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FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO
Tulio HALPERIN DONGHI. Historia Argentina. Buenos Aires, Paidós,
1985, pp. 281-409. LA CONFEDERACIÓN (1829-52). Primera parte: La
Economía. 1. LA ETAPA ROSISTA 1. Las oscilaciones brutales que
impone la política. “En veinte años de hegemonía rosista -aseguran
incansablemente sus adversarios- ningún progreso ha hecho la
economía de las tierras a ella sometidas. La afirmación es injusta
¿qué duda cabe, sin embargo, de que refleja también el sentimiento
dominante de observadores menos apasionados, de muchos entre los
que han tenido que vivir desde dentro un proceso económico cuyas
peripecias demasiado agitadas impedían a menudo advertir los
avances alcanzados a través de ellas? El primer plano de la escena
está ocupado por una sucesión de altibajos brutales, portadores
para más de uno de ruinas de las que ya no ha de levantarlo la
sucesiva prosperidad. Esos altibajos siguen proviniendo en parte de
las características mismas del mercado rioplatense, demasiado
pequeño y mal soldado con el resto del mundo para que pueda cumplir
eficazmente ese papel equilibrador que la teoría entonces vigente
le asigna. Provienen también de anomalías climáticas. cuando cesan
en el otoño de 1832 las terribles sequías que comenzaron en Buenos
Aires en 1830, la vegetación exhausta florecerá ante la lluvia
inesperada en una suerte de anómala primavera; las sequías apenas
menos graves de 1835 y 1836 concluyen por su parte en inundaciones
cuyos estragos serán recordados por Esteban Echeverría en las
primeras páginas de su El Matadero. Las consecuencias económicas de
esa irregularidad climática no son menos gravosas que las
naturales: una y otra sequía empobrecen gravemente el stock
ganadero, hacen cesar toda producción agrícola en la provincia
castigada, provocan inmensas emigraciones de ganados hacia las
zonas menos afectadas. “Pero, por encima de los daños de la
coyuntura o del clima, se hacen sentir sobre la economía los que le
impone una política atormentada por la: discordia. “En primer lugar
-con peso siempre sensible pero variable según tiempos y lugares-
está el costo mismo del Estado. Las provincias interiores se
acostumbran a paliar su miseria pública buscando subvenciones
porteñas, distribuidas con mano nada generosa; las guerras acentúan
esa miseria, tanto la de Bolivia, que como lo admite Heredia impone
a las norteñas el peso insoportable del ejército de línea, como la
de la Liga del Norte, lanzada a una agresiva mendicidad contra las
poblaciones por ella gobernadas. Si en el Litoral lo peor -pese a
la recurrencia de las guerras civiles- ha quedado atrás, en cambio
Buenos Aires, la privilegiada dueña de las más sólidas finanzas del
país, relativamente abrigada como en el pasado contra las
incursiones externas y el caos rural, afronta ahora el peso casi
permanente de la guerra exterior, agravado durante largas etapas
por el bloqueo.
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“Rosas, que hace de la guerra un instrumento político de
utilización casi permanente, se esfuerza a la vez por ahorrar a la
economía de su provincia las más pesadas consecuencias negativas de
ella. Para hacer frente a los gastos ordinarios tiene los ingresos
aduaneros; resistiéndose obstinadamente a reajustar los salarios de
empleados públicos según el ritmo de desvalorización del papel
moneda, carga sobre ellos el peso principal de la re-orientación de
las funciones del Estado. Durante los bloqueos (en 1838 y de nuevo,
aunque más atenuadamente, a partir de 1845) esa prudencia en los
gastos no es suficiente (aunque se lleva hasta el extremo de
suprimir del presupuesto provincial los rubros de mantenimiento de
establecimientos de enseñanza y hospitales); los ingresos aduaneros
-que siguen formando en tiempos normales más del 80 % de los del
fisco provincial- amenazan desaparecer. Entonces, para atender
necesidades que la guerra acrece, el régimen acude a un recurso
heredado de la etapa anterior: la emisión de papel moneda
inconvertible. “Esta solución tiene ahora consecuencias negativas
menos marcadas que en el pasado: la coexistencia del metálico y un
papel moneda de valor variable había entrado en las costumbres; las
pérdidas de valor del último ya no sorprendían tanto, ni parecían
presagio de una caída aun más brutal e incontrolada. Surgió así en
Buenos Aires un sistema de doble -o más bien triple- circulación de
monedas y valores: el papel moneda para todas las transacciones
internas; el metálico para atesoramiento y comercio con el
Interior; la carta de Londres -promesa de pago en la City- para los
tráficos internacionales; pese a sus muchas complicaciones, este
sistema iba a resistir pruebas muy serias, en parte debido a su
flexibilidad misma. “¿Cómo pudo prosperar la economía porteña con
ese discutible instrumento monetario, cuya vitalidad era causa de
escándalo entre los adictos a las buenas doctrinas? En parte por la
cautela que se supo emplear ante las facilidades que ofrecía al
fisco: luego de comenzar sacrificando el equilibrio presupuestario
para satisfacer las apetencias de una temible clientela armada, el
régimen rosista, a partir de 1835, limitó cada vez más los gastos a
lo indispensable. Sólo que aun ese monto indispensable era
exorbitante en los años terribles: entre 1838 y 1840 la circulación
triplicó. Pero el valor del papel tenía una misteriosa capacidad
para sobrevivir a esos golpes brutales: el total de la masa de
circulante, al cambio corriente, equivalía hipotética mente a doce
millones de pesos plata en 1836, a cerca de ochenta millones en
1851; no es extraño que, a los ojos de sus rivales, Buenos Aires
pareciera poseedora del secreto de fabricar dinero de la nada; que
los porteños comenzaran a unir algún orgullo a la perplejidad con
que habían solido contemplar la expansión de su sistema monetario,
capaz de prosperar en insolente desafío a todas las leyes
económicas. “El desafío era más aparente que real: esa moneda era
estrictamente interna, y las tentativas de expandir su área de
circulación a otras provincias fracasaron pese a todo el peso
político que pudo poner tras de ellas Rosas en la hora de su mayor
poderío. Moneda interna, su expansión seguía el ritmo de la
economía también en crecimiento de la que había llegado a ser una
pieza esencial: el
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aumento del circulante era en parte absorbido por la expansión
de la circulación interior. Contraprueba de ello son las
dificultades que parece haber lanzado sobre la economía porteña el
retorno del gobierno rosista a una política rígidamente
anti-emisionista; en los últimos años del régimen la relativa
holgura financiera permitió al fisco retener una parte de sus
ingresos bajo la forma de billetes provisionalmente retirados de
circulación. Por fortuna para la economía de la provincia el
retorno a la guerra, en otros aspectos negativo, obligó por lo
menos a renunciar a esa política de la que no sólo Rosas sino sus
adversarios esperaban la regeneración económica, pero que por el
momento sólo aportaba nuevas ruinas. “La emisión provocaba, se ha
visto ya, una redistribución de ingresos que afectaba más
negativamente a los más modestos, encerrados en esa economía de
circuito local que usaba el papel. ¿Debe concluirse que era éste su
principal atractivo para los sectores altos, y en particular para
las clases terratenientes? Hay que tener presente, sin embargo, que
el peso de los salarios rurales era desde el comienzo bastante
ligero, no porque fuesen necesariamente bajos, sino por la
exigüidad de la mano de obra requerida. Por otra parte las
emisiones, surgidas sobre todo de necesidades militares, iban
acompañadas de levas, que respondían a las mismas necesidades y
frenaban la depresión del salario real. Es cierto que, por su
parte, los bloqueos, al detener las actividades productivas, tenían
el efecto opuesto de disminuir la demanda de trabajo. En todo caso,
más aún que la atracción de las ventajas del emisionismo, es el
rechazo de las soluciones alternativas (empréstitos forzosos,
aumentos de impuestos) el que explica la adhesión que éste
encuentra. “Pero la guerra y las crisis internacionales no sólo
influyen en la economía a través del aumento de las exigencias
fiscales: los bloqueos agregan modalidades nuevas a la gravitación
económica de los conflictos; sobre todo el de 1838-40, que funcionó
con mayor eficacia, logró interrumpir el comercio ultramarino
durante más de dos años. El resultado fue una carestía de productos
importados, agravada por la paralela desvalorización del papel
provocada por las emisiones; fue también una detención del
sacrificio de ganado para exportación, que trajo consigo una crisis
de la economía rural, sensible sobre todo para peones y pequeños
hacendados (los estancieros más importantes, si bien compartían la
alarma ante la perspectiva de una clausura indefinida, podían
consagrar sin daño el período del aislamiento a la multiplicación
de sus ganados). Del mismo modo, en la ciudad las etapas de bloqueo
serían también de expansión de las construcciones; es el único
negocio en que sigue siendo posible invertir dinero. Los bloqueos
provocan entonces más penurias inmediatas que daños permanentes a
la economía; otras consecuencias de la guerra serán más
decididamente negativas. “Frente a éstas, la provincia de Buenos
Aires, tal como en la etapa anterior, logró mantenerse
relativamente protegida: sólo la revolución del sur de 1839, dejó
en herencia una prolongada decadencia de ciertos rincones de la
campaña meridional porteña; la expedición de Lavalle y once años
después la del Ejército Grande, por lo contrario, respetaron con
celo poco común la riqueza rural de la
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provincia; las consecuencias directas de la guerra pesaron sobre
ella menos que las de la disidencia interna, que dejó una estela de
indisciplina en el trabajo y de inseguridad frente a las
depredaciones cuya eliminación sólo se lograría gracias al
prolongado esfuerzo de la administración rosista. “Aun estas
consecuencias, sin embargo, eran más leves que las de la constante
inseguridad política y la recurrencia de crisis militares en el
Litoral y en el Interior. En esta última región la conquista
porteña de 1840-41, por brutal que haya sido su estilo, aseguró por
lo menos una muy necesaria estabilidad; pese a que después de ella
no faltaron tampoco las interrupciones de la paz interior, éstas
fueron provocadas por disturbios muy localizados (en La Rioja, en
Salta, en Mendoza) y tuvieron consecuencias limitadas en cuanto a
la actividad económica. Más grave era el peso de la guerra 'y las
crisis interprovinciales en el Litoral, desde Corrientes, cuyos
reiterados levantamientos de signo político antirrosista contra la
hegemonía porteña y entrerriana, la condenaban a igualmente
reiteradas conquistas por ejércitos hostiles, hasta Entre Ríos,
cuya esbozada recuperación económica, presidida por un gobernador
que se había asignado el título de Restaurador del Sosiego Público,
será interrumpida, junto con ese efímero sosiego, por las campañas
de Lavalle, Rivera y Paz, que someten -sobre todo al este
entrerriano- a un reglado saqueo de su renaciente riqueza ganadera
en beneficio de correntinos y orientales. Aun cuando las victorias
federales alejaron al enemigo de Entre Ríos, la guerra oriental,
para la cual la provincia contribuyó con la mayor parte de las
fuerzas de caballería, alejó también durante años de la provincia a
la mayor parte de su población activa, y condujo a medidas tan
extremas como la prohibición absoluta de matanza de ganado para
saladero y de marcación de vacunos, que duró de 1844 hasta 1846. “A
fines de esa década, sin embargo, finalmente la paz parecía llegar
también para el Litoral; con ella se reabría el camino hacia una
prosperidad casi ilimitadamente creciente que esta región, la más
dinámica en la última etapa colonial, había esperado en vano
recorrer desde que en 1810 quedó abierta al comercio mundial. “En
ese marco en que la guerra sigue gravitando fuertemente sobre la
economía, las distintas regiones que componen las Provincias Unidas
terminan entonces por incorporarse todas ellas a un proceso
ascendente; de nuevo como en la década comenzada en 1820, el
ascenso no es en ninguna parte tan rápido como en Buenos Aires. 2.
