luego la casa.Hemos escudriñado todos los rincones de la casa y le juroque no hay sitio para ocultarse en ella. ¡Es para volverseloco!—Ustedes han debido equivocarse.—Quisiera asegurarme.—¿Usted quiere asegurarse? Eso es precisamente lo queespera. El le tiende esta emboscada.—No olvide que tengo un revólver —dijo Lombard sacándoselodel bolsillo.—Eso decía usted también de Blove, que era más fuerte queel doctor. Pero lo que no tiene usted en cuenta es que setrata de un loco furioso y un loco es más peligroso que unser normal. Desarrolla dos veces más astucia y fuerza quenosotros.—Bueno, quedémonos aquí —Lombard volvió a guardarse elrevólver— ¿Qué vamos a hacer cuando llegue la noche?Vera no respondió y Lombard continuó irritado:—Usted no piensa en eso. Desesperada, repetía maquinalmente:—¿Qué nos pasará, Dios mío? ¡Tengo miedo!—El tiempo es bueno y tendremos luna. Podemos buscar unsitio en el acantilado. Allí pasaremos la noche y sobretodo no debemos dormirnos. Montaremos la guardia toda lanoche y si sube alguien le mataré —tras una ligera pausa—:Claro que usted tendrá frío con ese traje tan ligero.

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—¿Frío? Tendré más frío si muero —dijo Vera con sonrisaforzada.Se levantó y dio algunos pasos, inquieta.—Voy a volverme loca si me quedo aquí inmóvil. Caminemos unpoco.—Si usted quiere —asintió Lombard.Lentamente anduvieron por el acantilado. El sol descendíahacia su ocaso y su luz tomaba suaves tonalidades y lesenvolvía en su manto dorado.—Lástima que no podamos bañamos —dijo Vera sonriendonerviosa.Philip miraba al mar y de repente gritó:—¿Qué hay ahí abajo? Usted no lo ve... cerca de esa roca...No... un poco más lejos a la derecha.Vera miraba fijamente al lugar indicado.—Diría que es un paquete de ropa.—¿Entonces es un bañista? ¡Qué extraño! Creo que es unmontón de algas.—Vamos a ver qué es —repuso ella.—Son trajes —anunció Lombard—. Mire, un zapato. Venga poraquí.Ayudándose con pies y manos avanzaron sobre las rocas. Verase detuvo y dijo:—No son ropas... es un hombre.El cadáver estaba flotando, preso entre dos piedras, dondela marea lo había lanzado algunas horas antes. Tras unúltimo esfuerzo, Lombard y Vera llegaron junto al ahogado.Se inclinaron sobre la cara descolorida y lívida... lasfacciones tumefactas.—¡Dios mío! ¡Si es Armstrong! —exclamó Lombard.

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16

Dos siglos pasaron. El mundo daba vueltas y desaparecía enla nada. El tiempo avanzaba. Millares de generaciones sesucedían.No, solamente un minuto acaba de pasar. Dos seres humanosestaban de pie, junto a un cadáver, mirándoleconstantemente.Despacio, muy despacio, Vera Claythorne y Philip Lombardlevantaron la cabeza y sus miradas se cruzaron.

Lombard se echó a reír.—¿Y qué dice usted ahora, Vera?—No hay nadie en la isla, nadie más que nosotros dos —respondió en voz baja.—Precisamente. Ahora sabemos a qué atenernos. ¿No esverdad?—¿Cómo ha podido arrojarse por la ventana en el momentopreciso el oso de mármol?Lombard alzó los hombros en señal de ignorancia.—Sin duda se trata de un caso de brujería. ¡No dirá que noha sido bien realizado!De nuevo sus ojos se encontraron y Vera pensó:«¿Cómo no se me habrá ocurrido mirar bien su cara? Pareceun lobo... con sus dientes largos y puntiagudos.»Lombard profirió con una voz que semejaba un gruñido llenode amenazas:—Nos encontramos frente a la verdad, y es el final,¿comprende?Vera respondió con mucha calma:—Sí, comprendo.Su mirada paseóse sobre el océano... el general MacArthurtambién había contemplado el mar durante mucho rato...¿Cuándo era eso...? Ayer nada más... ¿No fue anteayer? Eltambién pronunció la misma frase: «Esto es el fin...» y laprofirió con resignación... hasta con alegría.Pero Vera se sublevaba ante el recuerdo.—No, no, esto no será el fin. Bajando los ojos hacia el cadáver, murmuró:

