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 MICHELLE XXL Christian Bienek
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Apr 03, 2018

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Analy Jaque
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MICHELLE XXL 

Christian Bienek

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5352

 — ¿Qué pasa, Michelle? Ya hace diez minutos que ha sonado tu despertador.

¡Tienes que levantarte!

 — ¿Para qué?

Mi madre arruga la frente y rezonga:

 — ¡Qué pregunta más estúpida! ¡Levántate de una vez!

 — ¿Para qué? — repito yo insolentemente, y mi madre sale de la habitación con

gesto sombrío. — ¿Para qué? — grito yo a su espalda. Por toda respuesta, mi madre da un

portazo.

Con los labios apretados miro hacia el calendario que cuelga junto al espejo.

Hoy es siete de octubre, y ése es precisamente el motivo de mi mal humor. Paso

varios minutos contemplando el calendario. En mi cabeza se arremolinan recuerdos

de Tim. Tan pronto siento frío como calor. Poco a poco las paredes de la habitación,

forradas con pósters de Michael Jackson, comienzan a dar vueltas.

¡Maldita sea, me estoy volviendo loca!

Aprieto los puños con resolución y respiro profundamente. «Ante todo, no

llorar», me digo una y otra vez. En vano. Lamentablemente, casi nunca gano un

combate contra mis lágrimas. Tampoco esta vez puedo evitar que mis ojos se

transformen en dos surtidores que borbotean con fuerza.

Meto la cabeza debajo de la almohada y sollozo como una loca. ¿Seré idiota?

¿Por qué lloro por un chico al que en realidad aborrezco y al que, en cualquier caso,

no volveré a ver en la vida? Ese tipo odioso no se merece lágrimas, sino un sonoro

pedo.

Mis lamentos son tan patéticos que más bien dan ganas de reír. Y eso es

precisamente lo que hago, pero sin dejar de sollozar. Durante este acceso

simultáneo de llanto y de risa emito sonidos totalmente demenciales. Parezco la

banda municipal de Bremen tocando después de una buena dosis de éxtasis.

Media eternidad después termino de recuperar el control de mí misma. Me seco

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los ojos con las mangas, lleno de mocos tres pañuelos y me levanto de la cama.

Mientras me calzo las zapatillas de casa, le hago un guiño a mi póster preferido.

 — ¿Sabes qué tenemos nosotros dos en común, Michael? — murmuro con una

leve sonrisa—. Que los dos perdemos algo de cuando en cuando: yo los nervios, y tú

la nariz.

Cuando llego a la cocina, mi madre señala con el dedo su reloj de pulsera.

 — Desgraciadamente, ya no tienes tiempo para desayunar, señorita.

 — No importa — respondo yo tranquilamente, y cojo dos naranjas del frutero—.

De todos modos hoy voy a empezar una nueva dieta que he ideado yo misma

mientras me duchaba.

 — ¿Sí?

Yo asiento.

 — Dos naranjas por la mañana, tres a mediodía y cuatro a la hora de la cena. Y

entremedias kilos de dulces.

 — ¿Crees que con eso vas a conseguir algo?

 — Claro: una alergia a las naranjas y un par de toneladas de sobrepeso.

Mi madre se pasa dos dedos por sus despeinadas melenas castañas.

 — He oído chistes mejores, Michelle —coge su taza de café y bebe un sorbo—.

¿A qué venía esa tontería del «para qué», «para qué», «para qué»?

 — No era una tontería. ¿Para qué voy a levantarme si ya sé perfectamente lo

que va a ocurrir en las quince próximas horas? Colegio, comida, deberes,

baloncesto, cena, deberes, sesión de televisión: para mí, el día ha pasado ya antes

de que comience realmente. — ¿Por eso llorabas hace un momento?

 — Sí.

Lo admito: mi respuesta no se ajusta del todo a la verdad. Pero eso me importa

un rábano. Tengo que engañar a mis padres una vez al día, por lo menos; de lo

contrario, su curiosidad me habría asfixiado hace tiempo. Y es que ambos tienen

dos únicas aficiones: los juguetes de hojalata y yo. Y como están empeñados en

saberlo todo sobre mí, me marean con preguntas desde que me levanto hasta que

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me acuesto. ¿Cuándo se darán cuenta de lo mucho que me molestan esos

interminables interrogatorios?

De todos modos, en los últimos tiempos no miento sólo porque quiera

guardarme a toda costa un par de secretos, sino también porque la verdad se ha

complicado mucho. Por ejemplo, esta mañana, el asunto de Tim. ¿Cómo va a

comprender mi madre que el siete del calendario me haya desquiciado tanto? ¡Si ni

 yo misma me explico el motivo de ese lloriqueo tonto!

Echo leche en un vaso y saco del armario un sobre de cacao. Mi madre vuelve a

señalar el reloj.

 — Vas a llegar tarde, señorita.

 — Me fastidia que me llames señorita —gruño yo—. Lo haces siempre que estás

muy enfadada conmigo. Pero ahora mismo no hay ningún motivo para eso. ¿O sí?

 — Bueno...

Mi madre se rasca su cuello de jirafa, que es el doble de largo y la mitad de

grueso que el mío. Luego se levanta y empieza a quitar la mesa.

En cuanto termino de beberme el cacao, digo «adiós» y corro al vestíbulo.

 — Adiós. Y no pienses más en el Tim ese. El siete no es más que un número

como los demás.

Me he quedado de piedra. Doy media vuelta y miro a mi madre, estupefacta.

 — Anda, vete — dice sonriendo—. A primera hora tenéis examen de

matemáticas. ¡A ver si te esfuerzas un poco, señorita!

 — ¿Por qué te pones así? —me pregunta Valeska mientras vamos a la parada

del tranvía—. ¡Si es maravilloso que tus padres se interesen tanto por ti!Yo aprieto los labios y respondo:

 — ¡No tienes ni idea! Mi vida es mía y no de mis padres, ¿entendido? ¿Por qué

ha recordado mi madre esa maldita fecha? El asunto de Tim no tiene nada que ver

con ella.

 — A mí me parece estupendo que tus padres estén siempre pensando en ti — 

afirma Valeska,, y sopla para apartar de la frente su flequillo rubio—. Para mis

padres, yo soy mucho menos importante que sus partidas de bolos o que el televisor.

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Si les dijera esta noche que estoy embarazada, mi padre diría sencillamente: «Espera

a los anuncios; entonces comentaremos el problema».

 — ¡Tonterías!

Valeska me rodea con un brazo y dice:

 — Venga, no pongas esa cara tan lúgubre. Después del primer recreo hay dos

horas de historia. ¿No te alegra la perspectiva de tener al señor Strobel?

 — ¿No se te ocurre nada mejor?

Empieza a llover. Por suerte, ya sólo estamos a unos metros de la parada del

tranvía, donde nos espera Aische.

 — ¿Has dormido mal? —me saluda, y me da un sonoro beso en la mejilla.

 — ¡Nooo! Se ha despertado mal —responde Valeska por mí, e intercambia un

par de besos con Aische—. Hoy es siete. Hace dos meses exactos que Michelle

conoció a su gran amor de vacaciones.

 — ¿Al Tim ese? —Aische arruga la frente—, ¿Por qué sigues pensando en él? Yo

creía que ya te habías desenganchado de ese idiota hace tiempo.

 — Eso mismo creía yo —contesto—. Pero cuando me he despertado y he mirado

al calendario, ha habido algo..., en ese momento he sentido... ¡Ah, mierda! No sé qué

es exactamente lo que ha pasado. Vaya, que se me han fundido los plomos.

 — Pero ¿qué tenía de maravilloso el tipo ese? — me pregunta Valeska.

 — Que no vomitó cuando me vio en traje de baño.

Valeska y Aische sonríen, dirigiéndome unas miradas que yo conozco

demasiado bien. Así me miran mis amigas siempre que las hace reír un chiste sobre

mi figura: con cierta sensación de culpa, con algo de compasión y con una pizca de

sorna.

Ha llegado el tranvía. Montamos y vemos en la última fila un asiento libre, porel que tenemos que luchar con todas nuestras fuerzas. Una vez que se ha instalado

en él, Valeska se golpea los muslos y dice:

 — ¡Venga, siéntate!

La invitación, naturalmente, va dirigida a Aische, que inmediatamente se deja

caer en el regazo de Valeska. Si lo hubiera hecho yo, Valeska tendría que haber

andado un mes entero con las piernas escayoladas.

Las dos hablan sobre el examen de matemáticas que nos espera. Yo, como no

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quiero pensar en el imbécil de Tim, me dedico a mirar a mi alrededor. ¿Habrá en el

tranvía algo digno de verse que ningún otro ve?

Hace unas semanas leí un libro sobre una chica gorda que se daba cuenta de

cosas que pasaban desapercibidas para los demás. La chica en cuestión hacía cosas

muy raras. Como tenía distinto aspecto que los demás, quería ser distinta en todo. Y

por eso decía a menudo cosas que ninguna otra persona habría dicho porque eran

cosas demasiado tiernas o demasiado sinceras. Y a veces decía cosas que no tenían

ni pies ni cabeza, y nadie la entendía. La mayoría de sus conocidos creían que

estaba totalmente chiflada, pero eso a ella le daba igual.

La novela me impresionó bastante. En realidad me gustaría ser como esa chica.

Pero por mucho que mire a mi alrededor, no descubro nada extraordinario. En este

momento sólo veo estudiantes que bostezan y que habrían preferido quedarse en la

cama hasta las doce y media, y un grupo de chicos más pequeños que alborotan en

el pasillo haciendo un ruido de mil demonios. Si fuera mi padre quien conduce el

tranvía, ya hace mucho que habría intentado poner orden a través de los altavoces.

 — ¡Venga, vamos a apearnos aquí, en la ciudad vieja! —dice de pronto Aische, y 

se desliza del regazo de Valeska—. Tengo que comprarme un bocadillo.

Nos abrimos paso a través de la multitud y saltamos del tranvía. De camino a la

tienda, nos alcanzan Daniel y Björn, los dos graciosos de la clase.

 — Eh, Michelle, ¿adónde vas? — me grita Björn—. Tienes que quedarte ahí, al

lado de la acera.

 — ¿Por qué?

 — Porque ahora pasarán a vaciar los contenedores. ¡Ja, ja, ja!

En circunstancias normales habría respondido a un chiste tan estúpido con un

par de insultos. Pero hoy me acuerdo de la chica del libro, miro fijamente a Björn alos ojos y digo en voz baja:

 — Algún día tu ironía hiriente me romperá el corazón.

Björn me mira tan pasmado como si me hubiera hecho pis en su mochila.

¡Parece mentira, en el examen de matemáticas no para de salir el número siete!

Y yo que me había propuesto no perder ni un minuto más pensando en Tim. Pero no

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puedo evitarlo: desde que he visto la fecha esta mañana, no se me va de la cabeza.

El siete de agosto, hace exactamente dos meses, se acercó a mí y se puso a

hablar conmigo. Fue una tarde lluviosa en la isla de Baltrum, donde pasamos las

vacaciones de verano todos los años. Yo paseaba sola por la playa, con mi

gigantesco paraguas rojo.

Lloviznaba un poco, pero de repente empezó a caer agua a cántaros. Aun así,

seguí paseando porque no me apetecía volver al apartamento para pasarme las

horas jugando al monopoly con mis padres.

De pronto, apareció junto a mí, me miró con ojos suplicantes y me preguntó:

 — ¿Te importaría que me pusiera debajo de tu paraguas durante unos

minutos?

Yo me quedé tan perpleja que al principio no logré articular palabra. Luego dije

«sí» al mismo tiempo que sacudía la cabeza.

 — ¿Sí? —repitió Tim—. ¿Te importaría?

 — No —contesté, y no pude menos de reír—. El paraguas tiene anchura

suficiente para dos. Igual que yo —añadí, e inmediatamente lamenté haberlo dicho.

¿Por qué hice un chiste tan poco gracioso sobre mi figura, pese a que Tim no

había visto aún ni una sola de mis mil capas de grasa? Al fin y al cabo, yo no iba por

allí en bikini, sino que llevaba un chubasquero negro y, debajo, un mono de color

naranja (con el que tengo el mismo aspecto que los tipos de la recogida de basuras).

Por suerte, Tim pasó por alto la estúpida alusión a mi volumen de pesadilla y 

me preguntó mi nombre.

 — Michelle. Y tú, ¿cómo te llamas?

 — Tim. Soy de Stuttgart. ¿De dónde eres tú?

 — De Düsseldorf. ¿Has estado allí alguna vez? — No. ¿Tiene algo digno de verse?

Mientras caminábamos lentamente por la playa y nos sometíamos a un

interrogatorio mutuo, yo no me atreví a mirarle directamente a los ojos. En cambio,

le miré de reojo un montón de veces.

 Tim llevaba sólo una camiseta y un pantalón corto, y parecía estar helado. Yo le

pregunté varias veces si tenía frío; pero él lo negó siempre con un gesto de

despreocupación. ¿A quién quería engañar el chulo ese? Tenía los labios amoratados

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 y los brazos, que apretaba contra su delgado tórax, le temblaban sin control.

Estaba moreno, era igual de alto que yo y tenía el pelo rubio y largo, las

pestañas muy bonitas y una dentadura de anuncio de dentífrico. Con otra nariz

habría sido guapísimo, pero con aquella napia tan grande parecía más bien el

hermano gemelo de Pinocho.

No tardé en enterarme de un montón de cosas sobre él: que era un año mayor

que yo (o sea, que ya había cumplido los quince), que le gustaban los cómics

 japoneses y el rap, y que de mayor quería ser piloto, conductor de camiones o agente

inmobiliario.

 — ¿Por qué agente inmobiliario?

 — Porque mi padre lo es y gana dinero a espuertas.

 — Oye, ¿seguro que no tienes frío?

 — No —mintió.

Pero unos metros más adelante se detuvo, me miró y, de repente, se echó a reír.

Por primera vez me atreví a mirarle a los ojos. Eran tan verdes como los del gato de

Valeska.

 — ¿De qué te ríes? —le pregunté.

 — De mí.

 — ¿Qué?

 — Yo, imbécil de mí, estoy todo el tiempo diciendo que no tengo frío. Y en

realidad me siento como si hubiera pasado el día entero metido en un congelador.

¿Por qué no entramos en una cafetería y tomamos algo caliente?

 — ¡Buena idea! — dije.

Y salió corriendo.

Cuando unos minutos después me quité el chubasquero en la cafetería y locolgué en la percha, espié la reacción de Tim al ver mi figura. Porque era patente

que dentro de mi mono no había una grácil gacela, sino un hipopótamo. Pero Tim no

se dio por enterado y, claro, eso no aumentó precisamente mi antipatía hacia él.

Pasamos dos horas sentados en la cafetería, hablando sobre lo divino y lo

humano y diciendo tonterías, en espera de que el sol se dignase volver a salir. Por

fin, hacia las seis menos cuarto entraron por la ventana los primeros rayos.

 — ¿Damos una vuelta por la playa? —propuso Tim.

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 — Si no estoy en casa dentro de un cuarto de hora, mis padres denunciarán mi

desaparición.

 — ¿Y qué?

 — En serio, tengo que estar allí para la cena. Si no, les da un ataque.

 — ¿Y qué? Venga, vamos.

 — Lo siento; es imposible.

Pero fue posible, y no dimos una vuelta por la playa, sino veinte vueltas por lo

menos. No nos separamos hasta las diez menos cuarto. En la despedida hubo un

largo y penoso silencio, al que Tim puso fin dándome un fugaz beso en la mejilla.

Antes de que yo pudiera reaccionar, me volvió la espalda y se marchó sin mirar

hacia atrás.

Por supuesto, mis padres me recibieron con una andanada de reproches, cosa

que no me alteró lo más mínimo. Cuando uno está en el séptimo cielo, apenas oye

los gritos que suenan allá abajo.

A la mañana siguiente llegó la hora de la verdad.

Nada más despertarme, me puso de mal humor que el cielo estuviera azul. Y a

las diez y media va mi padre y anuncia tan feliz desde su sillón de mimbre:

 — ¡Increíble: la temperatura es ya de veintiocho grados! —en Baltrum siempre

mira el termómetro cada diez minutos. Aparte de hojear el periódico, es su única

ocupación durante las vacaciones.

Desgraciadamente, con ese calor ya no podía tumbarme en la arena con el

mono, y me puse el traje de baño amarillo y verde, del que los graciosos de nuestra

clase dicen que podría servir de tienda de campaña para tres personas. Muerta de

miedo, busqué con la mirada a Tim. En cuanto lo viera aparecer, me envolvería con

la toalla y le haría creer que tenía miedo de que me quemara el sol. Pero él tardaba y tardaba en llegar, y, dos horas después, se me escaparon algunas lágrimas de

desesperación que humedecieron la arena.

 — ¿Por qué lloras? —preguntó inmediatamente mi madre.

 — Se me ha metido algo en el ojo.

 — ¿Qué es? —insistió ella.

 — Un tiburón —bramé yo, y clavé mi sombrilla.

Cuando finalmente descubrí a Tim en el agua a primera hora de la tarde, me

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sentí tan feliz que me olvidé por completo del numerito de la toalla, me levanté de un

salto, me metí al agua corriendo y salpiqué a Tim con los pies. Le pregunté dónde

había estado todo ese tiempo.

 — Durmiendo —dijo por toda respuesta.

Luego, ¡Dios mío!, clavó su mirada en mi tripa y se le llenó la frente de arrugas.

Me di cuenta de que empezaba a ponerme roja como un tomate. De buena gana me

habría sumergido en el agua para siempre jamás. « ¡Ya estamos!», pensé con una

tristeza mortal mientras cerraba los puños y luchaba por contener las lágrimas.

Esbocé una sonrisa forzada y, en un tono que pretendía parecer relajado,

pregunté:

 — ¿Ocurre algo?

 Tim asintió. Señaló mi panza, que parece como si estuviera en vísperas de un

alumbramiento de cuatrillizos. Contuve la respiración.

 — Tu traje de baño —dijo Tim.

 — ¿Qué le ocurre a mi traje de baño?

 — Mi madre tiene uno exactamente igual.

Y tras estas palabras se dejó caer hacia atrás y se adentró en el mar nadando

de espaldas. ¿Y yo? Yo salé un poco más el agua del Mar del Norte derramando dos

o tres lágrimas, que en este caso, y para variar, fueron de alegría...

El resto puede contarse en pocas palabras. Los cinco días siguientes, Tim y yo

fuimos inseparables. No sólo me besó las mejillas, sino también algunas otras partes

del cuerpo. Cuando estábamos juntos nos divertíamos mucho y nos reíamos de todo

lo imaginable, incluso de la montaña de carne que siempre llevo de paseo conmigo.

El sexto día se acabó todo. Tim no apareció. Yo me presenté en su hotel por la

tarde y allí lo encontré en el jardín con una Barbie llamada Jacqueline. Me enteré deque la había conocido la noche anterior en el comedor.

 Tim y yo intercambiamos unas cuantas frases banales y ni un solo beso. Como

es obvio, cuando nos despedimos, yo sabía perfectamente cuál era la situación.

A partir de entonces, Tim me ignoró en todas las ocasiones en que nos

encontramos por casualidad en la isla. Ken había encontrado su Barbie, y ella se

pegaba a él como una lapa. El hipopótamo pasó el resto de las vacaciones llorando,

tomando baños de sol y jugando al monopoly, y se negó a despojarse de su mono

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naranja aun con 35 grados a la sombra. Mis padres quisieron saber el motivo de

semejante actitud y me acribillaron a preguntas, pero no por eso perdí un solo

gramo de grasa.

En el recreo de las doce paseo por el patio con Aische. De pronto se detiene y 

me mira con gesto pensativo.

 — Oye, Michelle, eso que le has dicho a Björn esta mañana, ¿iba en serio?

 — ¿Qué le he dicho?

 — Eso del corazón roto.

Vaya, al parecer esa frase le ha causado a Aische tanta impresión como a Björn

 y a Daniel, que llevan ya cuatro horas sin hacer ningún chiste a mi costa.

 — Debería importarte un pimiento lo que esos imbéciles opinen de tu figura — 

comenta Aische—. Yo que tú no haría ningún caso de lo que dicen.

 — Si nunca les hago caso —contesto yo, aunque no es verdad del todo—. Pero

es que hoy...

 — Ya —dice Aische—. Hoy estás muy susceptible porque no puedes dejar de

pensar en el Tim ese. ¿Fue tu primer novio?

 — Pero si antes salí con Jörg, ¿no te acuerdas?, el portero del equipo de fútbol

de mi primo.

 — ¿Aquella bestia con orejas de soplillo que presumía de que sólo cambiaba de

calzoncillos dos veces al mes? —Aische sacude los rizos, negros como el carbón, que

cubren su cabeza—. A ése lo mandaste a paseo al cabo de una semana, así que no

llega a ser un novio.

 — Entonces, tampoco lo fue Tim. Porque lo de él se acabó a los cinco días. — ¿Sigues dedicándote a arrancar la cabeza a las Barbies de la sección de

 juguetes?

Antes de que pueda contestar aparece Valeska y nos invita a coger unas

cuantas palomitas. Se la ve más contenta que unas castañuelas.

 — Hola, Val. ¿Qué pasa? —se sorprende Aische—. ¿Has recibido otra carta de

amor?

 — El señor Strobel me acaba de dar las llaves de su coche para que vaya y coja

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un libro sobre Luis XV —nos informa toda orgullosa—. Me muero de ganas de saber

qué nos va a explicar.

 — Yo también, ¡no te fastidia! —dice Aische—. ¿Desde cuándo es la historia tu

asignatura favorita?

Por toda respuesta, Valeska sonríe y se mete en la boca un puñado de

palomitas.

 — Desde que tenemos a Strobel de profesor de Historia —contesto yo en su

lugar—. Sé sincera, Val: ¿ya le has pedido matrimonio?

 — No, todavía no. Estoy esperando a que se divorcie.

¿Qué le he dicho a mi madre esta mañana en la cocina? Que de buena gana me

habría quedado en la cama porque sabía perfectamente cómo iba a discurrir el día.

Hasta después de comer parece como si, una vez más, no fuera a pasar nada de

lo que más ardientemente deseo todas y cada una de las mañanas en cuanto me

despierto: algo sorprendente con lo que jamás habría contado en mi vida; un

encuentro inesperado, un acontecimiento especial o incluso una catástrofe, pero

pequeña, por favor: no sé, un robo en nuestra casa o una inundación en el sótano.

 Todos los días sale en la televisión un montón de gente a la que le suceden

cosas rarísimas. Yo soy la única a la que nunca le ocurre nada extraordinario, ni

siquiera hoy, que es el día 5352 de mi vida. ¡Qué vulgaridad!

Pero, a las tres y media, apenas he montado en el tranvía para ir al

entrenamiento de baloncesto cuando una aguda voz de chico grita:

 — ¡Hola, Michelle! ¡Cuánto tiempo sin vernos!

Me vuelvo y encuentro una cara salpicada de granos que de algún modo meresulta conocida. Sólo una vez he visto un acné tan horrible como ése: fue en la

televisión, en un programa sobre salud. El dueño de la colección de granos baja la

mirada y dice:

 — ¿Es que ya no te acuerdas de mí?

De repente caigo en la cuenta: es Jens Peter y hasta hace tres años vivía en

nuestra casa, un piso más arriba que nosotros.

 — ¡Vaya, cómo has cambiado! —constato desconcertada. Él me echa un vistazo

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de arriba abajo y luego murmura:

 — Y tú también.

Me siento a su lado, dejo la bolsa de deportes entre mis pies y sonrío a Jens

Peter. De acuerdo, este encuentro con un viejo conocido no figura entre las

maravillosas sorpresas con las que sueño todas las mañanas, pero no deja de ser

inesperado.

 Jens—Peter y yo hablamos de los viejos tiempos. Antes jugábamos juntos

muchas veces, sobre todo en invierno y los días de lluvia. Solíamos jugar en mi

cuarto, pues Jens—Peter tenía que compartir su habitación con dos hermanos más

pequeños. Es un año mayor que yo y, ahora, casi una cabeza más alto. En el colegio

de primaria era algo así como mi guardaespaldas, y se peleaba con todos los chicos

que me hacían rabiar.

 — ¿Sigues yendo al mismo instituto?

Asiento con un movimiento de cabeza y pregunto:

 — ¿Y tú?

 — Acabo de empezar en una escuela profesional. Quiero ser panadero.

¡Puf! Esperemos que no se le reviente ningún grano mientras está amasando.

Hoy en oferta: pan con pus. ¡Sólo 3,95 marcos!  

Yo omito amablemente cualquier alusión a su acné. En correspondencia, él no

me pregunta cuántos kilos he engordado en los últimos años. En vez de eso me

cuenta todo lo que ha aprendido hoy en la escuela de formación profesional.

 — ¿Sabes realmente que un panecillo contiene casi tanta química como una

pastilla para el dolor de cabeza?

 — No.

 — ¿Quieres que te enumere todos los productos químicos? — No.

A pesar de todo, lo hace. No puedo escuchar la lista hasta el final porque tengo

que apearme.

 — ¡Adiós! A lo mejor volvemos a vernos otro día —le digo. Cojo mi bolsa de

deportes y me dirijo hacia la puerta.

 — Podríamos ir al cine este fin de semana. Te llamo yo. ¿De acuerdo?

 — Es que...

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El tranvía se detiene.

