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Oct 22, 2018

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2014

ISMAEL MEDINA LIMAISBN: XXXXXXXXXXXX

Diseño e Impresión

Tels: 889 3295 - 883 5338

Fotos: Dennys Pérez Moreno Ismale Medina Lima

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ISMAEL MEDINA LIMA Nació en Chimichagua (Cesar), en 1931Profesor jubilado de la Universidad del Valle

Licenciado en física y matemática, Universidad Pedagógica, TunjaSemestres de física aplicada, Justus Liebig Universität de Giessen, AlemaniaEntrenamiento en uso de equipos y aparatos para enseñanza de la física, en E. Leybold,

Nach. De Colonia, AlemaniaMaestría en educación- tecnología educativa- Indiana University, U.S.AMaestría en literatura colombiana e hispanoamericana, Universidad del Valle, Cali ( después de jubilado).

Obras publicadasŸ Mi Chimichagua de ayer- cuentos y remembranzas de la tierra de "la piragua"- 1990Ÿ Chimiloa- cuentos al vaivén de la hamaca- 1997Ÿ Vallenatos en su tinta- una aproximación literaria a los cantos narrativos de Rafael Escalona- 2003 Ÿ Chimichagua en la memoria de los abuelos- entrevistas- 2005Ÿ El hablao chimichagüero- léxico, dicción y dichos del habla popular en Chimichagua- 2008 (coautora:

profesora Hilda Esther Medina)Ÿ La frustración de Bruno- novela corta, 2008Ÿ Décimas chimichagüeras I, 2008Ÿ Un verano en Tronconal-novela corta, 2011Ÿ Versos diversos, 2011Ÿ Por los senderos del canto vallenato-lírica y narrativa-, 2012 (coautora: Marina Quintero Q. profesora de la

U. de Antioquia)Ÿ Narraciones del Macondo Profundo (edición de homenaje póstumo a su autor, Víctor Bacca Soto), 2012Ÿ Cuentos para Javier, 2012Ÿ Décimas chimichagüeras II, 2013Ÿ Playón Grande- el mundo turístico de la ciénaga de Zapatosa- 2014Ÿ En proceso: * "Cartilla Caribe", de lectura y escritura, para niños del grado 2 de enseñanza básica primaria

de Chimichagua.

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A

LUCHO VEGA REALES, PATRIARCA DE LA FAMILIA

AGRADECIMIENTOS

A Lala y Javier, por su apoyo permanente A Viralba Pisciotti y Edwin Salinas, por su esmero en la edición de esta obra

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CONTENIDO

1. La gran ciénaga de Zapatosa...................................................................................................................01

2. Playón Grande comienza en Chimichagua..............................................................................................07

3. Del puerto Arenal hacia el oriente............................................................................................................13

4. Playón adentro.........................................................................................................................................17

5. Bordeando la montaña.............................................................................................................................23

6. El aporreo.................................................................................................................................................29

7. Del Ojo de Agua hacia el norte.................................................................................................................33

8. Perdido en Playón Grande.......................................................................................................................39

9. Por Caño Largo hacia El Paso.................................................................................................................43

10. Un verano en Tronconal.........................................................................................................................47

11. Chimichagua epicentro turístico........................................................................................................... 101

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PRESENTACIÓN

Mi vieja idea de escribir sobre la vida en los playones de la ciénaga de Zapatosa quedó manifiesta, en parte, en mi primer libro Mi Chimichagua de ayer, publicado en enero de 1990; continuó presente en Chimiloa- Cuentos al vaivén de la hamaca-, 1997; El hablao Cimichaguero, 2008, Un verano en Tronconal –novela corta- 2011 y en Narraciones del Macondo Profundo, 2012, una edición especial póstuma de sus escritos, en homenaje a mi amigo Víctor Bacca Soto. El tema, pues, ha hecho parte de mi interés permanente por dar a conocer asuntos que guardan estrecha relación con mi terruño y con los tiempos de mi niñez.

Mencionado lo anterior, sería de esperar capítulos diferentes o actualizados sobre dicho tema. Es lo que tengo en mente, si continúa mi generosa oportunidad de seguir viviendo. Pero esta vez Playón Grande reúne, además de lo que ya está contado en las obras anteriores, lo que hoy pienso sobre las posibilidades de un turismo bien organizado. Para este propósito es indispensable, creo, tener una información básica y desde tiempos pretéritos, sobre la ciénaga y los playones: su importancia económica, la vida de sus moradores, la fauna subacuática, la avifauna, los manglares, la flora terrestre, las migraciones, la cultura playonera, etc, etc. Conozco escritos y proyectos sobre la ciénaga de Zapatosa, pero ninguno sobre los playones en particular. El contenido de este libro es un aporte acompañado de fotografías que muestran también el deterioro de caños y zonas alambradas, que no debían estarlas por tratarse de ejidos.

He incluido apartes de Un verano en Tronconal, porque manifiesta de varias maneras la relación entrañable entre los playones y Chimichagua, la cabecera municipal. Kike, el personaje central, vuelve a Tronconal después de 50 años y revive con nostalgia sus amores con Mae, la maestra del lugar, quien acababa de fallecer. Al hacerlo, recuerda personajes de la época, el carnaval con su danza de los negros y disfraces (sainetes), los quehaceres en las fincas paneleras, su vida de niño en la vereda Ojo de Agua, etc., y recupera la memoria de Popo, un playonero analfabeta total que llegó a ser líder comunal.

También he incluido añoranzas veraniegas del ilustre profesor Gonzalo Palomino Ortiz, sobre la existencia y

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características del chavarrí; las del sacerdote y sabio jesuita Enrique Pérez Arbeláez, sobre la caza del caimán en los playones de Chiriguaná, donde solía "vacacionar", y las del destacado ingeniero Víctor Bacca Soto, sobre la manera como, siendo vaquero, se perdió entre los pajonales y senderos del playón inmenso. Con tales añoranzas he querido enriquecer el contenido de esta obra.

Los adultos mayores que leyeron mis libros tienen ahora con Playón Grande la ocasión de volver a pasear con su pensamiento por el río Cesar hasta Saloa o Chiriguaná; recorrer Caño Largo desde la Brillantina hasta la ciénaga del Rubio y más allá; encontrar al rey de la tambora en Plata Perdía (Plata Perdida es otro pueblo); traer a la mente la variedad de especies que se extinguieron, el gramalotal presa de incendios para dar caza a las galápagas, los corrales, los paseos en Semana Santa. A su turno, los lectores jóvenes tendrán a mano, en un solo libro, la oportunidad de informarse sobre las actividades y ocurrencias, relacionadas con la ciénaga y los playones, en aquellos tiempos de sus abuelos. Así podrán darse cuenta de que una y otros han sufrido cambios alarmantes, no solo por la acción climática, sino también por los desechos de toda índole provenientes desde Valledupar, por los residuos de las minas de carbón y por los depredadores de la fauna piscícola, que emplean trasmallos, chinchorras y otros medios que debían estar abolidos.

Con Playón Grande busco que, al caer en la cuenta de esos cambios alarmantes, las autoridades, los adultos mayores y los jóvenes de Chimichagua den mayor importancia al deber de actuar, con decisión, para concebir, planear y ejecutar las medidas pertinentes. Busco también que piensen en animar y apoyar un turismo sano y organizado para que otros colombianos disfruten los paisajes, posibilidades de recreación y tranquilidad que les ofrece la ciénaga de Zapatosa en cualquier época del año.

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1. LA GRAN CIÉNAGA DE ZAPATOSA

En nuestra Costa Atlántica, una ciénaga es un reservorio natural más o menos extenso y profundo de agua dulce formado en las tierras bajas, como la Ciénaga Grande que se comunica con el mar, entre Santa Marta y Barranquilla. En casi todos los departamentos costeños existen muchas, que recogen las vertientes de numerosos ríos, caños y quebradas. Al comenzar el verano, tales ciénagas empiezan a secarse y esos terrenos que van emergiendo se pueblan de flora y fauna, especialmente de pastos, peces y aves. Son los playones. Nuestras ciénagas no responden, entonces, a la definición del Diccionario de la Real Academia Española (DRAE): lugar o paraje lleno de cieno o pantanoso.

Para dar una primera idea de lo que designo como Playón Grande me es preciso describir, primero, la que llamo Gran Ciénaga de Zapatosa. Esta ciénaga del Caribe Colombiano es compartida por los departamentos de Cesar y Magdalena. Algunos textos la ubican dentro de la Depresión Momposina, pero todo indica que constituye un sistema aparte. En su extensión máxima, se compone de la también llamada Ciénaga Grande, desde cuyo centro no se vislumbran bien sus riberas, de unas diez ciénagas menores, y de los humedales entrelazados por el río Cesar. Los mapas oficiales, incluyendo los del Instituto Agustín Codazzi, no dan una idea exacta de su magnitud y conformación. La impresión que dejan tales mapas es que ciénagas tan separadas como las de Boca de Doncella, de Saloa, La Ceiba y El Rubio, así como Caño Largo, no hacen parte del mismo sistema de la que oficialmente se le denomina Zapatosa.

La plancha No. 55 de 1979, de dicho Instituto, es el mapa que más se aproxima, dando a escala un área aproximada de 20 Km. x 35 Km. Pero las dudas se disipan cuando los inviernos de abril-mayo y octubre-noviembre, más la acción conjunta del río Cesar y el río Magdalena, las unen. Se forma así una sola e inconmensurable ciénaga. En los inviernos duros, como fue el del año 2010, es curiosa la participación doble del río Cesar: de norte a sur recoge y vierte en ella las aguas desde la Sierra Nevada de Santa Marta y la de Los Motilones y, de sur a norte, al mismo tiempo, las trae del impetuoso río Magdalena, que lo hace retroceder cinco kilómetros, como a niño asustado, desde su desembocadura en El Banco (Magdalena) hasta la propia

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Ciénaga Grande. Es entonces cuando se puede apreciar que la Gran Ciénaga de Zapatosa se acerca o sobrepasa en mucho los 300 Km2 que le calculan, y llega a ser la más extensa de Colombia y quizás del mundo.

Desde siempre la Zapatosa se crece en forma desmedida, de acuerdo con, la magnitud de los inviernos. Eso hacía posible el tránsito expedito de canoas enormes y de lanchas de diverso calado, desde El Banco hasta Chiriguaná y El Paso, con escala en Chimichagua y sitios intermedios. De allí proviene la cumbia hermosa de José Benito Barros:

Me contaron los abuelos que hace tiemponavegaba en el Cesar una piragua,

que partía de El Banco, viejo puerto,a las playas de amor en Chimichagua.

Capoteando el vendaval se estremecíaimpasible desafiaba la tormentaun ejército de estrellas la seguíatachonándola de luz y de leyenda.

Era la piragua, era la piraguaDe Guillermo Cubillos (bis)

Doce bogas con su piel color majaguay con ellos el temible Pedro Albundiacon sus remos a las aguas arrancabanun melódico rugir de hermosa cumbia.

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Doce bogas ahora viejos ya no reman,ya no cruje el maderamen en el agua,sólo quedan los recuerdos en la arenadonde yace dormitando la piragua.

Era la piragua, era la piragua,Era la piragua de Guillermo Cubillos….

A mí también me contaron los abuelos que la Ciénaga Grande superaba los 50 metros de profundidad, que cuando había tempestad era casi imposible cruzarla por lo peligroso del oleaje y otras cosas que, como al maestro Barros, me inspiraron unos versos con rima, pero sin melodía ni poesía.

En aquellos días lejanosdel tiempo de la piragua,ir de El Banco a Chimichaguano era asunto de paganos.Pues yo le cuento, paisano,rezar era necesariopor lo menos diez rosariossi era fuerte el oleaje,y porque en tales parajesno faltaban los corsarios.

Durante los meses intermedios (julio-septiembre) aumenta la acción evaporadora del sol y parte de las ciénagas se seca, aparecen vientos, lluvias y tormentas esporádicas y se demarca así lo que se conoce como veranillo, una época para siembras y cosecha menores. Pero a partir de diciembre y hasta marzo, un sol

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esplendoroso y ardiente pareciera que la absorbiera palmo a palmo, con avidez, como un sediento ansioso, hasta secarlas en casi la mitad, o más, de su extensión. A ese fenómeno contribuye el río Cesar vaciándolas hacia el río Magdalena, que lo recibe en El Banco como uno de sus tributarios importantes. A medida que el verano avanza, el área de esas tierras que emergen (playones) sigue aumentando, acorde con el relieve.

En marzo, si el verano ha sido muy intenso, el área total de los playones, incluyendo los aledaños al río Cesar, al norte, puede llegar a ser más o menos igual o mayor que el área aún ocupada por las aguas y se tiene, entonces, un playón inmenso de cientos de Km.2 comprendido, en otro tiempo, entre cuatro municipios del departamento del Magdalena: El Banco, Tamalameque, Chimichagua y Chiriguaná, y hoy día, entre seis municipios del centro del departamento del Cesar: El Paso, Chiriguaná, Curumaní, Chimichagua, Pailitas y Tamalameque, y uno del Magdalena: El Banco. A ese playón inmenso, irregular y diverso es, repito, al que llamo Playón Grande. Creo que ningún otro, aun sumando varios playones de otras ciénagas del Caribe Colombiano, es tan extenso. Justamente en el 2010 ocurrieron el invierno y el verano más crudos y descomunales de que se tenga noticia, durante los cuales se pudo apreciar la magnitud de los dos fenómenos naturales: la ciénaga enorme en junio y el playón inmenso en marzo. Antes se estaba seguro que ello ocurría cada cuatro años pares.

En un pequeño segmento de ese Playón Grande, en la vereda llamada Ojo de Agua, viví cuando niño y he vuelto en repetidas ocasiones. A esa vereda retorna mi memoria rebrotando nostalgias que hoy, a la luz de mi condición actual, me permiten valorar la importancia de Playón Grande como un mundo de particularidades socioculturales entretejidas e interesantes, merecedoras de investigación.

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20.000 Has. fueron cubiertas por la taruya en el 2010

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2. PLAYÓN GRANDE COMIENZA EN CHIMICHAGUA

En realidad Playón Grande comienza en cualquier lugar de esa vastedad de cientos de kilómetros cuadrados, cuando el verano ha llegado a su plenitud. Pero para mí, y lo que pretendo describir, comienza en el puerto Arenal, donde Chimichagua se asoma a la ciénaga de Pancuiche. Aquí, a un lado, aparecen las playas del Puerto Real y de Santo Domingo; al otro lado, las de La Pura y El Encanto. Son las “playas de amor” que menciona José Barros en su cumbia “La piragua”. Son terrenos de arena seca, cuarteados antes en filigranas por el sol y cubiertos de yerba menuda, cuscúa y zarza Es un manto vegetal muy distinto al manto de sabana que cubre las playas de la ciénaga de Cizpataca, en el departamento de Sucre.

Sobre este puerto Arenal de aquellos tiempos anteriores y contemporáneos a la niñez del compositor Camilito Namén, recuerdo que el camino estrecho para llegar a él, zigzagueante como una serpiente que huye, estaba bordeado por pajonales, palmeras de uvita, guanábanos playoneros, malva, pringamoza y bicho florecido, donde pululaban grillos, maría palitos, mariposas, caballitos, avispas y abejas de todo tamaño… Aquí estaba la ceiba tutelar, dos veces centenaria, obesa, estriada por las garras y los caninos del tiempo y de los huracanes, pero todavía firme y maternal, retando tempestades y guarneciendo aves de la canícula y de la lluvia pertinaz. Era una ceiba legendaria, refugio de brujas y fantasmas perseguidos; sitial de Lucifer, convertido en perro acezante con ojos de brasa y orejas de burro garañón; testigo del paso de milicias de guerras intestinas, de obispos y gobernantes de diversa calaña; alcahueta de jovenzuelos burreros. Al término del sendero quedaba la curtiembre del cachaco Luís, con su olor penetrante a piel desollada y a tanino del dividivi recién machacado. Hombre servicial éste, de pocas palabras, malgeniado, guía y confidente de bogas y pescadores de Saloa, Guaimaral y Sempegua.

Poco más allá había un suán frondoso con su cabellera de raíces colgantes- columpios de bañistas en invierno- y raíces rollizas para descansar las posaderas en verano, un palo prieto, guanábanos, una ceiba y el manglar, pistas todos de cometa zambilocas y polígonos de tiro para las hondas pajareras. Al frente, la pequeña isla veranera del Veladero, recinto de antiguos aquelarres y hoy sitio obligado de paseos

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dominicales. Y a sus pies, las playas extendidas como una gran alfombra de zarza y cuscúa tejida con agujas de sol.

A un lado del puerto veíanse las canoas, entrelazadas a través de sus ojos sin párpados, danzando coquetonas al vaivén de los rizos y tal vez compartiendo secretos escuchados en noches de pesca y plenilunio; y dentro de ellas, los pescadores curtidos de sol y trasnocho, rodeados por la chiquillería con bongos y totumas y sus peticiones vocingleras de “véndame coroncoros”, “manda a decir mi mamá que le fíe…”, “yo quiero un par de doncellas”…y otros pidiendo blanquillo, zapatero, dorada, cachaca, capitanejo, barbúl, mojarra, bagre, sábalo, galápaga… y no faltaba quien dijera que le gustaba mucho la burra bien asada, pero no el chucho ni el moncholo, y otro que suspirara por un bonito o una picúa.

Muy cerca estaban también las canoas y barquetas de Saloa, repletas de pescado mamo y las de Guaimaral, cargadas con plátanos curumanileros-de Curumaní-, grandes y macizos, flanqueadas por muchachos zungos y lamosos chapuceando mientras esperaban el arribo de la lancha, que se acercaba con su tintineo alegre, para cargar y descargar en sus espaldas pasajeros y mercancías. Y más allá, intercambiando consejas y novedades, se divisaban las lavanderas en pampanilla transparente, arrancándole el mugre y los botones a las camisas con el banduco de guayacán. Y arriba, volando en formaciones diversas, multitud de aves y pájaros de trinos diversos y colores maravillosos.

Y después del bullicio, pasado el medio día, irrumpe ese sol esplendoroso que comienza a irisar la tarde y luego a enrojecer el crepúsculo hasta sangrar, para salpicar de arreboles las aguas tranquilas de Pancuiche. Ese sol que en las noches volvía disfrazado de luna para guiar a las parejas por los senderos de aquellas playas de amor. Y por todas partes y a toda hora, aquella brisa refrescante, veleidosa y zalamera que invitaba a suspirar por tener consigo al ser amado.

Hoy, por supuesto, casi todo aquello ha cambiado en el puerto Arenal: por sobre la añeja ceiba reverbera el pavimento; la curtiembre murió con su dueño; las casetas dan un toque turístico a las playas; las chalupas de

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motor fuera de borda reemplazaron a las lanchas; los pescadores ya no encuentran qué pescar; las barquetas de Saloa, Guaimaral, La Mata, Sempegua, no volvieron colmadas de frutos; se está construyendo un muelle turístico imponente que nadie asegura cuándo lo terminará. Y, por supuesto,

Doce bogas ahora viejos ya no reman,ya no cruje el maderamen en el agua,solo quedan los recuerdos en la arenadonde yace dormitando la piragua.

Era la piragua de Guillermo Cubillos....

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3. DEL PUERTO ARENAL HACIA EL ORIENTE

Playón Grande continúa hacia el oriente, en dirección a la desembocadura del río Cesar en la ciénaga de Pancuiche. Los naranjales y mangales de El Encanto y la montaña adyacente lo interrumpen. Reaparece en Los Placeres. Aquí el "turco" Salomón Numa tenía su hacienda ganadera, cuyos productos (queso y leche) vendía a diario en su residencia del pueblo. Se le veía yendo y viniendo, mañana y tarde, en su caballo melao de paso de volatería que todos admirábamos. Más al este, remontando el río, estaban las rancherías de pescadores. Eran simples enramadas donde el “Bolo” Lengua, los Gómez y el turco Miguel Queruz se amparaban del sol inclemente, extendían a secar los chinchorros de pesca después de cada jornada y dormían sin temores, excepto al tigre, del cual se protegían amarrando una tortuga grande a uno de los parales del rancho, pues se creía que ahuyentaba a la fiera. Desde allí y hacia todas partes, se apreciaba, con todo su esplendor, la inmensidad del playón enmarcado a lo lejos por el cerro Champán y más allá por la Serranía de Perijá (o de Los Motilones). Era un panorama impresionantemente hermoso.