Nuevos avances de la economía porteña “Entre 1830 y 1852, pese a
las zozobras de una etapa histórica agitada, Buenos Aires prosigue,
y en algunos momentos apresura, su expansión ganadera iniciada en
el decenio anterior. Los nuevos avances heredan una estructura de
producción y comercialización ya consolidada en sus líneas
esenciales. Del decenio anterior es la expansión del saladero,
acompañada no sólo de aumentos en la exportación de tasajo sino
también de un paulatino triunfo de los cueros salados sobre los
secos (los primeros conservan mejor sus cualidades originarias
hasta el momento de ser curtidos y elaborados en Europa). A partir
de 1830 se asistirá a la difusión
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de la grasería, el “vapor” que extrae la grasa de reses enteras
y permite ofrecer a los mercados ultramarinos materias grasas
capaces de batir en precio al sebo ruso, que hacia 1820 ha
expulsado de ellos al rioplatense. La grasería no sólo aparece bien
pronto como uno de los elementos que integran el saladero; se
difunde también en costas y campañas, en manos de hacendados y
sobre todo de comerciantes locales, que -sin contar con el capital
ni a menudo con la disponibilidad de materia prima que haría
posible el surgimiento de un saladero- pueden afrontar la inversión
mucho más modesta que implica el vapor. Esta innovación permite
completar la exportación de cueros y tasajo con la de sebo, que se
orienta sobre todo hacia Gran Bretaña y alcanza sus cifras más
altas en 1841 (doscientos mil quintales) y 1849 (doscientos
cincuenta mil); se trata, sin embargo, de años excepcionales que
siguen a bloqueos. “Bien pronto la producción de cueros excede las
posibilidades de absorción del mercado británico; en la década del
30 y más aún en la del 40 encontrará un desemboque paralelo en el
continente, en Amberes, la puerta de Alemania, y sobre todo en El
Havre; en 1846 un buen conocedor del comercio de frutos del país
(Felipe Senillosa, él mismo exportador) observa que, si para el
sebo el precio todavía se fija en Liverpool, para el cuero lo
establece el mercado de El Havre. ¿ Cómo se ha logrado esa
expansión productiva? De nuevo siguiendo en sus grandes líneas el
proceso comenzado en la etapa anterior: es el progresivo
poblamiento de tierras nuevas el que aumenta los saldos
exportables, que se duplicarán en veinte años. En 1832, luego de
esa sequía que ha trasladado al sur del Salado (relativamente menos
castigado) a una parte considerable de los ganados sobrevivientes,
se produce un verdadero rush hacia la frontera; hasta los primeros
años de la década siguiente el proceso ha de continuar, aunque a
ritmo más lento; a lo largo de él terminarán de incorporarse la
economía productiva de la provincia esas tierras (más vastas que
las pobladas hasta 1820), teóricamente abiertas con las paces de
ese año, y aseguradas por la Expedición al Desierto, emprendida por
Rosas en 1833-34. “Ese proceso va acompañado de una privatización a
escala gigantesca de tierras fiscales. El fracaso de la enfiteusis
-que no había impedido el acaparamiento de tierras, no todas ellas
efectivamente explotadas, y había sido incapaz de aumentar de modo
significativo los ingresos fiscales- decidió al gobierno de Rosas a
reemplazar el sistema por la venta de tierras, acompañado por otra
parte de donaciones destinadas a menudo a premiar méritos
políticos. Estos últimos episodios (complacidamente evocados luego
de la caída del rosismo) y los progresos del propio gobernador y su
familia como propietarios fundiarios no deben hacer olvidar la
dimensión más amplia que el fenómeno alcanzó, y que no iba a ser
borrada una vez desaparecido el rosismo: si el origen de la gran
propiedad ganadera en tierras nuevas viene de más atrás, su
consolidación es de los años de la Confederación. “Hacia mediados
de la década del 40 esta expansión se hace cada vez más lenta. En
Río Grande do Sul han surgido en número creciente saladeros que
ofrecen sus productos a precios más bajos que los bonaerenses:
alimentados primero por los ganados ofrecidos a precios de
liquidación por los jefes militares que dominan la
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campaña oriental logran, una vez agotada esta oferta
excepcional, mantener su ventaja inicial en la concurrencia por los
mercados consumidores. Es el comienzo de un despertar de la
ganadería más allá del Paraná y el Plata, que creará perspectivas
cada vez más inquietantes para la prosperidad porteña. “Esta
empezará a utilizar, ya en los últimos años rosistas, una
posibilidad que se anuncia lucrativa: el reemplazo del vacuno por
el ovino, que se traduce en la aparición de la lana entre las
exportaciones importantes de la provincia. Para que esa
transformación haya podido iniciarse era necesaria una cierta
afluencia de mano de obra; y los últimos años rosistas, de relativa
paz y abundante inmigración ultramarina, permiten contar con ella.
Mientras en la Capital campesinos gallegos son ofrecidos por
contrato por los mercaderes que los han importado y a los que deben
el precio del pasaje, son irlandeses expulsados de la isla por el
hambre, o vascos exiliados de sus tierras por guerras civiles y
levas, y alejados a menudo de su primer lugar de emigración -en la
Banda Oriental- por el retorno de la guerra a esa región, los que
retoman en la campaña su vida de pastores. Ya en las dos décadas
anteriores algunos estancieros ingleses e irlandeses se habían
interesado en la explotación de la oveja; la mestización,
relativamente más barata que en el caso del vacuno, e introducida
tradicionalmente en las costumbres de ovejeros más modestos, ha
comenzado también ella en la campaña porteña. Al sur de la Capital,
en partidos como Quilmes, Cañuelas, Ensenada, un sólido frente de
ovejeros irlandeses ha logrado conquistar ya en propiedad, hacia
1850, partes importantes de la tierra. Más al sur, en zonas de gran
propiedad, otros pastores menos prósperos -irlandeses y vascos- se
establecen en tierra ajena en condiciones que el interés de los
propietarios por participar en la prosperidad lanera hace aun muy
atractivas: los dos tercios de los frutos (incluidos los retoños
del hato originario, que es a menudo parte de la inversión que hace
el propietario) tocan al pastor. “En el norte y el oeste la oveja
avanza también (sobre tierras antes cereal eras o dedicadas a la
ganadería vacuna) en las zonas, aquí más frecuentes, de propiedad
relativamente dividida. En la ciudad, el mismo Felipe Senillosa,
exportador de los productos de su saladero, reflexiona
melancólicamente sobre el estado de sus negocios, que apenas dan
para subsistir, y lo compara con la prosperidad que ofrece el de
las lanas... Un nuevo capítulo de la historia rural (y no sólo
rural) porteña está por comenzar. Los avances de la oveja sin
embargo son aun modestos, y cuando, luego de 1848, el fin del
bloqueo y la presión de una economía metropolitana en crisis
ofrecen, con afluencia de productos importados a precios
insólitamente bajos, una prosperidad popular sin precedentes, bajo
cuyo estímulo el estilo de vida urbano se europeíza rápidamente,
los observadores más circunspectos temen por la salud esencial de
una economía superficialmente tan próspera: la provincia parece
haber explotado hasta el agotamiento las posibilidades de la
expansión del vacuno en tierras nuevas, a las que debe su expansión
de treinta años; por el momento ninguna alternativa se muestra
capaz de prometer la continuación inmediata de ese ciclo expansivo.
Mientras Buenos Aires parece así vacilar en la cresta de un proceso
ascendente que no podría ya continuarse, el Interior y sobre todo
el Litoral pueden exhibir avances más tardíos y limitados, pero que
prometen un mejor futuro.
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3. La reconstrucción económica del Interior “No es sólo la paz
la que explica la relativa prosperidad del Interior; su expansión
-tan limitada- es un eco apagado de la más amplia que está dándose
en el Pacífico. Desde 1831 ha comenzado en Chañarcillo un nuevo
ciclo minero chileno, apoyado en la plata y desde la década
siguiente también en el cobre. A fines de ésta no son sólo las
razones locales las que explican el ascenso chileno: en California,
en torno a los yacimientos de oro, una humanidad heterogénea, de
cuyas búsquedas se deriva casi todo el metálico que hará posible la
nueva etapa ascendente de la economía mundial, ofrece un mercado
inesperado para la agricultura chilena: el trigo del Valle Central
conoce ahora una nueva prosperidad, y junto con él toman el camino
de California el vino y las frutas; allende la cordillera aun
Mendoza ve cambiar su ritmo de producción al llegar a ella la
última ola del proceso que se difunde desde el núcleo californiano.