 — Te llamo yo. ¿De acuerdo? —repite Jens—Peter, y me mira con tanta tristeza

como un perro que lleva una eternidad sin que nadie lo acaricie.

 — De acuerdo —digo rápidamente, para que no empiece a gimotear, y salto a la

calle.

Cuando el tranvía se pone nuevamente en marcha, Jens—Peter me hace señas

apretando los granos contra el cristal. ¿Está mal de la cabeza? Si no deja de hacer

eso inmediatamente, va a dejar litros de pus pegados a la ventana. ¡Puag!

Por el camino hacia el pabellón de deportes se me ocurren doscientas cincuenta

excusas para justificar por qué no puedo ir al cine con Jens—Peter Pústulas este fin

de semana.

5354

A la señora Gretschmann le pasa algo.

En clase de inglés la he pillado haciendo un gesto completamente nuevo, que

ha repetido varias veces: se llevaba el pelo detrás de la oreja con la mano izquierda y 

luego se quedaba un minuto mirando al vacío, absorta en sus pensamientos.

Y ahora en el recreo veo que se pasea por el patio mucho más despacio de lo

normal y apenas se da cuenta de lo que ocurre a su alrededor. Los descerebrados de

quinto y sexto podrían luchar entre sí con sierras mecánicas sin que la señora

Gretschmann notara nada.

 — ¿Estará enamorada? —le pregunto a Valeska, que mordisquea una manzana

tan roja como sus mejillas.

 — ¿Quién?

 — La señora Gretschmann.

 — ¿Qué? —se extraña Aische—. ¿Cómo se te ocurre semejante cosa?

 — ¿No os habéis dado cuenta de que durante la clase ha estado muchas veces

ausente y como en la luna?

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 — ¡Estás mal de la cabeza! —opina Valeska masticando—. La Gretschi ha

estado como siempre.

Aische asiente:

 — Tú ves fantasmas, Michelle.

 — Os equivocáis: yo veo lo que vosotras no veis, exactamente igual que la chica

gorda del libro.

 — ¿Del que hojeé hace poco en tu casa? —pregunta Aische llevándose un dedo

a la sien—. La boba esa, como era extraordinariamente gorda, se creía que también

era extraordinariamente sensible. Pero eso no es más que un cliché estúpido, tan

estúpido como el de la típica chica turca de los libros juveniles, que siempre sale con

el pañuelo en la cabeza, tiene problemas con su padre, odia a sus hermanos y no

sabe si es alemana o turca.

Antes de que pueda replicar, aparece Stefanie para invitarnos a la fiesta de su

cumpleaños, que es la próxima semana.

 — Podéis traer a vuestro novio con toda tranquilidad, en caso de que tengáis — 

añade, y me echa a mí una mirada sarcástica.

 — De acuerdo —digo por toda respuesta.

 — ¿Llevamos algo de comer? —se informa Valeska.

 — No. Tengo bastante para hartaros. Al menos a la mayoría de vosotras.

Y otra vez la misma mirada impertinente a la que Stefanie me tiene

acostumbrada desde hace tiempo. Me gustaría saber por qué se porta así conmigo.

En realidad tendría que estarme agradecida porque, si no existiera yo, sería ella la

más gorda de nuestra clase.

Una vez que se ha ido, le pregunto a Val:

 — ¿A cuál de tus cuatro novios vas a llevar a la fiesta?Hace una mueca y le da un mordisco a su manzana.

 — En este momento estoy sola. Y tengo intención de seguir así un año, por lo

menos.

 — ¡Sí, claro! Y yo soy Michael Jackson.

Después de comer tiene lugar una reunión del grupo del Trébol en casa de

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Valeska.

En su minúscula habitación apenas hay sitio suficiente para una cama, un

armario, una mesa de trabajo y una silla. De las paredes cuelgan pósters de los

futbolistas preferidos de Val. Sí, efectivamente, mi mejor amiga es una futbolera

empedernida. Pero no es ésa la única razón de que todos los chicos se enamoren de

ella. Valeska es guapísima: pelo rubio a media melena, ojos de color azul claro,

labios en forma de corazón, piernas interminables y, naturalmente, ni un solo gramo

de grasa de más. Y siempre está de buen humor, incluso cuando tiene la regla.

Además de Val, de Aische y de mí, también forma parte del Trébol Esther (que

es aún más alta y delgada que Valeska, ¡maldita sea!). Antes iba a nuestra clase;

pero cuando sus padres se separaron hace dos meses, se mudó a Ratingen con su

madre. Aun así, sigue viniendo a nuestras reuniones y colabora en todas nuestras

acciones. Esther es muy maja, aunque a veces, sin motivo alguno, se pone muy 

impertinente.

Estamos sentadas en círculo encima de la alfombra, mordisqueamos palitos de

pan y pensamos en lo que haremos con el dinero que hemos reunido hasta ahora.

Val, Aische y yo casi nunca hablamos de eso en el colegio porque los demás se

reirían de nosotras.

Bueno, admito que realmente es un poco extraño que nosotras, por decirlo de

alguna manera, hayamos fundado nuestra propia organización benéfica. Todo

comenzó con un programa sobre los niños de la calle de Bolivia, que casualmente

vimos juntas Val y yo durante las últimas vacaciones de Navidad. ¡Nos impresionó

muchísimo! Claro que ya sabíamos que en el mundo hay mucha gente a la que no le

va también como a nosotras. Pero a raíz de ese programa empezamos a pensar si no

podríamos hacer algo para ayudar.Desde entonces miramos casi todos los reportajes que tratan sobre la miseria y 

el sufrimiento, y ahora estamos hechas un lío porque ya no sabemos quién necesita

ayuda con más urgencia.

 — ¿Cuánto hemos reunido hasta ahora? —pregunta Esther—. ¿No deberíamos

contarlo?

 — ¿Otra vez? —suspira Aische—. Lo contamos el mes pasado.

 — Pero en los últimos días hemos recaudado algo.

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 — Está bien —dice Valeska.

Se levanta y coge del armario una caja blanca grande en la que ha pintado con

rotuladores de colores un trébol con cuatro hojas. Después de quitar la tapa, vuelca

la caja y deja que el dinero se esparza por la alfombra.

 — ¡Aquí hay un montón de pasta! —se admira Esther, y se pasa la mano por el

pelo, rojo y cortado al cepillo—. Con esto podría comprarse mi madre un par de

pechos nuevos.

 — ¡Tonterías! Con esto no tendría ni para el lóbulo de una oreja.

Apilamos los billetes y las monedas y empezamos a contar. La mayor parte del

dinero la hemos conseguido mediante diferentes acciones, por ejemplo, mediante

puestos instalados en el mercado de viejo o cantando en la Königsallee. El resto son

donativos que nosotras cuatro hemos hecho con dinero de nuestra paga.

Como estamos haciendo el tonto todo el rato, nos equivocamos muchas veces al

contar. Tardamos casi media hora en averiguar la suma exacta: 1.689 marcos y 73

céntimos.

 — ¡Guau! —exclama Esther—. ¡Somos fantásticas!

 — Cuando lleguemos a dos mil, deberíamos darlos —propongo yo.

 — Michelle tiene razón —corrobora Aische—. La pregunta es: ¿a quién debe

hacer feliz el Trébol?

Valeska se encoge de hombros.

 — El domingo vi una película sobre Calcuta. ¡Cómo viven en los barrios bajos

de allí! ¡Es para volverse loco! Montañas de mierda y ratas, millones de ratas... Y en

una habitación tan pequeña como la mía viven allí familias enteras con no sé

cuántos hijos. Y no sobre un suelo enmoquetado, sino directamente encima de la

tierra. ¿Os lo podéis imaginar? — Yo también lo vi —dice Aische—. Pero inmediatamente después pusieron un

reportaje sobre los niños de Bucarest. Salían unas chicas de nuestra edad que

vivían en cuevas en la periferia de la ciudad. Miré en el atlas dónde está Bucarest.

¿Sabéis que Rumania no está más lejos de nosotras que España? ¿Cómo es que hay 

gente tan cerca de nosotras que vive en la miseria?

 — ¡En todas partes hay gente que vive en la miseria! —digo yo—. También aquí,

en nuestro país. ¡Eso es precisamente lo demencial! ¿Por qué hemos de enviar los

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dos mil marcos al otro extremo del mundo? Mirad los vagabundos del Hofgar—ten.

Ellos también necesitan ayuda. O los drogadictos de la estación central.

 — Ésos cogerían el dinero e irían directamente en busca de sus camellos a

comprar más droga —dice Esther—. Tenemos que encontrar alguien para quien los

dos mil marcos sean una verdadera ayuda, ¿entendéis? Alguien que pueda empezar

con ellos una nueva vida.

Valeska sonríe.

 — Estás hablando como el párroco en la homilía de los domingos. Pero tienes

razón: nuestra pasta no debe ser una gota en el mar, sino que tiene que cambiar

algo, aunque sea para una sola persona.

 — Pero el problema es para qué persona —dice Aische, que se levanta y se

estira.

No sólo tiene una figura de gacela, sino que también se mueve como una

gacela.

Primero tenemos que reunir los trescientos once marcos que nos faltan; luego,

aún tendremos tiempo para pensar a quién le ponemos en la mano los dos mil

marcos. ¡Venga, vámonos!

 — ¿Adónde? —quiere saber Aische.

 — A la calle. Hoy vamos a recolectar de forma completamente distinta que las

demás veces. Nos dirigiremos a las personas que tengan aspecto de ricas y les

diremos que necesitamos dinero para ayudar a una persona pobre.

 — ¡Oh, sí, buena idea! —se burla Valeska—. ¿Nos apostamos algo a que así no

reunimos ni cincuenta céntimos?

 — ¿Apostamos en serio? Mi padre dice que la verdad siempre es rentable.

Valeska se mantiene en sus trece: — Yo no me acerco a ninguna persona desconocida para hablarle. Te pueden

dar un buen corte por menos de nada. Prefiero coger la guitarra y que cantemos un

par de canciones. ¿Quién está de acuerdo?

Excepto Esther, todas levantamos la mano.

 — Muy bien, vamos.

Aische y Valeska se levantan de la alfombra. Yo quiero levantarme también,

pero se me han dormido las piernas.

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 — ¡Ayúdame, Aische! —suplico, y extiendo los brazos. Ella tira de mí hacia

arriba.

 — Espero no haberme partido la espalda —bromea Aische mientras yo miro con

envidia a Esther.

 — ¿Por qué me miras así? —pregunta bruscamente Esther. Está enfadada

porque ha perdido la votación.

 — Es una pena que los dos mil marcos no sean míos —suspiro—. Si lo fueran,

ahora mismo compraría algo.

 — ¿Qué?

 — Tu cuerpo.

 Todas ríen. Pero en realidad yo no pretendía hacer un chiste.

Valeska toca fatal la guitarra. Pero precisamente por eso sintoniza tan bien con

nuestro «canto». Alguna vez, por pura casualidad, acertamos a cantar la nota

correcta. Eso sí, berreamos tan fuerte como podemos y nos ponemos contentísimas

cuando llegamos al último acorde.

Llevamos ya media hora en la Königsallee y nos hemos quedado roncas de

cantar. En la pequeña caja de puros que hay a los pies de Valeska brillan dos

marcos solitarios. Los ha echado Aische para que la caja parezca menos vacía.

¿Qué es lo que pasa hoy? Otros días sacamos cincuenta marcos en una hora,

pero esta tarde tiene todo el mundo mucha prisa y pasa a toda pastilla sin fijarse en

nosotras.

 — Odio a los Beatles —dice Esther, y le lanza a Valeska una mirada furiosa—.

¿Por qué coges siempre las mismas partituras? ¿No podemos cantar alguna vez algodistinto?

 — ¿Cómo que cantar? —sonríe Aische—. ¿Te parece que esto es cantar?

 — Fuera de las partituras de los Beatles, sólo tengo folclore ruso, canciones

navideñas alemanas y los grandes éxitos de Julio Iglesias —declara Valeska—. Mi

madre me los hace tocar una vez a la semana, por lo menos. Antes me cuelgo al

cuello una bolsa de mareo para que al vomi...

 — Basta de charla; tenemos que seguir —la interrumpo yo—. ¿Qué tal si

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probamos con Eleonor Rigby ?

 — No me sé los acordes —dice Valeska sacudiendo la cabeza—. Es más difícil

aún que Michelle, tu canción.

 — ¡Mi canción! Cualquiera diría. Venga, empieza la que sea. Total, aunque te

equivoques, nadie se va a dar cuenta.

 — ¡Qué sabrás tú!

Mira concentrada la partitura y arranca. Tras los primeros acordes, se lanza

contra ella un tipo joven vestido con ropa harapienta y agarra el mástil de la

guitarra.

 — Basta, largaos de aquí —brama—. Éste es mi sitio, ¿entendido? Vendo aquí

todos los días la revista de los sin techo.

Agita una pila de periódicos delante de nuestras narices.

 — Largaos, ¡y ahora mismo!

 — ¡Quita las manos de mi guitarra! —le bufa Valeska. Sorprendentemente, le

obedece en el acto—. Estamos pidiendo dinero para una buena causa.

 — Sí, seguro: para compraros pintalabios y pendientes. Esfumaos si no queréis

saber lo que es bueno.

Nos miramos. Todas estamos convencidas de que no tiene sentido discutir con

el hombre. Aische coge el atril de las partituras y yo la caja de puros, y nos vamos

cincuenta metros más allá y volvemos a instalar nuestras cosas.

 — ¡Qué idiota! —se enfada Aische—. ¿Por qué no nos ha creído?

 — No le des más vueltas. Estaba borracho —le digo.

 — ¡Tonterías!

 — ¡Venga, sigamos! —anuncia Val, y ataca los primeros acordes de Eleanor 

Rigby. Por fin, con un enérgico movimiento de cabeza, nos indica que ha llegadonuestra hora. Empezamos a cantar.

¡Dios mío, qué mal suena!

Al comienzo de la segunda estrofa se detienen delante de nosotras tres chicos,

se cruzan de brazos y ríen sarcásticamente. ¡Qué penoso! Vamos bajando la voz

poco a poco.

Dos de los chicos podrían ser de la India, de Sri Lanka o de Pakistán. El tercero

es blanco como la leche, pequeño y musculoso y lleva un monopatín debajo del

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brazo.

Después del último acorde aplauden con un entusiasmo exagerado y gritan

sarcásticamente: « ¡Otra! ¡Otra!».

 — ¡Serán imbéciles! —me bufa Aische al oído mientras Esther enrojece como un

tomate y Valeska hojea sus partituras sin prestar ninguna atención a los chicos.

 — ¿Sabéis que es esto? —nos grita el más alto de los dos morenos, y emite

sonidos semejantes al ruido de los motores—. Es John Lenon removiéndose en su

tumba —se pone en jarras y nos mira a una tras otra—. ¿Por qué os ponéis aquí a

hacer el ridículo de esta manera, si se puede saber? Como cantantes no creo que os

contratasen ni para actuar en una residencia de animales.

Los amigos le ríen la gracia.

 — Recogemos dinero para una buena causa —declara Valeska sin inmutarse, y 

sigue hojeando las partituras de los Beatles.

 — ¿De verdad?

Val asiente.

Y ahora ocurre algo de lo más sorprendente: el gracioso saca su cartera, coge

un billete de veinte marcos y lo deja en la caja.

 — ¡Que tengáis suerte! —dice sin el menor asomo de ironía, nos saluda

amablemente y continúa su camino, seguido por sus dos amigos.

¡Nos quedamos sin habla!

 — Creo que estoy viendo visiones —murmura Esther, y sacude la cabeza con

gesto de incomprensión—. ¡Uno de veinte! ¿Qué pasa? ¿Qué le sobra la pasta?

Porque era «paqui», ¿no?

 — No digas «paqui». Es una expresión despreciativa, como «negro».

 — Pero era «paqui», ¿no es cierto? Esos tipos nunca tienen dinero. ¿Será unbillete falso?

Aische le pone a Esther el brazo encima del hombro y dice:

 — ¿Sabes lo que más me gusta de ti?

 — No, ¿qué?

 — Que no tienes prejuicios.

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 — ¿Dónde has estado toda la tarde? — me pregunta mi madre durante la cena.

 — En la ciudad.

 — ¿Con quién? —quiere saber mi padre.

 — Con Aische, con Esther y con Valeska.

Mi padre se mete en la boca un poco de ensalada y, masticando, pregunta:

 — ¿Y qué habéis hecho?

 — ¡Cielos! —suspiro yo—. ¿Va a ser esto un interrogatorio? ¿Por qué tenéis que

ser tan cotillas?

Mi madre hace una mueca, mientras mi padre se sirve una albóndiga más.

 — ¡No hace falta que te pongas así! —refunfuña mi madre—. Sólo hemos

preguntado con quién has estado yendo de acá para allá todo el día.

 — Yo no voy de acá para allá —respondo en el mismo tono.

 — Entonces cuéntanos qué has hecho hoy con tus amigas.

 — Nada.

 — Pero algo haréis en todo el día, ¿no?

Pongo los ojos en blanco.

 — ¿Podéis dejarme terminar de cenar en paz? ¡Muchas gracias!

 — De nada —responde tranquilamente mi padre—. Y cuando acabes, podrás

contarnos cómo ha discurrido tu tarde.

 — Como siempre: robos, drogas y sexo. ¿Satisfecho?

Mis padres no encuentran particularmente graciosa mi respuesta. Con una

mirada fugaz se ponen de acuerdo en cambiar de tema. Hablan sobre la psoriasis de

la tía Margret y de los callos del abuelo Jürgen. ¡Una conversación para abrir el

apetito!

No obstante, yo me como tan a gusto las albóndigas, y me admiro una vez másde lo mucho que puede llegar a devorar mi padre. Lo que se ha tragado en los

últimos diez minutos no se lo comería Esther en una semana entera.

Es cierto: yo debo mi figura a mi padre. Y él la heredó del abuelo Jürgen. Los

dos son verdaderos colosos: casi dos metros de altura e ingentes cantidades de

grasa. La tía Margret los califica siempre de imponentes robles alemanes. Pero yo no

he visto todavía un roble con una panza tan descomunal. En la tripa de mi padre

cabrían cómodamente dos jabalíes, y aún podrían jugar al escondite. Por supuesto,

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 ya ha seguido varias dietas, pero hasta ahora ninguna con verdadero éxito.

Exactamente lo mismo nos ocurre a mí y al abuelo Jürgen. Realmente, ¡no tenemos

remedio!

Hasta cierto punto, yo ya me he hecho a la idea de pasar el resto de mi vida

circulando como una bola de grasa. No obstante, algunas veces me horrorizo cuando

veo mi imagen en un espejo. Y me entra verdadero pánico cuando pienso qué

aspecto tendré a los veinte o treinta años.

En cuanto me como el último bocado, comienza otra vez el interrogatorio.

 — ¿Te ha gustado? —quiere saber mi madre.

 — Sí. Estaba muy rico —me levanto.

 — ¿Adónde vas?

 — Voy a Tokio y vuelvo —respondo con impertinencia—. Voy a mi habitación,

¿dónde quieres que vaya si no?

 — Pero todavía no nos has contado qué has...

Por suerte, en ese momento suena el teléfono. Con gran alivio desaparezco de la

cocina y cojo el auricular en el vestíbulo.

 — Casa Diering.

 — ¡Hola, Michelle! Soy Jens—Peter. ¿Qué película quieres ver? De todos modos

ha de ser el domingo, porque el sábado no tengo tiempo. ¿Quedamos para la sesión

de las tres? En el Universum ponen la última de James Bond. ¿Nos encontramos en

la estación? ¿O mejor delante de ese nuevo...?

 — ¡Un momento, un momento! —le interrumpo, nerviosa—. El domingo no

puedo yo.

 — ¿Por qué no?

 — Porque... esto... porque ese día tengo que... esto...¡Mierda! Me había preparado un montón de excusas. ¿Por qué no recuerdo

ninguna ahora?

 — Porque tienes, ¿qué? —pregunta Jens—Peter—. ¿Es que vas a ir a una

fiesta? En ese caso puedo acompañarte.

De pronto no puedo menos de pensar en la sarcástica observación de Stefanie:

«Podéis traer a vuestro novio con toda tranquilidad, en caso de que tengáis».

Decidido: ¡me presentaré en la fiesta con Jens—Peter, y que se fastidie Stefanie!

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 — Oye, ¿te apetece venir conmigo a una fiesta dentro de ocho días?

 — ¡Ya lo creo! —responde entusiasmado—. ¿Y qué hay del cine del domingo?

¡Venga, no me falles!

 — Humm...

 — ¡Por favor!

 — Está bien. Pero nada de James Bond. Prefiero ver algo romántico.

 — ¿Y una película de kárate?

 — Nos encontramos a las dos y media delante de la estación —propongo yo—. Y

luego ya veremos lo que ponen. ¿De acuerdo?

 — De acuerdo. Hasta entonces.

 — Adiós.

En cuanto cuelgo, mi madre grita desde la cocina:

 — ¿Quién era?

 — ¡El papa!

5355

A la mañana siguiente, en la parada del tranvía, les cuento a Valeska y a Aische

lo de mi cita del domingo con Jens—Peter.

 — ¿Es ése el mismo Jens—Peter que me cortó media coleta cuando celebraste

tu décimo cumpleaños? —pregunta Aische.

 — El mismo. Hace un par de años que ya no vive en nuestra casa. Pero el

martes me encontré casualmente con él.

Valeska traza con el dedo índice un corazón grande en el aire, y dice:

 — E inmediatamente saltó un chispazo y se encendió el amor en el corazón de

Michelle.

 — ¡Tonterías! —bufo yo—. Casi no le reconocí porque tiene más granos que

pelos.

 — ¿Y qué? También a ti te saldrán algún día. ¿Nos apostamos algo?

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 — ¿Apuestas a que no? —le replico—. A quien está tan terriblemente gordo

como yo no se le puede castigar además con granos. ¡Sería injusto!

 — El mundo es injusto, querida —Valeska me acaricia la mejilla—. Y ahora

coged vuestras mochilas, chicas, que por ahí detrás llega el tranvía. ¿Has hecho los

deberes de matemáticas, Aische?

 — Sí, eran muy fáciles.

 — Anda, sácalos y déjame que los copie.

Mientras Valeska copia a toda velocidad interminables filas de números en su

cuaderno de matemáticas, yo miro dentro del tranvía para ver si hay algo

extraordinario que descubrir.

Me importa un rábano que Aische se burlara de la gorda hipersensible de mi

novela preferida. Anoche volví a empezar con el libro y leí casi setenta páginas. Y me

di cuenta de que la chica (que, por cierto, se llama Marie—Thérèse) en realidad se

fija en cosas absolutamente normales, sólo que luego las transforma con su fantasía

en algo muy extraordinario. Yo me fijo en una señora de cierta edad que está

sentada en diagonal conmigo y lleva en su regazo un ramo de flores. Mira

alternativamente por la ventana y al ramo y sonríe constantemente en silencio.

¿Estará mal de la cabeza? Pero ¡quién no lo está! Seguro que los chicos que están

alborotando en el pasillo no están mucho mejor: se reparten golpes con sus

mochilas y se aprietan el cuello unos a otros hasta que se ponen rojos como

tomates. Cuando para el tranvía, como ahora, algunos de ellos caen al suelo

rodando. Al levantarse se ríen como locos. A mí me gustaría saber qué hay de

gracioso en eso.

 — ¡Ay! —grito, porque alguien me ha dado un pisotón en el pie izquierdo.

Furiosa, levanto la cabeza y obsequio con una mirada asesina al tipo que acabade subir al tranvía.

 — ¡Perdón! —dice él con una sonrisa irresistible. Luego sujeta la cartera entre

el brazo derecho y el pecho, se agarra con la mano izquierda a la barra de encima de

su cabeza y me sonríe otra vez.

¡Qué amable es! Y qué guapo: pelo negro muy corto, ojos marrones, orejas

carnosas. Es extraño que no me haya fijado antes. De buena gana le diría algo pero,

claro, no me atrevo. Cada dos segundos le lanzo una mirada de reojo. Y él también

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me mira a mí, lo noto. Cuando nuestros ojos se encuentran casualmente, vuelve a

sonreírme. Yo hago acopio de todo mi valor y le devuelvo la sonrisa. Al hacerlo

recorre mi espalda una especie de escalofrío.

Entretanto, Valeska ha terminado de copiar los ejercicios de matemáticas y 

habla con Aische sobre Pascal, que ya le ha escrito veinte cartas de amor. A pesar de

todo, Valeska no quiere saber nada de él.

 — Sencillamente, no es mi tipo —sentencia—. Mira que se lo he dicho veces,

pero él sigue erre que erre, y eso que...

Valeska enmudece porque Aische le ha dado un golpecito con el codo en las

costillas.

 — ¿Qué pasa? —pregunta Val, a lo que Aische responde señalando con un

gesto hacia mí y, luego, hacia el chico de pelo negro. ¡Ajá, así que se ha dado cuenta

de que nos estamos mirando! Musita algo a Val al oído, y luego sonríen

disimuladamente las dos. ¡Como niñas pequeñas!

Dos minutos después tenemos que apearnos. Y, ¡oh, sorpresa!, el chico también

baja. ¿Irá a nuestro colegio?

No, desgraciadamente no. En vez de enfilar la entrada del Luisengymnasium, él

sigue caminando, probablemente hacia el Görres—Gymnasium, que está justo al

otro lado de la esquina. Me detengo y le sigo con la mirada.