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—¡Pobre doctor Armstrong! Lombard mofóse:—¿Qué significa eso ahora? ¿Piedad?—¿Por qué no? —replicó Vera—. ¿Usted no siente ningunapiedad?—En todo caso no la tengo por usted. ¡No lo piense!La joven se inclinó hacia el cadáver y dijo:—Hay que llevarlo a la casa.—En compañía de los demás. Así todo estará en orden —dijoLombard con ironía—. Yo no lo tocaré. Se puede quedar aquí.—Lo menos que podemos hacer —dijo Vera— es subirle un pocomás sobre las rocas, fuera del alcance de las olas de lamarea alta, para que no se lo lleven.Lombard se echó a reír.—¡Bueno!Se inclinó y tiró del cuerpo de él. Vera, para ayudarle, seapoyó en su compañero. Consiguieron, tras grandesesfuerzos, sacar el cuerpo y ponerlo en el nivel superiorde las rocas, al abrigo de las olas.Lombard se enderezó y dijo a su compañera:—Estará usted satisfecha, ¿no?—Sí, perfectamente.El tono de voz que empleó hizo volverse a Lombard. Cuandollevó la mano al bolsillo del revólver notóle vacío.Habiendo retrocedido dos pasos, Vera tenía el revólver ensu mano.Lombard dijo con aire burlón:—¿Es por eso por lo que quería ser piadosa? ¿Se propusorobarme el revólver?Vera asintió con la cabeza, pero su mano sujetaba confirmeza la pistola.Ahora rondaba la muerte alrededor de Lombard. Jamás lasintió tan cerca. Sin embargo, no se declaró vencido. Convoz autoritaria le ordenó:—Devuélvame el revólver. Vera, a su vez, se echó a reír.—Ande, devuélvamelo —insistió Lombard.Su cerebro funcionaba con lucidez. ¿Qué haría? ¿Hablaríacariñosamente a Vera para desvanecer sus temores oquitárselo por sorpresa?Toda su vida había escogido el riesgo. Esta vez tambiénadoptó su método favorito.

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Calmoso y decidido a usar argumentos convincentes, le dijo:—Escúcheme, querida amiga, escuche bien...En ese momento se abalanzó sobre ella... tan rápido como lapantera...Instintivamente Vera apretó el gatillo.El cuerpo del joven, herido en pleno salto, cayópesadamente sobre las rocas.Vera se acercó revólver en mano, dispuesta a tirar porsegunda vez.Pero esta precaución fue inútil...Philip Lombard estaba muerto... de una bala en el corazón.

Vera experimentó un delicioso alivio.Su pesadilla desaparecía al fin. No tenía que temer más ysus nervios se tranquilizarían.Estaba sola en la isla. ¡Sola con nueve cadáveres...! ¡Quéle importaba! ¿No estaba ella viva?Sentada sobre las rocas disfrutaba de una felicidadabsoluta. Una serenidad perfecta... ¡Nada que temer!

Cuando el sol se puso, Vera se decidió a entrar en la casa.La reacción la había hasta entonces paralizado, pues todossus pensamientos estaban concentrados en esa sensaciónreconfortante de seguridad...De momento sentía necesidad de comer y de dormir. Deseabasobre todo echarse sobre la cama y sumergirse en unprofundo sueño... durante horas y horas.Mañana podrían venir en su socorro. Pero no se inquietaba,pues quería quedarse en la isla ahora que estaba sola.¡Oh! ¡Cómo saboreaba esta paz tan deseada! Se levantó yvolvió los ojos hacia la casa. ¡No tener miedo! Esta casamoderna y elegante no le inspiraba ya terror alguno. Unascuantas horas antes no podía mirarla sin temblar.¡El miedo! ¡Qué cosa más rara!Entretanto, ella había dominado sus temores. Habíatriunfado. Gracias a su presencia de ánimo y a su sangrefría se volvieron los papeles anonadando al que amenazabacon arrebatar su vida.Vera se dirigió hacia la casa.Por occidente el cielo se estriaba en bandas rojas y

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naranjas. Todo en la Naturaleza respiraba belleza y paz.Vera pensaba:«¡Quizás esto no sea sino un mal sueño!»Se sentía cansada, terriblemente cansada. Le dolía elcuerpo; sus párpados se cerraban... no temer a nadie...dormir... dormir... ¡Oh! ¡Dormir!¡Dormir tranquila, ya que estaba sola en la isla!«Un negrito se encontraba solo.»Entró en la casa por la puerta principal. Todo está encalma. «Dudaría dormir en una casa donde en cada cuarto hayun cadáver.» Pero ahora...¿Iría ante todo a la cocina a comer algo? Dudó un instantey renunció. No podía, su cansancio era muy grande. Peroantes de subir entró en el comedor y vio tres negritos deporcelana que quedaban aún en el centro de la mesa.Se echó a reír diciendo:—Me parece que os habéis retrasado, mis pequeños amigos.Cogió dos y los tiró por el ventanal. Se rompieron en laterraza, y recogiendo el tercero le habló así:—Ven conmigo, pequeño. Hemos ganado la partida... ¡la hemosganado!El vestíbulo no estaba iluminado más que por la débil luzdel crepúsculo. Subió las escaleras despacio con el negritoen su mano. El cansancio entorpecía sus pasos.

Un negrito se encontraba solo.

¿Cómo termina esa canción? ¡Ah; ya me acuerdo!

Se casó y no quedó ninguno.

¡Casarse! ¡Qué raro! Tuvo nuevamente la impresión de queHugo estaba en la sala... Sí, Hugo estaba allí,esperándola.«¡No seas tonta! ¡Estás fatigada! Tu cabeza ve visiones.»Llegada a lo alto de la escalera, Vera dejó escapar de sumano un objeto cuya caída fue amortiguada por la espesaalfombra. No se percató de que acababa de dejar caer elrevólver. No pensaba más que en el negrito que sujetabaentre sus dedos.Hugo la esperaba en su cuarto.

Un negrito se encontraba solo.

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¿Qué decía, pues, la ultima línea de la canción de cuna? Sehablaba de matrimonio... No, esto no es aquello.Estaba ante la puerta de su propio dormitorio. Dentro laesperaría Hugo... estaba segura...Al abrir la puerta dio un grito de sorpresa.«¿Qué es lo que colgaba del techo? Una cuerda con nudocorredizo preparado y una silla para subirse. ¡Una sillaque caería con un simple puntapié...! Era eso lo que queríaHugo.¡Claro! el final de la canción era:

Y se ahorcó y no quedó ninguno.