“Para ese Chile en expansión -y, más limitadamente, para una
Bolivia incapaz de salir de la postración económica que la golpea
desde la independencia- produce el interior andino, desde Mendoza a
Salta. El interés por la reconstrucción agrícola, junto con la
modesta prosperidad que reconquistan algunos fiscos provinciales,
se traducen en la reaparición de algunas inversiones públicas
(canales de regadío en San Juan). Pero el renacer agrícola es
limitado, y se da sobre todo en el segmento central y septentrional
de la franja andina: muy cerca del semidesierto en que se expande
la minería chilena, los breves oasis riojanos, catamarqueños, san
juaninos (Salta se orienta sobre todo hacia Bolivia) pueden ofrecer
los alimentos y frutos que necesitan los mineros. En Catamarca y La
Rioja la distribución de las explotaciones en tierras de regadío
está fijada por imperativos climáticos: en las más bajas y
abrigadas se da la vid y los huertos de frutales; en las más altas
el cereal y la alfalfa... Más al sur, en los valles irrigados más
extensos y llanos de San Juan y Mendoza, la distribución varía
según el rendimiento económico de esas distintas explotaciones, y
aquí -en Mendoza aun más que en San Juan- la alfalfa triunfa sobre
el cereal y la vid. Los alfalfares regados siguen vinculando a la
economía andina con las de las provincias centrales; en esos
corrales no sólo se crían ganados locales; subsidiariamente, y en
algunos casos -el de San Juan y más aún el de las vegas alfalfadas
de La Rioja y Catamarca- casi exclusivamente se da alimento y
descanso a vacadas y recuas de las provincias centrales, Santiago
del Estero, San Luis, Córdoba, los Llanos de La Rioja, que las
cruzan en busca del mercado chileno. “Ese retorno a una cierta
prosperidad en las provincias andinas, que facilita la
consolidación de la paz impuesta por la conquista porteña de 1841 y
hace surgir en torno de gobiernos consagrados a asegurar la
reconstrucción económica un consenso muy vasto, no tiene
consecuencias sociales necesariamente tan felices. En esas tierras
irrigadas a la que la escasez de agua impide una expansión
ilimitada, que por otra parte heredan del pasado un poblamiento
acaso excesivamente denso, la expansión de cultivos para forraje o
exportación sólo es posible marginando a una porción de las
poblaciones rurales; y en efecto, mientras en el Litoral se
advierte cada vez más que el problema capital es llenar la tierra,
en más de un rincón andino los propietarios encuentran urgente
vaciarla
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sea expulsando a poblaciones afincadas de antiguo; pero
protegidas por títulos a menudo discutibles, sea obteniendo el
mismo resultado de modo menos directo: el despojo del agua a las
tierras divididas y pobladas en beneficio de otras antes yermas, en
las que propietarios más importantes implantarán cultivos para el
mercado externo. Desde Jujuy a Mendoza maduran así tensiones que se
revelarán en las dos décadas siguientes; por el momento el proceso
no ha avanzado lo bastante como para volverlas demasiado violentas.
“En las provincias centrales la orientación hacia el Pacífico es
menos decidida; la ganadería vacuna y mular tiene sus mercados no
sólo en Chile y Bolivia sino también en Buenos Aires, y a través de
su puerto en ultramar: ese doble desemboque se mantendrá hasta el
final del período para Córdoba y Santiago del Estero. Tucumán, con
su ganadería de pequeñas explotaciones acompañada de abundantes
actividades artesanales en torno al cuero y la madera, depende aun
más que las otras provincias centrales del consumo litoral. ¿Hasta
dónde será afectado éste, en cuanto a las producciones artes anales
del Interior, por la competencia de los productos industriales
ultramarinos? En este punto no parecen haberse producido novedades
importantes respecto de la etapa anterior: ni aun las reformas
aduaneras introducidas por Buenos Aires en 1835, y que innovan
menos de lo que suele suponerse en sentido proteccionista (en parte
porque no faltaban elementos proteccionistas en la legislación
antes vigente, en parte porque las concesiones que a esta tendencia
hace la nueva legislación eran limitadas), logran afectar de modo
importante la situación. Esto es comprensible, no sólo porque
Buenos Aires no se propone dañar sus vínculos comerciales con
ultramar (y el proteccionismo del sistema introducido puede
llamarse más justamente, tal como lo hace Julio Irazusta,
librecambismo mitigado), sino también porque aun en cuanto a las
actividades protegidas la solicitud por la producción porteña no es
menos viva que el interés por ganar, mediante concesiones
económicas, un apoyo político más sólido de las restantes
provincias al sistema de la Confederación: la protección otorgada a
la agricultura del cereal es en este aspecto ilustrativa. Cuando la
protección a las producciones del Interior compite con intereses
comerciales o productivos porteños corre, en cambio, serio riesgo
de ser sacrificada a ellos: en cuanto a esto es ejemplar el
conflicto en torno al tabaco correntino, no protegido por la ley de
1835 contra la concurrencia del paraguayo, y de los cigarros del
mismo origen, afectados por derechos destinados a proteger la
producción porteña. En cuanto a lo primero, tras evocar la
situación de derecho (el Paraguay no es un Estado separado, pese a
que haya hecho secesión), Rosas observa que si sacrificara la
importación paraguaya a la correntina, Buenos Aires perjudicaría
también su comercio (“si los aficionados se avenían a consumir los
[tabacos] de Corrientes... disminuiría el comercio del Uruguay que
se hace a esta Provincia desde las Misiones Brasileñas, Entre Ríos
y la Banda Oriental, de cuyos puntos se trae a más del tabaco y la
yerba, cueros, sebo, etc., y se llevan retornos considerables de
efectos de esta Plaza”) y si se abriera la entrada de cigarros su
manufactura sufriría ("en esta Provincia hay muchas mujeres pobres
que viven de esta clase de Industria"). “No es extraño entonces que
no se adviertan tampoco consecuencias a largo plazo de la
protección otorgada a los tejidos de lana locales en las cifras de
las
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exportaciones británicas de esos productos al Río de la Plata.
Pero, si esa innovación legislativa no parece haber modificado
sustancialmente la situación preexistente, ésta por su parte no ha
otorgado un triunfo total al producto ultramarino frente al de la
artesanía local. En el Litoral los tejidos de lana importados
avanzan en las ciudades sobre los vernáculo s, pero en la campaña
un cierto equilibrio se ha logrado entre los productos
ultramarinos, generalmente más baratos, y los locales, tenidos por
más duraderos y de mejor calidad. En el Interior -sobre todo por la
baja capacidad adquisitiva- los productos locales se defienden
mejor, aun entre la población urbana; si hemos de creer los
recuerdos de Vicente Fidel López, hacia 1840, clérigos y doctores
de Córdoba usan tejidos locales para sus trajes (pero sobre la
capacidad de consumo de esos sectores en la misma época Vicente
Quesada nos proporciona un testimonio igualmente impresionista pero
más pesimista; los doctores cordobeses se exhiben con sombreros en
los que el sol había transformado el negro originario en “un color
amarilloso”, y el excesivo uso había hecho ascender “la grasitud
hasta la mitad de la copa”; sus hijos se vestían en ocasiones
solemnes con ropa desechada por sus padres, y “a veces abrían los
cinco dedos de la mano para contener la larga manga de la camisa
paterna; en días ordinarios iban descalzos, como los criados,
porque “se economizaban los zapatos y botas de vestir”; por la
misma razón los mayores usaban en la casa toscas chinelas
recortadas de botas viejas). Pero ni aun ese mercado tan
escasamente atractivo estaba totalmente defendido de la presión de
las importaciones de ultramar; el propio cuñado de Vicente Fidel
López logró prosperar hacia 1840 como consignatario de comerciantes
ingleses de Buenos Aires cuyos productos enviaba a Córdoba... “En
estas condiciones la artesanía textil no puede sino proseguir el
lento descenso comenzado con la apertura del comercio con la Europa
industrial, que sólo se acelerará luego del tendido de la red
ferroviaria. Del mismo modo, pese a la indudable reconstrucción
económica, las actividades vinculadas con el comercio no
recuperarán en el Interior la importancia que han tenido hasta
1810; la pérdida irreversible de las funciones de intermediación
entre Buenos Aires, emisaria de ultramar, y la retaguardia chilena
y peruana sigue haciendo sentir sus consecuencias. El resurgimiento
económico del Interior está vinculado sobre todo con la expansión
de sus producciones primarias, y amenaza hacer de la región una
dependencia económica del país trasandino. En efecto, el área
andina no sólo exporta a Chile la mayor parte de sus frutos:
prefiere, además, importar de allí mismo los productos ultramarinos
que necesita. Buenos Aires intenta contrarrestar esta tendencia, y
aplicará contra ella todo el peso de su hegemonía política. Pero es
incapaz de absorber la creciente producción del Interior, y por
otra parte su sistema de papel moneda hace al mercado porteño
especialmente poco atractivo para economías que, como las del
Interior, siguen manejándose con moneda metálica. El retorno apenas
insinuado a la prosperidad parece amenazar en el Interior las bases
económicas del sistema político que las victorias militares de
Buenos Aires en 1840-41 han impuesto en esas provincias. Problemas
análogos, agudizados por el mayor peso político que las provincias
mesopotámicas habían sabido conservar dentro de la Confederación,
iba a plantear el renacimiento económico del Litoral.
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4. La ganadería litoral retorna su ascenso “Las consecuencias de
las guerras demasiado frecuentes se atenúan también en el Litoral a
lo largo de la década del 40; cada vez más, ellas se harán sentir
sobre todo a través del esfuerzo bélico que la región (y en
particular la provincia de Entre Ríos) debe enfrentar fuera del
área. Por lo contrario, las últimas incursiones porteñas a Santa Fe
son operaciones de envergadura relativamente modesta. En 1846, por
otra parte, lo más pesado del esfuerzo entrerriano en la guerra
oriental queda atrás; la campaña oriental entera ha sido ganada a
la causa de Oribe gracias a la acción decisiva de las fuerzas de
Entre Ríos, que pueden volver a su provincia para ser en su mayor
parte desmovilizadas. A partir de ahora se acelera en la
Mesopotamia una reconstrucción económica que viene de más atrás.
Son sobre todo las tierras ubicadas sobre el Uruguay las tocadas
por el proceso: estas áreas, menos pobladas en las dos provincias
mesopotámicas que las del Paraná, gozan de las ventajas derivadas
de contar para su producción con rutas de salida que escapan al
control de Buenos Aires. Estas rutas son las de Río Grande y
Montevideo: el ganado en pie de Corrientes y el nordeste de Entre
Ríos comienza a ser exportado a través del Uruguay, en procura de
los saladeros recientemente establecidos en la costa riograndense;
comienza el ascenso de Restauración, población correntina sobre el
Uruguay, por la cual cruza ese ganado. Desde los puertos
entrerrianos del Uruguay son los pequeños barcos de cabotaje
fluvial los que llevan cueros, sebo y tasajo hasta Montevideo.
