MICHELLE XXL Christian Bienek
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MICHELLE XXL
Christian Bienek
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5352
— ¿Qué pasa, Michelle? Ya hace diez minutos que ha sonado tu despertador.
¡Tienes que levantarte!
— ¿Para qué?
Mi madre arruga la frente y rezonga:
— ¡Qué pregunta más estúpida! ¡Levántate de una vez!
— ¿Para qué? — repito yo insolentemente, y mi madre sale de la habitación con
gesto sombrío. — ¿Para qué? — grito yo a su espalda. Por toda respuesta, mi madre da un
portazo.
Con los labios apretados miro hacia el calendario que cuelga junto al espejo.
Hoy es siete de octubre, y ése es precisamente el motivo de mi mal humor. Paso
varios minutos contemplando el calendario. En mi cabeza se arremolinan recuerdos
de Tim. Tan pronto siento frío como calor. Poco a poco las paredes de la habitación,
forradas con pósters de Michael Jackson, comienzan a dar vueltas.
¡Maldita sea, me estoy volviendo loca!
Aprieto los puños con resolución y respiro profundamente. «Ante todo, no
llorar», me digo una y otra vez. En vano. Lamentablemente, casi nunca gano un
combate contra mis lágrimas. Tampoco esta vez puedo evitar que mis ojos se
transformen en dos surtidores que borbotean con fuerza.
Meto la cabeza debajo de la almohada y sollozo como una loca. ¿Seré idiota?
¿Por qué lloro por un chico al que en realidad aborrezco y al que, en cualquier caso,
no volveré a ver en la vida? Ese tipo odioso no se merece lágrimas, sino un sonoro
pedo.
Mis lamentos son tan patéticos que más bien dan ganas de reír. Y eso es
precisamente lo que hago, pero sin dejar de sollozar. Durante este acceso
simultáneo de llanto y de risa emito sonidos totalmente demenciales. Parezco la
banda municipal de Bremen tocando después de una buena dosis de éxtasis.
Media eternidad después termino de recuperar el control de mí misma. Me seco
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los ojos con las mangas, lleno de mocos tres pañuelos y me levanto de la cama.
Mientras me calzo las zapatillas de casa, le hago un guiño a mi póster preferido.
— ¿Sabes qué tenemos nosotros dos en común, Michael? — murmuro con una
leve sonrisa—. Que los dos perdemos algo de cuando en cuando: yo los nervios, y tú
la nariz.
Cuando llego a la cocina, mi madre señala con el dedo su reloj de pulsera.
— Desgraciadamente, ya no tienes tiempo para desayunar, señorita.
— No importa — respondo yo tranquilamente, y cojo dos naranjas del frutero—.
De todos modos hoy voy a empezar una nueva dieta que he ideado yo misma
mientras me duchaba.
— ¿Sí?
Yo asiento.
— Dos naranjas por la mañana, tres a mediodía y cuatro a la hora de la cena. Y
entremedias kilos de dulces.
— ¿Crees que con eso vas a conseguir algo?
— Claro: una alergia a las naranjas y un par de toneladas de sobrepeso.
Mi madre se pasa dos dedos por sus despeinadas melenas castañas.
— He oído chistes mejores, Michelle —coge su taza de café y bebe un sorbo—.
¿A qué venía esa tontería del «para qué», «para qué», «para qué»?
— No era una tontería. ¿Para qué voy a levantarme si ya sé perfectamente lo
que va a ocurrir en las quince próximas horas? Colegio, comida, deberes,
baloncesto, cena, deberes, sesión de televisión: para mí, el día ha pasado ya antes
de que comience realmente. — ¿Por eso llorabas hace un momento?
— Sí.
Lo admito: mi respuesta no se ajusta del todo a la verdad. Pero eso me importa
un rábano. Tengo que engañar a mis padres una vez al día, por lo menos; de lo
contrario, su curiosidad me habría asfixiado hace tiempo. Y es que ambos tienen
dos únicas aficiones: los juguetes de hojalata y yo. Y como están empeñados en
saberlo todo sobre mí, me marean con preguntas desde que me levanto hasta que
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me acuesto. ¿Cuándo se darán cuenta de lo mucho que me molestan esos
interminables interrogatorios?
De todos modos, en los últimos tiempos no miento sólo porque quiera
guardarme a toda costa un par de secretos, sino también porque la verdad se ha
complicado mucho. Por ejemplo, esta mañana, el asunto de Tim. ¿Cómo va a
comprender mi madre que el siete del calendario me haya desquiciado tanto? ¡Si ni
yo misma me explico el motivo de ese lloriqueo tonto!
Echo leche en un vaso y saco del armario un sobre de cacao. Mi madre vuelve a
señalar el reloj.
— Vas a llegar tarde, señorita.
— Me fastidia que me llames señorita —gruño yo—. Lo haces siempre que estás
muy enfadada conmigo. Pero ahora mismo no hay ningún motivo para eso. ¿O sí?
— Bueno...
Mi madre se rasca su cuello de jirafa, que es el doble de largo y la mitad de
grueso que el mío. Luego se levanta y empieza a quitar la mesa.
En cuanto termino de beberme el cacao, digo «adiós» y corro al vestíbulo.
— Adiós. Y no pienses más en el Tim ese. El siete no es más que un número
como los demás.
Me he quedado de piedra. Doy media vuelta y miro a mi madre, estupefacta.
— Anda, vete — dice sonriendo—. A primera hora tenéis examen de
matemáticas. ¡A ver si te esfuerzas un poco, señorita!
— ¿Por qué te pones así? —me pregunta Valeska mientras vamos a la parada
del tranvía—. ¡Si es maravilloso que tus padres se interesen tanto por ti!Yo aprieto los labios y respondo:
— ¡No tienes ni idea! Mi vida es mía y no de mis padres, ¿entendido? ¿Por qué
ha recordado mi madre esa maldita fecha? El asunto de Tim no tiene nada que ver
con ella.
— A mí me parece estupendo que tus padres estén siempre pensando en ti —
afirma Valeska,, y sopla para apartar de la frente su flequillo rubio—. Para mis
padres, yo soy mucho menos importante que sus partidas de bolos o que el televisor.
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Si les dijera esta noche que estoy embarazada, mi padre diría sencillamente: «Espera
a los anuncios; entonces comentaremos el problema».
— ¡Tonterías!
Valeska me rodea con un brazo y dice:
— Venga, no pongas esa cara tan lúgubre. Después del primer recreo hay dos
horas de historia. ¿No te alegra la perspectiva de tener al señor Strobel?
— ¿No se te ocurre nada mejor?
Empieza a llover. Por suerte, ya sólo estamos a unos metros de la parada del
tranvía, donde nos espera Aische.
— ¿Has dormido mal? —me saluda, y me da un sonoro beso en la mejilla.
— ¡Nooo! Se ha despertado mal —responde Valeska por mí, e intercambia un
par de besos con Aische—. Hoy es siete. Hace dos meses exactos que Michelle
conoció a su gran amor de vacaciones.
— ¿Al Tim ese? —Aische arruga la frente—, ¿Por qué sigues pensando en él? Yo
creía que ya te habías desenganchado de ese idiota hace tiempo.
— Eso mismo creía yo —contesto—. Pero cuando me he despertado y he mirado
al calendario, ha habido algo..., en ese momento he sentido... ¡Ah, mierda! No sé qué
es exactamente lo que ha pasado. Vaya, que se me han fundido los plomos.
— Pero ¿qué tenía de maravilloso el tipo ese? — me pregunta Valeska.
— Que no vomitó cuando me vio en traje de baño.
Valeska y Aische sonríen, dirigiéndome unas miradas que yo conozco
demasiado bien. Así me miran mis amigas siempre que las hace reír un chiste sobre
mi figura: con cierta sensación de culpa, con algo de compasión y con una pizca de
sorna.
Ha llegado el tranvía. Montamos y vemos en la última fila un asiento libre, porel que tenemos que luchar con todas nuestras fuerzas. Una vez que se ha instalado
en él, Valeska se golpea los muslos y dice:
— ¡Venga, siéntate!
La invitación, naturalmente, va dirigida a Aische, que inmediatamente se deja
caer en el regazo de Valeska. Si lo hubiera hecho yo, Valeska tendría que haber
andado un mes entero con las piernas escayoladas.
Las dos hablan sobre el examen de matemáticas que nos espera. Yo, como no
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quiero pensar en el imbécil de Tim, me dedico a mirar a mi alrededor. ¿Habrá en el
tranvía algo digno de verse que ningún otro ve?
Hace unas semanas leí un libro sobre una chica gorda que se daba cuenta de
cosas que pasaban desapercibidas para los demás. La chica en cuestión hacía cosas
muy raras. Como tenía distinto aspecto que los demás, quería ser distinta en todo. Y
por eso decía a menudo cosas que ninguna otra persona habría dicho porque eran
cosas demasiado tiernas o demasiado sinceras. Y a veces decía cosas que no tenían
ni pies ni cabeza, y nadie la entendía. La mayoría de sus conocidos creían que
estaba totalmente chiflada, pero eso a ella le daba igual.
La novela me impresionó bastante. En realidad me gustaría ser como esa chica.
Pero por mucho que mire a mi alrededor, no descubro nada extraordinario. En este
momento sólo veo estudiantes que bostezan y que habrían preferido quedarse en la
cama hasta las doce y media, y un grupo de chicos más pequeños que alborotan en
el pasillo haciendo un ruido de mil demonios. Si fuera mi padre quien conduce el
tranvía, ya hace mucho que habría intentado poner orden a través de los altavoces.
— ¡Venga, vamos a apearnos aquí, en la ciudad vieja! —dice de pronto Aische, y
se desliza del regazo de Valeska—. Tengo que comprarme un bocadillo.
Nos abrimos paso a través de la multitud y saltamos del tranvía. De camino a la
tienda, nos alcanzan Daniel y Björn, los dos graciosos de la clase.
— Eh, Michelle, ¿adónde vas? — me grita Björn—. Tienes que quedarte ahí, al
lado de la acera.
— ¿Por qué?
— Porque ahora pasarán a vaciar los contenedores. ¡Ja, ja, ja!
En circunstancias normales habría respondido a un chiste tan estúpido con un
par de insultos. Pero hoy me acuerdo de la chica del libro, miro fijamente a Björn alos ojos y digo en voz baja:
— Algún día tu ironía hiriente me romperá el corazón.
Björn me mira tan pasmado como si me hubiera hecho pis en su mochila.
¡Parece mentira, en el examen de matemáticas no para de salir el número siete!
Y yo que me había propuesto no perder ni un minuto más pensando en Tim. Pero no
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puedo evitarlo: desde que he visto la fecha esta mañana, no se me va de la cabeza.
El siete de agosto, hace exactamente dos meses, se acercó a mí y se puso a
hablar conmigo. Fue una tarde lluviosa en la isla de Baltrum, donde pasamos las
vacaciones de verano todos los años. Yo paseaba sola por la playa, con mi
gigantesco paraguas rojo.
Lloviznaba un poco, pero de repente empezó a caer agua a cántaros. Aun así,
seguí paseando porque no me apetecía volver al apartamento para pasarme las
horas jugando al monopoly con mis padres.
De pronto, apareció junto a mí, me miró con ojos suplicantes y me preguntó:
— ¿Te importaría que me pusiera debajo de tu paraguas durante unos
minutos?
Yo me quedé tan perpleja que al principio no logré articular palabra. Luego dije
«sí» al mismo tiempo que sacudía la cabeza.
— ¿Sí? —repitió Tim—. ¿Te importaría?
— No —contesté, y no pude menos de reír—. El paraguas tiene anchura
suficiente para dos. Igual que yo —añadí, e inmediatamente lamenté haberlo dicho.
¿Por qué hice un chiste tan poco gracioso sobre mi figura, pese a que Tim no
había visto aún ni una sola de mis mil capas de grasa? Al fin y al cabo, yo no iba por
allí en bikini, sino que llevaba un chubasquero negro y, debajo, un mono de color
naranja (con el que tengo el mismo aspecto que los tipos de la recogida de basuras).
Por suerte, Tim pasó por alto la estúpida alusión a mi volumen de pesadilla y
me preguntó mi nombre.
— Michelle. Y tú, ¿cómo te llamas?
— Tim. Soy de Stuttgart. ¿De dónde eres tú?
— De Düsseldorf. ¿Has estado allí alguna vez? — No. ¿Tiene algo digno de verse?
Mientras caminábamos lentamente por la playa y nos sometíamos a un
interrogatorio mutuo, yo no me atreví a mirarle directamente a los ojos. En cambio,
le miré de reojo un montón de veces.
Tim llevaba sólo una camiseta y un pantalón corto, y parecía estar helado. Yo le
pregunté varias veces si tenía frío; pero él lo negó siempre con un gesto de
despreocupación. ¿A quién quería engañar el chulo ese? Tenía los labios amoratados
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y los brazos, que apretaba contra su delgado tórax, le temblaban sin control.
Estaba moreno, era igual de alto que yo y tenía el pelo rubio y largo, las
pestañas muy bonitas y una dentadura de anuncio de dentífrico. Con otra nariz
habría sido guapísimo, pero con aquella napia tan grande parecía más bien el
hermano gemelo de Pinocho.
No tardé en enterarme de un montón de cosas sobre él: que era un año mayor
que yo (o sea, que ya había cumplido los quince), que le gustaban los cómics
japoneses y el rap, y que de mayor quería ser piloto, conductor de camiones o agente
inmobiliario.
— ¿Por qué agente inmobiliario?
— Porque mi padre lo es y gana dinero a espuertas.
— Oye, ¿seguro que no tienes frío?
— No —mintió.
Pero unos metros más adelante se detuvo, me miró y, de repente, se echó a reír.
Por primera vez me atreví a mirarle a los ojos. Eran tan verdes como los del gato de
Valeska.
— ¿De qué te ríes? —le pregunté.
— De mí.
— ¿Qué?
— Yo, imbécil de mí, estoy todo el tiempo diciendo que no tengo frío. Y en
realidad me siento como si hubiera pasado el día entero metido en un congelador.
¿Por qué no entramos en una cafetería y tomamos algo caliente?
— ¡Buena idea! — dije.
Y salió corriendo.
Cuando unos minutos después me quité el chubasquero en la cafetería y locolgué en la percha, espié la reacción de Tim al ver mi figura. Porque era patente
que dentro de mi mono no había una grácil gacela, sino un hipopótamo. Pero Tim no
se dio por enterado y, claro, eso no aumentó precisamente mi antipatía hacia él.
Pasamos dos horas sentados en la cafetería, hablando sobre lo divino y lo
humano y diciendo tonterías, en espera de que el sol se dignase volver a salir. Por
fin, hacia las seis menos cuarto entraron por la ventana los primeros rayos.
— ¿Damos una vuelta por la playa? —propuso Tim.
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— Si no estoy en casa dentro de un cuarto de hora, mis padres denunciarán mi
desaparición.
— ¿Y qué?
— En serio, tengo que estar allí para la cena. Si no, les da un ataque.
— ¿Y qué? Venga, vamos.
— Lo siento; es imposible.
Pero fue posible, y no dimos una vuelta por la playa, sino veinte vueltas por lo
menos. No nos separamos hasta las diez menos cuarto. En la despedida hubo un
largo y penoso silencio, al que Tim puso fin dándome un fugaz beso en la mejilla.
Antes de que yo pudiera reaccionar, me volvió la espalda y se marchó sin mirar
hacia atrás.
Por supuesto, mis padres me recibieron con una andanada de reproches, cosa
que no me alteró lo más mínimo. Cuando uno está en el séptimo cielo, apenas oye
los gritos que suenan allá abajo.
A la mañana siguiente llegó la hora de la verdad.
Nada más despertarme, me puso de mal humor que el cielo estuviera azul. Y a
las diez y media va mi padre y anuncia tan feliz desde su sillón de mimbre:
— ¡Increíble: la temperatura es ya de veintiocho grados! —en Baltrum siempre
mira el termómetro cada diez minutos. Aparte de hojear el periódico, es su única
ocupación durante las vacaciones.
Desgraciadamente, con ese calor ya no podía tumbarme en la arena con el
mono, y me puse el traje de baño amarillo y verde, del que los graciosos de nuestra
clase dicen que podría servir de tienda de campaña para tres personas. Muerta de
miedo, busqué con la mirada a Tim. En cuanto lo viera aparecer, me envolvería con
la toalla y le haría creer que tenía miedo de que me quemara el sol. Pero él tardaba y tardaba en llegar, y, dos horas después, se me escaparon algunas lágrimas de
desesperación que humedecieron la arena.
— ¿Por qué lloras? —preguntó inmediatamente mi madre.
— Se me ha metido algo en el ojo.
— ¿Qué es? —insistió ella.
— Un tiburón —bramé yo, y clavé mi sombrilla.
Cuando finalmente descubrí a Tim en el agua a primera hora de la tarde, me
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sentí tan feliz que me olvidé por completo del numerito de la toalla, me levanté de un
salto, me metí al agua corriendo y salpiqué a Tim con los pies. Le pregunté dónde
había estado todo ese tiempo.
— Durmiendo —dijo por toda respuesta.
Luego, ¡Dios mío!, clavó su mirada en mi tripa y se le llenó la frente de arrugas.
Me di cuenta de que empezaba a ponerme roja como un tomate. De buena gana me
habría sumergido en el agua para siempre jamás. « ¡Ya estamos!», pensé con una
tristeza mortal mientras cerraba los puños y luchaba por contener las lágrimas.
Esbocé una sonrisa forzada y, en un tono que pretendía parecer relajado,
pregunté:
— ¿Ocurre algo?
Tim asintió. Señaló mi panza, que parece como si estuviera en vísperas de un
alumbramiento de cuatrillizos. Contuve la respiración.
— Tu traje de baño —dijo Tim.
— ¿Qué le ocurre a mi traje de baño?
— Mi madre tiene uno exactamente igual.
Y tras estas palabras se dejó caer hacia atrás y se adentró en el mar nadando
de espaldas. ¿Y yo? Yo salé un poco más el agua del Mar del Norte derramando dos
o tres lágrimas, que en este caso, y para variar, fueron de alegría...
El resto puede contarse en pocas palabras. Los cinco días siguientes, Tim y yo
fuimos inseparables. No sólo me besó las mejillas, sino también algunas otras partes
del cuerpo. Cuando estábamos juntos nos divertíamos mucho y nos reíamos de todo
lo imaginable, incluso de la montaña de carne que siempre llevo de paseo conmigo.
El sexto día se acabó todo. Tim no apareció. Yo me presenté en su hotel por la
tarde y allí lo encontré en el jardín con una Barbie llamada Jacqueline. Me enteré deque la había conocido la noche anterior en el comedor.
Tim y yo intercambiamos unas cuantas frases banales y ni un solo beso. Como
es obvio, cuando nos despedimos, yo sabía perfectamente cuál era la situación.
A partir de entonces, Tim me ignoró en todas las ocasiones en que nos
encontramos por casualidad en la isla. Ken había encontrado su Barbie, y ella se
pegaba a él como una lapa. El hipopótamo pasó el resto de las vacaciones llorando,
tomando baños de sol y jugando al monopoly, y se negó a despojarse de su mono
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naranja aun con 35 grados a la sombra. Mis padres quisieron saber el motivo de
semejante actitud y me acribillaron a preguntas, pero no por eso perdí un solo
gramo de grasa.
En el recreo de las doce paseo por el patio con Aische. De pronto se detiene y
me mira con gesto pensativo.
— Oye, Michelle, eso que le has dicho a Björn esta mañana, ¿iba en serio?
— ¿Qué le he dicho?
— Eso del corazón roto.
Vaya, al parecer esa frase le ha causado a Aische tanta impresión como a Björn
y a Daniel, que llevan ya cuatro horas sin hacer ningún chiste a mi costa.
— Debería importarte un pimiento lo que esos imbéciles opinen de tu figura —
comenta Aische—. Yo que tú no haría ningún caso de lo que dicen.
— Si nunca les hago caso —contesto yo, aunque no es verdad del todo—. Pero
es que hoy...
— Ya —dice Aische—. Hoy estás muy susceptible porque no puedes dejar de
pensar en el Tim ese. ¿Fue tu primer novio?
— Pero si antes salí con Jörg, ¿no te acuerdas?, el portero del equipo de fútbol
de mi primo.
— ¿Aquella bestia con orejas de soplillo que presumía de que sólo cambiaba de
calzoncillos dos veces al mes? —Aische sacude los rizos, negros como el carbón, que
cubren su cabeza—. A ése lo mandaste a paseo al cabo de una semana, así que no
llega a ser un novio.
— Entonces, tampoco lo fue Tim. Porque lo de él se acabó a los cinco días. — ¿Sigues dedicándote a arrancar la cabeza a las Barbies de la sección de
juguetes?
Antes de que pueda contestar aparece Valeska y nos invita a coger unas
cuantas palomitas. Se la ve más contenta que unas castañuelas.
— Hola, Val. ¿Qué pasa? —se sorprende Aische—. ¿Has recibido otra carta de
amor?
— El señor Strobel me acaba de dar las llaves de su coche para que vaya y coja
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un libro sobre Luis XV —nos informa toda orgullosa—. Me muero de ganas de saber
qué nos va a explicar.
— Yo también, ¡no te fastidia! —dice Aische—. ¿Desde cuándo es la historia tu
asignatura favorita?
Por toda respuesta, Valeska sonríe y se mete en la boca un puñado de
palomitas.
— Desde que tenemos a Strobel de profesor de Historia —contesto yo en su
lugar—. Sé sincera, Val: ¿ya le has pedido matrimonio?
— No, todavía no. Estoy esperando a que se divorcie.
¿Qué le he dicho a mi madre esta mañana en la cocina? Que de buena gana me
habría quedado en la cama porque sabía perfectamente cómo iba a discurrir el día.
Hasta después de comer parece como si, una vez más, no fuera a pasar nada de
lo que más ardientemente deseo todas y cada una de las mañanas en cuanto me
despierto: algo sorprendente con lo que jamás habría contado en mi vida; un
encuentro inesperado, un acontecimiento especial o incluso una catástrofe, pero
pequeña, por favor: no sé, un robo en nuestra casa o una inundación en el sótano.
Todos los días sale en la televisión un montón de gente a la que le suceden
cosas rarísimas. Yo soy la única a la que nunca le ocurre nada extraordinario, ni
siquiera hoy, que es el día 5352 de mi vida. ¡Qué vulgaridad!
Pero, a las tres y media, apenas he montado en el tranvía para ir al
entrenamiento de baloncesto cuando una aguda voz de chico grita:
— ¡Hola, Michelle! ¡Cuánto tiempo sin vernos!
Me vuelvo y encuentro una cara salpicada de granos que de algún modo meresulta conocida. Sólo una vez he visto un acné tan horrible como ése: fue en la
televisión, en un programa sobre salud. El dueño de la colección de granos baja la
mirada y dice:
— ¿Es que ya no te acuerdas de mí?
De repente caigo en la cuenta: es Jens Peter y hasta hace tres años vivía en
nuestra casa, un piso más arriba que nosotros.
— ¡Vaya, cómo has cambiado! —constato desconcertada. Él me echa un vistazo
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de arriba abajo y luego murmura:
— Y tú también.
Me siento a su lado, dejo la bolsa de deportes entre mis pies y sonrío a Jens
Peter. De acuerdo, este encuentro con un viejo conocido no figura entre las
maravillosas sorpresas con las que sueño todas las mañanas, pero no deja de ser
inesperado.
Jens—Peter y yo hablamos de los viejos tiempos. Antes jugábamos juntos
muchas veces, sobre todo en invierno y los días de lluvia. Solíamos jugar en mi
cuarto, pues Jens—Peter tenía que compartir su habitación con dos hermanos más
pequeños. Es un año mayor que yo y, ahora, casi una cabeza más alto. En el colegio
de primaria era algo así como mi guardaespaldas, y se peleaba con todos los chicos
que me hacían rabiar.
— ¿Sigues yendo al mismo instituto?
Asiento con un movimiento de cabeza y pregunto:
— ¿Y tú?
— Acabo de empezar en una escuela profesional. Quiero ser panadero.
¡Puf! Esperemos que no se le reviente ningún grano mientras está amasando.
Hoy en oferta: pan con pus. ¡Sólo 3,95 marcos!
Yo omito amablemente cualquier alusión a su acné. En correspondencia, él no
me pregunta cuántos kilos he engordado en los últimos años. En vez de eso me
cuenta todo lo que ha aprendido hoy en la escuela de formación profesional.
— ¿Sabes realmente que un panecillo contiene casi tanta química como una
pastilla para el dolor de cabeza?
— No.
— ¿Quieres que te enumere todos los productos químicos? — No.
A pesar de todo, lo hace. No puedo escuchar la lista hasta el final porque tengo
que apearme.
— ¡Adiós! A lo mejor volvemos a vernos otro día —le digo. Cojo mi bolsa de
deportes y me dirijo hacia la puerta.
— Podríamos ir al cine este fin de semana. Te llamo yo. ¿De acuerdo?
— Es que...
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El tranvía se detiene.
— Te llamo yo. ¿De acuerdo? —repite Jens—Peter, y me mira con tanta tristeza
como un perro que lleva una eternidad sin que nadie lo acaricie.
— De acuerdo —digo rápidamente, para que no empiece a gimotear, y salto a la
calle.
Cuando el tranvía se pone nuevamente en marcha, Jens—Peter me hace señas
apretando los granos contra el cristal. ¿Está mal de la cabeza? Si no deja de hacer
eso inmediatamente, va a dejar litros de pus pegados a la ventana. ¡Puag!
Por el camino hacia el pabellón de deportes se me ocurren doscientas cincuenta
excusas para justificar por qué no puedo ir al cine con Jens—Peter Pústulas este fin
de semana.
5354
A la señora Gretschmann le pasa algo.
En clase de inglés la he pillado haciendo un gesto completamente nuevo, que
ha repetido varias veces: se llevaba el pelo detrás de la oreja con la mano izquierda y
luego se quedaba un minuto mirando al vacío, absorta en sus pensamientos.
Y ahora en el recreo veo que se pasea por el patio mucho más despacio de lo
normal y apenas se da cuenta de lo que ocurre a su alrededor. Los descerebrados de
quinto y sexto podrían luchar entre sí con sierras mecánicas sin que la señora
Gretschmann notara nada.
— ¿Estará enamorada? —le pregunto a Valeska, que mordisquea una manzana
tan roja como sus mejillas.
— ¿Quién?
— La señora Gretschmann.
— ¿Qué? —se extraña Aische—. ¿Cómo se te ocurre semejante cosa?
— ¿No os habéis dado cuenta de que durante la clase ha estado muchas veces
ausente y como en la luna?
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— ¡Estás mal de la cabeza! —opina Valeska masticando—. La Gretschi ha
estado como siempre.
Aische asiente:
— Tú ves fantasmas, Michelle.
— Os equivocáis: yo veo lo que vosotras no veis, exactamente igual que la chica
gorda del libro.
— ¿Del que hojeé hace poco en tu casa? —pregunta Aische llevándose un dedo
a la sien—. La boba esa, como era extraordinariamente gorda, se creía que también
era extraordinariamente sensible. Pero eso no es más que un cliché estúpido, tan
estúpido como el de la típica chica turca de los libros juveniles, que siempre sale con
el pañuelo en la cabeza, tiene problemas con su padre, odia a sus hermanos y no
sabe si es alemana o turca.
Antes de que pueda replicar, aparece Stefanie para invitarnos a la fiesta de su
cumpleaños, que es la próxima semana.
— Podéis traer a vuestro novio con toda tranquilidad, en caso de que tengáis —
añade, y me echa a mí una mirada sarcástica.
— De acuerdo —digo por toda respuesta.
— ¿Llevamos algo de comer? —se informa Valeska.
— No. Tengo bastante para hartaros. Al menos a la mayoría de vosotras.
Y otra vez la misma mirada impertinente a la que Stefanie me tiene
acostumbrada desde hace tiempo. Me gustaría saber por qué se porta así conmigo.
En realidad tendría que estarme agradecida porque, si no existiera yo, sería ella la
más gorda de nuestra clase.
Una vez que se ha ido, le pregunto a Val:
— ¿A cuál de tus cuatro novios vas a llevar a la fiesta?Hace una mueca y le da un mordisco a su manzana.
— En este momento estoy sola. Y tengo intención de seguir así un año, por lo
menos.
— ¡Sí, claro! Y yo soy Michael Jackson.
Después de comer tiene lugar una reunión del grupo del Trébol en casa de
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Valeska.
En su minúscula habitación apenas hay sitio suficiente para una cama, un
armario, una mesa de trabajo y una silla. De las paredes cuelgan pósters de los
futbolistas preferidos de Val. Sí, efectivamente, mi mejor amiga es una futbolera
empedernida. Pero no es ésa la única razón de que todos los chicos se enamoren de
ella. Valeska es guapísima: pelo rubio a media melena, ojos de color azul claro,
labios en forma de corazón, piernas interminables y, naturalmente, ni un solo gramo
de grasa de más. Y siempre está de buen humor, incluso cuando tiene la regla.
Además de Val, de Aische y de mí, también forma parte del Trébol Esther (que
es aún más alta y delgada que Valeska, ¡maldita sea!). Antes iba a nuestra clase;
pero cuando sus padres se separaron hace dos meses, se mudó a Ratingen con su
madre. Aun así, sigue viniendo a nuestras reuniones y colabora en todas nuestras
acciones. Esther es muy maja, aunque a veces, sin motivo alguno, se pone muy
impertinente.
Estamos sentadas en círculo encima de la alfombra, mordisqueamos palitos de
pan y pensamos en lo que haremos con el dinero que hemos reunido hasta ahora.
Val, Aische y yo casi nunca hablamos de eso en el colegio porque los demás se
reirían de nosotras.
Bueno, admito que realmente es un poco extraño que nosotras, por decirlo de
alguna manera, hayamos fundado nuestra propia organización benéfica. Todo
comenzó con un programa sobre los niños de la calle de Bolivia, que casualmente
vimos juntas Val y yo durante las últimas vacaciones de Navidad. ¡Nos impresionó
muchísimo! Claro que ya sabíamos que en el mundo hay mucha gente a la que no le
va también como a nosotras. Pero a raíz de ese programa empezamos a pensar si no
podríamos hacer algo para ayudar.Desde entonces miramos casi todos los reportajes que tratan sobre la miseria y
el sufrimiento, y ahora estamos hechas un lío porque ya no sabemos quién necesita
ayuda con más urgencia.
— ¿Cuánto hemos reunido hasta ahora? —pregunta Esther—. ¿No deberíamos
contarlo?
— ¿Otra vez? —suspira Aische—. Lo contamos el mes pasado.
— Pero en los últimos días hemos recaudado algo.
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— Está bien —dice Valeska.
Se levanta y coge del armario una caja blanca grande en la que ha pintado con
rotuladores de colores un trébol con cuatro hojas. Después de quitar la tapa, vuelca
la caja y deja que el dinero se esparza por la alfombra.
— ¡Aquí hay un montón de pasta! —se admira Esther, y se pasa la mano por el
pelo, rojo y cortado al cepillo—. Con esto podría comprarse mi madre un par de
pechos nuevos.
— ¡Tonterías! Con esto no tendría ni para el lóbulo de una oreja.
Apilamos los billetes y las monedas y empezamos a contar. La mayor parte del
dinero la hemos conseguido mediante diferentes acciones, por ejemplo, mediante
puestos instalados en el mercado de viejo o cantando en la Königsallee. El resto son
donativos que nosotras cuatro hemos hecho con dinero de nuestra paga.
Como estamos haciendo el tonto todo el rato, nos equivocamos muchas veces al
contar. Tardamos casi media hora en averiguar la suma exacta: 1.689 marcos y 73
céntimos.
— ¡Guau! —exclama Esther—. ¡Somos fantásticas!
— Cuando lleguemos a dos mil, deberíamos darlos —propongo yo.
— Michelle tiene razón —corrobora Aische—. La pregunta es: ¿a quién debe
hacer feliz el Trébol?
Valeska se encoge de hombros.
— El domingo vi una película sobre Calcuta. ¡Cómo viven en los barrios bajos
de allí! ¡Es para volverse loco! Montañas de mierda y ratas, millones de ratas... Y en
una habitación tan pequeña como la mía viven allí familias enteras con no sé
cuántos hijos. Y no sobre un suelo enmoquetado, sino directamente encima de la
tierra. ¿Os lo podéis imaginar? — Yo también lo vi —dice Aische—. Pero inmediatamente después pusieron un
reportaje sobre los niños de Bucarest. Salían unas chicas de nuestra edad que
vivían en cuevas en la periferia de la ciudad. Miré en el atlas dónde está Bucarest.
¿Sabéis que Rumania no está más lejos de nosotras que España? ¿Cómo es que hay
gente tan cerca de nosotras que vive en la miseria?
— ¡En todas partes hay gente que vive en la miseria! —digo yo—. También aquí,
en nuestro país. ¡Eso es precisamente lo demencial! ¿Por qué hemos de enviar los
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dos mil marcos al otro extremo del mundo? Mirad los vagabundos del Hofgar—ten.
Ellos también necesitan ayuda. O los drogadictos de la estación central.
— Ésos cogerían el dinero e irían directamente en busca de sus camellos a
comprar más droga —dice Esther—. Tenemos que encontrar alguien para quien los
dos mil marcos sean una verdadera ayuda, ¿entendéis? Alguien que pueda empezar
con ellos una nueva vida.
Valeska sonríe.
— Estás hablando como el párroco en la homilía de los domingos. Pero tienes
razón: nuestra pasta no debe ser una gota en el mar, sino que tiene que cambiar
algo, aunque sea para una sola persona.
— Pero el problema es para qué persona —dice Aische, que se levanta y se
estira.
No sólo tiene una figura de gacela, sino que también se mueve como una
gacela.
Primero tenemos que reunir los trescientos once marcos que nos faltan; luego,
aún tendremos tiempo para pensar a quién le ponemos en la mano los dos mil
marcos. ¡Venga, vámonos!
— ¿Adónde? —quiere saber Aische.
— A la calle. Hoy vamos a recolectar de forma completamente distinta que las
demás veces. Nos dirigiremos a las personas que tengan aspecto de ricas y les
diremos que necesitamos dinero para ayudar a una persona pobre.
— ¡Oh, sí, buena idea! —se burla Valeska—. ¿Nos apostamos algo a que así no
reunimos ni cincuenta céntimos?
— ¿Apostamos en serio? Mi padre dice que la verdad siempre es rentable.
Valeska se mantiene en sus trece: — Yo no me acerco a ninguna persona desconocida para hablarle. Te pueden
dar un buen corte por menos de nada. Prefiero coger la guitarra y que cantemos un
par de canciones. ¿Quién está de acuerdo?
Excepto Esther, todas levantamos la mano.
— Muy bien, vamos.
Aische y Valeska se levantan de la alfombra. Yo quiero levantarme también,
pero se me han dormido las piernas.
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— ¡Ayúdame, Aische! —suplico, y extiendo los brazos. Ella tira de mí hacia
arriba.
— Espero no haberme partido la espalda —bromea Aische mientras yo miro con
envidia a Esther.