El negrito de porcelana se le cayó de la mano sin darsecuenta.Vera avanzaba como un autómata.¡Todo se iba a terminar!¡En este mismo sitio en que una mano húmeda y helada (lamano de Cyril, naturalmente) le había rozado la garganta.

Puedes nadar hasta las rocas, Cyril...

¡He ahí lo que fue un crimen! ¡Nada difícil!Pero en seguida tortura el remordimiento.Subió sobre la silla con los ojos bien abiertos y fijoscomo los de una sonámbula. Se pasó el nudo corredizoalrededor del cuello.«Hugo estaba esperando a que ella lo hiciese.»Con un puntapié tiró la silla.

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Epílogo

Sir Thomas Legge, subjefe de policía de Scotland Yard, dijoenfadado:—Pero ¡esa historia es increíble!El inspector Maine respondió deferente:—Ya lo sé, jefe. El subjefe continuó:—¡Diez personas muertas y ningún ser viviente en la isladel Negro! ¡Eso es absurdo!—Esto es lo que hemos comprobado —replicó impasible Maine.—¡Pardiez! Pero alguien debe de haberles matado.—Eso es lo que nos extraña, jefe.—¿Alguna indicación en el oficio que ha enviado el médicoforense?—No, jefe. Wargrave y Lombard han sido asesinados de untiro de revólver. El primero en la cabeza y el segundo enel corazón. Miss Brent por la absorción de una dosis muyfuerte de cianuro. Mistress Rogers envenenada con cloralpor la dosis excesiva como soporífero. Rogers con la cabezapartida por un hacha. Blove aplastado su cráneo por unbloque de mármol. Armstrong ahogado. MacArthur fractura delcráneo por un golpe en la nuca y Vera Claythorne, colgada.—¡Buen asunto! ¿Y no ha podido obtener alguna informaciónpor los habitantes del pueblo? ¡Deben de saber alguna cosa!El inspector Maine alzó los hombros con aire de duda.—Es un pueblecito de pescadores. Saben que la isla fuecomprada por un tal Owen y eso es todo.—¿Quién adquiría los víveres y tuvo cuidado del transportede los invitados?—Un tal Morris... Isaac Morris.—¿Y qué dice de todo esto?—No puede decir nada porque ha muerto. El semblante de sir Legge se oscureció.—¿Tenemos datos sobre ese Morris?—Sí, y no muy buenos. No era un tipo muy recomendable.Estuvo complicado en el asunto de Benito hace tres años...estamos seguros, aunque no tenemos pruebas. También estuvomezclado en el tráfico de estupefacientes, aunque por ahoratampoco tenemos pruebas. Este Morris era un hombre

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extremadamente prudente.—¿Y era él quien compraba para la isla del Negro?—Sí, pero decía hacerlo por cuenta de un tercero, uncliente anónimo.—Pero si hojeamos sus cuentas podríamos descubrir algo.—Se ve que no conocía usted a Morris —dijo el inspectorsonriendo—. Falsificaba las cifras mejor que un expertocontable y no veríamos nada. Ya sabemos algo de eso desdeel asunto de Benito. Ha debido embrollar las cuentas paraque no descubriésemos nada.Suspiró el jefe de policía y Maine prosiguió:—Morris se cuidaba de todos los detalles —continuó Maine—con los proveedores, presentándose como representante demister Owen. Fue él el que explicó a la gente del puebloque se trataba de una prueba: «Unos amigos habían apostadovivir ocho días en una isla desierta...» Habían entoncesrecomendado a los pueblerinos que no hicieran caso de lasllamadas que pudieran hacer los de la isla del Negro.Descontento el jefe de policía se removió en su sillón.—¿Usted quería hacerme creer que esas gentes no hansospechado nada?—Usted olvida, jefe —respondió Maine—, que la isla delNegro perteneció antes al joven Elmer Robson, el millonarioamericano. Daba recepciones fastuosas. Al principio loshabitantes del pueblo se extrañaban, pero acabaron poracostumbrarse a las extravagancias que pasaban en la isla.Si se reflexiona, esta actitud de los aldeanos es lo másnatural, jefe.Este asintió contrariado.—Fred Narracott —continuó Maine—, que condujo los invitadosa la isla, me hizo una observación muy significativa. Seextrañó de la clase de invitados de mister Owen. No teníannada de común con la clase de amigos del joven Robson. Lesjuzgó tranquilos y tan normales, que a pesar de las órdenesde Morris se fue a la isla en cuanto oyó hablar de susS.O.S.—¿Cuándo fueron Narracott y sus hombres en su socorro?—Las señales fueron percibidas el 11 por la mañana por ungrupo de boy-scouts. Ese día fue materialmente imposiblellegar a la isla por el estado del mar. Sólo se pudoabordar en la tarde del 12. Todos afirman que nadie pudosalir de la isla antes de la llegada de la canoa de