 — ¿Conocéis a ése? —pregunto a mis dos amigas.

 — ¿Quieres conocerlo? —me pregunta Valeska a su vez—. ¡Vuelvo enseguida!

Deja la cartera en el suelo y sale corriendo. ¿Adónde irá? Ah, ha visto a Jasmin

que está en el otro extremo de la calle y va a buscarla. Jasmin va al Görres— 

Gymnasium y es del mismo club de ping—pong que Valeska. Hace no mucho

ganaron juntas el campeonato municipal en la modalidad de dobles.Se saludan y Val le dice no sé qué mientras señala al tipo del tranvía, que en

ese momento está cruzando por el paso de cebra. Sólo ahora me doy cuenta de que

cojea ligeramente.

 — ¡No está nada mal! —opina Aische, y saca del bolsillo una bolsita de regaliz— 

. Seguro que ya ha cumplido los dieciséis o los diecisiete. Me extrañaría que no

tuviera ya novia.

 — Sí, claro —contesto—. Pero no hacía falta que me recordaras que no tengo

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ninguna posibilidad con él. Lo sabía yo sólita.

 — Yo no he dicho nada de eso. Coge, ¿quieres?

Niego sacudiendo la cabeza, y Aische saca de la bolsita una pastilla de regaliz,

me la mete en la boca y me da un beso en la mejilla. No puedo menos de reír.

En ese momento llega Val corriendo.

 — Se llama Raoul van Josten, cumplió dieciséis años el mes pasado, cortó con

Wiebke hace dos semanas y suele venir al colegio en bicicleta; pero ayer se torció un

pie en la clase de deportes, y por eso ha venido hoy en el tranvía —informa Val.

 — ¿Y cómo sabe Jasmin todo eso? —me admiro yo—. ¿Son amigos?

 — Propiamente no. Pero el Raoul ese es de los famosillos del colegio. Al parecer,

hay por lo menos trescientas chicas detrás de él. Y por eso lo saben todo sobre él.

¿Nos apostamos algo a que es un creído insoportable?

 — Probablemente —suspiro yo—. Por eso encajaríamos maravillosamente: el

cerdo y la gorda. ¡Venga, entremos! Ya ha sonado el timbre dos veces.

5356

Raoul van Josten...

He intentado un montón de veces quitarme de la cabeza ese nombre tan

romántico y al tipo que lo lleva: en vano. Desde que ayer me pisó el pie, mil

pensamientos sobre él se deslizan por mi cabeza como en una montaña rusa.

Incluso ahora, mientras desayuno.

Mi padre tiene hoy turno de mañana y ya lleva dos horas yendo y viniendo de

Neuss a Derendorf conduciendo el tranvía de la línea 704. Mi madre está

comprando. Así que podría aprovechar para meterme tranquilamente entre pecho y 

espalda medio paquete de pan tostado, tres huevos cocidos, un montón de copos de

avena y cinco yogures, sin tener que oír ningún comentario de mi madre. Ya sé que

lo hace con buena intención, pero que me recuerde lo gorda que estoy en pleno

ataque de glotonería, es algo que me ataca los nervios.

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Pero esta mañana de sábado, en vez de hincharme a comer, me dedico a

remover absorta mi taza de cacao y veo ante mis ojos la sonrisa de Raoul. Me

pregunto si ese pisotón de ayer fue quizá el gran acontecimiento sensacional que

llevo años esperando.

Sí, de acuerdo: el pisotón y, sobre todo, la sonrisa fueron ya todo un

acontecimiento; pero la gran pregunta es si de ahí va a surgir algo más que sueños

cursis como los que me persiguen desde entonces. Raoul y yo en un banco del

parque, Raoul y yo en un paseo de compras por Londres, Raoul y yo haciendo

snowboard en los Alpes, Raoul y yo en una isla solitaria, siempre unidos en un

estrecho abrazo y con sus labios apretados contra los míos. ¡Estoy hecha una

imbécil!

Lo mejor sería que me desenganchara de Raoul lo antes posible. ¡Porque está

claro que nunca podré llegar a ser su novia! ¿Por qué debería entablar relaciones

mister Ensueño de las Chicas precisamente con miss Culo Ancho? Antes entraría el

presidente a formar parte de un grupo de música disco.

Suena el timbre.

¿Será el cartero? ¿Tan temprano?

Voy al pasillo y cojo el telefonillo del portero automático.

 — ¿Sí?

 — Soy Valeska.

¿Cómo? ¿Qué hace aquí? Los sábados por la mañana suele ir siempre con su

padre al supermercado.

 — ¿No vais hoy a hacer la compra? —le grito mientras sube las escaleras.

Valeska se limita a sacudir la cabeza. Sin decir una palabra me abraza con

mucha fuerza y no me suelta. — ¡Eh! ¿Ocurre algo?

En vez de responder, Val se echa a llorar. Aprieta su cara contra mi nuca y 

solloza silenciosamente. Dejo de hacer preguntas y me limito a acariciarle la cabeza.

Nos quedamos así durante una eternidad.

De pronto, Valeska se separa, sale precipitadamente del piso y corre escaleras

abajo. Yo estoy demasiado desconcertada para salir corriendo tras ella en ese

momento.

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 — ¡Espera! —le grito, pero en ese instante oigo cerrarse violentamente la puerta

de la calle.

Vuelo al balcón. Ahora, Valeska se dispone ya a doblar la esquina.

 — ¡Vuelve! —le grito—. ¿Qué te pasa?

Val se detiene, levanta la vista para mirarme y contrae su rostro, bañado de

lágrimas, para esbozar una sonrisa triste. Yo quiero decirle algo más, pero Val se

despide con un gesto rápido y se marcha dando grandes zancadas.

¿¿…??

Me seco las lágrimas de Valeska que humedecen mi cuello. No tengo ni la más

mínima idea de lo que significa aquella extraña aparición de Valeska.

Evidentemente, tiene que haber ocurrido algo malo. Pero ¿qué?

Ni corta ni perezosa, voy al teléfono y marco el número de Aische. Contesta su

madre.

 — Lo siento, Michelle, mala suerte: Aische acaba de irse con sus hermanos a la

piscina cubierta. ¿Quieres que le dé algún recado?

 — No es necesario, señora Günoglu. Volveré a llamar más tarde. ¡Buen fin de

semana!

 — Gracias, igualmente. ¡Adiós!

Regreso a la cocina, pensativa, y me siento delante de mi cacao. Mientras me

tomo un sorbo, veo delante de mí el rostro lloroso de Valeska.

Y de repente rompo yo misma a llorar.

De buena gana me habría quedado toda la tarde delante de la televisión viendo

el canal de vídeos musicales. Pero no: van mis padres y me llevan a uno de esostristes mercados de viejo por los que deambulamos casi todos los fines de semana.

Nuestro coche avanza a paso de tortuga. Por desgracia, mi padre no suele ir a

más de cincuenta por hora, como es conductor de tranvía... Sólo le falta gritar el

nombre de la próxima parada cada trescientos metros.

Mis padres dicen que les pone nerviosos que lleve los Walkman en el coche.

Pero yo sé que lo que realmente les molesta es que no saben qué decirse.

Hace un mes fuimos a Bremerhaven a ver al abuelo Jürgen, y yo apenas me

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quité los auriculares de las orejas en todo el viaje de ida. ¿Y qué sucedió? Pues que

mis padres se pasaron varias horas sin intercambiar una palabra. Y es que mi

madre estaba enfadada con mi padre porque, por la noche, se había pasado casi

una hora hablando por teléfono con una compañera. Ante nimiedades como ésa, mi

madre reacciona con unos terribles ataques de celos.

En cuanto cambiaba una cinta, ella y mi padre aprovechaban ese momento

para dirigirse a mí a la vez. Supongo que, de no existir yo, se habrían separado hace

tiempo. ¿Apostamos algo?

Su segundo hobby son los juguetes de hojalata. Y en busca de más trastos para

su colección recorremos periódicamente todos los mercados de viejo que hay entre

Aquisgrán y Biele—feld. ¡Menudo rollo!

 — ¿Por qué estás tan nerviosa, Michelle? —pregunta mi madre.

 — No estoy nerviosa.

 — Entonces, ¿por qué llevas media hora mordisqueándote el labio de abajo?

 — Porque no tiene tantas calorías como una barra de chocolate. ¡Poned la radio

un poco más alta!

 — Entonces no podremos seguir conversando.

 — Esto no es una conversación, es un interrogatorio —me quejo—. ¡Como

siempre!

Mis padres no responden.

Yo me recuesto con los brazos cruzados en el asiento trasero y miro por la

ventana, aunque en realidad no veo nada. No puedo dejar de pensar en Raoul y en

su sonrisa. Y de cuando en cuando pienso también en Valeska. Sinceramente, estoy 

un poco decepcionada. ¿A qué se ha debido esa escena? Podría haberme dicho por

qué lloraba. Desde esta mañana no paro de preguntarme qué hay detrás de todoeso.

Ayer, en el colegio, Val se encontraba perfectamente. En la clase de historia

escuchó las explicaciones del señor Strobel con mucho interés. E incluso luego, en

el tranvía, siguió hablando alegremente de Luis XV y Madame Pompadour y de la

vida amorosa en la corte de Versalles. Por la tarde tenía entrenamiento de ping— 

pong y, después, una cita con Mario. Ha salido dos meses con él, pero quería decirle

que su relación había terminado definitivamente y pedirle que la dejase en paz.

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¿Acaso estaba triste por Mario? Eso sí que no me cuadra. Val no ha derramado

en toda su vida ni una sola lágrima por un chico.

 — Bueno, ya hemos llegado —anuncia mi padre, y conduce el coche a un

enorme aparcamiento. Ya veo a lo lejos los primeros puestos, e inmediatamente

empiezan a manifestarse los primeros síntomas de mi alergia a los mercados de

viejo: bostezos irreprimibles, pesadez en los párpados y piernas cansadas.

Mi padre se apea y pronuncia la famosa frase que me toca oír casi todas las

semanas:

 — Bueno, veamos si hoy podemos hacer alguna que otra adquisición.

Luego echamos a andar, mis padres delante y yo detrás, con los puños metidos

en los bolsillos de mi cazadora vaquera negra.

Al menos, no tendré que soportar ninguna pregunta en las próximas dos horas.

Porque a partir de este momento mis padres sólo tienen ojos y oídos para la chatarra

de la que está repleto todo nuestro piso. Figuras, coches, tranvías, máquinas de

vapor... Mis padres tienen verdadera adicción a los juguetes de hojalata, y 

necesitarían urgentemente una terapia. Con el montón de dinero que gastan cada

año en esos objetos, podría quitarme a mí treinta kilos de grasa un cirujano estético.

Así sólo sería el doble de gorda que Esther.

Cuando llevamos una hora recorriendo el mercado, llega el momento de comer

algo.

 — Yo no quiero nada —digo cuando nos dirigimos al puesto de comida.

 — ¿Por qué no? —pregunta mi madre, sorprendida.

 — Déjala —interviene mi padre.

Ni corto ni perezoso, pide una porción de pizza para mi madre y cuatro para él,

 y ríe los chistes que el tipo del puesto hace sobre su barriga.Antes de hincarle el diente, contempla la pizza con fervor. Comer, comprar

 juguetes de hojalata, conducir tranvías, ver la televisión y jugar a las cartas son las

cosas que le hacen verdaderamente feliz.

Mientras mordisquea su pizza, mi madre no deja de mirarme con ojos

inquisitivos. Seguramente se está preguntando por qué renuncio a algo tan

apetitoso. Claro, ella no sabe nada de Raoul ni de los delirios de mi mente, en los

que Raoul desempeña el papel de protagonista y yo el de gorda.

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En cuanto mi padre se traga el último bocado, volvemos a ponernos en marcha.

Cinco minutos después, mis padres intercambian una mirada entusiasta y 

murmuran entre sí: acaban de encontrar una pequeña ambulancia de hojalata, que

al parecer habían estado buscando durante años. ¡Dios mío, ahora va a comenzar el

regateo, y puede durar horas!

 — ¡Hola, Michelle! ¿Qué se te ha perdido a ti aquí?

Es Ben, uno de los chicos más simpáticos de nuestra clase.

 — Me han traído mis padres —digo, y señalo a los dos, que en ese momento

examinan la ambulancia con ojos brillantes—. No sólo son antiguallas, sino que

también se dedican a comprar algunas. ¿Y tú? ¿Vienes a por discos de segunda

mano?

 — No, tenemos un puesto ahí delante. ¿Conoces a Ann—Katrin?

 — ¿A qué Ann—Katrin? A la del...

 — Exactamente —me interrumpe—. Vendemos velas. Las hace ella. ¡Oh,

acaban de llegar unos clientes! ¡Adiós!

Corre a su puesto, donde está sentada Ann—Katrin explicando algo de las velas

a dos matrimonios de cierta edad. Hace dos años la atropelló en un paso de cebra

un conductor borracho, y perdió la pierna izquierda. Aische y yo vimos una vez en la

piscina cubierta cómo se quitaba la prótesis de la pierna. Nos quedamos tan

impresionadas que cogimos nuestras cosas y nos volvimos a casa pedaleando.

Entretanto, los matrimonios de cierta edad se han decidido a comprarle a

Ann—Katrin dos velas. Una vez que han pagado y se han retirado, Ben y Ann— 

Katrin se sonríen. Luego, Ben se arrodilla junto a Ann—Katrin, la abraza y le da un

beso en la boca.

¿Qué? ¿Ben y Ann—Katrin? ¡Quién lo iba a decir! ¿Cómo es que no he oídonada de esto en el colegio?

 — ¡Vuelvo enseguida! —les grito a mis padres, y corro a las cabinas telefónicas

que hay cerca de la entrada. Una de ellas está libre.

Marco el número de Aische, pero no contesta nadie. ¿Estará en casa Valeska?

 Tras su repentina desaparición de esta mañana, la he estado llamando cada veinte

minutos, y su hermano pequeño me ha dicho todas las veces que Val no estaba en

casa.

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Marco su número. Contesta ella.

 — ¡Ben y Ann—Katrin salen juntos! —le suelto—. Imagínate: ¡Ben y Ann— 

Katrin!

 — ¿Qué Ann—Katrin?

 — La de la pierna de plástico. ¿Desde cuándo es la amiga de Ben?

 — Desde principios de esta semana, creo. ¿Por qué te emocionas tanto?

 — No me emociono —replico yo—. Pero de todos modos lo encuentro muy 

extraño. ¿Tú no?

 — ¿Por qué tendría que encontrarlo extraño?

 — ¡Oye! Media clase está enamorada de Ben, ¡y va y sale con Ann—Katrin!

 — Bueno, ¿y qué? ¿Dónde estás?

 — Junto a la plaza de Aquisgrán.

 — También yo estaba pensando llamarte ahora. Por lo de esta mañana. Me ha

dado por llorar y...

 — Pero ¿qué te ha pasado?

 — Nada grave —dice con una risa forzada—. Olvídalo, ¿de acuerdo? Ni yo

misma sé por qué me he puesto así.

 — ¿Estás preocupada por algo?

Vacila un momento y vuelve a reír.

 — Si alguna vez estoy preocupada por algo, marcaré tu número de teléfono — 

su voz suena falsa—. No. Todo está perfectamente. Es que ayer me vino la regla y 

estaba un poco nerviosa. Pero vuelve de una vez con tus padres. Si no, pedirán que

te llamen por los altavoces.

 — Mañana pasaré a verte un momento.

 — Mañana estaré fuera de casa todo el día. Hasta el lunes. ¡Adiós!Cuelga. Yo sigo un rato con el teléfono pegado al oído; luego lo cuelgo con rabia.

¡Esa risa falsa!

Valeska me ha dicho siempre la verdad. Hasta ahora...

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¿Estoy viendo visiones?

Cuando a las dos y media me apeo del tranvía junto a la estación central, veo a

 Jens—Peter delante de la puerta principal... con una rosa en la mano. ¡Penoso! ¿Qué

significa semejante estupidez? ¿Va a hacerme una proposición matrimonial o

únicamente ir al cine conmigo? Ahora tendré que cargar toda la tarde con ese

estorbo verde. ¡Horror!

 — ¡Hola! —lo saludo ligeramente nerviosa—. ¿Es para mí? — ¿Para quién si no?

Sus granujientas mejillas irradian alegría, pero no me mira a los ojos, sino a la

raya del pelo.

 — Gracias —farfullo yo, y cojo la flor—. ¿Vamos?

Él asiente. Nos ponemos en marcha. Hace tanto aire que mis pelos ondean al

viento como locos.

 — ¿No llevas ningún pasador?

 — No.

Es lo único que hablamos hasta que llegamos al gigantesco multicine, en el que

se exhiben cerca de veinte películas diferentes. Estudiamos detenidamente los

carteles.

 — ¿Qué te parece una de dibujos animados? Dicen que esta de la ballena es

muy divertida.

 — ¡Bah, no seas crío! Y paso de ver una de acción, estoy harta de ver disparos.

 — Humm...

 — ¿Qué tal la última de Jim Carrev? Me muero de risa con él.

 — Por mí no hay inconveniente.

 Jens—Peter va a la taquilla y saca dos entradas.

 — Podrías pagar las palomitas —comenta después—. O..., ah..., estás

haciendo..., ah..., quiero decir...

Aunque evita mirarme a la tripa, yo sé perfectamente qué significan sus

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titubeos: que las palomitas no serían lo más conveniente para mí en caso de que

estuviera haciendo dieta. Y aunque estoy haciendo una desde ayer (concretamente,

la dieta—adelgaza—hasta—el—esqueleto—para—tener—alguna—posibilidad—con

Raoul), contesto despreocupadamente:

 — Total, dos kilos de palomitas no me van a hacer reventar —y luego cojo dos

bolsas grandes y le doy una a Jens—Peter.

 — ¿Adonde tenemos que ir? —pregunto yo masticando.

 — Al segundo piso y, luego, a la izquierda. Ven, vamos a coger el ascensor.

De camino hacia allí nos encontramos con dos jóvenes de piel oscura que

conozco de algo. Al parecer, a ellos les ocurre lo mismo, porque en cuanto me ven se

miran con gesto interrogativo. Me vuelvo hacia ellos, y el más alto de los dos me

sonríe y tararea el comienzo de Eleanor Rigby. Claro: es el que anteayer nos echó

veinte marcos a la caja.

 — ¿Es amigo tuyo? —pregunta Jens—Peter cuando entramos en el ascensor.

 — No, sólo mi prometido.

Sonríe levemente y aprieta el botón del segundo piso.

 — A mí los «paquis» me parecen muy bien.

 — ¿A qué te refieres?

 — Bueno, quiero decir que son metódicos, trabajadores, limpios y cosas así.

Yo sacudo la cabeza y contesto:

 — Ni que fueran una raza de perros.

A Jens—Peter le hace tanta gracia la respuesta que se echa a reír y no para

hasta que entramos en la sala de cine. Él quiere sentarse en la última fila a toda

costa.

 — ¿Estás seguro? —objeto yo—. Nos harán falta unos prismáticos. — ¡Qué va!

Como no quiero seguir discutiendo con él y ya se han apagado las luces de la

sala, le sigo escaleras arriba hasta la última fila. Junto al pasillo quedan aún dos

asientos libres, y allí nos sentamos. Dejo la rosa en el suelo.

Entre el corto y la publicidad nos tragamos las dos bolsas de palomitas. Yo

tengo un hambre canina porque hoy sólo he comido una manzana y dos zanahorias.

Por supuesto, soy consciente de que esta dieta es totalmente absurda. Aunque

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adelgazara diez kilos, seguiría estando más gorda que Stefanie, que es la chica más

gorda de la clase después de mí. Sólo hay una forma de reducir mi peso a la mitad:

coger una sierra y cortarme por medio.

Desde hace un cuarto de hora, Jens—Peter tiene la mirada fija en la pantalla.

No mueve ni un músculo, ni se ríe con los anuncios más divertidos. Cuando por fin

comienza la película y Jim Carrey empieza a poner caras y hacer tonterías, él sigue

en sus trece, ni el menor gesto. Jens—Peter sigue impasible. Al principio, eso me

pone tan nerviosa que le miro a él más a menudo que a Jim Carrey. Pero me doy 

cuenta de que es absurdo, así que acabo concentrándome exclusivamente en la

película y me olvido del catatónico aprendiz de panadero que se sienta junto a mí.

De pronto pego un bote: ¡Jens—Peter me ha tocado el pecho izquierdo! Le miro

asustada. Quiero decir algo, pero no logro pronunciar ni una palabra. Mi corazón

palpita enloquecido. ¿Y Jens—Peter? Ni siquiera vuelve la cabeza para mirarme.

¿Ha sido una alucinación?

Miro otra vez a la pantalla, pero ahora sí que me es imposible concentrarme en

la película. Estoy rígida en el asiento y espero tensa a ver si a Jens—Peter se le

ocurre repetir la maniobra.

Pasan diez minutos, por lo menos, sin que suceda nada. Entretanto he

recobrado la tranquilidad. Probablemente sufro alucinaciones. Jens—Peter jamás se

atrevería a ponerme la mano encima así sin más ni más.

Gran error: al poco rato, el idiota éste me pone la mano en el pecho por

segunda vez.

¡Increíble!

Contengo la respiración y miro a su mano de reojo. Esta vez no la retira tan

rápidamente. Al principio, sus dedos se quedan quietos sobre mi cazadora vaquera.Luego va apretando poco a poco. Curiosamente, en ese momento recuerdo cómo en

otros tiempos jugábamos juntos a las cartas. ¿Son realmente éstos los mismos

dedos que entonces barajaban?

 — ¡Quita de ahí esa zarpa, cerdo! —grito tan fuerte que medio cine se vuelve

para mirarnos. Algunos sonríen: otros se quejan de la molestia.

 Jens—Peter ha retirado la mano en el acto.

 — ¿A qué viene esa guarrada? —bufo enfadadísima. Él se rasca el cuello y sigue

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mirando boquiabierto a la pantalla. A pesar de la oscuridad y de los doscientos

cincuenta granos de su cara, me doy cuenta de que enrojece. Pero ésa es su única

reacción, aunque hasta el final de la película yo no dejo de bombardearle con

miradas asesinas mientras sigo dándole vueltas a lo que le voy a decir en cuanto

salgamos del cine.

Pero nada más empezar la música del final, Jens—Peter se levanta rápidamente

 y se dirige a la salida.

 — ¡Eh, espera! —grito a su espalda.

Pero él desaparece sin volver la cabeza ni una sola vez.

¡Qué cobarde y qué miserable!

Intento ir en su busca, pero la masa de gente que hay a mi alrededor es

demasiado grande. Cuando por fin salgo al pasillo, ya no se ve ni rastro de Jens— 

Peter. Tampoco junto al ascensor ni abajo en el vestíbulo. ¿Se habrá refugiado en los

servicios? En ese caso debería meter la cabeza en la taza del váter y tirar fuerte de la

cadena. A ver si se libraba del montón de mierda que tiene en el cerebro.

Un cuarto de hora más tarde, ya en el tranvía, todavía tiemblo de rabia y de

impotencia. Necesito a toda costa desahogarme con alguien. Desgraciadamente,

Valeska está hoy todo el día fuera de casa. Y Aische va todos los domingos a ver a

algún familiar. De todos modos, pasaré por su casa a ver si está. Si no, llamaré por

teléfono a tía Margret. Con ella puedo hablar de todo sin que me acribille a

preguntas.

Al levantarme descubro otra vez al joven que nos dio el billete de veinte marcos.

Está solo. El hecho de que me haya reconocido al entrar en el cine me parecesorprendente: al fin y al cabo el otro día éramos cuatro las que cantábamos, y muy 

mal, por cierto.

Poco antes de mi parada, se levanta del asiento y viene hacia mí, aunque sin

prestarme especial atención.

¿Acaso vive cerca de aquí? Me apeo, cruzo la calle y vuelvo la cabeza en busca

del chico. Ha desaparecido.

Al ir a casa de Aische paso junto a la casa de Valeska. Aunque probablemente

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es inútil, toco el timbre. No contesta nadie por el telefonillo. Así que Val está

realmente fuera.

Con Aische tengo más suerte. De todos modos, cuando le digo mi nombre, dice

sin la menor ilusión: « ¡Ah, eres tú!», y sólo después se oye el zumbido del portero

electrónico.

Arriba, en el piso, me saluda con cuatro besitos y con la explicación de que ya

lleva tres horas esperando a David.

 — ¿Cómo es eso? —me sorprendo yo—. ¿Es que salís juntos otra vez?

 — En realidad no. Sólo nos vemos de cuando en cuando y damos un paseo y 

hacemos un montón de bobadas. Es una pena que nunca llegue puntual a las citas.

Por lo demás, es un chico estupendo —mira al reloj—. Ahora tengo que ir a casa de

mi tío Orhan. Ha venido de visita su suegra desde Turquía.

 — Te acompaño, ¿te importa?

 — Al contrario. Tengo que contarte algo por el camino yo a ti también.

Aische se pone su anorak azul y coge las llaves. Luego abandonamos el piso.

En la escalera empiezo con la historia de Jens—Peter.

 — ¿Tú te crees? —le digo a Aische tras haberle contado todo. Ella se encoge de

hombros.

 — Hombre, se ve que es tímido —opina.