— ¿Por qué me miras así? —pregunta bruscamente Esther. Está enfadada
porque ha perdido la votación.
— Es una pena que los dos mil marcos no sean míos —suspiro—. Si lo fueran,
ahora mismo compraría algo.
— ¿Qué?
— Tu cuerpo.
Todas ríen. Pero en realidad yo no pretendía hacer un chiste.
Valeska toca fatal la guitarra. Pero precisamente por eso sintoniza tan bien con
nuestro «canto». Alguna vez, por pura casualidad, acertamos a cantar la nota
correcta. Eso sí, berreamos tan fuerte como podemos y nos ponemos contentísimas
cuando llegamos al último acorde.
Llevamos ya media hora en la Königsallee y nos hemos quedado roncas de
cantar. En la pequeña caja de puros que hay a los pies de Valeska brillan dos
marcos solitarios. Los ha echado Aische para que la caja parezca menos vacía.
¿Qué es lo que pasa hoy? Otros días sacamos cincuenta marcos en una hora,
pero esta tarde tiene todo el mundo mucha prisa y pasa a toda pastilla sin fijarse en
nosotras.
— Odio a los Beatles —dice Esther, y le lanza a Valeska una mirada furiosa—.
¿Por qué coges siempre las mismas partituras? ¿No podemos cantar alguna vez algodistinto?
— ¿Cómo que cantar? —sonríe Aische—. ¿Te parece que esto es cantar?
— Fuera de las partituras de los Beatles, sólo tengo folclore ruso, canciones
navideñas alemanas y los grandes éxitos de Julio Iglesias —declara Valeska—. Mi
madre me los hace tocar una vez a la semana, por lo menos. Antes me cuelgo al
cuello una bolsa de mareo para que al vomi...
— Basta de charla; tenemos que seguir —la interrumpo yo—. ¿Qué tal si
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probamos con Eleonor Rigby ?
— No me sé los acordes —dice Valeska sacudiendo la cabeza—. Es más difícil
aún que Michelle, tu canción.
— ¡Mi canción! Cualquiera diría. Venga, empieza la que sea. Total, aunque te
equivoques, nadie se va a dar cuenta.
— ¡Qué sabrás tú!
Mira concentrada la partitura y arranca. Tras los primeros acordes, se lanza
contra ella un tipo joven vestido con ropa harapienta y agarra el mástil de la
guitarra.
— Basta, largaos de aquí —brama—. Éste es mi sitio, ¿entendido? Vendo aquí
todos los días la revista de los sin techo.
Agita una pila de periódicos delante de nuestras narices.
— Largaos, ¡y ahora mismo!
— ¡Quita las manos de mi guitarra! —le bufa Valeska. Sorprendentemente, le
obedece en el acto—. Estamos pidiendo dinero para una buena causa.
— Sí, seguro: para compraros pintalabios y pendientes. Esfumaos si no queréis
saber lo que es bueno.
Nos miramos. Todas estamos convencidas de que no tiene sentido discutir con
el hombre. Aische coge el atril de las partituras y yo la caja de puros, y nos vamos
cincuenta metros más allá y volvemos a instalar nuestras cosas.
— ¡Qué idiota! —se enfada Aische—. ¿Por qué no nos ha creído?
— No le des más vueltas. Estaba borracho —le digo.
— ¡Tonterías!
— ¡Venga, sigamos! —anuncia Val, y ataca los primeros acordes de Eleanor
Rigby. Por fin, con un enérgico movimiento de cabeza, nos indica que ha llegadonuestra hora. Empezamos a cantar.
¡Dios mío, qué mal suena!
Al comienzo de la segunda estrofa se detienen delante de nosotras tres chicos,
se cruzan de brazos y ríen sarcásticamente. ¡Qué penoso! Vamos bajando la voz
poco a poco.
Dos de los chicos podrían ser de la India, de Sri Lanka o de Pakistán. El tercero
es blanco como la leche, pequeño y musculoso y lleva un monopatín debajo del
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brazo.
Después del último acorde aplauden con un entusiasmo exagerado y gritan
sarcásticamente: « ¡Otra! ¡Otra!».
— ¡Serán imbéciles! —me bufa Aische al oído mientras Esther enrojece como un
tomate y Valeska hojea sus partituras sin prestar ninguna atención a los chicos.
— ¿Sabéis que es esto? —nos grita el más alto de los dos morenos, y emite
sonidos semejantes al ruido de los motores—. Es John Lenon removiéndose en su
tumba —se pone en jarras y nos mira a una tras otra—. ¿Por qué os ponéis aquí a
hacer el ridículo de esta manera, si se puede saber? Como cantantes no creo que os
contratasen ni para actuar en una residencia de animales.
Los amigos le ríen la gracia.
— Recogemos dinero para una buena causa —declara Valeska sin inmutarse, y
sigue hojeando las partituras de los Beatles.
— ¿De verdad?
Val asiente.
Y ahora ocurre algo de lo más sorprendente: el gracioso saca su cartera, coge
un billete de veinte marcos y lo deja en la caja.
— ¡Que tengáis suerte! —dice sin el menor asomo de ironía, nos saluda
amablemente y continúa su camino, seguido por sus dos amigos.
¡Nos quedamos sin habla!
— Creo que estoy viendo visiones —murmura Esther, y sacude la cabeza con
gesto de incomprensión—. ¡Uno de veinte! ¿Qué pasa? ¿Qué le sobra la pasta?
Porque era «paqui», ¿no?
— No digas «paqui». Es una expresión despreciativa, como «negro».
— Pero era «paqui», ¿no es cierto? Esos tipos nunca tienen dinero. ¿Será unbillete falso?
Aische le pone a Esther el brazo encima del hombro y dice:
— ¿Sabes lo que más me gusta de ti?
— No, ¿qué?
— Que no tienes prejuicios.
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— ¿Dónde has estado toda la tarde? — me pregunta mi madre durante la cena.
— En la ciudad.
— ¿Con quién? —quiere saber mi padre.
— Con Aische, con Esther y con Valeska.
Mi padre se mete en la boca un poco de ensalada y, masticando, pregunta:
— ¿Y qué habéis hecho?
— ¡Cielos! —suspiro yo—. ¿Va a ser esto un interrogatorio? ¿Por qué tenéis que
ser tan cotillas?
Mi madre hace una mueca, mientras mi padre se sirve una albóndiga más.
— ¡No hace falta que te pongas así! —refunfuña mi madre—. Sólo hemos
preguntado con quién has estado yendo de acá para allá todo el día.
— Yo no voy de acá para allá —respondo en el mismo tono.
— Entonces cuéntanos qué has hecho hoy con tus amigas.
— Nada.
— Pero algo haréis en todo el día, ¿no?
Pongo los ojos en blanco.
— ¿Podéis dejarme terminar de cenar en paz? ¡Muchas gracias!
— De nada —responde tranquilamente mi padre—. Y cuando acabes, podrás
contarnos cómo ha discurrido tu tarde.
— Como siempre: robos, drogas y sexo. ¿Satisfecho?
Mis padres no encuentran particularmente graciosa mi respuesta. Con una
mirada fugaz se ponen de acuerdo en cambiar de tema. Hablan sobre la psoriasis de
la tía Margret y de los callos del abuelo Jürgen. ¡Una conversación para abrir el
apetito!
No obstante, yo me como tan a gusto las albóndigas, y me admiro una vez másde lo mucho que puede llegar a devorar mi padre. Lo que se ha tragado en los
últimos diez minutos no se lo comería Esther en una semana entera.
Es cierto: yo debo mi figura a mi padre. Y él la heredó del abuelo Jürgen. Los
dos son verdaderos colosos: casi dos metros de altura e ingentes cantidades de
grasa. La tía Margret los califica siempre de imponentes robles alemanes. Pero yo no
he visto todavía un roble con una panza tan descomunal. En la tripa de mi padre
cabrían cómodamente dos jabalíes, y aún podrían jugar al escondite. Por supuesto,
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ya ha seguido varias dietas, pero hasta ahora ninguna con verdadero éxito.
Exactamente lo mismo nos ocurre a mí y al abuelo Jürgen. Realmente, ¡no tenemos
remedio!
Hasta cierto punto, yo ya me he hecho a la idea de pasar el resto de mi vida
circulando como una bola de grasa. No obstante, algunas veces me horrorizo cuando
veo mi imagen en un espejo. Y me entra verdadero pánico cuando pienso qué
aspecto tendré a los veinte o treinta años.
En cuanto me como el último bocado, comienza otra vez el interrogatorio.
— ¿Te ha gustado? —quiere saber mi madre.
— Sí. Estaba muy rico —me levanto.
— ¿Adónde vas?
— Voy a Tokio y vuelvo —respondo con impertinencia—. Voy a mi habitación,
¿dónde quieres que vaya si no?
— Pero todavía no nos has contado qué has...
Por suerte, en ese momento suena el teléfono. Con gran alivio desaparezco de la
cocina y cojo el auricular en el vestíbulo.
— Casa Diering.
— ¡Hola, Michelle! Soy Jens—Peter. ¿Qué película quieres ver? De todos modos
ha de ser el domingo, porque el sábado no tengo tiempo. ¿Quedamos para la sesión
de las tres? En el Universum ponen la última de James Bond. ¿Nos encontramos en
la estación? ¿O mejor delante de ese nuevo...?
— ¡Un momento, un momento! —le interrumpo, nerviosa—. El domingo no
puedo yo.
— ¿Por qué no?
— Porque... esto... porque ese día tengo que... esto...¡Mierda! Me había preparado un montón de excusas. ¿Por qué no recuerdo
ninguna ahora?
— Porque tienes, ¿qué? —pregunta Jens—Peter—. ¿Es que vas a ir a una
fiesta? En ese caso puedo acompañarte.
De pronto no puedo menos de pensar en la sarcástica observación de Stefanie:
«Podéis traer a vuestro novio con toda tranquilidad, en caso de que tengáis».
Decidido: ¡me presentaré en la fiesta con Jens—Peter, y que se fastidie Stefanie!
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— Oye, ¿te apetece venir conmigo a una fiesta dentro de ocho días?
— ¡Ya lo creo! —responde entusiasmado—. ¿Y qué hay del cine del domingo?
¡Venga, no me falles!
— Humm...
— ¡Por favor!
— Está bien. Pero nada de James Bond. Prefiero ver algo romántico.
— ¿Y una película de kárate?
— Nos encontramos a las dos y media delante de la estación —propongo yo—. Y
luego ya veremos lo que ponen. ¿De acuerdo?
— De acuerdo. Hasta entonces.
— Adiós.
En cuanto cuelgo, mi madre grita desde la cocina:
— ¿Quién era?
— ¡El papa!
5355
A la mañana siguiente, en la parada del tranvía, les cuento a Valeska y a Aische
lo de mi cita del domingo con Jens—Peter.
— ¿Es ése el mismo Jens—Peter que me cortó media coleta cuando celebraste
tu décimo cumpleaños? —pregunta Aische.
— El mismo. Hace un par de años que ya no vive en nuestra casa. Pero el
martes me encontré casualmente con él.
Valeska traza con el dedo índice un corazón grande en el aire, y dice:
— E inmediatamente saltó un chispazo y se encendió el amor en el corazón de
Michelle.
— ¡Tonterías! —bufo yo—. Casi no le reconocí porque tiene más granos que
pelos.
— ¿Y qué? También a ti te saldrán algún día. ¿Nos apostamos algo?
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— ¿Apuestas a que no? —le replico—. A quien está tan terriblemente gordo
como yo no se le puede castigar además con granos. ¡Sería injusto!
— El mundo es injusto, querida —Valeska me acaricia la mejilla—. Y ahora
coged vuestras mochilas, chicas, que por ahí detrás llega el tranvía. ¿Has hecho los
deberes de matemáticas, Aische?
— Sí, eran muy fáciles.
— Anda, sácalos y déjame que los copie.
Mientras Valeska copia a toda velocidad interminables filas de números en su
cuaderno de matemáticas, yo miro dentro del tranvía para ver si hay algo
extraordinario que descubrir.
Me importa un rábano que Aische se burlara de la gorda hipersensible de mi
novela preferida. Anoche volví a empezar con el libro y leí casi setenta páginas. Y me
di cuenta de que la chica (que, por cierto, se llama Marie—Thérèse) en realidad se
fija en cosas absolutamente normales, sólo que luego las transforma con su fantasía
en algo muy extraordinario. Yo me fijo en una señora de cierta edad que está
sentada en diagonal conmigo y lleva en su regazo un ramo de flores. Mira
alternativamente por la ventana y al ramo y sonríe constantemente en silencio.
¿Estará mal de la cabeza? Pero ¡quién no lo está! Seguro que los chicos que están
alborotando en el pasillo no están mucho mejor: se reparten golpes con sus
mochilas y se aprietan el cuello unos a otros hasta que se ponen rojos como
tomates. Cuando para el tranvía, como ahora, algunos de ellos caen al suelo
rodando. Al levantarse se ríen como locos. A mí me gustaría saber qué hay de
gracioso en eso.
— ¡Ay! —grito, porque alguien me ha dado un pisotón en el pie izquierdo.
Furiosa, levanto la cabeza y obsequio con una mirada asesina al tipo que acabade subir al tranvía.
— ¡Perdón! —dice él con una sonrisa irresistible. Luego sujeta la cartera entre
el brazo derecho y el pecho, se agarra con la mano izquierda a la barra de encima de
su cabeza y me sonríe otra vez.
¡Qué amable es! Y qué guapo: pelo negro muy corto, ojos marrones, orejas
carnosas. Es extraño que no me haya fijado antes. De buena gana le diría algo pero,
claro, no me atrevo. Cada dos segundos le lanzo una mirada de reojo. Y él también
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me mira a mí, lo noto. Cuando nuestros ojos se encuentran casualmente, vuelve a
sonreírme. Yo hago acopio de todo mi valor y le devuelvo la sonrisa. Al hacerlo
recorre mi espalda una especie de escalofrío.
Entretanto, Valeska ha terminado de copiar los ejercicios de matemáticas y
habla con Aische sobre Pascal, que ya le ha escrito veinte cartas de amor. A pesar de
todo, Valeska no quiere saber nada de él.
— Sencillamente, no es mi tipo —sentencia—. Mira que se lo he dicho veces,
pero él sigue erre que erre, y eso que...
Valeska enmudece porque Aische le ha dado un golpecito con el codo en las
costillas.
— ¿Qué pasa? —pregunta Val, a lo que Aische responde señalando con un
gesto hacia mí y, luego, hacia el chico de pelo negro. ¡Ajá, así que se ha dado cuenta
de que nos estamos mirando! Musita algo a Val al oído, y luego sonríen
disimuladamente las dos. ¡Como niñas pequeñas!
Dos minutos después tenemos que apearnos. Y, ¡oh, sorpresa!, el chico también
baja. ¿Irá a nuestro colegio?
No, desgraciadamente no. En vez de enfilar la entrada del Luisengymnasium, él
sigue caminando, probablemente hacia el Görres—Gymnasium, que está justo al
otro lado de la esquina. Me detengo y le sigo con la mirada.
— ¿Conocéis a ése? —pregunto a mis dos amigas.
— ¿Quieres conocerlo? —me pregunta Valeska a su vez—. ¡Vuelvo enseguida!
Deja la cartera en el suelo y sale corriendo. ¿Adónde irá? Ah, ha visto a Jasmin
que está en el otro extremo de la calle y va a buscarla. Jasmin va al Görres—
Gymnasium y es del mismo club de ping—pong que Valeska. Hace no mucho
ganaron juntas el campeonato municipal en la modalidad de dobles.Se saludan y Val le dice no sé qué mientras señala al tipo del tranvía, que en
ese momento está cruzando por el paso de cebra. Sólo ahora me doy cuenta de que
cojea ligeramente.
— ¡No está nada mal! —opina Aische, y saca del bolsillo una bolsita de regaliz—
. Seguro que ya ha cumplido los dieciséis o los diecisiete. Me extrañaría que no
tuviera ya novia.
— Sí, claro —contesto—. Pero no hacía falta que me recordaras que no tengo
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ninguna posibilidad con él. Lo sabía yo sólita.
— Yo no he dicho nada de eso. Coge, ¿quieres?
Niego sacudiendo la cabeza, y Aische saca de la bolsita una pastilla de regaliz,
me la mete en la boca y me da un beso en la mejilla. No puedo menos de reír.
En ese momento llega Val corriendo.
— Se llama Raoul van Josten, cumplió dieciséis años el mes pasado, cortó con
Wiebke hace dos semanas y suele venir al colegio en bicicleta; pero ayer se torció un
pie en la clase de deportes, y por eso ha venido hoy en el tranvía —informa Val.
— ¿Y cómo sabe Jasmin todo eso? —me admiro yo—. ¿Son amigos?
— Propiamente no. Pero el Raoul ese es de los famosillos del colegio. Al parecer,
hay por lo menos trescientas chicas detrás de él. Y por eso lo saben todo sobre él.
¿Nos apostamos algo a que es un creído insoportable?
— Probablemente —suspiro yo—. Por eso encajaríamos maravillosamente: el
cerdo y la gorda. ¡Venga, entremos! Ya ha sonado el timbre dos veces.
5356
Raoul van Josten...
He intentado un montón de veces quitarme de la cabeza ese nombre tan
romántico y al tipo que lo lleva: en vano. Desde que ayer me pisó el pie, mil
pensamientos sobre él se deslizan por mi cabeza como en una montaña rusa.
Incluso ahora, mientras desayuno.
Mi padre tiene hoy turno de mañana y ya lleva dos horas yendo y viniendo de
Neuss a Derendorf conduciendo el tranvía de la línea 704. Mi madre está
comprando. Así que podría aprovechar para meterme tranquilamente entre pecho y
espalda medio paquete de pan tostado, tres huevos cocidos, un montón de copos de
avena y cinco yogures, sin tener que oír ningún comentario de mi madre. Ya sé que
lo hace con buena intención, pero que me recuerde lo gorda que estoy en pleno
ataque de glotonería, es algo que me ataca los nervios.
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Pero esta mañana de sábado, en vez de hincharme a comer, me dedico a
remover absorta mi taza de cacao y veo ante mis ojos la sonrisa de Raoul. Me
pregunto si ese pisotón de ayer fue quizá el gran acontecimiento sensacional que
llevo años esperando.
Sí, de acuerdo: el pisotón y, sobre todo, la sonrisa fueron ya todo un
acontecimiento; pero la gran pregunta es si de ahí va a surgir algo más que sueños
cursis como los que me persiguen desde entonces. Raoul y yo en un banco del
parque, Raoul y yo en un paseo de compras por Londres, Raoul y yo haciendo
snowboard en los Alpes, Raoul y yo en una isla solitaria, siempre unidos en un
estrecho abrazo y con sus labios apretados contra los míos. ¡Estoy hecha una
imbécil!
Lo mejor sería que me desenganchara de Raoul lo antes posible. ¡Porque está
claro que nunca podré llegar a ser su novia! ¿Por qué debería entablar relaciones
mister Ensueño de las Chicas precisamente con miss Culo Ancho? Antes entraría el
presidente a formar parte de un grupo de música disco.
Suena el timbre.
¿Será el cartero? ¿Tan temprano?
Voy al pasillo y cojo el telefonillo del portero automático.
— ¿Sí?
— Soy Valeska.
¿Cómo? ¿Qué hace aquí? Los sábados por la mañana suele ir siempre con su
padre al supermercado.
— ¿No vais hoy a hacer la compra? —le grito mientras sube las escaleras.
Valeska se limita a sacudir la cabeza. Sin decir una palabra me abraza con
mucha fuerza y no me suelta. — ¡Eh! ¿Ocurre algo?
En vez de responder, Val se echa a llorar. Aprieta su cara contra mi nuca y
solloza silenciosamente. Dejo de hacer preguntas y me limito a acariciarle la cabeza.
Nos quedamos así durante una eternidad.
De pronto, Valeska se separa, sale precipitadamente del piso y corre escaleras
abajo. Yo estoy demasiado desconcertada para salir corriendo tras ella en ese
momento.
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— ¡Espera! —le grito, pero en ese instante oigo cerrarse violentamente la puerta
de la calle.
Vuelo al balcón. Ahora, Valeska se dispone ya a doblar la esquina.
— ¡Vuelve! —le grito—. ¿Qué te pasa?
Val se detiene, levanta la vista para mirarme y contrae su rostro, bañado de
lágrimas, para esbozar una sonrisa triste. Yo quiero decirle algo más, pero Val se
despide con un gesto rápido y se marcha dando grandes zancadas.
¿¿…??
Me seco las lágrimas de Valeska que humedecen mi cuello. No tengo ni la más
mínima idea de lo que significa aquella extraña aparición de Valeska.
Evidentemente, tiene que haber ocurrido algo malo. Pero ¿qué?
Ni corta ni perezosa, voy al teléfono y marco el número de Aische. Contesta su
madre.
— Lo siento, Michelle, mala suerte: Aische acaba de irse con sus hermanos a la
piscina cubierta. ¿Quieres que le dé algún recado?
— No es necesario, señora Günoglu. Volveré a llamar más tarde. ¡Buen fin de
semana!
— Gracias, igualmente. ¡Adiós!
Regreso a la cocina, pensativa, y me siento delante de mi cacao. Mientras me
tomo un sorbo, veo delante de mí el rostro lloroso de Valeska.
Y de repente rompo yo misma a llorar.
De buena gana me habría quedado toda la tarde delante de la televisión viendo
el canal de vídeos musicales. Pero no: van mis padres y me llevan a uno de esostristes mercados de viejo por los que deambulamos casi todos los fines de semana.
Nuestro coche avanza a paso de tortuga. Por desgracia, mi padre no suele ir a
más de cincuenta por hora, como es conductor de tranvía... Sólo le falta gritar el
nombre de la próxima parada cada trescientos metros.
Mis padres dicen que les pone nerviosos que lleve los Walkman en el coche.
Pero yo sé que lo que realmente les molesta es que no saben qué decirse.
Hace un mes fuimos a Bremerhaven a ver al abuelo Jürgen, y yo apenas me
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quité los auriculares de las orejas en todo el viaje de ida. ¿Y qué sucedió? Pues que
mis padres se pasaron varias horas sin intercambiar una palabra. Y es que mi
madre estaba enfadada con mi padre porque, por la noche, se había pasado casi
una hora hablando por teléfono con una compañera. Ante nimiedades como ésa, mi
madre reacciona con unos terribles ataques de celos.
En cuanto cambiaba una cinta, ella y mi padre aprovechaban ese momento
para dirigirse a mí a la vez. Supongo que, de no existir yo, se habrían separado hace
tiempo. ¿Apostamos algo?
Su segundo hobby son los juguetes de hojalata. Y en busca de más trastos para
su colección recorremos periódicamente todos los mercados de viejo que hay entre
Aquisgrán y Biele—feld. ¡Menudo rollo!
— ¿Por qué estás tan nerviosa, Michelle? —pregunta mi madre.
— No estoy nerviosa.
— Entonces, ¿por qué llevas media hora mordisqueándote el labio de abajo?
— Porque no tiene tantas calorías como una barra de chocolate. ¡Poned la radio
un poco más alta!
— Entonces no podremos seguir conversando.
— Esto no es una conversación, es un interrogatorio —me quejo—. ¡Como
siempre!
Mis padres no responden.
Yo me recuesto con los brazos cruzados en el asiento trasero y miro por la
ventana, aunque en realidad no veo nada. No puedo dejar de pensar en Raoul y en
su sonrisa. Y de cuando en cuando pienso también en Valeska. Sinceramente, estoy
un poco decepcionada. ¿A qué se ha debido esa escena? Podría haberme dicho por
qué lloraba. Desde esta mañana no paro de preguntarme qué hay detrás de todoeso.
Ayer, en el colegio, Val se encontraba perfectamente. En la clase de historia
escuchó las explicaciones del señor Strobel con mucho interés. E incluso luego, en
el tranvía, siguió hablando alegremente de Luis XV y Madame Pompadour y de la
vida amorosa en la corte de Versalles. Por la tarde tenía entrenamiento de ping—
pong y, después, una cita con Mario. Ha salido dos meses con él, pero quería decirle
que su relación había terminado definitivamente y pedirle que la dejase en paz.
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¿Acaso estaba triste por Mario? Eso sí que no me cuadra. Val no ha derramado
en toda su vida ni una sola lágrima por un chico.
— Bueno, ya hemos llegado —anuncia mi padre, y conduce el coche a un
enorme aparcamiento. Ya veo a lo lejos los primeros puestos, e inmediatamente
empiezan a manifestarse los primeros síntomas de mi alergia a los mercados de
viejo: bostezos irreprimibles, pesadez en los párpados y piernas cansadas.
Mi padre se apea y pronuncia la famosa frase que me toca oír casi todas las
semanas:
— Bueno, veamos si hoy podemos hacer alguna que otra adquisición.
Luego echamos a andar, mis padres delante y yo detrás, con los puños metidos
en los bolsillos de mi cazadora vaquera negra.
Al menos, no tendré que soportar ninguna pregunta en las próximas dos horas.
Porque a partir de este momento mis padres sólo tienen ojos y oídos para la chatarra
de la que está repleto todo nuestro piso. Figuras, coches, tranvías, máquinas de
vapor... Mis padres tienen verdadera adicción a los juguetes de hojalata, y
necesitarían urgentemente una terapia. Con el montón de dinero que gastan cada
año en esos objetos, podría quitarme a mí treinta kilos de grasa un cirujano estético.
Así sólo sería el doble de gorda que Esther.
Cuando llevamos una hora recorriendo el mercado, llega el momento de comer
algo.
— Yo no quiero nada —digo cuando nos dirigimos al puesto de comida.
— ¿Por qué no? —pregunta mi madre, sorprendida.
— Déjala —interviene mi padre.
Ni corto ni perezoso, pide una porción de pizza para mi madre y cuatro para él,
y ríe los chistes que el tipo del puesto hace sobre su barriga.Antes de hincarle el diente, contempla la pizza con fervor. Comer, comprar
juguetes de hojalata, conducir tranvías, ver la televisión y jugar a las cartas son las
cosas que le hacen verdaderamente feliz.
Mientras mordisquea su pizza, mi madre no deja de mirarme con ojos
inquisitivos. Seguramente se está preguntando por qué renuncio a algo tan
apetitoso. Claro, ella no sabe nada de Raoul ni de los delirios de mi mente, en los
que Raoul desempeña el papel de protagonista y yo el de gorda.
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En cuanto mi padre se traga el último bocado, volvemos a ponernos en marcha.
Cinco minutos después, mis padres intercambian una mirada entusiasta y
murmuran entre sí: acaban de encontrar una pequeña ambulancia de hojalata, que
al parecer habían estado buscando durante años. ¡Dios mío, ahora va a comenzar el
regateo, y puede durar horas!
— ¡Hola, Michelle! ¿Qué se te ha perdido a ti aquí?
Es Ben, uno de los chicos más simpáticos de nuestra clase.
— Me han traído mis padres —digo, y señalo a los dos, que en ese momento
examinan la ambulancia con ojos brillantes—. No sólo son antiguallas, sino que
también se dedican a comprar algunas. ¿Y tú? ¿Vienes a por discos de segunda
mano?
— No, tenemos un puesto ahí delante. ¿Conoces a Ann—Katrin?
— ¿A qué Ann—Katrin? A la del...
— Exactamente —me interrumpe—. Vendemos velas. Las hace ella. ¡Oh,
acaban de llegar unos clientes! ¡Adiós!
Corre a su puesto, donde está sentada Ann—Katrin explicando algo de las velas
a dos matrimonios de cierta edad. Hace dos años la atropelló en un paso de cebra
un conductor borracho, y perdió la pierna izquierda. Aische y yo vimos una vez en la
piscina cubierta cómo se quitaba la prótesis de la pierna. Nos quedamos tan
impresionadas que cogimos nuestras cosas y nos volvimos a casa pedaleando.
Entretanto, los matrimonios de cierta edad se han decidido a comprarle a
Ann—Katrin dos velas. Una vez que han pagado y se han retirado, Ben y Ann—
Katrin se sonríen. Luego, Ben se arrodilla junto a Ann—Katrin, la abraza y le da un
beso en la boca.
¿Qué? ¿Ben y Ann—Katrin? ¡Quién lo iba a decir! ¿Cómo es que no he oídonada de esto en el colegio?
— ¡Vuelvo enseguida! —les grito a mis padres, y corro a las cabinas telefónicas
que hay cerca de la entrada. Una de ellas está libre.
Marco el número de Aische, pero no contesta nadie. ¿Estará en casa Valeska?
Tras su repentina desaparición de esta mañana, la he estado llamando cada veinte
minutos, y su hermano pequeño me ha dicho todas las veces que Val no estaba en
casa.
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Marco su número. Contesta ella.
— ¡Ben y Ann—Katrin salen juntos! —le suelto—. Imagínate: ¡Ben y Ann—
Katrin!
— ¿Qué Ann—Katrin?
— La de la pierna de plástico. ¿Desde cuándo es la amiga de Ben?
— Desde principios de esta semana, creo. ¿Por qué te emocionas tanto?
— No me emociono —replico yo—. Pero de todos modos lo encuentro muy
extraño. ¿Tú no?
— ¿Por qué tendría que encontrarlo extraño?
— ¡Oye! Media clase está enamorada de Ben, ¡y va y sale con Ann—Katrin!
— Bueno, ¿y qué? ¿Dónde estás?
— Junto a la plaza de Aquisgrán.
— También yo estaba pensando llamarte ahora. Por lo de esta mañana. Me ha
dado por llorar y...
— Pero ¿qué te ha pasado?
— Nada grave —dice con una risa forzada—. Olvídalo, ¿de acuerdo? Ni yo
misma sé por qué me he puesto así.
— ¿Estás preocupada por algo?
Vacila un momento y vuelve a reír.
— Si alguna vez estoy preocupada por algo, marcaré tu número de teléfono —
su voz suena falsa—. No. Todo está perfectamente. Es que ayer me vino la regla y
estaba un poco nerviosa. Pero vuelve de una vez con tus padres. Si no, pedirán que
te llamen por los altavoces.
— Mañana pasaré a verte un momento.
— Mañana estaré fuera de casa todo el día. Hasta el lunes. ¡Adiós!Cuelga. Yo sigo un rato con el teléfono pegado al oído; luego lo cuelgo con rabia.
¡Esa risa falsa!
Valeska me ha dicho siempre la verdad. Hasta ahora...
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¿Estoy viendo visiones?
Cuando a las dos y media me apeo del tranvía junto a la estación central, veo a
Jens—Peter delante de la puerta principal... con una rosa en la mano. ¡Penoso! ¿Qué
significa semejante estupidez? ¿Va a hacerme una proposición matrimonial o
únicamente ir al cine conmigo? Ahora tendré que cargar toda la tarde con ese
estorbo verde. ¡Horror!
— ¡Hola! —lo saludo ligeramente nerviosa—. ¿Es para mí? — ¿Para quién si no?
Sus granujientas mejillas irradian alegría, pero no me mira a los ojos, sino a la
raya del pelo.
— Gracias —farfullo yo, y cojo la flor—. ¿Vamos?
Él asiente. Nos ponemos en marcha. Hace tanto aire que mis pelos ondean al
viento como locos.
— ¿No llevas ningún pasador?
— No.
Es lo único que hablamos hasta que llegamos al gigantesco multicine, en el que
se exhiben cerca de veinte películas diferentes. Estudiamos detenidamente los
carteles.
— ¿Qué te parece una de dibujos animados? Dicen que esta de la ballena es
muy divertida.
— ¡Bah, no seas crío! Y paso de ver una de acción, estoy harta de ver disparos.
— Humm...
— ¿Qué tal la última de Jim Carrev? Me muero de risa con él.
— Por mí no hay inconveniente.
Jens—Peter va a la taquilla y saca dos entradas.
— Podrías pagar las palomitas —comenta después—. O..., ah..., estás
haciendo..., ah..., quiero decir...
Aunque evita mirarme a la tripa, yo sé perfectamente qué significan sus
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titubeos: que las palomitas no serían lo más conveniente para mí en caso de que
estuviera haciendo dieta. Y aunque estoy haciendo una desde ayer (concretamente,
la dieta—adelgaza—hasta—el—esqueleto—para—tener—alguna—posibilidad—con
Raoul), contesto despreocupadamente:
— Total, dos kilos de palomitas no me van a hacer reventar —y luego cojo dos
bolsas grandes y le doy una a Jens—Peter.
— ¿Adonde tenemos que ir? —pregunto yo masticando.
— Al segundo piso y, luego, a la izquierda. Ven, vamos a coger el ascensor.
De camino hacia allí nos encontramos con dos jóvenes de piel oscura que
conozco de algo. Al parecer, a ellos les ocurre lo mismo, porque en cuanto me ven se
miran con gesto interrogativo. Me vuelvo hacia ellos, y el más alto de los dos me
sonríe y tararea el comienzo de Eleanor Rigby. Claro: es el que anteayer nos echó
veinte marcos a la caja.
— ¿Es amigo tuyo? —pregunta Jens—Peter cuando entramos en el ascensor.
— No, sólo mi prometido.
Sonríe levemente y aprieta el botón del segundo piso.
— A mí los «paquis» me parecen muy bien.
— ¿A qué te refieres?
— Bueno, quiero decir que son metódicos, trabajadores, limpios y cosas así.
Yo sacudo la cabeza y contesto:
— Ni que fueran una raza de perros.
A Jens—Peter le hace tanta gracia la respuesta que se echa a reír y no para
hasta que entramos en la sala de cine. Él quiere sentarse en la última fila a toda
costa.
— ¿Estás seguro? —objeto yo—. Nos harán falta unos prismáticos. — ¡Qué va!
Como no quiero seguir discutiendo con él y ya se han apagado las luces de la
sala, le sigo escaleras arriba hasta la última fila. Junto al pasillo quedan aún dos
asientos libres, y allí nos sentamos. Dejo la rosa en el suelo.
Entre el corto y la publicidad nos tragamos las dos bolsas de palomitas. Yo
tengo un hambre canina porque hoy sólo he comido una manzana y dos zanahorias.
Por supuesto, soy consciente de que esta dieta es totalmente absurda. Aunque
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adelgazara diez kilos, seguiría estando más gorda que Stefanie, que es la chica más
gorda de la clase después de mí. Sólo hay una forma de reducir mi peso a la mitad:
coger una sierra y cortarme por medio.
Desde hace un cuarto de hora, Jens—Peter tiene la mirada fija en la pantalla.
No mueve ni un músculo, ni se ríe con los anuncios más divertidos. Cuando por fin
comienza la película y Jim Carrey empieza a poner caras y hacer tonterías, él sigue
en sus trece, ni el menor gesto. Jens—Peter sigue impasible. Al principio, eso me
pone tan nerviosa que le miro a él más a menudo que a Jim Carrey. Pero me doy
cuenta de que es absurdo, así que acabo concentrándome exclusivamente en la
película y me olvido del catatónico aprendiz de panadero que se sienta junto a mí.
De pronto pego un bote: ¡Jens—Peter me ha tocado el pecho izquierdo! Le miro
asustada. Quiero decir algo, pero no logro pronunciar ni una palabra. Mi corazón
palpita enloquecido. ¿Y Jens—Peter? Ni siquiera vuelve la cabeza para mirarme.