Durante los años del segundo bloqueo ese comercio con la ciudad
enemiga no puede ser impedido de ninguna manera por Buenos Aires, y
Urquiza sabe hacer coexistir la hostilidad política con la
intimidad comercial: durante la expedición naval al Paraná los
buques de las potencias agresoras encontraron en las costas
enemigas de Entre Ríos facilidades para el tráfico no menores que
las ofrecidas por la aliada Corrientes. El sudeste entrerriano, con
sus puertos desde Concepción del Uruguay hasta Gualeguaychú, es
invadido por una súbita prosperidad; en el centro de ella está el
propio gobernador, gran propietario de la zona y propulsor enérgico
de la industria de salazón de carnes. Pero las vías de difusión de
esa prosperidad son más complejas y llegan más lejos: la textura
urbana se hace más densa; los comerciantes --casi todos extranjeros
dedicados previamente al cabotaje fluvial- se afincan en )os
puertos; los edificios para escuelas y teatros, así como los
avances de una prensa inspirada y costeada por el fisco, revelan la
abundancia creciente de los recursos públicos y a la vez las
ambiciones nuevas de la administración provincial; en San José se
están cavando los cimientos del grandioso palacio que será sobre
todo un monumento al poderío político y económico del gobernador,
cuyas inclinaciones lo llevan a mantener un sencillo estilo de vida
comparable al de los soldados de sus milicias. “El resto del
Litoral se repone más lentamente de sus viejas heridas. La ruta del
Paraná está mejor controlada por Buenos Aires; las costas
entrerrianas y correntinas sobre ese río no tienen a su alcance
-como las del Uruguay- salidas alternativas al puerto que aspira a
dominar el entero comercio ultramarino de las Provincias Unidas.
Aun más lentamente se incorpora a este proceso Santa Fe; sólo en el
sur de la provincia algunos propietarios (locales pero también
porteños) comienzan la explotación de estancias en parcelas antes
baldías, pero todavía en
-
1852, en las tierras potencialmente tan ricas situadas entre
Rosario y la raya de Buenos Aires, los venados abundan más que las
vacas. “Esa expansión litoral está todavía lejos de significar una
rivalidad seria para Buenos Aires; antes de 1852, aun en los años
de mayores exportaciones, las de tasajo de Entre Ríos son del orden
del 10 % de las que puede ofrecer la fatigada y poco rendidora
industria saladeril porteña. Aun así, la limitada prosperidad del
Litoral se debe sobre todo a las áreas que han logrado evadirse del
orden comercial impuesto por la hegemonía porteña y rosista. He
aquí sin duda un peligro político cierto para esa hegemonía; pero
la situación tiene también consecuencias más amplias: la conquista
de una nueva prosperidad, debida en parte a la paz interior que,
bajo la dirección de Rosas, el país ha comprado a muy alto costo,
amenaza disgregar las bases económicas mismas de la unidad
nacional; tanto en el Litoral como en el Interior los avances de la
prosperidad eran también los de los contactos con áreas limítrofes
pero extranjeras; el peligro de división del área económica aun
dominada por Buenos Aires luego de las fragmentaciones aportadas
por la Independencia está lejos de ser imaginario. Para afrontarlo
son cada vez más los que creen que es preciso reemplazar al sistema
políticamente tan sólido que se asienta sobre la hegemonía porteña
por otro que implique una unificación política real, y suprima las
barreras comerciales interiores eliminando al mismo tiempo una
parte de las ventajas (derivadas de la situación geográfica y el
poderío económico) que el sistema rosista había reservado
celosamente para Buenos Aires. El entusiasmo que ponen en favor de
esa solución algunos de los desterrados porteños en Montevideo, que
a lo largo de años de enconada lucha no ha olvidado nunca los
intereses de su provincia, revelan que esperan para ella y su
economía más beneficios que daños de esa proyectada renovación. “En
la hora de Caseros, contra lo que no se fatigan de repetir
adversarios apasionados, la Argentina ha hecho progresos económicos
indiscutibles: gracias a ellos ha logrado absorber plenamente el
impacto de la reubicación en el sistema económico mundial aportada
por la independencia y la pérdida de las tierras alto-peruanas. El
fruto de ese esfuerzo de cuatro décadas, que ha sabido adecuarse,
renunciando a tenaces ilusiones, a un clima económico internacional
que no facilita apoyos externos para la expansión económica local,
es precisamente el que hace posible el ingreso en una nueva etapa,
marcada por una expansión aun más rápida a la vez que por un avance
de la participación extranjera en la economía nacional. La
posibilidad misma de ese ingreso en un nuevo orden económico es
descubierta por algunos perspicaces observadores locales antes que
por las potencias hegemónicas y sus representantes; los que han de
cosechar ventajas tan importantes del cambio que se avecina en el
país, y de la relación nueva entre éste y sus metrópolis, asisten
con profunda desazón al desordenado nacimiento de ese nuevo orden,
llevan largamente el luto por ese pasado irrecuperable en que Juan
Manuel de Rosas implantó su dura paz sobre las tierras que su caída
ha vuelto a entregar a la discordia, y apoyan en Urquiza más bien
al heredero que al destructor del orden rosista.
-
Segunda parte: La Política 1. EL SURGIMIENTO DE LA CONFEDERACIÓN
1. El federalismo rosista: Una solución para la crisis política
porteña y Argentina “Cuando Rosas llega al poder no se ha
identificado sin duda con los sectores más extremos del
federalismo, que quieren hacer de la venganza su única política.
Pero, al margen de las decisiones del gobernante, los cambios que
el último año ha traído consigo, al alterar decisivamente el
equilibrio político de la provincia, parecen empujarlo en esa
dirección. Lo esencial de esos cambios es la politización de los
rurales; donde antes sólo se veían reducidas masas de votantes
pasivamente dispuestas a apoyar las listas de representantes
concordadas entre los hacendados y los señores del Partido del
Orden, la dimensión política de la campaña está definida ahora por
la movilización popular de 1829, la única que hasta entonces ha
conmovido al Buenos Aires rural y ha dado el golpe de gracia a la
revolución militar de diciembre de 1828. Por añadidura la ejecución
de Dorrego ha exacerbado y a la vez dejado sin jefe a la clientela
política del viejo partido popular urbano. El triunfo federal ha
sido el resultado de esa ola de fondo, que ha politizado y
radicalizado a la provincia en su conjunto, ha unificado
políticamente ciudad y campaña (como no lo habían estado nunca en
el pasado) y ha dado a esos dos lectores militantes un jefe único,
surgido de la campaña, que es el nuevo gobernador. “Sin duda Rosas
advierte claramente ese cambio; tanto más claramente porque no
encuentra en él sólo motivos de satisfacción: el gobernador es
cualquier cosa menos un demócrata. Pero lo considera irreversible,
y se asigna el doble papel de apaciguador y de representante
político de ese peligroso sector popular que los unitarios han
cometido el error de ignorar. Es decir, que, sin hallar
necesariamente adecuadas las soluciones que las masas urbanas y
rurales desearían ver aplicadas, debe tomar en cuenta las
preferencias de ésa que es su más segura clientela: sea o no
intransigente, su política debe parecerlo. Por otra parte hay por
lo menos un punto en que las soluciones que Rosas acepta por buenas
se acercan cada vez más a las de su séquito plebeyo: el de las
relaciones entre Buenos Aires y el resto de las provincias.
Mientras el federalismo triunfa en Buenos Aires, el general Paz,
lanzado al Interior por el golpe de diciembre, está obteniendo allí
victoria tras victoria. Hay sin duda en Buenos Aires quienes creen
que es posible alcanzar un razonable modus vivendi con el nuevo
dominador de las provincias interiores. Rosas no comparte de ningún
modo esa convicción: sólo un triunfo pleno del federalismo, desde
Buenos Aires hasta Salta, puede asegurar al país la paz que ha
perdido a lo largo de las aventuras políticas comenzadas en 1824.
“La paz es en verdad el objetivo principal de la acción política de
Rosas. Vista desde esta perspectiva final, esa política parece
paradójica: en efecto, pocas veces una línea política ha logrado
provocar tantos conflictos como la que Rosas adoptó. En parte las
contradicciones de esa política eran las de la realidad misma con
la cual tenía que componérselas. El Río de la Plata -advierte
Rosas- sólo puede gobernarse popularmente; su herencia colonial,
confirmada por su
-
experiencia revolucionaria, excluye toda solución aristocrática,
y por ello excluye también una organización política unitaria,
impensable, siempre según Rosas, sin una aristocracia gobernante.
La carta de triunfo del federalismo consistió en saber adecuarse a
ese marco político imposible de superar: su victoria de 1829-31 es
sobre todo la de los pueblos en lucha contra el ejército
profesional. ¿Pero esa victoria es compatible con una duradera paz
interna? Rosas ve subsistir elementos de inestabilidad a dos
niveles distintos. Por una parte hay que contar con la falta de
cohesión profunda del sector vencedor, con las complejidades de las
luchas políticas locales, que amenazan reemplazar a la coalición
triunfadora con otras nuevas, dispuestas a abrir nuevas luchas
entre sí. Pero hay todavía otra causa más honda e inquietante de
inestabilidad: es la politización tan amplia que la revolución
introdujo y que los unitarios contribuyeron a hacer avanzar al
provocar resistencias tan generalizadas. Una plebe militante, poco
dispuesta a reconocer la superioridad de otros sectores sociales,
es un peligro permanente, no sólo en cuanto facilita el surgimiento
de nuevos conflictos, sino todavía en cuanto puede hacer de ellos
el punto de partida para una guerra social. ¿Esta imagen de la
situación era justa? Probablemente, aunque recogía con lucidez
entonces excepcional ciertos datos del problema, les asignaba desde
el comienzo una importancia excesiva; y a partir de 1829 el
esfuerzo continuado del propio Rosas iba a contribuir a restar a
esos temidos sectores sociales toda tendencia a la acción
espontánea. Pero, justa o no, era determinante de la política
rosista. Este hombre que ha hecho enorme fortuna en la campaña
ganadera, gracias sólo a su talento y a algunas relaciones ricas o
influyentes, mostró desde el comienzo una sensibilidad peculiar
para las tensiones sociales que acompañaron a la expansión ganadera
de la década comenzada en 1820; junto con el grupo social al que
pertenecía, vio en la línea política adoptada por el Congreso de
1824 una amenaza inmediata contra la prosperidad laboriosamente
conseguida; todavía más intensamente que gran parte de ese grupo,
advirtió la amenaza de indisciplina económica y social permanente
que a más largo plazo ella implicaba. Pero vio también en la
movilización popular, convenientemente encauzada, un antídoto
contra esos peligros, y esto por dos razones. En primer lugar,
porque el dirigente que lograse orientar en su provecho esa
movilización tendría tal ventaja sobre sus posibles rivales o
aliados que su predominio se afirmaría sin dar lugar a conflictos
demasiado intensos: sencillamente, no habría fuerza suficiente para
oponérsele eficazmente. En segundo término, si ese dirigente estaba
dispuesto a restaurar el orden amenazado, su séquito popular podría
ser utilizado para ello, y no sólo para disciplinar a la inquieta
élite política: la unanimidad de la plebe en una fe facciosa podía
ser transformada en elemento de cohesión y estabilidad aun más
eficaz que la pasividad política ya dejada atrás. “Esa imagen de
las cosas asignaba a Rosas un papel preciso: el ya indicado de
apaciguador y representante de las masas que han irrumpido en la
política. y le imponía también una táctica: la de llevar al extremo
la tensión entre las facciones, haciendo del triunfo total de
aquella con que se ha identificado la base de una nueva unanimidad.