 — ¿Tímido? ¡Ese cerdo sólo me ha llevado al cine porque quena meterme mano!

 — ¡Justo! En circunstancias normales, primero te habría preguntado si querías

salir con él. Y si hubieras dicho que sí, te habría besado. Y sólo después habría

buscado tu ropa interior Pero no ha tenido suficiente valor para dar los dos primeros

pasos, ¿comprendes? Y por eso ha intentado meterte mano directamente.

 — ¡Es un imbécil integral!Aische ríe.

 — ¡No te enfades! Piensa que no tienes por qué volver a verlo.

 — ¡Un imbécil integral! —repito yo muy enfadada, y sigo echando pestes contra

el sinvergüenza que un día fue amigo mío, hasta que Aische piensa que me estoy 

pasando, y me tapa la boca con la mano.

 — Si vuelves a pronunciar el nombre de Jens—Peter, te arrancaré la lengua.

 — Está bien. Vale —la tranquilizo—. Pero jamás volveré a ir al cine con un

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chico, te lo juro. Bueno, excepto con Raoul, tal vez —añado sonriendo.

 — ¿Te refieres a ese Raoul van Beethoven que es el guaperas del Görres— 

Gymnasium?

 — En primer lugar se llama Raoul van Josten y, en segundo, eso era sólo un

chiste. Un chico ante el que hacen cola las chicas jamás saldría con una gorda como

 yo. ¡Mírame!

Me detengo delante de un escaparate. Aische contempla mi imagen sacudiendo

la cabeza.

 — No sé de qué te quejas —comenta con toda seriedad—. Estás realmente bien.

 — ¿Qué?

 — De acuerdo. Excepto tu pelo, quizá. ¿Por qué no te cortas de una vez esa

melena tan sosa? Te quedaría mucho mejor el pelo corto.

 — Cielos, Aische, ¿estás ciega? ¡Mi problema no es el peinado, sino el resto de

mi cuerpo! Confiésalo, ¿a que no has visto a nadie más gordo que yo?

 — Claro que sí: ayer, en televisión. En un programa salieron un montón de

hombres que eran mucho más gordos que tú.

 — ¿Unos hombres?

 — Sí, luchadores de sumo. 

Me echo a reír, aunque en el fondo tengo ganas de llorar. Aische me da un beso

en la frente y seguimos caminando.

 — Créeme, Michelle: tú tienes tantas posibilidades con el Raoul ese como

cualquier otra chica de este mundo. Pero tienes que intentarlo. Y si te da calabazas,

olvídalo.

 — Para ti es fácil hablar —suspiro yo—. ¡Tú no sabes lo que es sentirse como

un hipopótamo! — ¡No exageres! Y tampoco yo soy completamente perfecta.

 — Sí, claro. Lo dices para consolarme.

 — ¿Y qué me dices de mi bigote?

 — Cuatro pelos...

 — Pues cuando nos besamos, David dice que tiene la sensación de estar

besando una escobilla de váter.

 — ¿Y sigues saliendo con un tío que te dice esas cosas?

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Llegamos a la calle donde vive el tío de Aische. Yo ya he estado en su casa un

par de veces. Tiene una bocadillería y hace los mejores donuts de Düsseldorf.

 — Pero tú querías contarme algo —le recuerdo a Aische—. ¡Suéltalo, que

estamos a punto de llegar!

 — Valeska ha estado esta mañana en mi casa. Y la he encontrado rarísima.

Me detengo y abro los ojos como platos.

 — ¿Estaba llorando?

 — No. No sé, no decía gran cosa. No ha hecho otra cosa que sentarse y mirar

por la ventana, y de vez en cuando murmuraba frases ininteligibles. ¿Por qué me

preguntas si ha llorado?

Le hablo de la visita que Val me hizo ayer.

 — Ahora sí que no entiendo nada —murmura Aische—. Seguro que le pasa

algo. Pero ¿por qué no nos lo cuenta?

 — A lo mejor toma drogas.

 — No digas bobadas. Jamás haría una cosa así. Ni nosotras tampoco. Ya sabes

que las tres somos de lo más sensato.

 — Sí, desgraciadamente.

Aische y yo nos sonreímos. Luego seguimos caminando.

 — No le diremos ni una palabra sobre sus extrañas visitas pero la vigilaremos

 —propone Aische—. Tarde o temprano nos enteraremos de qué hay detrás de este

misterio, ¿nos apostamos algo? A lo mejor es cierto que sólo se trata de la regla.

 — Humm...

Delante de la casa del tío de Aische nos abrazamos.

 — ¡Que te diviertas mucho! —le deseo.

 — Eso seguro: la suegra de mi tío Orhan es muy graciosa. Todos sus conocidosla consideran la mujer más chistosa de toda Anatolia. Y con respecto a Raoul y a tí,

¡no te desesperes por las cifras que marca tu balanza, Michelle! Ten presente que no

sólo eres muy gorda, sino también increíblemente simpática. ¡Adiós!

Emprendo el camino de vuelta, ahora de buen humor. ¡Aische me ha animado

tanto! Quién sabe, a lo mejor es verdad que tengo alguna posibilidad con Raoul.

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Pero para averiguarlo tendría que empezar por conocer bien a Raoul. ¿Y cómo lo

conseguiré?

Normalmente odio mirarme en los espejos; pero ahora, de camino hacia casa,

me miro en casi todos los escaparates por los que paso. Aische tiene razón: llevar el

pelo más corto me favorecería. Esta melena larga castaña que me enmarca la cara

me la hace más ancha. Si llevara el pelo corto a cepillo, me quedaría divertido, como

a la mujer gruesa de ese anuncio de limonada. « ¡Yo bebo lo que quiero!», dice al

final; y luego arruga los labios con un gesto graciosísimo.

Vuelvo a mirar al espejo y me quedo con los ojos como platos. Porque, ¿qué es

lo que veo? Ni más ni menos que al tipo con el que me he cruzado primero en el cine

 y luego en el tranvía. Lleva las manos en los bolsillos y camina por el otro lado de la

calle sin dejar de mirarme. ¿Qué significa eso? Yo disimulo y prosigo mi camino, eso

sí, sin perderle de vista.

Ahora estoy segura: ¡el chico me sigue!

Sea cual sea la calle que tomo, él viene detrás de mí. ¿Me habrá estado

siguiendo desde el cine? Pero ¿por qué? No tengo ni la menor idea. ¿Qué querrá de

mí? Tengo la sensación de haber entrado por error en una novela policiaca.

Poco antes de llegar a la puerta de nuestra casa, me canso de este juego

absurdo. Me detengo bruscamente, doy media vuelta y miro fijamente al chico. Él

baja rápidamente la cabeza, se refugia en la cabina telefónica más próxima, coge el

auricular y se pone a hablar. ¿Me toma por tonta? He visto perfectamente que no ha

introducido en el aparato ni una moneda ni una tarjeta.

Medito si debo acercarme a él y preguntarle sin rodeos por qué me ha seguido a

través de media ciudad. Pero, por alguna razón, no me atrevo. Y es que cabe la

posibilidad de que esté buscando mi dinero, y en tal caso es preferible no acercarsemucho a él. También es posible que sus compinches estén al acecho por los

alrededores.

De pronto me entra miedo de verdad.

Me encamino a la puerta de la casa a grandes zancadas, la abro y subo

corriendo las escaleras que hay hasta nuestro piso. Una vez allí, me dirijo

rápidamente a mi cuarto y miro por la ventana.

La cabina telefónica está vacía.

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 — ¿Dónde has dejado a Val? — me pregunta Aische en la parada del tranvía.

 — He estado esperándola cinco minutos, pero no ha llegado. ¿Estará enferma?

 — No creo. Ayer se encontraba perfectamente. Con lo dormilona que es, seguro

que se le habrán pegado las sábanas.

 — Es posible.El tranvía dobla la esquina. Mientras cierro el paraguas, Aische me examina

con la mirada y me pregunta:

 — ¿Por qué estás tan radiante? ¿Porque luego tenemos un control de inglés?

 — No. Porque está lloviendo a jarros.

 — ¿Qué?

 — Con esta lluvia, Raoul no irá al colegio en bicicleta.

Montamos. Aische descubre dos asientos libres en el último banco y se dirige

hacia allí. Yo le tiro de la manga y le digo:

 — Yo prefiero quedarme de pie en el pasillo.

 — Comprendo: te mueres de ganas de que tu hombre te vuelva a pisar. ¡Qué

romántico!

Me hace un guiño, se abre paso hacia atrás y se deja caer en el banco.

Miro por la ventana. Llueve con más fuerza cada vez, y yo estoy cada vez más

nerviosa. Porque, en caso de que Raoul van Josten suba al tranvía, tendré que

arreglármelas para que se fije en mí. Esa era mi intención ayer, pero Raoul no

apareció. Reconozco que, en el fondo, me alegré. Estaba tan nerviosa que tenía litros

de saliva en la boca, y si hubiera dicho algo, me habría llenado de babas todo el

anorak.

Hoy, en cambio, tengo la garganta totalmente seca. ¿Lograré pronunciar una

palabra si aparece Raoul? Me he preparado unas cuantas frases y espero que al

menos logre articular de forma medianamente clara una de ellas.

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¿De dónde saco el valor para hablarle a Raoul? Primero, de Aische, que el

domingo me animó realmente con sus cumplidos. Y segundo, de Ben y Ann—Katrin.

 Todavía no lo comprendo: el chico más simpático de nuestra clase sale con una

chica a la que le falta una pierna. Quizá yo tenga alguna posibilidad con Raoul.

Incluso he cometido la bajeza de preguntarme muy en serio si es peor tener una

pierna de menos o bastantes kilos de más.

Dentro de dos o tres minutos estaremos en la parada en que Raoul subió al

tranvía el viernes. Me sudan las manos a mares y siento unos pinchazos en el

estómago como si me hubiera tragado un erizo en el desayuno.

 — ¡Uhlandstrasse! —truena la voz del conductor a través de la megafonía.

A mí se me cae el alma a los pies. Cuando se para el tranvía le echo a Aische

una mirada desesperada. Ella me responde con una sonrisa de aliento. Yo intento

devolvérsela, pero no soy capaz de mover un solo músculo de la cara. ¡Estamos

buenos!

Y en ese momento, efectivamente, sube él: Raoul van Josten, el sueño de todas

las chicas del Görres—Gymnasium. ¡Si supiera que desde hace cuatro días él es el

protagonista de casi todos mis sueños y mis pensamientos!

 Todavía cojea un poco. Entonces, ¿cómo es que ayer fue al colegio en bicicleta,

teniendo un pie dislocado? ¿O tal vez cogió otro tranvía?

Se detiene a unos metros de mí y deja la cartera en el suelo entre sus pies.

Luego mira detenidamente en todas direcciones. Cuando se cruzan nuestras

miradas, yo contengo la respiración y le saludo moviendo la cabeza. Él frunce el

ceño; al parecer, no me reconoce en el acto; pero al fin me saluda con el mismo

gesto, y me sonríe. ¡Para volverse loca! Los pinchazos nerviosos de mi estómago se

transforman instantáneamente en un delicioso cosquilleo.Por desgracia, en ese momento aparece junto a Raoul un chico de pelo rubio y 

largo y gafas niqueladas, y se pone a charlar con él. ¡Ya es mala suerte!

Inmediatamente dejo de existir para Raoul. Aguzo el oído para, al menos, escuchar

su voz, pero los críos hacen demasiado ruido.

¿Por qué Raoul no me dirige ni una sola mirada? Yo contemplo durante varios

minutos su nuca afeitada. Luego agacho la cabeza. Estoy tan deprimida que casi se

me saltan las lágrimas. Una tontería, lo sé; pero no puedo evitarlo.

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Aische se da cuenta inmediatamente de lo que me ocurre y viene a donde yo

estoy.

 — Oye, ¿estás tonta? Contrólate —me musita al oído—. A fin de cuentas te ha

sonreído. ¿Qué más quieres, que se te tire al cuello y se ponga a besarte?

 — ¿Cómo lo has adivinado?

Aische sacude la cabeza y me da un pellizco en la mejilla izquierda.

Claro, tiene razón: debería estar encantada, aunque sólo sea por lo de la

sonrisa. En cambio, creo que el hecho de que me haya reconocido no tiene nada de

extraño. Una bola de grasa como yo es algo que no se olvida fácilmente.

Para distraerme, Aische me pregunta algunas palabras del examen de inglés.

Yo le contesto, pero no pierdo de vista a Raoul. Cuando al fin anuncian nuestra

parada y él se dirige a la puerta, yo también me pongo en movimiento. Y de repente

 — ¡para morirse!—, estoy tan cerca de Raoul que nuestros brazos se tocan. Mi

corazón late a toda velocidad. Ahora sí que podría decirle algo, pero estoy tan

aturdida que ni me atrevo a mirarle. Por desgracia, tampoco él a mí. ¡Qué situación

más absurda! Encima, el tranvía ya se está parando. En el último momento, se me

ocurre una idea estúpida para que Raoul se fije en mí: le doy un pisotón en el pie

derecho.

Da un grito tan fuerte que todo el mundo se gira.

 — ¡Imbécil! —me grita—. ¡Mira dónde pisas! ¡Tengo un esguince en ese pie!

¡Horror! Lo había olvidado por completo. En vez de disculparme, le contesto en

el mismo tono:

 — ¡Ahora estamos en paz!

Luego me apeo rápidamente del tranvía y me dirijo hacia el colegio a grandes

zancadas. Me tiemblan las rodillas. — ¡Michelle, espera! —grita Aische a mi espalda. Poco después me alcanza—.

Ha sido realmente increíble, te felicito por tu forma de abordarlo —se burla

esbozando una sonrisa—. ¿Por qué no le has dado un directo en la mandíbula?

 — ¡Muy graciosa!

Delante de la puerta del colegio nos espera una sorpresa: Valeska.

 — ¿Qué haces aquí tan pronto? —le pregunta Aische, desconcertada.

Val se limita a poner cara de misterio y, luego, al verme tan abatida, se interesa

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por mí. Aische le cuenta mi pifia.

 — Bueno, de todos modos el chico aún puede andar —comenta Valeska, e

indica con la barbilla el otro lado de la calle. Por allí camina Raoul cojeando y 

apoyado en dos chicas, que le hablan al mismo tiempo. Me echa una mirada asesina

 y yo me pongo roja como un tomate. Como no sé adónde mirar, clavo los ojos en el

pendiente que Valeska lleva en la oreja izquierda.

 — Venga, no le des tanta importancia —trata de animarme—. No cabe duda de

que para ese tipo has muerto, pero no te vas a colgar por eso, ¿o sí?

 — De todos modos, no habría cuerda que resistiera mi peso —le digo

suspirando.

Aún sigo abatida después de comer. ¡Mira que pisarle a Raoul el pie dislocado!

Por el mismo precio, podría golpearle con el bocadillo en la cabeza. Así, al menos, no

le habría hecho tanto daño. ¡Soy tonta de remate!

Cojo mi bolsa de deportes y salgo para el entrenamiento de baloncesto hundida

en la miseria. Una vez en la calle, miro mecánicamente a la cabina de teléfonos que

hay enfrente. No se ve ni rastro del chico de piel oscura. El otro día le conté a mi

madre lo que me pasó, y anoche ella me dijo que el chico había estado toda la tarde

 yendo y viniendo por delante de nuestra casa, mientras yo estaba nadando con

Aische. Pero ¿por qué haría eso? Es posible que mi madre lo confundiera con

cualquier otro. En todo caso, ahora no hay ni rastro de él hasta donde alcanza la

vista. No obstante, durante el camino a la parada del tranvía, vuelvo la cabeza varias

veces.

Y he aquí que, en cuanto para el tranvía, el chico en cuestión aparece detrás deuna columna de anuncios, pasa delante de mí como un rayo y sube los peldaños.

Una vez dentro, se deja caer en un asiento libre y mira hacia fuera.

¿Casualidad? ¡Ni hablar!

Bullendo de rabia, paso junto al chico, que ni me mira, con la intención de

sentarme un par de bancos más adelante. Pero, de pronto, me doy la vuelta, me

acerco directamente a él y me siento a su lado sin darle tiempo a reaccionar.

 — ¿A que viene todo esto, idiota? —bufo.

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Él continúa impasible.

 — ¡Acabo de preguntarte a qué viene esta absurda persecución! —repito en un

tono un poco más alto, y le doy al chico un codazo en las costillas.

Al fin, vuelve la cara, arquea las cejas y canta a grito pelado:

 — Eres bella como el amanecer. A tu lado quiero envejecer.

 — ¿Qué?

 — Eres bella como el cielo. ¡Regálame con un beso! —sigue cantando

tranquilamente.

Sólo ahora descubro el walkman sujeto a su cinto y los dos cables que

desaparecen bajo su pelo negro, no muy largo. El sigue con su penosa canción. Por

suerte, el tranvía está casi vacío.

 — ¿Es música tradicional? —le pregunto desgañitándome.

Apaga el walkman. 

 — ¿Has dicho algo? —pregunta sonriendo.

Yo repito mi pregunta.

 — ¡Sí, claro! ¿No conoces a Los patos mareados? Toma, escucha. ¡Las letras son

geniales! —se quita los auriculares de las orejas.

 — No, gracias. Prefiero escuchar a Michael Jackson.

 — ¿De verdad? Para ése es Pascua todos los días.

 — ¿Por qué?

 — Porque siempre está buscando sus huevos.

Se lleva la mano a la entrepierna y gruñe como un cerdo apaleado. Yo no puedo

menos de reír.

 — ¡Anda, una fan de Michael Jackson a la que no le da un ataque de histeria

cuando hago un chiste sobre él! —se admira el chico—. En nuestro colegio, encuanto me meto con algún grupo, todas las chicas se lanzan contra mí e intentan

cerrarme la boca.

 — ¿A qué colegio vas?

 — Al Humboldt—Gymnasium. ¿Y tú?

 — ¿Todavía no lo has averiguado? Pues llevas dos días siguiéndome como un

espía. Me gustaría saber por qué.

 — Bueno..., ah..., humm..., ah...

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Habla como si le diera vergüenza. Pero es todo fachada. En realidad no está

nada nervioso y me mira fijamente a los ojos. Los suyos son negros como el carbón.

Normalmente pasa bastante tiempo hasta que me atrevo a mirar a un chico

directamente a los ojos; pero con él no me cuesta nada.

 — Bien, ¿a qué viene esta persecución por la ciudad? —le aprieto.

 — ¿No te lo imaginas? —responde él.

 — No.

 — Quería averiguar a toda costa dónde vives. Y luego quería acercarme a ti en

alguna ocasión y hablarte.

 — ¿Por qué?

 — Porque me pareces tonta. ¿Por qué, si no?

Le sonrío sacudiendo la cabeza. Él me devuelve la sonrisa.

 — ¿Y cómo es que no me has hablado? —le pregunto yo.

 — Porque tú has sido más rápida. Además no me he atrevido: soy muy tímido.

 — ¡Un mentiroso, eso es lo que eres!

 — Ah, sí. Es cierto. También —contesta con un gesto picaro—. Además me

llamo Shahid. ¿Y tú?

 — Michelle, lo mismo que esa canción tan lenta y aburrida de los Beatles. Fue

la primera canción que bailaron juntos mis padres.

 — Da gracias por qué no bailaran al son de Day Tripper, de lo contrario, te

llamarías igual que una enfermedad venérea.

¡Qué chico tan divertido! Ya me ha hecho reír otra vez. Es una pena que tenga

que bajarme en la próxima parada.

 Tras coger mi bolsa de deportes, me dirijo a la puerta.

 — ¿Adónde vas, encantadora damisela? — Al entrenamiento de baloncesto.

 — ¿Puedo recogerte después? ¡Por favor, no rechaces despiadadamente a tu

admirador!

El muy chiflado da un salto, se arrodilla delante de mí en medio del pasillo,

coge mi mano derecha y la aprieta contra su mejilla. De pronto, clava su mirada en

mi mano, abre desmesuradamente los ojos y grita:

 — ¡Dios mío, mi piel ha perdido su color! Ahora, tu mano es marrón, y mi

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mejilla, blanca. Eso es una señal del cielo: tú y yo estamos hechos el uno para el

otro.

«Eres bella como el cielo. Regálame con un beso...» «Encantadora damisela...»

«Tu admirador...» «Tú y yo estamos hechos el uno para el otro...»

En el entrenamiento de baloncesto no logro concentrarme de verdad porque me

vienen a la mente una y otra vez las frases de Shahid. ¿Estará, efectivamente,

esperándome en la puerta del pabellón cuando termine el entrenamiento?

 — Michelle, ¿puedes venir un momento? —me grita la señora Köster desde el

otro lado de la cancha hacia el final del entrenamiento. Yo le paso el balón a

Konstanze, que es muy alta, y acudo corriendo.

 — ¿Qué pasa?

Nuestra entrenadora me rodea los hombros con un brazo.

 — El domingo es el partido contra Leverkusen —comienza a decir mientras

caminamos lentamente de un lado a otro—. Ya sabes lo importante que es para mí

ese partido.

Yo asiento.

 — Porque la echaron de allí, ¿no es cierto?

 — Digamos que me hicieron la vida imposible y tuve que irme. En cualquier

caso, no me dolería que el domingo ganáramos por un tanteo de escándalo. Y por

eso sería conveniente que... esto...

 — Ya entiendo —suspiro—. Que yo no jugase.

 — Desde el principio, no. Luego, en el curso del partido veremos si intervienes,

 y cuando. Tú no figuras entre las jugadoras más ágiles y más rápidas.«Ni, sobre todo, entre las más delgadas», pienso yo.

 — No estarás enfadada, ¿o sí? En el partido siguiente podrás jugar otra vez

desde el principio.

 — Muy bien —digo. ¿Qué otra cosa puedo decir? ¿Qué de buena gana le tiraría

el balón a la barriga? ¿Qué tengo que violentarme para contener las lágrimas, como

casi siempre que se me recuerda mi monstruosa figura de forma tan amable y tan

cortés? ¿Qué durante unos segundos me pregunto si debo cambiar a un deporte en

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el que nunca tenga que quitarme el chándal?

 — Muy bien —musito otra vez, intentando, incluso, sonreír, y me dirijo a los

vestuarios. La señora Köster me despide con una palmada en el pompis. 

Más tarde, cuando salgo del pabellón diez, busco con la mirada a Shahid y no

lo encuentro. ¿Y si le espero? ¡Bah, qué tontería! Probablemente no volveré a verle

 jamás.

¡Craso error! Apenas he llegado a la parada del tranvía cuando Shahid acude

corriendo. Todavía sin aliento, declara:

 — Lo siento. Me he retrasado. No volverá a ocurrir. ¡Palabra de «paqui»!

Y otra vez se arrodilla delante de mí. ¡Qué bobo! Una mujer mayor que pasa en

ese momento le mira como a un chiflado. Yo lo cojo de las manos y lo levanto.

Horrorizado, Shahid contempla las palmas de sus manos.

 — Tú no deber tocar —balbucea, exageradamente consternado—. Tú

blanquear. Yo perder color. «Paqui» sucio ensuciar guapa chica alemana.

 — ¿A qué viene esa bobada?

Sonríe.

 — ¿Tú no crees que el color de mi piel tiene un aspecto sucio, en cierto modo?

Al menos eso es lo que dice un montón de gente que conozco. ¿Y es así, o no?

 — Jamás había oído semejante idiotez.

Shahid me da un golpe en el hombro.

 — ¡Muy bien, Michelle! No esperaba otra respuesta de ti. Al fin y al cabo, tus

amigas y tú sois una especie de Madre Teresa. De lo contrario, no estaríais en la

calle como músicos ambulantes ni recogeríais dinero.

 — ¿Por qué nos diste veinte marcos? ¿Tan rico eres?

 — No estaría mal...En el tranvía, Shahid me habla de su familia, de la que también forman parte

otros dos hermanos y tres hermanas. Su padre es pinche de cocina, y su madre,

mujer de la limpieza. Viven en un minúsculo piso de dos habitaciones. Shahid hace

chistes realmente graciosos sobre la angostura con que vive y sobre el cuidado con

que sus padres han de gastar el dinero. Pero la sonrisa con que los cuenta no me

parece totalmente sincera.

Por otra parte, los ojos negros de Shahid son tan bonitos como los de Raoul.

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Pero, fuera de eso, no tienen ni punto de comparación. Shahid es casi una cabeza

más alto que yo, y muy delgado. Tiene unas enormes orejas de soplillo, la boca

increíblemente ancha y el mentón saliente. Su cuello, largo y delgado, me recuerda

el de mi madre, si dejamos de lado su llamativa nuez, que está siempre en

movimiento.

 — ¿Por qué me miras de esa forma tan extraña? —me pregunta Shahid,

interrumpiendo de pronto las bromas sobre su familia—. Seguro que estás pensando

que un esmirriado necesita urgentemente unas sesiones de halterofilia.

 — ¡No digas tonterías!

Hace un gesto simpático y señala su bíceps izquierdo.

 — Créeme, nena: yo no tengo nada en los brazos; pero, en compensación,

tampoco tengo nada en la cabeza.

 — Deberías hacerte cómico —respondo yo, riendo.

 — Yo soy cómico. En nuestro colegio ya he hecho varias actuaciones. Si todo

sale bien, pronto me podrás ver en la televisión, en Viva, en el programa de Dennis

D.

 — ¿De verdad? ¡Ése es mi presentador favorito!