¿Ha sido una alucinación?
Miro otra vez a la pantalla, pero ahora sí que me es imposible concentrarme en
la película. Estoy rígida en el asiento y espero tensa a ver si a Jens—Peter se le
ocurre repetir la maniobra.
Pasan diez minutos, por lo menos, sin que suceda nada. Entretanto he
recobrado la tranquilidad. Probablemente sufro alucinaciones. Jens—Peter jamás se
atrevería a ponerme la mano encima así sin más ni más.
Gran error: al poco rato, el idiota éste me pone la mano en el pecho por
segunda vez.
¡Increíble!
Contengo la respiración y miro a su mano de reojo. Esta vez no la retira tan
rápidamente. Al principio, sus dedos se quedan quietos sobre mi cazadora vaquera.Luego va apretando poco a poco. Curiosamente, en ese momento recuerdo cómo en
otros tiempos jugábamos juntos a las cartas. ¿Son realmente éstos los mismos
dedos que entonces barajaban?
— ¡Quita de ahí esa zarpa, cerdo! —grito tan fuerte que medio cine se vuelve
para mirarnos. Algunos sonríen: otros se quejan de la molestia.
Jens—Peter ha retirado la mano en el acto.
— ¿A qué viene esa guarrada? —bufo enfadadísima. Él se rasca el cuello y sigue
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mirando boquiabierto a la pantalla. A pesar de la oscuridad y de los doscientos
cincuenta granos de su cara, me doy cuenta de que enrojece. Pero ésa es su única
reacción, aunque hasta el final de la película yo no dejo de bombardearle con
miradas asesinas mientras sigo dándole vueltas a lo que le voy a decir en cuanto
salgamos del cine.
Pero nada más empezar la música del final, Jens—Peter se levanta rápidamente
y se dirige a la salida.
— ¡Eh, espera! —grito a su espalda.
Pero él desaparece sin volver la cabeza ni una sola vez.
¡Qué cobarde y qué miserable!
Intento ir en su busca, pero la masa de gente que hay a mi alrededor es
demasiado grande. Cuando por fin salgo al pasillo, ya no se ve ni rastro de Jens—
Peter. Tampoco junto al ascensor ni abajo en el vestíbulo. ¿Se habrá refugiado en los
servicios? En ese caso debería meter la cabeza en la taza del váter y tirar fuerte de la
cadena. A ver si se libraba del montón de mierda que tiene en el cerebro.
Un cuarto de hora más tarde, ya en el tranvía, todavía tiemblo de rabia y de
impotencia. Necesito a toda costa desahogarme con alguien. Desgraciadamente,
Valeska está hoy todo el día fuera de casa. Y Aische va todos los domingos a ver a
algún familiar. De todos modos, pasaré por su casa a ver si está. Si no, llamaré por
teléfono a tía Margret. Con ella puedo hablar de todo sin que me acribille a
preguntas.
Al levantarme descubro otra vez al joven que nos dio el billete de veinte marcos.
Está solo. El hecho de que me haya reconocido al entrar en el cine me parecesorprendente: al fin y al cabo el otro día éramos cuatro las que cantábamos, y muy
mal, por cierto.
Poco antes de mi parada, se levanta del asiento y viene hacia mí, aunque sin
prestarme especial atención.
¿Acaso vive cerca de aquí? Me apeo, cruzo la calle y vuelvo la cabeza en busca
del chico. Ha desaparecido.
Al ir a casa de Aische paso junto a la casa de Valeska. Aunque probablemente
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es inútil, toco el timbre. No contesta nadie por el telefonillo. Así que Val está
realmente fuera.
Con Aische tengo más suerte. De todos modos, cuando le digo mi nombre, dice
sin la menor ilusión: « ¡Ah, eres tú!», y sólo después se oye el zumbido del portero
electrónico.
Arriba, en el piso, me saluda con cuatro besitos y con la explicación de que ya
lleva tres horas esperando a David.
— ¿Cómo es eso? —me sorprendo yo—. ¿Es que salís juntos otra vez?
— En realidad no. Sólo nos vemos de cuando en cuando y damos un paseo y
hacemos un montón de bobadas. Es una pena que nunca llegue puntual a las citas.
Por lo demás, es un chico estupendo —mira al reloj—. Ahora tengo que ir a casa de
mi tío Orhan. Ha venido de visita su suegra desde Turquía.
— Te acompaño, ¿te importa?
— Al contrario. Tengo que contarte algo por el camino yo a ti también.
Aische se pone su anorak azul y coge las llaves. Luego abandonamos el piso.
En la escalera empiezo con la historia de Jens—Peter.
— ¿Tú te crees? —le digo a Aische tras haberle contado todo. Ella se encoge de
hombros.
— Hombre, se ve que es tímido —opina.
— ¿Tímido? ¡Ese cerdo sólo me ha llevado al cine porque quena meterme mano!
— ¡Justo! En circunstancias normales, primero te habría preguntado si querías
salir con él. Y si hubieras dicho que sí, te habría besado. Y sólo después habría
buscado tu ropa interior Pero no ha tenido suficiente valor para dar los dos primeros
pasos, ¿comprendes? Y por eso ha intentado meterte mano directamente.
— ¡Es un imbécil integral!Aische ríe.
— ¡No te enfades! Piensa que no tienes por qué volver a verlo.
— ¡Un imbécil integral! —repito yo muy enfadada, y sigo echando pestes contra
el sinvergüenza que un día fue amigo mío, hasta que Aische piensa que me estoy
pasando, y me tapa la boca con la mano.
— Si vuelves a pronunciar el nombre de Jens—Peter, te arrancaré la lengua.
— Está bien. Vale —la tranquilizo—. Pero jamás volveré a ir al cine con un
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chico, te lo juro. Bueno, excepto con Raoul, tal vez —añado sonriendo.
— ¿Te refieres a ese Raoul van Beethoven que es el guaperas del Görres—
Gymnasium?
— En primer lugar se llama Raoul van Josten y, en segundo, eso era sólo un
chiste. Un chico ante el que hacen cola las chicas jamás saldría con una gorda como
yo. ¡Mírame!
Me detengo delante de un escaparate. Aische contempla mi imagen sacudiendo
la cabeza.
— No sé de qué te quejas —comenta con toda seriedad—. Estás realmente bien.
— ¿Qué?
— De acuerdo. Excepto tu pelo, quizá. ¿Por qué no te cortas de una vez esa
melena tan sosa? Te quedaría mucho mejor el pelo corto.
— Cielos, Aische, ¿estás ciega? ¡Mi problema no es el peinado, sino el resto de
mi cuerpo! Confiésalo, ¿a que no has visto a nadie más gordo que yo?
— Claro que sí: ayer, en televisión. En un programa salieron un montón de
hombres que eran mucho más gordos que tú.
— ¿Unos hombres?
— Sí, luchadores de sumo.
Me echo a reír, aunque en el fondo tengo ganas de llorar. Aische me da un beso
en la frente y seguimos caminando.
— Créeme, Michelle: tú tienes tantas posibilidades con el Raoul ese como
cualquier otra chica de este mundo. Pero tienes que intentarlo. Y si te da calabazas,
olvídalo.
— Para ti es fácil hablar —suspiro yo—. ¡Tú no sabes lo que es sentirse como
un hipopótamo! — ¡No exageres! Y tampoco yo soy completamente perfecta.
— Sí, claro. Lo dices para consolarme.
— ¿Y qué me dices de mi bigote?
— Cuatro pelos...
— Pues cuando nos besamos, David dice que tiene la sensación de estar
besando una escobilla de váter.
— ¿Y sigues saliendo con un tío que te dice esas cosas?
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Llegamos a la calle donde vive el tío de Aische. Yo ya he estado en su casa un
par de veces. Tiene una bocadillería y hace los mejores donuts de Düsseldorf.
— Pero tú querías contarme algo —le recuerdo a Aische—. ¡Suéltalo, que
estamos a punto de llegar!
— Valeska ha estado esta mañana en mi casa. Y la he encontrado rarísima.
Me detengo y abro los ojos como platos.
— ¿Estaba llorando?
— No. No sé, no decía gran cosa. No ha hecho otra cosa que sentarse y mirar
por la ventana, y de vez en cuando murmuraba frases ininteligibles. ¿Por qué me
preguntas si ha llorado?
Le hablo de la visita que Val me hizo ayer.
— Ahora sí que no entiendo nada —murmura Aische—. Seguro que le pasa
algo. Pero ¿por qué no nos lo cuenta?
— A lo mejor toma drogas.
— No digas bobadas. Jamás haría una cosa así. Ni nosotras tampoco. Ya sabes
que las tres somos de lo más sensato.
— Sí, desgraciadamente.
Aische y yo nos sonreímos. Luego seguimos caminando.
— No le diremos ni una palabra sobre sus extrañas visitas pero la vigilaremos
—propone Aische—. Tarde o temprano nos enteraremos de qué hay detrás de este
misterio, ¿nos apostamos algo? A lo mejor es cierto que sólo se trata de la regla.
— Humm...
Delante de la casa del tío de Aische nos abrazamos.
— ¡Que te diviertas mucho! —le deseo.
— Eso seguro: la suegra de mi tío Orhan es muy graciosa. Todos sus conocidosla consideran la mujer más chistosa de toda Anatolia. Y con respecto a Raoul y a tí,
¡no te desesperes por las cifras que marca tu balanza, Michelle! Ten presente que no
sólo eres muy gorda, sino también increíblemente simpática. ¡Adiós!
Emprendo el camino de vuelta, ahora de buen humor. ¡Aische me ha animado
tanto! Quién sabe, a lo mejor es verdad que tengo alguna posibilidad con Raoul.
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Pero para averiguarlo tendría que empezar por conocer bien a Raoul. ¿Y cómo lo
conseguiré?
Normalmente odio mirarme en los espejos; pero ahora, de camino hacia casa,
me miro en casi todos los escaparates por los que paso. Aische tiene razón: llevar el
pelo más corto me favorecería. Esta melena larga castaña que me enmarca la cara
me la hace más ancha. Si llevara el pelo corto a cepillo, me quedaría divertido, como
a la mujer gruesa de ese anuncio de limonada. « ¡Yo bebo lo que quiero!», dice al
final; y luego arruga los labios con un gesto graciosísimo.
Vuelvo a mirar al espejo y me quedo con los ojos como platos. Porque, ¿qué es
lo que veo? Ni más ni menos que al tipo con el que me he cruzado primero en el cine
y luego en el tranvía. Lleva las manos en los bolsillos y camina por el otro lado de la
calle sin dejar de mirarme. ¿Qué significa eso? Yo disimulo y prosigo mi camino, eso
sí, sin perderle de vista.
Ahora estoy segura: ¡el chico me sigue!
Sea cual sea la calle que tomo, él viene detrás de mí. ¿Me habrá estado
siguiendo desde el cine? Pero ¿por qué? No tengo ni la menor idea. ¿Qué querrá de
mí? Tengo la sensación de haber entrado por error en una novela policiaca.
Poco antes de llegar a la puerta de nuestra casa, me canso de este juego
absurdo. Me detengo bruscamente, doy media vuelta y miro fijamente al chico. Él
baja rápidamente la cabeza, se refugia en la cabina telefónica más próxima, coge el
auricular y se pone a hablar. ¿Me toma por tonta? He visto perfectamente que no ha
introducido en el aparato ni una moneda ni una tarjeta.
Medito si debo acercarme a él y preguntarle sin rodeos por qué me ha seguido a
través de media ciudad. Pero, por alguna razón, no me atrevo. Y es que cabe la
posibilidad de que esté buscando mi dinero, y en tal caso es preferible no acercarsemucho a él. También es posible que sus compinches estén al acecho por los
alrededores.
De pronto me entra miedo de verdad.
Me encamino a la puerta de la casa a grandes zancadas, la abro y subo
corriendo las escaleras que hay hasta nuestro piso. Una vez allí, me dirijo
rápidamente a mi cuarto y miro por la ventana.
La cabina telefónica está vacía.
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— ¿Dónde has dejado a Val? — me pregunta Aische en la parada del tranvía.
— He estado esperándola cinco minutos, pero no ha llegado. ¿Estará enferma?
— No creo. Ayer se encontraba perfectamente. Con lo dormilona que es, seguro
que se le habrán pegado las sábanas.
— Es posible.El tranvía dobla la esquina. Mientras cierro el paraguas, Aische me examina
con la mirada y me pregunta:
— ¿Por qué estás tan radiante? ¿Porque luego tenemos un control de inglés?
— No. Porque está lloviendo a jarros.
— ¿Qué?
— Con esta lluvia, Raoul no irá al colegio en bicicleta.
Montamos. Aische descubre dos asientos libres en el último banco y se dirige
hacia allí. Yo le tiro de la manga y le digo:
— Yo prefiero quedarme de pie en el pasillo.
— Comprendo: te mueres de ganas de que tu hombre te vuelva a pisar. ¡Qué
romántico!
Me hace un guiño, se abre paso hacia atrás y se deja caer en el banco.
Miro por la ventana. Llueve con más fuerza cada vez, y yo estoy cada vez más
nerviosa. Porque, en caso de que Raoul van Josten suba al tranvía, tendré que
arreglármelas para que se fije en mí. Esa era mi intención ayer, pero Raoul no
apareció. Reconozco que, en el fondo, me alegré. Estaba tan nerviosa que tenía litros
de saliva en la boca, y si hubiera dicho algo, me habría llenado de babas todo el
anorak.
Hoy, en cambio, tengo la garganta totalmente seca. ¿Lograré pronunciar una
palabra si aparece Raoul? Me he preparado unas cuantas frases y espero que al
menos logre articular de forma medianamente clara una de ellas.
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¿De dónde saco el valor para hablarle a Raoul? Primero, de Aische, que el
domingo me animó realmente con sus cumplidos. Y segundo, de Ben y Ann—Katrin.
Todavía no lo comprendo: el chico más simpático de nuestra clase sale con una
chica a la que le falta una pierna. Quizá yo tenga alguna posibilidad con Raoul.
Incluso he cometido la bajeza de preguntarme muy en serio si es peor tener una
pierna de menos o bastantes kilos de más.
Dentro de dos o tres minutos estaremos en la parada en que Raoul subió al
tranvía el viernes. Me sudan las manos a mares y siento unos pinchazos en el
estómago como si me hubiera tragado un erizo en el desayuno.
— ¡Uhlandstrasse! —truena la voz del conductor a través de la megafonía.
A mí se me cae el alma a los pies. Cuando se para el tranvía le echo a Aische
una mirada desesperada. Ella me responde con una sonrisa de aliento. Yo intento
devolvérsela, pero no soy capaz de mover un solo músculo de la cara. ¡Estamos
buenos!
Y en ese momento, efectivamente, sube él: Raoul van Josten, el sueño de todas
las chicas del Görres—Gymnasium. ¡Si supiera que desde hace cuatro días él es el
protagonista de casi todos mis sueños y mis pensamientos!
Todavía cojea un poco. Entonces, ¿cómo es que ayer fue al colegio en bicicleta,
teniendo un pie dislocado? ¿O tal vez cogió otro tranvía?
Se detiene a unos metros de mí y deja la cartera en el suelo entre sus pies.
Luego mira detenidamente en todas direcciones. Cuando se cruzan nuestras
miradas, yo contengo la respiración y le saludo moviendo la cabeza. Él frunce el
ceño; al parecer, no me reconoce en el acto; pero al fin me saluda con el mismo
gesto, y me sonríe. ¡Para volverse loca! Los pinchazos nerviosos de mi estómago se
transforman instantáneamente en un delicioso cosquilleo.Por desgracia, en ese momento aparece junto a Raoul un chico de pelo rubio y
largo y gafas niqueladas, y se pone a charlar con él. ¡Ya es mala suerte!
Inmediatamente dejo de existir para Raoul. Aguzo el oído para, al menos, escuchar
su voz, pero los críos hacen demasiado ruido.
¿Por qué Raoul no me dirige ni una sola mirada? Yo contemplo durante varios
minutos su nuca afeitada. Luego agacho la cabeza. Estoy tan deprimida que casi se
me saltan las lágrimas. Una tontería, lo sé; pero no puedo evitarlo.
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Aische se da cuenta inmediatamente de lo que me ocurre y viene a donde yo
estoy.
— Oye, ¿estás tonta? Contrólate —me musita al oído—. A fin de cuentas te ha
sonreído. ¿Qué más quieres, que se te tire al cuello y se ponga a besarte?
— ¿Cómo lo has adivinado?
Aische sacude la cabeza y me da un pellizco en la mejilla izquierda.
Claro, tiene razón: debería estar encantada, aunque sólo sea por lo de la
sonrisa. En cambio, creo que el hecho de que me haya reconocido no tiene nada de
extraño. Una bola de grasa como yo es algo que no se olvida fácilmente.
Para distraerme, Aische me pregunta algunas palabras del examen de inglés.
Yo le contesto, pero no pierdo de vista a Raoul. Cuando al fin anuncian nuestra
parada y él se dirige a la puerta, yo también me pongo en movimiento. Y de repente
— ¡para morirse!—, estoy tan cerca de Raoul que nuestros brazos se tocan. Mi
corazón late a toda velocidad. Ahora sí que podría decirle algo, pero estoy tan
aturdida que ni me atrevo a mirarle. Por desgracia, tampoco él a mí. ¡Qué situación
más absurda! Encima, el tranvía ya se está parando. En el último momento, se me
ocurre una idea estúpida para que Raoul se fije en mí: le doy un pisotón en el pie
derecho.
Da un grito tan fuerte que todo el mundo se gira.
— ¡Imbécil! —me grita—. ¡Mira dónde pisas! ¡Tengo un esguince en ese pie!
¡Horror! Lo había olvidado por completo. En vez de disculparme, le contesto en
el mismo tono:
— ¡Ahora estamos en paz!
Luego me apeo rápidamente del tranvía y me dirijo hacia el colegio a grandes
zancadas. Me tiemblan las rodillas. — ¡Michelle, espera! —grita Aische a mi espalda. Poco después me alcanza—.
Ha sido realmente increíble, te felicito por tu forma de abordarlo —se burla
esbozando una sonrisa—. ¿Por qué no le has dado un directo en la mandíbula?
— ¡Muy graciosa!
Delante de la puerta del colegio nos espera una sorpresa: Valeska.
— ¿Qué haces aquí tan pronto? —le pregunta Aische, desconcertada.
Val se limita a poner cara de misterio y, luego, al verme tan abatida, se interesa
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por mí. Aische le cuenta mi pifia.
— Bueno, de todos modos el chico aún puede andar —comenta Valeska, e
indica con la barbilla el otro lado de la calle. Por allí camina Raoul cojeando y
apoyado en dos chicas, que le hablan al mismo tiempo. Me echa una mirada asesina
y yo me pongo roja como un tomate. Como no sé adónde mirar, clavo los ojos en el
pendiente que Valeska lleva en la oreja izquierda.
— Venga, no le des tanta importancia —trata de animarme—. No cabe duda de
que para ese tipo has muerto, pero no te vas a colgar por eso, ¿o sí?
— De todos modos, no habría cuerda que resistiera mi peso —le digo
suspirando.
Aún sigo abatida después de comer. ¡Mira que pisarle a Raoul el pie dislocado!
Por el mismo precio, podría golpearle con el bocadillo en la cabeza. Así, al menos, no
le habría hecho tanto daño. ¡Soy tonta de remate!
Cojo mi bolsa de deportes y salgo para el entrenamiento de baloncesto hundida
en la miseria. Una vez en la calle, miro mecánicamente a la cabina de teléfonos que
hay enfrente. No se ve ni rastro del chico de piel oscura. El otro día le conté a mi
madre lo que me pasó, y anoche ella me dijo que el chico había estado toda la tarde
yendo y viniendo por delante de nuestra casa, mientras yo estaba nadando con
Aische. Pero ¿por qué haría eso? Es posible que mi madre lo confundiera con
cualquier otro. En todo caso, ahora no hay ni rastro de él hasta donde alcanza la
vista. No obstante, durante el camino a la parada del tranvía, vuelvo la cabeza varias
veces.
Y he aquí que, en cuanto para el tranvía, el chico en cuestión aparece detrás deuna columna de anuncios, pasa delante de mí como un rayo y sube los peldaños.
Una vez dentro, se deja caer en un asiento libre y mira hacia fuera.
¿Casualidad? ¡Ni hablar!
Bullendo de rabia, paso junto al chico, que ni me mira, con la intención de
sentarme un par de bancos más adelante. Pero, de pronto, me doy la vuelta, me
acerco directamente a él y me siento a su lado sin darle tiempo a reaccionar.
— ¿A que viene todo esto, idiota? —bufo.
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Él continúa impasible.
— ¡Acabo de preguntarte a qué viene esta absurda persecución! —repito en un
tono un poco más alto, y le doy al chico un codazo en las costillas.
Al fin, vuelve la cara, arquea las cejas y canta a grito pelado:
— Eres bella como el amanecer. A tu lado quiero envejecer.
— ¿Qué?
— Eres bella como el cielo. ¡Regálame con un beso! —sigue cantando
tranquilamente.
Sólo ahora descubro el walkman sujeto a su cinto y los dos cables que
desaparecen bajo su pelo negro, no muy largo. El sigue con su penosa canción. Por
suerte, el tranvía está casi vacío.
— ¿Es música tradicional? —le pregunto desgañitándome.
Apaga el walkman.
— ¿Has dicho algo? —pregunta sonriendo.
Yo repito mi pregunta.
— ¡Sí, claro! ¿No conoces a Los patos mareados? Toma, escucha. ¡Las letras son
geniales! —se quita los auriculares de las orejas.
— No, gracias. Prefiero escuchar a Michael Jackson.
— ¿De verdad? Para ése es Pascua todos los días.
— ¿Por qué?
— Porque siempre está buscando sus huevos.
Se lleva la mano a la entrepierna y gruñe como un cerdo apaleado. Yo no puedo
menos de reír.
— ¡Anda, una fan de Michael Jackson a la que no le da un ataque de histeria
cuando hago un chiste sobre él! —se admira el chico—. En nuestro colegio, encuanto me meto con algún grupo, todas las chicas se lanzan contra mí e intentan
cerrarme la boca.
— ¿A qué colegio vas?
— Al Humboldt—Gymnasium. ¿Y tú?
— ¿Todavía no lo has averiguado? Pues llevas dos días siguiéndome como un
espía. Me gustaría saber por qué.
— Bueno..., ah..., humm..., ah...
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Habla como si le diera vergüenza. Pero es todo fachada. En realidad no está
nada nervioso y me mira fijamente a los ojos. Los suyos son negros como el carbón.
Normalmente pasa bastante tiempo hasta que me atrevo a mirar a un chico
directamente a los ojos; pero con él no me cuesta nada.
— Bien, ¿a qué viene esta persecución por la ciudad? —le aprieto.
— ¿No te lo imaginas? —responde él.
— No.
— Quería averiguar a toda costa dónde vives. Y luego quería acercarme a ti en
alguna ocasión y hablarte.
— ¿Por qué?
— Porque me pareces tonta. ¿Por qué, si no?
Le sonrío sacudiendo la cabeza. Él me devuelve la sonrisa.
— ¿Y cómo es que no me has hablado? —le pregunto yo.
— Porque tú has sido más rápida. Además no me he atrevido: soy muy tímido.
— ¡Un mentiroso, eso es lo que eres!
— Ah, sí. Es cierto. También —contesta con un gesto picaro—. Además me
llamo Shahid. ¿Y tú?
— Michelle, lo mismo que esa canción tan lenta y aburrida de los Beatles. Fue
la primera canción que bailaron juntos mis padres.
— Da gracias por qué no bailaran al son de Day Tripper, de lo contrario, te
llamarías igual que una enfermedad venérea.
¡Qué chico tan divertido! Ya me ha hecho reír otra vez. Es una pena que tenga
que bajarme en la próxima parada.
Tras coger mi bolsa de deportes, me dirijo a la puerta.
— ¿Adónde vas, encantadora damisela? — Al entrenamiento de baloncesto.
— ¿Puedo recogerte después? ¡Por favor, no rechaces despiadadamente a tu
admirador!
El muy chiflado da un salto, se arrodilla delante de mí en medio del pasillo,
coge mi mano derecha y la aprieta contra su mejilla. De pronto, clava su mirada en
mi mano, abre desmesuradamente los ojos y grita:
— ¡Dios mío, mi piel ha perdido su color! Ahora, tu mano es marrón, y mi
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mejilla, blanca. Eso es una señal del cielo: tú y yo estamos hechos el uno para el
otro.
«Eres bella como el cielo. Regálame con un beso...» «Encantadora damisela...»
«Tu admirador...» «Tú y yo estamos hechos el uno para el otro...»
En el entrenamiento de baloncesto no logro concentrarme de verdad porque me
vienen a la mente una y otra vez las frases de Shahid. ¿Estará, efectivamente,
esperándome en la puerta del pabellón cuando termine el entrenamiento?
— Michelle, ¿puedes venir un momento? —me grita la señora Köster desde el
otro lado de la cancha hacia el final del entrenamiento. Yo le paso el balón a
Konstanze, que es muy alta, y acudo corriendo.
— ¿Qué pasa?
Nuestra entrenadora me rodea los hombros con un brazo.
— El domingo es el partido contra Leverkusen —comienza a decir mientras
caminamos lentamente de un lado a otro—. Ya sabes lo importante que es para mí
ese partido.
Yo asiento.
— Porque la echaron de allí, ¿no es cierto?
— Digamos que me hicieron la vida imposible y tuve que irme. En cualquier
caso, no me dolería que el domingo ganáramos por un tanteo de escándalo. Y por
eso sería conveniente que... esto...
— Ya entiendo —suspiro—. Que yo no jugase.
— Desde el principio, no. Luego, en el curso del partido veremos si intervienes,
y cuando. Tú no figuras entre las jugadoras más ágiles y más rápidas.«Ni, sobre todo, entre las más delgadas», pienso yo.
— No estarás enfadada, ¿o sí? En el partido siguiente podrás jugar otra vez
desde el principio.
— Muy bien —digo. ¿Qué otra cosa puedo decir? ¿Qué de buena gana le tiraría
el balón a la barriga? ¿Qué tengo que violentarme para contener las lágrimas, como
casi siempre que se me recuerda mi monstruosa figura de forma tan amable y tan
cortés? ¿Qué durante unos segundos me pregunto si debo cambiar a un deporte en
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el que nunca tenga que quitarme el chándal?
— Muy bien —musito otra vez, intentando, incluso, sonreír, y me dirijo a los
vestuarios. La señora Köster me despide con una palmada en el pompis.
Más tarde, cuando salgo del pabellón diez, busco con la mirada a Shahid y no
lo encuentro. ¿Y si le espero? ¡Bah, qué tontería! Probablemente no volveré a verle
jamás.
¡Craso error! Apenas he llegado a la parada del tranvía cuando Shahid acude
corriendo. Todavía sin aliento, declara:
— Lo siento. Me he retrasado. No volverá a ocurrir. ¡Palabra de «paqui»!
Y otra vez se arrodilla delante de mí. ¡Qué bobo! Una mujer mayor que pasa en
ese momento le mira como a un chiflado. Yo lo cojo de las manos y lo levanto.
Horrorizado, Shahid contempla las palmas de sus manos.
— Tú no deber tocar —balbucea, exageradamente consternado—. Tú
blanquear. Yo perder color. «Paqui» sucio ensuciar guapa chica alemana.
— ¿A qué viene esa bobada?
Sonríe.
— ¿Tú no crees que el color de mi piel tiene un aspecto sucio, en cierto modo?
Al menos eso es lo que dice un montón de gente que conozco. ¿Y es así, o no?
— Jamás había oído semejante idiotez.
Shahid me da un golpe en el hombro.
— ¡Muy bien, Michelle! No esperaba otra respuesta de ti. Al fin y al cabo, tus
amigas y tú sois una especie de Madre Teresa. De lo contrario, no estaríais en la
calle como músicos ambulantes ni recogeríais dinero.
— ¿Por qué nos diste veinte marcos? ¿Tan rico eres?
— No estaría mal...En el tranvía, Shahid me habla de su familia, de la que también forman parte
otros dos hermanos y tres hermanas. Su padre es pinche de cocina, y su madre,
mujer de la limpieza. Viven en un minúsculo piso de dos habitaciones. Shahid hace
chistes realmente graciosos sobre la angostura con que vive y sobre el cuidado con
que sus padres han de gastar el dinero. Pero la sonrisa con que los cuenta no me
parece totalmente sincera.
Por otra parte, los ojos negros de Shahid son tan bonitos como los de Raoul.
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Pero, fuera de eso, no tienen ni punto de comparación. Shahid es casi una cabeza
más alto que yo, y muy delgado. Tiene unas enormes orejas de soplillo, la boca
increíblemente ancha y el mentón saliente. Su cuello, largo y delgado, me recuerda
el de mi madre, si dejamos de lado su llamativa nuez, que está siempre en
movimiento.
— ¿Por qué me miras de esa forma tan extraña? —me pregunta Shahid,
interrumpiendo de pronto las bromas sobre su familia—. Seguro que estás pensando
que un esmirriado necesita urgentemente unas sesiones de halterofilia.
— ¡No digas tonterías!
Hace un gesto simpático y señala su bíceps izquierdo.
— Créeme, nena: yo no tengo nada en los brazos; pero, en compensación,
tampoco tengo nada en la cabeza.
— Deberías hacerte cómico —respondo yo, riendo.
— Yo soy cómico. En nuestro colegio ya he hecho varias actuaciones. Si todo
sale bien, pronto me podrás ver en la televisión, en Viva, en el programa de Dennis
D.
— ¿De verdad? ¡Ése es mi presentador favorito!
— Y el mío también. Le he enviado un vídeo mío porque todas las semanas
presenta en su show algún talento desconocido. Me muero de ganas de saber si Viva
da señales de vida. A lo mejor, hasta viene Dennis D. a buscarme a casa con su
limusina. Porque él hace a veces cosas así: tratándose de fans especialmente fieles,
se presenta con un equipo de cámaras. ¡Cielos, sería alucinante que mañana me lo
encontrara a primera hora delante de nuestra puerta!
— Cruzo ios dedos por ti. Bueno, ahora tengo que bajar. Pero no vuelvas a
arrodillarte al despedirme, ¿entendido? — ¿Por qué no? ¡Si te adoro, encantadora damisela!
— ¡Embustero!
— ¡Adiós! Mañana pasaré a buscarte, ¿de acuerdo? Y pasado y al otro y todos
los días restantes hasta el fin de los tiempos. Pero en caso de que esta misma noche
te atormente la añoranza de mí, llámame por teléfono sin más. Aquí tienes mi
número.
Saca del bolsillo una tarjeta de visita y me la pone en la mano. Nos hacemos
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una inclinación de cabeza; luego, me levanto y me voy.
Mientras me dirijo a la puerta, Shahid grita a mi espalda:
— ¿Conoces el más bello de los piropos paquistaníes?
Yo me vuelvo y sacudo la cabeza. Inmediatamente, el loco de Shahid vocifera en
mitad del tranvía:
— Eres bella como el amanecer. A tu lado quiero envejecer.
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— ¿Nos apostamos algo a que no vuelve a aparecer? —comentó Aische anteayer
por teléfono cuando le conté lo de Shahid—. Toda esa palabrería no es más que un
show con el que intentó burlarse de ti.
— ¿Y por qué razón iba a hacer algo así?
Aische se rió.
— ¿Y desde cuándo necesitan los chicos un motivo para burlarse de las chicas?
—luego se puso muy seria de repente y preguntó—: Dime la verdad, Michelle: ¿te
has enamorado de ese cómico?
— ¡No!
Y es cierto. Bueno, estoy muy decepcionada porque no ha vuelto a aparecer,
pese a que anteayer me prometió solemnemente que a partir de entonces vendría a
verme todos los días. Y de cuando en cuando me acuerdo de él, aunque no tanto
como de Raoul, por el que sigo estando completamente loca.
Esta mañana hemos vuelto a coincidir en el tranvía. Súbitamente ha
enloquecido mi cuerpo entero: manos húmedas, garganta seca, palpitaciones, dolor
de estómago. Y eso que Raoul no me ha mirado ni una sola vez. Como es natural,
desde mi pisotón he dejado de existir para él.
No obstante, pienso constantemente en Raoul. Incluso ahora, mientras paseo
sola por la calle. Hasta he decidido esperarlo, dentro de unas horas, en la puerta de
la universidad popular de detrás de la estación y disculparme por mi absurdo
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pisotón. Por Jasmin, la amiga de Valeska, me he enterado de que Raoul va todos los
jueves por la tarde a un curso de chino que termina a las cinco y media.
Lo malo es que todavía no he ido a la peluquería. Mis padres no me pueden dar
dinero para eso hasta primeros de noviembre porque, al parecer, andan muy justos.
¿Y cómo es que el sábado pasado compraron en el mercado de viejo ese absurdo
coche de hojalata?
En realidad he venido tan pronto a la ciudad con el fin de pedir dinero para el
Trébol. La verdad es que no me parece tan descabellado lo que Esther nos propuso
la semana pasada: acercarse en la calle a las personas ricas y pedirles que den
dinero para una buena causa. Pero, por desgracia, yo no tengo valor para eso. Llevo
ya media hora buscando un rostro amable, sin éxito. Todos los que tienen pinta de
pudientes miran a su alrededor con gesto hosco para quitarse de encima a los
mendigos. Pero ¿a quién le va a pedir uno dinero si no es a los que les sobra?
Comienza a llover a cántaros. ¡Lo que faltaba! Ahora ya puedo olvidarme
definitivamente de mi colecta. Porque, cuando llueve, la gente usa el paraguas como
una especie de escudo protector contra el resto del mundo.
Así que opto por hacer una pequeña excursión a la ciudad vieja. De camino
hacia allí, paso junto a un salón de peluquería. En el escaparate hay un cartel con el
rótulo: «Se necesita modelo».
Aprieto mi cara contra el cristal y echo una ojeada dentro. ¡Cielo santo, qué
lujo! ¿Y si me aventuro a entrar?
De repente me sonríe una chica de pelo corto teñido de verde. Abre y cierra la
tijera en el aire y me señala a mí. Yo asiento. Y ella viene a la puerta y la abre.
— Hola, soy Gudrun. Entra. Ahora mismo te hago un nuevo corte de pelo.
— No tengo dinero. — Y yo no tengo ni idea de cómo se corta el pelo. Por eso necesito con quien
practicar —ríe—. Como todavía vacilo un poco, —añade—: No temas, algo de idea
tengo ya. Estoy en el segundo año de aprendizaje. Bueno, ¿qué dices?
La sigo al salón, donde ella me quita el anorak y me lleva a uno de los cinco
lavabos.
— ¿Podría cortarme el pelo exactamente igual que el suyo?
— Puedes tutearme tranquilamente —responde mientras me pone una toalla—.
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¿Tan mayor parezco ya? Cumplí dieciocho años anteayer.
— Mi más cordial felicitación a posteriori.
— Gracias. ¿Cómo te llamas?