En ese lugar desemboca el importante caño Juan de Torres ( continuación de Caño Largo, según algunos), después de un largo recorrido desde el norte. Siguiendo su curso o el del río Cesar, el espectáculo es maravilloso: sobre los manglares y otros árboles posan garzas, barraquetes, patos yuyos, coclíes y otras aves de variado vuelo; sobre el taruyal, tripas de pollo y otras plantas acuáticas, merodean tangas, gallitos de ciénaga, galanes y, aquí y allá, pisingos y patos procedentes del Canadá; bajo el cielo intensamente azul, sobrevuelan águilas, guaras, piguas, goleros, gavilanes, tijeretas, carraos y un sinnúmero de pájaros llamativos. A medida que se continúa hacia el oriente, y alejándose de la montaña, se encuentra una flora diversa. Años antes, un pasto de gramínea alta, el gramalote, cubría el terreno en casi toda su extensión, por lo que los ganaderos aprovechaban para traer sus reses desde tierra firme. Miles de ellas pastaban allí libres, bajo la acechanza de los tigres, pero sin alambradas que delimitaran ni abigeos que se las robaran. La honradez generalizada, la palabra empeñada y la cooperación mutua de los habitantes y vaqueros trashumantes lo impedían.

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Pero antes de llegar a Los Placeres el panorama mixto que presentan el río Cesar y la ciénaga, visto al atardecer desde lo alto del mirador rústico, es un panorama de ensueño: hacia el sur la ciénaga presenta franjas de playa e islas que rompen la monotonía del inmenso espejo de agua, y hacia el oriente emerge una llanura enmarcada por los manglares que bordean el curso sinuoso del río.

En otro tiempo El Encanto, residencia habitual del viejo Pérez, fue el lugar preferido para disfrutar de aquel espectáculo, pues a ello se sumaban las delicias de los frutales del huerto, que el viejo compartía con acostumbrada generosidad. Y unos metros adelante, el lugar invitaba a un baño refrescante en aguas poco profundas con lecho libre de fango y de las temidas púas de las rayas. Esta franja, entre El Encanto y Los Placeres, es el sitio ideal para deleitar la vista y gozar con la pesca deportiva. Allí podría construirse uno de los albergues a los que me refiero al final de esta obra.

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4. PLAYÓN ADENTRO

Los inviernos y los veranos son variables, pero en un verano fuerte se podía, y se puede, ir desde el puerto Arenal a Pujango- puerto sobre el río Cesar de la lejana Saloa, en carro, en motocicleta o a caballo, y hasta Curumaní, en las faldas de la serranía, luego de atravesar el río Cesar en el sitio de Pesquería. Hacia allá o en otra dirección, remontando el caño Juan de Torres y el caño Maluco, el gramalotal era más denso y pequeños charcos y pocetas aparecían a la vista. Eran el hábitat de babillas, ponches, tortugas, galápagas (hicoteas), coyongos y chavarries. Cazar galápagas (el masculino poco se usa) o ir a galapaguear era una de las actividades de los moradores del lugar. A uno de ellos, a quien le pregunté cómo lo hacía, respondió:

- Es fácil. Cuando hay cosecha, uno se mete en el charco con una puya de uvita de lata y comienza a puyar aquí y allá. Si siente algo duro, con cierto sonido, es que se trata de una galápaga o de una tortuga. Entonces uno se hunde, la agarra y la tira a la orilla para que el compañero la recoja. Y sigue puyando y sigue sacando.

- ¿Y si no tiene puya o ésta se le quiebra?- Que una vara de uvita de lata se quiebre es raro, porque es muy fuerte y por eso la usan para bogar la canoa. Pero

entonces uno lanza el trozo de vara o una piedra a un punto cercano y si ve que algo se mueve entonces uno se tira ligero al agua a reliar con los brazos abiertos y comienza a buscar lo que se movió. Esto se hace cuando el charco no es muy hondo

- ¿Y qué pasa si no es una galápaga o una tortuga lo que se movió?- A veces pasa que puede ser una culebra o una babilla y lo puede morder a uno. O puede ser un caimán y ahí sí,

depende del tamaño. A un amigo le pasó que un caimán le dejó un brazo ñoco, y a un señor que vivía en Los Peronilos le dio tanto susto con un caimancito, que se cagó y el agua se puso como negrusca y desde entonces lo llaman cagatinta.

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Aquello era un procedimiento sencillo. Pero cuando el galapagueo se realizaba en tierra, en los gramalotales, el modo era diferente y brutal: se recurría al fuego. El gramalote seco ardía con suma facilidad y en pocos minutos una hectárea era presa de las llamas. Apenas se iniciaba el fuego, las galápagas iban saliendo de sus nidos y eran recogidas vivas. Pero después, muchas morían carbonizadas y era incalculable la cantidad de huevos que se destruían, tanto de ellas como de otros reptiles y pequeñas aves. Eso no importaba a los galapagueros, tampoco importaba que el pajonal siguiera ardiendo, pues no había manera de apagarlo.

El playón en llamas era un espectáculo deprimente y a veces el fuego era propiciado solo para oír el traqueteo de las ramas secas. Por eso no era raro ver en las noches, en una temporada de “cosecha”, tres o más incendios iluminando simultáneamente el paisaje. Porque lo que interesaba era llegar a casa con el costal repleto y recibir por ello unos pesos y la satisfacción de degustar repetidamente un plato de pebre, después de matar la galápaga sumergiéndola en una olla de agua hirviendo, sometiéndola al fuego o destrozándola, presa por presa, después de rajarle la boca para que no mordiera y rebanarle el pecho sin consideración alguna . Y todos los años sucedía lo mismo. Y, desde luego, cada año había menos galápagas y menos gramalote, hasta que natura se cansó y hoy día el gramalote es un pasto extinguido. Y ¡oh asombro! La malva, un arbusto de las orillas, se ha extendido y lo ha reemplazado en muchas partes. Además de tortugas y galápagas era posible encontrar por los alrededores de caño Maluco coyongos y chavarríes, aves enormes de muy corto vuelo, y ponches o chigüiros que también se extinguieron por la caza y las quemas de los pajonales. El coyongo tenía la apariencia de una garza enorme, de pico largo, grueso y fuerte. Su manera peculiar de andar y efectuar ciertos movimientos alrededor de la hembra, inspiraron la creación de la danza de los coyongos, que se sigue presentando durante el carnaval. Por su imponencia se le llamaba rey de las garzas.

Refiriéndose al chavarrí, el profesor de la universidad del Tolima y, “guardián de los playones”, Gonzalo Palomino Ortiz, chimichagüero como yo, lo describe así:

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El Chavarri es un ave de gran tamaño, su vuelo es fuerte y lento, planea durante largos trechos. Usualmente se le encuentra posado en el suelo o en árboles de las riberas de las ciénagas…”No tiene enemigos, el único que los mata es el hombre, la escopeta, y para nada, porque no se los come…Es un animal muy noble cuando se lo coge desde chiquito y se cría en la casa: cuida las gallinas, los patos, a los niños, nos cuida a todos, es como un policía silvestre. Tiene unas herramientas especiales en las alas, son como dos espolones en los hombros y cuando alguien intenta atacarlo embiste como un toro, con las alas medio abiertas, medio arrastradas, y al choque con los espolones corta la carne de un tajo. Ya todos los perros vecinos lo saben y no se le acercan, los gavilanes le temen, la zorra le recela…es un animal muy noble, que lástima que algunos malnacidos lo maten”… Frecuentemente se le encuentra solitario….tiene una altura que casi llega al metro, de color gris azulado oscuro, con una parte del cuello blanca, cuerpo voluminoso con la cabeza pequeña y algunas plumas de la coronilla alargadas formando copete. Pico corto fuerte…Anida a media altura y pone usualmente dos huevos blancos de gran tamaño…Se le conoce con el nombre científico de chauna chavarria. (El último vuelo del chavarrí-Grupo Ecológico, Ibagué, 2007).

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Chavarríes

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Se han adueñado de los playones, sin que las autoridades lo impidan.

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5. BORDEANDO LA MONTAÑA

Playón Grande no es solo la llanura que he descrito, de él hace parte también la montaña que lo delimita, donde playón y montaña "se dan la mano". Sucede que durante el invierno las aguas penetran en ella hasta donde los rincones y relieve del terreno lo permiten, pero en el verano y a medida que las aguas bajan, es allí donde se presentan los primeros asomos de playón. Al borde de éste viven los moradores y es por eso por lo que la mayoría de ellos deben desalojar sus parcelas en invierno. Cada parcela se conoce como plan o posesión y comprende la porción de montaña en la que se ejerce la propiedad. Todas tienen nombre y las más cercanas constituyen vereda.

Siguiendo hacia el norte, desde Los Placeres, comienza la vereda Ojo de agua- llamada así por un manantial, ya desaparecido- asentada sobre un pedregal extenso que no permite sembrados. Tan pedregoso es el terreno que la información llegó a Barranquilla y desde allá llegó dos veces el buque Bremen, en los años 20-30, para llevarse cientos de toneladas de piedras de diversos colores y tamaños.

En aquel entonces la vereda estaba constituida por unas diez familias y alrededor de 60 habitantes pescadores unos, corraleros otros y analfabetos casi todos. A ellos los unía el vínculo de la pobreza, pero poseían, en cambio, paz para ejercer su trabajo con libertad y seguridad, algo que muchos pobres de hoy aún no conocen. Algunos disponían de pocas reses, así que cada plan se componía de un corral, un chiquero, una roza y una o dos casas construidas con paredes de barro, palos o pencas y techo de hojas de palma de vino. En algunos ranchos vivía el propietario con toda o parte de su familia; en otros, apenas el cuidandero con su mujer y el patrón llegaba a darle vuelta y recoger los productos. Cuando había que empalmar una casa, acudían los amigos, a quienes se retribuía con guarapo de piña, chicha de grano (de maíz) algo fermentada y sancocho de pescado o de cerdo. Si el propietario era pudiente, circulaba ñeque o ron Topacio en totuma pequeña o en coca.

Finalizadas las fiestas del 8 de diciembre, día de la patrona de Chimichagua, comenzaba en el Ojo de Agua la

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actividad veraniega: aquí se tejían o arreglaban las atarrayas y chinchorros de pesca; acá se preparaban los arpones, flechas y anzuelos; allí se construían o remendaban las canoas; allá se templaban los alambres, se estacaban los corrales y chiqueros, se aprendía a hacer lazos y a enlazar probando con chambucos a los horquetones; más allá jugaban los niños a la vaquería con totumos y limones, ordeñaban vacas imaginarias que daban leche espumosa con sabor a frutas, apostaban al ciminduñe, abre el puño….

Simultáneamente comenzaba una maravillosa metamorfosis: todas las ciénagas se iban despojando a prisa de las aguas invernales; empezaban a angostarse los caños y a extenderse y salpicarse el playón de pocetas, barrizales, pajonales y senderos; iba apareciendo, como por encanto, una variedad increíble de animales, aves y plantas. La naturaleza cambiaba ofreciendo a los habitantes del Ojo de Agua una llanura colmada de alimentos para sus habitantes, de pastos para sus ganados, de espacio para dar vuelo a la imaginación, nuevos ecos, nuevos aromas....

Pero llegaba la Semana Santa y con ella se iba el verano. Los días santos no eran de rezos y procesiones, sino de recogimiento y respeto. Nada de bebidas embriagantes, ni bailes, ni gritos, ni golpes, ni riñas. Nada que supuestamente ofendiera, doliera o hiciera sangrar o sufrir a Jesucristo. Era costumbre las visitas de amigos y parientes y a ellos se les ofrecía platillos de dulces preparados la semana anterior. Un sacerdote se encargaría después de prohibir tales visitas bajo pecado, porque la gente se ausentaba del templo y de las procesiones.

En abril llegaban las lluvias y Playón Grande comenzaba a enrollar su alfombra veraniega y a esconder los tesoros de fauna y flora que habían dejado la ignorancia de muchos y la irracionalidad de algunos. También, poco a poco, pero inexorablemente, los playones con sus pastos y corrales iban desapareciendo; los pescadores recogían sus redes y los vaqueros retiraban los ganados. Al finalizar mayo, el Ojo de Agua toda era una vereda flanqueada por las aguas, que todo lo inundaban: los caminos, los potreros, las rozas. ¿Adónde iban los animales que sobrevivieron? Nos decían que subían al cielo y volverían el próximo verano.

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Cuando se quería anzueliar, las carnadas escogidas eran la yuya o hígado del bocachico y las sardinas. Éstas se conseguían fácilmente por arrastre: dos hojas de palma de vino atadas, o simplemente una vara apropiada, se arrastraba sin pausa en el agua desde una corta distancia hasta la orilla, con lo cual se iban precipitando las sardinas a tierra. Era tal la abundancia de sardinas, que bastaban dos intentos. Cuando la pesca era con atarraya, el atarrayero, encargado de tirarla al agua y de descamar y arrollar los pescados, iba acompañado del patrón, cuyo oficio era bogar y controlar (patroniar) la canoa. Con el chinchorro era diferente, pues siendo una red de muchos metros de largo, se requerían seis o más hombres para maniobrarla . Chinchorriar era más productivo que atarrayar. El pescador atarrayero vivía al día, el chinchorrero exportaba pescado mamo (bocachico y bagre salados y secos) y vivía mejor. No faltaba el depredador que usaba barbasco o dinamita para obtener una pesca mayor y pronta. Años después se pondrían de moda los trasmallos de cientos de metros de largo, que facilitan la captura de sardinas y peces muy pequeños, por supuesto todavía sin la posibilidad de desovar.

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6. EL APORREO

La pesca o caza de caimanes era diferente. Un modo era introduciéndose en la cueva, donde dormitaban, provisto de un buen lazo en la mano y de un ánimo resuelto en el corazón. Otra manera empleada era el aporreo. Aunque yo sé cómo se hacía, pero no lo puse en práctica, cedo la descripción poética y detallada al Padre Enrique Pérez Arbeláez, jesuita científico que por los años treinta y cuarenta, como ya lo dije, acostumbraba disfrutar del verano en Playón Grande y presenció la maniobra:

“Una de las escenas más emocionantes de la vida colombiana en la naturaleza es, sin duda, la pesca de trincheras o aporreo, tal como la practican los ribereños del río Cesar, al sur del departamento del Magdalena.

La época propicia es el verano, cuando las aguas del río, bajada de los playones, se recogen a cauces estrechos y los animales acuáticos, tortugas, peces, caimanes y babillas, apenas caben en las ondas prolíferas. Se desecan los caños y las lagunetas, los animales aéreos acosados por el calor y la sed acuden a las orillas del río poblándolas de colorido, de formas, de maravillas del instinto. Garzas, martines pescadores, patos yuyos y agujos, águilas, pájaros-toros, se dedican a la pesca. Bajo la sombra de los mangles, cubiertos de la trepadora esponjilla, dormitan los venados, las guartinajas, los ñeques, los lanchos y las zorras patonas. Tras ellos sigue cauteloso y severo "tío tigre", el genio del miedo.

Domingo Navarro y su sobrino Manuel de los Reyes Díaz, ambos fuertes y valientes hasta lo temerario, avezados a enlazar caimán, nos habían invitado a una pesca en trinchera. Como complemento, la mujer de Domingo, María Torcoroma Coronel, prepararía un sancocho de pescado. Así que subimos desde Bocas de Similoa, donde en verano está el puerto de Chiriguaná, a la Jaraba, y a una estrechura del Cesar, apropiada para nuestra aventura.

El secreto de la pesca en trinchera son el silencio y el estrépito, cada uno a su tiempo. Llegados al sitio, los hombres se internan calladamente en el monte y regresan cargados de varas y bejucos. Con ellos fabrican, de orilla a orilla, un

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enjaulado, de espacios pequeños, según la pesca que se desea obtener. Es la trinchera. Las varas van clavadas en el fondo y en las orillas y los atravesaños muy bien trabados y amarrados desde el fondo, lo que impone hundirse bajo el agua largo rato.

Al fin la trinchera queda lista. Detrás de ella se colocan canoas para los “recibidores”, delante se instalan los trincheros que son mozos más fuertes y arriesgados. Reyes Díaz toma para sí la parte más honda. A lo largo de la trinchera han echado una cuerda que termina en un chambuque o lazada.

Desde aquí, la escena sucede con rapidez impresionante. Ante todo una orden de silencio cohíbe todo movimiento, sella los labios, hace hablar por señas y evita hasta los reflejos. A las canoas, que están listas a la parte de arriba de la trinchera, entran cautelosamente mujeres, niños y muchachos provistos de tambores, sonajas, cachiporras y aporreadores, que son trozos de leño redondo encabados en largas varas.

Estas canoas suben, agua arriba, unos cinco kilómetros, en el mayor silencio. Los canaletes apenas agitan el agua, plateando al sol del medio día. Desde allá comienza el aporreo.

Sobre la selva muda se desata entonces, una algarabía indefinible de gritos, insultos al caimán, golpes al agua, hurgones a las orillas y al fondo, redobles y repiqueteos. Va despertando a cuanto vive, acorralándolo aguas abajo contra las trincheras. Huyen las garzas, se espantan los monos, entre tanto los trincheros aguardan anhelantes y excitados, pero mudos.

Un primer movimiento de las aguas anuncia la llegada de los peces. Pero como esta vez se han dejado espacios grandes en la trinchera, aunque la hagan cimbrarse, la salvan y escapan. Detrás de los peces vienen las tortugas. Buscan huir del cataclismo de los estrépitos: pegan en la trinchera; los hombres las atrapan y las entregan a los recogedores que las echan patas arriba en su canoa. Una, cinco, treinta, cincuenta,

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setenta y cuatro.

Por último, ya cuando las canoas de los aporreadores están encima, anunciándose con un gran remolino de las aguas turbias, baja el caimán, los trincheros lo dejan llegar, pero el respeto se pinta en sus rostros. Reyes está pálido.

Por instinto, el caimán acorralado va a tenderse, junto a la trinchera, en el punto más hondo del río. Reyes, que ya tiene la lazada en la mano, se hunde como un plomo.

Pasó un rato que me pareció un siglo. Cuando de nuevo flotó, lanzó un grito:¡Jalen!. Había enlazado al caimán. Todos ayudamos a arrastrarlo hacia la orilla, pero antes de sacarlo ya lo habían matado a machetazos.

El sancocho de "misiá" Torcoroma estuvo muy animado.

"A Cuco le picó una raya, pero el doctor lo curó con hojas de gusanero y aguardiente".

"También a Mingo, pero con el susto ni hizo caso".

"Tómese ese" lapo" de ron, compa, no vay le dé fiebre con ese sol y en el agua

¿A quién le tocan las tortugas?

A mí me tocó una. Pero esa misma noche se escapó y a estas horas debe estar otra vez en el Cesar, si es que otro aporreo no la hizo víctima de otros trincheros. Y…que le vaya bien.Con la vida pescadora, el magdalenés se familiarizó con su canoa. Dueño de un territorio surcado de ríos y canales, cubierto de lagunas, goza con embarcarse en su tronco hueco y sentirse amo de la distancia; en bogar hacia las nubes

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reflejadas entre la prodigiosa vegetación de las orillas, esperando todo de las aguas dadivosas.

Su única incomodidad es la "plaga", los mosquitos que en invierno, a la caída de la tarde, se convierten en azotes faraónicos.

Para defenderse de sus picaduras apela al musengue, un utensilio sacado de las támaras de algunas palmas, desfibrándolas mediante la fermentación, machacado y lavado.

Cuando el pescador se ve más acosado de la plaga que no lo deja dormir, entonces se mete en una "tumba" que es un hoyo en la arena, donde se cubre dejando fuera, para respirar, solo la nariz, sobre la cual pone el sombrero de paja.

Así es de dura la vida y así la vencen la virilidad y el avezamiento a las incomodidades. Se podría decir aquí lo que dice de los soldados españoles Calderón de la Barca:

"Todo lo sufren en cualquier asalto,sólo no sufren que les hablen alto".

(”Chiriguaná ayer, hoy y mañana”. Juan Mejía Gómez, Edit..ABC, Bogotá,1979).

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7. DEL OJO DE AGUA HACIA EL NORTE

Como he reiterado, cuando el invierno es crudo, las aguas cubren todos los rincones y recovecos que la montaña y el relieve del terreno le ofrecen y durante el verano hay lugares que secan primero y otros que permanecen inundados. Esas ciénagas menores y pocetas dan al paisaje un atractivo diferente, pues se encuentran árboles gigantescos entre una y otra que sirven de orientación y es allí donde anidan las garzas y otras aves cuyos colores y revoloteos son señales para ubicar reses atolladas o muertas.