 — Y el mío también. Le he enviado un vídeo mío porque todas las semanas

presenta en su show algún talento desconocido. Me muero de ganas de saber si Viva  

da señales de vida. A lo mejor, hasta viene Dennis D. a buscarme a casa con su

limusina. Porque él hace a veces cosas así: tratándose de fans especialmente fieles,

se presenta con un equipo de cámaras. ¡Cielos, sería alucinante que mañana me lo

encontrara a primera hora delante de nuestra puerta!

 — Cruzo ios dedos por ti. Bueno, ahora tengo que bajar. Pero no vuelvas a

arrodillarte al despedirme, ¿entendido? — ¿Por qué no? ¡Si te adoro, encantadora damisela!

 — ¡Embustero!

 — ¡Adiós! Mañana pasaré a buscarte, ¿de acuerdo? Y pasado y al otro y todos

los días restantes hasta el fin de los tiempos. Pero en caso de que esta misma noche

te atormente la añoranza de mí, llámame por teléfono sin más. Aquí tienes mi

número.

Saca del bolsillo una tarjeta de visita y me la pone en la mano. Nos hacemos

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una inclinación de cabeza; luego, me levanto y me voy.

Mientras me dirijo a la puerta, Shahid grita a mi espalda:

 — ¿Conoces el más bello de los piropos paquistaníes?

Yo me vuelvo y sacudo la cabeza. Inmediatamente, el loco de Shahid vocifera en

mitad del tranvía:

 — Eres bella como el amanecer. A tu lado quiero envejecer.

5361

 — ¿Nos apostamos algo a que no vuelve a aparecer? —comentó Aische anteayer

por teléfono cuando le conté lo de Shahid—. Toda esa palabrería no es más que un

show con el que intentó burlarse de ti.

 — ¿Y por qué razón iba a hacer algo así?

Aische se rió.

 — ¿Y desde cuándo necesitan los chicos un motivo para burlarse de las chicas?

 —luego se puso muy seria de repente y preguntó—: Dime la verdad, Michelle: ¿te

has enamorado de ese cómico?

 — ¡No!

Y es cierto. Bueno, estoy muy decepcionada porque no ha vuelto a aparecer,

pese a que anteayer me prometió solemnemente que a partir de entonces vendría a

verme todos los días. Y de cuando en cuando me acuerdo de él, aunque no tanto

como de Raoul, por el que sigo estando completamente loca.

Esta mañana hemos vuelto a coincidir en el tranvía. Súbitamente ha

enloquecido mi cuerpo entero: manos húmedas, garganta seca, palpitaciones, dolor

de estómago. Y eso que Raoul no me ha mirado ni una sola vez. Como es natural,

desde mi pisotón he dejado de existir para él.

No obstante, pienso constantemente en Raoul. Incluso ahora, mientras paseo

sola por la calle. Hasta he decidido esperarlo, dentro de unas horas, en la puerta de

la universidad popular de detrás de la estación y disculparme por mi absurdo

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pisotón. Por Jasmin, la amiga de Valeska, me he enterado de que Raoul va todos los

 jueves por la tarde a un curso de chino que termina a las cinco y media.

Lo malo es que todavía no he ido a la peluquería. Mis padres no me pueden dar

dinero para eso hasta primeros de noviembre porque, al parecer, andan muy justos.

¿Y cómo es que el sábado pasado compraron en el mercado de viejo ese absurdo

coche de hojalata?

En realidad he venido tan pronto a la ciudad con el fin de pedir dinero para el

 Trébol. La verdad es que no me parece tan descabellado lo que Esther nos propuso

la semana pasada: acercarse en la calle a las personas ricas y pedirles que den

dinero para una buena causa. Pero, por desgracia, yo no tengo valor para eso. Llevo

 ya media hora buscando un rostro amable, sin éxito. Todos los que tienen pinta de

pudientes miran a su alrededor con gesto hosco para quitarse de encima a los

mendigos. Pero ¿a quién le va a pedir uno dinero si no es a los que les sobra?

Comienza a llover a cántaros. ¡Lo que faltaba! Ahora ya puedo olvidarme

definitivamente de mi colecta. Porque, cuando llueve, la gente usa el paraguas como

una especie de escudo protector contra el resto del mundo.

Así que opto por hacer una pequeña excursión a la ciudad vieja. De camino

hacia allí, paso junto a un salón de peluquería. En el escaparate hay un cartel con el

rótulo: «Se necesita modelo».

Aprieto mi cara contra el cristal y echo una ojeada dentro. ¡Cielo santo, qué

lujo! ¿Y si me aventuro a entrar?

De repente me sonríe una chica de pelo corto teñido de verde. Abre y cierra la

tijera en el aire y me señala a mí. Yo asiento. Y ella viene a la puerta y la abre.

 — Hola, soy Gudrun. Entra. Ahora mismo te hago un nuevo corte de pelo.

 — No tengo dinero. — Y yo no tengo ni idea de cómo se corta el pelo. Por eso necesito con quien

practicar —ríe—. Como todavía vacilo un poco, —añade—: No temas, algo de idea

tengo ya. Estoy en el segundo año de aprendizaje. Bueno, ¿qué dices?

La sigo al salón, donde ella me quita el anorak y me lleva a uno de los cinco

lavabos.

 — ¿Podría cortarme el pelo exactamente igual que el suyo?

 — Puedes tutearme tranquilamente —responde mientras me pone una toalla—.

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¿Tan mayor parezco ya? Cumplí dieciocho años anteayer.

 — Mi más cordial felicitación a posteriori.

 — Gracias. ¿Cómo te llamas?

 — Michelle.

 — Muy bien, Michelle. Ahora apóyate en el respaldo y relájate —se inclina hacia

mí y musita—: Y si el agua está demasiado caliente o demasiado fría, no des un

grito; de lo contrario, me echarán inmediatamente. Porque aquí son todos idiotas

integrales.

 — ¡Ah!

Esta Gudrun es agotadora. No para de hablar mientras me lava el pelo, pese a

que apenas le entiendo una palabra. Luego, mientras corta, sólo calla cuando acerca

las tijeras a mis ojos o a mis orejas.

Me entero de que va ha interrumpido dos aprendizajes, pero éste quiere

terminarlo a toda costa. Luego, le gustaría ir a España y abrir allí un salón propio.

Pero si crece diez centímetros más, sueña con ir a Nueva York y hacer carrera como

modelo. De hecho, es muy guapa: ojos azules muy grandes, labios gruesos, orejas

pequeñas y nariz fina.

 — Yo que tú nunca llevaría el pelo tan largo —opina—. Cuando una no es

particularmente delgada, le queda mucho mejor el pelo corto.

 — ¡No es particularmente delgada, dices! —rezongo yo—. ¿Sabes cuánto peso?

 — No.

 — Yo tampoco. No me atrevo a ponerme en la báscula.

 — ¡Tú estás mal de la cabeza! —dice Gudrun, y me sopla para quitarme de los

ojos unos pelos—. También yo estaba gorda antes, pero con el tiempo desapareció

casi toda la grasa. — ¿Tan gorda como yo?

 — Bueno, no tanto. ¿No serás una de esas quejicas que se pasan el día entero

lloriqueando porque tienen mal tipo?

 — Antes sí. A los once o doce años. Pero luego me di cuenta de que era

absurdo, porque con eso no cambiaba nada. Ahora sólo me quejo una o dos veces

cada semana.

 — Humm..., eso es mucho todavía. ¿Tienes un amigo?

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 — Sí —contesto sin saber por qué.

Gudrun deja de cortar en el acto, dirige una mirada penetrante a mi imagen del

espejo y arruga la frente.

 — Eso ha sido un embuste, ¿verdad?

 — Sí —confieso, y me suben los colores a la cara.

 — No tiene importancia. Tampoco yo digo siempre la verdad —vuelve a cortar—.

Pero nadie me puede colar una mentira —asegura—. Tengo como un sexto sentido

para las mentiras. Por cierto, en este momento también estoy sin pareja. Mi ex

empezó a darle a la droga, y yo no quiero saber nada de esa mierda. Prefiero beber.

¡Cuidado, ahí viene mi jefe!

Un hombre gordo y pequeño, medio calvo, se coloca detrás de Gudrun y 

observa cómo trabaja. Por suerte, lo llaman por teléfono al poco rato.

 — Un tarugo realmente vomitivo —me musita Gudrun al oído—. Casi tanto

como el nuevo amiguito de mi madre —prosigue en tono normal—. ¿Cómo son tus

padres?

 — Asfixiantes.

 — Da gracias a Dios.

 — ¿Por qué?

 — Porque hay cosas peores —hace una pausa y examina el trabajo que ha

hecho hasta ahora—. ¿Cómo te ves?

 — De maravilla. Pero me gustaría llevarlo tan corto como tú.

 — ¿Y tan verde como el mío?

 — Casi no; a mi madre le daría un infarto.

Un cuarto de hora después, Gudrun ha terminado. Me pone un espejo detrás

de la cabeza para que pueda admirar mi nuevo peinado desde todos los ángulos. Loque más me gusta es el cogote rasurado.

 — ¡Me encanta! —exclamo entusiasmada, y me bajo del sillón—. Me lo has

dejado genial. ¡Gracias!

En un impulso de alegría, le doy a Gudrun un beso en la mejilla. Ella ríe.

 — Eso ha sido mejor que una propina. Me caes bien, vaya.

 — Tú también.

Coge mi anorak. Mientras me lo pongo, va a la caja y escribe algo en una hoja

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de papel.

 — Toma, mi dirección. Vivo en Oberblik. Ven cuando quieras.

 — Lo haré —contesto, y doblo la hoja—. En cualquier caso, volveré a verte.

Gudrun me mira fijamente a los ojos y comprueba con alegría:

 — ¡Oye, no has mentido! Es verdad que vas a venir.

¿Me reconocerá Raoul?

Me encuentro a veinte metros de la universidad popular y estoy esperándole.

Repito mentalmente una y otra vez las frases que he preparado mientras venía aquí.

«Siento haberte dado un pisotón en el pie dislocado. En realidad, yo sólo quería

que miraras hacia mí y me sonrieras...»

Humm..., demasiado sincera. ¿Por qué no le digo directamente: «Te quiero,

bésame, acepta que sea tu amiga»? Pero, en cualquier caso, cuando Raoul me vea

aquí, se figurará que es porque estoy enamorada de él. Así que más me vale que se

lo diga todo a las claras, si es que logro articular alguna palabra.

Cada dos segundos me paso nerviosamente la mano por el pelo. Desde que he

salido de la peluquería hace una hora, he contemplado tantas veces mi imagen en

los escaparates sonriendo que me duelen los músculos de las mejillas. ¡Sí, me

encuentro francamente bien! Veremos qué dicen mañana Valeska y Aische sobre mi

nuevo corte de pelo...

¡Cielos, por ahí aparece Raoul! ¿Cómo empezaban las frases? Mi cabeza es un

batiburrillo. Raoul está cada vez más cerca. Unos metros más y habrá pasado de

largo. ¿Qué debo hacer?

Sin pensármelo dos veces, me interpongo en su camino. Raoul me mira medioimpaciente, medio sorprendido.

 — ¿Qué hora es? —le pregunto con voz temblorosa.

 — No tengo ni la menor idea.

 — ¿Qué hora es? —repito, porque no se me ocurre ninguna otra cosa.

 — No llevo reloj.

Y con estas palabras me deja plantada y sigue su camino. ¡No me ha

reconocido! Mortalmente triste, le sigo con la mirada. De pronto se vuelve.

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 — ¡Yo soy la del pisotón! —exclamo, y señalo estúpidamente mi pie derecho y,

luego, mi pelo. Sin mover un músculo de la cara, Raoul se vuelve otra vez.

 — ¡Tú eres Raoul! —le digo casi gritando, y él se vuelve de nuevo un instante.

Luego desaparece en la estación.

¡Seré idiota! ¿Cómo he podido decir semejantes sandeces? «Qué hora es... Qué

hora es... Yo soy la del pisotón... Tú eres Raoul...» Menudas estupideces han salido

de mi boca.

Al parecer, junto con el pelo, he perdido también la razón.

5362

Aische y Valeska están entusiasmadas con mi nuevo peinado. Mientras vamos

al colegio en el tranvía no dejan de pasarme la mano por la nuca.

 — Estás preciosa —opina Val—. A ver si te reconoce el guaperas de Raoul.

Yo deniego con un gesto.

 — Al guapo Raoul ya puedo relegarlo al olvido.

 — ¿Por qué?

Les hablo de la penosa escena que protagonicé ayer por la tarde delante de la

universidad popular.

 — Al menos te atreviste a hablarle —dice Aische—. Ahora ya sabe que te gusta.

 — Pero ahora también sabe que estoy loca de atar.

 — Bueno, de acuerdo, es posible que después del pisotón y de lo que le dijiste

ayer no tengas nada que hacer con él —dice Val—. Pero aún te queda el Maíz ese.

 — En primer lugar se llama Shahid. En segundo, no ha vuelto a dejarse ver. En

tercero, no quiero saber nada de él. Y en cuarto, ahora no puedo seguir hablando

porque estamos a punto de parar en la Uhlandstrasse. Si monta Raoul, os aseguro

que me muero en el acto.

Pero Raoul no monta, circunstancia que me produce una mezcla de alivio y 

decepción.

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Diez minutos más tarde tenemos que bajar. En la acera nos alcanzan Daniel y 

Björn, los sedicentes graciosos de nuestra clase, que no tienen entre los dos ni la

mitad de gracia que Shahid.

David me señala y dice:

 — Mira, Björn: nuestro tonel tiene una nueva tapadera.

¿Debo contestar a eso con algo tan tierno y delicado como la chica del libro?

No, por alguna razón, eso no va conmigo. En vez de elegir una frase hipersensible,

dejo en el suelo mi cartera escolar, cojo a Daniel por el cuello con las dos manos y lo

sacudo enérgicamente.

Por toda reacción, él sonríe estúpidamente y pregunta:

 — ¿Y ahora?

 — ¡Ahora te voy a limpiar esa bocaza!

Rápida como un rayo, aprieto mis labios contra su boca. Daniel se aparta,

pálido como un cadáver. Intenta decir algo pero, al parecer, se ha quedado sin

habla. Y su compañero Björn, lo mismo. Mientras se esfuman los dos, Valeska y 

Aische se parten de risa. ¿Y yo? Yo soy la primera sorprendida. No tengo ni idea de

lo que me ha pasado. Por precaución, me limpio los labios frotándomelos

fuertemente con la mano. Espero que Daniel no me haya contagiado, ya que padece

una terrible enfermedad llamada imbecilitis. 

 — ¡Le has dado una buena lección! —se alegra Val—. Te garantizo que tardará

en volver a hacer un chiste sobre ti.

En ese momento aparece Stefanie, la chica más gorda de nuestra clase después

de mí.

 — ¿Dónde has aprendido a besar, Michelle? —pregunta con gesto burlón—.

¿En Bravo? ¿O es que ha sido tu primer beso? — Mañana llevaré a mi novio a tu fiesta —digo con frialdad, y Stefanie me mira

tan desconcertada como Aische y Valeska.

Cojo mi cartera con gesto satisfecho y prosigo mi camino.

 — ¿A qué novio? —quiere saber Aische, una vez que ella y Val me han dado

alcance—. ¿Cómo es que no nos has contado nada sobre él?

 — Sí que lo he hecho.

 — ¿Y cómo se llama?

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 — El Manoslargas.

 — ¡Hola, Jens—Peter! Soy Michelle.

 Jens—Peter bosteza.

 — ¿Te he despertado? ¡Son ya las tres y media!

 — ¿Y qué? Yo tengo que estar todos los días en la panadería a las tres. Por eso

me echo la siesta después de comer.

Vuelve a bostezar. ¡Qué tontería he cometido llamando a Jens—Peter! Me basta

oír su voz para sentir nuevamente sus sucias zarpas en mi pecho. ¡En mala hora se

me ocurrió anunciar por todo lo alto que iría con mi novio a la fiesta de cumpleaños

de Stefanie!

 — ¿Qué pasa? —pregunta Jens—Peter.

 — Habíamos quedado en ir el sábado a una fiesta, ¿te acuerdas?

Silencio.

 — Ah..., sí. Lo recuerdo. Pero..., esto..., yo pensaba...

 — ¿Qué?

Bueno, ¿qué va a ser? Él pensaba que, después de sus sucios tocamientos, yo

no querría saber nada de él. ¡Y no quiero! Pero necesito imperiosamente un imbécil

para llevarlo conmigo a la fiesta. Quizá Jens—Peter me haga el favor de cortarse los

dedos antes. En todo caso, yo no le aconsejaría que me metiera mano otra vez. Si

quiere tocar algo, ¡que se rasque los granos!

 — ¿Qué pensabas? —hurgo yo. Tengo curiosidad por saber qué opina sobre su

intolerable comportamiento en el cine. Pero el infeliz debe de estar muerto de miedo.

 Tras un nuevo bostezo pregunta: — Entonces, ¿dónde y a qué hora nos juntamos el sábado?

 — ¡Idiota! —bufo yo, y cuelgo el auricular de un golpe.

¿Y ahora?

Saco del bolsillo la tarjeta de visita de Shahid. ¿Qué ocurriría si marcara su

número? Probablemente tendría que escuchar unos cuantos chistes y, después, la

pregunta de si realmente había tornado en serio su show del martes. No, gracias;

¡de eso puedo prescindir!

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Furiosa, arrugo la tarjeta de visita y, cuando decido refugiarme en mi

habitación, suena el teléfono.

 — Familia Diering —contesto sin demasiada amabilidad.

 — Soy Jens—Peter.

 — ¿Cómo?

 — ¿Qué pasa ahora con la fiesta?

 — ¡Olvídala!

 — Oye, Michelle, yo..., bueno..., últimamente en el cine yo... —se atranca.

 — ¿Sí?

 — Aquello estuvo muy mal por mi parte —confiesa abatido—. Ni yo mismo sé

cómo... Quiero decir que, en cierto modo, yo creía que a ti no te disgustaría que yo...

Vuelve a atascarse y respira profundamente. Luego sigue tartamudeando, sin

decir nada que tenga sentido. Curiosamente, de pronto me compadezco de él.

 — Está bien —le tranquilizo—. Al fin y al cabo no me amputaste los pechos. No

obstante, fue nauseabundo.

 Tras una pausa bastante larga, vuelve a preguntar:

 — ¿Qué pasa ahora con la fiesta?

Nos citamos para mañana.

 — Seré puntual —promete luego Jens—Peter—. Adiós.

 — Adiós. Y ten presente que yo llevo siempre sujetadores con carga eléctrica.

5363

 Tía Margret deja de masticar y pone cara de extrañeza cuando entro en la

cocina.

 — ¡Vaya, hombre! —les dice a mis padres sacudiendo la cabeza—. ¿Por eso os

habéis puesto tan nerviosos? Yo pensaba que Michelle se había cortado el pelo al

cero. Bueno, a mí me encanta su nuevo peinado.

 — Humm... —se limita a responder mi madre, mientras tía Margret deja su

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panecillo en el plato y me saluda con un sonoro beso en la mejilla.

 — Fíjate en el cogote —dice mi padre, que en este momento está cargando una

rebanada de pan con tres lonchas de embutido—. Su nuca parece una bola de billar.

 — ¡Toda yo soy una bola de billar, papá!

 Tía Margret sonríe. Yo me dejo caer en mi silla de buen humor, me echo té de

frutas en una taza y cojo un cruasán. Me pone contenta que venga mi tía los

sábados a desayunar. Primero, porque entonces está mejor el ambiente y, segundo,

porque mis padres no me ponen nerviosa con sus constantes preguntas. Y es que

Margret acostumbra a reírse de su insaciable curiosidad.

¡Es insultante la injusticia con que está repartido el sobrepeso en nuestra

familia! Tía Margret es hermana de mi padre y, sin embargo, es casi tan delgada

como mi madre. Por lo visto, yo me parezco a tía Magret pero, desgraciadamente,

sólo en la cara. ¡Cuánto me gustaría tener unas piernas tan largas y delgadas y 

unos pechos que nadie pudiera confundir con las ubres de una vaca!

Lo que, sin embargo, no me gustaría tener es la mala suerte de tía Margret con

los hombres. Antes de que hayamos logrado memorizar el nombre del amigo que

tiene en ese momento, ya ha roto con él. Mi padre dice que si ningún hombre

aguanta mucho tiempo con ella es porque tiene la lengua demasiado afilada.

 — ¿Qué, hay alguna novedad, Michelle? —quiere saber mi tía—. ¿Qué tal el

colegio? ¿Qué tal el amor? ¿Qué tal los kilos? ¿Qué tal Valeska? ¿Qué tal Aische? — 

sonriendo satisfecha, se vuelve hacia mis padres—. ¿Hay alguna cosa más que os

gustaría saber?

 — ¡Muy gracioso, Margret! —dice mi madre.

 — No ha sido más que una broma —declara mi tía, haciéndome un guiño.

 — Tú no tienes hijos —dice mi padre—. Por eso no puedes hacerte idea delcuidado con que es preciso andar hoy en día —señala la ventana—. ¿Sabes cuántos

peligros acechan ahí fuera? Cigarrillos, drogas, porno, alcohol, violencia...

 — Oye, ¿cómo te has enterado de todas mis aficiones? —interrumpo a mi

padre, y le doy un bocado a mi cruasán

Ahora, ni mi misma madre puede disimular la sonrisa.

 — Es posible que Margret tenga razón. Algunas veces nos entrometemos

demasiado.

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 — ¿Quieres decir que a partir de ahora no me vais a asaetear con preguntas y 

vais a hablar conmigo con normalidad?

 — Bueno, podemos intentarlo esta tarde en el mercado de viejo —dice mi padre,

sin dejar de masticar.

 — Lo siento, pero yo tengo otro plan para esta tarde.

 — ¿Qué plan? —preguntan mis padres a coro, y no pueden menos de reír.

 — ¿Queréis saberlo con todo detalle? Voy a la fiesta de Stefanie. Allí, primero

nos emborracharemos, luego nos hartaremos de pastillas de éxtasis y para terminar

nos pincharemos con barras de chocolate. ¿Algo que objetar?

 — En vez de las barras de chocolate, yo usaría grisines —comenta tía Margret— 

. Lo demás me parece perfecto. ¿Me pasas la leche? Gracias.

Mi padre se recuesta en la silla y abre el periódico. Margret le habla a mi madre

del curso de gimnasia que empezó anteayer. Yo cojo un bol del armario y echo

cereales.

 — Han vuelto a robar. Han forzado la puerta de una casa aquí cerca — 

murmura mi padre—. Esperemos que no nos toque a nosotros.

 — Antes, cuando he ido a comprar los bollos, he vuelto a ver a ese tipo raro que

está todo el rato yendo y viniendo por delante de la puerta de nuestra casa — 

informa mi madre—. Ya me llamó la atención ayer y el lunes o el martes. ¿A ti

también? —le pregunta a mi padre.

 — ¿Cómo es?

 — De piel oscura. Probablemente indio o algo así. Tiene orejas de soplillo y el

cuello muy largo.

 — ¿Qué?

Llego a la ventana en dos saltos y miro a la calle. Efectivamente: ¡Shahid estáabajo dando vueltas!

En un abrir y cerrar de ojos salgo del piso, bajo las escaleras y abro la puerta.

 — ¿Por qué no tocas el timbre, bobo? —le grito a Shahid, que está leyendo un

cartel de una columna publicitaria. Asustado, se estremece y se vuelve.

 — ¡Por fin! — suspira—. Ya pensaba que no iba a volver a verte. No me dijiste

tu apellido, si no habría... Dios mío, ¿qué has hecho con tu pelo?

 — Cortármelo.

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 — ¡Si al menos me hubieras guardado un mechón para colgarlo encima de mi

cama!

Sólo ahora viene hacia mí, me estrecha la mano cortésmente y hasta hace una

ligera inclinación.

 — ¿No dijiste que vendrías a verme el miércoles? —le recuerdo—. Ese día

estuve toda la tarde esperándote y mirando por la ventana.

 — ¿De verdad? Lo siento. El miércoles tuve un contratiempo. Y el jueves,

también. Pero ayer por la tarde estuve varias horas husmeando por aquí. La gente

empezaba a mirarme con mala cara. ¿En qué piso vives?

 — En el tercero. Aquél es nuestro balcón.

Apunto hacia arriba y abro los ojos como platos: mis padres y tía Margret están

en el balcón y nos miran.

 — ¿Me permitís que os lo presente? —les grito—. Éste es Shahid.

 Tía Margret lo saluda con un gesto, mientras que mis padres no mueven ni un

solo músculo. Shahid se arrodilla delante de mí y, dirigiéndose a nuestro balcón,

grita:

 — Les pido la mano de su hija y, naturalmente, también el resto de su cuerpo.

Abre los dedos y los acerca lentamente a mis pechos. Sonriendo, le golpeo las

zarpas.

Al momento, me acuerdo de Jens—Peter. Espero que no se ponga a lloriquear

cuando le diga ahora mismo que voy a la fiesta con otro...

Shahid y yo nos encontramos a las tres en la plaza Jan Wellem.

 — ¿Cómo es que vienes tú sola? —se extraña cuando me apeo del tranvía—.¿Es que no están invitadas tus amigas?

 — Sí, claro. Pero vienen más tarde. Aische tiene que cuidar de sus hermanos

hasta las cinco y Valeska tenía esta tarde un torneo de ping—pong.