— Michelle.
— Muy bien, Michelle. Ahora apóyate en el respaldo y relájate —se inclina hacia
mí y musita—: Y si el agua está demasiado caliente o demasiado fría, no des un
grito; de lo contrario, me echarán inmediatamente. Porque aquí son todos idiotas
integrales.
— ¡Ah!
Esta Gudrun es agotadora. No para de hablar mientras me lava el pelo, pese a
que apenas le entiendo una palabra. Luego, mientras corta, sólo calla cuando acerca
las tijeras a mis ojos o a mis orejas.
Me entero de que va ha interrumpido dos aprendizajes, pero éste quiere
terminarlo a toda costa. Luego, le gustaría ir a España y abrir allí un salón propio.
Pero si crece diez centímetros más, sueña con ir a Nueva York y hacer carrera como
modelo. De hecho, es muy guapa: ojos azules muy grandes, labios gruesos, orejas
pequeñas y nariz fina.
— Yo que tú nunca llevaría el pelo tan largo —opina—. Cuando una no es
particularmente delgada, le queda mucho mejor el pelo corto.
— ¡No es particularmente delgada, dices! —rezongo yo—. ¿Sabes cuánto peso?
— No.
— Yo tampoco. No me atrevo a ponerme en la báscula.
— ¡Tú estás mal de la cabeza! —dice Gudrun, y me sopla para quitarme de los
ojos unos pelos—. También yo estaba gorda antes, pero con el tiempo desapareció
casi toda la grasa. — ¿Tan gorda como yo?
— Bueno, no tanto. ¿No serás una de esas quejicas que se pasan el día entero
lloriqueando porque tienen mal tipo?
— Antes sí. A los once o doce años. Pero luego me di cuenta de que era
absurdo, porque con eso no cambiaba nada. Ahora sólo me quejo una o dos veces
cada semana.
— Humm..., eso es mucho todavía. ¿Tienes un amigo?
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— Sí —contesto sin saber por qué.
Gudrun deja de cortar en el acto, dirige una mirada penetrante a mi imagen del
espejo y arruga la frente.
— Eso ha sido un embuste, ¿verdad?
— Sí —confieso, y me suben los colores a la cara.
— No tiene importancia. Tampoco yo digo siempre la verdad —vuelve a cortar—.
Pero nadie me puede colar una mentira —asegura—. Tengo como un sexto sentido
para las mentiras. Por cierto, en este momento también estoy sin pareja. Mi ex
empezó a darle a la droga, y yo no quiero saber nada de esa mierda. Prefiero beber.
¡Cuidado, ahí viene mi jefe!
Un hombre gordo y pequeño, medio calvo, se coloca detrás de Gudrun y
observa cómo trabaja. Por suerte, lo llaman por teléfono al poco rato.
— Un tarugo realmente vomitivo —me musita Gudrun al oído—. Casi tanto
como el nuevo amiguito de mi madre —prosigue en tono normal—. ¿Cómo son tus
padres?
— Asfixiantes.
— Da gracias a Dios.
— ¿Por qué?
— Porque hay cosas peores —hace una pausa y examina el trabajo que ha
hecho hasta ahora—. ¿Cómo te ves?
— De maravilla. Pero me gustaría llevarlo tan corto como tú.
— ¿Y tan verde como el mío?
— Casi no; a mi madre le daría un infarto.
Un cuarto de hora después, Gudrun ha terminado. Me pone un espejo detrás
de la cabeza para que pueda admirar mi nuevo peinado desde todos los ángulos. Loque más me gusta es el cogote rasurado.
— ¡Me encanta! —exclamo entusiasmada, y me bajo del sillón—. Me lo has
dejado genial. ¡Gracias!
En un impulso de alegría, le doy a Gudrun un beso en la mejilla. Ella ríe.
— Eso ha sido mejor que una propina. Me caes bien, vaya.
— Tú también.
Coge mi anorak. Mientras me lo pongo, va a la caja y escribe algo en una hoja
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de papel.
— Toma, mi dirección. Vivo en Oberblik. Ven cuando quieras.
— Lo haré —contesto, y doblo la hoja—. En cualquier caso, volveré a verte.
Gudrun me mira fijamente a los ojos y comprueba con alegría:
— ¡Oye, no has mentido! Es verdad que vas a venir.
¿Me reconocerá Raoul?
Me encuentro a veinte metros de la universidad popular y estoy esperándole.
Repito mentalmente una y otra vez las frases que he preparado mientras venía aquí.
«Siento haberte dado un pisotón en el pie dislocado. En realidad, yo sólo quería
que miraras hacia mí y me sonrieras...»
Humm..., demasiado sincera. ¿Por qué no le digo directamente: «Te quiero,
bésame, acepta que sea tu amiga»? Pero, en cualquier caso, cuando Raoul me vea
aquí, se figurará que es porque estoy enamorada de él. Así que más me vale que se
lo diga todo a las claras, si es que logro articular alguna palabra.
Cada dos segundos me paso nerviosamente la mano por el pelo. Desde que he
salido de la peluquería hace una hora, he contemplado tantas veces mi imagen en
los escaparates sonriendo que me duelen los músculos de las mejillas. ¡Sí, me
encuentro francamente bien! Veremos qué dicen mañana Valeska y Aische sobre mi
nuevo corte de pelo...
¡Cielos, por ahí aparece Raoul! ¿Cómo empezaban las frases? Mi cabeza es un
batiburrillo. Raoul está cada vez más cerca. Unos metros más y habrá pasado de
largo. ¿Qué debo hacer?
Sin pensármelo dos veces, me interpongo en su camino. Raoul me mira medioimpaciente, medio sorprendido.
— ¿Qué hora es? —le pregunto con voz temblorosa.
— No tengo ni la menor idea.
— ¿Qué hora es? —repito, porque no se me ocurre ninguna otra cosa.
— No llevo reloj.
Y con estas palabras me deja plantada y sigue su camino. ¡No me ha
reconocido! Mortalmente triste, le sigo con la mirada. De pronto se vuelve.
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— ¡Yo soy la del pisotón! —exclamo, y señalo estúpidamente mi pie derecho y,
luego, mi pelo. Sin mover un músculo de la cara, Raoul se vuelve otra vez.
— ¡Tú eres Raoul! —le digo casi gritando, y él se vuelve de nuevo un instante.
Luego desaparece en la estación.
¡Seré idiota! ¿Cómo he podido decir semejantes sandeces? «Qué hora es... Qué
hora es... Yo soy la del pisotón... Tú eres Raoul...» Menudas estupideces han salido
de mi boca.
Al parecer, junto con el pelo, he perdido también la razón.
5362
Aische y Valeska están entusiasmadas con mi nuevo peinado. Mientras vamos
al colegio en el tranvía no dejan de pasarme la mano por la nuca.
— Estás preciosa —opina Val—. A ver si te reconoce el guaperas de Raoul.
Yo deniego con un gesto.
— Al guapo Raoul ya puedo relegarlo al olvido.
— ¿Por qué?
Les hablo de la penosa escena que protagonicé ayer por la tarde delante de la
universidad popular.
— Al menos te atreviste a hablarle —dice Aische—. Ahora ya sabe que te gusta.
— Pero ahora también sabe que estoy loca de atar.
— Bueno, de acuerdo, es posible que después del pisotón y de lo que le dijiste
ayer no tengas nada que hacer con él —dice Val—. Pero aún te queda el Maíz ese.
— En primer lugar se llama Shahid. En segundo, no ha vuelto a dejarse ver. En
tercero, no quiero saber nada de él. Y en cuarto, ahora no puedo seguir hablando
porque estamos a punto de parar en la Uhlandstrasse. Si monta Raoul, os aseguro
que me muero en el acto.
Pero Raoul no monta, circunstancia que me produce una mezcla de alivio y
decepción.
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Diez minutos más tarde tenemos que bajar. En la acera nos alcanzan Daniel y
Björn, los sedicentes graciosos de nuestra clase, que no tienen entre los dos ni la
mitad de gracia que Shahid.
David me señala y dice:
— Mira, Björn: nuestro tonel tiene una nueva tapadera.
¿Debo contestar a eso con algo tan tierno y delicado como la chica del libro?
No, por alguna razón, eso no va conmigo. En vez de elegir una frase hipersensible,
dejo en el suelo mi cartera escolar, cojo a Daniel por el cuello con las dos manos y lo
sacudo enérgicamente.
Por toda reacción, él sonríe estúpidamente y pregunta:
— ¿Y ahora?
— ¡Ahora te voy a limpiar esa bocaza!
Rápida como un rayo, aprieto mis labios contra su boca. Daniel se aparta,
pálido como un cadáver. Intenta decir algo pero, al parecer, se ha quedado sin
habla. Y su compañero Björn, lo mismo. Mientras se esfuman los dos, Valeska y
Aische se parten de risa. ¿Y yo? Yo soy la primera sorprendida. No tengo ni idea de
lo que me ha pasado. Por precaución, me limpio los labios frotándomelos
fuertemente con la mano. Espero que Daniel no me haya contagiado, ya que padece
una terrible enfermedad llamada imbecilitis.
— ¡Le has dado una buena lección! —se alegra Val—. Te garantizo que tardará
en volver a hacer un chiste sobre ti.
En ese momento aparece Stefanie, la chica más gorda de nuestra clase después
de mí.
— ¿Dónde has aprendido a besar, Michelle? —pregunta con gesto burlón—.
¿En Bravo? ¿O es que ha sido tu primer beso? — Mañana llevaré a mi novio a tu fiesta —digo con frialdad, y Stefanie me mira
tan desconcertada como Aische y Valeska.
Cojo mi cartera con gesto satisfecho y prosigo mi camino.
— ¿A qué novio? —quiere saber Aische, una vez que ella y Val me han dado
alcance—. ¿Cómo es que no nos has contado nada sobre él?
— Sí que lo he hecho.
— ¿Y cómo se llama?
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— El Manoslargas.
— ¡Hola, Jens—Peter! Soy Michelle.
Jens—Peter bosteza.
— ¿Te he despertado? ¡Son ya las tres y media!
— ¿Y qué? Yo tengo que estar todos los días en la panadería a las tres. Por eso
me echo la siesta después de comer.
Vuelve a bostezar. ¡Qué tontería he cometido llamando a Jens—Peter! Me basta
oír su voz para sentir nuevamente sus sucias zarpas en mi pecho. ¡En mala hora se
me ocurrió anunciar por todo lo alto que iría con mi novio a la fiesta de cumpleaños
de Stefanie!
— ¿Qué pasa? —pregunta Jens—Peter.
— Habíamos quedado en ir el sábado a una fiesta, ¿te acuerdas?
Silencio.
— Ah..., sí. Lo recuerdo. Pero..., esto..., yo pensaba...
— ¿Qué?
Bueno, ¿qué va a ser? Él pensaba que, después de sus sucios tocamientos, yo
no querría saber nada de él. ¡Y no quiero! Pero necesito imperiosamente un imbécil
para llevarlo conmigo a la fiesta. Quizá Jens—Peter me haga el favor de cortarse los
dedos antes. En todo caso, yo no le aconsejaría que me metiera mano otra vez. Si
quiere tocar algo, ¡que se rasque los granos!
— ¿Qué pensabas? —hurgo yo. Tengo curiosidad por saber qué opina sobre su
intolerable comportamiento en el cine. Pero el infeliz debe de estar muerto de miedo.
Tras un nuevo bostezo pregunta: — Entonces, ¿dónde y a qué hora nos juntamos el sábado?
— ¡Idiota! —bufo yo, y cuelgo el auricular de un golpe.
¿Y ahora?
Saco del bolsillo la tarjeta de visita de Shahid. ¿Qué ocurriría si marcara su
número? Probablemente tendría que escuchar unos cuantos chistes y, después, la
pregunta de si realmente había tornado en serio su show del martes. No, gracias;
¡de eso puedo prescindir!
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Furiosa, arrugo la tarjeta de visita y, cuando decido refugiarme en mi
habitación, suena el teléfono.
— Familia Diering —contesto sin demasiada amabilidad.
— Soy Jens—Peter.
— ¿Cómo?
— ¿Qué pasa ahora con la fiesta?
— ¡Olvídala!
— Oye, Michelle, yo..., bueno..., últimamente en el cine yo... —se atranca.
— ¿Sí?
— Aquello estuvo muy mal por mi parte —confiesa abatido—. Ni yo mismo sé
cómo... Quiero decir que, en cierto modo, yo creía que a ti no te disgustaría que yo...
Vuelve a atascarse y respira profundamente. Luego sigue tartamudeando, sin
decir nada que tenga sentido. Curiosamente, de pronto me compadezco de él.
— Está bien —le tranquilizo—. Al fin y al cabo no me amputaste los pechos. No
obstante, fue nauseabundo.
Tras una pausa bastante larga, vuelve a preguntar:
— ¿Qué pasa ahora con la fiesta?
Nos citamos para mañana.
— Seré puntual —promete luego Jens—Peter—. Adiós.
— Adiós. Y ten presente que yo llevo siempre sujetadores con carga eléctrica.
5363
Tía Margret deja de masticar y pone cara de extrañeza cuando entro en la
cocina.
— ¡Vaya, hombre! —les dice a mis padres sacudiendo la cabeza—. ¿Por eso os
habéis puesto tan nerviosos? Yo pensaba que Michelle se había cortado el pelo al
cero. Bueno, a mí me encanta su nuevo peinado.
— Humm... —se limita a responder mi madre, mientras tía Margret deja su
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panecillo en el plato y me saluda con un sonoro beso en la mejilla.
— Fíjate en el cogote —dice mi padre, que en este momento está cargando una
rebanada de pan con tres lonchas de embutido—. Su nuca parece una bola de billar.
— ¡Toda yo soy una bola de billar, papá!
Tía Margret sonríe. Yo me dejo caer en mi silla de buen humor, me echo té de
frutas en una taza y cojo un cruasán. Me pone contenta que venga mi tía los
sábados a desayunar. Primero, porque entonces está mejor el ambiente y, segundo,
porque mis padres no me ponen nerviosa con sus constantes preguntas. Y es que
Margret acostumbra a reírse de su insaciable curiosidad.
¡Es insultante la injusticia con que está repartido el sobrepeso en nuestra
familia! Tía Margret es hermana de mi padre y, sin embargo, es casi tan delgada
como mi madre. Por lo visto, yo me parezco a tía Magret pero, desgraciadamente,
sólo en la cara. ¡Cuánto me gustaría tener unas piernas tan largas y delgadas y
unos pechos que nadie pudiera confundir con las ubres de una vaca!
Lo que, sin embargo, no me gustaría tener es la mala suerte de tía Margret con
los hombres. Antes de que hayamos logrado memorizar el nombre del amigo que
tiene en ese momento, ya ha roto con él. Mi padre dice que si ningún hombre
aguanta mucho tiempo con ella es porque tiene la lengua demasiado afilada.
— ¿Qué, hay alguna novedad, Michelle? —quiere saber mi tía—. ¿Qué tal el
colegio? ¿Qué tal el amor? ¿Qué tal los kilos? ¿Qué tal Valeska? ¿Qué tal Aische? —
sonriendo satisfecha, se vuelve hacia mis padres—. ¿Hay alguna cosa más que os
gustaría saber?
— ¡Muy gracioso, Margret! —dice mi madre.
— No ha sido más que una broma —declara mi tía, haciéndome un guiño.
— Tú no tienes hijos —dice mi padre—. Por eso no puedes hacerte idea delcuidado con que es preciso andar hoy en día —señala la ventana—. ¿Sabes cuántos
peligros acechan ahí fuera? Cigarrillos, drogas, porno, alcohol, violencia...
— Oye, ¿cómo te has enterado de todas mis aficiones? —interrumpo a mi
padre, y le doy un bocado a mi cruasán
Ahora, ni mi misma madre puede disimular la sonrisa.
— Es posible que Margret tenga razón. Algunas veces nos entrometemos
demasiado.
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— ¿Quieres decir que a partir de ahora no me vais a asaetear con preguntas y
vais a hablar conmigo con normalidad?
— Bueno, podemos intentarlo esta tarde en el mercado de viejo —dice mi padre,
sin dejar de masticar.
— Lo siento, pero yo tengo otro plan para esta tarde.
— ¿Qué plan? —preguntan mis padres a coro, y no pueden menos de reír.
— ¿Queréis saberlo con todo detalle? Voy a la fiesta de Stefanie. Allí, primero
nos emborracharemos, luego nos hartaremos de pastillas de éxtasis y para terminar
nos pincharemos con barras de chocolate. ¿Algo que objetar?
— En vez de las barras de chocolate, yo usaría grisines —comenta tía Margret—
. Lo demás me parece perfecto. ¿Me pasas la leche? Gracias.
Mi padre se recuesta en la silla y abre el periódico. Margret le habla a mi madre
del curso de gimnasia que empezó anteayer. Yo cojo un bol del armario y echo
cereales.
— Han vuelto a robar. Han forzado la puerta de una casa aquí cerca —
murmura mi padre—. Esperemos que no nos toque a nosotros.
— Antes, cuando he ido a comprar los bollos, he vuelto a ver a ese tipo raro que
está todo el rato yendo y viniendo por delante de la puerta de nuestra casa —
informa mi madre—. Ya me llamó la atención ayer y el lunes o el martes. ¿A ti
también? —le pregunta a mi padre.
— ¿Cómo es?
— De piel oscura. Probablemente indio o algo así. Tiene orejas de soplillo y el
cuello muy largo.
— ¿Qué?
Llego a la ventana en dos saltos y miro a la calle. Efectivamente: ¡Shahid estáabajo dando vueltas!
En un abrir y cerrar de ojos salgo del piso, bajo las escaleras y abro la puerta.
— ¿Por qué no tocas el timbre, bobo? —le grito a Shahid, que está leyendo un
cartel de una columna publicitaria. Asustado, se estremece y se vuelve.
— ¡Por fin! — suspira—. Ya pensaba que no iba a volver a verte. No me dijiste
tu apellido, si no habría... Dios mío, ¿qué has hecho con tu pelo?
— Cortármelo.
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— ¡Si al menos me hubieras guardado un mechón para colgarlo encima de mi
cama!
Sólo ahora viene hacia mí, me estrecha la mano cortésmente y hasta hace una
ligera inclinación.
— ¿No dijiste que vendrías a verme el miércoles? —le recuerdo—. Ese día
estuve toda la tarde esperándote y mirando por la ventana.
— ¿De verdad? Lo siento. El miércoles tuve un contratiempo. Y el jueves,
también. Pero ayer por la tarde estuve varias horas husmeando por aquí. La gente
empezaba a mirarme con mala cara. ¿En qué piso vives?
— En el tercero. Aquél es nuestro balcón.
Apunto hacia arriba y abro los ojos como platos: mis padres y tía Margret están
en el balcón y nos miran.
— ¿Me permitís que os lo presente? —les grito—. Éste es Shahid.
Tía Margret lo saluda con un gesto, mientras que mis padres no mueven ni un
solo músculo. Shahid se arrodilla delante de mí y, dirigiéndose a nuestro balcón,
grita:
— Les pido la mano de su hija y, naturalmente, también el resto de su cuerpo.
Abre los dedos y los acerca lentamente a mis pechos. Sonriendo, le golpeo las
zarpas.
Al momento, me acuerdo de Jens—Peter. Espero que no se ponga a lloriquear
cuando le diga ahora mismo que voy a la fiesta con otro...
Shahid y yo nos encontramos a las tres en la plaza Jan Wellem.
— ¿Cómo es que vienes tú sola? —se extraña cuando me apeo del tranvía—.¿Es que no están invitadas tus amigas?
— Sí, claro. Pero vienen más tarde. Aische tiene que cuidar de sus hermanos
hasta las cinco y Valeska tenía esta tarde un torneo de ping—pong.
— ¿Valeska es ésa del pelo rubio que toca tan mal la guitarra?
— ¡Bingo! Ven, vamos por aquí. Tenemos que cruzar el parque y, luego, ir hacia
la Nordstrasse.
— ¡Qué frío hace! —se lamenta Shahid, que lleva unos vaqueros rojos, una
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sudadera y una chaqueta de punto muy delgada. Se sube el cuello y se mete las
manos en los bolsillos.
Bajamos las escaleras del paso subterráneo, donde está dando un concierto un
violinista joven de San Petersburgo. En la caja de su violín hay un montón de
monedas y tres billetes.
— Tal vez deberíais echar a Valeska de vuestro grupo y contratar a este
rascador de violín —comenta Shahid al pasar.
— Nosotros no somos un grupo —contesto yo—. Únicamente cantamos y
tocamos para recoger dinero.
Le hablo del Trébol y le explico por qué queremos ayudar a alguien con un
donativo importante y todo lo que hacemos para reunir esa suma.
Shahid escucha atentamente y, para variar, no hace ninguno de sus chistes
malos. Cuando le enumero todas las cosas a las que renuncio con el fin de ahorrar
para la acción Trébol la mayor cantidad posible de mi paga, se queda pasmado.
— ¡Dios mío, tú eres una verdadera santa! —exclama.
— ¡Qué va! ¿Sabes lo que pienso algunas veces cuando veo en la televisión
cómo viven en sus barrios de miseria todos esos desarrapados, o los montones de
niños de la calle de Suramérica?
— ¿Qué es lo que piensas?
— ¿De verdad quieres que te lo diga?
— ¿Qué piensas en esos momentos? —insiste él.
— Pues pienso que..., que yo... Bueno, de algún modo me alegro de que haya
personas que tienen problemas mucho más grandes que los míos. Sí, sinceramente,
algunas veces me siento verdaderamente feliz porque hay muchísimas personas que
se encuentran mil veces peor que yo. ¿No te parece despreciable?¡Oh, no! ¿Por qué le he revelado esto? Igual no me cree, como Aische, que
cuando se lo confesé, creyó que se lo estaba diciendo de broma.
— Humm... —repite varias veces rascándose la barbilla. Luego me mira
fijamente—. ¿Y por qué te sientes tan desgraciada? —pregunta al fin.
— ¡Deberías ponerte gafas! ¿Acaso no te has dado cuenta de que peso el doble
que tú?
— Bueno, ¡eso es una suerte para ti! —opina—. Así no necesitas airbag cuando
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vas en coche.
— ¿Por qué no?
— ¡Tú eres un airbag ! Además, seguro que no te quedas helada tan pronto
como yo. ¡Tengo un frío horrible! ¿Falta mucho?
— ¿No quieres seguir hablando de ese asunto?
— ¿De qué asunto?
— De que algunas veces pienso cosas horribles.
— ¿Por qué seguir? Ya has dicho todo. Además, puedes pensar tranquilamente
lo que quieras. Con eso no haces daño a nadie.
— Excepto a mí misma...
Shahid se echa a reír.
— ¡Qué conversación tan trascendente! ¿No sería mejor que me dijeras algo
sobre la Stefanie esa? Por ejemplo, si tiene en la puerta un letrero con un «paqui» y
con la inscripción « ¡Sintiéndolo mucho, nosotros tenemos que quedarnos fuera!».
Lo cierto es que, cuando diez minutos más tarde nos presentamos en la puerta
de su piso, Stefanie examina a Shahid como con rabia. Después de felicitarla por su
decimoquinto cumpleaños, hago las presentaciones. El bobo de Shahid le besa la
mano y, luego, recita una interminable poesía de cumpleaños.
Mientras la escucha, Stefanie juguetea violenta con los botones de su blusa.
— Gracias, muy amable —murmura al final de la última estrofa—. ¡Y ahora
entrad de una vez!
Mientras nos dirigimos a su habitación, me musita al oído:
— ¿De dónde has sacado a este tío? — De las rebajas de refugiados —responde Shahid por mí.
La pobre Stefanie se queda de una pieza. Para suavizar la situación, le doy mi
regalo: un compacto con los mayores éxitos de Jakson Five.
Los otros invitados nos saludan con holas efusivos. Casi todos son de nuestra
clase. Yo les presento a Shahid, que hace una leve inclinación ante cada uno de
ellos. Luego nos sentamos al lado de Ben y de Ann—Katrin, y Stefanie nos trae té y
bollos.
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Durante el primer cuarto de hora, Shahid se muestra un poco reservado. Bebe
y come y sólo habla cuando alguien le pregunta algo. Pero cuando ve que todos se
ríen cuando habla, poco a poco se va animando. Sus chistes son cada vez más
numerosos y mejores, y al final acaba montando todo un espectáculo cómico
realmente magnífico. Stefanie y sus invitados no paran de reír. El único que no
encuentra nada divertido a Shahid es Johannes, el hermano mayor de Stefanie, que
está sentado en cuclillas delante de la calefacción y observa a Shahid con gesto
helado. Yo me doy cuenta de lo mucho que se esfuerza Shahid por hacerle reír a él
también, pero Johannes no reacciona.
— Bueno, amigos, ahora tengo que interrumpir un momento mi espectáculo —
anuncia Shahid al cabo de un rato, y se levanta—. ¿Dónde está aquí el lugar para
las aguas menores?
— Segunda puerta de la izquierda —responde Ann—Katrin.
En cuanto desaparece Shahid, Stefanie viene y se arrodilla junto a mí.
— ¡Qué gracioso es! —se entusiasma—. ¿Desde cuándo salís juntos?
— Desde el martes —le contesto, mintiendo descaradamente. De pronto, me
acuerdo de Gudrun, la peluquera que descubre todas las mentiras. Un día de éstos
iré a verla.
Stefanie me hace un par de preguntas sobre Shahid, a las que
desgraciadamente yo sólo puedo contestar encogiéndome de hombros. Le aconsejo
que hable con él, así que cuando Shahid vuelve del baño, Stefanie lo acapara por
completo. Entre tanto, converso con Ann—Katrin, y me tengo que esforzar mucho
para no mirar ni una sola vez a su pierna de plástico.
Hacia las cinco y media aparecen finalmente Valeska y Aische. Ambas
reconocen inmediatamente a Shahid. — Fue un bonito detalle que hicieras un donativo de veinte marcos —dice
Aische—. ¿De verdad cantábamos tan mal?
— Bueno, si algún día sacarais un compacto, yo sólo lo pondría en el tostador.
Poco a poco vuelve a ponerse en movimiento la máquina de gracias de Shahid.
Aische se ríe tanto que constantemente se le atraganta la coca cola. Valeska sonríe
de cuando en cuando, pero a mí me da la impresión de que ni siquiera escucha.
Mientras mordisquea un trozo de pizza, no deja de mirar absorta constantemente un
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póster del palacio de Neuschwanstein que hay colgado en la pared.
Hace exactamente una semana que Valeska apareció en mi casa como llovida
del cielo, se echó a llorar y, luego, se marchó sin decir una palabra. Aische y yo
seguimos sin saber qué le ocurrió el último fin de semana. Desde entonces está tan
bien como siempre, prescindiendo de que algunas veces se queda mirando al vacío
con gesto soñador, como ahora. Eso sólo tiene una explicación: debe de estar
locamente enamorada. Lo único que queda por saber es de quién. ¿Por qué no nos lo
dice?
— No puedo más —suspira Aische y, riendo, se sujeta el vientre con la mano—.
Deja ya de contar chistes, o de lo contrario me moriré realmente de risa.
— De acuerdo. Además, se me han quitado las ganas de seguir —dice Shahid—.
Porque algunas personas creen que no tengo ninguna gracia —añade, mirando de
reojo a Val.
Valeska ni se inmuta.
En el curso de la tarde, Shahid intenta una y otra vez hacer reír a Valeska, pero
en lugar de eso, la pone tan nerviosa que se refugia en el otro rincón de la
habitación. Shahid la mira con pena.
— ¡Qué lástima! —suspira—. Da la impresión de que tu amiga no me soporta.
— ¡Tonterías!—replico yo—. Lo único que pasa es que últimamente está... Ah,
¿a qué viene eso?
Aische me ha tirado de la manga con tanta fuerza que casi se me ha caído el
bollo de la mano.
— ¡Mira quién acaba de entrar! —murmura excitada.
Miro hacia la puerta, y de pronto se me corta la respiración. ¡Raoul! ¿Qué se le
ha perdido a él aquí? — Éste es Raoul, que está haciendo con mi hermano Johannes un curso de
chino en la universidad popular —nos lo presenta Stefanie, y a él le dice todos
nuestros nombres. Él nos va mirando a uno detrás de otro. Al verme, se sorprende
y, luego, dice riendo:
— ¡Hola, miss Patosa!
— ¿Conoces a Michelle? —le pregunta Stefanie, sorprendida.
— No sólo la conozco yo, sino también mi pie.
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Aunque me molesta que me haya saludado llamándome patosa, me alegro de
que por lo menos lo haya hecho sonriendo.
De pronto, Shahid lanza un grito muy fuerte y se tapa los ojos.
— ¿Qué pasa? —pregunta Stefanie, preocupada—. ¿Te duele algo?
— ¡Sí, ese tipo! —Shahid señala a Raoul—. Su belleza me ha deslumbrado por
completo.
Ríen todos, incluso Raoul. Stefanie le cuenta que ha estado a punto de
matarnos de risa. Raoul sonríe amablemente y se acerca a Johannes, que sigue en
cuclillas delante de la calefacción.
A partir de este momento, yo sólo tengo ojos para Raoul. Reconozco que es una
falta de delicadeza para con Shahid, pero ¿qué le voy a hacer? Desde que Raoul ha
entrado en la habitación, ya no me interesa nada de lo que ocurre a mi alrededor.
Dejo de beber, y de comer, y de hablar, y me limito a contemplar a Raoul, que no
parece darse cuenta de nada de esto. Al menos no vuelve ni una sola vez la cabeza
hacia mí.
Afortunadamente, Shahid está rodeado por Stefanie y por dos chicas de su club
de natación, que no se cansan de escuchar sus chistes. Y Aische ha ido a ocuparse
de Valeska. Así que yo puedo admirar la belleza de Raoul sin que nadie me moleste.
Me muero de rabia. Birgit, una prima de Stefanie, se ha sentado entre Raoul y
Johannes. Lleva una minifalda verde cardenillo, que es aproximadamente tan larga
como mi camiseta. Es penosa la forma en que abre sus ojos azules como si quisiera
comerse a Raoul con ellos. Le habla sin cesar y, cada dos segundos, se echa hacia
atrás su melena negra. ¡Será idiota!
Raoul no parece encontrarla empalagosa, sino más bien lo contrario. Al
principio se ha mostrado bastante indiferente, pero ahora sonríe a Birgit, y susonrisa no se apaga. Y para colmo, ahora se levanta el hermano de Stefanie y los
deja a solas. Vamos, ¡genial!
Sé que es absurdo, pero no puedo evitar que los ojos se me llenen de lágrimas.
Y justo en el momento en que la primera lágrima se desliza por mi mejilla izquierda,
Raoul mira hacia mí. Yo me seco rápidamente la cara. Ahora, el guaperas me sonríe
compasivamente y, luego, se vuelve otra vez hacia la cotorra de pelo largo.
Estoy tan furiosa que me doy puñetazos en las rodillas. Ahora, este tipo fatuo y
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presuntuoso va a pensar que he llorado por él. Y tiene razón, de acuerdo.
¡Precisamente por eso estoy tan enfadada! Les echo a Aische y a Valeska una mirada
en busca de socorro, pero en este momento están absortas en su conversación.
Shahid interrumpe el programa de variedades que está desarrollando para
Stefanie y sus amigas, y pregunta:
— ¿Ocurre algo?
— ¿Por qué?
— Parece como si tú... —se encoge de hombros—. ¿Estás enfadada con alguien?
Yo sacudo la cabeza y miro disimuladamente hacia Raoul, y él vuelve a mirar
hacia mí con esa sonrisa estúpida. Tengo que reaccionar a toda costa. Pero ¿cómo?
De repente recuerdo el beso que le di ayer a Daniel. ¿Por qué no repetir la
actuación?
Rodeo con mis brazos a Shahid y oprimo mi boca contra la suya. Él se defiende,
pero yo lo sujeto con fuerza. Aunque intenta contenerla apretando los labios, mi
lengua se resiste a que se la quite de encima. Se desliza entre los labios de Shahid y
llega a su lengua, que sabe a cacahuetes rebozados.
Son tantos los pensamientos que giran al mismo tiempo por mi cabeza que
estoy a punto de marearme. «Ante todo, no pensar», me digo a mí misma mientras
nuestras lenguas se transforman en dos serpientes, que juegan al pilla pilla. « ¡No
pensar! ¡No pensar!»
Pasa una eternidad hasta que finalmente nos soltamos. Por puro bochorno, me
llevo a la boca un vaso que resulta estar vacío.
Shahid, en cambio, se toca con la lengua la punta de la nariz, mira hacia abajo
y, luego, exclama divertido:
— ¡Ah!, pero aún sigue aquí... ¡Increíble!
5364
Sorprendente: ya hemos pasado el desayuno y la comida y mis padres todavía
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no me han hecho ni una sola pregunta sobre la fiesta. ¡Aún va a resultar que son
capaces de aprender!
En recompensa, durante el postre yo les cuento espontáneamente todo lo que
ocurrió ayer en casa de Stefanie. Como es natural, callo algunas cosas como, por
ejemplo, el número de trozos de tarta que me zampé. Y tampoco digo una sola
palabra sobre el beso.
En cambio, les hablo un poco sobre Shahid. El hecho de que ayer por la
mañana se arrodillara en la calle para pedirles la mano de su hija ha dejado a mis
padres sumamente perplejos.
— ¿Qué clase de loco es ése? —refunfuñó mi madre cuando volví a casa
después de la proposición de matrimonio de Shahid.
— Es que el amor que me profesa le hizo perder la razón —contesté yo
relajadamente, y me parapeté detrás de mi bol de cereales. Por suerte, tía Margret se
ocupó de que mis padres no me amargaran el desayuno con sus interrogatorios.
Hoy, en cambio, pueden enterarse de todo lo concerniente a Shahid.
— Así que estáis saliendo, ¿no? —quiere saber mi madre.
— En cierto modo —me meto en la boca una cucharada de helado de vainilla y
pienso en Aische, que ayer me hizo la misma pregunta en la plaza Jan Wellen
después de despedirnos de Shahid y de montar en nuestro tranvía. Cuando le dije
que no, se quedó estupefacta.
— ¿Estás loca? Entonces, ¿por qué lo has besado?
— Por Raoul —confesé yo. A Aische casi le da un ataque.
— ¿Cómo has podido burlarte así de Shahid? ¡Él, que es un tío tan legal! Y tú lo
has utilizado para montar delante de Raoul una estúpida escena de besuqueos. ¡Es
nauseabundo! ¿No te parece una vileza, Valeska? — Sin duda alguna —musitó Valeska, que durante el viaje de vuelta estuvo
como ausente y apenas abrió la boca.
Sí, lo sé: Aische tiene toda la razón del mundo. Lo que hice con Shahid es
realmente odioso. Lógicamente, ahora él creerá que me gusta. Y claro que me gusta,
pero no como él cree, sino de una forma distinta.
¡Ah, mierda!
¿Por qué tuvo que sonreírme Raoul de esa forma tan estúpida cuando se me
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saltaron las lágrimas? En realidad, ese chulo arrogante debería estar muerto para
mí desde hace tiempo. Sin embargo, sigue girando constantemente dentro de mi
cabeza. Y cuando recuerdo la dulzura con que le sonreía a la prima de Stefanie, se
me agarrota todo el cuerpo.