Esa táctica, basada en una experiencia sólidamente enmarcada en la
provincia de Buenos Aires, se iba a revelar bastante eficaz en
ella: si las oposiciones encontradas fueron más tenaces y la
adhesión de la plebe rural menos constante de lo esperado (acaso
porque su politización era menos
-
profunda de lo que el alzamiento de 1829 daba derecho a suponer)
a pesar de todo eso Rosas pudo conservar y acrecentar durante más
de veinte años su hegemonía local, y hacer de la provincia,
sólidamente dominada, el instrumento de su hegemonía nacional. Pero
esto no bastaba: la paz en la nación era la condición necesaria de
la paz en la provincia. ¿Para obtener la paz en la nación era
posible aplicar la misma táctica? Rosas así lo creyó, pero esta
convicción dejaba de lado el hecho de que en la mayor parte de las
provincias no se habían dado procesos paralelos a la politización
creciente de la población urbana, comenzada en Buenos Aires con la
revolución, y de la rural, fruto allí mismo del alzamiento de 1829.
Por eso en el Interior el partido federal tuvo una realidad menos
profunda que en Buenos Aires; si ofreció un terreno de encuentro
para sectores locales dispuestos a asegurarse los beneficios del
apoyo porteño, no logró imponer a esos sectores ni una disciplina
capaz de evitar las luchas internas, ni mucho menos una cohesión
auténtica. “Así, la pacificación del Interior bajo signo federal
debía terminar por identificarse con la conquista del Interior por
Buenos Aires, única capaz de imponer a las alborotadas provincias
un orden estable. Pero esa solución no es adecuada al Litoral,
donde elementos externos e incontrolables -las potencias europeas
dispuestas a proteger el equilibrio político en la desembocadura
del Plata, y (cada vez más a medida que se avanza en la década del
40) el Paraguay y el Brasil- impiden el triunfo total de la
hegemonía porteña. Así, la guerra del Litoral no ha de cesar, y
finalmente el rosismo morirá de ella. “Antes de caer, el régimen
rosista no ha podido asegurar la paz sólida que ha sido su objetivo
primero; en su defensa suele alegarse que encontró oposiciones
demasiado vivas y tenaces, y no siempre escrupulosas. Pero esas
oposiciones fueron desde el comienzo aceptadas como una necesidad:
la presencia del execrable enemigo era indispensable para asegurar
la cohesión del orden federal puesto que ese orden debía basarse en
el mantenimiento de una politización violentamente facciosa. Es
evidente que Rosas cometió serios errores de cálculo al apreciar la
capacidad de resistencia de los adversarios que su política debía
evocar, pero eso no parece ser un válido argumento de defensa, sino
la mención de una insuficiencia de ese político dotado sin embargo
de tan excepcional talento. “¿A qué se debía esta insuficiencia?
¿Por qué Rosas se obstinó en seguir aplicando una cierta política
cuando su eficacia estaba ya agotada? Las respuestas son muy
variadas, desde las de sus enemigos que sugerían que su razón era
vacilante, o incapaz de dominar a su ferocidad felina, hasta las de
sus admiradores póstumos, que sostienen que su intempestiva caída
le impidió coronar su gobierno con una etapa augustea, de la que
creen adivinar los signos precursores en el alivio de la tensión
interior característico de sus últimos años. Pero aun en éstos
Rosas se mostró dispuesto a tratar las nuevas disidencias con sus
viejos métodos: su manejo del conflicto con Urquiza sólo se
diferencia de su estilo de diez o doce años antes por una
ineficacia nueva, debida en parte a que ahora el equilibrio de
fuerzas no es el mismo, en parte a que el sedentario sesentón que
tiene tras de sí
-
casi un cuarto de siglo de gobierno parece confiar demasiado en
el terror que inspira su nombre, y no advertir muy bien la magnitud
del peligro que enfrenta. “¿A qué se debía entonces ese apego a una
política cuya eficacia no era ilimitada? Había por una parte una
razón muy personal, y humanamente muy comprensible: esa política
era la única que podía conservarle el lugar que la crisis de 1829
le había dado en la provincia de Buenos Aires, y en consecuencia en
el país. La conciliación, la “fusión de los partidos” por él
aborrecida significaba necesariamente la desmovilización política
de esa plebe a la que debía su posición excepcional, la
reconciliación interna de la clase política nuevamente dueña del
campo, de la cual la primera víctima debía ser el propio Rosas.
Pero había, además, otra razón, vinculada con el objetivo mismo que
Rosas se había fijado. Innovador en los medios, Rosas seguía
aceptando los fines que su grupo tenía por buenos: en su nostalgia
de la paz se refleja muy bien la de esos ganaderos y exportadores
porteños, para los cuales la política (la demasiado aventurera de
la revolución, como la más apacible de la década siguiente) no
podría ser una vocación, y que ven su desenvolvimiento desde fuera,
alarmados sobre todo por su capacidad para introducir azares
inesperados en el ordenado desarrollo productivo de la provincia.
La experiencia abierta en 1824 transforma ese distanciamiento en
aversión: el apoliticismo del grupo se acentúa, y su intervención
-extremadamente prudente- en la lucha no es sino un reflejo de
desesperación de ese apoliticismo exacerbado. La imagen de la paz
que es preciso reconquistar incluye una eliminación de toda
política, la reducción del arte de gobierno a la mera eficacia
administrativa, tal como la que había poseído -sobre todo en la
memoria excesivamente nostálgica de quienes se proclaman cansados
de veinte años de azarosa política revolucionaria- el régimen
colonial. ¿Pero esa eliminación radical de la política era posible?
Los hechos demostrarían que no: esa utopía conservadora inspiraría
la más costosa aventura política del país independiente; y al final
de ella la nación no iba a estar menos profundamente dividida que
al comienzo. A través de esa fe en un horizonte final del que la
disidencia habrá sido eliminada, Rosas participa en el sistema de
creencias que es el de su gente. Pero, si eso comienza por
asegurarle sólidos apoyos, éstos irán desapareciendo a medida que
la política rosista revele su elevado costo. Hombres menos
talentosos, pero también menos obstinados que Rosas no tardan en
descubrir que hay algo de profundamente errado en una política que
en nombre de la paz conduce de guerra en guerra, que en nombre de
la concordia final exaspera todas las discordias. “Es decir que
Rosas no puede conservar indefinidamente la benevolencia de esos
sectores altos al servicio de cuyos intereses comenzó por poner su
acción política. Ese progresivo distanciamiento se expresaría en
una actitud cada vez más ambivalente del propio Rosas, que sigue
considerando su función principal la de salvar a ese grupo de la
ruina que le significaría la guerra social, pero juzga cada vez más
que debe salvarlo contrariando sus tendencias, que lo llevan una
vez y otra a hacer lo posible para empujar al país entero a ese
abismo. La mediatización política de un grupo que lleva a límites
casi criminales la incapacidad de entender lo que le conviene debe
ser entonces total. Y por otra parte Rosas nada se propone menos
que dejar campo abierto a la espontaneidad
-
de sus apoyos populares: también éstos requieren ser
disciplinados. Ambos requerimientos son cumplidos mediante un
terror ejercido por vía administrativa, cuyos instrumentos
(reclutados sobre todo en el cuerpo profesional de policía y
capitaneados por el comandante Cuitiño, que en los años dorados de
Rodríguez había sido funcionario ejemplar del cuerpo y auxiliar muy
apreciado de la política entonces dominante) sólo dirigen sus
golpes allí donde el gobierno quiere que caigan: durante años de
bloqueo, los franceses de Buenos Aires, que se preparan en
ejercicios no totalmente secretos para brindar auxilio militar al
esperado Lavalle, vivirán tranquilos en medio de las degollaciones
de adversarios menos bien protegidos. “Ese terror, que aparece y se
afirma en la segunda parte de la década del 30, tiene todavía otro
destinatario no siempre indirecto: los sectores políticos y
administrativos de cuya colaboración Rosas no puede prescindir,
pero en los cuales tiene muy escasa confianza. Uno de los esfuerzos
más tenaces, y en suma más exitosos, de los estudiosos que se han
propuesto reivindicar, en todo o en parte, el gobierno de Rosas, se
ha dirigido a revisar los juicios más corrientes sobre la capacidad
de los colaboradores del régimen. Casi siempre fundadamente, estos
estudiosos suelen concluir que ella fue mucho mayor de lo que a
menudo se ha supuesto. Pero en las anteriores apreciaciones
injustas el propio Rosas tuvo también su parte: el desdén con que
solía tratar a sus colaboradores, los durísimos juicios que no
vacilaba en dar acerca de ellos en esas indiscreciones calculadas
con que a veces favorecía a sus interlocutores, hicieron autoridad
para algunos escritores. En esos colaboradores buscaba Rosas sobre
todo instrumentos dóciles; en esa misión al cabo limitada se
agotaron durante años hasta los escasos hombres a los que
apreciaba; aun más estrictamente condenados a permanecer en ella
estaban los muchos que -a veces injustamente- estimaba en poco.
Para unos y otros el terror era un instrumento de disciplina nada
desdeñable: bajo su influjo la posibilidad de que el grupo
mantuviese alguna cohesión, que le permitiese ejercer influencia en
la marcha administrativa o política ha desaparecido radicalmente.
Un novelista que es también un adversario, José Mármol, nos ha
dejado en la imagen del doctor Arana, que enfermo de terror
gobierna nominalmente la provincia mientras el gobernador titular
está en la campaña y las degollaciones se suceden en la capital, un
cuadro inesperadamente confirmado por el testimonio del ministro
británico, que está lejos de ser sistemáticamente hostil, y no deja
de recordar que, por absurdo que parezca ese estilo de gobierno, es
el único adecuado a tan atrasado país. Y, años después de haber
cesado las últimas degollaciones masivas, un privilegiado del
régimen, Felipe Senillosa, legislador, magistrado, antiguo amigo
del gobernador, se queja blandamente con un amigo peninsular de la
monotonía de su vida: una tertulia demasiado animada puede ser una
temeridad, aun en ese plácido otoño de la dictadura rosista… “El
terror, entonces, termina por ser un rasgo necesario del sistema;
es de temer que los esfuerzos por limpiar al rosismo de esa mancha
que iba a ser el más eficaz de los argumentos en manos de sus
enemigos, si pueden llevar a versiones más ajustadas de uno u otro
episodio deformado por la leyenda, pierdan de vista este aspecto
del problema, al reducir a una serie de episodios aislados lo que
en rigor
-
forma parte de un arte de gobierno. Se comprende muy bien que un
régimen así constituido pierda paulatinamente su popularidad: otro
privilegiado del régimen, el sobrino de Rosas, Lucio Mansilla, nos
ha dejado sus impresiones de los días posteriores a la caída: para
este muchacho inteligente, pero que no comprendía, los visitantes
habituales de su casa se han vuelto sencillamente locos; puede
vérselos en las calles, entregados a las formas más pueriles de
entusiasmo, olvidados, al parecer, de tantos años de abnegados
servicios a la causa rosista. Pero aun más erróneo que eliminar el
terror del cuadro del rosismo sería limitar al rosismo al terror.