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socorro. Durante la tempestad, el océano estaba enfurecido.Hay una distancia de kilómetro y medio de la isla a lacosta y las olas estallaban fuertemente contra losacantilados. Además, un grupo de boy-scouts y de pescadoresestaban en las rocas mirando la isla y observando losalrededores.—A propósito —preguntó el subjefe—; ese disco del gramófonoque encontró en la casa, ¿no le ha servido de nada?—Lo he averiguado. Fue hecho por un establecimientoespecializado en accesorios para teatro y cine. Lo enviarona U. N. Owen por mediación de mister Isaac Morris, para unapieza teatral que unos aficionados iban a representar porprimera vez. El manuscrito fue remitido con el disco.—¿Y qué decía el disco?—Según las revelaciones emitidas por el gramófono he hechouna investigación a fondo sobre todos los interesados,empezando por el matrimonio Rogers, que fueron los primerosen llegar a la isla. Estos habían estado sirviendo a unatal miss Brady, que murió de repente. No he podido sacarlegran cosa al doctor que la asistió. Según él, noenvenenaron a la vieja, pero cree que murió debido a unanegligencia de sus criados. Y añadió que era una cosaimposible de probar. Continué con el juez Wargrave. No haynada que decir de él. Condenó a muerte a Seton y sabemosque era el culpable y la prueba más fehaciente la tuvimosdespués de su muerte. Sin embargo, durante el proceso lagente creía que era inocente y acusaba al juez de encubriruna venganza personal. La joven Claythorne, según misinvestigaciones, estaba de institutriz con una familia y elniño se ahogó. Nadie dice que ella fue la culpable, puestrató de socorrer al pequeño. Se tiró al mar y fuearrastrada por la corriente hacia dentro, salvándose demilagro.—Siga, siga —apremió el jefe.—El doctor Armstrong era un médico de moda de unaintegridad indiscutible; muy competente en su profesión.Imposible acusarlo de una operación ilegal. Sin embargoestaba, en el año 1925, en el hospital de Leithmore y unamujer llamada Cloes fue operada por él de apendicitis ymurió en la sala de operaciones. Puede ser que no tuvieseaún mucha experiencia... pero no puede calificarse decrimen una torpeza. Después viene miss Emily Brent. Beatriz

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Taylor estaba a su servicio. Viendo que estaba embarazada,la echó de su casa y la joven, desesperada, se arrojó alrío. El acto de miss Brent no era caritativo, pero tampocose puede calificar de crimen.—Por lo que veo, el rasgo esencial y común a todas lasvíctimas —interrumpió sir Legge— es que son criminalescuyas faltas escapan a la justicia. Continúe, por favor.—El joven Marston era un conductor de la peor especie. Pordos veces tuvimos que quitarle el permiso de conducir.Deberíamos haberle suspendido definitivamente. Los dosniños John y Lucy Comes fueron atropellados por él no lejosde Cambridge. Amigos suyos declararon a su favor y se salvópagando una multa. En cuanto al general MacArthur, nadadefinitivo pesa sobre él. Una brillante hoja deservicios... conducta ejemplar y valiente durante la GranGuerra. Arthur Richmond servía en Francia bajo sus órdenesy fue muerto en un ataque. Eran buenos amigos. En esa épocalas equivocaciones eran corrientes, pues ya sabe usted quemuchos oficiales y soldados fueron sacrificadosinútilmente... Sin duda se trató de un caso parecido.Llegarnos a Philip Lombard. Ese hombre ha estado mezcladoen muchos escándalos en el extranjero. Una o dos veces rozóla cárcel. Tenía la reputación de un hombre sin escrúpulos.Uno que no retrocede para nada ante muchos crímenes acondición de sentirse al abrigo de las leyes. Llegó elturno a Blove; éste pertenecía a nuestra corporación.—Blove —le interrumpió sir Thomas— era un sinvergüenza.Siempre lo he juzgado así. Pero sabía salir bien de losasuntos. Estoy convencido de que fue un perjuro en elasunto de Landor. Su conducta me decepcionó mucho, pero nopude descubrir ninguna prueba contra él. Encargué a Harrisque hiciese una investigación y no encontró nada anormal.Pero mi opinión sigue siendo la misma. No era una personahonrada.Después de una pausa, sir Thomas Legge continuó:—Entonces usted dice que Isaac Morris ha muerto. ¿Cuándoocurrió?—Esperaba esta pregunta, jefe. Morris murió durante lanoche del 8 de agosto. Tomó una dosis excesiva desoporíferos. Nada indica si fue accidente o suicidio.El subjefe de policía le preguntó:—¿Quiere usted saber mi opinión?

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—La adivino algo, jefe.—La muerte de Morris me parece ocurrir en un momentodemasiado oportuno.El inspector afirmó con la cabeza y dijo:—También yo opino como usted, jefe. Sir Thomas Legge dio un fuerte puñetazo sobre la mesa ydijo excitado:—Toda esta historia es absurda, es increíble... inadmisibleque diez personas sean asesinadas en una roca en medio delmar... y que ignoremos quién ha cometido el crimen, en quécircunstancias y con qué motivo.—Permítame contradecirle, jefe —dijo Maine—, sobre esteúltimo motivo. Sabemos por qué ese hombre ha matado.Seguramente es un loco imbuido en buscar criminales que lajusticia ordinaria no podía castigar. Escogió a diez; quefuesen culpables o inocentes a nosotros poco nos importa.—¿Que no nos importa? —interrumpió sir Thomas—. Meparece...Se interrumpió. El inspector Maine esperabarespetuosamente. Legge bajó la cabeza.—Continúe inspector. Durante un minuto he tenido unaespecie de intuición... creí estar sobre la pista, pero pordesgracia se me ha escapado. Continúe, Maine.—Nuestro maniático reunió en la isla del Negro a diezpersonas... digamos condenados a muerte. Fueron ejecutadospor U. N. Owen, quien cumplió su deseo, y se evaporó comoel humo.El jefe hizo notar:—Esto sería un caso prodigioso de magia, Maine. Peroseguramente no tiene otra explicación.—Usted se imagina, jefe, que si este hombre se encontrabaen la isla, no ha podido materialmente abandonarla ysiguiendo las notas escritas por los interesados estemister Owen no desembarcó jamás en la isla del Negro. Sóloqueda una solución visible: ¡que Owen era uno de los diez!Sir Thomas hizo un gesto de conformidad.—Ya pensamos en ello —añadió Maine—, pero por más queexaminamos la situación de todos desde puntos de vistadiferentes, seguimos sin saber, en parte, lo que tenía sudiario; el juez Wargrave dejó algunas notas... muy breves,de su estilo jurídico, pero claras. Blove también ha dejadoescrito algo. Concuerdan sus visiones en algún punto. Las