Continuando del Ojo de Agua hacia el norte y el este, Playón Grande se extiende desmesuradamente hasta copar al río Cesar en por lo menos un tercio de su recorrido. Desde el sitio llamado la punta de Patrón se puede apreciar un panorama magnífico de más de 200 grados. Allí, hacia el oeste, aparece uno de esos rincones, anchos y profundos en invierno, en cuya orilla, al fondo, se encuentra la vereda Los Peronilos y hacia el norte la vereda Plata Perdía. Aquí vivía Heriberto Pretel, famoso cantador y creador folclorista de tamboras y a la vez propietario de la Divina Pastora, una estatuilla en piedra encontrada por un tío suyo en 1899. Alrededor de él y ella giraba gran parte de la vida veredal y de otros lugares del municipio de Chimichagua, debido a la fe de los moradores y a las fiestas de tambora o acordeón, pues Pastora y fiesta iban siempre juntas. En ocasiones la romería superaba al número de residentes y a veces las parrandas se convertían en medio para realizar negocios. Un paseo vallenato, de Nafer Durán, contribuía a reclutar devotos. Dice así:

A la divina Pastora le voy a pedí un milagro,porque ella es milagrosa y lo que se le pide da,voy a pedile, de toda caridá,que me libre en el mundo de muchas cosas:en la casa me libre de mi mujery en el monte de culebra venenosa…

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Muy cerca de Plata Perdía se encuentran sabanas y el cerro de Chimichagua, pleno y rodeado de montaña espesa, y por sus caminos transitaban a diario, todo el año, campesinos y vaqueros, cosa que no ocurría en el Ojo de Agua. Esta ubicación privilegiada y el fervor del pueblo hacia La Pastorita hacían de Plata Perdía una de las veredas más importantes de Playón Grande. Heriberto Pretel era consciente de esa importancia y por eso atraía a muchos con sus relatos sobre la aparición de la santa y sus milagros y con las noticias sobre las fiestas que se llevarían a cabo aquí y allá. Con lo que pagaban por tales fiestas, mandas, milagros y las limosnas voluntarias, Heriberto y su familia vivían cómodamente.

Siguiendo hacia el norte y no lejos de Plata Perdía se encuentran la ciénaga de La Ceiba, la desembocadura de Caño Largo y más adelante la ciénaga El Rubio, los playones de Tronconal y los colindantes a lado y lado con el río Cesar. Por allá quedaban los dominios de los ganaderos más ricos de Chimichagua y era allá donde se podía apreciar en toda su intensidad el ajetreo vaquero y corralero del ganado y recordar similitudes o paralelos con la Pampa, si se había leído la novela Don Segundo Sombra, del argentino Ricardo Güiraldes. O recordar después lo vivido mientras se la leía. Fue esto último lo que le aconteció a mi amigo Vítor Bacca Soto (Vitico), hijo mayor de uno de aquellos ganaderos y hábil vaquero desde niño, quien me envió sus comentarios luego de terminada la lectura, ya a edad avanzada, y de espuelear la memoria con los siguientes y otros pasajes:

El argentino en su huída llegó a una estancia en donde conoció al mejor amansador de yeguas de la regiónEl argentino, con lo que ganó en su primer trabajo, compró un pingo (potro) que le serviría para enrolarse en el oficio de arreador (vaquero)…En el camino el argentino encontró el pingo sin amansar que había montado pocos días antes y lo volvió a montar hasta dejarlo prácticamente domadoEn la continuación del viaje, y mientras su caballo tomaba agua en un arroyo, el argentino recapituló su vida: pensó en las tías, en el pueblo, en la huída de la casa de las tías, en la primera hacienda, en su primer trabajo, en el amansador de yeguas, en los conocimientos que había adquirido al lado de don Segundo Sombra, su padrino, el hombre que lo indujo a trabajar en la pampa….

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El argentino y su padrino llegaron a una estancia donde se encontraron con Pedro Barrals, un viejo conocido. En la estancia estaban de fiesta, en la tarde empezaron a llegar hombres y mujeres….En un intermedio, don Segundo fue instado por sus amigos a que les refiriera algunos cuentos y lo hizo con conocimiento de las tradiciones pamperas…

La intención de Víctor era que conversáramos sobre aquellos y otros sucesos afines en un próximo encuentro que, por su repentino deceso, no se pudo cumplir. Termina su carta diciendo:…”Indudablemente el contenido del libro…maneja con maestría, como un buen domador, la universalidad del tema que, en personas como tú y yo, criados en la cultura playonera, despierta un interés especial”. Con esta última frase Víctor me puso de presente que él también había sentido en Los Solos y otras posesiones de su contorno, La Zaraíta, la Ceiba Arriba, La Estancia, etc., eso que yo he visto como una simbiosis cultural y que Fals Borda califica de cultura anfibia, sobre la cual, referida a Playón Grande, poco o nada se ha escrito en el Cesar, y sobre lo cual quizás habríamos profundizado, dadas las cualidades e inquietudes intelectuales de Víctor.

Y a propósito de La Estancia y para ampliar aún más la idea de lo que es Playón Grande, se sabe que por allá en 1927 llegó a Chimichagua un camión del turco Salomón Held, manejado por un tal José de la Cruz, que llamaban “Cuco”. Ese camión vino de Chiriguaná por trochas y playones pasando por Guanabanito, Las Palmas, el puerto de La Estancia, Caño Largo. Y de aquí siguió a El Banco y volvió a Barranquilla en barco, Se trató de una proeza increíble y sólo comparable con la hazaña de haber llevado el camión hasta Chiriguaná por caminos de arrieros. ¿Qué buscaría el turco con semejante odisea? El secreto se debió quedar en el embalse del río Cesar.

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Heriberto Pretel, creador de tamboras (ritmo y canto) y su divina pastora, la santa milagrosa de los campesinos.

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8. PERDIDO EN PLAYÓN GRANDE

Más allá de caño Maluco, las fronteras del playón se desdibujan, los puntos de referencia se confunden y la posibilidad de extraviarse es real, si se tiene la intención de llegar a Guaimaral o al puerto mismo de Chiriguaná. Siendo una zona de muchos miles de hectáreas, es indispensable un buen baquiano. Mi amigo Vitico, se perdió allí durante unas vacaciones de estudiante. Los siguientes apartes de su relato -60 años después- corroboran lo dicho y es una muestra de las vicisitudes que le pueden esperar a quien ose emprender la travesía sin las debidas precauciones:

Asuetos de Semana Santa

“…A eso de las cinco de la tarde llegamos con Samuel a la orilla del río, justo frente a la casa del tío de los vaqueros. Pedimos canoa, desensillamos los animales para no mojar los aperos y embalsamos el Cesar. El tío nos recibió con una pregunta: “¿en dónde se quedaron esos carajos?. Cuando le contamos lo ocurrido, el viejo nos dijo: “bueno, no continúen camino porque ya es de noche y se pierden”. No obstante, confiando en la aparente veteranía de Samuelito, le pregunté: oye mano, ¿tú sabes el camino?. “Claro”, respondió el muchacho sin vacilar. No se dijeron ni una palabra más, terminaron de ensillar, se montaron y gritaron: “¡adiós, tío!”. “Se van a perder”, respondió el viejo, sin mirarnos.

Entre oscuro y claro recorrimos el trayecto de playón antes de penetrar en la ceja de monte que lo bordeaba. Apenas entramos, la sombra nos hizo perder el rumbo, en medio de tantas sendas de ganado. Por muchas de ellas venían reses en busca de la majada para dormir.Media hora de travesía y estábamos ante un playón inmensamente grande, pero espantosamente solo. Tomamos una de las sendas de ganado y avanzamos siempre resueltos; el del burro iba adelante, porque él era el baquiano. El día se había terminado y pronto la luna apareció en el horizonte iluminando tenuemente aquella hermosa llanura. Burro y caballos avanzaban aguijoneados por el taloneo de sus jinetes. Samuelito, para disimular la preocupación de si iba o no por buen camino, comenzó a silbar paseos vallenatos. De pronto, cuando la luna

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se hacía más brillante, miró hacia atrás y comenzó a canturrear:

“Yo salí, yo salí de los playones / yo salí de los playonesque hay a orillas del río Cesar,yo soy el que sé enlazar /hombe a los novillos / a los novillos cimarronesque salen de la montaña /a dormir en los playonesy se van de madrugada / porque el tigre se los come.

Yo dejé, yo dejé una playonera / yo dejé una playonerallorándome en el playón pero me traje su huella /pintada en el corazónasí como lo hace el toro /cuando pisa en el playón:deja la huella en el lodo /en forma de corazón.”

Bonito que cantas la música de Escalona, le dije, siguiendo en mi cabalgadura, pero cuéntame: ¿para dónde carajos me estás llevando?, ¿Ves aquella lucecita casi apagada por el brillo de la luna?, debe ser un rancho, me dijo Samuel y continuó: allí descansaremos. Por los innumerables senderos veíamos que venían algunas reses rezagadas en busca de su dormitorio, mientras la luna subía en el firmamento. “Mira, allá hay una vaca acostada en el camino, el rancho debe estar cerca”, dijo Samuel. Cuando avanzamos unos cuantos metros, comprendimos que se trataba de una hermosa vaca blanca que estaba pariendo, tendida sobre el pasto del camino. Nos pusimos a curiosearla y vimos que el animal tenía problemas: el ternero no podía salir. Samuelito, práctico en todo menester pese a su corta edad, se bajó del burro, se acercó a la vaca y con la suavidad de experto veterinario, le acomodó la cría, tiró lentamente de la cabeza del ternero, que respiraba bien, y al instante brotó. Como si nada, y bajo la mirada agradecida de la vaca, montó en su burro y dijo mirando desconsolado hacia la lucecita: “el rancho todavía está lejos, estas llanuras engañan”. Quizás una hora después de andar en dirección a la lucecita sufrimos una gran desilusión, al comprobar que ella venía de un tronco viejo que

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algunos caminantes debieron encender durante el día.

“¿Y ahora qué?, dijo Samuel. “Ahora nos regresamos”- repliqué en tono enérgico-y continué diciendo: “esa ceja de monte que hemos traído siempre a mano izquierda, la debemos mantener ahora siempre a nuestra derecha. Sigue, puya el burro tú que eres el baquiano”- le dije en tono burlón. “No jodas, hermano, no eches vainas, no vengas a pelear conmigo a estas horas, porque así nos perderemos más ligero”- respondió Samuel. Avanzábamos y avanzábamos taloneando nuestras cabalgaduras para que rindiera el paso. Al rato nos alegramos al ver la misma vaca del mal parto, parada, lamiéndole el ombligo a su hermosa cría, que ya se había endurecido y se mantenía en pie al lado de su madre tratando de mamar.

Varias horas habían transcurrido desde cuando desobedecimos al tío y continuamos el viaje sin su consentimiento, para embarcarnos en aquella amarga experiencia….”Carajo, se vinieron a perder”- rezongó Julio Rafael. “Con tal que no se encuentren con el tigre, todo está bien”- concluyó. Una vez ensillaron después de atravesar el río enrumbaron al trote, pasaron la ceja de monte con el brillo de la luna sobre sus cabezas y, conocedores de aquellos parajes, dirigieron sus pasos a la finca de mi padre, la misma en donde debían entregar los veinte terneros a don Loro. Ninguna consideración tuvieron con sus caballos, pues casi a carrera limpia recorrieron el trayecto. Cuando llegaron, como a las once de la noche, constataron con mi padre que no habíamos llegado. “ ¡Por dónde andarán esos muchachos!. Se vinieron adelante y seguramente se perdieron”- dijo alguien. “¡Pasito! - dijo mi padre- no hagan alboroto que se despierta la mamá y quién la aguanta llorando, ¡que vaina!. ¡Pronto!, que todavía hay buena luna, cojamos cuatro caballos que hay en este potrerito y vamos a buscarlos”, susurró en voz baja Rodrigo, que parecía el más preocupado.

En menos de media hora seis jinetes recorrían el camino de regreso en busca de los muchachos. Supusieron, lógicamente, que después de atravesar la primera ceja de monte habían tomado hacia la izquierda, en lugar de hacerlo a la derecha, que conducía al camino correcto. Cuando se acercaron a la región en donde supuestamente debían encontrarse los perdidos, comenzaron a gritar con toda la fuerza de sus pulmones. Quién sabe cuanto tiempo tendrían

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de estar en estas, pero cada vez gritaban con mayor potencia, turnándose de tres en tres.

En el momento en que los perdidos regresábamos cansados y llorosos llegó a nuestros oídos algo así como un grito. “Uy, mano, qué susto, oye los gritos de la llorona loca, ahora sí nos llevó mandinga”- comentó Samuel- supersticioso y aterrado. “¡Qué va, hombe, esos deben ser algunos monos cotudos que están sin sueño en la copa de los árboles de esas montañas”- dije tratando de aminorar el susto. Los gritos se repitieron, cada vez más claros, y sacando ánimo comencé a contestarles. Un rato después estábamos juntos. Los muchachos no sabían si llorar o reír. “¿Qué hora es?”- pregunté por fin. ¡Qué horas ni qué carajos! , nadie tenía reloj…. "Ya no falta mucho para amanecer" – rezongó uno del grupo. Quizás eran las cuatro de la mañana cuando arribamos de regreso. Rápidamente, y en silencio para no despertar a la gente, colgamos las hamacas....

Comentando este y otros episodios que le sucedieron o presenció en Playón Grande, fue cuando le hablé a Víctor de la novela Don Segundo Sombra, en la cual se narra las andanzas del personaje en la Pampa argentina. Quedó impresionado de ciertas similitudes e interesado en leer el libro, cosa que hizo detenidamente y luego me envió los comentarios que aparecen en el capítulo anterior.

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9. POR CAÑO LARGO HACIA EL PASO

Dejo atrás ese inmenso y hermoso territorio de las veredas y posesiones mencionadas (El Ojo de Agua, Plata Perdía, Los Solos, La Estancia, El Delirio, etc.), donde en el verano podían pastar miles y miles de reses, sumadas las de los diez ganaderos mayores de Chimichagua con las provenientes de otros sitios lejanos, y contarse por cientos el número de vaqueros y corraleros, para proseguir hacia el norte por el caño más importante de Playón Grande: Caño Largo. Este riachuelo es el enlace entre los playones de El Paso y Los Placeres. Allá se deriva del río Ariguaní, tributario del Cesar, aumenta luego su caudal por parte de éste a través de una madrevieja en el sitio La Brillantina y tras un recorrido de muchos kilómetros por los playones de El Rubio y otras ciénagas, vuelve al río Cesar, según me han dicho, con el nombre de Juan de Torres, allá en Los Placeres, muy cerca de la desembocadura del río en la ciénaga de Chimichagua. En realidad, es difícil saber si la multitud de caños que bajan del norte, oriente y occidente se quedan en las ciénagas menores o prosiguen. O si a partir de estas se originan nuevos caños. En la mencionada Plancha No. 55 del Instituto Agustín Codazzi no hay claridad en esto, incluso aparece Caño Largo como más caudaloso que el río Cesar. Realmente sí era un riachuelo ancho y profundo en décadas pasadas.

La importancia de Caño Largo se puede apreciar por el número de posesiones que hay en sus orillas, pero también por canalizar las aguas adyacentes hacia la ciénaga de Zapatosa. Gracias a ese vertedero natural se dio la posibilidad de abrir una región que tuvo gran importancia económica y social. Se sabe que en los años 30 subían lanchas por el caño, procedentes de El Banco, llevando mercancías y embarcando pescado, cerdos y otros productos. Los tigres y otros animales salvajes rondaban por sus orillas, al igual que los vaqueros procedentes de la hacienda Las Cabezas, la más extensa y rica de todo el Caribe colombiano, con más de 30.000 hectáreas y miles de reses que pastaban en los playones del río Cesar. El origen de esta hacienda se remonta hasta mediados del siglo XVlll, cuando el Mariscal Fernando de Mier y Guerra la fundó con el nombre de Santa Bárbara de las Cabezas. Con el tiempo sufrió segregaciones y finalmente parte de ella quedó en manos de las familias Tres Palacios y Gutiérrez de Piñeres, de Mompós, quienes fijaron residencia temporal en Chimichagua. Se cuenta que de la hacienda Bellaluz, de los Gutiérrez de Piñeres,

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exportaban cien novillos, mensualmente, hacia los Santanderes y otro tanto hacia Santa Marta y Barranquilla.

Hubo un tiempo en que el hoy departamento del Cesar fue uno de los primeros productores de ganado. Y esa actividad ganadera tenía como epicentro los playones de Chiriguaná y de Chimichagua, o sea, Playón Grande. Caño Largo era un vínculo de relación entre los vaqueros. Subiendo por él, en canoa, se llegaba a la renombrada vereda Tronconal y se podía seguir hacia el río Ariguaní, sobre cuyas orillas se encuentra la población de El Paso. Las lanchas lo hacían por el río Cesar hasta encontrarse con su afluente. Nada de ello existe hoy, no sólo por la irrupción del transporte automotor, sino también porque Caño Largo ha perdido toda su importancia fluvial. Sin embargo, Tronconal subsiste. Y ya que lo menciono, séame permitido insertar a continuación fragmentos de mi novela UN VERANO EN TRONCONAL, que pocos conocen. Lo hago porque en ella el personaje central vivió algunas de mis experiencias personales en ese lugar y porque el conjunto de las suyas y las mías dan una idea, bastante aproximada, del acontecer de las veredas situadas a lo largo y ancho de Playón Grande. Yo diría que, en términos literarios, Un verano en Tronconal es, también, una manera novelada de contar los estrechos vínculos entre los playones y Chimichagua, la cabecera municipal.

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na historia múltiple con sus encantos y tristezas, ua través de la cual desfilan lugares, costumbres, personajes, casos y cosas de Chimiloa, el mundo

de ficción y realidad al que pertenece Tronconal.

UN VERANO EN TRONCONAL

UN VERANO EN TRONCONAL

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10. UN VERANO EN TRONCONAL

…Mi relación con Mae no comenzó con preludios conocidos, como suele pasar, sino que estuvo ligada a un joven que conocí durante un verano que pasé en Tronconal, una vereda en las riberas del caño, que desde el primer momento bauticé Caño Libre por el fluir limpio, denso y gracioso de su corriente. Si no lo hubiera conocido, posiblemente no me habría fijado en Mae ni habrían ocurrido las cosas que quiero contar. Por eso me referiré a él en primer lugar.

....Fue justo en el camino de Chimiloa a Tronconal donde conocí a este hombre, un auténtico campesino playonero que por su tenacidad y otras razones dejaría estampado, tiempo después, su nombre y fama por las veredas, rincones, caminos y breñales de la región que bauticé Playón Grande. Su apariencia daba lugar a confundirlo con un holgazán o un tonto cualquiera de 30 años de edad y contextura apenas aceptable, pues además de enclenque adolecía de dos defectos: uno, caminaba torcido con el hombro derecho inclinado, como si de la mano arrastrara un bulto pesado, y como si en el hombro izquierdo llevara un loro que quisiera volar, pero él se lo impedía; y el otro, era tuerto. De otras particularidades suyas también me di cuenta días después, que hoy también me esfuerzo en evocar. Ocurrió el encuentro, si no me falla la memoria, un sábado de enero, cuando ya había comenzado el verano, pero el largo camino de Chimiloa a Tronconal aún conservaba barrizales y los caños y quebradas mantenían viva la corriente.

Al hombre lo alcancé llegando a un viejo y gigantesco árbol campano, justo en la línea que separa la montaña oscura del resplandeciente playón del Padre, donde la flora variada y las aves de diverso plumaje comenzaban a demarcar sus territorios. Junto a él, y casi atropellándolo, detuve mi caballo con cierto aire de petulancia y le pregunté cuánto faltaba para llegar a Tronconal. “Buenos días”, dijo, y agregó: “depende: usted puede llegar en poco tiempo, si no se le atolla el caballo, pero yo, después de medio día, si pierdo el embalse”. Sonreí sin haber entendido bien. Omití el saludo y pasé por alto lo dicho para proseguir con otras preguntas que él respondía sin descargarse del bulto que llevaba a la espalda.