Después de la comida, me largo al cuarto de estar, me adueño del mando a
distancia y enciendo Viva, donde acaba de empezar el programa de Denis D. Pero
antes de que pueda acomodarme en el sofá, mi madre dice desde el vestíbulo:
— ¡Michelle, al teléfono!
Debe de ser Aische, que querrá echarme la bronca otra vez por lo del besó
traidor.
— ¿Sí? —contesto.
— Soy Shahid.
— ¡Hola! ¿Cómo estás?
— Humm...
Una pausa. Cuanto más se prolonga el silencio, más incómoda me siento yo.
¿Por qué no dice nada? Finalmente, le pregunto si anoche llegó bien a casa.
¿Apostamos algo a que va a hacer un chiste sobre el temblor de mi voz?
— Tenemos que hablar —dice Shahid, ignorando mi pregunta.
— ¿De qué?
¡Como si no lo supiera yo perfectamente!
Shahid repite otra vez su última frase.
— De acuerdo —suspiro yo—. ¿Dónde? ¿Cuándo?
— Yo estoy ahora en Oberblik, en casa de mi abuela. ¿Podría ser a las tres
delante de la Philipshalle? Desde allí podríamos ir al parque.
— De acuerdo. Estaré allí a las tres.Cuelga sin despedirse. Yo hago una inspiración profunda y vuelvo lentamente
al cuarto de estar. El beso... Probablemente, Shahid se dio cuenta de que sólo
intervinieron en él mis labios y mi lengua. Y ahora sabe algo que a mí me habría
gustado ocultarle un par de semanas.
Me siento mal.
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Sigo sintiéndome mal, a pesar de que me he tomado dos tazas de té de hinojo.
Pero contra la mala conciencia no hay ninguna hierba eficaz.
En realidad, ahora tendría que estar vestida con el traje de baloncesto, sentada
en el banco de las suplentes y cruzando los dedos a favor de mi equipo durante el
partido contra Leverkusen. Sin embargo, aquí estoy, sentada en un tren de
cercanías, mirando hacia arriba a través de la ventana y contemplando las nubes,
que hoy tienen mucha más prisa que de ordinario. Un viento huracanado las
arrastra por el cielo a una velocidad increíble. Ese mismo viento arranca de los
árboles montones de hojas y las hace danzar por los aires.
— Esperemos que el tren no salga volando —dice un hombre de cierta edad que
lleva un abrigo azul marino y está sentado enfrente de mí.
« ¡Esperemos que sí salga volando!», suplico yo mentalmente. Así no tendría que
apearme en la Philipshalle, y mirarle a Shahid a los ojos y confesarle que le engañé y
que en realidad estoy enamorada de otro. No, no pienso buscar ninguna excusa.
Cuando Shahid conozca la verdad, seguramente no querrá saber nada de mí. Pero
prefiero eso a seguir representando la comedia por más tiempo.
Voy a echar de menos a Shahid. Hasta ahora no había hablado con ningún
chico con tanta franqueza como con él, ni siquiera con Tim, mi gran amor de
vacaciones durante cinco días en Baltrum. Por cierto, desde el maldito siete de
octubre no he vuelto a malgastar un solo instante pensando en Tim. ¿De verdad
estamos todavía a diecinueve?
Es increíble la cantidad de cosas que han ocurrido en los últimos doce días: me
he enamorado de Raoul, se ha encandilado conmigo Shahid y me ha metido mano
Jens—Peter; he besado a Shahid y a Daniel y me he cortado el pelo. Y, sin embargo,
durante los últimos días me he sorprendido muchas veces esperando todavía el granacontecimiento que cambiará mi vida por completo. ¡Debo de estar realmente loca!
Ésta es mi parada.
— Hasta la vista —dice amablemente el señor de cierta edad cuando me
levanto—. Que tengas un buen día.
— Eso espero, pero me temo que no lo voy a tener. Adiós.
El viento huracanado está a punto de derribarme cuando me apeo del tren de
cercanías. Ojalá no salgan hoy de casa Esther y Valeska, dos auténticos pesos
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ligeros; si no, el viento se las llevará hasta Australia.
Con paso vacilante bajo las escaleras y cruzo el acceso subterráneo en
dirección al aparcamiento. Como hay muy pocos coches, no tardo en encontrar a
Shahid. Está delante de una de las entradas a la Philipshalle y habla con otro chico
paquistaní. Debe de ser Anwar, el amigo de Shahid del que ya me ha hablado en
una ocasión. Ahora lo reconozco: es uno de los que iba con Shahid cuando nos donó
el billete de veinte marcos. ¡Qué raro! ¿Por qué lo ha traído Shahid? ¿Para qué me
sujete mientras me apalea?
Pero en cuanto me ve, Shahid se despide de su amigo con una palmada en el
hombro y corre a mi encuentro, agitando cómicamente los brazos. ¿Pretende con ese
gesto hacerme reír? Yo siento más bien ganas de llorar. Si no me controlo, empezaré
a sollozar antes de que Shahid y yo nos saludemos...
— ¡Hola! ¡Qué puntual!
— Y tú también —contesto.
Nos ponemos en movimiento hacia el parque. Yo me he dado cuenta enseguida
de que Shahid está muy distinto que otras veces. Ni una frase chistosa, ni un gesto
divertido, ni siquiera una mirada a mis ojos: debe de estar enfadadísimo conmigo. Y
yo lo comprendo, naturalmente.
Camina junto a mí con los brazos cruzados. Va todo el rato pateando
piedrecitas, cosa que hasta ahora no había hecho nunca. Es evidente que está tan
nervioso como yo. Pero ¿por qué no dice nada? Mientras hablo, me resulta mucho
más fácil luchar contra mis lágrimas. Si sigue en silencio más tiempo, explotaré. Así
que voy a tener que empezar yo.
Como no estoy de humor para hablar de necedades y trivialidades, voy
directamente al tema. — Me has dicho que teníamos que hablar —le recuerdo.
Él asiente, pero sigue callado. Como no sé qué hacer, miro el reloj.
— ¿Tienes prisa? —me pregunta Shahid.
— Sí —miento, para que comience de una vez con su ajuste de cuentas.
— Bien. Entonces vayamos al grano. ¡Soy un idiota integral! —empieza—. Ésa
fue la más lamentable de las ideas que he tenido en mi vida. ¡Lo siento, de verdad! Y
entenderé que no quieras saber nada de mí a partir de ahora.
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— ¿De qué estás hablando?
— De Valeska.
¿Qué? Yo no entiendo ni una palabra y miro perpleja a Shahid.
— ¿No has notado nada? —me echa una mirada insegura.
— ¿De qué estás hablando?
Suspira profundamente.
— Hace semana y media —murmura tan bajo que apenas le entiendo—. En la
Königstrasse. Tus amigas y tú. Valeska — se atasca—. Sé que puede parecer
absurdo, pero fue un flechazo.
— ¿Valeska? —poco a poco me voy dando cuenta de la situación.
— Sí, Valeska. Yo pensaba que no iba a volver a verla. Y entonces me encontré
casualmente contigo en el cine. Te seguí hasta tu casa. En realidad, sólo quería
pedirte la dirección de Valeska. Pero, sin saber muy bien por qué, tuve miedo de que
me la negaras. Por eso se me ocurrió la detestable idea de montar este numerito.
Quise fingir que estaba enamorado de ti porque yo..., bueno, porque yo pensaba que
a través de ti podría conocer a Valeska y luego decirle... De todos modos creo que
este plan no habría funcionado porque..., porque...
Le da una patada al tronco de un árbol y se detiene.
— ¿Comprendes ahora, maldita sea? Y también el resto fue un engaño. Me
refiero a las tonterías sobre mi familia. Yo no tengo ningún hermano ni vivo en un
piso minúsculo. Y mi padre no es pinche de cocina, sino neurocirujano.
— ¿Neurocirujano?
— Sí. Yo pensé que la vía de la compasión era la mejor forma de llegar a ti, a
causa del donativo que vosotras... —se atasca y, por primera vez, me mira
francamente a los ojos—. ¡Soy un cerdo! — Es cierto.
— Si no me hubieras besado ayer, habría continuado la comedia. Pero entonces
descubrí de pronto la bajeza que estaba cometiendo contigo. Estoy enamorado de
Valeska, lo confieso; pero también te quiero a ti.
— ¿Sí?
Me acuerdo de Tim y de la Barbie por la que me dejó plantada. La Barbie de
Shahid se llama Valeska, y yo sólo he sido utilizada para llegar hasta ella. ¡Por nada
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del mundo habría creído a Shahid capaz de semejante marranada! Mi decepción es
tan grande que el asunto de Raoul me parece ahora de lo más insignificante.
Shahid está delante de mí triste y abatido. El viento desgreña sus cabellos. Yo
no tengo ni la más leve idea de qué debo hacer o decir. Y, por lo que se ve, él
tampoco.
— ¡Neurocirujano! —repito estúpidamente—¡Neurocirujano!
Me echo a reír, me doy media vuelta y me largo.
Unos diez metros más adelante se rompen los diques que hasta ahora habían
contenido mis lágrimas.
Cuando llego al andén veinte minutos tarde, acaba de irse el tren de cercanías.
El próximo pasa dentro de media hora. ¿Debo regresar al parque y dar otra vuelta?
Ni hablar; no tengo ningunas ganas de encontrarme con Shahid. Me daría una
vergüenza horrible. Al fin y al cabo, he jugado sucio al no decir nada, ya que le he
ocultado a Shahid algo importante.
Como en el andén hace mucho viento, me decido a pasear por las calles.
Delante del primer escaparate me detengo y me miro. ¡Cielos, de tanto llorar, tengo
los ojos como si acabara de terminar un combate de boxeo! ¡No me extraña que los
paseantes del parque me hayan mirado con cara de pena!
Para no desorientarme, me voy fijando en los nombres de las calles que recorro
con paso torpe. Markenstrasse. ¿De qué me suena ese nombre? Yo no he estado
nunca aquí. Alguien tiene que haberme hablado de esta calle recientemente.
Claro, ya está: ¡aquí vive Gudrun! Casualidades como ésta sólo se dan en el
cine.Meto la mano en el bolsillo y saco el papel que Gudrun me dio en la peluquería.
¡Se va a llevar una sorpresa si me presento ahora mismo en su casa! Pero es
probable que esté fuera.
No obstante, tengo suerte. Gudrun contesta por el telefonillo.
— Soy Michelle.
— ¡Oh, esto sí que es una sorpresa!
Arriba, en el cuarto piso, me coge de la mano y me lleva a su habitación. Es
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casi tan minúscula como la de Valeska.
Valeska...
El simple recuerdo de ella basta para que yo tenga que luchar nuevamente con
las lágrimas.
— Eh, ¿te ha sucedido algo malo? —me pregunta Gudrun, y se pasa la mano
por el pelo.
Yo asiento.
— Siéntate. ¿Quieres un vaso de coca cola ?
Yo asiento otra vez. Mientras Gudrun desaparece de la habitación, me siento en
la cama y echo un vistazo. Los muebles de Gudrun parecen comprados en un
mercado de viejo y están pintados con colores chillones. De las paredes cuelgan
pósters de modelos. Hay un estante con un montón de animales de peluche. Sobre
la mesa de trabajo de Gudrun, la foto de un tipo con barba.
— ¿Es tu amigo? —le pregunto a Gudrun cuando vuelve con un vaso grande de
coca cola.
— No. Mi padre. Así era cuando conoció a mi madre y a los dos se les ocurrió la
idea de engendrarme.
— ¿Y cómo es ahora?
— Eso querría saber. Pero se largó cuando yo tenía dos años. Toma, bebe algo.
Me pone el vaso en la mano. Mientras yo bebo, se lleva un cigarrillo a los labios
y lo enciende.
— ¿Sabes que en cada pitillo hay cuatrocientas sustancias nocivas?
— ¿Nada más? —contesta sonriendo—Y yo que siempre he creído que fumar es
malo para la salud.
Echa el humo hacia el techo, se sienta en la mesa de trabajo y me mira concuriosidad.
— ¿Mal de amores?
— Humm... Algo así.
— ¡No te hagas la interesante, Michelle! A mí me encanta escuchar historias.
¿Por qué crees que me he hecho peluquera? Sólo porque las clientas le cuentan a
uno muchas cosas. Así que empieza a largar.
— Pero es una historia bastante larga.
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— No importa. De todos modos, te tienes que quedar aquí hasta que el nuevo
amigo de mi madre se evapore para el turno de noche.
— ¿Por qué?
Gudrun hace un gesto de desdén.
— Venga, ¡empieza!
Termino de beberme la coca cola, dejo el vaso en el suelo y empiezo a contar. El
primer encuentro con Shahid, el pisotón a Raoul, el arrodillarse Shahid, sus chistes,
la fiesta, el beso, la confesión de Shahid de que está enamorado de Valeska...: no
omito nada.
Jamás habría imaginado que Gudrun, tan charlatana ella, fuera tan buena
escuchando. No interrumpe con ningún comentario, únicamente asiente algunas
veces, sacude la cabeza de cuando en cuando, arruga la frente y esboza una sonrisa
en varias ocasiones.
— ¡Lo tuyo es una auténtica novela rosa! —exclama en cuanto he terminado—.
¿De verdad es Shahid tan gracioso como lo has descrito?
— Un vil farsante, eso es lo que es.
— ¿Y tú? ¿No ibas a confesarle que si lo habías besado había sido únicamente
para dar celos al guaperas ese? Y en vez de decir nada, dejas plantado al pobre
hombre y desapareces de la escena.
— ¡Pobre hombre! —bufo yo—. Me ha estado engañando para llegar a mi mejor
amiga.
— Entonces, hazle ese favor y ponlo en contacto con la tal Valeska. Y, en pago,
que Shahid te ponga en contacto con Raoul. ¿No sería ése un buen trato?
— ¿Cómo va a hacer eso? Ni siquiera conoce a Raoul.
— ¿Y qué? Ya se le ocurrirá algo, te apuesto lo que quieras. Ya me gustaría a míencontrar alguna vez un tipo tan gracioso. Mis últimos novios eran mortalmente
aburridos. En cuestión de chicos, siempre me equivoco. Oye, ¿y ahora no estás
enfadada con tu amiga?
— ¿Con Valeska? ¡Qué tontería! Ella no tiene ninguna culpa. Aunque tal vez
sería mejor que me echara amigas que se parecieran a Frankenstein: así tendría al
menos una mínima posibilidad con los chicos. ¿No crees que...?
— ¡Chist! ¡Calla un momento! —me interrumpe Gudrun, y escucha. Yo oigo
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cerrarse una puerta y miro a Gudrun con gesto interrogativo.
— El amigo de mi madre —explica ella—. ¡Por fin se ha ido!
— ¿Tienes follones con él?
— Todavía no. Pero si no me mudo pronto de aquí...
Coge la cajetilla de cigarrillos.
— ¿Qué pasará entonces? —pregunto.
— ¡Bah, nada!
Yo hago un mohín.
— Venga, yo te he contado una cosa. Ahora te toca el turno a ti.
— No hay mucho que contar. El cerdo me mira de un modo repugnante cuando
nos quedamos a solas. Eso es todo. Como es natural, mi madre no quiere ni oír
hablar del asunto. Pero a mí me da auténtico pánico. Por eso necesito urgentemente
un piso propio. Con ayuda de mi abuela, hasta podría pagarlo. El único problema es
cómo consigo la fianza y el dinero para la agencia inmobiliaria —dice mientras
enciende otro cigarrillo—. Pero no estamos hablando de mi problema, sino del tuyo.
Así que, ¿qué te parece mi idea para conseguir a Raoul?
— ¡Una locura!
— Humm... Tienes razón. Además, no creo que tengas ninguna posibilidad con
él.
— ¿Por qué no?
— Porque no hay ningún chico increíblemente guapo que se líe con una chica
increíblemente gorda. Venga, ¿no te echas a llorar otra vez?
No puedo menos de reír. Gudrun deja el cigarrillo en el cenicero, se levanta, se
sienta a mi lado y me abraza.
— ¡Es fantástico! Eres capaz de reírte de ti misma. ¿Quieres que te diga unacosa? A pesar de todo, ¡tienes una posibilidad con Raoul!
— ¿Qué? ¿Cómo lo sabes? Hace un momento decías que siempre te equivocas
en cuestiones de chicos.
Me da un pellizco en el lóbulo de la oreja.
— Y es cierto. Pero en cambio, en cuestión de chicas, nunca me equivoco.
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Han pasado casi dos semanas desde que el Trébol se reunió por última vez. Por
eso, ya va siendo hora de que pongamos en marcha una acción para reunir los
trescientos once marcos que nos faltan.
A las dos y media en punto llega Esther a mi casa.
— ¿Cuánto tiempo vas a seguir teniendo colgado ahí al carroza de Michael
Jackson? —me suelta al entrar en mi habitación—. ¡Está totalmente pasado de
moda! Ni se te ocurra poner un disco de él; me salen granos sólo de oírlo. Tira su cazadora vaquera roja encima de la cama, se sienta en la moqueta y
cruza las piernas.
— ¿Qué? ¿Hay alguna novedad?
— Ninguna —miento yo, y me siento en el alféizar de la ventana.
— ¡Ah! ¿Y qué es del «paqui» que nos dio el billete de veinte marcos? Aische me
ha contado por teléfono que el sábado lo llevaste a la fiesta de Stefanie. ¿Estás
saliendo con él?
Me encojo de hombros. Ni a Aische ni a Valeska les he dicho hasta ahora lo que
Shahid me confesó anteayer en el parque. En cierto modo, me siento incapaz de
hablar de eso. Al principio, seguramente harían un par de chistes sobre el asunto.
Luego, se compadecerían de mí, lo que es muchísimo peor. Y ni lo uno ni lo otro me
entusiasma precisamente.
Lógicamente, sé que algún día tendré que contar la verdad, pero de momento
prefiero esperar un poco.
— O sea, que no sales con él... —insiste Esther, y yo contesto encogiendo
nuevamente los hombros.
La expresión de Esther se ensombrece, porque cree que le estoy ocultando algo.
— Es un asunto bastante complicado —respondo evasivamente.
— ¿Por qué?
— Porque..., porque Shahid y yo... ¡Oh...!
Llaman a la puerta. Encantada de no tener que decirle alguna mentira a
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Esther, corro al vestíbulo y pulso la tecla del portero automático, esperando que a
Val y Aische no les dé por hacerme otro interrogatorio sobre Shahid.
— ¡Caramba! —me sorprendo cuando veo a Aische subir sola las escaleras—.
¿Dónde has dejado a Valeska?
— ¿No está aquí? —contesta tan sorprendida como yo—. He ido a buscarla pero
no había nadie en casa.
— ¡Qué raro!
Una vez que Esther y Aische se han saludado, pongo sobre la moqueta un plato
hondo lleno de cacahuetes rebozados. Nos sentamos alrededor del plato como los
indios alrededor del fuego del campamento y hablamos de Valeska.
— Ayer y anteayer no fue al colegio con nosotras —informo a Esther—. Cuando
nosotras llegamos, ya estaba allí. Y cuando le preguntamos por qué ya no nos
espera, no nos dio ninguna explicación. ¿Verdad, Aische?
Aische asiente.
— Valeska está muy rara. En el colegio no hace otra cosa que mirar al vacío con
gesto ausente. Excepto hoy en clase de historia, que estaba espídica, como si
hubiera tomado algo.
— ¿Val, drogas? —pregunta Esther con cara de incredulidad—. ¡Jamás! Antes
se inyectaría mi hámster un kilo de heroína.
— ¿Crees que deberíamos hablar con ella? —pregunto.
— Sí, claro. ¿Somos amigas, o no? Si lo somos, no deberíamos tener ningún
secreto unas para otras.
Llena de remordimientos, me llevo a la boca un puñado de cacahuetes.
— Es probable que detrás de todo esto haya un chico —comento masticando—.
Val se ha reído siempre del mal de amores. Y ahora que probablemente lo estásufriendo, le dará vergüenza comentarlo con nosotras.
— La llamaré esta noche —dice Esther—. Pero ahora deberíamos pensar cómo
podemos reunir los trescientos marcos que nos faltan. ¡Chicas, he tenido una idea
genial! Pero seguro que no os va a gustar —añade escépticamente.
— A ver, cuenta.
— Vale —sonríe Esther—. Este año, ya sabéis que el carnaval comienza en
octubre, ¿no? Pues la idea es ésta: vamos a casa de mi abuela, que vive en Flingern,
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nos disfrazamos de vagabundos, cogemos sus dos tekels y nos instalamos en
cualquier lugar de la ciudad vieja. Yo siempre he querido saber cómo se siente una
mendiga. Bueno, ¿qué os parece?
Yo intercambio con Aische una mirada estupefacta. Pero inmediatamente,
asentimos y nos incorporamos a la vez.
— ¡Increíble! ¡Vaya idea! —dice Aische—. ¡En marcha, chicas! Vamos a casa de
la abuela de Esther.
Lo admito: cuando una hora más tarde me bajo del tranvía vistiendo una
chaqueta de cuero negra pasada de moda y unos pantalones de pana grises y
sucios, me siento fatal. La abuela de Esther ha acumulado en el sótano un montón
de cajas con ropas de desecho. Al parecer, nunca se acuerda de sacar esos trapos a
la calle cuando recogen ropa vieja. La teoría de Esther es que su abuela es incapaz
de tirar cosa alguna.
— ¡Dios mío, qué pinta! —suspira Aische, y se mira hacia abajo—. Este
asqueroso abrigo de rayas no lo usaría yo ni como felpudo. ¿De qué son estas
manchas de las mangas?
— Mejor será que no las toques —le aconseja Esther, que lleva unos vaqueros
demasiado anchos y una chaqueta impermeabilizada muy sucia—. ¡Michelle,
encárgate de este teckel asesino! Yo tengo que llevar la bolsa.
Me pone en la mano la correa de Ringo. El otro teckel se llama Lady. Es extraño
que la abuela de Esther nos haya dejado los dos perros. Pero está muy
entusiasmada con lo del Trébol y ya nos ha proporcionado alguna vez trastos para
vender en el mercado de viejo. También los padres de Esther y los de Aischecontribuyen periódicamente a nuestra recogida de donativos, mientras que Valeska
y yo aún no hemos dicho en casa ni una sola palabra sobre nuestra organización. Y
es que nuestros padres andan siempre justos de dinero, y seguramente les
molestaría saber que, desde hace algunos meses, echamos una buena parte de
nuestra paga a la caja del Trébol.
De camino hacia la ciudad vieja, la gente nos mira con cara rara, sobre todo los
chicos y chicas de nuestra edad. Para dar la mayor sensación posible de
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autenticidad, ponemos cara huraña. Pero cuando miramos casualmente un
escaparate y nos vemos reflejadas, nos paramos y nos echamos a reír.
— ¡Bah, chicas! —dice Esther sacudiendo la cabeza—. Todo el mundo se da
cuenta de que no somos pobres de verdad. ¿Os atrevéis a ir a donde están los
mendigos de verdad en la ciudad vieja?
Aische se da un golpe en la frente.
— Seguramente nos meteríamos en un lío. Venga, volvamos a la parada del
tranvía antes de que alguien nos...
— ¡Qué lindos perritos! —dice en ese momento una señora mayor que lleva un
abrigo negro con cuello de piel. Sonriendo, se inclina sobre Ringo y Lady y les hace
caricias—. ¡Se ve que no os falta nada! Ojalá os sigan tratando así de bien.
La señora se levanta otra vez, abre su bolso, saca un billete de diez marcos y
me lo pone en la mano.
— ¡Ah, gracias! —contesto perpleja.
— Cuidadlos bien. Y cuidaos también vosotras, naturalmente.
— ¿Entendéis esto? —pregunto a las otras dos una vez que la señora ha
desaparecido—. ¿Es que la señora no se ha dado cuenta de que simplemente vamos
disfrazadas, ni de que los dos teckels no son perros callejeros, sino que estuvieron
en el salón de peluquería para perros hace quince días?
— Al parecer, no —contesta Esther—. ¿Y qué hacemos ahora? ¿Nos vamos a
casa o a la ciudad vieja?
Después de muchas cavilaciones decidimos de común acuerdo ponernos en la
Schadowstrasse y no en la ciudad vieja. Allí hay tanta actividad como en la ciudad
vieja y no hay tanto riesgo de toparnos con mendigos de verdad.
Nos ponemos en movimiento. Yo miro constantemente en todas las direccionesporque no me apetece nada tropezarme de repente con algún conocido. Y me fijo
también en todos los tranvías que nos adelantan. Es un fastidio que yo no sepa por
qué línea hace hoy el servicio mi padre.
— ¡Eh, aquí hay un buen sitio! —exclama Esther, y se dirige hacia la puerta de
una caja de ahorros—. Cuando la gente sale del banco con la pasta, puede echarnos
alguno de los marcos que ha sacado.
Nos acomodamos a unos tres metros de la entrada. La abuela de Esther nos ha
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dado una pila de periódicos para que ni sus perros ni nosotras pasemos demasiado
frío.
Una vez que nos hemos sentado encima del Rheinische Post, Aische señala la
bolsa de plástico de Esther y pregunta:
— ¿Qué más cosas nos ha preparado tu abuela?
Con semblante misterioso, Esther saca de la bolsa dos botellas de vino tinto y
me da a mí una de ellas.
— ¡Toma, echa un trago!
— ¿Estás loca? Yo no pruebo el alcohol.
— Bebe —insiste Esther, y me hace un guiño.
Yo le quito el tapón a la botella y olfateo su contenido. Luego me la llevo a los
labios y bebo y bebo, y me divierte ver el rostro horrorizado de Aische.
— ¡Para ya, imbécil! —chilla al fin, y me quita de las manos la botella—.
¿Quieres emborracharte e ir por ahí haciendo eses?
Esther y yo nos partimos de risa.
— Lo que hay dentro es zumo de uvas —explica Esther—. Mi abuela ha dicho
que sin una lata de cerveza o una botella de vino tinto no pareceríamos
suficientemente auténticas.
— También a mí me gustaría tener una abuela así —responde Aische, y bebe
un trago.
Luego colocamos una caja de puros vacía delante de los dos teckels y
observamos cómo van cayendo los marcos. ¡Sí, sí! Apenas podemos creer el éxito con
que se desarrolla nuestra acción. Dan donativos no sólo personas mayores, sino
también madres con niños pequeños, turistas holandeses, japoneses con carteras de
hombres de negocios, chavales con patinetes y un chico increíblemente guapo queme recuerda a Raoul (al que, por cierto, no he vuelto a ver desde la fiesta de
Stefanie, que fue el sábado).
Cuando echan el dinero a la caja, casi todos se fijan exclusivamente en los
teckels. Sin embargo, una mujer bastante joven, de labios muy rojos, se pone de
rodillas delante de Aische y le pregunta cuánto tiempo llevamos ya viviendo en la
calle.
— Oh, tres meses —contesta Aische.
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que os estoy mintiendo?
— Es que no sería la primera vez —dice precisamente mi padre, al que hace un
momento he cogido en una mentira como una catedral.
Efectivamente, ha llegado a casa casi una hora más tarde que de costumbre y
ha dicho que había sido por un atasco. ¿Cómo puede confundir un atasco con una
cafetería? ¡Qué embustero!
Yo me he puesto muy nerviosa cuando me ha sorprendido mendigando en la
Schadowstrasse. A las seis menos cuarto me he despedido rápidamente de Aische y
de Esther y he salido corriendo hacia la ciudad vieja. Quería encontrarme con mi
padre a la salida del trabajo. Y durante el viaje a casa pensaba explicarle todo el
asunto del Trébol. Como estaba circulando con el 712, mi padre debía apearse de su
tranvía a las seis en punto en la parada Heinrich—Heine—Allee, y desde allí se
dirigiría a la parada del 703. He tenido que correr para no llegar tarde. Lo triste es
que yo llevaba todavía la ropa andrajosa y la gente me evitaba como a una leprosa.
Cuando ya tenía a la vista la parada del tranvía he visto a mi padre
conversando con dos compañeras de trabajo. He querido llamarlo, pero de repente
se ha puesto en movimiento, aunque en sentido contrario del que yo esperaba. ¿Por
qué iba con las compañeras hacia la ciudad vieja y no hacia la parada del tranvía?
Me he detenido estupefacta y he tomado aliento. He seguido con la vista a mi
padre, que bamboleaba su pesada cartera como si fuera una bolsa de papel vacía. Al
parecer, estaba de excelente humor. ¿Tenía eso algo que ver con las dos mujeres que
le acompañaban en ese momento?
Sin pensármelo dos veces, me he pegado a sus talones y a los de sus dos
compañeras. Una de ellas era casi tan alta como mi padre y llevaba melena larga
castaña. La otra era pequeña, al menos tan gorda como yo y llevaba el pelo, negrocon mechas rubias, muy corto. Por desgracia, no he logrado entender de qué
hablaban los tres. Sólo los he oído reír en algunas ocasiones.
Al poco rato han entrado en una cafetería y se han sentado, para mi suerte, al
lado de la ventana. Yo me he escondido detrás de una columna publicitaria, desde
donde he podido observar cómodamente a mi padre. Y he aquí mi segunda sorpresa:
mi padre ha pedido un té.
¡No me lo podía creer! En mi vida había visto a mi padre tomarse un té.
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Siempre ha dicho que sabe a agua sucia. Y ahora estaba sentado en aquella
cafetería elegante, que sólo era frecuentada por abuelas ricas, y manejaba el colador
del té y el azúcar cande con tanta destreza como si hubiera pasado varias semanas
entrenando.
No menos me ha sorprendido que mi padre hiciera reír constantemente a sus
compañeras. ¡Qué curioso! Normalmente no cuenta más de tres chistes al año. Y
ahora parecía de lo más ocurrente. La compañera de la melena larga no paraba de
reír a carcajadas y enseñar su dentadura de caballo.
He ido hacia la parada hecha un lío y he cogido el tranvía para volver a casa. Lo
que he visto, aunque es muy raro, me ha parecido bastante inocente. El hecho de
que mi padre haya ido a tomar una taza de té con dos compañeras significa que no
tiene un ligue con ninguna de las dos.
Por lo que se ve, tiene un miedo terrible a los ataques de celos de mi madre. Si
no, ¿por qué no se atreve a hablarle de una visita normal y corriente a una
cafetería?
— Siento que se me haya hecho un poco tarde —ha saludado a mi madre, y le
ha dado un beso—. Había un atasco enorme por culpa de la feria. No hacía falta que
me esperaseis para cenar.
Luego se ha sentado a la mesa y ha empezado a meterse conmigo por lo de
mendigar. Mi madre casi se ha desmayado al enterarse de que estábamos pidiendo
en la calle. Y ahora caen sobre mí las preguntas como una granizada, sin que nadie
dé crédito a mis sinceras respuestas. De pura rabia, estoy varias veces a punto de
preguntarle a mi padre si le ha gustado el té. Pero, aunque él me tiene por
embustera, no me parece bien demostrar que él lo es. ¡Qué le vamos a hacer, yo soy
demasiado buena para este mundo...! — ¡Está bien! —suspiro tras haberme tragado el último bocado—. Si queréis
saber a toda costa por qué estábamos mendigando en la Schadowstrasse, os lo diré.
Mis padres dejan de masticar y me miran expectantes.
— Necesitamos imperiosamente dinero para el camello que nos proporciona
droga. Tened presente que ese idiota ha doblado los precios. ¿No es una insolencia?
Si las cosas siguen así, pronto me pasaré al éxtasis —me levanto—. Bueno, ahora
voy a esnifar una raya; si no, no puedo soportar el programa de televisión. ¡Adiós,
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hermanos! ¡Os quiero!
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Aische y yo estamos desconcertadas. Desde anteayer estamos intentando
hablar con Valeska sobre su extraño comportamiento. Pero ella, o nos corta o se
pone a decir tonterías y a reírse de sus propias gracias. Vaya, que no nos toma en
serio.En cambio se ha enfadado muchísimo por lo de haber mendigado. Cuando
Aische y yo le hablamos del asunto ayer durante el recreo, se puso como una fiera.
— ¿Estáis completamente locas? —nos bufó—. ¡Lo único que conseguís con
semejante imbecilidad es ridiculizar a los verdaderos mendigos! ¿A quién se le ha
ocurrido esa idea descabellada?
— Será mejor que tú nos expliques por qué nos dejaste colgadas ayer —
contraataco yo—. Habíamos quedado en mi casa a las tres. ¿Dónde te metiste?
— ¡Eso no os importa un pimiento a vosotras! Al fin y al cabo, si el Trébol sólo
lleva a cabo acciones tan repugnantes como ésta de mendigar, podéis borrarme.
Y tras decir esto se largó.
Bueno, en realidad no le faltaba algo de razón. Tampoco nosotras nos sentimos
demasiado bien mientras hacíamos la comedia de mendigar. Pero esa tarde
conseguimos casi doscientos marcos.
Para poder aclarar de una vez las cosas con Valeska, queríamos quedar con ella
para esta tarde. Ella ha rechazado nuestra propuesta con la excusa de que tiene que
estudiar para el control de física del lunes. Pero Aische y yo no nos rendimos tan
fácilmente. Por eso pensamos encontrarnos delante de la casa de Valeska a las tres
y media y llamar a su puerta sin previo aviso. Y no nos iremos hasta que Valeska
nos haya desvelado su misterio.
Cuando enfilo la calle de Valeska a las tres y veinticinco, Aische está ya
esperándome.
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— ¿Te has puesto los tapones de algodón en las orejas? —me saluda con una
leve sonrisa—. Val se va a entusiasmar tanto con nuestro asalto que seguro que se
pone a chillar como una loca. ¿Te apuestas algo?
— ¿Nos apostamos algo a que no? —replico yo—. Tal vez se alegre de poder
quitarse un peso de encima contándonos lo que la tiene tan alterada.
— ¡Ni hablar! Si fuera así, ¿por qué no nos lo ha contado antes?
Yo me encojo de hombros y prenso en Shahid. Confío en que no estaré
poniéndome roja.
— Muy bien. ¿Estás lista? —me pregunta Aische antes de apretar el botón del
timbre.
Respiro profundamente y asiento. Aische pulsa el timbre.
— ¿Sí? —contesta la madre de Val por el telefonillo.
— Somos Aische y Michelle. ¿Está Val?
— No. Hoy pensaba ir a ver a Esther.
Aische y yo nos miramos sorprendidas.
— Ah —responde Aische.
— ¿Queréis que le dé algún recado? —pregunta la madre de Val.
— No es necesario. ¡Adiós!
— ¡Adiós!
— ¡Con Esther! ¿Crees que es verdad? —digo furiosa, y pego una patada a la
pared.
— Vamos a comprobarlo ahora mismo. ¡Ven!
Rápidamente, nos dirigimos a la cabina telefónica más cercana, metemos una
tarjeta y marcamos el número de Esther. Coge ella misma. Y, naturalmente, no tiene
ni remota idea de que Valeska pensara acudir hoy a su casa. — ¡Maldita embustera! —bufa Aische, después de colgar el auricular y salir de
la cabina dando un portazo—. Ya estoy hasta las narices. ¿Puedes explicarme por
qué nos está ocultando algo, a nosotras, que somos sus mejores amigas?