En efecto, el rosismo fue sin duda la tentativa más consecuente de
elaborar un sistema político capaz de absorber las consecuencias
del cambio aportado por la revolución y adaptarlas a las
necesidades de una reconstrucción económica y social colocada bajo
la égida de hacendados y exportadores. El hecho mismo de que, en
medio de las crisis políticas de las que se le hace una culpa no
haber evitado, el país pudo, sin embargo, proseguir ese desarrollo
y hacia 1850 había terminado de darse lila nueva estructura
económica, capaz de funcionar de modo equilibrado, muestra que -si
las refinadas políticas económicas que suelen atribuirse al régimen
rosista son en parte fantasías retrospectivas- ese régimen se
preocupó por lo menos muy decididamente, y no sin eficacia, de
ahorrar a la economía del país una parte de las consecuencias
negativas que su política general amenazaba arrojar sobre ella. “En
este examen de la trayectoria del rosismo se corre sin duda el
riesgo de una doble injusticia: por una parte la de considerarlo
aislado en sí mismo, y no en el haz de alternativas que
efectivamente se ofrecían en el momento de su aparición y triunfo;
por otra la de identificar a este proceso -a través del cual una
política va perfilando lentamente sus rasgos distintivos- con
ciertas etapas de él. Si en el rosismo de 1829 es posible descubrir
ya los elementos que conducirán al de 1840, uno y otro no son la
misma cosa. Si se esquivan ambas injusticias se puede entender
mejor por qué la mayoría recibió el triunfo de Rosas como el fin de
la etapa de desorden y ruina abierta cinco años antes, y sus
adictos y luego la Legislatura pudieron llamar al hombre llevado al
poder por una marea de fondo que había conmovido la estructura
política y no sólo política de la provincia, el “Restaurador de las
Leyes”, es decir, del sistema institucional que a partir de 1821
había concedido a la provincia unos cuantos años de paz y
prosperidad. 2. El dominio federal en Buenos Aires: marcha a la
dictadura “Pero la vuelta al pasado era imposible: aunque el
federalismo se declaraba dispuesto a retomar la tarea frente a la
cual el Partido del Orden había hecho defección, entre él y ese
partido que hasta 1824 había sabido organizar una experiencia
política aun viva en la memoria de la provincia apenas si había
medida común. ¿Qué era el federalismo porteño en 1829? Entre sus
dirigentes podemos descubrir por lo menos tres tendencias
importantes. Estaban por una parte quienes habían militado en la
vieja oposición popular porteña, o tendían ahora a identificarse
con su recuerdo. Periodistas, oficiales del ejército, veteranos de
una política que les había prodigado sobre todo sinsabores,
consideran suyo el botín de la victoria y son partidarios de la más
cerrada intransigencia política. Los que habían llegado sólo más
tarde a la coalición triunfante, y no se sentían de ningún modo
identificados con la vieja oposición,
-
estaban lejos de coincidir en las soluciones. Algunos -reclutas
brillantes, cuya conversión al federalismo no los ha hecho
renunciar a una cierta toma de distancia frente a las alternativas
de una política que encuentran excesivamente facciosa- favorecerán
una política de paz y reconstrucción económica, una vuelta plena a
la experiencia abandonada en 1824: entre ellos no es sorprendente
encontrar al doctor García; acaso lo es un poco más hallar al
general Guido, que no ha tenido con esa experiencia demasiada
afinidad. Otros, por último, que han visto con horror el enconarse
de la oposición popular y con reticencia la trayectoria del Partido
del Orden, demasiado amigo de novedades pese a sus servicios a la
prosperidad de la provincia, favorecen -no por cierto por codicia
del botín- una política que, sin reparar en costos, liquide
definitivamente la división nacional, eliminando a uno de los
contrincantes, y a la vez haga de la victoria federal el punto de
partida de una restauración no destinada a detenerse en 1821, sino
dispuesta a retomar en más de un punto la herencia del antiguo
régimen; en este grupo tienen papel directivo, por su riqueza y por
la experiencia de uno de ellos, los hermanos Anchorena. Con los dos
últimos grupos tiene Rosas contactos muy directos: pariente (y en
la primera etapa de su carrera administrador de tierras) de los
Anchorena, cultiva la amistad del general Guido, y por su parte el
doctor García se considera (erróneamente, pero no sin motivo) su
guía en la terra incógnita de la política. Con el primer sector en
cambio no tiene contactos íntimos ni afinidad; pese a que es capaz
de criticar con lucidez las fallas de la clase política que ha
conducido a la ruina al Partido del Orden, nada está más lejos de
sus intenciones que reemplazarla con esa turba de famélicos
periodistas y oficiales que se resignan mal a volver a la oscuridad
de la que los sacó la guerra brasileña y luego la lucha civil. Y
tampoco necesita hacerlo pues este sector está perdiendo
rápidamente lo que ha sido hasta ahora su fuerza: la adhesión de la
plebe urbana, nunca disputada por el Partido del Orden, pero ahora
arrebatada por Rosas, dispuesto por su parte a recoger el manto de
Dorrego... “Puesto que es suya la herencia de Dorrego, Rosas no
necesita de los dirigentes de la vieja oposición, y sólo los
ubicará en posiciones sin verdadero poder de decisión. Los hombres
de consejo los buscará en el segundo y en el tercer grupo, y la
oscilación entre las soluciones preferidas por uno y otro
caracteriza a su primer gobierno. En su gabinete el general Guido y
el doctor García representan la moderación; el general Balcarce,
sensible al influjo de su primo el general Enrique Martínez, que se
ha hecho vocero del sector de oficiales partidarios de una
depuración llevada adelante a sangre y fuego, no tiene por el
momento gravitación suficiente para contrarrestar desde su
Ministerio de Guerra las tendencias que dominan en los de Hacienda
y Gobierno. Durante sus primeros meses el nuevo ministerio parece
dispuesto a retomar, en estilo menos controversial, la obra
inconclusa del Partido del Orden; aun en el delicado campo de la
política eclesiástica, si algunos conventos son solemnemente
restaurados, no es menos solemnemente comenzada la construcción de
la iglesia anglicana, en terreno donado por el Estado, y la
apertura de cementerios fuera de las iglesias es extendida a la
campaña, mientras se aligera el calendario de feriados religiosos.
Esa tendencia secularizadora no deja de alarmar a don Tomás Manuel
de Anchorena, que -por el momento sin éxito- trata de comunicar
su
-
preocupación al gobernador. Este parece más interesado en el
arreglo de la campaña, compleja operación que lo lanza en
frecuentes giras rústicas, ocupado tanto de abrir escuelas y
cementerios y apresurar con sus donativos la construcción de
iglesias, como de librar a la campaña del bandolerismo que sigue
viendo con muy poco favor: de esa lucha contra las turbulencias
dejadas por la pasada agitación serán víctimas varios de los que
han adquirido algún ascendiente local en los alzamientos rurales
contra los decembristas. “Esa liquidación de alborotadores (por
procedimientos no siempre caracterizados por una extrema lealtad)
gana para el gobernador una sólida admiración entre todos los que
aprecian las ventajas del orden rural; mientras tanto sus ministros
encuentran apoyos en esos mismos sectores para su valiente
tentativa de rehabilitar las finanzas provinciales, afectadas por
tanto desbarajuste pasado. Sin duda ese retorno a la sensatez
administrativa va acompañado de un clima políticamente faccioso:
los decembristas, mal protegidos por las cláusulas que vedan
perseguirlos, prefieren a menudo la protección del río, y se
marchan al Estado Oriental. Pero la reprobación oficial sólo
comprende por el momento a los comprometidos en la última aventura:
todavía en 1831 la imprenta del Estado sigue ofreciendo en venta
retratos del ex-presidente Rivadavia. Y -contra los recelos de los
Anchorena- Rosas, si se opone a la fusión de partidos, es en cambio
partidario decidido de la incorporación discreta e individual de
antiguos adversarios al grupo dominante. El general Alvear, el
almirante Brown (que ha sido gobernador delegado de Lavalle)
figuran entre los unitarios más tenazmente cortejados, y un viejo
alvearista, que ha sido figura dominante en el congreso unitario,
el canónigo Gómez, luego de un decoroso retiro a Montevideo,
retornará todavía el gobierno de la Universidad de Buenos Aires.