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muertes se sucedieron en este orden: Marston, mistressRogers, MacArthur, Rogers, miss Brent, Wargrave. Después dela muerte del juez, Vera Claythorne escribió en su diarioque Armstrong se había ido de la casa por la noche y queBlove y Lombard corrieron en su busca. En el carnet deBlove se lee esta nota: "Armstrong ha desaparecido." Ahora,jefe, habida cuenta de todos estos detalles parecería quepudiésemos encontrar una solución satisfactoria. El doctorestaba ahogado, recordémoslo. Supuesto que Armstrong era eldemente, ¿qué le impidió matar a sus nueve compañeros ytirarse al mar desde lo alto de los acantilados o quizá queintentase llegar a nado y murió en la tentativa? Estasolución parecería excelente si no pecase de un defecto.Hay que tener en cuenta el certificado del médico forense.Desembarcó en la isla el 13 de agosto por la mañana. Susconclusiones no nos han hecho avanzar mucho en la encuesta.Todo lo que nos ha podido aclarar es que esas personasestaban muertas hacía unas 36 horas al menos. En loreferente al doctor ha afirmado categóricamente que elcadáver había estado ocho o diez horas sumergido en el aguaantes de ser lanzado contra las rocas. Que es lo mismo quedecir que fue ahogado la noche del 10 al 11, y voy a darlealgunos detalles. Hemos descubierto el sitio donde estuvoel cadáver cuando le llevaron las olas... fue apresadoentre dos rocas y hemos recogido trozos de tela y cabellos.La marea alta alcanzó el cuerpo el 11, hacia las once de lamañana. Después la tempestad se calmó y las señales dejadaspor la marea siguiente son muy bajas. Usted podrá suponerque Armstrong se deshizo de los otros tres antes de tirarseal agua, pero hay todavía algo más: el cadáver del doctorfue arrastrado sobre las rocas, que están encima de dondellega la marea alta. Lo encontramos en un sitio inaccesiblea las mareas y reposaba estirado sobre las rocas con lasropas en orden. Luego, eso nos demuestra que alguien vivíaen la isla después de la muerte de Armstrong.Después de una pausa, Maine continuó:—El 11 por la mañana he aquí la situación: el doctor hadesaparecido y se ha ahogado. Nos quedan tres personas:Blove, miss Vera y Lombard. Este último, su cadáver, seencuentra cerca de las rocas donde yacía Armstrong, con untiro en el corazón. A miss Claythorne la encontramoscolgada en su cuarto y el cuerpo de Blove en la terraza con

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la cabeza destrozada por un reloj de mármol que le tiraronseguramente desde una ventana.—¿A quién pertenecía esa ventana? —preguntó bruscamente eljefe.—A la habitación de miss Claythorne. Consideremosseparadamente cada paso. Primero Lombard. Supongamos quehaya tirado contra Blove el mármol, que luego haya cogido ycolgado a la joven, y después, yéndose hacia el mar, sepega un tiro. Pero en ese caso, ¿quién cogió el revólver?Pues lo hemos encontrado delante de la puerta de lahabitación de Wargrave.—¿Han encontrado huellas digitales?—Sí, jefe. Las de miss Vera.—Pero, entonces...—Adivino lo que quiere decir, jefe. Que Vera mató aLombard, se llevó el revólver a la casa, tiró sobre Bloveel pedazo de mármol y después se colgó. Esta suposiciónsería admisible hasta cierto punto. En su cuarto, sobre unasilla, se encuentran las mismas marcas que sobre suszapatos, lo que prueba que subió sobre la silla, pasó lacuerda alrededor de su cuello y tiró la silla de unpuntapié. Pero, fíjese, jefe. La silla no estaba caída en el suelo,sino como las demás, contra la pared. Luego fue puesta en su sitiodespués de la muerte de Vera Claythorne por alguien. QuedaBlove. Si usted me dice que después de haber matado aLombard y colgado a Vera salió y se hizo caer encima de sucabeza ese bloque de mármol por algún medio, cuerda u otracosa, le aseguro, jefe, que no le creería. Un hombre no semata de esta manera, y menos Blove, que no estaba sedientode justicia. Nosotros le conocíamos bien para poderafirmarlo.Sir Thomas Legge le dijo:—Estoy de acuerdo con usted.—En consecuencia, jefe, alguien debía estar en la islaademás. Ese puso todo en orden una vez terminado su trabajofúnebre. Pero ¿dónde se ocultaba y cómo se ha ido? Loshabitantes de Sticklehaven están absolutamente seguros deque nadie ha podido irse de la isla antes que llegase lacanoa de salvamento... Pero en ese caso...Se interrumpió.Repitió sir Thomas como el eco:—Pero en ese caso...