Sus ojos echan chispas. No soy capaz de mirarla a la cara más de dos
segundos. Luego bajo los ojos y murmuro:
— Tampoco yo he sido demasiado sincera estos últimos días.
Aische se detiene y me coge de la manga.
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— ¿Qué quieres decir con eso?
— ¡Mierda! —digo por toda respuesta, y me libro de ella y sigo caminando.
Unos metros más adelante me alcanza Aische.
— Oye, Michelle, ¿es que estás perdiendo el juicio igual que Valeska?
— No tengas miedo —la tranquilizo—. No es tan grave. Pero ya hace tiempo que
tendría que haberos dicho que Shahid..., que él...
— Que él, ¿qué?
Y ya estoy soltando toda la historia: que Shahid ha jugado conmigo, que en
realidad está enamorado de Valeska y que yo no le he confesado que estoy
enamorada de Raoul.
— ¡Cielos! —exclama Aische sacudiendo la cabeza—. ¡Éste sí que es un buen
lío! Pero ¿por qué no le has contado a Shahid lo de Raoul? Ahora tendrá mala
conciencia por haberte engañado cuando en realidad tú también le has engañado.
Tendrías que habérselo dicho.
— Eso mismo piensa Gudrun.
— ¿Qué Gudrun? ¿La peluquera?
— Sí. ¿Y sabes que me ha propuesto? Que yo ayude a Shahid para que acabe
saliendo con Valeska y que, en pago, él me ayude a mí con Raoul.
Aische se echa a reír. Pero de pronto se detiene y se rasca el lóbulo de la oreja
izquierda y dice:
— Sí, ¿por qué no?
— No digas tonterías.
— Nada de tonterías. ¡Piensa un momento! La idea no es tan mala. Si Valeska
se enamorara de Shahid, olvidaría a quien sea que la tiene hecha un manojo de
nervios y una embustera. ¿O no crees tú que detrás de todo esto hay un chico? — Ni idea.
— Humm..., Shahid y Valeska —murmura Aische, pensativa—. Deberíamos
intentar juntarlos a los dos. ¿Estás segura de que no estás nada pero nada
enamorada de Shahid?
— Sí.
Entonces, ¿qué es el extraño cosquilleo que siento en la barriga?
— Sí —corroboro nuevamente, y el cosquilleo desaparece en el acto.
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Media hora más tarde estoy en el vestíbulo de nuestra casa con el auricular en
la mano y marco el número de Shahid. Llego hasta la penúltima cifra y cuelgo
rápidamente. En el segundo intento logro llegar hasta el primer zumbido antes de
cortar la comunicación. El tercero y el cuarto intento se saldan con el mismo fracaso
que el primero.
No, no puedo hablar con Shahid después de haberme comportado como lo hice
el domingo en el parque. En vez de confesar que también yo había fingido y que, por
tanto, estábamos en paz, me marché rápidamente, haciéndome la ofendida. ¿Cómo
le voy a explicar ahora por qué no fui el domingo tan sincera como él conmigo? ¡Ni
yo misma me lo puedo explicar! Y encima no puedo hablar de esto con Valeska. Ella
seguramente sabría cómo debo explicarle a Shahid mi comportamiento. ¿A quién
más puedo pedir consejo? ¡A Gudrun!
Ni corta ni perezosa, busco en la guía de teléfonos el número de su peluquería y
llamo. Por su jefe, me entero de que Gudrun tiene hoy día libre y le pido su número
particular. Aunque parece impaciente, me lo busca. Le doy las gracias y llamo a
Gudrun a su casa.
Cuando coge el auricular, el teléfono ha sonado ya ocho veces.
— ¡Hola! ¡Soy Michelle!
— ¡Qué hay, Michelle! —dice casi en un murmullo.
— ¿Qué pasa? ¿Estás afónica?
— No.
Me quedo callada. ¿La habré interrumpido en medio de alguna historia?
Cuando se lo pregunto, me responde que no. — ¿Quieres que cuelgue?
Al principio no contesta y, luego, de pronto habla tan deprisa y en un tono tan
bajo que tengo que escuchar con mucha atención. Gudrun parece muy alterada.
— El amigo de mi madre acaba de llegar a casa, aunque en realidad tendría que
haber estado trabajando hasta las ocho. Ahora está en el cuarto de baño. Si no me
esfumo estaré casi tres horas sola con él. Hace un momento ha vuelto a mirarme de
esa forma tan sucia. Así que tengo que largarme inmediatamente. No te enfades.
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¡Adiós!
Tras colgar el teléfono, voy a mi habitación y me dejo caer en la cama, cruzo los
brazos debajo de la cabeza y pienso, para variar, no sobre Raoul ni sobre Shahid,
sino sobre mí misma.
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Durante el desayuno, mi madre me pide disculpas porque ella y mi padre nome creyeron el asunto del Trébol.
— Anoche llamé a la madre de Aische y le pregunté sobre eso —confiesa un
poco nerviosa—. Pero ahora, haz el favor de no pensar que vigilamos tus pasos.
— No, ¡vosotros jamás haríais una cosa así, naturalmente!
Mi madre sonríe.
— De todos modos, ahora sabemos que habéis reunido todo ese dinero para
vuestro donativo. ¿Puedes explicarme por qué nunca nos has contado nada sobre
eso?
Me encojo de hombros.
— Porque siempre os cuento todo lo demás. Bueno, casi todo —añado guiñando
un ojo—. Además, pensaba que os molestaría que no gastara mi dinero en algo útil,
como, por ejemplo, en juguetes de hojalata.
Mi madre me echa una mirada censuradora.
— ¿Es eso lo que de verdad piensas de nosotros?
¡Buena pregunta! Hasta el martes pensaba que tenía unos padres bastante
aburridos, unos padres cuya vida interior no encerraba misterios ni para un niño y
que ya no podían sorprenderme con nada. Pero desde que observé a mi padre con
sus dos compañeras en la cafetería, poco a poco me he ido dando cuenta de que una
parte de la vida de mis padres me es completamente desconocida.
Y por eso hice ayer tarde algo totalmente disparatado: espié a mi madre. A las
dos y media abandonó la oficina del asesor fiscal con el que trabaja dos veces a la
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semana como secretaria a tiempo parcial. La seguí por las calles a unos treinta
metros de distancia. Quizá también en su caso había algún secreto que descubrir.
Pero en el camino a casa discurrió todo normalmente. Mi madre fue primero a
la panadería, luego a la carnicería y, finalmente a un supermercado. Luego se sentó
en el tranvía y regresó a casa.
Mientras me bebo mi cacao la observo disimuladamente. Revuelve su café con
semblante impenetrable. Mi madre... Es curioso que me resulte al mismo tiempo tan
extraña y tan familiar, exactamente igual que yo misma. Me gustaría mucho
preguntarle por qué se casó con mi padre. Sin saber por qué, tengo la sensación de
que no están hechos el uno para el otro.
— ¿Por qué no comes nada? —me pregunta.
— Estoy muy nerviosa.
— ¿Por qué motivo?
— Por Raoul. Es que, como está lloviendo, seguramente irá al colegio en
tranvía. No he vuelto a verlo desde la fiesta de Stefanie. ¿Qué debo hacer si no me
mira ni una sola vez? ¿Darle otro pisotón?
Mi madre no entiende ni una sola palabra de mis cavilaciones.
— ¿Quién es ese Raoul?
— Eso mismo me gustaría saber a mí.
Me levanto, cojo dos plátanos del frutero, le doy un beso en la frente a mi
madre, que está totalmente desconcertada, y desaparezco de la cocina.
¿Por qué no me he quedado en la cama? En esta fatídica mañana, nada
discurre como debiera.Sí, Raoul monta efectivamente en el tranvía y está justo a mi lado durante diez
minutos. Mientras a mí casi se me salen los ojos de las órbitas y no aparto la vista
de él, el muy imbécil me ignora por completo. Tiene los ojos clavados en una chica
que está repantigada en su asiento con las piernas abiertas. Ella tiene el pelo tan
verde como Gudrun y lleva una minifalda de colores chillones y, debajo, unas
medias negras con dos carreras. Yo trato de lograr que Raoul se fije en mí, primero
carraspeando y, luego, silbando. Pero, frente a miss Esparrancada, no tengo
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ninguna posibilidad.
Luego, en el colegio, el problema de Valeska...
Como es natural, Aische y yo queremos saber por qué ayer no estaba en casa.
Val reacciona con un verdadero ataque de furia. Está a punto de darnos un par de
guantazos. Al fin se marcha, jadeando de rabia, y nos evita hasta la última clase.
Luego, en el tranvía, se ríe de su ataque de nervios y nos pide disculpas.
También la clase de inglés ha dejado mucho que desear. Analizábamos un
estúpido texto en el que un elefante hablaba de su vida en la selva. Hacia el final de
la clase, la señora Gretschmann me ha preguntado precisamente a mí: «Michelle,
¿puedes imaginarte ahora, después de la lectura, cómo se siente un elefante?».
Como era de esperar, toda la clase se ha echado a reír estrepitosamente. Nadie
podía parar de soltar carcajadas. Ni siquiera Aische y Valeska han podido disimular
una sonrisa. Para no estallar en sollozos directamente, yo también me he echado a
reír, asaeteando a la vez a la señora Gretschmann con miradas asesinas.
Y ahora estoy aquí, sentada en la cocina, sola. Tengo delante un plato de
lentejas y la perspectiva de una tarde mortalmente aburrida. Aunque no me gustan
las lentejas, me llevo a la boca una cucharada tras otra. No puedo menos de pensar
una y otra vez que hoy es viernes y que en toda la semana no ha pasado
absolutamente nada ni con Raoul, ni con Shahid, ni con Valeska. ¡Con qué
monotonía y qué languidez fluye la vida! ¡Es terrible! Y al mismo tiempo me digo que
no tengo motivos para quejarme. Ayer mismo, sin ir más lejos, un reportaje de la
televisión sobre los niños de Ecuador se encargó de recordármelo. ¿Me rompería la
cabeza pensando en Raoul y en Shahid si tuviera que pasar todos los días varias
horas revolviendo montones de basura en busca de comida?
Suena el teléfono. Corro al vestíbulo con un extraño presentimiento. « ¡Sí,podría ser Shahid!», me digo a mí misma, y me sorprende lo mucho que me alegra la
perspectiva de oír su voz y sus chistes.
— ¡Hola, Michelle! Soy la señora Köster.
¡Mi entrenadora de baloncesto!
— ¿Ha ocurrido algo? —pregunto, disimulando mi decepción.
— Sí: el domingo no te presentaste para el partido contra Leverkusen. Y el
martes no asististe al entrenamiento.
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— Bueno, ¿y qué? ¿Me ha echado de menos alguien?
— Naturalmente —replica la señora Köster—. Yo querría alinearte el domingo
para el partido contra Neuss. Pero sólo si estás al cien por cien.
— No estoy en forma.
— ¿Qué significa eso?
— Que de momento no me interesa especialmente el baloncesto.
— ¡Ah!, ya veo. ¿Y qué te interesa especialmente de momento? —pregunta mi
entrenadora, un poco picada.
Que se aclare de una vez el asunto de Shahid.
La señora Köster repite la pregunta.
— Nada —digo por toda respuesta, tras lo cual ella se despide de mí
lacónicamente y cuelga.
En cuanto la señora Köster deja libre la línea, busco en mis vaqueros la tarjeta
de visita de Shahid y marco su número. Estoy tan nerviosa que me entra la risa
tonta. ¿Por qué he tardado tanto en llamarle? Hasta ahora no había visto con toda
claridad lo importante que es para mí que aclaremos nuestra situación.
Al quinto timbrazo coge el teléfono.
— Soy Michelle —digo con una voz que a mí misma me cuesta reconocer.
— ¿Michelle? ¿Todavía te hablas conmigo? Yo creía que para ti estaba muerto.
— Y lo estabas.
— ¿Y ahora he resucitado de entre los muertos? ¡Increíble! Hasta ahora no lo
ha logrado nadie más que Jesús. ¿Qué te parece si fundo mi propia religión?
— ¿Qué te parece a ti si nos reunimos ahora mismo?
— ¿Qué te parece a las cuatro y media en la plaza del Castillo, delante del
torreón? —propone Shahid sin vacilar. — ¿Por qué precisamente allí?
— Allí, a la vuelta de la esquina, esta mi dermatólogo, con el que tengo cita a
las tres y media.
— ¿Y qué quieres tú del dermatólogo?
— Una piel blanca a lo Michael Jackson, ¿qué otra cosa puedo querer? No,
acabo de decir una sandez. Tengo una verruga en el trasero. Es posible que me la
extirpe hoy. Pero, desgraciadamente, luego no podré sentarme en tu regazo.
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Entonces, hasta luego.
— ¡Adiós!
Increíble: ¡el charlatán impenitente estaba más nervioso que yo!
Durante el viaje a la ciudad vieja no dejo de mirarme una y otra vez. No acabo
de creérmelo: ¡llevo un vestido! Ordinariamente odio mostrar las gruesas columnas
que tengo por piernas, pero a las cuatro menos cuarto se me ha ocurrido de repente
la estrafalaria idea de cambiarme. Y ahora que estoy sentada en el tranvía medio
desnuda, no quito los ojos de mis piernas y espero que, al verme, alguien sufra de
un momento a otro un ataque de risa. Es probable que la gente se contenga por la
sencilla razón de que parezco venir de un entierro: zapatos negros, leotardos negros,
vestido negro, anorak negro. ¡Te acompaño en el sentimiento, Michelle!
Con sentimientos contrapuestos, me apeo y me pongo en camino hacia la plaza
del Castillo. Obviamente, estoy contenta porque voy a encontrarme con Shahid. Pero
al mismo tiempo tengo miedo; no sé si reuniré la valentía suficiente para contarle el
asunto de Raoul.
Shahid está ya esperándome delante del torreón. En cuanto me ve, se pone en
movimiento. Lleva un llamativo pantalón de peto amarillo, un jersey grueso de cuello
alto y un abrigo verde desabrochado.
— ¿Qué, sigue ahí la verruga? —le digo como saludo.
— ¿Te refieres a esta gigantesca de encima de los hombros? — pregunta
señalando su cabeza.
— No, a la otra.
— Sí, también ésa sigue ahí. ¡Hola!Me da la mano, pero sin mover un músculo.
— Saludos cordiales de Valeska —digo estúpidamente.
— ¿De verdad?
Sacudo la cabeza.
— Sólo ha sido una broma, una broma.
Pero no muy graciosa...
Shahid se mete las manos en los bolsillos del abrigo y levanta la vista hacia el
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torreón.
— ¿Damos un paseo por la orilla del Rin? —le propongo.
— Por mí no hay inconveniente.
Cruzamos la plaza en silencio, bajamos las escaleras y luego nos dirigimos
hacia el Parlamento. El cielo está gris, pero ya no llueve.
— ¡Qué asco! —protesta Shahid.
El viento nos trae los gases quemados de un barco que en este momento pasa
junto a nosotros.
— Existen cosas más nauseabundas que esta peste, te lo aseguro —le digo
sacudiendo la cabeza.
— Ah.
— Yo, por ejemplo —la frase parece de película, pero quiero abordar el asunto
sin rodeos—. ¿Te acuerdas de ese guaperas que la semana pasada apareció muy al
final en la fiesta de Stefanie?
— ¿Dé Raoul?
— ¿Cómo es que sabes su nombre?
— Charlamos un rato cuando yo fui a la cocina a coger un trozo de pizza. Es
tan brillante que me quedé decepcionado.
— ¿Qué?
— Bueno, cuando me encuentro con alguien que es mil veces más guapo que
yo, me consuelo pensando que, en cambio, yo soy mil veces más inteligente. Pero
este Raoul tiene la cabeza muy bien amueblada y, encima, podría entrar
inmediatamente en cualquier club de adonis.
— Estoy enamorada de él.
¡Cómo suena, cielos! — ¡Un momento! —Shahid se detiene y se limpia los oídos con los dedos
índices— Bueno, ahora haz el favor de repetir la última frase. Creo que no la he
entendido bien.
Yo sacudo la cabeza.
— La has entendido. ¿Y sabes por qué te besé en la fiesta? ¡Sólo por Raoul!
Shahid se queda pasmado.
— Me estás diciendo que tú..., que tú...
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Súbitamente se arrodilla delante de mí, aprieta mis manos contra sus mejillas y
solloza:
— Entonces, ¿no estás enamorada de mí? Entonces, ¿no me quieres? —y tan
súbitamente como se ha arrodillado, se levanta de un salto y dice tranquilamente—:
Ah, bueno, tampoco yo te quiero a ti. ¿Cómo he podido olvidar eso?
— ¡Estás como una cabra! La gente empieza a mirarnos.
— ¿Y qué? Tú quieres a Raoul y yo quiero a mi público.
— Y a Valeska.
Sonríe. Volvemos a caminar. Shahid lanza con el pie piedrecitas al agua. Luego
se tapa la nariz porque de nuevo nos adelanta un barco.
Y al fin llega la pregunta a la que no sé cómo responder, pese a que he estado
reflexionando sobre eso toda la semana.
— ¿Por qué no me dijiste el domingo lo de Raoul?
Emito un suspiro.
— No tengo ni la menor idea.
— ¿Tal vez porque, pese a todo, estás enamorada de mí?
— Justamente —respondo yo en broma—. Pero, desgraciadamente, contigo no
tengo ninguna posibilidad porque no soy tan guapa como Valeska,
— No es ése el motivo.
— Entonces, ¿soy tan guapa como Valeska?
— Bueno, a primera vista, no —contesta evasivamente—. Y..., esto..., en
realidad, a segunda vista, tampoco. Pero en cambio eres realmente graciosa —añade
rápidamente porque tiene miedo de que me eche a llorar,
— ¿De verdad?
— Sí, eres casi tan graciosa como yo. Además da gusto hablar contigo. No dicesuna sandez tras otra como las cabras locas de nuestra clase —pone cara pensativa y
se rasca el mentón—. Espera un momento, ¿qué otros cumplidos me había
aprendido de memoria para decírtelos a ti? Ah, sí: besas increíblemente bien. Estuve
a punto de tragarme tu lengua.
— ¡Idiota! —protesto yo, pero no puedo menos de reír.
— Muy bien, ahora hemos puesto los dos las cartas sobre la mesa. ¿Y qué
vamos a hacer de ahora en adelante?
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— Muy sencillo: yo te ayudo con Valeska, y tú me ayudas a mí con Raoul.
Abre los ojos como platos y me mira estupefacto.
— ¿Te he dicho ya que mi padre es neurocirujano?
— Sí. ¿Por qué?
Apunta hacia mi cabeza.
— Quien es capaz de concebir una idea tan descabellada como ésa de hacer de
alcahuetes tendría que operarse de ahí arriba.
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¡Conque una idea descabellada ésa de hacer de alcahuetes!, ¿eh?
Sólo cuarenta y ocho horas después, Shahid está en la puerta de nuestro piso
con un ramo de flores y en compañía de su amigo, y se mordisquea nerviosamente el
labio de abajo.
— No tengas miedo: Valeska no está aquí —lo tranquilizo—. Enseguida iremos
a buscarla. Tú eres Anwar, ¿verdad?
— Y tú Michelle —dice él con voz cascada.
— Anwar está ronco —explica Shahid—. ¿Por qué no nos invitas a entrar? ¿No
será que apestamos a colonia Lagerfeld?
Yo olfateo.
— Ja, ja, ja. Pero ¿qué habéis hecho? ¿Os habéis bañado en colonia o qué?
Venga, pasad.
En el vestíbulo señalo el ramo de flores y pregunto:
— ¿Es para Val?
Shahid asiente.
— Pero Anwar piensa que cantaría demasiado. Por eso he decidido regalárselas
a tu madre. ¿Dónde está?
— Mis padres están en el mercado de viejo. Trae.
Les quito a las flores el papel en que están envueltas.
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— ¡Ahí va! ¡Rosas rojas! ¡Qué alegría se va a llevar mi madre! Esperad un
segundo.
Pongo las rosas en agua y llevo a los dos a mi habitación.
— ¡Bienvenidos al templo consagrado a Michael Jackson! —exclama Shahid, y
contempla despectivamente los pósters de las paredes—. Puedes reírte
tranquilamente, no te reprimas, Anwar. A Michelle no le va a dar un ataque porque
nos meemos en el monumento de Jacko.
Shahid pasea inquieto de una esquina a otra, mientras que Anwar está sentado
en el alféizar de la ventana con los brazos cruzados. Es una cabeza más bajo que
Shahid y tan delgado como él, tiene el pelo negro y lo lleva largo hasta los hombros,
y viste vaqueros blancos y cazadora de cuero negra. Shahid, en cambio, se ha
puesto de punta en blanco: zapatos negros de charol de tacón alto, pantalón azul
marino con pinzas en la cintura, trenca beige y pañuelo de cuello color burdeos.
— ¿Es de seda? —le pregunto a Shahid.
— No, de París. Esperemos que no se rasgue cuando luego me cuelgue. Este
encuentro va a ser una catástrofe, ¿apostamos algo? ¿Qué te dijo realmente Valeska
cuando tú...?
— ¡Cielos! —suspiro—. Ya te lo conté ayer por teléfono, ¡y cuatro veces por lo
menos! Al principio, a Valeska no le apetecía salir con nosotros. Tuvimos que
convencerla Aische y yo. Afortunadamente, a Aische se le ocurrió la idea del partido
de hockey sobre hielo. Porque Val tuvo una época en la que iba todas las semanas al
estadio de hielo. ¿Llevas dinero suficiente para las entradas?
— Claro —se mira y se le ensombrece la cara—. En realidad, creo que me he
pasado arreglándome. Parece que voy a ir a la ópera en vez de al estadio de hielo.
— Ya te lo he dicho antes —comenta Anwar mientras se retuerce un mechón depelo.
Shahid se para frente a mí.
— Muy bien. ¿Tienes algún consejo que darme? ¿Hay algo que Valeska no
pueda soportar?
— Sí: las mentiras. Así que no nos vengas otra vez con la historia de que tienes
veinte hermanos y de que tu padre es pinche de cocina.
— Pues que sepas que esa historia se la debo a Anwar —confiesa Shahid—. Él
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sí que vive con un montón de hermanos en un piso minúsculo.
— Cállate; si no, me voy a echar a llorar ahora mismo —dice Anwar con su voz
cascada.
— Y su padre es, efectivamente, pinche de cocina.
— ¡Bobadas! —exclama Anwar, y se baja del alféizar—. Mi padre es camarero.
— ¿De verdad? ¿Desde cuándo?
— Sobre todo, no cuentes chistes sobre Rusia —le advierto a Shahid—. Val ha
tenido que oírlos durante años y está hasta las narices. Porque Valeska es ruso—
alemana.
Shahid sonríe.
— ¡Entonces encajamos perfectamente! Yo soy anglo—«paqui»—alemán: nacido
en Londres de madre paquistaní y crecido en Düsseldorf.
Anwar bosteza.
— Ahórranos tu biografía. ¿Cuándo ahuecamos el ala?
Consulto mi reloj.
— Ahora mismo.
— ¡Cielo santo! —exclama Shahid, y corre hacia la puerta—. Tengo que hacer
pis.
Diez minutos más tarde llamamos a la puerta de Aische.
— ¡Ahora bajo! —nos grita por el telefonillo.
Cuando sale de casa un poco después, Aische contempla atónita a Shahid y se
muere de risa por su atuendo.
— ¿Por qué no te has puesto un frac? —cacarea—. No me sorprendería que con
esa ropa tan elegante no te dejaran entrar en el estadio de hielo. Y tú, ¿quién eres?
— Yo Anwar. ¿Tú Aische?Aische le sonríe, Anwar le devuelve la sonrisa.
— ¡Hazme un favor! —le pide Shahid a su amigo—. Procura no ser gracioso. Si
no, yo tendré que hacer mejores chistes que tú, y hoy no me siento capaz.
— ¡De acuerdo, colega!
Nos ponemos en movimiento, los dos chicos delante, Aische y yo detrás. Cuanto
más nos acercamos a casa de Valeska, más nervioso se pone Shahid. Juguetea con
el pañuelo del cuello, se pasa constantemente la mano por el pelo, se frota los
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lóbulos de las orejas y no para de abrocharse y desabrocharse el abrigo.
— Me gustaría saber cómo va a reaccionar Valeska —murmura Aische—. Ayer
me parecía que esto de salir juntos era una buena idea, pero hoy... —se encoge de
hombros—. Enseguida notará lo que le ocurre a Shahid. ¿No deberíamos haberle
dicho ayer que está enamorado de ella?
— En ese caso, no habría salido con nosotros. ¡Ahora, a la izquierda! —ordeno
en voz alta, y Shahid se vuelve hacia mí y pregunta:
— ¿No podría ir un momento a casa y cambiarme de ropa?
— Entonces llegaríamos tarde al partido de hockey sobre hielo. Además, ya te
ha visto Val —señalo la casa que hay casi enfrente. En el segundo piso está Valeska
en su balcón y nos hace señas.
— ¡Mierda! —sisea Shahid—. Esperemos que no le dé un ataque de risa cuando
baje.
Cruzamos la calle, nos detenemos delante de la puerta de la casa de Val y
esperamos. Shahid se frota los dedos y me pide ayuda con la mirada. Claro, yo sé
muy bien cómo se siente: igual que yo en el tranvía por las mañanas un poco antes
de que monte Raoul.
— Mal que bien, va a salir —trato de animarlo.
— ¿Qué? ¿Va a salir mal que bien? Entonces me largo. ¡Adiós!
— ¡No te muevas de aquí, cobarde! —sonriendo lo sujeto por el cuello de la
trenca—. Y no se te ocurra ponerte de rodillas inmediatamente. A Valeska no le
gusta que la adoren.
— ¿Puedo al menos lamerle los zapatos?
— ¡Eres incorregible!
Anwar le musita a Aische algo al oído, y ambos intercambian una mirada decomplicidad. Antes de que pueda preguntarles qué cuchichean, Val sale de casa y
nos saluda a Aische y a mí con un beso en la mejilla.
— He tardado un poco porque mi madre quería contarme una cosa a toda costa
— explica a continuación, y luego le hace una seña con la cabeza a Anwar—, ¡Hola,
yo soy Valeska!
— Y yo soy Anwar.
— Nosotros ya nos conocemos de la fiesta —añade dirigiéndose a Shahid.
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Parece como si, al ver a Val, Shahid se hubiera quedado sin habla. Se limita a
asentir con un gesto torpe y, después, se rasca el cuello con tanta fuerza como si
quisiera arrancarse la piel.
— Perdona, ¿te llamabas...? —le pregunta Val.
— Shahid. Pero puedes llamarme tranquilamente Shahid.
Valeska hace inmediatamente un mohín.
— ¡Muy gracioso! Espero no tener que estar toda la tarde oyendo ocurrencias
así. Venga, vamos deprisa. Si no, quizá no consigamos entradas.
Se dirige a grandes zancadas hacia la parada del tranvía, seguida por Aische y
Anwar, que vuelven a cuchichear.
Shahid está abatido.
— ¡Sí que empezamos bien! —protesta, y se pone lentamente en movimiento—.
Valeska no me soporta.
— ¡Bobadas! —replico yo—. Primero tiene que conocerte mejor.
— ¿Y después?
— Después, probablemente te soportará menos todavía. No, ¡olvídalo! —añado
rápidamente porque Shahid parece completamente derrotado—. Era un chiste. Pero
procura no estar tan agarrotado, hombre. ¿Por qué no te relajas, como anteayer en
la ribera del Rin?
— Sí, lo pasamos bien.
Y luego ocurre algo muy extraño: Shahid me acaricia la nuca, exactamente
igual que el abuelo acaricia a la nieta en ese empalagoso anuncio de un jarabe para
la tos.
«Ostras», pienso desconcertada, y sonrío a Shahid. Pero él sólo tiene ojos para
Valeska y probablemente no se ha dado cuenta del cariño con que acaba deacariciarme.
En el tranvía, Shahid intenta tener con Valeska una conversación normal: sin
chistes, sin comentarios irónicos y sin las muecas que suele hacer. Pero, por
desgracia, Shahid resulta muy soso cuando no hace el payaso. Valeska contesta a
todas sus preguntas sobre el colegio y sobre su club de ping—pong, pero no
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disimula lo aburrido que le resulta Shahid. No sé con cuál de los dos enfadarme
más: si con Shahid, porque se ha transformado en una persona completamente
distinta, o con Valeska, porque no se lo está poniendo nada fácil.
Cuando Shahid le pregunta a Valeska qué nota ha sacado en el último control
de inglés, ella suspira nerviosa:
— ¡Por favor! ¿No podemos hablar de otra cosa? ¡Hoy es domingo! No quiero que
me estén recordando constantemente las idioteces del colegio.
— Perdona —dice Shahid.
Ahora sigue un prolongado y penoso silencio. Todos miran por la ventanilla y
hacen como si hubiera algo digno de verse. Al fin, Aische se dirige a Anwar y le
pregunta:
— ¿Has estado alguna vez en el estadio de hielo?
— No. El hockey sobre hielo me resulta aburrido.
— En realidad, a mí también —confiesa Aische.
— ¿Qué? Entonces, ¿por qué vamos al partido? —se sorprende Val—. ¿Para qué
yo tenga que pasarme dos horas escuchando lo mucho que os aburre el hockey
sobre hielo?
— Podemos hacer otra cosa —propongo yo—. ¿Por qué no compramos una
pizza y vamos a dar un paseo por el zoo?
Por fin esboza Valeska una sonrisa.
— Sí, ¡buena idea! Para un día que hace sol... ¿O quieres ir al estadio a toda
costa, Shahid?
Shahid sacude la cabeza:
— Yo quiero lo que tú quieras.
Valeska frunce la frente. — Yo me voy a pedir una pizza de espinacas —digo rápidamente, antes de que
Valeska se enfade por la última frase de Shahid—. Y con un montón de ajos. No hay
nada mejor para la salud que el ajo.
— Pero nada peor para mi nariz —dice Shahid. Aische y Anwar sonríen, pero
Valeska no se inmuta. Shahid baja la cabeza, desolado.
— Te sienta bien esa ropa tan elegante.
Seguramente, Shahid habría preferido oír esta frase de labios de Valeska y no
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de los míos; no obstante, le produce tanta alegría que me contesta con una mirada
de gratitud.
Nos apeamos en la parada siguiente y vamos hacia la pizzería.
— ¡Os invito! —anuncia Shahid.
— ¿Por qué? —pregunta Valeska—. ¿Hay algo que celebrar?
— No. Sólo lo hago para presumir de que tengo mucha pasta.
Tampoco esta vez le ríe la gracia Valeska. Por eso, a partir de este momento,
Shahid cierra el pico y cede la palabra a Aische y a Anwar. Es sorprendente que
estos dos tengan tantas cosas que contarse cuando sólo se conocen desde hace
media hora. No me extrañaría que haya habido un flechazo...
En la pizzería Shahid recupera el habla. Con un fantástico italiano macarrónico
inventado por él mismo nos hace reír, a nosotros y a los dos tipos que hay al otro
lado del mostrador. Increíble: de vez en cuando, ¡ni la propia Valeska puede
disimular una sonrisa! Shahid está radiante y enlaza una ocurrencia graciosa con
otra.
Una vez en la calle, Val le pide que deje de contar chistes.
— Si no, me voy a atragantar con la pizza.
— ¡Sus deseos sono órdenes per me, signorina ! —responde Shahid con una
patética reverencia, y por poco se le cae su pizza margarita.
Todavía masticando, nos dirigimos al parque zoológico, que se llama así porque
hasta hace sesenta años había allí un zoo. De camino pasamos junto al estadio de
hielo. En las taquillas hay colas interminables.
— Es una suerte que no tengamos que ponernos ahí —dice Aische, que se lleva
el último bocado a la boca y, masticando, comenta—: Aún me tomaría de postre una
de champiñones. — ¡Aquí tienes! —Anwar le ofrece el resto de su pizza—. ¿Por qué la miras así?
¿Es que te da asco que la haya mordido? No tengas miedo: lo de mis tres granos no
es contagioso.
— ¡Bobo! —responde Aische, que coge la pizza y se la lleva a la boca..
Valeska me guiña un ojo.
— ¿Has visto qué parejita tan mona? ¿Qué te apuestas a que antes de diez
minutos se van por su lado?
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Aische le lanza una mirada fulminante, pero apenas ha terminado de devorar la
pizza de Anwar cuando éste señala el parque y pregunta:
— ¿Vamos a los columpios?
— Sí, sí. ¿Venís con nosotros?
— ¿Estás loca? —contesta Valeska—. No queremos molestar. ¡Qué os divirtáis!
— Seguid andando —dice Aische—. Enseguida os alcanzaremos.
Una vez que Anwar y ella se han marchado, Val comenta:
— A ésos no volvemos a verlos hoy. ¿Damos una vuelta alrededor del lago?
— Vale —respondemos a coro Shahid y yo.
Mientras recorremos el camino a paso lento, yo me pregunto si no debo
esfumarme y dejarles a solas. Pero no estoy segura de que eso vaya a entusiasmar
mucho a Valeska. Es cierto que desde que hemos salido de la pizzería no se muestra
tan desagradable con Shahid; pero tampoco parece estar especialmente interesada
por él. Hace un momento le ha preguntado qué hace su padre. Shahid le está
explicando qué hacen los neurocirujanos, enlazando un buen chiste con otro. ¿Y
Valeska? Valeska mira al vacío con gesto ausente y ni siquiera le escucha de verdad.
— ¿Por qué no nos sentamos? —interrumpe de pronto a Shahid, y se dirige
hacia un banco—. No me apetece seguir arrastrando los pies.
Se deja caer en el extremo izquierdo del banco. Para que Shahid, que se está
atando los zapatos, pueda sentarse junto a su gran amor, yo me acomodo en el
extremo derecho y le dejo a él el puesto del centro. Valeska me mira inmediatamente
con cara asesina.
— ¿A qué viene esta tontería? —bufa—.¿Por qué no te sientas a mi lado?
— Porque no te has duchado desde hace una semana —trato de bromear, me
acerco a Valeska y le huelo las axilas—. Apestan casi tanto como el perfume deShahid.
— ¿Ahora vas a empezar tú también con esos estúpidos chistes?
— ¡Vamos, cálmate!
— No sé por qué me he dejado embarcar en esta estupidez —sigue
quejándose—. ¿Me tomáis por tonta o qué? ¿Qué te crees?, ¿que no sé lo que está
pasando aquí?
Entretanto, Shahid se ha sentado a mi lado y juguetea nervioso con su pañuelo
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de cuello.
Yo pongo cara de inocente.
— ¿Y qué es lo que está pasando aquí, si se puede saber?
— Estás intentando endosarme tu cómico, pero ya te puedes ir quitando esa
idea de la cabeza, ¿entendido? Para oír chistes y sandeces, ya tengo la televisión.
— Por lo que más quieras, mujer, no montes el número.