En vista de su pasividad espueleé la bestia y seguí raudo por la trocha encharcada, espantando perdices y arreando reses

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de la vía hasta llegar al caño, cuya orilla presentaba varias opciones por donde vadearlo. Luego de contemplarlas escogí la que me aconsejó mi aguda inteligencia citadina: aquella por la cual atravesaban dos terneros pequeños en busca de sus respectivas ubres. Obvio, elemental, mi querido Watson, me dije, si esos ternerillos pudieron pasar es porque por allí el barro es duro o el lecho es de piedras, ellos no son tontos y yo tampoco. Así que ¡adelante Tartini! y lo espueleé de nuevo. Pero el caballo, cavilando y resoplando, se frenó al meter la mano en el agua y poco faltó para que yo mordiera sus crines. Entonces lo reté: ¡vamos Tartini, no seas cobarde, no te dejes humillar de ese par de ternerillos!, y otras voces desafiantes, mientras me removía adelante y atrás en la montura tratando de incitarlo.

La bestia respondió hundiendo la otra mano e impulsándose con brío, pero fue entonces cuando empezó una lucha torturante de “sálvate, si puedes, caballo loco” y cuanto mayor era su esfuerzo más se sumía en el barro y más resoplaba el agua de sus fauces. Entre tanto, yo desesperaba chapaleando, agarrado fuertemente a la rienda para no dejarme arrastrar por la corriente y viendo cómo el caño se tragaba a Tartini, a lo cual contribuía, sin saberlo, impidiendo su accionar al sostener las correas. Estaba en esas cuando apareció el hombre. Lo vi. venir y le grité: ¡amigo, amigo! tres o cuatro veces y sólo se dio por enterado cuando Tartini lanzó un relincho angustioso. Entonces descargó el bulto, corrió hacia nosotros, se metió al agua y con la mayor tranquilidad me dijo: “será mejor que suelte la rienda y deje de chapaliar; aquí este caño no es hondo y ahí donde está, el agua apenas le da al pecho”. Enseguida trató de calmar al caballo, le quitó la silla y la brida y le amarró el cuello con el rejo de enlazar. Mi primo Toño, quien se había rezagado más de lo previsto, llegó en ese momento y sin la menor consideración me reprendió por lo ocurrido y por no haberlo esperado en el pie de monte, debajo del campano, como habíamos convenido. A continuación, entre ambos y sin solicitar mi ayuda, sacaron el caballo del atolladero.

Mi vergüenza y rabia subieron al límite cuando, luego de sacudirse con estrépito, Tartini emprendió carrera relinchando y dejándome con los arreos en la mano. “Alcánzalo, si puedes, o te toca seguir a pie con todo eso hasta la casa, primo hermano”, me dijo Toño con enfado y sorna ante la risita socarrona del hombre. Enseguida montó en su caballo, cruzó el caño por donde yo menos había pensado y se fue al galope. El hombre retomó el bulto y también se fue por la orilla

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opuesta a la mía. Al quedarme solo apreté los puños y comencé a lagrimar sentado en las raíces de un olla de mono corpulento, desde donde oía los aullidos booaao…bioaao…buaaaooo (algo así), de los macacos y suponía que se burlaban y que tramaban cagarse en mi sombrero, como en efecto sucedió. Al poco rato llegó Toño con Tartini y entre reparos y bromas nos encaminamos a casa y fue entonces cuando supe que al hombre lo llamaban Popo.

....La conversación del desayuno reafirmó lo que había pensado de Popo y la idea de que iba a entrar en contacto con un mundo casi totalmente desconocido para mí, pues yo había llegado a Marengo procedente de Barranquilla, donde vivía y seguía estudios universitarios y deseaba escribir crónicas interesantes para mostrar al momento de buscar empleo como periodista, que era mi aspiración. Por eso acepté la invitación del tío Goyo, sin sospechar lo que podía esperarme, pues solo cuando niño había estado en otro lugar de Playón Grande y ya había olvidado aquellas experiencias. Así que desde el primer día me dediqué con ahínco, de la mano del primo Toño y en ocasiones de Popo, a cumplir la recomendación de conocer primero la vereda de Tronconal. Lo hice con tal interés que hoy, tantos años después, mi memoria vuelve allá, casi sin lagunas, a reproducir lo que viví y aprendí en esas vacaciones de verano.

En aquel tiempo Tronconal era uno de los tantos pintorescos caseríos que existían en las riberas de Caño Libre y dentro de la llanura extensa enmarcada por el pie de monte y los humedales tan inmensos como misteriosos de la gran ciénaga de Zapatosa y del río Cesar. Lo conformaba una docena de pequeñas parcelas desperdigadas a lo largo del caño, sin orden ni autoridad alguna. El camino principal que las unía serpenteaba por más de 5 kilómetros desde el mencionado añejo y gigantesco árbol de campano, alejándose y acercándose al caño, luego de cruzarlo allá donde se atolló Tartini, hasta llegar al río, en La Brillantina, en donde se asomaba de soslayo a la madrevieja que mediaba de vertedero del río Cesar. Allí se perdía, pero luego seguía hacia Las Delicias y continuaba hasta Potrerillo. Cada parcela o plan tenía su nombre. Marengo se llamaba la propiedad del tío Goyo, la cual comprendía vivienda amplia, cultivos diversos, una “vuelta” o potrero de dos “cabuyas” o hectáreas y un corral bien alambrado. La mayoría de las parcelas eran de condiciones inferiores, de acuerdo con el nivel de pobreza del dueño. Una casa de bahareque y cocina aparte, era señal de que el propietario poseía ganado y una roza, al menos. Además, Tronconal era, y sigue siendo, una vereda veraniega

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que dependía de los inviernos de abril-mayo y de octubre-noviembre. Cuando las lluvias comenzaban, la gente se iba yendo al pueblo, o a tierra firme, con todos sus animales y enseres y volvía tan pronto el veranillo de julio-septiembre y el verano fuerte de enero-abril asomaban. Cuando los inviernos eran recios y prolongados y el caño se desbordaba, todos los ranchos se inundaban y en Tronconal no quedaba nadie ni nada y apenas se divisaban aquí y allá los árboles enormes y los cogollos de las palmeras de uvita de lata, cuyos tallos y frutos eran parte de su vivir: con los tallos construían las paredes y remaban las canoas, y con las uvas elaboraban vino.

Pero cuando llegaba el verano, la vereda renacía y se alegraba, porque entonces la llanura comenzaba a cubrirse de exuberante pasto natural, emergían la flora y la abundante avifauna nativas, se poblaban de galápagas los charcos, se activaba la pesca e irrumpía la ganadería con sus actividades de corrales y negocios. La gran planicie, de miles de hectáreas y con características diversas en su multitud de rincones, se constituía en un solo playón donde podían coexistir incontables hatos y pastar sin leyes ni limitaciones millares de reses. Era la temporada en la que ganaderos y mozos compartían parrandas animadas por acordeones o tamboras; alternaban en los rodeos; perseguían, en ocasiones, los mismos amoríos; se ofrecía con generosidad chicha de grano, chicha de arroz, vino de uvita de lata y vino de palma de vino al forastero; se rendía culto a la “divina pastora”; se alegraban los caminos con el trajinar de los vaqueros; llegaban de paseo gentes de muchas partes; se organizaban partidas de caza o pesca. Era también la temporada en la que se disfrutaba la Semana Santa realizando visitas y saboreando dulces diversos hechos en casa y se manifestaba a diario el espíritu de solidaridad ante las calamidades. En el olvido quedaban las misas, rezos y rosarios, pero se intensificaban los temores de hacer algo que supuestamente ofendiera a Dios, como bañarse en Caño Libre, cortar un árbol o prender el fogón el viernes santo.

Como otros lugares del mundo, Tronconal tuvo también su importancia y época de pujanza, paralela a la de haciendas y fincas paneleras vecinas. En ese tiempo mucha gente se desplazaba desde Chimiloa y de otras veredas hasta allí para escuchar a los acordeoneros de fama, conocer ganaderos ricos o recabar votos electorales y fue entonces cuando se pensó en crear la primera escuela- que empezaría a funcionar 25 años después- y algunas lugareñas se ganaron el

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aprecio y el respeto que legaron a los suyos. Dos de ellas fueron Modesta Nobles - “La Mode” -, madrina de Popo, y La Chon Morales, quienes quedaron en mis apuntes como amigas generosas y de gran simpatía con todo el mundo. Hoy, 2011, la Mode se acerca a los cien años de edad y vive en El Pueblito, muy cerca al campano donde conocí a Popo.

...Fue poco antes de aquella época de apogeo cuando nació Popo. De una madre agraciada, analfabeta, sin oficio ni buen juicio, y de un ganadero de El Paso, medio albino, que la cambió a los padres por una vaca escotera. Esto me contó una mujer; otra me dijo cosa distinta: “qué pasero ni qué pasero, dese cuenta, que es el vivo retrato del mono Humberto Martínez”, y una más: “mire que es el mismo empaque del catire Jacob Sampayo”. Todo porque era trigueño – de color, decían ellas-. Antes de cumplir un año ya Popo estaba abandonado a sus abuelos y era tuerto, porque un gallo basto le picó su diminuto ojo gris mientras le sonreía acostado en una estera de palma tendida en el piso.

Desde temprano comenzó Popo a deambular; a recoger y vender botellas vacías de ron Topacio y freskola dejadas en las parrandas; a presenciar trifulcas; a ofrecerse, o ser utilizado, para hacer mandados y oficios sin paga alguna o con la promesa de un par de cotizas, de un oropel o de un ternero el próximo verano cuando la vaca “condolía” pariera gemelos; a observar con agudeza innata acciones y comportamientos de los mayores. Como entonces la vereda no tenía escuela y casi todos los habitantes eran analfabetas, Popo creció sin conocer las letras e ignorante de las realidades y aconteceres fuera de su entorno. Tan solo aprendió a restar y sumar con pepas de jaboncillo jugando al “ciminduñe/ abre el puño/ sobre cuanto/ sobre par (o sobre non)” y se procedía a contar las pepas.

Tenía 12 años cuando alguien prometió enseñarle y mientras esperaba ilusionado se empleó como corralero en la posesión de los Palomino, donde sufrió la dislocación del hombro derecho por la caída de un caballo, trauma que un indio sobandero no supo corregir. Poco después, y sin dar aviso a los abuelos, se ofreció de arriero de caña en las fincas paneleras de la cercanía, donde su físico macilento solo daba lugar a una paga mínima en especie. Volvió a los corrales, retornó a las fincas y finalmente, huérfano del todo, decidió quedarse a vivir de lo único que Tronconal le ofrecía: el vasto playón que lo circunda.

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Recomenzó como recadero llevando y trayendo razones, papelitos doblados y cartas a lápiz pegadas con saliva y continuó de mandadero, pero ahora con tarifas convenidas, llevando y trayendo víveres y cosas pesadas a distancias cada vez mayores, hasta convertirse en el transportador eficiente y de confianza entre la vereda y Chimiloa. Lo particular del oficio era que lo ejercía a pie. Desde la caída del caballo en la posesión de los Palomino le cogió temor a las alturas y nunca más quiso montar animal alguno ni trepar a los árboles o al caballete de las casas, donde alguna vez robó gallinas, menos aún subir por escaleras de barrotes. Prefería caminar y correr descalzo, a raíz de lo cual se aficionó a casar apuestas en trechos cortos y a ganar competencias de mediano alcance en Chimiloa y sus alrededores. Solía aprovechar los domingos para pescar con anzuelo o atarraya o adentrarse con algún vecino en el playón a cazar galápagas, a buscar una res perdida o a sacarla del atolladero. Se decía que conocía muchas leyendas de apariciones fantasmales, de sucesos pavorosos de fieras devoradoras de niños y ganados, de casos fatales de vaqueros perdidos y que era capaz de distinguir huellas, marcas de fierro, mugidos, rebuznos y relinchos hasta poder precisar, en ciertos casos, si un animal era o no de la vereda o de tal o cual propietario. Pero a la edad de 20 años no le habían conocido amor alguno y por eso, mientras unos comentarios hacían referencia a complejos y timidez desmesurada, otros apuntaban a una vieja relación sentimental que lo unía con la burra del ganadero Pontón. Popo apenas sonreía cuando le tocaban este punto, porque sabía que otra cosa podía decir la hija de su madrina.

A medida que pasaban los días y aprendía más de Tronconal y de Popo, aumentaba mi deseo de conocer Playón Grande en toda su vasta extensión: las costumbres, el habla, las prácticas utilitarias, la cuestión social. Así que después del episodio de los conciertos de Tartini regresé a Tronconal con todas mis pertenencias, decidido a no salir de ese mundo hasta el día de regreso a casa. Mi tío me apoyó complacido y apuntando con gracejo: “ Kike, no me vayas a dejar un “Popito” por ahí, como hizo el medio albino de El Paso”. Con mano abierta al frente le prometí que sería tan juicioso como en Barranquilla, pero que no le podía garantizar, pues me consideraba un tipo apuesto, como cuando él era joven. Y su mujer intervino para afirmar: ahora se cree más, ¿no es cierto Toño?.

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....Enterado de lo ya dicho y otras cosas, mencioné mi intención de contratar a Popo como baquiano y mozo de oficios, respaldado por unos pesos de más que me había dado a escondidas mi madrastra. Mi tío se me adelantó preguntando: ¿Y con qué plata y cuánto le piensas pagar? - Según me ha contado mi papá, puede ser con una vaca o un ternero que se venda, depende, le respondí.

-Si te refieres a las tres reses que me dio tu papá “al partir”, o sea, los terneros que nazcan para mí y las terneras para él, te digo que solo queda una vaca, las otras dos murieron atolladas en el playón; y terneras no hay; las dos que hubo se las comió el tigre por los lados de Los Pajarones.

-¿Y cuántos terneros hubo, uno o ninguno?

-Uno y ninguno, porque se murió al nacer, contestó tío Goyo, sin sonrojarse. Y agregó: si tu papá autoriza, yo te doy plata y después arreglamos.

No pregunté más y salí a buscar a Popo. Hablamos de mi propósito, del trato respecto a su trabajo y paga y de los pormenores sobre adonde ir primero y después, transporte fluvial, aprovisionamiento, etc. Y finalmente convinimos en iniciar las salidas dos días después, en la madrugada, para ir al río Cesar. Al despedirnos le tomé unas fotos y sonrió con recelo, pues nunca había visto una cámara. Para ese entonces Popo vivía solo en un rancho con paredes de astillas, algo menos que miserable, acompañado de un perro flaco y ladrador llamado Firpo.

Estaba disfrutando de un sueño con mi novia en la isla de Jamaica cuando oí a Popo que gritaba: ¡señor Kike!, ¡señor Kikel! ¡Levántese que ya salió el bollero!. ¿De qué bollero me hablas, Popo?.¡ Del lucero de la madrugá, ya son las cuatro y ya La Mode se levantó a hacer los bollos! Salí del cuarto medio atembado, me di un chapuzón en el caño, compartí el desayuno con él y partimos hacia el río en canoa, remontando Caño Libre. Él iba bogando atrás con el canalete y yo en la

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proa contemplando el paisaje asombroso de los manglares cubiertos de musgos y taruya y de aves multicolores, que irisaban a la luz dorada de la aurora, y peces que saltaban o danzaban como exhibiéndose, y lagartos que corrían entre los árboles mientras otros se zambullían calmadamente, y pájaros que revoloteaban raudos sobre mi cabeza dejando en mis oídos el eco de sus trinos, y garzas blancas y morenas picoteando en las orillas, y patos nadando graciosamente delante de la proa. Todo ello sucesivamente y como a propósito para mi deleite. Hubo un momento en que cerré los ojos hacia el cielo y exclamé, como jamás lo había hecho con tanta emoción: ¡gracias, Señor, por tanta maravilla! Y, de pronto, una babilla enorme que se lanza al agua justo frente a mí haciendo bambolear la canoa y resbalar la cámara de mis manos. La habilidad de Popo impidió que la pequeña canoa (un “machito”, le decían), se volteara y de inmediato comenzó a reírse y yo también, temblando y “cagado” del susto. Pasado el suceso, Popo comenzó a nombrar cada uno de los animales que veíamos: iguana, camaleón, tijereta, paloma guarumera, guara, coclí, gallito de ciénaga, guazalé, puerco, perro… y los árboles y arbustos: mangle, guamo, olla de mono, cadillo, limoncillo, rabo alacrán, bicho, higuamarillo… hasta que me cansé de anotar en mi libreta y me dediqué a tomar fotografías y a extasiarme con las maravillas del riachuelo y sus paisajes.

Llegamos a La Brillantina cuando ya la aurora hacía rato había entregado a la mañana el bastón luminoso de relevo. Una jauría de gozques nos anunció y salió el dueño de la ranchería espantándolos con el perrero y preguntando si éramos de este mundo o del otro. Al presentarme y oír mi nombre se alegró de conocer al primo barranquillero, de quien ya había tenido noticias y empezamos a conversar de su oficio de pescador y de mis asuntos. Luego de una pausa agregó: “dentro de poco tiro el chinchorro para que veas cómo es la cosa, pero antes el desayuno”. Dos muchachos se habían encargado de prepararlo mientras un señor robusto examinaba el chinchorro y reparaba los daños. Expulsados los eructos de complacencia por la comida abundante y sabrosa pasamos a la barqueta, una canoa grande con bordes, y nos dirigimos río arriba hasta un sitio cercano al caserío llamado Celedón, donde era posible tender el chinchorro dentro del río, con la seguridad de obtener una pesca abundante.

La faena penosa de desplegar y luego arrastrar una red de 50 metros de largo se volvió emocionante cuando

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comenzaron a saltar los peces: doradas, bocachicos, bagres, doncellas, cachacas, coroncoros, zapateros, chuchos, arenques, bonitos, barbules, blanquillos, galápagas, toda una fauna desconocida para mí, acostumbrado como estaba a las lonjas de salmón, y filetes de pargo, corvina y otros peces marinos habituales en mi casa, porque mi madrastra, cachaca ella, le tenía horror a las espinas. Y mi emoción pasó a ser sorpresa cuando vi que Lizardo, el dueño de todo, devolvía al río los peces pequeños y otros que, según me explicó, no le interesaban por no ser comerciables y agregó: “otros pescadores los tiran a la orilla y allí mueren, pero yo no; el próximo verano estarán más grandes ¿no crees?”. Una vez más de pesca buena en bocachico y bagre y Lizardo consideró no necesario volver a tirar el chinchorro. Regresamos y, mientras dos bogaban, uno atrás patroniando con el canalete y otro adelante impulsando con la lata (el tallo fuerte de la palmera de uvita de lata), Lizardo, Popo y el hombre robusto descamaban y arrollaban los pescados para después salarlos. Entre tanto, yo miraba absorto el fascinante paisaje playonero y hacía preguntas. Como era de esperarse, el almuerzo consistió en un sancocho sustancioso de pescados frescos “del río a la olla”.

Estábamos comiendo cuando oímos el ruido de una lancha que se aproximaba. Lizardo dio la orden de esconder los bultos de bocachico ya listos para comercializar en El Banco y la mitad de los que acababan de ser preparados. Minutos después tres uniformados armados desembarcaron preguntando con agresividad por la mercancía. Ni la negativa, primero; ni las explicaciones, después; ni los ruegos con soborno, por último, impidieron que los guardas encontraran y se llevaran los bultos, producto del trabajo de una semana. Nada pude hacer yo ante la arbitrariedad. Pregunté a Lizardo. Y él me explicó: “esta es la segunda vez; dicen que es mercancía de contrabando, pero sabemos que ese pescado que decomisan lo venden en Barranquilla y se quedan con la plata; antes pedían algo de dinero, ahora a los liberales también les decomisan los chinchorros, que sacan a vender al río Magdalena; el mío no se lo llevaron, porque está tendido secándose”. La pesadumbre de Lizardo nos contagió a todos y yo le prometí hablar con el tío Goyo para poner la queja en el juzgado de Chimiloa. “Mejor deje quieto a Goyo, yo sé porqué se lo digo”, me advirtió, y prosiguió contándome tristezas y satisfacciones inherentes al oficio de la pesca. La advertencia la tomé como un aviso sobre la conducta de mi tío.Seguimos conversando. Ahora sobre Chimiloa, sus gentes, la política, sus esfuerzos y aspiraciones en relación con sus

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hijos y, a mi pedido, cosas del tío Goyo. Mediada la tarde y ya para despedirnos, Lizardo mandó meter tres sartas de pescados en mi canoa, entre ellas dos doncellas hermosas y una burra platinada de ojos negros y cinco libras de peso. Yo le correspondí tomándole fotos y destacando su acogida y atenciones. Nos volvimos a ver en el pueblo y departimos un par de veces, durante las cuales me habló de las últimas novedades con el buen humor que le caracterizaba. El regreso fue rápido a favor de la corriente y eso nos dio tiempo para detenernos de trecho en trecho a visitar amigos y disfrutar del paisaje vespertino, con el ingrediente de los vaqueros arreando el ganado hacia los corrales; bandadas de aves disputándose las ramas donde dormir; manadas de micos en las copas de los olla de mono, ceibas e higuerones, que con sus aullidos no sabía si se desafiaban a combatir o invitaban al amor, pero Popo me aseguró que era lo mismo. Cuando llegamos a Marengo tenía la sensación de haber estado en alguna parte de la selva africana tras la huella de Tarzán. Entrada la noche y luego de hartarnos con una mazamorra de maíz, Toño y yo subimos a la troja a conversar, recibir la brisa refrescante y espantar mosquitos y agujetas con el musengue. Al poco rato apareció mi tío en su caballo Beto, templando rienda y alumbrando corral y rancho con la linterna de cuatro pilas que yo le había traído de regalo.