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El inspector suspiró, inclinó la cabeza y echándose haciadelante, preguntó:—Pero en ese caso, diga, ¿quién los ha asesinado?

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DOCUMENTO MANUSCRITO ENVIADOA SCOTLAND YARD POR EL CAPITÁN

DEL BARCO «EHNA JUANA»

Tengo una naturaleza muy compleja y de una imaginaciónexuberante. Cuando era niño me entusiasmaban las novelas deaventuras y me apasionaba por los relatos marinos en losque un documento muy importante se introducía en unabotella y se la confiaba a las olas del océano.Este procedimiento conserva todavía a mis ojos suromanticismo y es por ello que hoy lo he adoptado. Hay unaprobabilidad contra ciento de que mi confesión escritasobre estas páginas y puesta dentro de una botella lanzadaal mar esclarezca un día el misterio de los diez cadáveresencontrados en la isla del Negro, y que éste hayapermanecido hasta ahora inexplicable. (¿Puedovanagloriarme?)Desde mi infancia, me he complacido en ver morir o dar yomismo la muerte. Yo buscaba a las avispas para destruirlasy toda clase de insectos perjudiciales en el jardín de mispadres. Sentía una cierta alegría sádica por matar...Por otra parte, sorprendente contradicción, estoy imbuidoen un muy elevado sentido de la justicia y me subleva laidea de que un ser inocente pueda sufrir y morir por miculpa. Siempre he deseado el triunfo del Derecho.Una mentalidad como la mía debía guiarme para escoger unaprofesión, y así entré en la Magistratura. Ahí mis deseosde justicia se desarrollaron y me apliqué concienzudamenteal castigo del crimen. Cuanto más avanzaba en mi carrera yllegué a presidir los Tribunales, no tenía ningún placer enver a un inocente en el banquillo de los acusados.Reconozco que gracias a la habilidad y celo de lospolicías, la mayor parte de los acusados eran culpables delos crímenes que les imputaban.Ese fue el caso de Edward Seton. Su actitud y sus manerasimpresionaron favorablemente al jurado. Pero las pruebasrecogidas en el sumario no dejaban ningún resquicio a dudarde su culpabilidad. Abusando de la confianza de una vieja,Seton la había asesinado.Me he creado la reputación de conducir a la gente al

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patíbulo con alegría. Nada más falso. Constantemente meesforzaba por respetar la verdad con la exposición finalque precede a las deliberaciones del jurado.Desde hace algunos años he comprobado en mí un cambio;deseaba actuar más que jugar... quería cometer yo mismo uncrimen. Deseo comparable, quizás, al esfuerzo de un artistapor exteriorizarse.Me era necesario cometer un crimen... pero un crimensensacional... fantástico.Mi sentimiento innato de la justicia intervino en laelección de la víctima; un inocente no debía sufrir.Una idea extraordinaria brotó en mi cerebro en unaconversación que tuve por casualidad con un médico. Mehacía observar que muchos crímenes escapan a la justicia yquedan impunes.Citaba como ejemplo el caso de una solterona que acababa demorir. Su cliente tenia a su servicio un matrimonio que lehabía dejado morir, omitiendo a conciencia el darle lamedicina prescrita por él. Esos servidores, herederos deuna bonita suma, se escapaban a toda persecución judicial.No obstante, el médico estaba convencido de suculpabilidad.

Esta confidencia me abrió nuevas perspectivasinsospechadas. Decidí cometer no un solo crimen, sino unaserie de ellos.Una canción de cuna aprendida en mi niñez volvió a miespíritu, la ronda de los Diez Negritos. Apenas tenía yodiez años y me sorprendió la suerte reservada a esos dieznegritos, cuyo número disminuía a cada copla.Me puse en busca de mis víctimas.En un sanatorio donde estuve algún tiempo para operarme,una enfermera, inscrita en una sociedad contra elalcoholismo, me cuidaba. Para demostrarme los efectosperniciosos del alcohol, me citaba el caso ocurrido hacemuchos años en el hospital de Londres; un médicoalcoholizado había matado a una mujer que estaba operando.Yo le pregunté en qué hospital había trabajado y pudedocumentarme sobre el homicidio por imprudencia que habíacometido el doctor Armstrong.Una conversación entre dos oficiales retirados, en mi

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casino, me puso sobre la pista del general MacArthur.Un individuo recientemente venido de las orillas delAmazonas me reveló las aventuras de un cierto PhilipLombard. La historia puritana de Emily Brent y su desgraciada criadame la contó en la isla de Mallorca un compatriota,indignado con la solterona, por su corazón de piedra. En cuanto al inspector Blove, cayó en mis manos cuando unoscolegas discutían sobre el juicio de Landor.Por último descubrí el caso de Vera Claythorne en unatravesía que hice por el Atlántico. A una hora tardía de lanoche me encontraba solo en el salón de fumar con un jovendistinguido y de facciones agradables, llamado HugoHamilton. Parecía estar triste, y para ahogar sus penasbebía muchos licores. Hallábase en el momento de lasconfidencias. Sin grandes esperanzas de hacerdescubrimientos sensacionales, empecé mi acostumbradointerrogatorio. La respuesta del joven me sorprendió y meacuerdo textualmente de sus palabras:—Tiene usted razón —me dijo—. El crimen no es lo que seimagina de ordinario. Para matar a una persona no esnecesario administrar arsénico o empujarle desde lo alto deun acantilado...Se inclinó hacia mí y mirándome fijamente continuó:—He conocido a una criminal... la he conocido muy bien...pues la quería con locura... Algunas veces pienso en ella.El lado dramático del asunto es que ella cometió el crimenmás o menos por mí. Las mujeres son a veces diabólicas.Jamás hubiese creído que esa joven tan amable, cariñosa, enfin, un ángel de dulzura, era capaz de enviar un niño abañarse, para dejarle a conciencia que se ahogara.—¿Está usted seguro —le repliqué— que se trata de uncrimen?Hugo parecía salirse de la influencia del alcohol y medijo:—Absolutamente seguro. Nadie más que yo lo ha pensado. Enel mismo instante en que la miré leí la verdad en sus ojos.La culpable comprendió que había visto con claridad sualma. No se dio cuenta que yo adoraba al pequeño.Hugo se calló... pero me fue fácil reconstruir toda latragedia.Me hacía falta una décima víctima. La encontré en un hombre