 — ¿Valeska es ésa del pelo rubio que toca tan mal la guitarra?

 — ¡Bingo! Ven, vamos por aquí. Tenemos que cruzar el parque y, luego, ir hacia

la Nordstrasse.

 — ¡Qué frío hace! —se lamenta Shahid, que lleva unos vaqueros rojos, una

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sudadera y una chaqueta de punto muy delgada. Se sube el cuello y se mete las

manos en los bolsillos.

Bajamos las escaleras del paso subterráneo, donde está dando un concierto un

violinista joven de San Petersburgo. En la caja de su violín hay un montón de

monedas y tres billetes.

 — Tal vez deberíais echar a Valeska de vuestro grupo y contratar a este

rascador de violín —comenta Shahid al pasar.

 — Nosotros no somos un grupo —contesto yo—. Únicamente cantamos y 

tocamos para recoger dinero.

Le hablo del Trébol y le explico por qué queremos ayudar a alguien con un

donativo importante y todo lo que hacemos para reunir esa suma.

Shahid escucha atentamente y, para variar, no hace ninguno de sus chistes

malos. Cuando le enumero todas las cosas a las que renuncio con el fin de ahorrar

para la acción Trébol la mayor cantidad posible de mi paga, se queda pasmado.

 — ¡Dios mío, tú eres una verdadera santa! —exclama.

 — ¡Qué va! ¿Sabes lo que pienso algunas veces cuando veo en la televisión

cómo viven en sus barrios de miseria todos esos desarrapados, o los montones de

niños de la calle de Suramérica?

 — ¿Qué es lo que piensas?

 — ¿De verdad quieres que te lo diga?

 — ¿Qué piensas en esos momentos? —insiste él.

 — Pues pienso que..., que yo... Bueno, de algún modo me alegro de que haya

personas que tienen problemas mucho más grandes que los míos. Sí, sinceramente,

algunas veces me siento verdaderamente feliz porque hay muchísimas personas que

se encuentran mil veces peor que yo. ¿No te parece despreciable?¡Oh, no! ¿Por qué le he revelado esto? Igual no me cree, como Aische, que

cuando se lo confesé, creyó que se lo estaba diciendo de broma.

 — Humm... —repite varias veces rascándose la barbilla. Luego me mira

fijamente—. ¿Y por qué te sientes tan desgraciada? —pregunta al fin.

 — ¡Deberías ponerte gafas! ¿Acaso no te has dado cuenta de que peso el doble

que tú?

 — Bueno, ¡eso es una suerte para ti! —opina—. Así no necesitas airbag cuando

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vas en coche.

 — ¿Por qué no?

 — ¡Tú eres un airbag ! Además, seguro que no te quedas helada tan pronto

como yo. ¡Tengo un frío horrible! ¿Falta mucho?

 — ¿No quieres seguir hablando de ese asunto?

 — ¿De qué asunto?

 — De que algunas veces pienso cosas horribles.

 — ¿Por qué seguir? Ya has dicho todo. Además, puedes pensar tranquilamente

lo que quieras. Con eso no haces daño a nadie.

 — Excepto a mí misma...

Shahid se echa a reír.

 — ¡Qué conversación tan trascendente! ¿No sería mejor que me dijeras algo

sobre la Stefanie esa? Por ejemplo, si tiene en la puerta un letrero con un «paqui» y 

con la inscripción « ¡Sintiéndolo mucho, nosotros tenemos que quedarnos fuera!».

Lo cierto es que, cuando diez minutos más tarde nos presentamos en la puerta

de su piso, Stefanie examina a Shahid como con rabia. Después de felicitarla por su

decimoquinto cumpleaños, hago las presentaciones. El bobo de Shahid le besa la

mano y, luego, recita una interminable poesía de cumpleaños.

Mientras la escucha, Stefanie juguetea violenta con los botones de su blusa.

 — Gracias, muy amable —murmura al final de la última estrofa—. ¡Y ahora

entrad de una vez!

Mientras nos dirigimos a su habitación, me musita al oído:

 — ¿De dónde has sacado a este tío? — De las rebajas de refugiados —responde Shahid por mí.

La pobre Stefanie se queda de una pieza. Para suavizar la situación, le doy mi

regalo: un compacto con los mayores éxitos de Jakson Five.

Los otros invitados nos saludan con holas efusivos. Casi todos son de nuestra

clase. Yo les presento a Shahid, que hace una leve inclinación ante cada uno de

ellos. Luego nos sentamos al lado de Ben y de Ann—Katrin, y Stefanie nos trae té y 

bollos.

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Durante el primer cuarto de hora, Shahid se muestra un poco reservado. Bebe

 y come y sólo habla cuando alguien le pregunta algo. Pero cuando ve que todos se

ríen cuando habla, poco a poco se va animando. Sus chistes son cada vez más

numerosos y mejores, y al final acaba montando todo un espectáculo cómico

realmente magnífico. Stefanie y sus invitados no paran de reír. El único que no

encuentra nada divertido a Shahid es Johannes, el hermano mayor de Stefanie, que

está sentado en cuclillas delante de la calefacción y observa a Shahid con gesto

helado. Yo me doy cuenta de lo mucho que se esfuerza Shahid por hacerle reír a él

también, pero Johannes no reacciona.

 — Bueno, amigos, ahora tengo que interrumpir un momento mi espectáculo — 

anuncia Shahid al cabo de un rato, y se levanta—. ¿Dónde está aquí el lugar para

las aguas menores?

 — Segunda puerta de la izquierda —responde Ann—Katrin.

En cuanto desaparece Shahid, Stefanie viene y se arrodilla junto a mí.

 — ¡Qué gracioso es! —se entusiasma—. ¿Desde cuándo salís juntos?

 — Desde el martes —le contesto, mintiendo descaradamente. De pronto, me

acuerdo de Gudrun, la peluquera que descubre todas las mentiras. Un día de éstos

iré a verla.

Stefanie me hace un par de preguntas sobre Shahid, a las que

desgraciadamente yo sólo puedo contestar encogiéndome de hombros. Le aconsejo

que hable con él, así que cuando Shahid vuelve del baño, Stefanie lo acapara por

completo. Entre tanto, converso con Ann—Katrin, y me tengo que esforzar mucho

para no mirar ni una sola vez a su pierna de plástico.

Hacia las cinco y media aparecen finalmente Valeska y Aische. Ambas

reconocen inmediatamente a Shahid. — Fue un bonito detalle que hicieras un donativo de veinte marcos —dice

Aische—. ¿De verdad cantábamos tan mal?

 — Bueno, si algún día sacarais un compacto, yo sólo lo pondría en el tostador.

Poco a poco vuelve a ponerse en movimiento la máquina de gracias de Shahid.

Aische se ríe tanto que constantemente se le atraganta la coca cola. Valeska sonríe

de cuando en cuando, pero a mí me da la impresión de que ni siquiera escucha.

Mientras mordisquea un trozo de pizza, no deja de mirar absorta constantemente un

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póster del palacio de Neuschwanstein que hay colgado en la pared.

Hace exactamente una semana que Valeska apareció en mi casa como llovida

del cielo, se echó a llorar y, luego, se marchó sin decir una palabra. Aische y yo

seguimos sin saber qué le ocurrió el último fin de semana. Desde entonces está tan

bien como siempre, prescindiendo de que algunas veces se queda mirando al vacío

con gesto soñador, como ahora. Eso sólo tiene una explicación: debe de estar

locamente enamorada. Lo único que queda por saber es de quién. ¿Por qué no nos lo

dice?

 — No puedo más —suspira Aische y, riendo, se sujeta el vientre con la mano—.

Deja ya de contar chistes, o de lo contrario me moriré realmente de risa.

 — De acuerdo. Además, se me han quitado las ganas de seguir —dice Shahid—.

Porque algunas personas creen que no tengo ninguna gracia —añade, mirando de

reojo a Val.

Valeska ni se inmuta.

En el curso de la tarde, Shahid intenta una y otra vez hacer reír a Valeska, pero

en lugar de eso, la pone tan nerviosa que se refugia en el otro rincón de la

habitación. Shahid la mira con pena.

 — ¡Qué lástima! —suspira—. Da la impresión de que tu amiga no me soporta.

 — ¡Tonterías!—replico yo—. Lo único que pasa es que últimamente está... Ah,

¿a qué viene eso?

Aische me ha tirado de la manga con tanta fuerza que casi se me ha caído el

bollo de la mano.

 — ¡Mira quién acaba de entrar! —murmura excitada.

Miro hacia la puerta, y de pronto se me corta la respiración. ¡Raoul! ¿Qué se le

ha perdido a él aquí? — Éste es Raoul, que está haciendo con mi hermano Johannes un curso de

chino en la universidad popular —nos lo presenta Stefanie, y a él le dice todos

nuestros nombres. Él nos va mirando a uno detrás de otro. Al verme, se sorprende

 y, luego, dice riendo:

 — ¡Hola, miss Patosa!

 — ¿Conoces a Michelle? —le pregunta Stefanie, sorprendida.

 — No sólo la conozco yo, sino también mi pie.

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Aunque me molesta que me haya saludado llamándome patosa, me alegro de

que por lo menos lo haya hecho sonriendo.

De pronto, Shahid lanza un grito muy fuerte y se tapa los ojos.

 — ¿Qué pasa? —pregunta Stefanie, preocupada—. ¿Te duele algo?

 — ¡Sí, ese tipo! —Shahid señala a Raoul—. Su belleza me ha deslumbrado por

completo.

Ríen todos, incluso Raoul. Stefanie le cuenta que ha estado a punto de

matarnos de risa. Raoul sonríe amablemente y se acerca a Johannes, que sigue en

cuclillas delante de la calefacción.

A partir de este momento, yo sólo tengo ojos para Raoul. Reconozco que es una

falta de delicadeza para con Shahid, pero ¿qué le voy a hacer? Desde que Raoul ha

entrado en la habitación, ya no me interesa nada de lo que ocurre a mi alrededor.

Dejo de beber, y de comer, y de hablar, y me limito a contemplar a Raoul, que no

parece darse cuenta de nada de esto. Al menos no vuelve ni una sola vez la cabeza

hacia mí.

Afortunadamente, Shahid está rodeado por Stefanie y por dos chicas de su club

de natación, que no se cansan de escuchar sus chistes. Y Aische ha ido a ocuparse

de Valeska. Así que yo puedo admirar la belleza de Raoul sin que nadie me moleste.

Me muero de rabia. Birgit, una prima de Stefanie, se ha sentado entre Raoul y 

 Johannes. Lleva una minifalda verde cardenillo, que es aproximadamente tan larga

como mi camiseta. Es penosa la forma en que abre sus ojos azules como si quisiera

comerse a Raoul con ellos. Le habla sin cesar y, cada dos segundos, se echa hacia

atrás su melena negra. ¡Será idiota!

Raoul no parece encontrarla empalagosa, sino más bien lo contrario. Al

principio se ha mostrado bastante indiferente, pero ahora sonríe a Birgit, y susonrisa no se apaga. Y para colmo, ahora se levanta el hermano de Stefanie y los

deja a solas. Vamos, ¡genial!

Sé que es absurdo, pero no puedo evitar que los ojos se me llenen de lágrimas.

Y justo en el momento en que la primera lágrima se desliza por mi mejilla izquierda,

Raoul mira hacia mí. Yo me seco rápidamente la cara. Ahora, el guaperas me sonríe

compasivamente y, luego, se vuelve otra vez hacia la cotorra de pelo largo.

Estoy tan furiosa que me doy puñetazos en las rodillas. Ahora, este tipo fatuo y 

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presuntuoso va a pensar que he llorado por él. Y tiene razón, de acuerdo.

¡Precisamente por eso estoy tan enfadada! Les echo a Aische y a Valeska una mirada

en busca de socorro, pero en este momento están absortas en su conversación.

Shahid interrumpe el programa de variedades que está desarrollando para

Stefanie y sus amigas, y pregunta:

 — ¿Ocurre algo?

 — ¿Por qué?

 — Parece como si tú... —se encoge de hombros—. ¿Estás enfadada con alguien?

Yo sacudo la cabeza y miro disimuladamente hacia Raoul, y él vuelve a mirar

hacia mí con esa sonrisa estúpida. Tengo que reaccionar a toda costa. Pero ¿cómo?

De repente recuerdo el beso que le di ayer a Daniel. ¿Por qué no repetir la

actuación?

Rodeo con mis brazos a Shahid y oprimo mi boca contra la suya. Él se defiende,

pero yo lo sujeto con fuerza. Aunque intenta contenerla apretando los labios, mi

lengua se resiste a que se la quite de encima. Se desliza entre los labios de Shahid y 

llega a su lengua, que sabe a cacahuetes rebozados.

Son tantos los pensamientos que giran al mismo tiempo por mi cabeza que

estoy a punto de marearme. «Ante todo, no pensar», me digo a mí misma mientras

nuestras lenguas se transforman en dos serpientes, que juegan al pilla pilla. « ¡No

pensar! ¡No pensar!»

Pasa una eternidad hasta que finalmente nos soltamos. Por puro bochorno, me

llevo a la boca un vaso que resulta estar vacío.

Shahid, en cambio, se toca con la lengua la punta de la nariz, mira hacia abajo

 y, luego, exclama divertido:

 — ¡Ah!, pero aún sigue aquí... ¡Increíble!

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Sorprendente: ya hemos pasado el desayuno y la comida y mis padres todavía

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no me han hecho ni una sola pregunta sobre la fiesta. ¡Aún va a resultar que son

capaces de aprender!

En recompensa, durante el postre yo les cuento espontáneamente todo lo que

ocurrió ayer en casa de Stefanie. Como es natural, callo algunas cosas como, por

ejemplo, el número de trozos de tarta que me zampé. Y tampoco digo una sola

palabra sobre el beso.

En cambio, les hablo un poco sobre Shahid. El hecho de que ayer por la

mañana se arrodillara en la calle para pedirles la mano de su hija ha dejado a mis

padres sumamente perplejos.

 — ¿Qué clase de loco es ése? —refunfuñó mi madre cuando volví a casa

después de la proposición de matrimonio de Shahid.

 — Es que el amor que me profesa le hizo perder la razón —contesté yo

relajadamente, y me parapeté detrás de mi bol de cereales. Por suerte, tía Margret se

ocupó de que mis padres no me amargaran el desayuno con sus interrogatorios.

Hoy, en cambio, pueden enterarse de todo lo concerniente a Shahid.

 — Así que estáis saliendo, ¿no? —quiere saber mi madre.

 — En cierto modo —me meto en la boca una cucharada de helado de vainilla y 

pienso en Aische, que ayer me hizo la misma pregunta en la plaza Jan Wellen

después de despedirnos de Shahid y de montar en nuestro tranvía. Cuando le dije

que no, se quedó estupefacta.

 — ¿Estás loca? Entonces, ¿por qué lo has besado?

 — Por Raoul —confesé yo. A Aische casi le da un ataque.

 — ¿Cómo has podido burlarte así de Shahid? ¡Él, que es un tío tan legal! Y tú lo

has utilizado para montar delante de Raoul una estúpida escena de besuqueos. ¡Es

nauseabundo! ¿No te parece una vileza, Valeska? — Sin duda alguna —musitó Valeska, que durante el viaje de vuelta estuvo

como ausente y apenas abrió la boca.

Sí, lo sé: Aische tiene toda la razón del mundo. Lo que hice con Shahid es

realmente odioso. Lógicamente, ahora él creerá que me gusta. Y claro que me gusta,

pero no como él cree, sino de una forma distinta.

¡Ah, mierda!

¿Por qué tuvo que sonreírme Raoul de esa forma tan estúpida cuando se me

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saltaron las lágrimas? En realidad, ese chulo arrogante debería estar muerto para

mí desde hace tiempo. Sin embargo, sigue girando constantemente dentro de mi

cabeza. Y cuando recuerdo la dulzura con que le sonreía a la prima de Stefanie, se

me agarrota todo el cuerpo.

Después de la comida, me largo al cuarto de estar, me adueño del mando a

distancia y enciendo Viva, donde acaba de empezar el programa de Denis D. Pero

antes de que pueda acomodarme en el sofá, mi madre dice desde el vestíbulo:

 — ¡Michelle, al teléfono!

Debe de ser Aische, que querrá echarme la bronca otra vez por lo del besó

traidor.

 — ¿Sí? —contesto.

 — Soy Shahid.

 — ¡Hola! ¿Cómo estás?

 — Humm...

Una pausa. Cuanto más se prolonga el silencio, más incómoda me siento yo.

¿Por qué no dice nada? Finalmente, le pregunto si anoche llegó bien a casa.

¿Apostamos algo a que va a hacer un chiste sobre el temblor de mi voz?

 — Tenemos que hablar —dice Shahid, ignorando mi pregunta.

 — ¿De qué?

¡Como si no lo supiera yo perfectamente!

Shahid repite otra vez su última frase.

 — De acuerdo —suspiro yo—. ¿Dónde? ¿Cuándo?

 — Yo estoy ahora en Oberblik, en casa de mi abuela. ¿Podría ser a las tres

delante de la Philipshalle? Desde allí podríamos ir al parque.

 — De acuerdo. Estaré allí a las tres.Cuelga sin despedirse. Yo hago una inspiración profunda y vuelvo lentamente

al cuarto de estar. El beso... Probablemente, Shahid se dio cuenta de que sólo

intervinieron en él mis labios y mi lengua. Y ahora sabe algo que a mí me habría

gustado ocultarle un par de semanas.

Me siento mal.

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Sigo sintiéndome mal, a pesar de que me he tomado dos tazas de té de hinojo.

Pero contra la mala conciencia no hay ninguna hierba eficaz.

En realidad, ahora tendría que estar vestida con el traje de baloncesto, sentada

en el banco de las suplentes y cruzando los dedos a favor de mi equipo durante el

partido contra Leverkusen. Sin embargo, aquí estoy, sentada en un tren de

cercanías, mirando hacia arriba a través de la ventana y contemplando las nubes,

que hoy tienen mucha más prisa que de ordinario. Un viento huracanado las

arrastra por el cielo a una velocidad increíble. Ese mismo viento arranca de los

árboles montones de hojas y las hace danzar por los aires.

 — Esperemos que el tren no salga volando —dice un hombre de cierta edad que

lleva un abrigo azul marino y está sentado enfrente de mí.

« ¡Esperemos que sí salga volando!», suplico yo mentalmente. Así no tendría que

apearme en la Philipshalle, y mirarle a Shahid a los ojos y confesarle que le engañé y 

que en realidad estoy enamorada de otro. No, no pienso buscar ninguna excusa.

Cuando Shahid conozca la verdad, seguramente no querrá saber nada de mí. Pero

prefiero eso a seguir representando la comedia por más tiempo.

Voy a echar de menos a Shahid. Hasta ahora no había hablado con ningún

chico con tanta franqueza como con él, ni siquiera con Tim, mi gran amor de

vacaciones durante cinco días en Baltrum. Por cierto, desde el maldito siete de

octubre no he vuelto a malgastar un solo instante pensando en Tim. ¿De verdad

estamos todavía a diecinueve?

Es increíble la cantidad de cosas que han ocurrido en los últimos doce días: me

he enamorado de Raoul, se ha encandilado conmigo Shahid y me ha metido mano

 Jens—Peter; he besado a Shahid y a Daniel y me he cortado el pelo. Y, sin embargo,

durante los últimos días me he sorprendido muchas veces esperando todavía el granacontecimiento que cambiará mi vida por completo. ¡Debo de estar realmente loca!

Ésta es mi parada.

 — Hasta la vista —dice amablemente el señor de cierta edad cuando me

levanto—. Que tengas un buen día.

 — Eso espero, pero me temo que no lo voy a tener. Adiós.

El viento huracanado está a punto de derribarme cuando me apeo del tren de

cercanías. Ojalá no salgan hoy de casa Esther y Valeska, dos auténticos pesos

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ligeros; si no, el viento se las llevará hasta Australia.

Con paso vacilante bajo las escaleras y cruzo el acceso subterráneo en

dirección al aparcamiento. Como hay muy pocos coches, no tardo en encontrar a

Shahid. Está delante de una de las entradas a la Philipshalle y habla con otro chico

paquistaní. Debe de ser Anwar, el amigo de Shahid del que ya me ha hablado en

una ocasión. Ahora lo reconozco: es uno de los que iba con Shahid cuando nos donó

el billete de veinte marcos. ¡Qué raro! ¿Por qué lo ha traído Shahid? ¿Para qué me

sujete mientras me apalea?

Pero en cuanto me ve, Shahid se despide de su amigo con una palmada en el

hombro y corre a mi encuentro, agitando cómicamente los brazos. ¿Pretende con ese

gesto hacerme reír? Yo siento más bien ganas de llorar. Si no me controlo, empezaré

a sollozar antes de que Shahid y yo nos saludemos...

 — ¡Hola! ¡Qué puntual!

 — Y tú también —contesto.

Nos ponemos en movimiento hacia el parque. Yo me he dado cuenta enseguida

de que Shahid está muy distinto que otras veces. Ni una frase chistosa, ni un gesto

divertido, ni siquiera una mirada a mis ojos: debe de estar enfadadísimo conmigo. Y

 yo lo comprendo, naturalmente.

Camina junto a mí con los brazos cruzados. Va todo el rato pateando

piedrecitas, cosa que hasta ahora no había hecho nunca. Es evidente que está tan

nervioso como yo. Pero ¿por qué no dice nada? Mientras hablo, me resulta mucho

más fácil luchar contra mis lágrimas. Si sigue en silencio más tiempo, explotaré. Así

que voy a tener que empezar yo.

Como no estoy de humor para hablar de necedades y trivialidades, voy 

directamente al tema. — Me has dicho que teníamos que hablar —le recuerdo.

Él asiente, pero sigue callado. Como no sé qué hacer, miro el reloj.

 — ¿Tienes prisa? —me pregunta Shahid.

 — Sí —miento, para que comience de una vez con su ajuste de cuentas.

 — Bien. Entonces vayamos al grano. ¡Soy un idiota integral! —empieza—. Ésa

fue la más lamentable de las ideas que he tenido en mi vida. ¡Lo siento, de verdad! Y

entenderé que no quieras saber nada de mí a partir de ahora.

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 — ¿De qué estás hablando?

 — De Valeska.

¿Qué? Yo no entiendo ni una palabra y miro perpleja a Shahid.

 — ¿No has notado nada? —me echa una mirada insegura.

 — ¿De qué estás hablando?

Suspira profundamente.

 — Hace semana y media —murmura tan bajo que apenas le entiendo—. En la

Königstrasse. Tus amigas y tú. Valeska — se atasca—. Sé que puede parecer

absurdo, pero fue un flechazo.

 — ¿Valeska? —poco a poco me voy dando cuenta de la situación.

 — Sí, Valeska. Yo pensaba que no iba a volver a verla. Y entonces me encontré

casualmente contigo en el cine. Te seguí hasta tu casa. En realidad, sólo quería

pedirte la dirección de Valeska. Pero, sin saber muy bien por qué, tuve miedo de que

me la negaras. Por eso se me ocurrió la detestable idea de montar este numerito.

Quise fingir que estaba enamorado de ti porque yo..., bueno, porque yo pensaba que

a través de ti podría conocer a Valeska y luego decirle... De todos modos creo que

este plan no habría funcionado porque..., porque...

Le da una patada al tronco de un árbol y se detiene.

 — ¿Comprendes ahora, maldita sea? Y también el resto fue un engaño. Me

refiero a las tonterías sobre mi familia. Yo no tengo ningún hermano ni vivo en un

piso minúsculo. Y mi padre no es pinche de cocina, sino neurocirujano.

 — ¿Neurocirujano?

 — Sí. Yo pensé que la vía de la compasión era la mejor forma de llegar a ti, a

causa del donativo que vosotras... —se atasca y, por primera vez, me mira

francamente a los ojos—. ¡Soy un cerdo! — Es cierto.

 — Si no me hubieras besado ayer, habría continuado la comedia. Pero entonces

descubrí de pronto la bajeza que estaba cometiendo contigo. Estoy enamorado de

Valeska, lo confieso; pero también te quiero a ti.

 — ¿Sí?

Me acuerdo de Tim y de la Barbie por la que me dejó plantada. La Barbie de

Shahid se llama Valeska, y yo sólo he sido utilizada para llegar hasta ella. ¡Por nada

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del mundo habría creído a Shahid capaz de semejante marranada! Mi decepción es

tan grande que el asunto de Raoul me parece ahora de lo más insignificante.

Shahid está delante de mí triste y abatido. El viento desgreña sus cabellos. Yo

no tengo ni la más leve idea de qué debo hacer o decir. Y, por lo que se ve, él

tampoco.

 — ¡Neurocirujano! —repito estúpidamente—¡Neurocirujano!

Me echo a reír, me doy media vuelta y me largo.

Unos diez metros más adelante se rompen los diques que hasta ahora habían

contenido mis lágrimas.

Cuando llego al andén veinte minutos tarde, acaba de irse el tren de cercanías.

El próximo pasa dentro de media hora. ¿Debo regresar al parque y dar otra vuelta?

Ni hablar; no tengo ningunas ganas de encontrarme con Shahid. Me daría una

vergüenza horrible. Al fin y al cabo, he jugado sucio al no decir nada, ya que le he

ocultado a Shahid algo importante.

Como en el andén hace mucho viento, me decido a pasear por las calles.