Este nombre del caballo tenía su razón de ser, pues era derivado de Beethoven, de cuyo compositor mi tío tenía un disco de 78 revoluciones. Mi primo me contó que ese disco y el de Tartini, se los había negociado un turco por una marranita ya digna de pasarla al papayo, haciéndole creer el turco que con esa música los marranos engordaban más aprisa. Cuando el tío le dijo que en Tronconal no tenían luz, él le aconsejó: traiga los puercos al patio, póngales los discos en un picot, déles de comer y verá, tráigalos y verá. Y para disiparle la poca desconfianza que le quedaba después de citarle ejemplos y experiencias, le encimó un corte de dril, que era justamente lo que él vendía. De todas maneras, la marranita valía más que lo que el tío recibió.

....En repetidas ocasiones viajé con Popo por Caño Libre y otros lugares para pescar, tomar fotografías y disfrutar de los paisajes. Alcanzamos a bajar hasta La Cinta Roja y volver a la Brillantina un par de veces y en la última ocasión seguimos directo hacia el Ojo de Agua, una vereda cercana a la desembocadura del río Cesar en la ciénaga de Pancuiche. Con la emoción del reencuentro con mi niñez asomaron lágrimas y comencé a recordar sin esfuerzo alguno. Todo aquello había

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cambiado, porque había casa nueva y los árboles y arbustos habían sido talados para convertir el huerto en potrero. Me entretuve contándole a Popo: aquí, en este sitio, había un palo de totumos enormes y redondos. En ese instante me vi haciendo cubos, abriéndole los “ojos” al totumo, sacándole la tripa y raspando y raspando. En este punto había un palo de naranjas, y al momento sentí el sabor dulce que no tenían las naranjas de otros lugares. Allí, un palo de mango papo de la reina, eran mangos grandes, morados y dulzones; otro de mango número once, de sabor ácido, y unas matas de guineo maracayero, el más sabroso de todos los bananos del mundo. La casa quedaba en este lugar y la cocina acá, donde nos gustaba acostarnos sobre un cuero de león llorón cazado en la cercanía, cuando todo por acá era selva. Y así fueron aflorando recuerdos. Por último pregunté a los moradores por el viejo Paulino y Paulinito y Evangelista y Eleuteria y los Pretel y Laureano y Genoveva…”Todos se fueron, hasta el Mono Ulises, y los más viejos pa el cementerio”, me dijo el señor, como para no entrar en explicaciones. Les dije de mi pesca de un sábalo y la señora comentó: sería el último, porque aquí desde auuuuu no se ha vuelto a ver ninguno. Ambos, entre incrédulos y curiosos, me pidieron que les contara “cómo fue la cosa”. Y yo, sin esperar a que me insistieran y dándomelas de literato, comencé:

Empezaba el verano, de suerte que el caño Juan de Torres no se diferenciaba aún entre la ciénaga. Pero nosotros, niños pescadores de anzuelo, convinimos en ir allí, en canoa, a probar suerte. Llevamos dos anzuelos medianos y otro grande atado a un curricán más grueso. La ilusión era traer bagres para el desayuno. Tras media hora de tira y jala, él pescó un par de chuchos y yo una culebra amarilla que, por fortuna, se desprendió del anzuelo en el momento de sacarla. Del susto, me acosté en la popa. Paulinito, en cambio, pasó a la proa y ensartó en el anzuelo grande la cabeza del bocachico que nos quedaba y lo dejó llevar por la corriente en lugar de lanzarlo, enroscó la boya en el dedo gordo del pie y se acostó también a mirar y oír los pájaros que revoloteaban.

Yo tenía ocho años y Paulinito acababa de cumplir nueve años y ya era un veterano de la ciénaga y un experto boga; sabía qué clase de pez estaba picando su carnada y cuál venía engarzado en el anzuelo; cuándo había que cambiar de sitio y hasta oraciones para mejorar la suerte. Estaba distraído cuando, de pronto, levantó el pie bruscamente y lanzó un grito: ¡mierda, mano, esto no es bagre, ayúdame! ¡ayúdame!. ¡Agarra duro la boya, no la sueltes!, fue lo que se me ocurrió

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gritarle, sin pensar que podía ser la misma culebra o una babilla. En el instante en que él jaló la piola con fuerza, el animal saltó y ambos pudimos ver que se trataba de un sábalo. Una alegría súbita nos invadió y, como yo era unos meses mayor, le pedí la boya y él pasó a patronear.

No supe cómo pasó a ocupar su puesto en medio del bamboleo de la canoa que estaba amarrada a una rama de mangle que parecía desprenderse. Mientras él la soltaba y enderezaba yo dominaba la situación halando y largando la piola, halando y largando. Varias veces tuve el sábalo a mi alcance y otras tantas saltaba con furia poniéndonos en peligro y alejándose en zigzag. En esos momentos Paulinito no sabía si ayudarme o bogar, pero yo sí sabía que no debía dejar escapar la presa. Tras varios intentos y viendo que nos era imposible meter el sábalo en la canoa, decidimos encaminarnos a casa con él. Semejante trofeo no lo podíamos perder. ¿Cuándo se había visto u oído decir que un sábalo de este tamaño había caído en un vulgar anzuelo con una insípida carnada? Para pescar un sábalo así de grande había que tender un “perro” con un bocachico entero y vivo y disponer, además, de un arpón. Era una faena para hombres ¡¿si o no!?

Nos dirigimos, pues, a casa. Atrás Paulinito bogando y controlando la canoa y yo adelante maniobrando el cordel. Casi un kilómetro nos separaba del puerto. La primera prueba de nuestra pericia y empeño fue cuando abandonamos el caño para entrar a la ciénaga por un despejado angosto flanqueado por gramalote que apenas comenzaba a asomarse a la superficie. Varias veces tuvimos que seguir y remontar la corriente y, entre tanto, sólo gritábamos:

- ¡ Despacio, Pauli! ¡aguanta! ¡echa pa tras! ¡acuña! ¡así, así! ¡del otro lao! ¡bogá, bogá duro! ¡despacio!

¡aguanta!...

- ¡Soltá Kike, dale largo! ¡jalá, jalá! ¡cuidao con el curricán, que no se vaya a enredá!...

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De ese modo cada uno trataba de ayudar al otro, según la propia experiencia. La canoa avanzaba con lentitud y bamboleando en medio del gramalotal, hasta cuando una eternidad después pudimos entrar a la ciénaga limpia. El sol y el esfuerzo ya habían empezado a hacer mella en nosotros. Yo, bañado en sudor espeso, los ojos ardiendo por los reflejos y sangrando las manos por el tira y afloje del curricán, estuve a punto de soltar la boya. Paulinito, en cambio, bogaba y bogaba con el alma y creo que eso fue lo que me mantuvo en pie. Nos acercábamos al puerto cuando empecé a gritar: ¡Señor Paulino! traemos un sábalo! ¡traiga un arpón! ¡un arpón! ¡señor Paulino!... Y repita y repita los gritos, pero nadie asomaba, salvo el eco, nadie oía, nadie se percataba de la lucha que allí, a dos cientos metros de la orilla, librábamos con el pez. Y cuanto más gritaba más saltaba el bendito y con más fuerza se desplazaba y más sangraban mis manos. Paulinito seguía bogando con desespero. Al fin, a punto de desgañitarme, salió el viejo Paulino con un arpón y una rula corriendo hacia nosotros y gritando: ¡no sueltes, Kike, no sueltes! ¡dale largo, dale largo!, mientras avanzaba. Cuando el agua le dio al pecho esperó sin dejar de animarnos con sus gritos.

Casi tocaba la proa y yo a centímetros de pasarle la boya, cuando el sábalo dio un salto fenomenal que me lanzó fuera de la canoa y se escapó raudo por entre la espuma encandilante de le ciénaga. Había enderezado el anzuelo. El viejo descargó un ¡maldito sea! con un planazo fuerte al agua y lanzó el arpón lejos con toda la fuerza de su frustración. Paulinito y yo lloramos, inconsolables, con todo el llanto que puede verter una desilusión infantil de ese tamaño….

Yo si noté que ambos me miraban con la boca abierta y fruncían el ceño acorde con mis gestos y énfasis, como si entendieran más allá de lo que yo quería decirles, o como si no estuvieran entendiendo, pero lo cierto fue que el relato mereció, luego de mis propios comentarios, una totumada de guarapo de piña y una invitación a almorzar con pebre (sudado) de galápaga. Mientras comíamos en silencio, como era la costumbre, yo pensaba si había exagerado o no al contar la hazaña, cuando de repente la señora me preguntó: joven, ¿y eso que ujté ha dicho fue de verdá verdá?. De inmediato le respondí: ¿¡Ombeee!?, ¡claro que sí!

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De regreso bogué yo hasta la vereda Plata Perdida, donde esa noche se realizaría una fiesta de tambora. El anfitrión, llamado Heriberto Pretel, tenía a la “divina pastora” en un nicho dentro de un altar dispuesto sobre una mesa y la gente llegaba, lo saludaba con afecto y seguía a rezarle a la piedra y a colocar al lado de ella el objeto que representaba el milagro que le había hecho. Allí había desde patas de palo hasta corazones de oro. Como yo había planeado entrevistar al famoso folclorista, le pedí que me contara, para un periódico de Barranquilla, por qué las fiestas de la Pastorita iban casi siempre con los bailes de tambora. Nunca antes lo habían entrevistado, pero una vez que le expliqué el asunto, dispuso que nos sentáramos en la cocina. Y a la primera pregunta, comenzó diciendo en su dicción campesina:

-“Como a mí me gujtaba la tambora dejde pequeño, ella convino dejpué con eso y no gujtaba de loj baile con equipo de sonio, ni con acordeón, hajta el punto de que en esoj baile se formaban pleitoj y pleitoj y no dejaba bailá. En cambio en laj tambora no había problema. Hajta dicen que doj muchachita la vieron bailando en Guaimaral.

-¿Usted considera que esa inspiración suya por la tambora, tiene qué ver con la existencia de la divina pastora?

“Sí tiene. Ya ella me venía bujcando, venía bujcando la vía, porque ella no gujtaba de loj picó (toca discos), se echaban a perdé. Si loj bujcaban a que tocaran, se echaban a perdé. Cuando la llevaban al principio pa’ fuera, tan pronto le pusieran el picó no tocaba má, loj dijco no tocaban, no daban música…

-De esas tamboras que usted compuso, ¿cuáles recuerda ahora?

-¡Uff!, eso no se me orvida a mí. Puedo ejtá grave y si me preguntan digo tal, tal y tal. La primera fue “Mi compadre se cayó”

-¿Y a quién se la compuso usted?

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-“Bueno, mi compadre Trino Lima era tío y padrino de Benedito Lima. Y el tamborero era mi compadre Daniel Martíne, que también era compadre con mano Trino. Bueno, y entonce se emborrachó mi compadre Benedito y ejtaba bailando con la negra Agujtina y se cayó. Y le cayó a mi mano Trino, que ejtaba parao diciendo a mi compadre Daniel que le tocara gurrumilla y él ejtaba tocando la gurrumilla- el tamborero- y entonce Benedito empujó a mano Trino y yo ejtaba junto con er tamborero cantando y también empujé a mano Trino y él arrempujó al tamborero y se le salió la horqueta a la enramá, de arriba, y me cayó aquí (en er brazo) el barrote y yo lo aparé y voltié a vé a mi compadre Benedito, que se orinó ar gorpe cuando vio que se cayó. Y antonce dije yo: contéjtenme ejta tambora, que voy a decile. Me contejtan “mi compadre se cayó”

Coro: -mi compadre se cayó*ay ay ay, mamita mía-mi compadre se cayó*fue tan fuerte ese porrazo-mi compadre se cayó*eran tío y eran sobrino-mi compadre se cayó

*mi compadre Trino Lima-mi compadre se cayó

*noj cayó la enramá encima--------------------------------------

¿Fue cierto que usted compuso otra tambora que se llama “Candela viva?

-Sí, también. Eso fue cuando se quemó Chimichagua, fue en el incendio (febrero de 1923). Yo ejtaba en Chimichagua,

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porque había salío en un dijfrá que decía:

No vaya onde ña Simonaa comprá una vaca viva,que er diablo te va a salíhaciéndote ceremonia.

Ejtaba durmiendo en una troja allá onde el hermano mío, cuando vi la cuejtión de loj tiro, de loj parque que ejtaban reventando. Me levanté y me di una vuelta por el monte. No había gente en el pueblo, porque to ejtaba prendío y la gente ejtaba en loj campos, detráj de loj retoño, en el cementerio, metíoj tooj por allá llorando. Y en eso vi un ñato zapateando, quemao de la narí y la tenía llena de argodón. Eso decía yo en er canto. Pero embujte, no máj era por fregá.

-¿Recuerda algunos versos de esa tambora?

-No. Oyera el tambor, ahí sí loj recordaba. A mí me alegraba era el tambor y el tambor por mí. Yo cantaba era por el son del tambor. Que yo marco el compáj y el tambor conmigo. Pero yo así, sin tambor, no puedo.

-“L a perra”, ¿también la compuso usted?

-Fui yo. ¡Uff, si yo he sacao un poco!. “El compadre se cayó” fue primero. Dejpué una que dice:

¿Qué bujca? No tengo lo que vo bujcai,porque una que tengo, vo mijmo te la llevai.

Esa era asunto de la mujé con el hombre, que llegaba a la puerta y se paraba. Y le decía el marío de la mujé:¿ Qué bujca,

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Toma?. Y decía:¡ Na!. Pero era a avisale a la mujé pa que se fueran pa er monte. Y entonce decía él que lo que vo bujcai no lo tengo, porque la que tengo vo mijmo te la llevai. Y entonce esa tambora contejtaba así.

Bueno, tengo otra que dice:

Hombe, ¿por quién llora?te diré porquéa ti no te da vergüenzallorá por esa mujer.

Ejta otra que dice: no te da pena que te vean llorando.

La ”perra” era una mujercita que por la lengua ¡uff!. Era ya vieja, pero hablaba de to ermundo, hajta del hijo. Decía:

Coro. -ahí viene la perra, que me iba mordiendoperra valiente, que mordió a su dueño

*La perra ej de un genio malomucho maj cuando ve gente,el dueño dándole paloy la perra dándole diente

Coro: ahí viene la perra…..

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Que pueda sé que Dioj quieraque sea tigre encaramaoy esa perra ej una fieracuando ve animal pintao

Coro: ahí viene la perra….

*Y too erque tenga perrode perro ajeno no diga,porque Dioj está en el cieloy la lengua ej la que cajtiga.

Coro: ahí viene la perra….

Y ahí van loj verso. ¡Esa “perra” sí tiene bajtante verso!. Y vea que esa se la dieron allá a Alejo Durán y él la grabó, pero no así, porque esaj tambora que graba Alejo no son como yo laj saco. Alejo se ha aprovechao, porque yo ni lo conojco a él. Ej familia mía por lo Pretel. Bueno, él se ha aprovechao bajtante, porque ya en la última hajta sacó “la perra” de nuevo allá…

-Bueno ¿y cómo espera usted pasar sus últimos años?

-La única que me mantiene ej la Pastora. Ej la única que me da la limojnita pa que coma. Er día que ella no me da, no hay….Se puso triste y cortó la entrevista diciéndome: vamoj que llegó la hora de ensayá.

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Heriberto Pretel se acercaba a los 80 años de edad y su constitución estaba ya muy lejos de aquel negro fornido que yo había visto cuando niño. Había dejado de cantar por una afección pulmonar, pero los tambores lo alentaban al primer sonido. Me insistió a que me quedara para que aprendiera a bailar tambora y oyera los cantos, cosa que también agradó mucho a Popo. Al momento oyó también que entraban Marta Virgen, María Beleño, Felipa Valle, “La Chacón”, los hermanos Palmera, Cayetano Lima y otros. Todos ellos eran los encargados de darle la alegría y encanto a la festividad. Salimos de la cocina y al pasar a la sala sólo estaban su mujer y la Pastora. Una lágrima rodó por su mejilla y al instante comprendí que Heriberto desvariaba. Miré a su mujer y me dijo: de cuando en cuando le pasa. Él piensa que cuando se muera, la tambora morirá con él. Y por eso inventa que tal día, como hoy, habrá fiesta. Yo le aseguré que eso no pasaría, porque los cantos del pueblo no mueren, se renuevan.

Ya empezaba la noche, la hora prima, como dicen, y Popo opinó que debíamos dormir en Plata Perdida, porque más tarde era muy difícil encontrar la boca de Caño Libre. Entre pernoctar en la cocina de Heriberto sobre un petate o dormir en la canoa, yo preferí la canoa. Al poco rato de estar allí, una mosquitera de Cristo y Señor mío me levantó como a puñalazos, mientras Popo reía y me aseguraba que más tarde los mosquitos también se iban a dormir y ya no me picarían más. Le creí, pero qué va, de cuando en cuando me tenía que levantar y ahí fue cuando entendí mejor la importancia del musengue. Como a la media noche comenzó a soplar una brisa agradable, los mosquitos se fueron, pero entonces el frío me calaba y tampoco podía dormir. Al fin, con el canto de los primeros gallos, partimos hacia Caño Libre, con la idea de desayunar en Torrecilla. Plata perdida, noche perdida, me dije, y cogí de nuevo el canalete y Popo la lata para bogar más aprisa. Al sentarme en la popa miré hacia la casa de Heriberto para enviarle un adiós entrañable, conmovido por sus últimas palabras. En esos momentos advertí, y después comprobé, que el vecino cerro ya no estaba solo, otros cerros y montículos habían surgido y aquello parecía como si una serranía nueva se estuviera formando. Es posible, me dije.

Al comenzar a subir por Caño Libre y a propósito de lo que íbamos conversando, se me ocurrió la preguntarle: ¿tú eres feliz, Popo?. Por mucho que lo pensé después, ni aún ahora de viejo, he dado con la razón para tal pregunta así, de esa

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manera directa. ¿Qué es ser feliz?, me respondió contrapreguntando. Bueno, le respondí, ser feliz es poder vivir como uno quiere, tener lo que desea, conseguir novias, decir lo que le venga en gana, tener buena ropa, comer bien, poder parrandear. Como yo. Y agregué algunas sandeces más. Con la mayor naturalidad Popo dejó de bogar, se dio la vuelta y mirándome a medias dijo: si eso es, yo también soy feliz. Aquí en Tronconal yo vivo como quiero, tengo mi rancho, tengo mis dos mudas de ropa, mis cotizas, como pescao todos los días, la gente me quiere y cuando me enfermo me mandan comida y remedios, no tengo problemas con nadie, no me falta nada. Pero fíjese que no sé lo que usted sabe, pero sé otras cosas que usted no sabe.

De pronto sentí que Popo había soltado la lengua a raíz de mi pregunta y entendí que él era feliz a su manera, en su medio, y sentí la necesidad de entablar una conversación después, para convencerlo de que la felicidad no era como él pensaba, sino como yo la concebía. Entonces opté por hablarle de la importancia que tenía saber leer, estudiar y aprender aun siendo mayor; le conté cosas de Barranquilla, del mar, de otros lugares de Colombia y del mundo; le conté casos que pasaban cuando los vivos se aprovechaban de los ignorantes. En fin, le hablé de cuanto se me ocurrió y en concordancia con las preguntas que me hacía. Lo noté pensativo, pero luego de un corto rodeo me dijo: yo le he enseñado muchas cosas desde que llegó, usted a mí no me ha enseñado nada. Que le parece si usted me enseña a leer y escribir y yo no le cobro mi trabajo. Ahora fui yo quien se quedó pensativo.