— ¡Vete a tomar viento! —bufa Valeska. Se levanta de un salto y se larga sin
más.
Suspirando, la sigo con la mirada. No tendría sentido intentar detenerla.
Cuando Valeska está furiosa, sólo una camisa de fuerza puede sosegarla.
— Qué mal ha salido —murmuro sin atreverme a mirar a Shahid, que emite
unos sonidos tan extraños como si estuviera llorando calladamente. ¿O es su nuez,
que traga saliva constantemente?
Ahora, también Shahid se levanta de un salto y berrea:
— ¡Sabías perfectamente que tu estúpido plan no iba a funcionar, estúpida
vaca!
Sin darme tiempo para contestar, me vuelve la espalda y sale corriendo.
La vaca pasa media hora más sentada en el banco y meditando en silencio.
5372
A este malhadado domingo sigue un lunes no menos miserable. Ya en el
desayuno, mi madre, que está de mal humor, me pone nerviosa con sus continuas
preguntas. ¿No habían proclamado solemnemente mis padres que en el futuro no
me darían la tabarra con preguntas y más preguntas? Al parecer, mi madre se ha
olvidado de eso. El hecho de que yo no tenga ganas de someterme a un
interrogatorio así y de que guarde silencio y mire fijamente al vacío no mejora
precisamente su penoso estado de ánimo.
En cambio, Aische está feliz. Nada más llegar a la parada del tranvía, se me
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echa al cuello y empieza a contarme maravillas de Anwar. Del episodio de Valeska y
de Shahid, dignos de un escenario, ya la informé ayer tarde por teléfono. Pero a
Aische se quedó tan tranquila. Está colada por Anwar hasta las orejas. Si él no
hubiera dado marcha atrás en el momento decisivo, ya se habrían besado ayer.
— Pero eso lo arreglamos hoy mismo —dice radiante de alegría—. Y no te
preocupes por Valeska. Está claro que hoy y mañana nos va a hacer caso omiso.
Pero el miércoles, a más tardar, ya estará como si nada. En todo caso, Shahid ya se
ha desilusionado de ella y la ha olvidado definitivamente.
— ¿Cómo lo sabes? —le pregunto estupefacta.
— Por Anwar. Me ha llamado hace un rato. Y sólo porque quería a toda costa
oír mi voz. ¡Sí, eso ha dicho! Anoche se presentó en su casa Shahid y le contó sus
penas. Realmente, no entiendo por qué no ha tenido éxito con Val. Es
tremendamente simpático, ¿no te parece?
— Sí, sí —contesto, y pienso en la tremenda simpatía con que Shahid se
despidió de mí ayer.
En el tranvía descubro a la chica del pelo verde que tanta impresión le causó a
Raoul la semana pasada. Lleva otra vez la misma minifalda y las mismas medias con
las dos carreras. Probablemente lleva también las mismas bragas. ¡Que Raoul la
mire hasta que se le caigan los ojos a los pies! Paso de Raoul.
¡Ni hablar! ¡No paso!
En cuanto el tranvía se detiene en la Uhlandstrasse, casi me descoyunto el
cuello buscándolo. Porque hay un montón de nubes negras en el cielo y, cuando
llueve, Raoul no va en bici al colegio.
Y monta. Efectivamente. Y viene hacia mí. Increíble: ¡se sienta en el sitio libre
que hay casi enfrente de mí! Aunque yo quería mantenerme fría a toda costa, bastala visión de Raoul para que mi cuerpo enloquezca. Sudores, palpitaciones,
retortijones de estómago...: no puedo hacer absolutamente nada para evitarlo.
Mientras Aische habla sin parar con su Anwar, yo miro fijamente a Raoul y
trato de forzarlo, mediante la hipnosis, a que vuelva la cabeza hacia mí. Pero el
imbécil sólo tiene ojos para miss Carreras. « ¡Ropas con jirones tendría que llevar
una!», pienso desesperada. « ¡Y pelo verde! Así, tal vez habría alguna posibilidad de
que Raoul volviera a mirarme.»
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De todos modos, en el momento de apearnos veo un rayo de esperanza. Le doy
en la cadera a Raoul con el codo derecho (sin querer, naturalmente, ¡ja, ja, ja!), y él
se vuelve, dispuesto a protestar. Pero de pronto me reconoce, sonríe y me dice:
— ¡Hola! ¿Qué hace ese novio tuyo tan chistoso?
— Chistes —contesto, idiota de mí, e inmediatamente me muerdo la lengua.
Raoul se despide haciendo un gesto con la cabeza, abandona el tranvía y
desaparece entre la gente.
¿Por qué no le he dicho que Shahid no es mi novio?
— Estás muy pálida —constata Aische.
— Soy imbécil —refunfuño, y le cuento mi breve conversación con Raoul.
Aische me rodea los hombros con un brazo.
— ¡Chica, olvídate de una vez de ese engreído guaperas! ¿Por qué no te
enamoras de Shahid? Créeme: los paquistaníes son los tipos más simpáticos del
mundo.
— Y yo que pensaba que no tenías prejuicios... —le digo sonriendo.
Por la tarde voy a la ciudad para comprarme una estilográfica nueva. Como mi
madre sólo me ha dado diez marcos, cuando llego a los almacenes Woolworth no
tengo que perder tiempo pensando qué pluma elijo. El dinero sólo me llega para la
más barata.
Luego paseo un poco por la ciudad vieja. En la Bolker Strasse me tropiezo con
una chica que lleva el pelo corto y teñido de lila, y de pronto se me ocurre una idea
disparatada. Ni corta ni perezosa, me dirijo hacia la peluquería de Gudrun.
En el escaparate sigue puesto el cartel que dice «Se busca modelo». ¿Significaeso que Gudrun puede teñirme el pelo de balde? Echo una mirada a la peluquería.
Apenas hay movimiento, pero no veo a Gudrun por ninguna parte. Es posible que
hoy tenga el día libre. ¿Debo entrar y averiguarlo? Preguntar no cuesta nada, sólo
un pequeño esfuerzo.
El jefe de Gudrun está detrás de la caja y me mira con cara de pocos amigos
cuando abro la puerta. Toda valiente me acerco a él.
— ¿Está aquí Gudrun?
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— ¡Gudrun! —grita volviendo la cabeza, y luego se dirige con una sonrisa
untuosa a una señora de cierta edad que acaba de entrar en la peluquería.
Oigo pasos en la escalera del sótano.
— ¡Hola! ¿Qué haces aquí? —me saluda Gudrun, que sale de la sala de
descanso masticando—. Es mi hora del almuerzo.
— Quería preguntarte si puedes teñirme el pelo de un verde como el tuyo, y de
balde, naturalmente —añado.
— No hay ningún problema. Ven al lavabo.
Me extraña el silencio de Gudrun mientras me lava el pelo. Y cuando me lleva
al sitio de cortar, se abrocha la bata, se pone los guantes de plástico y tampoco dice
más que lo imprescindible.
— ¿Ocurre algo? —pregunto un poco insegura—. ¿Por qué me tratas como si no
me conocieras de nada?
Ríe en voz baja y coge un tubo de tinte.
— Perdona, Michelle. Hoy estoy bastante deprimida. ¡Ayer tuve un día horrible!
— ¿Tú también? Pues el mío fue una verdadera catástrofe.
— ¡Cuéntame!
Mientras me aplica el tinte, le cuento nuestra maravillosa excursión dominical
al parque zoológico.
— Y pensar que es culpa mía —suspira cuando he terminado—. Al fin y al cabo,
lo de hacer de alcahueta se me ocurrió a mí, ¿a que sí?
— De todos modos, en parte ha tenido éxito, al menos en el caso de Aische y
Anwar. Pero Valeska se enfadó tanto que hoy, en el colegio, no nos ha dirigido la
palabra. ¿Qué te paso a ti? —le pregunto a Gudrun.
Su semblante se ensombrece. — No me lo recuerdes —dice.
No insisto. Pero unos minutos después, Gudrun aborda espontáneamente el
tema. Habla tan bajo que tengo que escuchar con mucha atención.
— Tuve una gran bronca con mi madre. Me quejé de su amigo. Ella no se cree
ni una palabra de que su novio me mire siempre de esa forma tan sucia. Cree que
son simples imaginaciones mías. ¡Si ella supiera! Yo sólo me atrevo a ir a casa
cuando sé con certeza que ella está allí. No quiero estar ni un segundo a solas con
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ese cerdo en el piso. ¡Mierda, necesito dinero! Tengo que mudarme a toda costa. Si
no, ese asqueroso va venir algún día borracho perdido y se va a abalanzar sobre mí.
Tiene lágrimas en los ojos. Yo no sé qué decirle. Gudrun prosigue su trabajo en
silencio.
— Bueno, ahora sólo falta secar. Vuelvo enseguida.
Desaparece por la escalera, baja a la sala de descanso y regresa diez minutos
más tarde. Después de servirle una taza de café a una clienta, tiene que lavarle el
pelo a un tipo de traje gris. Luego la llama su jefe para que le ayude a hacer una
permanente.
— Siento tener tan poco tiempo para ti —se disculpa cuando aparece de nuevo
a mi lado y me da los últimos toques—. ¿Qué, satisfecha?
Yo asiento.
— Mis padres se van a morir del susto.
— Puedes estar contenta de que te monten un drama por estas tonterías. Es
señal de lo mucho que te quieren. A mi madre le importa un bledo que me violen o
no —añade con amargura. Luego intenta esbozar una sonrisa, me da un pellizco en
la mejilla y dice—: Pero no te preocupes demasiado por mí. Ya me las arreglaré. ¿De
acuerdo?
— De acuerdo.
Nos despedimos con un abrazo.
— Vuelve pronto por aquí.
— ¡Cómo no! —contesto, y señalo mi cabeza—. Las verdes tenemos que estar
unidas.
Sólo dos calles más adelante tropiezo con mi tía Margret.
— ¡Dios mío! —chilla, y mira perpleja mi pelo. Luego se echa a reír.
— ¿Te gusta? Acabo de salir de la peluquería.
— Supongo que ya tendrás hechas las maletas.
— ¿Por qué?
— En cuanto te vean, tus padres te meterán en un reformatorio. ¿Te apetece
tomar un trozo de tarta y una taza de cacao?
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— ¡A mí siempre me apetece una tarta!
Margret me coge del brazo.
— Entonces, vamos a mi cafetería preferida. ¿O no tienes tiempo?
— Tiempo es casi lo único que tengo.
— Bueno, por lo que acabas de decir no pareces estar muy alegre. ¿Qué tal el
fin de semana? ¿Problemas?
— Sí: con mi mejor amiga y con un payaso paquistaní.
— ¡Vaya, parece muy interesante!
Hago una inspiración profunda y cuento, por segunda vez, esta tarde, la
historia de Valeska y de Shahid, el ferviente enamorado, que primero recibió
calabazas de la princesa de sus sueños y luego descargó su frustración en el
megatonel Michelle.
— ¿Quieres que te dé un consejo? —me pregunta mi tía Margret en cuanto
termino.
— ¿Acaso tienes alguno?
— No. Si fuera una experta en asuntos de amor, llevaría muchos años casada y
tendría cuatro hijos.
En la cafetería pido un trozo de tarta de frutas con nata y una taza de cacao. Mi
tía se decide por un gofre con mermelada de cerezas y una taza de té.
— Ahora a papá también le ha dado por el té.
— ¿Bernd? ¡Imposible! Mi hermano del alma jamás tomaría una cosa así.
Yo pongo cara de misterio.
Margret me taladra inmediatamente con una mirada cargada de curiosidad. Y
yo le cuento en el acto lo que vi la semana pasada cuando fui a buscar a mi padre a
la salida del trabajo. — ¿De verdad bebió té?
— Sí. Y estaba tan ocurrente y tan gracioso que sus compañeras no paraban de
reírle las gracias.
— ¿Bernd, gracioso? —Margret deniega con un gesto—. Seguramente lo
confundiste con otro.
— ¿A mi propio padre? ¡Te juro que era él!
La camarera trae la tarta, el gofre y las bebidas. Yo cojo el tenedor y me pongo a
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comer la tarta de frutas.
— Bueno —dice Margret sin dejar de masticar—, no hacía más que tomar té
con dos mujeres y, al parecer, divertirse bastante. Muy inocente todo. ¿Por qué
haces de ello un misterio tan grande?
— Porque él mismo hace de eso un misterio. De hecho, cuando papá llegó a
casa contó que se había retrasado porque había pillado un atasco. ¿Por qué no dijo
la verdad?
— Mujer, ya sabes que a tu madre le dan a veces sus famosos ataques de celos
sin motivo ni fundamento —dice tía Margret llevándose a la boca un trozo de gofre —
. Últimamente está muy susceptible.
— También yo me he dado cuenta —corroboro—. ¿Qué le ocurre?
Margret se encoge de hombros.
— Bueno, las cosas no se están desarrollando como ella imaginaba. Por
ejemplo, el asunto del trabajo. Ella tiene que encontrar de una vez un verdadero
puesto de secretaria y terminar con la porquería ésa del trabajo a tiempo parcial. Se
pone enferma cada vez que le deniegan una solicitud de trabajo.
— ¿De verdad? —me sorprendo yo—. ¿Y por qué hasta ahora no ha hablado
nunca de eso?
— Porque no es una quejicosa y se traga todo. Además, lleva ya años esperando
que ocurra algo extraordinario.
Un momento, esto me resulta muy conocido.
— ¿Y qué es lo que espera?
— Ni idea. Un trabajo maravilloso, o un premio de la lotería, o tal vez otro
hombre, o qué sé yo. Algo que la saque de golpe de la rutina de cada día. En
realidad, eso tampoco es tan raro. A fin de cuentas todos estamos esperando algo,¿no es cierto?
Yo asiento.
— ¿Y qué es lo que esperas tú, Michelle?
— El siguiente trozo de tarta.
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Esther opina que mi pelo verde es absolutamente estúpido.
— ¿A qué viene eso, Michelle? —dice de saludo cuando entro en la habitación
de Aische—. Para carnaval, aún tendría gracia, pero... ¿Puedo preguntar a quién
quieres impresionar con eso?
A Raoul. De hecho, esta mañana ha surtido efecto en el tranvía. Ha subido él,
ha mirado a su alrededor, me ha visto... y ha sonreído. Si en realidad es tan
inteligente como dice Shahid, habrá adivinado sin problemas el mensaje de minuevo color de pelo: ¡deja de mirar a la pelos verdes aspirante a punk y mírame a mí!
Y, oh, sorpresa: durante todo el viaje se ha vuelto varías veces hacia mí. Y una
vez se han entrecruzado nuestras miradas y hemos estado mirándonos fijamente
medio minuto, por lo menos. Al fin, Raoul ha dirigido la vista hacia otra parte, y yo
he tenido que ponerme a respirar profundamente.
Aische, que naturalmente se ha dado cuenta de todo, me ha dado un golpecito
en el hombro y me ha dicho:
— Yo le hablaría sin falta cuando nos bajemos.
Eso me proponía yo también. Pero, para mi desgracia, ha habido dos chicas
más rápidas que yo. Poco antes de la parada, han aparecido de repente junto a
Raoul, se han puesto a hablar sin ton ni son y no se han apartado de su lado. ¡Las
habría estrangulado! Lo gracioso es que una de ellas era tan gorda como yo.
— ¿Ves? —ha comentado Aische mientras caminábamos diez metros detrás de
Raoul y de las dos lapas—. Ahí tienes la prueba: el guaperas habla también con
chicas que pesan más de cincuenta kilos.
— ¡Muy graciosa!
Como Esther no sabe nada de Raoul, no quiero aburrirla ahora con la
interminable historia de mi amor imposible. A fin de cuentas, nos hemos encontrado
para hablar sobre algo más importante. El Trébol tiene que tomar una decisión
difícil: ¿a quién le damos los dos mil marcos?
Si hemos logrado reunir esa suma, ha sido por la abuela de Esther, que nos ha
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dado todo lo que nos faltaba.
— ¡Menudo detalle se ha marcado tu abuela! —le dice Aische a Esther—.
Deberíamos darle las gracias. ¿Qué os parecería que le diésemos un pequeño
concierto el día de su cumpleaños?
Esther hace un mohín.
— ¡Ni hablar! Con nuestras dotes musicales, haríamos estallar su audífono.
¿Dónde está Valeska? ¿O es que hoy tampoco viene?
— Tiene que venir —contesto yo—. Ella es la que guarda la caja del dinero.
— Si es que todavía la tiene...— mumura Aische, y Esther y yo intercambiamos
una mirada horrorizada.
— ¿Qué quieres decir? —pregunta Esther.
— Bueno, está muy rara desde hace unas semanas. Si no hay un chico detrás,
tiene que ser otra cosa. Y he pensado que quizá el dinero tenga algo que...
— ¡No estás bien de la cabeza! —la interrumpo bruscamente—. Valeska jamás
haría una cosa así. La conozco perfectamente.
— Te equivocas: la conocías perfectamente. Ahora mismo ninguna de nosotras
sabe lo que le pasa.
— Es cierto —reconozco yo—. Pero, aun así, me cuesta creer que haya...
Suena el timbre. Aische se levanta de un salto.
— ¡Mira! —exclamo exultante—. Ahí la tienes.
Poco después vuelve Aische a la habitación, pero con la caja del Trébol y sin
Valeska.
— Me la ha dado su hermano pequeño —explica—. Val ha tenido que salir
urgentemente y, lamentándolo mucho, no puede venir. Al menos ése es el recado
que nos manda a través de su hermano.Se sienta junto a nosotras en la alfombra y pone en medio la caja. Todas la
miramos, pero ninguna se atreve a abrirla.
Aische juguetea con su pelo.
— ¿Qué creéis, que nos mandaría la caja si no hubiera nada dentro?
Yo me encojo de hombros.
Luego, Esther dice de pronto:
— ¿Qué os apostáis a que está vacía?
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Quita la tapa y miramos dentro.
— ¡Mierda! —maldice Aische—. ¿Qué clase de amigas somos?
Yo soy el único miembro del Trébol que no tiene hermanos pequeños curiosos
que revuelvan mis cosas. Por eso decidimos que sea yo quien se lleve a casa la
pequeña bolsa de plástico con el dinero. Mañana tengo que llevarlo al banco e
ingresarlo en la cuenta de la ONG por la que nos hemos decidido tras largas
deliberaciones.
En realidad, nosotras queríamos ayudar a una sola persona. Pero eso no
resulta tan fácil. Porque los más pobres de todos los tipos pobres que hemos
conocido a través de los reportajes de televisión no tienen ni dirección ni cuenta
bancaria. Y por eso hemos optado por donar los dos mil marcos a una organización
benéfica que ayuda a las víctimas de las minas antipersona. Cada dos minutos,
alguien pisa en el mundo una mina de éstas. Si tiene mala suerte, salta en pedazos;
si tiene buena suerte, sólo pierde una pierna. La mayoría de las víctimas son
mujeres y niños. Así que a algunos de ellos se les pondrán prótesis con nuestro
donativo. Es cierto que eso no les cambiará la vida, pero al menos se la facilitará un
poco. Así nuestra acción tendrá sentido por fin.
Si mis padres no estuvieran tan pesados durante la cena, gustosamente les
contaría que en el cajón de mi mesa de estudio hay una bolsa con dinero. Pero, igual
que ayer tarde, sólo tienen un único tema de conversación: ¡mi pelo! Mi madre, en
particular, no comprende que no le pidiera permiso antes de teñírmelo. ¡Madre mía,
como si no tuviera otros problemas! Tengo que hacer un gran esfuerzo para no
estallar.
Después de la conversación que mantuve ayer en la cafetería con tía Margret,
de camino a casa me propuse ser mucho más amable con mi madre a partir de esemomento. Pero en cuanto abrí la puerta del piso empezó a meterse con mi pelo. Y
desde entonces no ha parado.
— ¿No podemos hablar de otra cosa? —suspiro yo—. ¡Ya llevas veinticuatro
horas regañándome por haberme teñido!
— ¿Cuánto tiempo seguirá siendo verde? —pregunta mi padre.
— Ni idea. Si hubiera sabido lo mucho que os iba a molestar, habría optado por
teñírmelo de color naranja. O de lila.
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— ¡Has estado otra vez muy ocurrente, señorita! A propósito: hace un momento
ha llamado tu cómico particular. Ha dicho que a las siete pongas Viva. Si he
entendido bien, ha fallado alguien y él tiene que actuar de improviso.
— ¿Qué? ¿¡Que Shahid está hoy en la televisión!? ¡Genial! ¡Ahora no me digas
que quieres ver el fútbol, papá!
— Quiero ver el fútbol.
— ¿De verdad?
Me guiña un ojo.
— Pero a las diez.
— ¡Míralo, qué gracioso! Ahora entiendo por qué tus compa..., ejem..., bueno...
¡Dios mío, casi se me escapa!
— ¿Qué te imaginas ahora? —pregunta mi padre.
— Bah, nada.
Pero sé una cosa: que, de algún modo, mis padres tienen derecho a que no se
conozcan sus secretos, igual que yo.
Después de la cena vuelo al teléfono y llamo a Aische. Ella ya se ha enterado
por Anwar de que Shahid va a aparecer en el programa de Dennis D. Este mismo
mediodía ha llamado alguien de Viva a casa de Shahid y lo ha invitado al programa.
— He intentado decírselo a Valeska, pero aún no ha llegado a casa —comenta
Aische—. ¿Y crees que a Shahid le entrará el miedo escénico? Tengo ganas de saber
cómo reaccionará el público del estudio. ¿De verdad va a actuar?
— No tengo ni la menor idea. Pero estoy muy contenta de que me haya llamado.
Estaba segura de que no querría saber nada más de mí. — Anwar dice que siempre está hablando de ti.
— Sí, seguro.
— Que sí, ¡de verdad! —afirma Aische—. Perdona, tengo que colgar. Mi padre
quiere llamar a su tío de Estambul. Adiós. Y cruza los dedos por Shahid.
— Lo haré. Adiós.
Aunque aún faltan diez minutos para que empiece el programa, me siento en
una butaca del cuarto de estar, la acerco al televisor y conecto Viva. Estoy tan
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nerviosa como si fuera yo quien tiene que actuar. De puro nerviosismo mordisqueo
el mando a distancia.
A las siete en punto entran mis padres y se acomodan en el sofá.
— ¿Le pagan bien por salir en la tele? —pregunta mi padre.
— No lo sé. Ahora, callaos, que va a empezar.
— ¿Es que ahora no se puede hablar en esta casa? —se queja mi madre, que
hace un mohín y esconde la cara detrás de una revista.
Dennis D., mi presentador favorito, saluda a los espectadores con sus chistes
habituales y sin mover un músculo de la cara. Los espectadores del estudio se
parten de risa. ¡Es una pena que tenga tanta gracia! Se lo está poniendo difícil a
Shahid para hacer que el público se ría.
Por suerte, no le toca actuar inmediatamente después de Dennis D. Los
primeros invitados son dos imitadores de voces nacidos en Sauerland. Reconozco
que algunos de sus chistes tienen mucha gracia, pero cuando imitan a ciertos
políticos, no logran hacerme reír.
A la mayoría de los espectadores del estudio les sucede lo mismo. Por eso,
cuando al fin se despiden los de Sauerland, los aplausos no son muy entusiastas.
Luego, los anuncios. Mi padre va a la cocina y vuelve con una botella de cerveza
y una coca cola.
— Gracias, no tengo sed —le digo cuando me pone delante de las narices la
botella de coca cola.
Los anuncios con que nos tortura Viva me resultan más aburridos que de
costumbre. ¡Madre mía, qué tonterías! ¿Habrá alguien tan estúpido como para
dejarse convencer con semejantes chorradas? Anda que a los tipos que idean toda
esa morralla publicitaria se les ocurre cada estupidez...Mi madre sigue hojeando su revista. A mí me decepciona un poco que no
muestre ningún interés por Shahid. Ni siquiera se alegró por las rosas que trajo
Shahid el domingo.
— Bueno, ¡ya estamos otra vez aquí! —dice al fin Dennis D., continuando su
programa—. Y ahora va a actuar un joven de Düsseldorf, al que debemos dar las
gracias muy especialmente. Y es que hasta hoy a mediodía no sabía que tenía...,
esto..., que podía actuar con nosotros. ¡Qué os divertáis con Shahid!
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Yo contengo la respiración. Y Shahid aparece en la pantalla. ¡Qué horror!, ¡se
ha puesto ese espantoso pantalón amarillo con pinzas que llevaba el día de nuestro
paseo por la orilla del Rin!
Al principio no sabe muy bien si debe mirar a la cámara o no. Pero una vez que
los espectadores han reído sus primeros chistes, se dirige exclusivamente a ellos y
desarrolla su actuación con tanta naturalidad como en la fiesta de Stefanie. Incluso
los chistes son, en gran parte, los mismos. Se burla de algunos grupos musicales,
imita a un par de futbolistas y ridiculiza varios culebrones.
— ¡Es buenísimo! —dice mi padre entusiasmado. Y hasta mi madre ha dejado a
un lado su revista y no puede menos de reír de vez en cuando.
Yo ni me entero de lo que está contando. No puedo dejar de pensar que el chico
que hace reír y gritar al público del estudio se ha arrodillado delante de mí. Y que
los dos nos hemos divertido como locos. Y naturalmente, pienso también en nuestro
beso. Y en cómo me acarició el pelo el domingo...
Si no fuera por Raoul...
— ¡Es fabuloso! —mi padre aplaude tres veces cuando Shahid se despide con
una inclinación profunda.
— ¡Esta ha sido la intervención de Shahid! —grita Dennis D. a la cámara—. Soy
incapaz de recordar su apellido, pero os prometo una cosa: podéis estar seguros de
que lo volveréis a ver en mi programa... Bueno..., quizá sea mejor que no vuelva a
invitarlo; si no, algún día me quitará el puesto.
¡Ostras! Hasta ahora, Dennis D. nunca había alabado así a ninguno de sus
invitados. Estoy tan emocionada que casi se me saltan las lágrimas.
Cojo de la mesa la coca cola y me bebo media botella.
— Procura que este chico sea un día nuestro yerno —bromea mi padre—. Conchistes así se puede ganar hoy día un montón de dinero.
— Pero si ni siquiera salen —dice mi madre—. ¿O sí?
Mis padres me miran con gesto inquisitivo. Yo dejo la coca cola en la mesa y
eructo.
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En el colegio sólo se habla de una cosa: ¡Shahid!
Todos los que lo conocieron en la fiesta de Stefanie me acribillan a preguntas:
que si cómo es que no estaba nervioso, que cuántos chistes se le ocurren cada día,
que qué va a ser de su carrera de ahora en adelante. La mayoría se extrañan de que
no sepa responder a sus preguntas. Al fin y al cabo, creen que soy la novia de
Shahid, como fui a la fiesta con él y lo besé. Es cierto que desde entonces han
pasado muchísimas cosas, pero, excepto Aische y Valeska, nadie sabe nada de eso.Para nuestra sorpresa, incluso a Val le pareció realmente soberbia la actuación
de Shahid. Estaba zapeando y justo puso Viva en el momento en que Dennis D.
anunciaba a Shahid.
— Al principio pensé que no había oído bien. Pero luego apareció,
efectivamente, Shahid en escena. ¡Casi me caigo de la silla de tanto reír! Dime,
Michelle: ¿estuvo el domingo tan gracioso como ayer?
— Tanto, o más.
— ¿De verdad? ¡Qué raro! Pues a mí me puso negra.
— Tú sí que me pusiste negra.
Me rodea los hombros con el brazo.
— ¡Lo siento! Me comporté como una idiota. De acuerdo, Shahid es un chico
estupendo, pero no es mi tipo. ¿Cuándo se enamoró de mí?
— El día que nos dio los diez marcos. Pero ahora no quiere saber nada de ti.
Una tarde contigo... ¡y se curó!
Valeska se ríe, pero su risa parece bastante forzada.
Fuera de eso, hoy vuelve a comportarse con normalidad, al menos hasta el
recreo de las doce. En cuanto llegamos al patio, Val se despide de Aische y de mí, y
se dirige hacia la salida.
— Eh, ¿adónde vas? —grita Aische a su espalda.
Val se vuelve.
— Me largo.
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— Pero si ahora tenemos historia con tu amado Strobel, tu profesor preferido.
— ¡Que lo paséis bien! —nos desea con un gesto extraño, y desaparece detrás
de la esquina.
— ¿Tú entiendes algo? —me pregunta Aische.
— Sí. Nuestra querida Valeska ha perdido definitivamente el juicio.
Pero hora y media más tarde soy yo la que está a punto de volverse loca. Al
salir del colegio, Aische y yo vemos justo delante de la puerta una limusina
americana descapotada, que está siendo rodeado por estudiantes.
— ¿Será algún famoso?
— Supongo —dice Aische—. Ven, vamos a acercarnos y...
Aische se calla y me mira estupefacta, y es que el chófer, un tipo con gorra,
traje negro y cola de caballo, se ha subido al capó y ha desplegado un cartel enorme.
Y en él se lee «MICHELLE».
— ¡Dios mío! —murmuro excitada—. ¿Se refiere a mí?
Ahora nos damos cuenta de que Dennis D. está sentado en la parte trasera del
coche. Delante de él, en el asiento del copiloto, se halla de rodillas una cámara que
filma alternativamente a Dennis y a los estudiantes, que montan un jaleo tremendo.
— Esto es cosa de Shahid, ¿te apuestas algo?
— Pero ¿por qué? —pregunto sorprendida. Me entran ganas de salir corriendo.
— ¿Dónde se ha metido esa Michelle? —oigo que Dennis D. grita en ese
momento a la multitud.
Aische responde en el mismo tono:
— ¡Aquí! —y señala con la mano izquierda mi pelo verde, y con la derecha meempuja hacia el coche a través de la multitud.
— ¡Monta, Michelle!
Dennis D. ha saltado del coche y me abre la puerta. Los estudiantes de
alrededor me miran embobados como si fuera una criatura de otra galaxia. Yo
monto y le saco la lengua a la cámara que me está enfocando. Dennis se sienta a mi
lado sonriendo.
— ¡Vámonos, Lenny!
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El coche se pone en movimiento lentamente. La multitud empieza a aplaudir y
jalear. Yo tengo la sensación de ser una especie de Michael Jackson. Es una lástima
que haya perdido de vista a Aische. ¿Habría podido venir en el coche conmigo?
— Hola, soy Dennis D. —se presenta mi presentador favorito, y me estrecha la
mano—. Y tú debes de ser Michelle, la que está perdidamente enamorada de mí, ¿no
es cierto?
— ¿Qué?
— De eso hablaremos luego. Shahid ha dicho que vayamos rápidamente al
Görres—Gymnasium. Está aquí al lado, a la vuelta de la esquina, ¿verdad?
Yo asiento. Me da vueltas la cabeza. ¿Es esto un sueño o estoy realmente
sentada en una limusina con la estrella de los presentadores?
Un minuto después nos detenemos delante de la entrada del Görres—
Gymnasium. Inmediatamente corren hacia el coche manadas de estudiantes que
nos miran, le piden autógrafos a Dennis D. y gesticulan cuando los enfoca la
cámara.
Poco a poco voy comprendiendo por qué ha montado Shahid este espectáculo.
Raoul...
Paseo lentamente la mirada por no menos de cien estudiantes que, entretanto,
se han congregado alrededor del coche. Y en medio de ellos descubro, efectivamente,
al chico que me lleva de cabeza desde hace casi un mes. Levanto la mano, le hago
una seña y le dedico una sonrisa maravillosa.
Al momento, Raoul me devuelve la seña y me mira con ojos radiantes.
— ¡Cielos, mira que son impertinentes! —me musita Dennis al oído, y le pide al
chófer que encienda el motor del coche y siga adelante.
Dennis D. bosteza. — Lo siento, ayer se nos hizo muy tarde —se disculpa—. Venga, guarda ese
trasto —le pide luego a su cámara, un calvo que le obedece en el acto y enciende un
cigarrillo.
— ¿Tienes frío? —me pregunta Dennis D.—. Si es así, subiremos la capota. Pero
hoy hace un día espléndido. ¡Cómo mira esa gente! Parece que no hayan visto un
coche en su vida.
Por la calle casi todo el mundo vuelve la cabeza hacia nosotros cuando
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pasamos a su lado. Tras bostezar otra vez, Dennis D. se repantiga y cierra los ojos.
Yo le miro de reojo disimuladamente. Curiosamente me parece mucho más
pequeño que en la televisión. Viste vaqueros azules y un abrigo largo de cuero negro.
Es raro, pero por el mero hecho de que llevo varios años viendo regularmente su
programa, tengo la sensación de que estoy sentada junto a un viejo amigo. Me sé de
memoria su rostro: nariz aguileña, labios finos, la cicatriz en la mejilla izquierda, la
frente despejada.
Vuelve a bostezar.
— ¿Ves qué aburrido soy? —dice—. Por un tipo como yo no vale la pena una
noche de insomnio, créeme.
Me examina de arriba abajo.
— Tampoco estás tan gorda como decía Shahid. Él opina que te has hecho
bulímica por amor a mí.
— ¡Será imbécil! —bufo yo, y Dennis D. reacciona poniendo cara de sorpresa.
— ¿Y no has intentado quitarte la vida por mí?
— Sí, con una sobredosis de cacahuetes. ¿A qué viene todo esto?
— Humm... Da la impresión de que todo esto es puro invento de Shahid.
— No te quepa duda —respondo irritada.
Dennis D. se echa a reír.
— ¡Qué sinvergüenza! Tendría que haberme dado cuenta de que me estaba
tomando el pelo. Pero ¿por qué tenía tanto empeño en que te recogiéramos y luego
fuéramos a ese otro instituto?
— No tengo ni la menor idea —miento yo.
— Bueno, da igual. Lo importante es que hemos grabado una de mis
disparatadas acciones con la limusina. La próxima semana podrás admirarte en latelevisión. ¿Damos una vuelta por la ciudad o ya te has cansado de mí?
— Por mí, podemos dar una vuelta.
— De acuerdo. Cuando quieras bajar, despiértame.
Se repantiga en el asiento trasero, apoya la cabeza en mi regazo y se queda
dormido en el acto. El calvo de delante de mí se vuelve sonriendo. Luego coge la
cámara sin hacer ruido y nos filma a mí y a Dennis D. dormido.
Esa escena tengo que verla en Viva la semana que viene: sólo entonces creeré
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que la he vivido realmente.
— Pero ¿qué absurdas historias andas contando por ahí, chiflado?
— ¿De qué me hablas? —pregunta hipócritamente Shahid. Como es natural, en
cuanto me he despedido de Dennis D. he ido directamente a la cabina telefónica
más próxima y he llamado a Shahid.
— ¿Que de qué hablo? ¡Lo sabes perfectamente! Adivina con quién acabo de dar
una vuelta por la ciudad.
— ¿Con el tranvía?
— ¡Mira qué gracioso! Anoche contaste chistes mucho mejores.
— Estuve sencillamente genial, ¿verdad? —se alaba él mismo—. Pero todavía
tengo que trabajar el ritmo. ¿No te dio la sensación de que a veces contaba los
chistes demasiado seguidos? Eso tengo que corregirlo antes de la próxima
actuación. ¿Por qué no me ayudas? Podrías escuchar mi programa y...