Delante del primer escaparate me detengo y me miro. ¡Cielos, de tanto llorar, tengo

los ojos como si acabara de terminar un combate de boxeo! ¡No me extraña que los

paseantes del parque me hayan mirado con cara de pena!

Para no desorientarme, me voy fijando en los nombres de las calles que recorro

con paso torpe. Markenstrasse. ¿De qué me suena ese nombre? Yo no he estado

nunca aquí. Alguien tiene que haberme hablado de esta calle recientemente.

Claro, ya está: ¡aquí vive Gudrun! Casualidades como ésta sólo se dan en el

cine.Meto la mano en el bolsillo y saco el papel que Gudrun me dio en la peluquería.

¡Se va a llevar una sorpresa si me presento ahora mismo en su casa! Pero es

probable que esté fuera.

No obstante, tengo suerte. Gudrun contesta por el telefonillo.

 — Soy Michelle.

 — ¡Oh, esto sí que es una sorpresa!

Arriba, en el cuarto piso, me coge de la mano y me lleva a su habitación. Es

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casi tan minúscula como la de Valeska.

Valeska...

El simple recuerdo de ella basta para que yo tenga que luchar nuevamente con

las lágrimas.

 — Eh, ¿te ha sucedido algo malo? —me pregunta Gudrun, y se pasa la mano

por el pelo.

Yo asiento.

 — Siéntate. ¿Quieres un vaso de coca cola ?

Yo asiento otra vez. Mientras Gudrun desaparece de la habitación, me siento en

la cama y echo un vistazo. Los muebles de Gudrun parecen comprados en un

mercado de viejo y están pintados con colores chillones. De las paredes cuelgan

pósters de modelos. Hay un estante con un montón de animales de peluche. Sobre

la mesa de trabajo de Gudrun, la foto de un tipo con barba.

 — ¿Es tu amigo? —le pregunto a Gudrun cuando vuelve con un vaso grande de

coca cola. 

 — No. Mi padre. Así era cuando conoció a mi madre y a los dos se les ocurrió la

idea de engendrarme.

 — ¿Y cómo es ahora?

 — Eso querría saber. Pero se largó cuando yo tenía dos años. Toma, bebe algo.

Me pone el vaso en la mano. Mientras yo bebo, se lleva un cigarrillo a los labios

 y lo enciende.

 — ¿Sabes que en cada pitillo hay cuatrocientas sustancias nocivas?

 — ¿Nada más? —contesta sonriendo—Y yo que siempre he creído que fumar es

malo para la salud.

Echa el humo hacia el techo, se sienta en la mesa de trabajo y me mira concuriosidad.

 — ¿Mal de amores?

 — Humm... Algo así.

 — ¡No te hagas la interesante, Michelle! A mí me encanta escuchar historias.

¿Por qué crees que me he hecho peluquera? Sólo porque las clientas le cuentan a

uno muchas cosas. Así que empieza a largar.

 — Pero es una historia bastante larga.

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 — No importa. De todos modos, te tienes que quedar aquí hasta que el nuevo

amigo de mi madre se evapore para el turno de noche.

 — ¿Por qué?

Gudrun hace un gesto de desdén.

 — Venga, ¡empieza!

 Termino de beberme la coca cola, dejo el vaso en el suelo y empiezo a contar. El

primer encuentro con Shahid, el pisotón a Raoul, el arrodillarse Shahid, sus chistes,

la fiesta, el beso, la confesión de Shahid de que está enamorado de Valeska...: no

omito nada.

 Jamás habría imaginado que Gudrun, tan charlatana ella, fuera tan buena

escuchando. No interrumpe con ningún comentario, únicamente asiente algunas

veces, sacude la cabeza de cuando en cuando, arruga la frente y esboza una sonrisa

en varias ocasiones.

 — ¡Lo tuyo es una auténtica novela rosa! —exclama en cuanto he terminado—.

¿De verdad es Shahid tan gracioso como lo has descrito?

 — Un vil farsante, eso es lo que es.

 — ¿Y tú? ¿No ibas a confesarle que si lo habías besado había sido únicamente

para dar celos al guaperas ese? Y en vez de decir nada, dejas plantado al pobre

hombre y desapareces de la escena.

 — ¡Pobre hombre! —bufo yo—. Me ha estado engañando para llegar a mi mejor

amiga.

 — Entonces, hazle ese favor y ponlo en contacto con la tal Valeska. Y, en pago,

que Shahid te ponga en contacto con Raoul. ¿No sería ése un buen trato?

 — ¿Cómo va a hacer eso? Ni siquiera conoce a Raoul.

 — ¿Y qué? Ya se le ocurrirá algo, te apuesto lo que quieras. Ya me gustaría a míencontrar alguna vez un tipo tan gracioso. Mis últimos novios eran mortalmente

aburridos. En cuestión de chicos, siempre me equivoco. Oye, ¿y ahora no estás

enfadada con tu amiga?

 — ¿Con Valeska? ¡Qué tontería! Ella no tiene ninguna culpa. Aunque tal vez

sería mejor que me echara amigas que se parecieran a Frankenstein: así tendría al

menos una mínima posibilidad con los chicos. ¿No crees que...?

 — ¡Chist! ¡Calla un momento! —me interrumpe Gudrun, y escucha. Yo oigo

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cerrarse una puerta y miro a Gudrun con gesto interrogativo.

 — El amigo de mi madre —explica ella—. ¡Por fin se ha ido!

 — ¿Tienes follones con él?

 — Todavía no. Pero si no me mudo pronto de aquí...

Coge la cajetilla de cigarrillos.

 — ¿Qué pasará entonces? —pregunto.

 — ¡Bah, nada!

Yo hago un mohín.

 — Venga, yo te he contado una cosa. Ahora te toca el turno a ti.

 — No hay mucho que contar. El cerdo me mira de un modo repugnante cuando

nos quedamos a solas. Eso es todo. Como es natural, mi madre no quiere ni oír

hablar del asunto. Pero a mí me da auténtico pánico. Por eso necesito urgentemente

un piso propio. Con ayuda de mi abuela, hasta podría pagarlo. El único problema es

cómo consigo la fianza y el dinero para la agencia inmobiliaria —dice mientras

enciende otro cigarrillo—. Pero no estamos hablando de mi problema, sino del tuyo.

Así que, ¿qué te parece mi idea para conseguir a Raoul?

 — ¡Una locura!

 — Humm... Tienes razón. Además, no creo que tengas ninguna posibilidad con

él.

 — ¿Por qué no?

 — Porque no hay ningún chico increíblemente guapo que se líe con una chica

increíblemente gorda. Venga, ¿no te echas a llorar otra vez?

No puedo menos de reír. Gudrun deja el cigarrillo en el cenicero, se levanta, se

sienta a mi lado y me abraza.

 — ¡Es fantástico! Eres capaz de reírte de ti misma. ¿Quieres que te diga unacosa? A pesar de todo, ¡tienes una posibilidad con Raoul!

 — ¿Qué? ¿Cómo lo sabes? Hace un momento decías que siempre te equivocas

en cuestiones de chicos.

Me da un pellizco en el lóbulo de la oreja.

 — Y es cierto. Pero en cambio, en cuestión de chicas, nunca me equivoco.

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Han pasado casi dos semanas desde que el Trébol se reunió por última vez. Por

eso, ya va siendo hora de que pongamos en marcha una acción para reunir los

trescientos once marcos que nos faltan.

A las dos y media en punto llega Esther a mi casa.

 — ¿Cuánto tiempo vas a seguir teniendo colgado ahí al carroza de Michael

 Jackson? —me suelta al entrar en mi habitación—. ¡Está totalmente pasado de

moda! Ni se te ocurra poner un disco de él; me salen granos sólo de oírlo. Tira su cazadora vaquera roja encima de la cama, se sienta en la moqueta y 

cruza las piernas.

 — ¿Qué? ¿Hay alguna novedad?

 — Ninguna —miento yo, y me siento en el alféizar de la ventana.

 — ¡Ah! ¿Y qué es del «paqui» que nos dio el billete de veinte marcos? Aische me

ha contado por teléfono que el sábado lo llevaste a la fiesta de Stefanie. ¿Estás

saliendo con él?

Me encojo de hombros. Ni a Aische ni a Valeska les he dicho hasta ahora lo que

Shahid me confesó anteayer en el parque. En cierto modo, me siento incapaz de

hablar de eso. Al principio, seguramente harían un par de chistes sobre el asunto.

Luego, se compadecerían de mí, lo que es muchísimo peor. Y ni lo uno ni lo otro me

entusiasma precisamente.

Lógicamente, sé que algún día tendré que contar la verdad, pero de momento

prefiero esperar un poco.

 — O sea, que no sales con él... —insiste Esther, y yo contesto encogiendo

nuevamente los hombros.

La expresión de Esther se ensombrece, porque cree que le estoy ocultando algo.

 — Es un asunto bastante complicado —respondo evasivamente.

 — ¿Por qué?

 — Porque..., porque Shahid y yo... ¡Oh...!

Llaman a la puerta. Encantada de no tener que decirle alguna mentira a

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Esther, corro al vestíbulo y pulso la tecla del portero automático, esperando que a

Val y Aische no les dé por hacerme otro interrogatorio sobre Shahid.

 — ¡Caramba! —me sorprendo cuando veo a Aische subir sola las escaleras—.

¿Dónde has dejado a Valeska?

 — ¿No está aquí? —contesta tan sorprendida como yo—. He ido a buscarla pero

no había nadie en casa.

 — ¡Qué raro!

Una vez que Esther y Aische se han saludado, pongo sobre la moqueta un plato

hondo lleno de cacahuetes rebozados. Nos sentamos alrededor del plato como los

indios alrededor del fuego del campamento y hablamos de Valeska.

 — Ayer y anteayer no fue al colegio con nosotras —informo a Esther—. Cuando

nosotras llegamos, ya estaba allí. Y cuando le preguntamos por qué ya no nos

espera, no nos dio ninguna explicación. ¿Verdad, Aische?

Aische asiente.

 — Valeska está muy rara. En el colegio no hace otra cosa que mirar al vacío con

gesto ausente. Excepto hoy en clase de historia, que estaba espídica, como si

hubiera tomado algo.

 — ¿Val, drogas? —pregunta Esther con cara de incredulidad—. ¡Jamás! Antes

se inyectaría mi hámster un kilo de heroína.

 — ¿Crees que deberíamos hablar con ella? —pregunto.

 — Sí, claro. ¿Somos amigas, o no? Si lo somos, no deberíamos tener ningún

secreto unas para otras.

Llena de remordimientos, me llevo a la boca un puñado de cacahuetes.

 — Es probable que detrás de todo esto haya un chico —comento masticando—.

Val se ha reído siempre del mal de amores. Y ahora que probablemente lo estásufriendo, le dará vergüenza comentarlo con nosotras.

 — La llamaré esta noche —dice Esther—. Pero ahora deberíamos pensar cómo

podemos reunir los trescientos marcos que nos faltan. ¡Chicas, he tenido una idea

genial! Pero seguro que no os va a gustar —añade escépticamente.

 — A ver, cuenta.

 — Vale —sonríe Esther—. Este año, ya sabéis que el carnaval comienza en

octubre, ¿no? Pues la idea es ésta: vamos a casa de mi abuela, que vive en Flingern,

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nos disfrazamos de vagabundos, cogemos sus dos tekels y nos instalamos en

cualquier lugar de la ciudad vieja. Yo siempre he querido saber cómo se siente una

mendiga. Bueno, ¿qué os parece?

Yo intercambio con Aische una mirada estupefacta. Pero inmediatamente,

asentimos y nos incorporamos a la vez.

 — ¡Increíble! ¡Vaya idea! —dice Aische—. ¡En marcha, chicas! Vamos a casa de

la abuela de Esther.

Lo admito: cuando una hora más tarde me bajo del tranvía vistiendo una

chaqueta de cuero negra pasada de moda y unos pantalones de pana grises y 

sucios, me siento fatal. La abuela de Esther ha acumulado en el sótano un montón

de cajas con ropas de desecho. Al parecer, nunca se acuerda de sacar esos trapos a

la calle cuando recogen ropa vieja. La teoría de Esther es que su abuela es incapaz

de tirar cosa alguna.

 — ¡Dios mío, qué pinta! —suspira Aische, y se mira hacia abajo—. Este

asqueroso abrigo de rayas no lo usaría yo ni como felpudo. ¿De qué son estas

manchas de las mangas?

 — Mejor será que no las toques —le aconseja Esther, que lleva unos vaqueros

demasiado anchos y una chaqueta impermeabilizada muy sucia—. ¡Michelle,

encárgate de este teckel asesino! Yo tengo que llevar la bolsa.

Me pone en la mano la correa de Ringo. El otro teckel se llama Lady. Es extraño

que la abuela de Esther nos haya dejado los dos perros. Pero está muy 

entusiasmada con lo del Trébol y ya nos ha proporcionado alguna vez trastos para

vender en el mercado de viejo. También los padres de Esther y los de Aischecontribuyen periódicamente a nuestra recogida de donativos, mientras que Valeska

 y yo aún no hemos dicho en casa ni una sola palabra sobre nuestra organización. Y

es que nuestros padres andan siempre justos de dinero, y seguramente les

molestaría saber que, desde hace algunos meses, echamos una buena parte de

nuestra paga a la caja del Trébol.

De camino hacia la ciudad vieja, la gente nos mira con cara rara, sobre todo los

chicos y chicas de nuestra edad. Para dar la mayor sensación posible de

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autenticidad, ponemos cara huraña. Pero cuando miramos casualmente un

escaparate y nos vemos reflejadas, nos paramos y nos echamos a reír.

 — ¡Bah, chicas! —dice Esther sacudiendo la cabeza—. Todo el mundo se da

cuenta de que no somos pobres de verdad. ¿Os atrevéis a ir a donde están los

mendigos de verdad en la ciudad vieja?

Aische se da un golpe en la frente.

 — Seguramente nos meteríamos en un lío. Venga, volvamos a la parada del

tranvía antes de que alguien nos...

 — ¡Qué lindos perritos! —dice en ese momento una señora mayor que lleva un

abrigo negro con cuello de piel. Sonriendo, se inclina sobre Ringo y Lady y les hace

caricias—. ¡Se ve que no os falta nada! Ojalá os sigan tratando así de bien.

La señora se levanta otra vez, abre su bolso, saca un billete de diez marcos y 

me lo pone en la mano.

 — ¡Ah, gracias! —contesto perpleja.

 — Cuidadlos bien. Y cuidaos también vosotras, naturalmente.

 — ¿Entendéis esto? —pregunto a las otras dos una vez que la señora ha

desaparecido—. ¿Es que la señora no se ha dado cuenta de que simplemente vamos

disfrazadas, ni de que los dos teckels no son perros callejeros, sino que estuvieron

en el salón de peluquería para perros hace quince días?

 — Al parecer, no —contesta Esther—. ¿Y qué hacemos ahora? ¿Nos vamos a

casa o a la ciudad vieja?

Después de muchas cavilaciones decidimos de común acuerdo ponernos en la

Schadowstrasse y no en la ciudad vieja. Allí hay tanta actividad como en la ciudad

vieja y no hay tanto riesgo de toparnos con mendigos de verdad.

Nos ponemos en movimiento. Yo miro constantemente en todas las direccionesporque no me apetece nada tropezarme de repente con algún conocido. Y me fijo

también en todos los tranvías que nos adelantan. Es un fastidio que yo no sepa por

qué línea hace hoy el servicio mi padre.

 — ¡Eh, aquí hay un buen sitio! —exclama Esther, y se dirige hacia la puerta de

una caja de ahorros—. Cuando la gente sale del banco con la pasta, puede echarnos

alguno de los marcos que ha sacado.

Nos acomodamos a unos tres metros de la entrada. La abuela de Esther nos ha

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dado una pila de periódicos para que ni sus perros ni nosotras pasemos demasiado

frío.

Una vez que nos hemos sentado encima del Rheinische Post, Aische señala la

bolsa de plástico de Esther y pregunta:

 — ¿Qué más cosas nos ha preparado tu abuela?

Con semblante misterioso, Esther saca de la bolsa dos botellas de vino tinto y 

me da a mí una de ellas.

 — ¡Toma, echa un trago!

 — ¿Estás loca? Yo no pruebo el alcohol.

 — Bebe —insiste Esther, y me hace un guiño.

Yo le quito el tapón a la botella y olfateo su contenido. Luego me la llevo a los

labios y bebo y bebo, y me divierte ver el rostro horrorizado de Aische.

 — ¡Para ya, imbécil! —chilla al fin, y me quita de las manos la botella—.

¿Quieres emborracharte e ir por ahí haciendo eses?

Esther y yo nos partimos de risa.

 — Lo que hay dentro es zumo de uvas —explica Esther—. Mi abuela ha dicho

que sin una lata de cerveza o una botella de vino tinto no pareceríamos

suficientemente auténticas.

 — También a mí me gustaría tener una abuela así —responde Aische, y bebe

un trago.

Luego colocamos una caja de puros vacía delante de los dos teckels y 

observamos cómo van cayendo los marcos. ¡Sí, sí! Apenas podemos creer el éxito con

que se desarrolla nuestra acción. Dan donativos no sólo personas mayores, sino

también madres con niños pequeños, turistas holandeses, japoneses con carteras de

hombres de negocios, chavales con patinetes y un chico increíblemente guapo queme recuerda a Raoul (al que, por cierto, no he vuelto a ver desde la fiesta de

Stefanie, que fue el sábado).

Cuando echan el dinero a la caja, casi todos se fijan exclusivamente en los

teckels. Sin embargo, una mujer bastante joven, de labios muy rojos, se pone de

rodillas delante de Aische y le pregunta cuánto tiempo llevamos ya viviendo en la

calle.

 — Oh, tres meses —contesta Aische.

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que os estoy mintiendo?

 — Es que no sería la primera vez —dice precisamente mi padre, al que hace un

momento he cogido en una mentira como una catedral.

Efectivamente, ha llegado a casa casi una hora más tarde que de costumbre y 

ha dicho que había sido por un atasco. ¿Cómo puede confundir un atasco con una

cafetería? ¡Qué embustero!

Yo me he puesto muy nerviosa cuando me ha sorprendido mendigando en la

Schadowstrasse. A las seis menos cuarto me he despedido rápidamente de Aische y 

de Esther y he salido corriendo hacia la ciudad vieja. Quería encontrarme con mi

padre a la salida del trabajo. Y durante el viaje a casa pensaba explicarle todo el

asunto del Trébol. Como estaba circulando con el 712, mi padre debía apearse de su

tranvía a las seis en punto en la parada Heinrich—Heine—Allee, y desde allí se

dirigiría a la parada del 703. He tenido que correr para no llegar tarde. Lo triste es

que yo llevaba todavía la ropa andrajosa y la gente me evitaba como a una leprosa.

Cuando ya tenía a la vista la parada del tranvía he visto a mi padre

conversando con dos compañeras de trabajo. He querido llamarlo, pero de repente

se ha puesto en movimiento, aunque en sentido contrario del que yo esperaba. ¿Por

qué iba con las compañeras hacia la ciudad vieja y no hacia la parada del tranvía?

Me he detenido estupefacta y he tomado aliento. He seguido con la vista a mi

padre, que bamboleaba su pesada cartera como si fuera una bolsa de papel vacía. Al

parecer, estaba de excelente humor. ¿Tenía eso algo que ver con las dos mujeres que

le acompañaban en ese momento?

Sin pensármelo dos veces, me he pegado a sus talones y a los de sus dos

compañeras. Una de ellas era casi tan alta como mi padre y llevaba melena larga

castaña. La otra era pequeña, al menos tan gorda como yo y llevaba el pelo, negrocon mechas rubias, muy corto. Por desgracia, no he logrado entender de qué

hablaban los tres. Sólo los he oído reír en algunas ocasiones.

Al poco rato han entrado en una cafetería y se han sentado, para mi suerte, al

lado de la ventana. Yo me he escondido detrás de una columna publicitaria, desde

donde he podido observar cómodamente a mi padre. Y he aquí mi segunda sorpresa:

mi padre ha pedido un té.

¡No me lo podía creer! En mi vida había visto a mi padre tomarse un té.

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Siempre ha dicho que sabe a agua sucia. Y ahora estaba sentado en aquella

cafetería elegante, que sólo era frecuentada por abuelas ricas, y manejaba el colador

del té y el azúcar cande con tanta destreza como si hubiera pasado varias semanas

entrenando.

No menos me ha sorprendido que mi padre hiciera reír constantemente a sus

compañeras. ¡Qué curioso! Normalmente no cuenta más de tres chistes al año. Y

ahora parecía de lo más ocurrente. La compañera de la melena larga no paraba de

reír a carcajadas y enseñar su dentadura de caballo.

He ido hacia la parada hecha un lío y he cogido el tranvía para volver a casa. Lo

que he visto, aunque es muy raro, me ha parecido bastante inocente. El hecho de

que mi padre haya ido a tomar una taza de té con dos compañeras significa que no

tiene un ligue con ninguna de las dos.

Por lo que se ve, tiene un miedo terrible a los ataques de celos de mi madre. Si

no, ¿por qué no se atreve a hablarle de una visita normal y corriente a una

cafetería?

 — Siento que se me haya hecho un poco tarde —ha saludado a mi madre, y le

ha dado un beso—. Había un atasco enorme por culpa de la feria. No hacía falta que

me esperaseis para cenar.

Luego se ha sentado a la mesa y ha empezado a meterse conmigo por lo de

mendigar. Mi madre casi se ha desmayado al enterarse de que estábamos pidiendo

en la calle. Y ahora caen sobre mí las preguntas como una granizada, sin que nadie

dé crédito a mis sinceras respuestas. De pura rabia, estoy varias veces a punto de

preguntarle a mi padre si le ha gustado el té. Pero, aunque él me tiene por

embustera, no me parece bien demostrar que él lo es. ¡Qué le vamos a hacer, yo soy 

demasiado buena para este mundo...! — ¡Está bien! —suspiro tras haberme tragado el último bocado—. Si queréis

saber a toda costa por qué estábamos mendigando en la Schadowstrasse, os lo diré.

Mis padres dejan de masticar y me miran expectantes.

 — Necesitamos imperiosamente dinero para el camello que nos proporciona

droga. Tened presente que ese idiota ha doblado los precios. ¿No es una insolencia?

Si las cosas siguen así, pronto me pasaré al éxtasis —me levanto—. Bueno, ahora

voy a esnifar una raya; si no, no puedo soportar el programa de televisión. ¡Adiós,

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hermanos! ¡Os quiero!

5368

Aische y yo estamos desconcertadas. Desde anteayer estamos intentando

hablar con Valeska sobre su extraño comportamiento. Pero ella, o nos corta o se

pone a decir tonterías y a reírse de sus propias gracias. Vaya, que no nos toma en

serio.En cambio se ha enfadado muchísimo por lo de haber mendigado. Cuando

Aische y yo le hablamos del asunto ayer durante el recreo, se puso como una fiera.

 — ¿Estáis completamente locas? —nos bufó—. ¡Lo único que conseguís con

semejante imbecilidad es ridiculizar a los verdaderos mendigos! ¿A quién se le ha

ocurrido esa idea descabellada?

 — Será mejor que tú nos expliques por qué nos dejaste colgadas ayer — 

contraataco yo—. Habíamos quedado en mi casa a las tres. ¿Dónde te metiste?

 — ¡Eso no os importa un pimiento a vosotras! Al fin y al cabo, si el Trébol sólo

lleva a cabo acciones tan repugnantes como ésta de mendigar, podéis borrarme.

Y tras decir esto se largó.

Bueno, en realidad no le faltaba algo de razón. Tampoco nosotras nos sentimos

demasiado bien mientras hacíamos la comedia de mendigar. Pero esa tarde

conseguimos casi doscientos marcos.

Para poder aclarar de una vez las cosas con Valeska, queríamos quedar con ella

para esta tarde. Ella ha rechazado nuestra propuesta con la excusa de que tiene que

estudiar para el control de física del lunes. Pero Aische y yo no nos rendimos tan

fácilmente. Por eso pensamos encontrarnos delante de la casa de Valeska a las tres

 y media y llamar a su puerta sin previo aviso. Y no nos iremos hasta que Valeska

nos haya desvelado su misterio.

Cuando enfilo la calle de Valeska a las tres y veinticinco, Aische está ya

esperándome.

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 — ¿Te has puesto los tapones de algodón en las orejas? —me saluda con una

leve sonrisa—. Val se va a entusiasmar tanto con nuestro asalto que seguro que se

pone a chillar como una loca. ¿Te apuestas algo?

 — ¿Nos apostamos algo a que no? —replico yo—. Tal vez se alegre de poder

quitarse un peso de encima contándonos lo que la tiene tan alterada.

 — ¡Ni hablar! Si fuera así, ¿por qué no nos lo ha contado antes?

Yo me encojo de hombros y prenso en Shahid. Confío en que no estaré

poniéndome roja.

 — Muy bien. ¿Estás lista? —me pregunta Aische antes de apretar el botón del

timbre.

Respiro profundamente y asiento. Aische pulsa el timbre.

 — ¿Sí? —contesta la madre de Val por el telefonillo.

 — Somos Aische y Michelle. ¿Está Val?

 — No. Hoy pensaba ir a ver a Esther.

Aische y yo nos miramos sorprendidas.

 — Ah —responde Aische.