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llamado Morris que, entre otras cosas, se dedicaba altráfico de estupefacientes. Sabía que era culpable de haberiniciado en el uso de las drogas a la hija de un amigo mío.La joven murió a la edad de veintiún años. Como consecuencia de una entrevista que tuve con un médicode Harley Street tomé la resolución de realizar mi idea.Antes he dicho que sufrí una operación y el especialistadecía que una segunda sería inútil.Comprendí que no podía curarme y que al final llegaría lamuerte lenta y dolorosa. Decidí vivir intensamente hasta lahora fatal.Me hice propietario de la isla del Negro por intermedio deMorris sin que se descubriese mi personalidad.Según todos los datos recogidos sobre mis futuras víctimas,les tendí el anzuelo apropiado a cada una de ellas y,conforme a mis previsiones, todos desembarcaron el 8 deagosto en la isla del Negro. Yo me mezclé con ellos encalidad de invitado.La suerte de Morris estaba ya echada de antemano.Como sufría de indigestión le ofrecí, antes de mi salida deLondres, una píldora para que la tomase por las noches alacostarse. Le dije que le sentaría muy bien sobre los jugosgástricos. La aceptó sin ninguna desconfianza. Le conocíalo bastante para saber que no dejaría ningún documentocomprometedor.Con cuidado meticuloso preparé el orden de los crímenesentre mis invitados. Primero desaparecían los menosculpables. De esta forma los sufrimientos mentalesprolongados serían reservados a los más culpables.Anthony Marston y la señora Rogers fueron los primeros.Estaba seguro de que la mujer de Rogers había cedido bajola influencia de su marido, el principal responsable de sucrimen.Se puede adquirir cianuro de potasa para destruir lasavispas. Llevé una pequeña dosis que puse en el vaso deMarston cuando el disco del gramófono se oía.Sería inútil añadir que durante esta ocupación observaba amis invitados. Mi larga experiencia del tribunal mepermitió afirmar, sin duda alguna, que todos tenían uncrimen sobre su conciencia.En mis recientes crisis, muy dolorosas, el médico me recetóuna ligera dosis de cloral para dormir.

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Había suprimido este soporífero y lo guardaba hasta quetuve una cantidad suficiente para poder matar a unapersona.Cuando Rogers trajo el coñac para su mujer, lo dejó sobrela mesa.En esos momentos, las sospechas no habían nacido en nuestrogrupo y me fue fácil echarlo en el vaso cuando pasaba allado de la mesa.El general MacArthur murió sin sufrimientos. Escogí elmomento oportuno para irme de la terraza y deslizarme sinruido detrás de él.Como estaba ensimismado en sus pensamientos no me oyóllegar.Tal como lo había previsto, registraron la isla de arribaabajo. Todos convinieron en que no éramos más que siete enla isla, lo que provocó entre ellos un ambiente desospechas.Según el plan trazado debía procurarme un cómplice cuandolas sospechas hubiesen aparecido. Escogí al doctorArmstrong para desempeñar este papel. Todas sus sospechasse dirigían sobre Lombard y yo pretendí compartir su puntode vista. Le expuse una estratagema con el fin de coger alcriminal en la trampa. Armstrong no vio con claridad mijuego.

El diez de agosto por la mañana mataba a Rogers cuándocortaba leña para encender el fuego, golpeándole pordetrás. Rebusqué en sus bolsillos y encontré la llave delcomedor, que había cerrado por la noche.Aprovechando la emoción suscitada por el encuentro delcadáver me deslicé en el cuarto de Lombard y le sustraje elrevólver. Sabía que tenía uno, pues según mis instruccionesa Morris, éste debía sugerirte que llevase un arma.Cuando el desayuno, al llenar la taza de miss Brent, echéen ella lo que quedaba del cloral. Nos fuimos del comedortodos menos la solterona. Más tarde entré de puntillas enel comedor. Emily Brent parecía inconsciente y me fue muyfácil ponerle una inyección de cianuro. El soltar la abejame pareció pueril, pero me divirtió. Me esforzaba lo másposible por seguir las estrofas de la canción de cuna.Después de la muerte de miss Brent, sugerí que debíamos