Por fin llegamos a Torrecilla. No estaba el dueño, a quien llamaban el tigre de Torrecilla, pero Senén Fragoso y su mujer nos atendieron como a viejos amigos. Allí se encontraba de visita la niña Jose, una mujer encantadora por la que a Popo se le empezaron a escurrir las babas. El viejo me contó de su vida playonera desde antaño: del tigre que había matado, él solo, con un machete de pelar yuca; de los venados que llegaban a abrevar frente a su rancho; de las lanchas que subían; de los caimanes que bajaban desde el río Cesar; de su fuerza demoledora, cuando era joven, porque tenía un Niño en Cruz en la muñeca; de las oraciones para matar los gusanos al ganado; de los cantos de vaquería; de las grandes parrandas en Tronconal con Alejo Durán, cuando era peón de la hacienda Las Cabezas. En fin, de cómo se hizo a la posesión en que vivía, del nombre que le puso y de cómo los golpeaba el invierno cada año, cuando tienen que llevarse

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todo a tierra firme. Allí, a un lado del rancho, me mostró las señales que los árboles aún conservaban de las últimas crecientes. Mi pregunta sobre por qué al dueño de Torrecilla, siendo de apellido León le llamaban “tigre” hizo reír con malicia a todos. Pero Senén me contó parte de la historia que, según él, se contaba en un son que le sacó Miguel Ángel Ceballos. Después de oír las andanzas del hombre y rogándole mucho, la cantó en dúo con la niña Jose en sol mayor sostenido, pues ya eran casi las 11 de la mañana. Mientras yo tamboreaba sobre la mesa ellos entonaban:

De loj Piñone a la Ceibaando en mi caballo melaocazando muchachas muy bellasque el “tigre” me haya dejao.

Si el “tigre” nada me dejame iré para Tronconal, porque allí nadie se quejaaunque no lo vean llegar.

A Torrecilla no pasoesa región la respeto,porque allá hay una “tigre” muy guapoque se llama Luí Roberto.

Me voy pa la Ceiba Arribadonde tengo mi comedero,allí pasaré mi vidaviviendo casado y soltero.

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Y ¡pan parapan pan pan!. Se acabó la función. Le tomé una foto a Senén y nos despedimos despacio, porque Popo aun con el ojo tuerto no dejaba de mirar a la niña Jose. Y siguió mirando hacia atrás hasta que el broche del corral lo detuvo. Al entrar a la canoa me dijo que sabía una oración para curar gusanos:

secreto de curá gusanosecreto de Salaminaque se mueran loj gusano,cuando le eche la creolina.

La creolina se debe rociar rezando tres padre nuestro y la oración de San Cristóbal Ganadero. Si no se hace así, los gusanos le caen al curandero. Y diciendo esto con la mayor seriedad, continuamos caño arriba hacia Marengo.

La propuesta de Popo de no cobrarme su trabajo si yo le enseñaba a leer y escribir, me hizo reflexionar sobre las condiciones de ignorancia que yo había obsevado durante mis visitas. Ese mismo día hablé con la maestra, quien sólo trabajaba en verano, pero le pagaban todo el año con la condición de que tenía que pasarle el 30% del sueldo al político que la hizo nombrar. Aunque ya Toño me la había presentado, fue ahora cuando reparé en sus facciones y en su juventud, tal vez unos años mayor que yo. Me gustó y eso despertó mi interés por ella y aumentó mi disposición para enseñar a Popo. Hicimos un plan de trabajo sólo para él, al cual yo aportaba los materiales, ella su metodología y Popo su rancho como aula, el máximo tiempo y la mayor voluntad posibles para aprender. Un regalo bonito y una suma convenida, contribuyeron no sólo a que Mae accediera gustosa a desempeñar su labor, sino también a que se fijara en mí como un buen partido.

Podría anotar que Popo aprendió rápido y bien, y nada más, pero sería injusto si no dijera cómo fue el método empleado

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por Mae. La filosofía que respaldaba su didáctica era que Popo debía iniciar el aprendizaje con las cosas de su propio entorno, con las palabras corrientes de uso diario, con sus pertenencias, con su cuerpo mismo. Nos explicó a ambos en qué consistía el asunto y repitió hasta que Popo comprendió bien y estuvo de acuerdo. Nos demostró con claridad que las palabras no eran otra cosa que sonidos, así como la pintura no otra cosa que colores. Un solo sonido, un sonido repetido o sonidos diferentes, formaban las palabras. No le habló de vocales, ni de consonantes, ni de sílabas, sino de fonemas. Lo puso a que expresara cómo ladraban los perros, cómo hacían los puercos, los gatos, las vacas, cómo sonaba un disparo, un tote, un tambor, etc. Y en cada caso le hacía repetir despacio para que él notara los diferentes sonidos, el papel que jugaban los labios, la lengua, el paladar. Finalmente le hizo entender que esos sonidos podían ser representados por letras. La “diversión” del primer día fue que en la noche repitiera despacio cuanta palabra o nombre se le ocurriera. No le puso “tarea” ni “plana” que tuviera que cumplir.

....Las siguientes lecciones se dedicaron a dibujar ( no usó la palabra escribir) sonidos de dos letras repetidas y variadas: pepe, papa, pepa, pipa, bobo, baba, boba, coco, cuca, nene, etc., etc. Luego la “diversión” consistía en dibujar en la noche las mismas y otras palabras similares que fuera recordando. De esta manera Popo se fue apropiando, sin deletreos ni cartilla, de las vocales y consonantes implícitas en los sonidos, a la luz de un mechón de petróleo y de los amaneceres, antes de comenzar su trabajo de todos los días. Mae estaba feliz por el progreso de Popo, porque consideraba que su método estaba dando los frutos esperados. Y yo también, por supuesto, pues era una idea suya que no podía ni debía aplicar en la escuela y que había sido tildada de imposible o ineficaz. Tal felicidad nos fue acercando hasta que la atracción mutua dejó de ser un secreto para los habitantes de Tronconal.

Pero alternando con las “clases” Popo recibía también mis lecciones para que se fuera dando cuenta de las injusticias sociales; de la explotación laboral a que había sido y era sometido; de las posibilidades que le podían deparar el saber leer y escribir; de su conformismo exagerado; de su capacidad física e intelectual para llevar a cabo otras tareas; de la viveza de los políticos. Así, poco a poco, le fui lavando el cerebro que su condición ancestral le había anquilosado. Al terminar febrero ya se notaba la diferencia con el Popo que conocí bajo el viejo campano. La prueba irrefutable fue que

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me pidió revisión de nuestro contrato y más pago por sus servicios.

El método de Mae seguía funcionando de maravilla. Dos semanas después ya Popo no sólo dibujaba palabras, también leía las que Mae le mostraba en su propio cuaderno, con lo cual iba aprendiendo a expresarse como ella. Quise regalarle una cartilla, pero Mae se opuso, pues según su opinión éstas contenían palabras y frases urbanas y sofisticadas que nada tenían que ver con el medio local de los aprendices del campo y por eso las consideraba un estorbo para la comprensión de la lectura. Por tal razón había elaborado un texto apropiado y acorde con su idea, que finalizaba con un nivel de lectura y escritura de segundo grado de primaria, o algo más, si el alumno mostraba mayor interés y disposición. Popo logró esto último.

Con el amor de Mae, mis vacaciones en Tronconal tomaron otro rumbo. Pronto descubrí que el tío Goyo le arrastraba el ala y era por eso que le prestaba su propio caballo Beto cuando tenía que desplazarse a Chimiloa para alguna diligencia ocasional. Ya había sabido por Toño que mi tío había sido, y era todavía, un pendenciero y mujeriego incorregible, como casi todos los ganaderos. Como Juancho Piñeres o el “tigre de Torrecilla”. Vivía en Marengo con Chinda, una joven bonita de 20 años; en su hacienda San Martín con Zoila y en Chimiloa con una que llamaban “la chipaca”, a la que siempre negaba porque era de “la vida alegre”, pero que no dejaba de ver por lo encoñado que estaba. Por esos antecedentes y presentes y por aquello de las vacas “al partir” más la advertencia del primo Lizardo, me empezó a caer mal mi tío Goyo. Toño, sin proponérselo alimentaba el distanciamiento contándome intimidades. Una de ellas fue la decisión de castigarlo negándole educación por haber perdido el tercer año de bachillerato y obligándolo a realizar los mismos oficios de los mozos de sus haciendas. Por eso Toño le guardaba un rencor imborrable, que solía aflorar en mi presencia...

La relación estrecha y de siempre de Tronconal con Chimiloa, en todos los órdenes, se ponía de presente, a veces tímidamente, durante los carnavales. Pero en esta ocasión, y desde los primeros días de febrero, Tronconal se prendió con ensayos organizados y animados por Mae. La Mode y Chon Morales. Era la primera vez que la vereda participaría

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en los carnavales del pueblo y había que hacerlo bien, por lo cual mi tío Goyo puso a disposición casa, medios y dinero sin contemplaciones. En el fondo, lo entendí desde el comienzo, él quería lucirse para que Mae se luciera. Como yo había visto en Barranquilla la danza de los coyongos, propuse que inventáramos una danza de las galápagas para llamar la atención sobre la manera infame como eran cazadas y se provocaba su extinción. Me pidieron que la ideara y escribiera yo, pero aduje que tenía que hacer primero una investigación exhaustiva, con lo cual quise ocultar mi incompetencia.

El disfraz en un acto que preparó Mae, se basaba en una situación de elecciones para Diputados. Sucedió que uno de los candidatos, que tenía fama de muy vivo, fue a invitar a votar a un señor de edad llamado Agapito, muy conocido en Chimichagua y Tronconal por su pobreza y temperamento apacible. El candidato fue a verlo acompañado de tres tenientes electorales. Al primer llamado, Agapito le dijo al candidato: ¡cómo voy a votar así, con este pantalón roto y sucio, me da mucha pena!. No se preocupe, don Agapito.. Y con un chasquido de dedos llamó a uno de sus secuaces: ¡Pacho, toma esta plata y ve adonde Juan Bayter a comprarle un pantalón a don Agapito!. Llegó Pacho con el pantalón. Le quedó bien. Bueno, vamos a votar don Agapito. Pero cómo voy a votar con pantalón nuevo y esta camisa remendada y sucia, me da mucha pena. No se preocupe, don Agapito. Y con otro chasquido al segundo secuaz: ¡Chicho, toma esta plata y ve adonde Juan Bayter a comprarle una camisa a don Agapito!. Llegó Chicho con la camisa. Le quedó bien. Bueno, vamos a votar don Agapito. Pero cómo voy a votar así con pantalón nuevo, camisa nueva y estas abarcas así de viejas y rotas, me da mucha pena. No se preocupe, don Agapito. Y llamó al tercer secuaz: ¡ Lobo, toma esta plata y ve adonde María Sánchez a comprarle un par de cotizas a don Agapito! Llegó Lobo con las cotizas. Le quedaron bien. Bueno, ahora sí, don Agapito, corramos a votar porque solo faltan diez minutos para cerrar la votación. Pero cómo voy a votar, señor, si yo no tengo cédula, ¡se me perdió hace un año.

A partir de ese episodio Mae se inventó un libreto de veinte minutos con tanto ingenio y comicidad que se ganaron cientos de pesos de la época con su representación en lugares públicos y privados, incluso en casa del Diputado aludido, quien agregó al acto sus carcajadas estruendosas. Después ideó una danza de las galápagas para el carnaval siguiente. Ambos textos me los obsequió y conservé mucho tiempo hasta que, lamentablemente, los perdí. Sobra decir que

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En el momento de iniciarse la danza, todos los negros llevan animales de mentira con los que esperan dar muerte a carnaval en un acto ejecutado en ceremonia escalofriante y cómica al mismo tiempo. Una vez en sus puestos, sin escenografía ni otra cosa especial, comienza la función:

Carnaval: Estos negros malditos me están buscando con ciempiés, con serpientes y avispas (se esconde)

Canto (siempre danzando)

Jefe: Entremo aquí a preguntá por ejtoj piazo debe de ejtá (bis) Coro (siempre danzando): que corra y juya, que corra y juya que corra y juya, que aquí no ejtá (bis)

Jefe: Entremo aquí, dejpuej allá a ve si noj han vijto a carnavá(bis) Coro: que corra y juya, que corra y juya que corra y juya que aquí no ejtá que lo tenemo, que lo tenemo, que lo tenemo que arcanzajá

Jefe: Que Dioj lo libre en donde ejtá de que lo muerda mi torcorá(bis) Coro: la rabo y pompo, la rabipompo, la rabipompo y la mapaná,

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En el momento de iniciarse la danza, todos los negros llevan animales de mentira con los que esperan dar muerte a carnaval en un acto ejecutado en ceremonia escalofriante y cómica al mismo tiempo. Una vez en sus puestos, sin escenografía ni otra cosa especial, comienza la función:

Carnaval: Estos negros malditos me están buscando con ciempiés, con serpientes y avispas (se esconde)

Canto (siempre danzando)

Jefe: Entremo aquí a preguntá por ejtoj piazo debe de ejtá (bis) Coro (siempre danzando): que corra y juya, que corra y juya que corra y juya, que aquí no ejtá (bis)

Jefe: Entremo aquí, dejpuej allá a ve si noj han vijto a carnavá(bis) Coro: que corra y juya, que corra y juya que corra y juya que aquí no ejtá que lo tenemo, que lo tenemo, que lo tenemo que arcanzajá

Jefe: Que Dioj lo libre en donde ejtá de que lo muerda mi torcorá(bis) Coro: la rabo y pompo, la rabipompo, la rabipompo y la mapaná,

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la pulidora, la pulidora La pulidora y ejte animá

Jefe: Si Carnavá se fue a ejcondé en una cueva que no se ve(bis) Coro: Yo mi ciempié lo suelto aquí pa que lo bujque y lo haga salí le muerda un ojo, laj doj oreja también la boca y en la narí y veremo entonce, veremo entonce que corriendito lo hace salí

Jefe: Si no lo hallamo en ejta posá se la tenemo que cajtigá (bis)

Coro: yo mij avijpa laj suelto entonce pa que lo salgan a bujcajá, ellaj lo bujcan por loj rincone porque sí saben en donde ejtá y si lo pinchan lo vuelven loco y de su cadáver nadie sabrá

Jefe: Si mi carruso llego a soplá ojalá se esconda traj de un altar (bis)

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Coro: ojalá que juya, ojalá se ejconda bajo la tierra o bajo del mar que lo tenemo, que lo tenemo, que lo tenemo que arcanzajá ejta puyita tan voladora y zumbiadora lo encontrará

Relaciones: (Carnaval sale de su escondite)

Jefe: Oiga seño Carnavá por qué noj anda juyendo lo venimo persiguiendo porque ujté noj mandó a llamá.

Carnaval: Negro insolente, atrevido yo llamarte para qué yo jamás te he conocido ni tu nombre te lo sé.

Jefe: Yo no sabo, mi señó ej la pura realidá ejtábamo allá en Mompó cuando ujté noj mandó a llamá y ahora dice que no y por eso ej que ahora traigo conmigo mi culebra torcorá

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pa dale a probá a mi amigo que de mí no se va a burlá y ahora ej que ujté va a sabé del té con la yuca asá. Y aquí te la voy a poné en loj pié, Carnavá.

Coro: ¡Ay! ya lo tenemo, velo onde ejtá ¡ay! dale una zumba a Carnavá ¡ay! toita junta laj va a pagá.

Negro 1: Si yo mi mochila la rompo, si no la jecho a quemá si con ejta rabipompo no se humilla Carnavá ejte animal tan valiente algo tiene de inferná que enloquece a la gente tan solo con su mirá si arguno por imprudente me la llega a dejpertá le digho que ya cuente con la vida de Carnavá. Y aquí te la voy a poné pa ve cómo ej que te va ( se la coloca en un hombro).

Coro: ¡Ay! ya lo tenemo, velo onde ejtá -------------------------------------------

Negro 2: Si de todoj se ha burlao y pa mayor seguridá yo le pongo de ejte lao mi culebra mapaná y le digo con franqueza que si ejte valiente animá lo muerde en la cabeza no lo deja ni pataliá. Y aquí te la voy a poné pa ve cómo ej que te va

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(se la coloca en la cabeza).

Coro: ¡Ay! ya lo tenemo, velo onde ejtá -------------------------------------------

Negro 3: Si me permiten, ahora yo le pongo sujeción aquí ejtá mi pulidora maj valiente der Japón culebra que tanto miedo a todo er mundo le da no maj hace poné la boca y la carne dejgajá ni la mijma cajcabé que mala también será nunca, nunca puede sé su veneno tan mortal. Y aquí te la voy a poné pa ve cómo ej que te va (se la coloca en el otro hombro).

Coro: ¡Ay! ya lo tenemo, velo onde ejtá --------------------------------------------

Negro 4: Ejte animá tan horrible lo llaman el ejcorpión ej el animá máj terrible de toda nuejtra región al que ejte animá le pique con laj tenazaj de alante y al mijmo tiempo con laj de atrá lej digo que mortifica pa podelo curá tan solo a la gente rica se le puede suminijtrá la contra y la pica pica que sí la saben curá. Y aquí te lo voy a poné pa ve cómo ej que te va. (se lo coloca en la nuca)

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Coro: ¡Ay! ya lo tenemo, velo onde ejtá --------------------------------------------

Negro 5: Ejte animá traicionero y rápido en la picá hay que andale muy ligero pa podelo curá al que ejte animá le pique con la ponzoña de atrá, si lo pica en la garganta no lo deja ni pataliá y si lo pica en la manzana lo pasa a la eternidá. Y aquí te lo voy a poné pa ve cómo ej que te va. (se lo coloca en la cabeza).

Coro: ¡Ay! ya lo tenemo, velo onde ejtá -------------------------------------------Negro 6: Ni volando que anduviera jamaj te hubieraj salvao yo soltando mij avijpa: papelillo, carnicera, alpargatera, caracolicera, si todaj te hubieran pinchao toito tu cuerpo te hubieran atormentajao.

Coro: ¡Ay! ya lo tenemo, velo onde ejtá -------------------------------------------

Negro 7: En soplando yo mi carruso pa mayor seguridá y si yo hago de él buen uso, y si lo soplo así (sopla fuerte) allá va a da. Ojalá pase por Parí, laj puya lo irán a arcanzá.

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Coro: ¡Ay! ya lo tenemo, velo onde ejtá -------------------------------------------

Carnaval: ¡Ay! la muerte es cosa terrible que al verla atemorizaLo que les pido, señores (dirigiéndose al público), es que sean misprotectores y me manden a hacer una misa( cae “muerto”, de espaldas).

Coro: Ahora sí ejtá muerto en realidá¡Ay! que ya no puede ni pataliá¡Ay! dale una zumba a CarnaváQue toitaj junta laj va a pagá.

Jefe: Soij digno de compasión, pobrecito Carnavá ya no te podemo hacé maj na, porque ejtay muy ultrajao ahora, si noj prometei que en el año que vendrá no te volvei a ejcondé, te podemo resucitá.

Policía: Oigan negroj insurrecto: ya que ha muerto Carnavá traigo orden del alcalde pa mandalo a sepultá y de término lej doy dos hora pa cavá la sepultura harán ujtedej un buen entierro y dejpuej, terminado ejto pasarán a la alcaldía pa cumplí con un arrejto de término de ocho día.

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Jefe: Oiga, señó Agente: al alcalde le dirá que por qué no viene él mijmo pa que noj pueda obligá pa ve si le puede pasá lo mijmo que le pasó a Carnavá. (dirigiéndose a los negros) Vamoj a ve compañeroj: Ya que ha muerto Carnavá y la Santa Madre Iglesia y el señó Alcalde mandan que loj muerto hay que enterrajá, porque si lo dejamo afuera se puede reventajá y con tanta gerentita se apejtará la ciudá y la golerá comerá.

Negro 1: Ej muy cierto, sí señó, que loj muerto hay que enterrajá pero tantiemo primero si ejtá muerto en realidá.

Negro 2: Si tiene el cabello duro se puede resucitá pa no cavá sepultura, que tanto trabajo da y en ejta tierra tan dura, como dicen que aquí ejtá tentalo vo, compañero

Negro 3: Ejtá vivón todavía, vamo a ve si lo curamo y dejpuej que ejté vivo entre toitoj lo perdonamo

Negro 4: Pero primero formemo un altar y le rogamo a nuejtra señora la Sucia, que también meta su mano.