— ¡Eh, no cambies de tema! —le interrumpo—. Primero vamos a hablar de
Dennis D. ¿Por qué le fuiste con el cuento de que yo estoy enamorada de él?
— Bueno, de alguna manera tenía que lograr que te recogiera en la limusina y
te paseara por delante del colegio de Raoul. ¿Acaso no te vio tu amado?
— ¡Idiota! —rezongo yo.
— ¿Nos apostamos algo a que te habla la próxima vez que te encuentres con él?
Te lo digo porque en la fiesta de Stefanie me comentó que le gustaría ser presentador
de televisión. Y no creo que deje de lado a alguien que tiene tan buenas relaciones
con Viva. ¿No te ha dado Dennis D. una tarjeta de visita y te ha dicho que te pases
por allí cuando estés en Colonia? — Sí.
— ¡Pues entonces! En cuanto le pongas a Raoul esa tarjeta delante de las
narices serás más importante para él que las otras treinta mil chicas de Düsseldorf.
Hace una pausa.
— Bien, ahora estamos en paz, ¿o no?
— ¿Queeé?
— Tú intentaste juntarme con aquella rubia arrogante. ¿Cómo se llamaba?
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¿Vastresska? ¿Vakotzka? ¿Vapisska? ¡Qué más da! En cualquier caso, yo te he
pagado intentando ayudarte con Raoul. Vamos a ver si sale bien. ¿Me tendrás al
corriente?
— Te mantendré informado.
— Muy amable de tu parte. ¿Algo más?
Sí: me gustaría decirle todo lo que se me pasó por la cabeza cuando ayer lo vi
en Viva. Y lo mucho que siento que no nos hayamos encontrado los dos en una isla
solitaria sin Valeska ni Raoul. Pero eso resultaría tan cursi que Shahid seguramente
reaccionaría con alguna frase cáustica. Así que prefiero cerrar el pico y esperar a
que hable él.
— Entonces, ¡mucha suerte mañana! —dice Shahid.
— Gracias.
— A lo mejor hay un final feliz. ¡Adiós!
— ¡Adiós!
— Ah, una cosa: ¿qué te pareció Dennis D.?
— Cansado.
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En el desayuno estoy tan nerviosa que no consigo probar bocado. Fuera llueve
a cántaros, y eso significa que, con toda probabilidad, Raoul subirá al tranvía.
Sólo me tomo dos tazas de té con miel. Al disolverla, me tiembla la mano.
— ¿Tienes algún control hoy? —me pregunta mi madre—. ¿Por qué estás tan
nerviosa?
— El abuelo me habrá contagiado el párkinson.
Mi madre me echa una mirada sombría y coge su taza de café. No puedo decirle
nada de Raoul porque a ella y a mi padre les he ocultado la excursión de ayer en la
limusina. Prefiero darles una sorpresa cuando me vean en televisión la semana que
viene.
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— Cómete por lo menos una rebanada de pan tostado.
— ¿Por qué no te alegras de que renuncie al desayuno, mamá? Es mucho más
sano para mí. Si no como nada, no engordaré.
— ¿Ya vuelves a preocuparte por tu peso? —se sorprende mi madre—. Durante
las últimas semanas, te era completamente indiferente. ¿Y eso?
Buena pregunta. Tal vez no me preocupaba porque había muchas cosas mil
veces más importantes para mí. Y porque los demás no me recordaban con tanta
frecuencia que soy una montaña de carne ambulante. Desde que castigué a Daniel
con un beso por una de sus estúpidas gracias, ni él ni Björn se atreven a acercarse
a mí.
— Bueno, mamá, tengo que marcharme —me levanto y le doy un beso en la
frente—. ¿Qué, cómo estoy?
Ella sonríe.
— ¿Vas a ver a Shahid ahora?
Pongo los ojos en blanco.
— ¡Estás muy bien, señorita! Pero quizá demasiado verde.
Cuando salgo de la cocina me tiemblan las rodillas. Cielos, si ahora estoy ya
tan nerviosa, ¿cómo estaré luego en el tranvía, cuando se me acerque Raoul? Es
probable que me desmaye.
Pero mientras me lavo los dientes, de pronto, me empieza a irritar la idea de
que Raoul me hable. Porque lo haría únicamente porque conozco a Dennis D. Si él
no me hubiera paseado ayer en su limusina por delante del Görres—Gymnasium,
Raoul seguiría pasando de mí.
Eso es precisamente lo que le suelto a Aische cuando me encuentro con ella en
la parada del tranvía diez minutos más tarde. — Bueno, ¿y qué? No debería importarte por qué habla Raoul contigo. Lo que
importa es lo que surja de ahí, ¿no te parece?
— Humm...
— ¿Dónde se habrá metido Valeska? ¿La llamaste ayer para contarle la historia
de Dennis D.?
— Sí, pero no me hizo ni caso —me quejo.
— ¿Le preguntaste por qué se fumó ayer la clase de historia?
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— Porque le dolía la tripa. Supuestamente. Ya no le creo ni una palabra. Y
ahora no me vengas otra vez con que tenemos que hablar con ella. Ya lo hemos
intentado un montón de veces. ¡Estoy hasta las narices! Y por favor, cuando monte
Raoul, no te quedes mirándome. ¡Me pones nerviosa!
Aische sonríe.
— ¿Alguna orden más, jefe?
— Si no me vigilo, pronto seré tan repelente como Valeska —le digo riéndome.
En el tranvía, Aische me deja sola en el pasillo y se acurruca en el asiento de
detrás de la conductora. Conforme nos acercamos a la Uhlandstrasse, me voy
poniendo más y más nerviosa. Ya veremos si Shahid está en lo cierto y Raoul viene
efectivamente a buscarme. ¡Con qué frialdad habló ayer Shahid de juntarme con
Raoul...! En cierto modo, yo esperaba que le entristeciera un poco el hecho de que yo
esté enamorada de otro. Pero parece que no le importa lo más mínimo.
— ¡Uhlandstrasse!
La voz de la conductora del tranvía me estremece. Noto que me estoy
sonrojando y bajo la cabeza rápidamente. Noto como si tuviera un timbal dentro de
mi cabeza. Me estoy mareando. Si ahora me desplomo porque me da un derrame
cerebral, es posible que me opere el padre de Shahid.
— Hola, ¿cómo estás?
Mierda: es la voz de Raoul.
— Bien —musito yo, sin dejar de mirar las puntas de mis zapatos.
— Menudo número el de ayer: Dennis D. y tú en la limusina.
— ¿Sí?
Respiro profundamente y, por fin, levanto la cabeza. Raoul está pegado a mí. Se
rasca el cogote y sonríe. — ¿Cómo se le ocurrió a Dennis D. elegirte precisamente a ti?
— Ah, es una historia muy larga.
Y sobre todo una historia que no le importa nada a Raoul.
— ¿Por qué no me la cuentas?
Me encojo de hombros.
— Me interesaría mucho, de verdad —insiste—. ¿Sabes?, ya llevo varios meses
intentando poner un pie en Viva, pero ellos siempre me cierran las puertas. ¿No
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crees que podría servirles para presentador alguien como yo? Ya sé que no queda
nada bien eso de tirarse flores a uno mismo pero, en fin, creo que no tengo mala
presencia ni soy el más tonto del país.
— Tienes razón.
— ¿En qué?
— En que no queda nada bien tirarse flores.
Shahid habría respondido con una carcajada; pero Raoul arruga los labios,
ofendido.
— ¿Qué te parece si quedamos en el Ufa—Palast? —propone luego
inesperadamente—. Mañana después de comer.
¡Me ha dejado sin habla!
— Primero vamos tranquilamente al cine. Luego podemos tomar algo en algún
sitio y, mientras tanto, me explicas la forma en que puede uno ponerse en contacto
con alguien como Dennis D. ¿Te parece bien a las tres y media delante de la
estación del ferrocarril?
Como me he quedado sin palabras, me limito a asentir.
— ¡De acuerdo! Así que a las tres y media.
Raoul ha quedado conmigo. ¡Increíble!
Durante el trayecto restante hablamos sobre el programa de Dennis D. Por
suerte, anteayer no vio la actuación de Shahid. Si no, seguramente se habría
explicado por qué al día siguiente se presentó Dennis D. delante de nuestro colegio
con su limusina.
Cuando el tranvía entra en la ciudad vieja, nos dirigimos a la puerta juntos. Al
despedirnos, Raoul me acaricia el brazo izquierdo y me hace un guiño antes de
desaparecer entre los demás estudiantes.Instantes después viene Aische y me mira con los ojos como platos.
— Bueno, ¿cómo han ido las cosas?
— Cine. Mañana. Tres y media. Estación —balbuceo yo, totalmente ida.
— Eh, ¿no te habrá dado una droga?
— Sí: su sonrisa.
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Después de comer, hago rápidamente los deberes, cojo la bolsa con los dos mil
marcos y me encamino a la caja de ahorros. En realidad, ya tendría que haber
ingresado el dinero ayer. Pero me lo impidió una insignificancia: la excursión con la
limusina.
Ya desde lejos veo el letrero de la caja de ahorros: «Cerrado por reformas».
¿Y ahora qué?
Como necesito unos cordones nuevos para mis botas negras de media caña,
opto por irme a la ciudad. Acelero el paso porque acaba de doblar la esquina un
tranvía y lo cojo por los pelos.
Durante el viaje me rompo la cabeza preguntándome qué debo pensar ahora de
Raoul. Para ser franca, tengo que reconocer que no me ha hecho ninguna gracia el
entusiasmo con que ha hablado de sí mismo. Es cierto que también Shahid se pone
a veces por las nubes, pero lo hace con una pizca de ironía. De todos modos, mi
cuerpo me ha revelado que sigo estando enamorada de Raoul. ¿O es que ya se
trastorna automáticamente al verlo, igual que me dan escalofríos cuando aparecen
en la televisión imágenes del polo Norte? En cualquier caso, la cita me produciría
mucha más alegría si no existiera Shahid. Tengo ganas de saber qué va a decir de
mi encuentro con Raoul. Lo llamaré después de cenar.
Con la mano derecha aprieto la pequeña bolsa de plástico que llevo en el
bolsillo del anorak. Aische, Esther y Valeska me cortarían la cabeza si perdiera el
dinero. Bueno, Valeska seguramente no haría otra cosa que encogerse de hombros.
En este momento ya no sé siquiera si debo considerarla amiga mía o no. Jamás en
la vida habría pensado que algún día pudiéramos llegar a estar tan distanciadas la
una de la otra.
Me apeo en la plaza Jan Wellen. Como ya estoy tan acostumbrada a mi peloverde, me llevo una sorpresa cada vez que alguien se queda mirándome. Y eso me
ocurre a cada paso al ir al banco. Si todos estos mirones supieran que he sacado a
pasear conmigo dos mil marcos...
Cuando diviso la peluquería de Gudrun, me entran ganas de contarle la
actuación de Shahid en Viva y mi gira por la ciudad con Dennis D. Pero es probable
que en este momento esté ocupada. Echo una mirada a través del escaparate. No
hay ni rastro de Gudrun. ¿Será su tiempo de descanso? Ni corta ni perezosa, entro
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en el salón.
— ¿Está Gudrun? —le pregunto al jefe, que está peinando a una anciana de
aspecto moribundo que apenas tiene cuatro pelos.
Él se limita a señalar la escalera de la sala de descanso. Yo cruzo el salón y
bajo los escalones.
— ¿Qué haces tú aquí? —me saluda alegremente Gudrun cuando entro en el
pequeño recinto. Está sentada en una mesa minúscula y tiene delante una limonada
y un periódico. Se levanta y me abraza. Luego nos sentamos las dos en un
minúsculo sofá lila.
— ¿Es tu tiempo de descanso?
— No, es mi día libre —responde Gudrun—. Sólo estoy aquí porque... Bueno, ya
sabes.
— El amigo de tu madre.
Gudrun asiente.
— Ha pedido la baja por enfermedad, ¡maldita sea! Comprenderás que no me
puedo quedar en casa en estas circunstancias. Ya se ha echado al coleto dos
botellas de cerveza para desayunar.
— Tienes que hablar con tu madre.
— Es inútil. Cuando le digo que su amigo me da miedo, no me cree. Y hasta
cierto punto, lo comprendo —añade en voz baja.
— ¿Por qué?
— ¿Quieres beber algo?
— No. Venga, dime por qué.
— Porque…— murmura Gudrun mirando hacia un montón de toallas húmedas
que se apilan en un rincón—. Bah, no quiero darte la lata con mis problemas.Además, tú no puedes hacer nada para ayudarme.
Me levanto.
— Está bien, si no quieres hablar conmigo me largo.
Suspirando, Gudrun me tira del brazo para que vuelva a sentarme en el sofá.
— Bien, si te empeñas en saberlo, te lo diré: yo le mentí una vez a mi madre
diciéndole que un amigo suyo me había tocado por debajo de la falda. Yo tenía
entonces ocho o nueve años. No podía soportar a aquel tipo de ninguna manera. Así
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que me inventé la patraña de que me había manoseado. Como es natural, mi madre
lo echó de casa en el acto. Un par de años después, tonta de mí, le confesé que
había sido todo mentira. ¡Y entonces fue un verdadero infierno! Hasta estuvo a
punto de meterme en un reformatorio. ¿Entiendes ahora por qué no me cree cuando
me quejo de su amigo?
— Claro.
Gudrun intenta sonreír.
— Ahora sí que lo tengo complicado, ¿verdad?
— Sí. ¿Y qué salida hay?
— Vivir sola en un piso. Si ahorro mucho, reuniré en un año el dinero para la
agencia inmobiliaria y para la garantía. Puede que ese sátiro me deje tranquila hasta
entonces.
— ¿Un año entero?
De pronto, Gudrun rompe a llorar. Se tapa la cara con las manos y solloza
como una loca. La escena es tan terrible que también a mí me cuesta contener las
lágrimas.
— ¡Dios mío, qué tonta soy! —Gudrun se vuelve, coge de la estantería un
paquete de pañuelos de papel y se limpia la nariz—. Estoy llorando a lágrima viva
aunque todavía no ha pasado nada. Puede que yo tenga demasiada imaginación y
que el tipo no quiera nada de mí.
— ¿Crees que son sólo imaginaciones tuyas?
— No —musita—. Creo que no.
Después de empapar dos pañuelos de papel, hace un gesto en dirección hacia
la mesa.
— Lo siento, he perdido los nervios porque acabo de ver en el periódico el pisoideal para mí. Bastante pequeño, no demasiado caro y, sobre todo, libre a partir de
ahora mismo. Si tuviera la pasta necesaria, podría mudarme el día uno, es decir,
pasado mañana.
No vacilo ni un segundo.
— Aquí tienes la pasta. ¡Toma!
Le entrego la bolsa de plástico. Gudrun abre unos ojos como platos y los pone
alternativamente en mí y en la bolsa.
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— ¿Qué es esto?
— Dos mil marcos.
— ¿Dos mil marcos? —repite estupefacta.
— ¿Bastan para la agencia y la garantía?
— ¡Ya lo creo! Y aún sobrará.
— Pues lo que sobre, me lo devuelves.
— ¡Estás loca! —Gudrun se levanta de un salto—. ¡No puedo aceptarlo bajo
ningún concepto! ¿De dónde ha salido el dinero?
— ¿No te he hablado ya alguna vez del Trébol?
— Creo que sí.
— Hemos conseguido el dinero con diferentes acciones que...
— ¡Gudrun!— la llama en este momento su jefe desde arriba.
— ¡Es mi día libre!— le responde gritando.
— ¡Gudrun! ¡Ven un momento, por favor!
— ¡Mierda! Seguro que tengo que lavarle el pelo a alguien. Toma. Coge el
dinero.
Yo sacudo la cabeza.
— Es para ti. ¡Adiós!
— ¿Estás loca? ¡Espera!
Con grandes zancadas subo las escaleras, cruzo rápidamente el salón y
desaparezco en la calle. De camino hacia la Königsallee vuelvo varias veces la
cabeza, pero Gudrun no me sigue. Delante del monumento a Bismarck me detengo y
hago una inspiración profunda.
Mientras reflexiono febrilmente, las palpitaciones del corazón me llegan hasta la
garganta. ¿Estoy en mis cabales? ¿Qué acabo de hacer? ¿No debería haberlespreguntado a Esther y a Aische antes de darle a Gudrun ese montón de dinero como
quien da una chocolatina? ¿Qué pasa si la historia de ese tipo no es cierta? ¿Qué
pasa si Gudrun me ha mentido?
¡Qué horror!
Nunca he visto ni a la madre de Gudrun ni a su amigo. Y a la propia Gudrun
apenas la conozco. Me ha cortado y teñido el pelo y le he hecho una visita en su
casa. Eso es todo. ¿Es posible que ya le haya hablado alguna vez del Trébol y de los
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dos mil marcos? ¿Y si hubiera planeado todo esto para sacarme el dinero? ¿Es
posible que sea una actriz endiabladamente buena?
Siento un vacío en el estómago. Sí, me he dejado engañar como una idiota por
una estafadora. Unas lágrimas bastan para que Michelle eche mano a la pasta y
reparta regalos espléndidos. Un momento, ¡esa rata asquerosa me las va a pagar!
Vuelvo a la peluquería corriendo y abro violentamente la puerta. ¿Dónde se ha
metido Gudrun? Su jefe me dirige miradas furibundas.
— Me he dejado una cosa— le digo jadeando, y bajo rápidamente las escaleras
de la sala de descanso. Me detengo en el último peldaño. Gudrun está acurrucada
en el sofá y solloza. ¡Claro, ya le ha hecho efecto su mala conciencia!
Todavía no se ha dado cuenta de que estoy allí. Tras unos momentos de
vacilación, me dirijo resueltamente a ella.
— ¡Hola, soy yo!
Gudrun levanta la cabeza. Todo su rostro está bañado de lágrimas. Con una
débil sonrisa se levanta lentamente del sofá. Estamos en silencio frente a frente y
nos miramos a los ojos.
« ¡No!», pienso avergonzada. « ¡No!»
La abrazo. E inmediatamente se echa a llorar otra vez.
— Jamás habría imaginado que alguien pudiera ser tan bueno conmigo —dice
entre sollozos—. ¡Nunca olvidaré esto, Michelle! Y estáte segura de que os devolveré
el dinero. ¡Hasta el último céntimo!
Entretanto, también yo he roto a llorar. ¡Qué bajo he caído al pensar que
Gudrun era una impostora! ¿Tendré algún día el valor de contárselo?
— ¡Gudrun! —grita su jefe desde arriba—. ¡Gudrun! ¿Dónde estás?
— ¡Tengo el día libre! —contesta en el mismo tono. — ¡Y yo también! —grito yo, y Gudrun suelta una carcajada, me da un beso y
luego apoya su rostro en mi cuello, sollozando de nuevo.
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5376
¡Qué mes!
Jens—Peter, Raoul, Shahid, Gudrun, Dennis D.: en las últimas semanas he
vivido mucho más que en los últimos catorce años. ¿Se acabarán de golpe todas las
emociones fuertes?
Al menos, todavía me espera una experiencia emocionante para dentro de un
momento: mi encuentro con Raoul. Estoy sentada en el tranvía, camino de la
ciudad. Me sudan las manos y siento unos terribles dolores de vientre. No menosnerviosa me he acercado esta mañana a la parada. Un gigantesco nudo en la
garganta me ha impedido pronunciar una sola palabra cuando me he encontrado
delante de Aische. Tampoco a ella he sido capaz de mirarla a los ojos.
— ¿Qué ocurre, Michelle? —me ha preguntado Aische, curiosa—. ¿Has tenido
problemas con tus padres?
— No. Pero los voy a tener contigo ahora mismo.
— ¿Por qué?
— Y con Esther y con Valeska. Ayer hice algo que probablemente no os va a
gustar. Verás...
En ese momento se ha parado el tranvía. Hemos montado y nos hemos sentado
en un banco libre.
— ¡Suéltalo! —ha dicho Aische—. Pero mírame a la cara. Es ridículo que tengas
todo el rato los ojos clavados en el suelo. No será para tanto, ¿o sí? ¿De qué se
trata?
— De los dos mil marcos.
Aische ha sonreído.
— Ya entiendo, te has comprado un par de cosas.
— Se los he dado a Gudrun.
Aische ha seguido sonriendo.
— En serio: le he dado a Gudrun los dos mil marcos. Es que se encuentra en
una situación increíblemente...
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— ¿Qué es lo que has hecho? —ha gritado Aische con tanta fuerza que medio
tranvía se ha vuelto hacia nosotras. Sus ojos me han mirado echando chispas de
ira—. ¿Le has dado nuestro donativo a esa peluquera? ¿Eres tonta de remate?
— Escúchame antes.
— Será mejor que me escuches tú a mí. Nosotras queríamos donar los dos mil
marcos para las víctimas de las minas. ¿Acaso lo has olvidado? ¡El dinero no era
tuyo! ¿Por qué no lo has ingresado en la cuenta?
— Porque Gudrun necesita dinero urgentemente.
— ¿Sí? ¿Más urgentemente que las víctimas de las minas?
— No sé —he suspirado—. Me he pasado toda la noche dándole vueltas al
asunto. Y ahora déjame explicarme, por favor.
Le he hablado de la madre de Gudrun y de su amigo, y del miedo que le tiene
Gudrun. Admito que la historia no ha resultado especialmente dramática. Por eso,
no tiene nada de particular que no le haya causado mucha impresión a Aische.
— ¿Y si todo fueran imaginaciones suyas? —me ha preguntado nada más
terminar.
— Tú no has visto cómo sollozaba —es lo único que he podido contestar—. Y
qué aliviada se ha quedado ante la perspectiva de que tal vez mañana mismo pueda
mudarse a un piso para ella sola.
— ¡No te fastidia!
— ¿No queríamos darle el dinero a alguien que pudiera cambiar completamente
su vida con él?
— Es cierto, pero...
— Además quiere devolverlo —he interrumpido a Aische—. Y lo hará cueste lo
que cueste, aunque, naturalmente, tardará bastante tiempo. Entonces podremosdonar el dinero para las víctimas de las minas.
— ¡Humm!
Aische ha cruzado los brazos, ha mirado por la ventana y no ha vuelto a hablar
ni una sola palabra conmigo.
Como estaba lloviendo otra vez, Raoul ha montado en la Uhlandstrasse. Me ha
hecho una seña amistosa, pero se ha quedado junto a la puerta. Al apearse ha
gritado a través del pasillo:
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— ¡Hasta luego!
Y ahora, ese hasta luego va a llegar exactamente dentro de doce minutos y
treinta y seis, treinta y cinco, treinta y cuatro, treinta y tres, treinta y dos segundos.
¿Por qué no dejo de una vez de mirar a mi reloj? Este maldito segundero va a
terminar por volverme loca.
Respiro profundamente y pienso en Esther, a la que tengo que llamar luego.
Afortunadamente, Aische ya no está enfadada porque le haya dado a Gudrun los dos
mil marcos. Ha estado pensando sobre eso hasta el recreo de las diez. Luego ha
venido a buscarme y me ha dicho que probablemente he hecho bien. ¡Cielos, qué
feliz me he sentido! A continuación le hemos contado a Val las dos juntas la historia
de Gudrun y del dinero. Por toda respuesta, ella ha asentido y ha comentado:
— En realidad no importa a quién ayudemos con la pasta.
Y ya estoy otra vez mirando al reloj. Ya sólo faltan once minutos. Enseguida
llegará la curva y luego aparecerá la estación del ferrocarril. Me viene a la memoria
Jens—Peter. Hace unas tres semanas estaba con la rosa en la mano justamente en
el mismo lugar en que ahora me espera Raoul. Es curioso que no haya vuelto a oír
nada del manos largas. ¿No tendrá ninguna añoranza de mí y de mis pechos? Por lo
que se ve, le soy tan indiferente como a Shahid.
Cuando ayer le dije por teléfono que hoy me iba a encontrar con Raoul, se rió y
dijo:
— ¡Ahí lo tienes! Si no logro abrirme camino como cómico, me ganaré la vida
haciendo de alcahuete. ¿Estás contenta?
— ¡No sabes cuánto!
— ¡Mierda!
— ¿Por qué mierda? — ¿Y por qué no?
Luego siguió un largo silencio. Finalmente dijo: « ¡Adiós!», y colgó.
Una conversación extraña. Me ha hecho cavilar mucho.
Pero ahora ya no hay tiempo para grandes elucubraciones. Porque acabamos
de parar delante de la estación del ferrocarril. En cuanto me apeo, veo a Raoul en la
entrada. Está guapísimo con el pantalón ancho de color negro y el anorak blanco
como la nieve. Siento tanto calor que, mientras me acerco, voy desabrochándome la
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cazadora vaquera.
— ¡Hola! —me saluda Raoul—. Eres superpuntual.
— Gracias a mi reloj —respondo agudamente. Pero al menos lo he dicho sin
farfullar ni tartamudear.
— Con ese atuendo te pareces a los tipos del servicio municipal de limpieza —
dice Raoul señalando mi mono naranja. Aunque he oído ese «cumplido» setecientas
noventa y cinco veces, viniendo de sus labios me arranca una sonrisa.
— ¿Vamos al cine? —pregunta Raoul.
Pues claro. ¿Adónde si no? ¿A la carnicería de al lado? Yo asiento y nos
ponemos en marcha.
— ¡Qué cantidad de yonquis hay por aquí! —comenta Raoul cuando cruzamos
la plaza de delante de la estación—. Drogarse es realmente un mal asunto.
Yo pongo cara de sorpresa.
— ¿De verdad? ¡Y yo que he creído siempre que era tan sano como las vacunas
contra la gripe!
Raoul necesita unos veinte segundos para darse cuenta de que sólo ha sido un
chiste. Luego trata de esbozar una sonrisa cansada.
— ¿Has visto ya la nueva película de Jim Carrey? —me pregunta.
— Sí, pero no muy bien.
— ¿Qué quieres decir?
— Que me vi forzada a desviar mi atención de la pantalla: el tipo con el que fui
al cine confundió un par de veces mis pechos con su bolsa de palomitas.
— ¡Ah, ya entiendo! —afirma Raoul, aunque su expresión parece reflejar más
bien lo contrario.
La verdad es que estoy siendo bastante ocurrente. Yo misma estoy sorprendidade que haya dejado de estar nerviosa desde el mismo momento del saludo.
Entramos en el cine. En el vestíbulo hay tanta gente que vamos avanzando a
empujones.
— Tranquila, pago yo —anuncia Raoul en tono relajado, y va a las taquillas. Yo
miro a mi alrededor para ver si anda por allí alguien de nuestro colegio. Ya les estoy
oyendo: « ¿Sabéis a quién vi ayer en el cine con ese guaperas del Görres—
Gymnasium? ¡A la gorda de Michelle!».
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Yo no tendría ningún inconveniente en convertirme en el tema principal de
conversación mañana en el colegio.
De pronto siento un escalofrío. En una máquina de Coca Cola se apoya un tipo
que oculta su cara detrás de un periódico. Bueno, «oculta» no es la palabra
adecuada. Porque en las páginas del periódico ha hecho dos agujeros grandes, y a
través de esos agujeros me está mirando.
¡Shahid!
Me acerco a él sonriendo y le arranco el periódico de la mano.
— ¿A qué viene esta memez?
Él no se inmuta.
— ¿Qué película quieres ver? —le pregunto un poco vacilante.
Veo que le tiemblan las comisuras de los labios, pero él calla. De repente, se da
media vuelta, saca dos monedas del bolsillo del pantalón y las echa a la máquina de
Coca Cola.
— ¡Michelle! —oigo gritar a Raoul—. ¡Michelle! ¿Dónde estás?
Shahid coge una lata y se evapora.
— ¡Toma! —dice Raoul, que ha logrado verme entre el hervidero de gente, y me
da una entrada—. ¿Hambre? ¿Sed? ¿Coca cola? ¿Palomitas? ¿Regaliz? ¡Elige algo!
Primero me encojo de hombros, luego sacudo la cabeza. El extraño
comportamiento de Shahid me tiene desconcertada.
Sigo a Raoul hasta el ascensor, que nos sube al segundo piso. Raoul me cuenta
algo, pero yo apenas le presto atención.
« ¿Qué pasa con Shahid?», me pregunto una y otra vez. « ¿Por qué me ha
mirado con cara de ofendido?»
— Oye, ¿hay algún problema? —Raoul, nervioso, me tira de la manga confuerza. Yo le miro e intento sonreír. Pero por alguna razón, los músculos de la cara
no me obedecen.
« ¿Qué rayos pasa conmigo?», me pregunto ahora yo misma. «Al fin consigo salir
con el chico por el que he estado suspirando durante semanas, ¿y en quién estoy
pensando mientras camino a su lado?»
Entretanto hemos entrado en la sala, donde están ocupados la mitad de los
asientos.
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— ¿Dónde quieres sentarte? —pregunta Raoul.
— En cualquier sitio, excepto en el rincón del magreo de la última fila.
Elegimos una fila situada en el tercio de atrás y nos sentamos en medio.
Yo miro a todas partes para ver si por casualidad está en esta sala un tipo
larguirucho de cuello largo, pero no logro descubrirlo en ningún sitio. Desde hace
unos minutos, mi corazón late alocadamente. También han hecho acto de presencia
los consabidos retortijones del estómago. Pero, esta vez, el causante no se llama
Raoul van Josten...
Él sigue parloteando y no se da cuenta de que mis pensamientos están en otra
parte. Sólo se calla cuando se apagan las luces y empieza la publicidad.
Yo me sé de memoria los anuncios. Me recuesto, cierro los ojos y me dispongo a
pensar tranquilamente.
En ese momento, Raoul me musita al oído:
— ¿Es Jim Carrey tu cómico favorito?
— No —contesto.
— ¿Y quién es?
¡Quién va a ser!
Rápidamente saco mi monedero, cojo la tarjeta de visita de Dennis D. y se la
doy a un Raoul atónito.
— Toma. ¿No me habías invitado al cine para esto? Llámale. Es muy amable.
¡Adiós!
Me levanto, me cuelo entre la fila tratando de no pisar a nadie y abandono la
sala. Arriba, en el segundo piso, no se ve ni rastro de mi cómico favorito.
Bajo corriendo la amplia escalera que lleva al vestíbulo. Y allí está él, junto a la
máquina de Coca Cola, con una lata en la mano.Cuando me ve llegar, sonríe de oreja a oreja.
— ¿Quieres un trago? —me pregunta, y me alarga el bote.
Yo estiro el brazo. Shahid tira la lata al cubo de basura más próximo.
— Lo siento. Está vacía.
— ¡Bobo!
Nos miramos a los ojos. Yo no sé qué puedo decir. Por lo visto, él tampoco.
— ¿Nos vamos? —musita finalmente.
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— Sí.
Salimos del cine. Cruzamos en silencio la plaza de la estación. Luego tomamos
la Graf—Adolf—Strasse en dirección hacia el Rin. Poco antes de la Oststrasse
empieza a diluviar. Y cuando pocos minutos después llegamos a la Königsallee,
nuestros dedos se entrecruzan.
No deja de llover en toda la tarde. Pero la lluvia no nos molesta lo más mínimo.
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Dos semanas después estalla como una bomba el secreto de Valeska.
Cuando Aische y yo llegamos por la mañana al patio del colegio, Stefanie, muy
excitada, viene hacia nosotras corriendo.
— ¿Ya os habéis enterado?
— ¿De qué?
— ¡No disimuléis! Vosotras lo sabíais desde el principio, ¿verdad?
Aische y yo nos miramos sin comprender.
— ¿Qué es lo que sabíamos? —le pregunto yo a Stefanie.
— Lo de Strobel. ¿Es que nunca os ha contado Valeska nada sobre eso?
— ¿Sobre qué?
Stefanie nos mira furiosa.
— ¿Queréis tomarme el pelo?
— ¡Te juro que no sabemos nada de nada! —asegura Aische—. ¿Qué pasa con
Strobel y Val?
— ¡La señora Gretschmann los sorprendió ayer a los dos juntos en el parque!
Estaban abrazándose y besándose.
— ¿Valeska y el señor Strobel? —casi me muero del susto—. ¿Por quién te has
enterado?
— Por Susanne. Y ella por Isa—Maria. E lsa—Maria por su tía, que es amiga de
la señora Gretschmann.
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Aische sacude la cabeza, incrédula.
— ¡No es posible!
— Lo es. La señora Gretschmann se puso como una furia cuando se los
encontró, y le cantó las cuarenta a Strobel. ¿Nos apostamos algo a que lo echan del
colegio?
— ¿Ha llegado ya Valeska?
— ¿Estás loca? Seguro que hoy se queda en casa.
Le doy un empujón a Aische.
— ¡Venga, vamos!
Nos ponemos en camino hacia la cabina telefónica más próxima.
— ¿Adonde vais? —grita Stefanie a nuestra espalda—. Ya ha sonado el timbre.
Como si eso pudiera detenernos...
— ¡Qué barbaridad! —murmura Aische una y otra vez—. ¡Qué barbaridad!
Yo me he quedado sin habla. Valeska y nuestro profesor de Historia...,
¡increíble! Antes habría creído posible que Michael Jackson me hiciera una
proposición matrimonial.
Aische abre la puerta de la cabina de teléfonos con un violento empujón. A mí
me tiemblan las manos cuando meto la tarjeta en la ranura. Al marcar pulso dos
veces teclas equivocadas.
Al fin contesta la madre de Val. No parece muy contenta que digamos.
— ¿Cómo es que no estáis en el colegio?
— Estamos en el colegio —contesto yo—. ¿Puedo hablar con Val?
— ¿Para qué?
— Es que... acabamos de oír... que ella ayer...
— ¿Que acabáis de oír? —repite irónicamente la madre de Val—. ¡Vosotras losabíais desde hace tiempo!
— No.
Naturalmente, no me cree ni una sola palabra. Le pido otra vez que se ponga al
teléfono Val. Vacila un momento, pero luego resuena en el vestíbulo el nombre de
Val.
Tarda una eternidad en llegar al aparato.
— ¿Sí?
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— Aquí Michelle.
— ¡Y yo! —dice Aische.
— Menuda mierda, ¿no? —la voz de Valeska refleja pesadumbre—. Lo siento.
— ¿Qué?
— Os lo tendría que haber dicho. Pero Thomas..., bueno, Strobel..., en fin, me
obligó a jurarle que no se lo contaría a nadie.
Me vienen a la mente mil preguntas, pero no encuentro las palabras
adecuadas. Aische me quita el auricular.
— ¿Es que llegasteis a...., hicisteis realmente..., quiero decir, os...? Bueno, ya
sabes...
Oigo que Valeska ríe con cierto embarazo.
— No. No ha habido nada más que besos y abrazos. Aunque es probable que
nadie nos crea.
— Nosotras sí —contestamos a coro Aische y yo, haciéndole reír a Valeska otra
vez.
— ¿Podéis pasaros por aquí?
— ¿Ahora? —Aische me mira con ojos interrogantes. Yo asiento—. Claro,
enseguida estamos ahí.
— Gracias. Hasta luego.