“La reconciliación que Rosas practica debe ser sin embargo discreta
hasta la casi clandestinidad: su propio prestigio, su ascendiente
sobre la plebe federal, dependen de ello. Durante esos meses, en
efecto, el heredero del Partido del Orden no ha renunciado a serlo
también de la oposición popular, cuya representación ha tomado en
los grandiosos funerales que brindó a Dorrego, apenas asumió el
poder. El equilibrio que parece querer afirmarse en Buenos Aires,
entre el sentimiento faccioso que asegura a la coalición triunfante
su séquito popular y la política de paz y relativa conciliación que
satisface mejor los intereses de los sectores más poderosos dentro
de esa coalición, es extremadamente inestable. La evolución de la
crisis del Interior se revela más que suficiente para romperlo. En
marzo de 1830 llega a Buenos Aires Facundo Quiroga; las victorias
de Paz lo han expulsado del territorio antes sometido a su
predominio. La ciudad le ofrece una recepción marcada por un
violento entusiasmo federal; en medio de los homenajes un tanto
paradójicos ofrecidos al jefe derrotado, abundan las amenazas -y
algo más que amenazas- contra los unitarios de significación que
aún no han abandonado la provincia. Sin duda el gobierno se declara
dispuesto a frenar esos excesos, pero el lenguaje que usa -así como
la recepción misma- revela que el federalismo porteño está
dispuesto a hacer suya la tarea de vengar al federalismo derrotado
en el Interior. En mayo el general Guido abandona el gabinete; debe
marchar a Río de Janeiro para firmar el tratado de paz definitivo
con el Brasil. Lo reemplaza el doctor Tomás Manuel
-
de Anchorena, cuya presencia causa viva alarma entre los
diplomáticos extranjeros (el cónsul británico Parish, sin embargo,
pese a que deplora ver a Rosas cediendo a la misma inclinación por
la demagogia que ha llevado ya a la ruina a Rivadavia, celebra que,
puesto que la política de guerra civil parece imponerse, su
ejecutante no sea alguno de los políticos o militares aventureros
que abundan en el Partido Federal sino el riquísimo doctor
Anchorena, que “por sus grandes intereses en juego, si no por
razones mejores, estará dispuesto a seguir los dictados del sentido
común”). Anchorena, en efecto, es presentado como un retrógrado
dispuesto a ir muy lejos en el camino de la restauración; según el
agente norteamericano se propone reimplantar el tribunal del Santo
Oficio, y Guido podrá escribir melancólicamente a su remoto amigo
el general San Martín, que en Buenos Aires se han vuelto a encender
hogueras para quemar libros peligrosos... “Y no hay duda de que
Anchorena está dispuesto también a enfrentar el predominio de los
comerciantes extranjeros sobre la economía nacional: los ataques
indirectos contra los avances de la tolerancia religiosa son parte
de una tentativa más vasta, orientada a eliminar las ventajas
reconocidas a los británicos por el tratado de 1825, que Anchorena
aspira a ver retocado en más de un punto. Por el momento, sin
embargo, el conflicto interno obliga a postergar la realización de
ese designio. En ese conflicto el papel de Anchorena es más modesto
de lo que gustan suponer los diplomáticos extranjeros, que sienten
creciente aversión por el estilo de negociación del nuevo
funcionario, más propio de un abogado rico en recursos curialescos
que de un diplomático, y que por añadidura -tras haber presentado a
Rosas como el hombre de la paz- prefieren responsabilizar a don
Tomás Manuel (antes que al gobernador) por el decepcionante nuevo
curso político. Pero la causa del cambio está fuera de Buenos
Aires, en el derrumbe del federalismo del Interior, que amenaza aun
en el Litoral los avances federales de 1829. Es un federalismo que
se cree acorralado el que, en los decisivos meses centrales de
1830, se orienta cada vez más hacia actitudes facciosas. Rosas no
hace sino tomar la cabeza de una tendencia que las circunstancias
hacen predominante en su partido; desde Río de Janeiro, Guido hace
figura de solitario, con su nostalgia de la paz y las finanzas
ordenadas y su obstinación en creer que Buenos Aires puede, como
diez años antes, volver la espalda a las agitaciones perpetuas del
Interior y cultivar su propio jardín. “Pero esa política que se
pretendía sensata no sólo era impopular; era además impracticable.
Paz no era Bustos; el Interior estaba en sus manos mucho más
firmemente de lo que había llegado a estarlo en las de cual. quiera
de sus predecesores en el poder regional; cualesquiera que fuesen
sus declaraciones, sólo mediante un choque armado con Buenos Aires
podía conservar y acrecentar lo ya ganado y cuanto más pronto se
diera ese choque, más favorables eran las perspectivas para su Liga
Militar. La guerra civil, que parecía la única salida, debía
acentuar aun más la politización facciosa en Buenos Aires. En marzo
de 1831 esa guerra civil tiene una peripecia inesperada: Paz es
hecho prisionero; bajo el comando de sus epígonos, la Liga Militar
es bien pronto derrotada. 1832 parece entonces devolver a la
situación de 1830. Con la victoria federal segura no sólo en la
provincia sino también en el país, se plantea nuevamente la
alternativa
-
entre la perpetuación de la política facciosa y una
normalización político-institucional. A lo largo de 1831, mientras
Rosas pasa lo mejor de su tiempo preparando en el campamento de San
Nicolás una expedición al Interior, su gobernador-delegado Balcarce
ha acentuado la represión. El año siguiente parece traer un
anticlímax: el doctor Anchorena se retira a administrar la riqueza
familiar; poco después renuncia el doctor García… En el gabinete
están ahora Vicente López y Planes, José María Rojas y Patrón,
Ramón Vicente de Maza, en el nuevo Ministerio de Gracia y Justicia
y Victorio García de Zúñiga en el de Gobierno. Estas figuras de
menos relieve que las anteriores deben encarar de modo concreto la
alternativa ya indicada, que se plantea de un modo que revela
demasiado claramente hasta qué punto la influencia política de
Rosas depende de la supervivencia de un gobierno de facción. En
efecto, la normalización es identificada con el abandono de las
facultades extraordinarias otorgadas al gobernador en 1829 y el
retorno efectivo a las instituciones nominalmente restauradas en
esa fecha. En mayo, Rosas hace renuncia de las facultades
extraordinarias, señalando sus dudas sobre la oportunidad de la
medida; observa que sólo “la parte que tiene el concepto de más
ilustrada y que sin embargo de ser poco numerosa... es la más
influyente en la marcha de los negocios públicos” es partidaria de
abandonar los poderes excepcionales; el gobernador se atreve ahora
a exponer sus reservas frente a la admiración común por las
instituciones mismas (“el gobernador que suscribe no puede
persuadirse de esa virtud especial que se le quiere atribuir, y
menos cuando está en contra la experiencia de veinte y dos años de
agitaciones”). Pero, salvo Maza y Balcarce, aun los ministros
-entre ellos el doctor García de Zúñiga, vocero en el gabinete de
su primo Don Tomás Manuel de Anchorena- son partidarios del retorno
a la plena vigencia de esas instituciones, y la Legislatura,
unánimemente federal, omite encarar seriamente la reforma
autoritaria de éstas, a la que la invita el gobernador para
“asegurar al país el fruto de los inmensos sacrificios que ha hecho
en tres años consecutivos para ponerse a resguardo de los ataques
de la anarquía". “Es sin duda el rechazo por parte de la
Legislatura de toda reforma así orientada el que lleva a Rosas a
rechazar reiteradamente la reelección, dos veces ofrecida por los
legisladores, que -en medio de elogios de tono ya algo delirante-
se muestran firmes en esquivar toda promesa de reforma
institucional. ¿Este retiro del poder oculta la intención de volver
bien pronto a él, luego de haber preparado desde el llano las
tormentas necesarias para hacer más aceptable la concentración de
autoridad? Esto no es tan seguro como supusieron sus adversarios:
Rosas parece dispuesto más bien a conservar lo esencial del poder,
y vigilar de cerca a su sucesor para evitar la degradación de la
situación política que a su juicio el retorno a la normalidad
institucional hace demasiado esperable. “En la elección de ese
sucesor la opinión de Rosas ha sido decisiva, y no hay duda de que
la virtud que había orientado sus preferencias hacia el general
Balcarce había sido la docilidad. ¿La conservaría éste una vez
exaltado a la primera dignidad de la provincia? Al suponerlo, Rosas
no fue sino el primero entre los talentosos hombres públicos
argentinos que se preparaban amargos desengaños. Con el general
Balcarce en el Fuerte, podía marcharse a la campaña seguro de que
sus indicaciones serían respetuosamente escuchadas; para quien,
como Rosas, había vacilado aun hacía tres años entre la carrera
política y su primera y
-
exitosa carrera de empresario rural, la solución de 1832 parecía
sumar las ventajas de ambas alternativas. Solo en el Fuerte, el
general Balcarce se mostró cada vez menos dispuesto a escuchar las
autoritarias sugerencias epistolares de su predecesor y cada vez
más receptivo a las más corteses del general Martínez, que al pasar
su primo del ministerio a la gobernación lo ha reemplazado en el
primer cargo. “Las primeras causas del conflicto son nimias, y -a
juicio de algunos amigos de Rosas, como el general Guido- no
justifican una ruptura. A través de ellas se hace sin embargo
evidente que Martínez no hará en el ministerio la política que
Rosas le dicte; tal como terminará por manifestar imprudentemente
el propio Martínez, Rosas ya no debe esperar de él las actitudes
que le habían parecido adecuadas cuando el primero era gobernador y
el segundo sólo comandante general de armas. Pero tras esos
desplantes se esconden tal como Rosas adivina, el conflicto entre
dos líneas políticas. Martínez cree tener lo que falta a su primo
el gobernador: la capacidad para urdir una alternativa a la
hegemonía rosista, dominando con delicado virtuosismo los hilos
complicados de varias intrigas simultáneas. Oriundo de Montevideo,
cree contar con el favor del presidente del Estado Oriental,
Fructuoso Rivera y cree también poder ganar el del excelente amigo
que Rivera tiene en el gobernador de Santa Fe, Estanislao López;
advierte además que hay en Buenos Aires una corriente cada vez más
poderosa de opinión pública que aspira el retorno pleno a la
normalidad institucional, corporizada en una constitución
provincial que reemplace al más laxo sistema de leyes básicas
subsistente desde 1821. Sin renunciar a usar de todos esos apoyos,
Martínez no se identifica con ninguno de ellos (por lo contrario
hasta hace muy poco ha figurado entre los federales extremos, en
nada dispuestos a dar por desaparecido el peligro unitario ya
favorecer el retorno a la normalidad). El grupo con el cual se
vincula más estrechamente es precisamente el de esos federales
antes extremos, integrado por políticos, periodistas y sobre todo
militares de carrera, para los cuales la restauración de 1829,
demasiado avara en el reparto de los despojos (y a su juicio
también demasiado benévola con los adversarios) ha sido rica en
decepciones. Martínez es en suma el jefe ocasional del sector que
terminó siendo federal de esa clase política y militar que no se
resigna a admitir que la “carrera de la revolución” ha terminado.
Pero precisamente por ello su empresa estaba erizada de
dificultades; por hábil que se revelase en el manejo de recursos
políticos, no le iba a ser fácil vencer la desconfianza de los
sectores económicamente dominantes, que veían en el ascenso del
grupo el retorno a políticas de aventura, dispuestas a dilapidar
alegremente el fruto de la lenta reconstrucción económica. “Esa
dificultad es acentuada por la justeza con que el otro sector
federal dirige sus movimientos. Ya lleno de sombríos recelos contra
su sucesor, Rosas se aparta sin embargo ostensiblemente de la
escena política para dirigir una empresa que ha de encontrar apoyo
muy amplio al margen de las facciones locales: la de asegurar,
mediante una expedición militar, la pacífica posesión de las
tierras ganadas al indio en el decenio anterior. La diferencia de
actitudes entre el ex gobernador y primer hacendado, que así se
preocupa de dar base más sólida a la prosperidad colectiva, y la
ambiciosa camarilla que inspira a su sucesor propósitos
excesivamente aventureros no dejará de ser apreciada; porque lo es,
Rosas
-
contará en la emergencia con el apoyo de los “unitarios
propietarios”, de ese sector de las clases altas que aún no ha
transferido su lealtad política del viejo Partido del Orden al
federalismo. Ese apoyo, como señala complacidamente Rosas, no tiene
nada de sorprendente, “siempre creí que si me ahorcaban algún día
no habrían de ser ésos… Por supuesto que ellos deben temblar que se
entronizase un poder militar, de esos hombres corrompidos”.