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Relaciones para armar la santa

Jefe: De seij pieza se compone la santa, nuestra devota: aquí pongo yo la primera, pngan ujtedej laj otra

Negro 1: Aquí te pongo la segunda y también te la pongo ya también ponga cada quien pa podele rogá

Negro2: Aquí traigo la garganta y buena que te ha quedao ahora lo que te hace falta ej un rosario engarzao

Negro3: Aquí te traigo la cabeza, Santa y Sucia milagrosa ejta e la cuarta pieza ¡y ej vai quedando hermosa!

Negro 4: Aquí te traigo ejte brazo, Santa y Sucia milagrosa, metelo sin retazo pa ve como hacei tuj cosa

Negro 5: Ejte brazo que te hace falta, yo te lo vengo a poné pa que resucitei a Carnavá de una terrible picá que le dio mi ciempié

Negro 6: Aquí te traigo mi rosario engarzao pa que resucitei a Carnavá que nosotro hemoj matao

Negro 7: A la tienda fui y compré ejte manto nuevecito

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y ejte sombrero también te lo pongo, Santa y Sucia, pa que no te queme el sol cuando andei de parranda por toitica la región.

Cantan y danzan todos:

Jefe: Por loj tangoj de tuj orejaCoro: Resucita a CarnaváJefe: Por tu narí tan perfiláCoro: Resucita a arnaváJefe: Por loj dientej de tu bocaCoro: Resucita a CarnaváJefe: Por tu manto tan bonitoCoro: Resucita a Carnavá

Relaciones para quitar los animales (Sin canto, pero con sonido de tambores)

Jefe: Santa y Sucia milagrosa, lo que te vengo a rogá sacale a Carnavá toitico ese veneno que le dejó mi torcerá

Negro 1: Santa y Sucia milagrosa, yo te ofrezco en ejte día de alumbrate con incencio de una tienda y una palma bien prendía pa que resucitei a Carnavá, que murió de una mordía

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Negro 2: ¡Padre mío! Compadecete de ejte pobre Carnavá que murió sin compasión, de una terrible picá que le dio mi mapaná

Negro 3: Por loj tangoj de tuj oreja, Santa y Sucia milagrosa, te vengo a pedí una cosa:sacale a Carnavá la venena ponzoñosa pa entonce seguí haciendo nosotro la mijma cosa

Negro 4: Por loj diente de tu boca, Santa y Sucia, mi patrón sacale a Carnavá toitico ese veneno que tiene en el corazón de una terrible picá que le dio mi escorpión

Negro 5: Ejcuchame, santa y Sucia, lo que te vengo a ofrecé: ej un nicho de madera que yo mijmo te lo haré, pa que le sqquei a Carnavá totitico ese veneno que dejó mi ciempié

Negro 6: Santa y Sucia milagrosa, ej verdá que ejtai bonita sacale a Carnavá toitico ese veneno que le dejaron mij avispa

Jefe: Parate Carnavá, que ejtai bien curao pa que bailemo el baile del sangarriao

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Canto y danza final:Jefe: Resucitó CarnaváCoro: ay ay ay mi sangarriaoJefe: Que decían que no volvíaCoro: ay ay ay mi sangarriaoJefe: Que venga el alcalde y veráCoro: ay ay ay mi sangarriaoJefe: Y también la policíaCoro: ay ay ay mi sangarriao.

Además del significado profundo que tiene la danza por las connotaciones sociales, religiosas y de exaltación de sentimientos, la jocosidad de los ejecutantes la hacia muy graciosa. Yo la vi tres veces, y aunque mis notas fueron tomadas con la asesoría del jefe, creo que me faltaron apuntes. No deja de ser interesante, además, el hecho de que esa danza no se conoce en ningún otro lugar de la Costa. Pero supe que desde entonces el carnaval empezó a decaer y ésta y otras danzas, como la de indios de Saloa y la de los coyongos, no se volvieron a presentar. Este guión que acabo de anotar es el único que existe, pues las danzas con sus relaciones sólo se transmitían oralmente.

Yo gocé el carnaval a plenitud. Además del derroche y el berroche que hubo y que al principio me molestaron, lo ”jugué” en todas sus formas. Jugar carnaval implica desinhibirse por completo de escrúpulos para participar en los relajos de aguas, tintas, cascarones, bailes y demás. Hasta me llevaron para amarrarme a la varasanta, de lo cual me salvé pagando una multa. ¿Se imagina alguien lo que le puede ocurrir si estando amarrado le sacuden el árbol cubierto de hormigas rojas urticantes?. Como no me conocían y cargaba mi cámara fotográfica, pensaban que era extranjero y algunos quisieron demostrarme su simpatía solazándose con mi permisividad. Excepto un despistado que me gritó: ¡Gringooo, go jon!. Y yo también le grité: ¡Cojón tu padre, marica! Y se me vino encima, pero lo detuvieron. Era un grandote al que llamaban don Emi. Un Goliat criollo.

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Lo embarazoso me ocurrió la última noche en una caseta de baile. A un descuido de Mae, saqué a bailar a una muchacha disfrazada que me hacía señas. Bailaba tan sabroso, se movía tan rico, que seguí con ella tres piezas más durante las cuales nos endulzamos el oído y me dijo que me esperaba en su casa al día siguiente. Entusiasmado, le conté a Toño, a la mañana siguiente, de mi inesperada aventura. Ni te atrevas, guevón, qué muchacha ni qué muchacha, me advirtió.¿Sabes quien es ella? ¡La “chipaca”, la moza de mi papá! Y así se frustró mi primera oportunidad de darle de comer al pajarito.

Pasados los carnavales, me quedé unos días en Chimiloa tratando de cultivar amistades y de conocer historias y personajes, pensando siempre en escribir crónicas. Quise visitar a la niña Jose, con Popo, a quien, con sólo oír su nombre le temblaba el cuerpo y se le escurrían las babas desde aquel día en que la conoció en Torrecilla, pero me dijeron que ella no estaba en el pueblo, que era como el Moralito de la canción de Rafael Escalona, o sea, que “está en todas partes y en ninguna está”. Lo cual quería decir que la pasaba viajando como la abeja del poeta: “de aquí a la cumbre, de la cumbre al llano/ siempre en ágil y continuo movimiento”. Me hablaron de Teresa Leiva, la negra alegre y desquiciada de El Paso; de Cerveleón Padilla, el cacique político municipal; de la Chacón, la reina del folclor; de Aquiles, el vendedor de bijao y recamarero de las fiestas; de María Beleño, la mejor bailadora de tambora; de Pantaleón, el negro fabricante de canoas, bongos y bateas; de Chinchilla, el motor y promotor de la danza de los indios; a Sinesio Romero, dueño de finca panelera, esmerado en el vestir, lecto de obras importantes y elocuentes en el hablar y en sus criticas al sistema gobernante. En fin, acopié información interesantísima, pero ahora con la ventaja de hablar con algunos de ellos y de poder usar la grabadora que acababa de llegarme.

Me llamó mucho la atención Aquiles, un analfabeta, bebedor, gorrero, enjundioso teniente electoral y más flaco que un mal favor, pero era el único pantalonudo del pueblo que se le medía a explosionar la recámara en los días festivos. Me contaron que desde las respectivas vísperas, como en momentos antes de la visita de un personaje importante o de un anuncio extraordinario –según criterio del párroco, del doctor Padilla o del Alcalde- preparaba y detonaba el pequeño cilindro hueco, abierto arriba, con orificio abajo, a las horas indicadas. Uno u otro le proporcionaba la pólvora y algún amigo o transeúnte la pava de cigarrillo o el cabo de tabaco para encender la mecha. Con el tiempo el pueblo se fue

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acostumbrando a estimar la trascendencia de los sucesos según el número de recamarazos, de suerte que a lo largo del año la atención, los comentarios y el ánimo de la gente giraban alrededor del “aquilíneo” artefacto y de Aquiles mismo.

Aparte de ser el recamarero, algo así como el Hermes municipal, Aquiles tenía por oficio cortar y vender hojas de bijao en las que se envolvían los bollos y pasteles (tamales), base tradicional de la cena de la mayoría de las familias. Todos los días, incluso los festivos en los que el ¡pum! del piloncito era imprescindible, él salía después de apurado el magro desayuno hacia los bijaguales, montado en su burrito bayo, lerdo y frágil como su propio rebuzno, y al filo de las tres en punto regresaba con la carga para cumplir los pedidos. Las pocas ocasiones en que había retraso la gente se preocupaba, pues bollos y pasteles tenían que venderse a partir de las cinco, según la costumbre. Y cuando la espera resultaba inútil, cundía el nerviosismo entre las amas de casa, que tenían que improvisar comida y alterar algún otro quehacer de la rutina hogareña.

Faltar el bijao era, en cierto modo, como faltar el seco estampido del recamarazo. Ambos sucesos generaban incertidumbre, intranquilidad y curiosidad por saber qué había ocurrido. Aunque, en verdad, la gente podía soportar más tiempo sin escuchar el ¡pum! que carecer de los envueltos. De ese modo, y a través de Aquiles, se daba una relación curiosa entre un trepidante recamarazo y una voluble hoja vegetal. Así, Aquiles era considerado un tipo importante.

Para fortuna de todos, Aquiles era persona seria y responsable. Rara vez fallaba. Si el burrito enfermaba, se iba a pie o colgando de la baranda de un camión hasta el camino del bijagual y a pie entregaba a cada destinatario lo suyo. Aun en diciembre, cuando por las festividades patronales y navideñas aumentaban los pedidos de bijao y el estallido de la recámara, él se las ingeniaba para cumplir a cabalidad. Esta rara virtud en un bebedor gorrero lo hizo merecedor de la confianza de los políticos de su partido, quienes solían pedirle agitar las masas y pregonar los ¡vivas!, cosa que él hacía con gusto enarbolando el mismo trapo rojo que usaba para cargar al hombro los bultos de bijao.

Un día de manifestación política y animado por los tragos, Aquiles preparó la recámara, la colocó en el mismo hoyuelo

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del estallido precedente y se aprestó para encender la mecha con su propio cigarrillo. Parsimonioso y sonriente extendió la vista a su alrededor con el cigarrillo en alto, como quien ofrece al público una suerte torera, se inclinó seguro, templados los nervios, tensos los músculos, acercó la lumbre a la pólvora y brincó como un saltamontes para ponerse a salvo. La gente que lo miraba expectante estalló en risas y mofas, pues el cigarrillo se apagó en el instante preciso. Aquiles se sintió ridículo, pero entonces se hinchó de valor, rió también y prometió intentarlo de nuevo. Esta vez pidió otro cigarrillo encendido, repitió el brindis y, más seguro que antes, lo acercó a la pólvora. El grito horrorizado de la multitud reveló la tragedia: Aquiles había caído exánime, quemado el rostro, chamuscado el torso y destrozado el brazo. Días después le había ganado el duelo a la muerte, pero ya sordo, ceguetón y manco por siempre, nunca más volvió a explosionar la recámara ni a cortar bijao. Por supuesto, el impacto social de su accidente fue tal que pasó mucho tiempo para que la gente se acostumbrara a otras formas de anunciar las fiestas y visitas y a prescindir de los bollos y pasteles. A este señor Aquiles lo vi recorriendo el pueblo en su burrito bayo durante el carnaval.

Otro personaje del cual me hablaron fue Teresa Leiva. Venida de El Paso cuando joven, se desviroló cuando quedó viuda y se convirtió con el tiempo en hazmerreír de algunos y correveidile de otros. Basado en lo que observé de ella y en cosas que me contaron, escribí una crónica y unos versos y esbocé un sainete para impresionar a Mae, pero fue infructuoso el intento. Perdí la crónica, pero guardé los versos que la describen como era y que aún conservo en mis archivos:

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Allá va Teresa Leivatoda de negro vestida,boina de pelo y flores,una sedosa mantilla,falda de tela suavecon amplios pliegues y cintas, medias cortas tobilleras importadas de la China,zapatos acharolados con filigranas encima,en el hombro la cartera y en la mano la sombrilla.Allá va Teresa Leiva.Toda de negro vestida

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Va musitando palabrasy entretejiendo recuerdosde quién sabe qué episodiosde mentirillas y ciertos.Su mente es su compañía, la que da vida a su cuerpo,a su mirar y sonrisa,a sus idilios y sueños.Por eso cuando ella sale a caminar por el pueblo, no importa la hora del díao hacia cual de los dos puertos,va musitando palabras y entretejiendo recuerdos.

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Ahí viene Teresa Leiva con su garbo caminando,a los que encuentra saluda con respeto y desenfado.Tiene la cara radiante, labios rojos, dientes blancos, cadena con crucifijo entre dos collares raros,blusa con arabescos,pendientes azules largos,pulseras, dijes, anillos en pedrerías engastados.Ahí viene Teresa Leiva con su garbo caminando.

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¡Teresa, venga y nos cuenta! le llaman de aquí y de allá: ¿qué fue de aquellos guajirosque la trajeron acá?, ¿cuándo su hijo aviadorva a venirla a visitar?, ¿qué ha pasado con sus vacas?, ¿su esposo sí volverá?.Son cientos de esas preguntasque causan hilaridad. Por eso cuando ella pasa por la calle principal ¡Teresa, venga y nos cuenta! le llaman de aquí y de allá.

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Al acercarse comenta noticias de algunas partes,cartas que ha recibido, decires de otros lugares,comida que ha disfrutadoen la mañana y la tarde, los planes a realizarcuando algún premio se gane,cosas que todos ignorande vecinos respetables. Sabiendo que todos gozancon tales intimidades,al acercarse comentanoticias de algunas partes.

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Aquí está Teresa Leivaen la que dice su casa:piso de tierra suelta,paredes de penca y guadua,techo de palma rota,pequeño aposento-sala,cama de tabla duracon estera y sin almohada,cocina sin alacena,asiento de palo y paja.Esperando caridadde quienes con ella hablan,aquí está Teresa Leivaen la que dice su casa.

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El día que muera Teresavestida estará de negro.como negra es su miseriay la piel de todo el cuerpo.¿Alguien irá a preguntarlepor su salud y su sueño?Yo, que la conocíen la calle y su aposento,guardo de su condiciónun respetable recuerdoy espero que no la olvidenpor estos sencillos versos.El día que muera Teresavestida estará de negro.

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Vida de Teresa Leiva,vida de muchos seres,cuyos problemas ocultancon encajes y oropeles,en la casa ¡qué tristeza!en la calle tan alegres;almas que pasan soñandoresignadas con su suerte,que viven sin darse cuenta,de una manera inconsciente,una extraña realidadcon la que a otros divierten.Vida de Teresa Leiva,vida de muchos seres.

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La semblanza de Teresa no le gustó a Mae por exagerada. Su explicación: ninguna mujer puede vestirse y comportarse así en Chimiloa, con tan ardiente clima, y porque ¿de dónde va a sacar tantos perendengues, si allá nadie usa collares ni crucifijos , y con qué alientos va a recorrer el pueblo y hablar con la gente?. No la convencieron, pero le gustaron y ello dio origen a una charla interesante y amena sobre poesía y versos, que ella sazonó con algunos cuartetos suyos imitando a un conocido poeta. Días después reconoció que “Teresa es así como la pintas, sólo te faltó anotar su costumbre de ir a misa y al rosario todos los días”. Y entonces apostamos un regalo al que hiciera la mejor estrofa. No me da pena decir que me ganó.

....Volví a Tronconal muy contento de la experiencia vivida en Chimiloa y ansioso de compenetrarme más con su entorno. Con mi primo y Popo recorrimos los playones en misiones de vaquería y fuimos a galapaguear un par de veces, en una de las cuales llenamos el saco hasta el tope y Toño estuvo tan entretenido contándolas que una galápaga le mordió el “aplique” y quedó colgando. El grito de dolor debió oírse en todo Playón Grande. Al “aplique” le quedó una cicatriz graciosa, pero siguió funcionando divinamente, según él. Pero, entre tanto, mi relación con Mae empezó a tomar otro rumbo cuando tío Goyo envió a seguir nuestros pasos, sin razón alguna, pues, en realidad, lo nuestro eran unos amores sanos, sin pretensiones de abuso. Primero, porque su talante de maestra seria y bien educada no era para hacerse ilusiones, y segundo, porque más que su figura me habían seducido su temperamento alegre y optimista, su inteligencia, su capacidad imaginativa y el entusiasmo que ponía en sus quehaceres, especialmente en lo tocante a la instrucción de Popo.

....Pero como toda dicha es pasajera, un domingo en la noche asesinaron a un señor en una parranda y cuando comenzaron las averiguaciones todos negaron saber quién había sido el autor material. Pero alguien sugirió que pudo haber sido Popo. Y a él le endilgaron el homicidio. Cuando fueron a buscarle huyó y no volví a verlo. Días después la investigación del caso condujo a los verdaderos homicidas, que fueron enviados presos a Santa Marta. El desconocimiento de la situación de Popo me golpeó muy fuerte, pero el hecho de saber que ya podía leer y garabatear frases y, sobre todo, que estaba resuelto a continuar aprendiendo, calmó un poco mi conmoción. Mae me infundió la fe

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de que Popo llegaría lejos en sus aspiraciones.

Ocurrido lo de Popo, caí enfermo. Entonces las atenciones de Chinda, además de aumentarse, fueron tomando otro cariz. Tío Goyo y Toño comenzaron a maliciar y desde ese momento eran ellos los que me llevaban los medicamentos a la cama. Entonces, por alguna reacción extraña, empeoré y convinieron en llevarme al médico, a lo cual me opuse afirmando que mi estado no era para tanto. En su lugar, pedí que me compraran unas medicinas que ya había probado. Y fue así como Toño se fue al pueblo y mi tío, minutos después, a continuar el trabajo que Toño estaba haciendo en el corral. Más demoraron ellos en salir que Chinda en venir a mi cama. Y en ese instante llegaron a mi memoria aquellos versos de García Lorca….Y que yo me la llevé al río creyendo que era mozuela…Cuando mi tío regresó entró haciendo una pregunta que me estremeció: ¡Chinda, ¿dónde están los estribos?!. Quien recuerde el poema sabrá porqué me alteré.

A partir de este suceso una voz interior me decía: “estás en vaina, compaegallo, coge camino”. Comencé a pensar en un pronto regreso a Barranquilla. Una mañana Chinda me pidió que le consiguiera trabajo allá, así fuera en mi propia casa mientras tanto y, por otro lado, el mismo día, Mae me dijo que coronado el éxito con Popo, estaba considerando seriamente mi propuesta de matrimonio. “Estás en vaina, compaegallo, estás en vaina”, me repetía la voz. Y cada día que pasaba el cerco se iba cerrando con las insinuaciones de Chinda, que no se conformaba con una sola vez, y con los celos del tío Goyo, que no desistía de vigilarme en casa y afuera. Por fortuna vino en mi auxilio un telegrama en el que me pedían el regreso inmediato para diligenciar mi matrícula en la universidad, la excusa perfecta para salir el mismo día de Tronconal sin tener que dar explicaciones, dejando atrás momentos gratos, sentimientos de sincero aprecio y amistad hacia Toño, la Mode y la Chon y un resentimiento con el tío Goyo, pero llevando conmigo una buena experiencia de playonero, recuerdos inolvidables y, sobre todo, un afecto especial a Popo y el amor profundo a Mae.

Dije “por fortuna vino en mi auxilio”, pero no fue así. Estaba tan enamorado de Mae que después de pensar unos minutos tomé el telegrama como un impedimento a nuestra relación y lo rompí sin comentarle nada al tío Goyo. Quería quedarme más tiempo en Tronconal, quería llevármela a Barranquilla, incluso consideré casarnos en Chimiloa a

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escondidas, cosa estúpida, pues allí ni el sol podía mantenerse oculto en la noche. Mi aflicción e incapacidad de discernir velaron mi sueño, afectaron mi apetito y enfermé de nuevo. Entonces sí expresé la necesidad de ir al médico. El diagnóstico no fue grave, pero sí preocupante: tenía bajas las plaquetas. El doctor me hizo caer en la cuenta una posible relación entre mi estado de salud y el impacto que me había producido la situación de Popo, así también con lo que me estaba ocurriendo. Convine en ello, pues también en Barranquilla me había sucedido algo parecido. El medicamento que me formuló y que fue preparado en la botica “El Glóbulo Rojo”, cuyo propietario agregó dos remedios más, acorde con su experiencia y costumbre, los empecé a tomar allí mismo. Esa noche me quedé en Chimiloa, creyendo que a distancia me sería menos difícil discernir. Pensé más, dormí mejor y amanecí decidido a escribir a EL HERALDO ofreciéndoles crónicas interesantes, a cambio de que me patrocinaran un mes de estadía y recorrido por Chimiloa y sus alrededores. Esto entrañaba suspender mis estudios y tener que darle una buena razón a mis padres, pero ante la oportunidad de seguir mi relación con Mae lejos de Tronconal, aquello no me pareció trascendental. Así que envié un telegrama-carta al periódico y un recado a Mae y me fui a esperar la respuesta en la vereda de Santo Domingo, en casa de un pariente.