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registrarnos y así se hizo minuciosamente. Yo habíaocultado en un lugar seguro el revólver y no tenía ya nicianuro ni cloral.Propuse en seguida al doctor poner en práctica nuestroproyecto. Se trataba solamente de simular mi muerte. A losojos de los demás —le dije al doctor— debía pasar por lapróxima víctima, lo cual haría que el asesino se alarmase ya mi me permitiría ir y venir tranquilamente para espiar alcriminal desconocido.Esta idea entusiasmó al tonto de Armstrong y fue todopreparado. Un emplaste de barro colocado en la frente, lacortina escarlata del cuarto de baño y los ovillos de lanade miss Brent eran los accesorios para la decoración. Nosiluminaríamos con velas y el doctor no dejaría acercarse anadie.Todo ocurrió como esperaba. Miss Claythorne dio unos gritosde pánico al contacto con la cuerda de algas. Todos selanzaron a la escalera y yo me aproveché para tomar laactitud de un juez asesinado.El efecto producido sobrepasó todas mis esperanzas.Armstrong desempeñó soberbiamente su papel. Me llevaron ami cuarto y me dejaron en la cama, no cuidándose ya más demi persona. Cada uno tuvo miedo indecible de suscompañeros.Había dado cita al doctor fuera de la casa a las dos de lamadrugada. Le llevé a lo alto de los acantilados que haytras la casa, al abrigo de miradas indiscretas —pues lasventanas de las habitaciones daban sobre la fachada—, ydesde donde veríamos si venía alguien por nuestro lado.De repente lancé una exclamación e invité al doctor a quese acercase al borde para darse cuenta de si había unacueva más abajo. Sin desconfiar, se inclinó y no tuve másque empujarle para precipitarle al mar.Volví a la casa y sin duda mis pisadas las oyó Blove. Entréen el cuarto de Armstrong para volver a salir y produciresta vez ruido suficiente para que me oyesen.Una puerta se abrió y bajé la escalera. Debieron vermecuando salía. Un minuto o dos pasaron antes de que los doshombres se lanzaran a mi captura. Di la vuelta a la casa yentré por la ventana del comedor, que había dejado abierta.Después de cerrarla rompí el cristal y subí a echarme en micama «para hacer el muerto».

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Era fácil prever que de nuevo registrarían la casa para versi se escondía el doctor, pero sin examinar detenidamentelos cadáveres. Lo necesario para asegurarse que Armstrongno les jugaba una mala pasada al sustituirse por una de lasvíctimas.Olvidaba decir que el revólver lo puse en la mesilla denoche de Lombard. Lo tuve escondido en el armario de lacocina que contenía muchas conservas, dentro de un bote debizcochos de los que estaban debajo, pues pensaba que noiban a abrirlos todos.La cortina, muy bien doblada, la puse debajo del tapizpersa que recubría el asiento de una de las sillas delsalón y la lana en el cojín de la butaca después de haberlehecho una abertura.Llegó entonces el momento que esperaba con más ansiedad;quedaban sólo tres personas en la isla, horrorizadas lasunas de las otras y podía ocurrir lo peor... y una teníarevólver.Los espiaba desde las ventanas de la casa y cuando vi aBlove acercarse solo, cogí el bloque de mármol dispuesto alborde de la ventana. Así acabé con Blove.Vi cómo Vera Claythorne descargaba el revólver sobreLombard. Estaba seguro que esa joven audaz era de la tallade Lombard para enfrentarse con él.Inmediatamente dispuse la decoración en el cuarto de Vera yesperaba ansiosamente el resultado de esta experienciapsicológica. La tensión nerviosa producida por el homicidioque acababa de realizar, la fuerza hipnótica del ambiente ylos remordimientos de su falta, ¿serian suficientes?No me engañé. Se ahorcó delante de mis ojos, pues estabaescondido en la oscuridad del armario y seguí todos susmovimientos.

Y ahora llega el último acto del drama. Salí del esconditey quité la silla, poniéndola contra la pared.Cogí el revólver que la joven había dejado caer en laescalera, teniendo cuidado de no borrar sus huellasdigitales.Ha terminado mi misión, voy a introducir estas páginas enuna botella y confiarla al mar. ¿Por qué?Ambicionaba cometer un crimen misterioso que dejase al

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autor en el anónimo.Pero todos los artistas tienen sed de gloria. También yosiento esa necesidad de dar a conocer a mis semejantes miastucia y mi ingenio haciendo esta confesión.Conservo la esperanza de que el misterio de la isla delNegro continúe insoluble. Puede ser que la policíademuestre más inteligencia de la que creo. No tendría nadade extraordinario que sacasen la consecuencia que uno delos diez cadáveres no ha sido asesinado. Además, la señalque dejará en mi frente la bala del revólver, ¿no es elsigno de Caín?Me queda poco que decir. Después de haber lanzado labotella al mar subiré a mi cuarto echándome en la cama. Amis lentes está atado un cordón negro. Con todo mi peso meapoyaré en mis lentes que estarán debajo de mí... y pondréel revólver al otro lado del cordón enrollado en el puño dela puerta.Pasará lo siguiente: Mi mano, protegida por el pañuelo,habiendo apretado el gatillo, caerá sobre mi cuerpo. Elrevólver lanzado por el cordón elástico saltará hasta elpasillo y el pañuelo en el suelo no despertará sospechas.Me verán tumbado en la cama con una bala en la cabeza, lomismo que dicen las notas de mis compañeros. Cuandodescubran nuestros cadáveres será imposible determinar lahora de nuestra muerte.Cuando se calme la marejada, vendrán en nuestro socorro.Encontrarán sobre la isla del Negro diez cadáveres y unproblema indescifrable.

LAURENCE WARGRAVE