“Mientras Rosas se apoya en la solidaridad que, por debajo de las
oposiciones políticas, mantienen con él todos los que tienen algo
que perder, sus partidarios se ocupan de privar al nuevo gobierno
de un arma eficaz de propaganda: se pondrán a la cabeza de las
corrientes constitucionalistas; en algún caso (como el del general
Guido) con sinceridad, en otros por lo menos con vivo sentido de la
oportunidad, los rosistas reclaman impacientemente que la
Legislatura redacte el texto constitucional que la provincia nunca
ha tenido. Finalmente el mismo Rosas, ante las instancias de sus
partidarios, se une -es cierto que con una manifestación
extremadamente sobria- a la corriente constitucionalista: al
renunciar a su cargo de representante, invocando la imposibilidad
de atenderlo, menciona como la máxima tarea del cuerpo que deplora
no poder integrar, la de dictar la constitución. “Así se tienden
las líneas para un conflicto que madura lentamente. La preparación
de la expedición contra los indios estuvo puntuada de tensiones
entre Rosas, que achacaba al gobierno (y en particular al ministro
Martínez) escaso celo en el envío de pertrechos, y ese ministro,
cada vez más resuelto a subrayar su propia independencia. Aparte de
sus objetivos directos -sin duda sinceramente favorecidos por
Rosas, muy vivamente interesado en asegurar la estabilidad de la
frontera- la Expedición al Desierto ofrecía un medio admirable para
estar a la vez presente y ausente en la contienda política y
aseguraba a Rosas un nuevo medio de poder y de presión. Al mismo
tiempo sus exigencias de que esa empresa fuese costeada -no sin
sacrificio- por un gobierno que ya no podía esperar nada bueno de
él eran muy difíciles de resistir porque (a diferencia de las
costosas aventuras bélicas de las guerras civiles) la que ahora
Rosas patrocinaba prometía devolver bien pronto con exceso la
inversión que suponía. “La expedición misma fue por otra parte un
éxito. Planeada en el marco de una acción conjunta de todas las
provincias fronterizas con los indios del sur, su ejecución quedó
por fin casi exclusivamente a cargo de Buenos Aires. A fines de
marzo de 1832 el gigantesco convoy partía de la estancia de Rosas
en los Cerrillos: mil quinientos hombres, treinta carretas, seis
mil caballos y algunos millares de vacas… Ya en ese momento la
expedición había costado al nada próspero fisco provincial más de
tres- cientos mil pesos; hasta su caída la administración de
Balcarce iba a pagar más de un millón: El avance -que terminaría en
la isla de Choele-Choel, sobre el Río Negro, punto clave en las
comunicaciones entre los indígenas de la Pampa y los de la
Patagonia andina- no presentó excesivas dificultades; a la acción
militar (mantenida en niveles modestos) acompañó un relevamiento de
las características de las tierras recorridas. Como iban a notar
los adversarios de Rosas, la expedición no ganó nuevas tierras al
indio; esas críticas olvidan que su propósito tampoco era ése (por
el momento, en efecto, hubiese sido imposible incorporar a la
economía
-
rioplatense más tierras que las ya ganadas, y en muchos casos
sólo sumariamente ocupadas). Pero la expedición (completada con la
aplicación sistemática de una política de alianzas con algunas
parcialidades indias) cumplió perfectamente bien la finalidad de
asegurar una estabilidad mayor de la frontera. Sólo a más largo
plazo iban a revelarse los peligros implícitos en una política que
estabilizaba la organización de los grupos indígenas: Protegida por
esa estabilidad creció en las tierras de indios la hegemonía de
Calfucurá, que a partir de 1851 significaría un peligro grave para
el predominio de los cristianos en la frontera. Pero esto sólo iba
a advertirse luego de la caída del rosismo; por cerca de veinte
años las ganancias de una campaña que dio al Restaurador de las
Leyes el nuevo título de Conquistador del Desierto resultaron muy
Sólidas. Las ventajas políticas para el organizador de la empresa
fueron aun más inmediatamente evidentes; el retorno de Rosas a la
plenitud del poder sólo podría ser evitado si el gobierno
provincial, que resistía cada vez menos a las tentaciones de la
disidencia, se lanzaba a una acción más abierta. “Esta tuvo
comienzo en las elecciones de renovación legislativa, para la cual
fue laboriosamente negociada una lista única, en la que los federa.
les rosistas tenían mayoría, pues sólo siete candidatos no
respondían a esa tendencia (y de ellos seis figuraban en las listas
de la campaña). Sorpresivamente, en la jornada electoral una
llamada lista del pueblo ganó la ciudad a la del gobierno; esta
victoria es menos difícil de entender si se toma en cuenta el apoyo
que el ministro de guerra brindó a los supuestos opositores; los
oficiales que le eran adictos decidieron el resultado en más de una
mesa electoral, y al finalizar la jornada las bandas de los
regimientos participaron en irónicos desfiles triunfales frente a
las casas de los más significados rosistas. “Así el ministro
Martínez -y también el gobernador Balcarce, que se escuda en una
neutralidad cada vez menos fácil de mantener- lanzan al jefe del
federalismo porteño un desafío no exento de riesgos, sobre todo
porque será necesario repetir la victoria electoral para que ésta
rinda todos sus frutos: varios de los victoriosos en la lista
opositora han sido elegidos también en la campaña en la
oficialista, y renuncian a su mandato urbano. De abril a junio la
tensión aumenta: los ministros rosistas (Maza, García de Zúñiga,
Rojas y Patrón) permanecen sin embargo en el gabinete, pese a la
impaciencia del primero. En junio la batalla electoral se dará en
condiciones menos desiguales; el efecto de sorpresa se ha perdido y
la policía, a las órdenes del rosista Correa Morales, se bate en
general con éxito contra las tropas que responden a Martínez. A
mediodía, cuando la victoria rosista en la batalla por los atrios
electorales anuncia ya el desenlace comicial, el gobernador
suspende las elecciones, que proclama empañadas por actos de
violencia. El balance de la jornada no es favorable a Balcarce y
Martínez; el primero ha dado ahora apoyo abierto a la empresa
política lanzada por el segundo, y uno y otro se encuentran cada
vez más aislados. La crisis provocada por la renuncia de los
ministros rosistas revela hasta qué punto lo están: luego de varios
días de dejarse halagar por el gobierno y la prensa, el doctor
García se niega finalmente a entrar en el gabinete, y lo completan
el nada prestigioso Tagle y uno de los protagonistas de la
disidencia federal, el doctor Ugarteche, cuyo ingreso en el
gobierno en nada amplía la base política de éste.
-
“Y aun Tagle sólo ha entrado en el gobierno para negociar desde
él con los rosistas; sus esfuerzos encuentran en el general Guido y
en los Anchorena a interlocutores comprensivos, pero enfrentan la
resistencia tenaz de la mujer de Rosas, transformada en ausencia de
su marido en dirigente de la clientela plebeya del federalismo
porteño. Esta extraña Encarnación Ezcurra gana en esas jornadas
febriles la admiración algo sobrecogida de los caballeros del
círculo de Rosas. “Tu esposa -escribirá a éste el doctor Maza- es
la heroína del siglo: disposición, tesón, valor, energía desplegada
en todos casos y en todas ocasiones: su ejemplo era bastante para
electrizar y decidirse.”. Gracias a Encarnación Ezcurra el rosismo
podrá contar, en esta hora decisiva, no sólo con el apoyo pasivo de
las clases propietarias, para las cuales ha lanzado su nuevo lema
de libertad, propiedad y seguridad, sino también con la adhesión
más activa de la plebe federal, que no se ha dejado ganar en ningún
momento por la disidencia. “Pero si Encarnación Ezcurra rechaza
airada toda idea de transacción y se indigna de que los políticos
del rosismo no aprovechen de la creciente soledad del gobierno
Balcarce para lanzar en contra de él un ataque frontal, también el
ministro Martínez es contrario a esa reconciliación de las
facciones de la que se sabe la víctima designada. Entre Martínez y
Tagle, Balcarce -lanzado por su primo a una aventura cuyos alcances
parece haber tardado en advertir- vacila entre la resistencia y la
conciliación. Es un torpe gesto conciliatorio el que ha de
precipitar su caída. Entre junio y octubre la tensión se vuelca en
polémicas de prensa que por su violencia procaz recuerdan los más
agitados momentos de la gobernación Dorrego; resultan tanto más
irritante s por cuanto es demasiado notorio que tras de más de una
de las publicaciones se encuentra la inspiración del ministro
Martínez. Una muestra particularmente delirante de ese estilo
periodístico, que debía especializarse en la denuncia de supuestos
deslices de las esposas de los más caracterizados rosistas, provoca
la decisión de comenzar juicios de prensa contra las más
escandalosas publicaciones de ambas facciones. Ugarteche, poco
dispuesto a la imparcialidad, resuelve comenzar la serie de
procesos incriminando al Restaurador de las Leyes (hoja escandalosa
de tendencia rosista); en la campaña y los suburbios hay quienes
creen que será juzgado el Restaurador en persona, y el alboroto
crece. “El 11 de octubre, cuando ha de comenzar el imprudente
juicio, un tumulto en la Plaza de la Victoria, reprimido bastante
blandamente por la policía, desemboca en la huida de unos
trescientos rosistas más allá del puente de Barracas, donde se
constituye el núcleo de un partido de afuera: en pocas semanas este
agrupamiento insignificante se habrá transformado en el bando
vencedor. ¿Por qué? Porque la táctica de los federales rosistas
(los llamados apostólicos en oposición a los cismáticos de Balcarce
y Martínez) revela ahora su eficacia: el gobierno está solo; aun el
viejo adversario de los unitarios que es don Felipe Arana subraya
con complacencia que “ha sido recomendable la conducta de Zavaleta,
Don Valentín Gómez y Lagos en varias reuniones a que los invitó
Balcarce”. La misma situación existe en la Legislatura: la
conversión de los rosistas a la corriente constitucional ha
deshecho la solidaridad entre el gobierno y el núcleo de
representantes que, tras oponerse a la perpetuación de las
-
Facultades Extraordinarias, ha lanzado el proyecto de dar una
constitución a la provincia. Entre estos últimos se encuentra
Felipe Senillosa, viejo amigo de Rosas pero más amigo de la
constitución; no es el único que en la hora de la verdad opta por
el Restaurador frente a los aventureros dirigidos por el ministro
de guerra; aun los legisladores del tercer partido, que mantienen
sus recelos frente a Rosas, se niegan a transformarse en
instrumentos de la poco clara política de Martínez. Mientras la
tensión crece, se mantendrán estudiosamente al margen de ella,
consagrando su tiempo a la redacción de una carta constitucional
destinada a no promulgarse nunca. “Esta marginación espontánea no
es sólo del tercer partido; es