Los días de espera los aproveché conociendo las playas y conversando con los habitantes, quienes me acogieron sin reservas y compartieron sus saberes y alimentos. Todos vivían de la pesca, algunos con chinchorros y los más con atarrayas y anzuelos; unos me contaron experiencias increíbles en la ciénaga; otros me hablaron de apariciones fantasmales, de combates con fieras, de encuentros con el diablo y seres desconocidos. Me deslumbró un tal Carmelito con su relato de cómo había luchado con el caimán que estaba devorando la tortuga. Ambos animales estaban a sus pies y él hacía énfasis en la tronera que el caimán había dejado en la caparazón de la tortuga, para que imagináramos lo que le hubiera ocurrido a él, si hubiera perdio la batalla.

....He regresado de Caño Libre acongojado y desconsolado. Sin detenerme en Chimiloa más allá de lo indispensable tratando de alquilar un caballo, que no conseguí porque han sido reemplazados por motos, recorrí el camino que antaño anduve en el animoso Tartini, en una mototaxi que tenía la virtud de atollarse en los arenales, serpentear con bríos y

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exigir ayuda en las subidas. Aquel sendero sin tropiezos había sido convertido años después en una “carretera vecinal” que luego olvidaron y se olvidó de sí misma. Bajo el árbol de campano, de pie aún, pero ya escuálido, me detuve a rememorar mi encuentro con aquel joven tuerto llamado Popo. Al entrar al Playón del Padre me vi sorprendido por alambradas que delimitaban propiedades, una aviflora escasa y un puente corto, de unos cinco metros, donde volvimos a detenernos ¿Este es Caño Libre?, me pregunté. ¿Hay otro caño adelante?, le pregunté a Jorge, el conductor. No, señor. Y comencé a sentir una tristeza inmensa.

A ambos lados del puente apenas se veían charcos en medio de taruyales y otras plantas que impedían el fluir del agua: aquí y allá una que otra garza; uno que otro pájaro revoloteando; una que otra mata de mangle; una vaca pastando en el lecho. Sabía que estábamos en verano, pero lo que presenciaba no era un riachuelo disminuido, sino un cañito estertoroso, moribundo. Continuamos y mientras la mototaxi serpenteaba y rugía por la “carretera vecinal” mi tristeza aumentaba. Jorge no sabía nada sobre Tronconal, ni conocía a ninguno de los moradores, así que llegamos a la escuela habiendo pasado por Marengo sin que yo hubiera podido ubicarlo. La maestra, una joven morena, con la cartilla en la mano, de colores vivos, con dibujos de niños rubicundos, felices, bien arreglados y con frases aún más estrafalarias que las conocidas por Mae, dejó lo suyo para dialogar conmigo unos minutos. Me llamo María, me dijo, extendiéndome su mano limpia y suave. Se me pareció a Mae en su desenvoltura para expresarse y en la voz misma. Se lo dije intercalando otras apreciaciones y algo más relacionado con su método personal de enseñar al campesino, mientras ella sonreía atenta a mis palabras.

Terminada la conversación, me entretuve observando el paisaje. A un lado de la escuela había un corral con unas pocas reses y, al otro lado, un rancho abandonado que mostraba la huella del invierno anterior en las paredes de tallos de palma de uvita. Al otro lado del caño, que dejaba ver un charco grande circundado por plantas de todo tipo, una posesión como las de antes, una canoa inmóvil encallada y una garza blanca picoteando sin pausa y en vano en procura de sardinas. No vi árboles enormes, ni reptiles ni aves de diversos colores. Estando contemplando aquello se me acercó la maestra y me dijo con cierta dulzura: señor, mi nombre es María Eugenia y soy nieta de la Mae que usted nombró. A mí

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también me llaman Mae. Asombro y emoción se combinaron en mi voz para preguntarle de corrido: ¿Vive ella, dónde, cómo se encuentra....? Y tal vez cinco preguntas más. Los niños se acercaron ante el tono encendido de mis preguntas y María Eugenia los mandó a casa.

Sentados en un banco de la escuela, Mae me contó calmadamente la historia nuestra que su abuela le había referido cuando niña y por la cual había solicitado ser nombrada en Tronconal. Y así me enteré que había respondido mi carta que dejé con La Mode y mandado otras que no podía recibir, porque el tío Goyo había sobornado, según supo mucho tiempo después, al empleado del correo para que no tramitara ninguna carta o mensaje que ella me enviara o fuera para ella, procedente de Barranquilla. Intentó decirme algo más, pero un sollozo repentino ahogó sus palabras hasta que al fin me lo dijo: ¡mi abuela murió!, ¡falleció el viernes pasado!. La abracé largamente con ternura, enmudecido, tratando de expresarle también mi pesar hacia mí mismo y diciéndome:¡el viernes pasado!, justo esa misma noche en que, en mi sueño, mi cabalgadura se detenía bruscamente frente a un papel escrito por ella. Le pregunté si Mae le había hablado de una frase especial para nosotros. Separándose de mí y sin el menor titubeo dijo: sí señor: le ruego siempre al tiempo que no corra tanto cuando estoy contigo, pero lo hace adrede. Mi abuela la tenía enmarcada y escrita con tinta color violeta. Y terminó con una pregunta: ¿nos haría usted el favor de escribir esa historia? Ya soy muy viejo para ello, le respondí, pero lo intentaré, aunque se que en Chimiloa no se enterarán, porque allá pocos leen.

Le conté a Mae porqué había vuelto a Caño Libre y mi deseo de ubicar el sitio donde inventé aquella frase. Nos despedimos sumidos ambos en una gran pena y me marché por toda la orilla del caño hasta encontrar un lugar que supuse era el mismo. Allí me senté a revivir recuerdos y esperar hasta la puesta del sol. Pero permanecí poco tiempo, porque aquel riachuelo limpio, profundo, correntoso, alegre, pleno de vida, está moribundo, como lo vi en el puente. Los manglares, las aves, los reptiles, las palmeras, los árboles enormes ¿qué se harían?. El lecho ha sido invadido por plantas extrañas adheridas fuertemente a la tierra. Allí tampoco vi una sola canoa. Un playonero que pasaba en su moto adivinó mi pensamiento y me dijo que, como los caballos, también las canoas ya no eran necesarias, porque ni en invierno se podía remontar el caño hasta La Brillantina, pues estaban sellando con concreto la “madrevieja” donde el río

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Cesar le entregaba sus aguas. Y las autoridades no se han dado cuenta, o sí, pero no le prestan atención. Lo están haciendo para que Caño Libre se muera y Tronconal y los playones mueran también y así alambrarlos y apoderarse de la tierra que la naturaleza creó para todos. Cuando le pregunté si había puesto la denuncia me contestó que lo había intentado, pero sin éxito. vuelva a insistir, le dije, y me respondió: ¿ pa qué? . ahora estoy convenciendo a la gente para organizar una marcha masiva hacia Chimiloa, una vez recogida las pruebas; después trataremos de organizar otras marchas en los demás pueblos, por que a los playones hay que defenderlos.

De regreso a Chimiloa nos detuvimos en El Pueblito, donde vive La Mode con sus noventa y tantos años, cerca del árbol campano donde conocí a Popo. Fue un sedante a mi dolor abrazarla con todo el afecto que le tengo. De Marengo no encontró ni vestigios, me dijo, porque aparecieron cuatro hijos más del difunto y todo se desmoronó y pasó al olvido, excepto la escena desgarradora de Goyito arrastrado por el caballo, por casi medio kilometro, durante una prueba de carreras. Quedó tan destrozado que hubo que recoger el cuerpo por partes. Me contó también que Mae siempre le hablaba de mí y esperaba con ilusión mis cartas antes de ser trasladada a otra vereda y no supo más de ella hasta el día de su muerte. Pero de Popo, dijo que había continuado el aprendizaje con Mae y que fue testigo de su progreso intelectual y de sus luchas a favor de la educación y de los asuntos sociales de las veredas, hasta cuando la guerrilla lo persiguió y volvió a huir de Tronconal. Me mostró panfletos escritos por él y me habló de la escuela que por fin se construyó, gracias a su empeño, y donde hoy día reciben clases algunos niños que, como él, todavía realizan trabajos y llevan cartas pegadas con saliva, en espera de un par de cotizas, de un abalorio o de un ternero cuando a tal vaca se le dé por parir gemelos. Popo fue perseguido también por los paramilitares, por negarse a colaborarles en sus propósitos siniestros, pero “va y viene, debe andar por ahí, cualquier día regresa”, aseguró. Y a continuación se puso la mano en la frente y dijo: “¡ay, caramba, casi se me olvida!, yo todavía guardo unas cartas de él para usted, por si de pronto volvía”. Entre la primera y la última habían transcurrido cuarenta años.

De paso por Chimiloa, y por invitación de un viejo amigo, no podía dejar de volver a la vereda Santo Domingo, donde un día Carmelito me contó su hazaña de matar el caimán a mano limpia. Todos los que conocí en aquella ocasión habían

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muerto o se habían marchado, pero la hospitalidad y el modus vivendi de sus descendientes siguen casi inalterables. Ahora encontré una escuela con computadores, maestros preparados, padres de familia y niños con futuro, con quienes tuve el placer de compartir. Ello fue también un motivo de sosiego para mi pena.

Como dije antes, he regresado a Barranquilla muy triste y desconsolado. La ilusión de hallar a Mae y vivir ese momento sin antecedente en mi larga vida, se desvaneció sin darme la oportunidad de saborear lo que hubiera pasado. He sabido cómo es toparse con una amiga después de muchos años, pero reencontrarse 50 y tantos años después con la mujer que uno amó profundamente debe ser una vivencia única. ¿Cuántos podrán describir, en todo el mundo, ese instante supremo?. Ahora deliro viendo a Mae aquí en nuestro apartamento poniendo su toque de alegría, ordenando las cosas, yendo aquí y allá tomados de la mano, compartiendo todo con amor... Y es seguro que seguiré delirando más allá del tiempo que me queda, porque siento que nuestro amor profundo , verdadero y sin mancilla, nunca tuvo término ni lo tendrá hasta el fin de los siglos.

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Testimonio de invierno y paredes en tayos de palma.

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Caño largo es hoy día un riachuelo moribundo

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11. CHIMICHAGUA, EPICENTRO TURÍSTICO

Hay mucho más para contar sobre Playón Grande y la ciénaga de Zapatosa. En más de cincuenta años muchas cosas han cambiado negativamente por lo que ya he mencionado: por el abuso y excesos de los pescadores con trasmallos, chinchorras y barbasco -depredadores de la fauna piscícola- quienes además talan los árboles donde anidan y se guarnece las aves; por la contaminación ambiental proveniente de las minas de carbón de El Cerrejón y La Jagua; por el envenenamiento de las aguas debido a los desechos y porquerías de toda índole que arrojan desde Valledupar y, en fin, por la naturaleza misma, porque durante el invierno las plantas acuáticas se posan sobre los manglares y se quedan allí hasta secarse, impidiéndoles así la captación de la luz solar y provocando su muerte.

A pesar del tanto deterioro general todavía queda mucho de aquellos paisajes impresionantes de Playón Grande. Todavía puede uno bañarse tranquilamente en las aguas del río Cesar y de la ciénaga de Pancuiche; saborear con fruición los pebres de galápaga o de doncella; tomarse unas Águilas bien heladas en los ranchos del puerto Arenal, recibiendo la brisa zalamera y contemplando los atardeceres de intensa policromía, y pasear sin sobresalto por los senderos de las

La ciénaga de Zapatosa y sus principales sistemas anexos alcanzan, en la fase de mayor nivel hidrométrico, un área inundada cercana a las 40.332 ha., un volumen aproximado de 2.600 millones de metros cúbicos y una profundidad de 12 metros.

Las manifestaciones características de Chimichagua, representadas en su particular forma de habla y sus giros lingüísticos; sus singulares formas de oralidad; el dejo regional característico allí; el sentido y valor de la amistad; el parentesco amplio y la camaradería; sus danzas y música de tambora; sus tradiciones artesanales, culinarias, festivas y sociales; su pozo del Higuerón y otras formas propias de cultura, exaltadas en el Festival de Danzas Folclóricas que allí se celebra anualmente, hacen de Chimichagua un verdadero remanso de tranquilidad que, como señalaba Luis Striffler, bien puede convertirse en paraíso de ermitaños y gente pensante. Condición que podría aprovecharse para el fomento de formas especiales de turismo ecológico y cultural, apoyado en ese potencial inmenso que representa la ciénaga de Zapatosa.

Simón Martínez Ubárnez, Jorge G. Iguarán Aguilar: Orígenes – El Cesar y sus Municipios- Editorial Ápice (sin fecha ni lugar)

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playas de amor…. El lector se preguntará porqué el turismo no ha incursionado por esos lugares si, además, Chimichagua es un pueblo apacible, tierra de paz, de gente acogedora y cordial. La respuesta puede ser porque en Valledupar, la capital del Departamento del Cesar, y en Chimichagua, las autoridades siguen ignorando lo que es la ciénaga como ecosistema con enorme potencial turístico. O porque, sabiéndolo, sus capacidades de gestión son bastante limitadas. Apenas se interesan por la ciénaga cuando ocurren desastres, como los derrames de petróleo o la invasión impresionante y pavorosa de la taruya (20.000 Has.), que aisló los poblados aledaños entre sí.

La temporada principal para un turismo organizado y sostenible allí es la del verano. Además del goce de la hermosura del paisaje, son posibles la pesca con sedal o cordel, las cabalgatas por los playones y los paseos en chalupa o bote por las islas y por poblados y caseríos asentados en las orillas de las ciénagas menores. Son alrededor de 20 islas, de todos los tamaños, habitadas algunas y pobladas todas por la avifauna lacustre lugareña. En todas ellas aún se pueden ver lagartos y otros reptiles. Para disfrutar mejor los diferentes paisajes del recorrido, el paseo en bote cubriendo la ruta Chimichagua—Sempegua- Candelaria – La Mata- Saloa – Chimichagua y lugares intermedios, no tiene parangón en Colombia.

En la temporada de invierno, el panorama y las posibilidades son más para los amantes de la navegación y del buceo. Además de incursionar en la Ciénaga Grande, se puede ir de Chimichagua a Chiriguaná y otros lugares lejanos remontando el río Cesar en barco pequeño o en chalupa. Como anoté, esta era una ruta corriente para las lanchas en la década del 30-40 y también una opción para los vallenatos que viajaban por el río Magdalena hacia Bogotá. En El Banco tomaban los barcos de línea que zarpaban de Barranquilla, con lo cual ahorraban tiempo y costos. Hoy día tal ruta sólo tendría un encanto turístico, como lo tiene todavía el viaje en lancha desde El Banco a Mompós.

Espero que los mismos cesarenses aprecien lo que tienen y reconozcan que esas ciénagas hermosas y esos playones

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variopintos, no tienen igual en el país. Un turismo bien pensado y organizado hacia Chimichagua y la Zapatosa sería también una manera de incentivar el turismo a Valledupar, pues allá deben llegar los turistas que se desplacen por vía aérea, para luego emprender el recorrido de 190 kilómetros, en tres horas y en cómodas camionetas, hasta mi Chimichagua del alma y sus playas de amor, que los esperan con los abrazos abiertos, cariño y máxima consideración.

No está demás contar que así como Chimichagua dispone de su ciénaga para un eco turismo diferente, también tiene un lenguaje vernáculo, manera de hablar y giros lingüísticos que pueden dejar asombrados a los turistas (ver contraportada) e interesar a los estudiosos del idioma. Aquí se pueden oír muchas palabras que no están en el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) y no pocas que no aparecen en el Larousse ni en el Lexicón de Colombianismos, de Mario Alario Di Filippo, al menos con el mismo significado.Lo anterior es el tema de la obra El hablao chimichagüero, preparado y publicado en el 2008 "con la intención de recuperar, registrar y guardar para el futuro un aspecto cultural muy importante, como lo es el léxico de una región de la patria en una época determinada de su historia, porque al igual que las costumbres, las palabras nacen, cambian, se van olvidando y desaparecen…".

Como ilustración de lo anterior, son del lenguaje popular los siguientes detalles, observables también en gran parte de la Costa Atlántica:

1. Es una constante la omisión del sonido d en vocablos que terminan en ado, ida, edo, ido, udo: acurrucao, perdía, rugío, pelú, agallú; en los adverbios todo, todos: to, too; toda, todas: toa, toaj; donde: onde, aonde. Ejemplos: to va bien, se inundó toa la casa, ¿pa onde va ella?

2. Se omite la r al final de los verbos en infinitivo: bailá, comé, reí: él quiere bailá, no quiere comé.

3. Se "comen" la s y a menudo esta es reemplazada por la j: tengo doj casa, somoj diej amigo, tengo trej pare de zapatoj

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bonito, too loj dijco son iguale.Y aquí viene lo más interesante:

4. los sonidos ld, rd y rt se pronuncian golpeando con la lengua la parte media del paladar, pero no a la manera de los cordobeses, sucreños y bolivarenses, que dicen: fadta, Códdoba, muedto, miedda, sino al modo de allá, que no sé cómo explicarlo y no creo que haya símbolo lingüístico que lo represente. Para lo que sigue, usaré el símbolo & , que da una idea algo aproximada de cómo enredar la lengua para pronunciar los citados fonemas : fa&a, Co&oba, mue&o, mie&a.

5. Todavía muchos campesinos que pasan de los 70 años emplean el voseo, pero a su manera: ¿ pa onde vai tú?, ¿y vo qué querei?, vení vo.

A todo lo anterior hay que agregar el dejo inimitable al hablar.

Y sigamos con algunas palabras que, de seguro, pocos de otros lugares habrán escuchado, o tal vez sí, pero no con el significado adicional que allá tienen: abafao, acholao, alipujo, angú, báchere, bechereque, biranga, bojazo, bufano, cambembería, cambimbas, canaqueo, carrandanga, casadilla, cocorongo, chere, cuchiflete, desaio, desarboliar, ecuu, fleque, felele, fulero, guángaro, galafardo, hico, jampú, jara, langaruto, lejpe, ñacarito, queco, rambao, runchar, soguiar, vira, yoli, barruntar, bolero, fundingue, cafongo, coca, cotorro, embolsarse, filo, forro, lata, melar, mona, palomiar, porra, rabiar, rallar, tránsfuga, velar, vuelta.

Agreguemos que allá, como en toda la zona, descrestar es quedar mal, al contrario de como se emplea en el interior del país. Por eso nos suena contradictorio que después de una presentación impecable de Carlos Vives en Bogotá o Cali, los oyentes digan que salieron descrestados. Así que si usted presencia un conjunto vallenato o un grupo de danza en Chimichagua, y le gustó mucho, no se le ocurra decir que lo descrestó.

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Este tema del lenguaje puede ser más importante de lo que algunos piensen. Puesto que el lenguaje es el medio para tratar a los turistas, sería bien interesante que éstos llegaran a compenetrarse del hablao chimichagüero a través de tarjetas ilustrativas, al tiempo que los chimichagüeros vieran la conveniencia de "aprender" a hablar como ellos. Conservar lo que somos, lo que tenemos y el cómo hablamos no admite concesiones. Lo del hablao nuestro es tan llamativo, que el Instituto Caro y Cuervo, la entidad de más prestigio en el estudio del español en Colombia, acogió y conserva la obra mencionada y la entrevista que le hice a Heriberto Pretel, en la cual el anciano folclorista se expresa con sabor genuino.

Pienso que la Secretaría de Cultura y Turismo debería contemplar este asunto dentro de sus tareas.

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Calle principal.

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Casa de la cultura.

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Paseo de placer a Saloa.

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Puerto de Saloa: Obsérvese el manglar taponado de plantas secas. por falta de luz se secara también.

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Muelle turístico.

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