 — ¿Queréis que le dé algún recado? —pregunta la madre de Val.

 — No es necesario. ¡Adiós!

 — ¡Adiós!

 — ¡Con Esther! ¿Crees que es verdad? —digo furiosa, y pego una patada a la

pared.

 — Vamos a comprobarlo ahora mismo. ¡Ven!

Rápidamente, nos dirigimos a la cabina telefónica más cercana, metemos una

tarjeta y marcamos el número de Esther. Coge ella misma. Y, naturalmente, no tiene

ni remota idea de que Valeska pensara acudir hoy a su casa. — ¡Maldita embustera! —bufa Aische, después de colgar el auricular y salir de

la cabina dando un portazo—. Ya estoy hasta las narices. ¿Puedes explicarme por

qué nos está ocultando algo, a nosotras, que somos sus mejores amigas?

Sus ojos echan chispas. No soy capaz de mirarla a la cara más de dos

segundos. Luego bajo los ojos y murmuro:

 — Tampoco yo he sido demasiado sincera estos últimos días.

Aische se detiene y me coge de la manga.

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 — ¿Qué quieres decir con eso?

 — ¡Mierda! —digo por toda respuesta, y me libro de ella y sigo caminando.

Unos metros más adelante me alcanza Aische.

 — Oye, Michelle, ¿es que estás perdiendo el juicio igual que Valeska?

 — No tengas miedo —la tranquilizo—. No es tan grave. Pero ya hace tiempo que

tendría que haberos dicho que Shahid..., que él...

 — Que él, ¿qué?

Y ya estoy soltando toda la historia: que Shahid ha jugado conmigo, que en

realidad está enamorado de Valeska y que yo no le he confesado que estoy 

enamorada de Raoul.

 — ¡Cielos! —exclama Aische sacudiendo la cabeza—. ¡Éste sí que es un buen

lío! Pero ¿por qué no le has contado a Shahid lo de Raoul? Ahora tendrá mala

conciencia por haberte engañado cuando en realidad tú también le has engañado.

 Tendrías que habérselo dicho.

 — Eso mismo piensa Gudrun.

 — ¿Qué Gudrun? ¿La peluquera?

 — Sí. ¿Y sabes que me ha propuesto? Que yo ayude a Shahid para que acabe

saliendo con Valeska y que, en pago, él me ayude a mí con Raoul.

Aische se echa a reír. Pero de pronto se detiene y se rasca el lóbulo de la oreja

izquierda y dice:

 — Sí, ¿por qué no?

 — No digas tonterías.

 — Nada de tonterías. ¡Piensa un momento! La idea no es tan mala. Si Valeska

se enamorara de Shahid, olvidaría a quien sea que la tiene hecha un manojo de

nervios y una embustera. ¿O no crees tú que detrás de todo esto hay un chico? — Ni idea.

 — Humm..., Shahid y Valeska —murmura Aische, pensativa—. Deberíamos

intentar juntarlos a los dos. ¿Estás segura de que no estás nada pero nada

enamorada de Shahid?

 — Sí.

Entonces, ¿qué es el extraño cosquilleo que siento en la barriga?

 — Sí —corroboro nuevamente, y el cosquilleo desaparece en el acto.

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Media hora más tarde estoy en el vestíbulo de nuestra casa con el auricular en

la mano y marco el número de Shahid. Llego hasta la penúltima cifra y cuelgo

rápidamente. En el segundo intento logro llegar hasta el primer zumbido antes de

cortar la comunicación. El tercero y el cuarto intento se saldan con el mismo fracaso

que el primero.

No, no puedo hablar con Shahid después de haberme comportado como lo hice

el domingo en el parque. En vez de confesar que también yo había fingido y que, por

tanto, estábamos en paz, me marché rápidamente, haciéndome la ofendida. ¿Cómo

le voy a explicar ahora por qué no fui el domingo tan sincera como él conmigo? ¡Ni

 yo misma me lo puedo explicar! Y encima no puedo hablar de esto con Valeska. Ella

seguramente sabría cómo debo explicarle a Shahid mi comportamiento. ¿A quién

más puedo pedir consejo? ¡A Gudrun!

Ni corta ni perezosa, busco en la guía de teléfonos el número de su peluquería y 

llamo. Por su jefe, me entero de que Gudrun tiene hoy día libre y le pido su número

particular. Aunque parece impaciente, me lo busca. Le doy las gracias y llamo a

Gudrun a su casa.

Cuando coge el auricular, el teléfono ha sonado ya ocho veces.

 — ¡Hola! ¡Soy Michelle!

 — ¡Qué hay, Michelle! —dice casi en un murmullo.

 — ¿Qué pasa? ¿Estás afónica?

 — No.

Me quedo callada. ¿La habré interrumpido en medio de alguna historia?

Cuando se lo pregunto, me responde que no. — ¿Quieres que cuelgue?

Al principio no contesta y, luego, de pronto habla tan deprisa y en un tono tan

bajo que tengo que escuchar con mucha atención. Gudrun parece muy alterada.

 — El amigo de mi madre acaba de llegar a casa, aunque en realidad tendría que

haber estado trabajando hasta las ocho. Ahora está en el cuarto de baño. Si no me

esfumo estaré casi tres horas sola con él. Hace un momento ha vuelto a mirarme de

esa forma tan sucia. Así que tengo que largarme inmediatamente. No te enfades.

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¡Adiós!

 Tras colgar el teléfono, voy a mi habitación y me dejo caer en la cama, cruzo los

brazos debajo de la cabeza y pienso, para variar, no sobre Raoul ni sobre Shahid,

sino sobre mí misma.

5369 

Durante el desayuno, mi madre me pide disculpas porque ella y mi padre nome creyeron el asunto del Trébol.

 — Anoche llamé a la madre de Aische y le pregunté sobre eso —confiesa un

poco nerviosa—. Pero ahora, haz el favor de no pensar que vigilamos tus pasos.

 — No, ¡vosotros jamás haríais una cosa así, naturalmente!

Mi madre sonríe.

 — De todos modos, ahora sabemos que habéis reunido todo ese dinero para

vuestro donativo. ¿Puedes explicarme por qué nunca nos has contado nada sobre

eso?

Me encojo de hombros.

 — Porque siempre os cuento todo lo demás. Bueno, casi todo —añado guiñando

un ojo—. Además, pensaba que os molestaría que no gastara mi dinero en algo útil,

como, por ejemplo, en juguetes de hojalata.

Mi madre me echa una mirada censuradora.

 — ¿Es eso lo que de verdad piensas de nosotros?

¡Buena pregunta! Hasta el martes pensaba que tenía unos padres bastante

aburridos, unos padres cuya vida interior no encerraba misterios ni para un niño y 

que ya no podían sorprenderme con nada. Pero desde que observé a mi padre con

sus dos compañeras en la cafetería, poco a poco me he ido dando cuenta de que una

parte de la vida de mis padres me es completamente desconocida.

Y por eso hice ayer tarde algo totalmente disparatado: espié a mi madre. A las

dos y media abandonó la oficina del asesor fiscal con el que trabaja dos veces a la

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semana como secretaria a tiempo parcial. La seguí por las calles a unos treinta

metros de distancia. Quizá también en su caso había algún secreto que descubrir.

Pero en el camino a casa discurrió todo normalmente. Mi madre fue primero a

la panadería, luego a la carnicería y, finalmente a un supermercado. Luego se sentó

en el tranvía y regresó a casa.

Mientras me bebo mi cacao la observo disimuladamente. Revuelve su café con

semblante impenetrable. Mi madre... Es curioso que me resulte al mismo tiempo tan

extraña y tan familiar, exactamente igual que yo misma. Me gustaría mucho

preguntarle por qué se casó con mi padre. Sin saber por qué, tengo la sensación de

que no están hechos el uno para el otro.

 — ¿Por qué no comes nada? —me pregunta.

 — Estoy muy nerviosa.

 — ¿Por qué motivo?

 — Por Raoul. Es que, como está lloviendo, seguramente irá al colegio en

tranvía. No he vuelto a verlo desde la fiesta de Stefanie. ¿Qué debo hacer si no me

mira ni una sola vez? ¿Darle otro pisotón?

Mi madre no entiende ni una sola palabra de mis cavilaciones.

 — ¿Quién es ese Raoul?

 — Eso mismo me gustaría saber a mí.

Me levanto, cojo dos plátanos del frutero, le doy un beso en la frente a mi

madre, que está totalmente desconcertada, y desaparezco de la cocina.

¿Por qué no me he quedado en la cama? En esta fatídica mañana, nada

discurre como debiera.Sí, Raoul monta efectivamente en el tranvía y está justo a mi lado durante diez

minutos. Mientras a mí casi se me salen los ojos de las órbitas y no aparto la vista

de él, el muy imbécil me ignora por completo. Tiene los ojos clavados en una chica

que está repantigada en su asiento con las piernas abiertas. Ella tiene el pelo tan

verde como Gudrun y lleva una minifalda de colores chillones y, debajo, unas

medias negras con dos carreras. Yo trato de lograr que Raoul se fije en mí, primero

carraspeando y, luego, silbando. Pero, frente a miss Esparrancada, no tengo

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ninguna posibilidad.

Luego, en el colegio, el problema de Valeska...

Como es natural, Aische y yo queremos saber por qué ayer no estaba en casa.

Val reacciona con un verdadero ataque de furia. Está a punto de darnos un par de

guantazos. Al fin se marcha, jadeando de rabia, y nos evita hasta la última clase.

Luego, en el tranvía, se ríe de su ataque de nervios y nos pide disculpas.

 También la clase de inglés ha dejado mucho que desear. Analizábamos un

estúpido texto en el que un elefante hablaba de su vida en la selva. Hacia el final de

la clase, la señora Gretschmann me ha preguntado precisamente a mí: «Michelle,

¿puedes imaginarte ahora, después de la lectura, cómo se siente un elefante?».

Como era de esperar, toda la clase se ha echado a reír estrepitosamente. Nadie

podía parar de soltar carcajadas. Ni siquiera Aische y Valeska han podido disimular

una sonrisa. Para no estallar en sollozos directamente, yo también me he echado a

reír, asaeteando a la vez a la señora Gretschmann con miradas asesinas.

Y ahora estoy aquí, sentada en la cocina, sola. Tengo delante un plato de

lentejas y la perspectiva de una tarde mortalmente aburrida. Aunque no me gustan

las lentejas, me llevo a la boca una cucharada tras otra. No puedo menos de pensar

una y otra vez que hoy es viernes y que en toda la semana no ha pasado

absolutamente nada ni con Raoul, ni con Shahid, ni con Valeska. ¡Con qué

monotonía y qué languidez fluye la vida! ¡Es terrible! Y al mismo tiempo me digo que

no tengo motivos para quejarme. Ayer mismo, sin ir más lejos, un reportaje de la

televisión sobre los niños de Ecuador se encargó de recordármelo. ¿Me rompería la

cabeza pensando en Raoul y en Shahid si tuviera que pasar todos los días varias

horas revolviendo montones de basura en busca de comida?

Suena el teléfono. Corro al vestíbulo con un extraño presentimiento. « ¡Sí,podría ser Shahid!», me digo a mí misma, y me sorprende lo mucho que me alegra la

perspectiva de oír su voz y sus chistes.

 — ¡Hola, Michelle! Soy la señora Köster.

¡Mi entrenadora de baloncesto!

 — ¿Ha ocurrido algo? —pregunto, disimulando mi decepción.

 — Sí: el domingo no te presentaste para el partido contra Leverkusen. Y el

martes no asististe al entrenamiento.

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 — Bueno, ¿y qué? ¿Me ha echado de menos alguien?

 — Naturalmente —replica la señora Köster—. Yo querría alinearte el domingo

para el partido contra Neuss. Pero sólo si estás al cien por cien.

 — No estoy en forma.

 — ¿Qué significa eso?

 — Que de momento no me interesa especialmente el baloncesto.

 — ¡Ah!, ya veo. ¿Y qué te interesa especialmente de momento? —pregunta mi

entrenadora, un poco picada.

Que se aclare de una vez el asunto de Shahid.

La señora Köster repite la pregunta.

 — Nada —digo por toda respuesta, tras lo cual ella se despide de mí

lacónicamente y cuelga.

En cuanto la señora Köster deja libre la línea, busco en mis vaqueros la tarjeta

de visita de Shahid y marco su número. Estoy tan nerviosa que me entra la risa

tonta. ¿Por qué he tardado tanto en llamarle? Hasta ahora no había visto con toda

claridad lo importante que es para mí que aclaremos nuestra situación.

Al quinto timbrazo coge el teléfono.

 — Soy Michelle —digo con una voz que a mí misma me cuesta reconocer.

 — ¿Michelle? ¿Todavía te hablas conmigo? Yo creía que para ti estaba muerto.

 — Y lo estabas.

 — ¿Y ahora he resucitado de entre los muertos? ¡Increíble! Hasta ahora no lo

ha logrado nadie más que Jesús. ¿Qué te parece si fundo mi propia religión?

 — ¿Qué te parece a ti si nos reunimos ahora mismo?

 — ¿Qué te parece a las cuatro y media en la plaza del Castillo, delante del

torreón? —propone Shahid sin vacilar. — ¿Por qué precisamente allí?

 — Allí, a la vuelta de la esquina, esta mi dermatólogo, con el que tengo cita a

las tres y media.

 — ¿Y qué quieres tú del dermatólogo?

 — Una piel blanca a lo Michael Jackson, ¿qué otra cosa puedo querer? No,

acabo de decir una sandez. Tengo una verruga en el trasero. Es posible que me la

extirpe hoy. Pero, desgraciadamente, luego no podré sentarme en tu regazo.

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Entonces, hasta luego.

 — ¡Adiós!

Increíble: ¡el charlatán impenitente estaba más nervioso que yo!

Durante el viaje a la ciudad vieja no dejo de mirarme una y otra vez. No acabo

de creérmelo: ¡llevo un vestido! Ordinariamente odio mostrar las gruesas columnas

que tengo por piernas, pero a las cuatro menos cuarto se me ha ocurrido de repente

la estrafalaria idea de cambiarme. Y ahora que estoy sentada en el tranvía medio

desnuda, no quito los ojos de mis piernas y espero que, al verme, alguien sufra de

un momento a otro un ataque de risa. Es probable que la gente se contenga por la

sencilla razón de que parezco venir de un entierro: zapatos negros, leotardos negros,

vestido negro, anorak negro. ¡Te acompaño en el sentimiento, Michelle!

Con sentimientos contrapuestos, me apeo y me pongo en camino hacia la plaza

del Castillo. Obviamente, estoy contenta porque voy a encontrarme con Shahid. Pero

al mismo tiempo tengo miedo; no sé si reuniré la valentía suficiente para contarle el

asunto de Raoul.

Shahid está ya esperándome delante del torreón. En cuanto me ve, se pone en

movimiento. Lleva un llamativo pantalón de peto amarillo, un jersey grueso de cuello

alto y un abrigo verde desabrochado.

 — ¿Qué, sigue ahí la verruga? —le digo como saludo.

 — ¿Te refieres a esta gigantesca de encima de los hombros? — pregunta

señalando su cabeza.

 — No, a la otra.

 — Sí, también ésa sigue ahí. ¡Hola!Me da la mano, pero sin mover un músculo.

 — Saludos cordiales de Valeska —digo estúpidamente.

 — ¿De verdad?

Sacudo la cabeza.

 — Sólo ha sido una broma, una broma.

Pero no muy graciosa...

Shahid se mete las manos en los bolsillos del abrigo y levanta la vista hacia el

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torreón.

 — ¿Damos un paseo por la orilla del Rin? —le propongo.

 — Por mí no hay inconveniente.

Cruzamos la plaza en silencio, bajamos las escaleras y luego nos dirigimos

hacia el Parlamento. El cielo está gris, pero ya no llueve.

 — ¡Qué asco! —protesta Shahid.

El viento nos trae los gases quemados de un barco que en este momento pasa

 junto a nosotros.

 — Existen cosas más nauseabundas que esta peste, te lo aseguro —le digo

sacudiendo la cabeza.

 — Ah.

 — Yo, por ejemplo —la frase parece de película, pero quiero abordar el asunto

sin rodeos—. ¿Te acuerdas de ese guaperas que la semana pasada apareció muy al

final en la fiesta de Stefanie?

 — ¿Dé Raoul?

 — ¿Cómo es que sabes su nombre?

 — Charlamos un rato cuando yo fui a la cocina a coger un trozo de pizza. Es

tan brillante que me quedé decepcionado.

 — ¿Qué?

 — Bueno, cuando me encuentro con alguien que es mil veces más guapo que

 yo, me consuelo pensando que, en cambio, yo soy mil veces más inteligente. Pero

este Raoul tiene la cabeza muy bien amueblada y, encima, podría entrar

inmediatamente en cualquier club de adonis.

 — Estoy enamorada de él.

¡Cómo suena, cielos! — ¡Un momento! —Shahid se detiene y se limpia los oídos con los dedos

índices— Bueno, ahora haz el favor de repetir la última frase. Creo que no la he

entendido bien.

Yo sacudo la cabeza.

 — La has entendido. ¿Y sabes por qué te besé en la fiesta? ¡Sólo por Raoul!

Shahid se queda pasmado.

 — Me estás diciendo que tú..., que tú...

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Súbitamente se arrodilla delante de mí, aprieta mis manos contra sus mejillas y 

solloza:

 — Entonces, ¿no estás enamorada de mí? Entonces, ¿no me quieres? —y tan

súbitamente como se ha arrodillado, se levanta de un salto y dice tranquilamente—:

Ah, bueno, tampoco yo te quiero a ti. ¿Cómo he podido olvidar eso?

 — ¡Estás como una cabra! La gente empieza a mirarnos.

 — ¿Y qué? Tú quieres a Raoul y yo quiero a mi público.

 — Y a Valeska.

Sonríe. Volvemos a caminar. Shahid lanza con el pie piedrecitas al agua. Luego

se tapa la nariz porque de nuevo nos adelanta un barco.

Y al fin llega la pregunta a la que no sé cómo responder, pese a que he estado

reflexionando sobre eso toda la semana.

 — ¿Por qué no me dijiste el domingo lo de Raoul?

Emito un suspiro.

 — No tengo ni la menor idea.

 — ¿Tal vez porque, pese a todo, estás enamorada de mí?

 — Justamente —respondo yo en broma—. Pero, desgraciadamente, contigo no

tengo ninguna posibilidad porque no soy tan guapa como Valeska,

 — No es ése el motivo.

 — Entonces, ¿soy tan guapa como Valeska?

 — Bueno, a primera vista, no —contesta evasivamente—. Y..., esto..., en

realidad, a segunda vista, tampoco. Pero en cambio eres realmente graciosa —añade

rápidamente porque tiene miedo de que me eche a llorar,

 — ¿De verdad?

 — Sí, eres casi tan graciosa como yo. Además da gusto hablar contigo. No dicesuna sandez tras otra como las cabras locas de nuestra clase —pone cara pensativa y 

se rasca el mentón—. Espera un momento, ¿qué otros cumplidos me había

aprendido de memoria para decírtelos a ti? Ah, sí: besas increíblemente bien. Estuve

a punto de tragarme tu lengua.

 — ¡Idiota! —protesto yo, pero no puedo menos de reír.

 — Muy bien, ahora hemos puesto los dos las cartas sobre la mesa. ¿Y qué

vamos a hacer de ahora en adelante?

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 — Muy sencillo: yo te ayudo con Valeska, y tú me ayudas a mí con Raoul.

Abre los ojos como platos y me mira estupefacto.

 — ¿Te he dicho ya que mi padre es neurocirujano?

 — Sí. ¿Por qué?

Apunta hacia mi cabeza.

 — Quien es capaz de concebir una idea tan descabellada como ésa de hacer de

alcahuetes tendría que operarse de ahí arriba.

5371

¡Conque una idea descabellada ésa de hacer de alcahuetes!, ¿eh?

Sólo cuarenta y ocho horas después, Shahid está en la puerta de nuestro piso

con un ramo de flores y en compañía de su amigo, y se mordisquea nerviosamente el

labio de abajo.

 — No tengas miedo: Valeska no está aquí —lo tranquilizo—. Enseguida iremos

a buscarla. Tú eres Anwar, ¿verdad?

 — Y tú Michelle —dice él con voz cascada.

 — Anwar está ronco —explica Shahid—. ¿Por qué no nos invitas a entrar? ¿No

será que apestamos a colonia Lagerfeld?

Yo olfateo.

 — Ja, ja, ja. Pero ¿qué habéis hecho? ¿Os habéis bañado en colonia o qué?

Venga, pasad.

En el vestíbulo señalo el ramo de flores y pregunto:

 — ¿Es para Val?

Shahid asiente.

 — Pero Anwar piensa que cantaría demasiado. Por eso he decidido regalárselas

a tu madre. ¿Dónde está?

 — Mis padres están en el mercado de viejo. Trae.

Les quito a las flores el papel en que están envueltas.

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 — ¡Ahí va! ¡Rosas rojas! ¡Qué alegría se va a llevar mi madre! Esperad un

segundo.

Pongo las rosas en agua y llevo a los dos a mi habitación.

 — ¡Bienvenidos al templo consagrado a Michael Jackson! —exclama Shahid, y 

contempla despectivamente los pósters de las paredes—. Puedes reírte

tranquilamente, no te reprimas, Anwar. A Michelle no le va a dar un ataque porque

nos meemos en el monumento de Jacko.

Shahid pasea inquieto de una esquina a otra, mientras que Anwar está sentado

en el alféizar de la ventana con los brazos cruzados. Es una cabeza más bajo que

Shahid y tan delgado como él, tiene el pelo negro y lo lleva largo hasta los hombros,

 y viste vaqueros blancos y cazadora de cuero negra. Shahid, en cambio, se ha

puesto de punta en blanco: zapatos negros de charol de tacón alto, pantalón azul

marino con pinzas en la cintura, trenca beige y pañuelo de cuello color burdeos.

 — ¿Es de seda? —le pregunto a Shahid.

 — No, de París. Esperemos que no se rasgue cuando luego me cuelgue. Este

encuentro va a ser una catástrofe, ¿apostamos algo? ¿Qué te dijo realmente Valeska

cuando tú...?

 — ¡Cielos! —suspiro—. Ya te lo conté ayer por teléfono, ¡y cuatro veces por lo

menos! Al principio, a Valeska no le apetecía salir con nosotros. Tuvimos que

convencerla Aische y yo. Afortunadamente, a Aische se le ocurrió la idea del partido

de hockey sobre hielo. Porque Val tuvo una época en la que iba todas las semanas al

estadio de hielo. ¿Llevas dinero suficiente para las entradas?

 — Claro —se mira y se le ensombrece la cara—. En realidad, creo que me he

pasado arreglándome. Parece que voy a ir a la ópera en vez de al estadio de hielo.

 — Ya te lo he dicho antes —comenta Anwar mientras se retuerce un mechón depelo.

Shahid se para frente a mí.

 — Muy bien. ¿Tienes algún consejo que darme? ¿Hay algo que Valeska no

pueda soportar?

 — Sí: las mentiras. Así que no nos vengas otra vez con la historia de que tienes

veinte hermanos y de que tu padre es pinche de cocina.

 — Pues que sepas que esa historia se la debo a Anwar —confiesa Shahid—. Él

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sí que vive con un montón de hermanos en un piso minúsculo.

 — Cállate; si no, me voy a echar a llorar ahora mismo —dice Anwar con su voz

cascada.

 — Y su padre es, efectivamente, pinche de cocina.

 — ¡Bobadas! —exclama Anwar, y se baja del alféizar—. Mi padre es camarero.

 — ¿De verdad? ¿Desde cuándo?

 — Sobre todo, no cuentes chistes sobre Rusia —le advierto a Shahid—. Val ha

tenido que oírlos durante años y está hasta las narices. Porque Valeska es ruso— 

alemana.

Shahid sonríe.

 — ¡Entonces encajamos perfectamente! Yo soy anglo—«paqui»—alemán: nacido

en Londres de madre paquistaní y crecido en Düsseldorf.

Anwar bosteza.

 — Ahórranos tu biografía. ¿Cuándo ahuecamos el ala?

Consulto mi reloj.

 — Ahora mismo.

 — ¡Cielo santo! —exclama Shahid, y corre hacia la puerta—. Tengo que hacer

pis.

Diez minutos más tarde llamamos a la puerta de Aische.

 — ¡Ahora bajo! —nos grita por el telefonillo.

Cuando sale de casa un poco después, Aische contempla atónita a Shahid y se

muere de risa por su atuendo.

 — ¿Por qué no te has puesto un frac? —cacarea—. No me sorprendería que con

esa ropa tan elegante no te dejaran entrar en el estadio de hielo. Y tú, ¿quién eres?

 — Yo Anwar. ¿Tú Aische?Aische le sonríe, Anwar le devuelve la sonrisa.

 — ¡Hazme un favor! —le pide Shahid a su amigo—. Procura no ser gracioso. Si

no, yo tendré que hacer mejores chistes que tú, y hoy no me siento capaz.

 — ¡De acuerdo, colega!

Nos ponemos en movimiento, los dos chicos delante, Aische y yo detrás. Cuanto

más nos acercamos a casa de Valeska, más nervioso se pone Shahid. Juguetea con

el pañuelo del cuello, se pasa constantemente la mano por el pelo, se frota los

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lóbulos de las orejas y no para de abrocharse y desabrocharse el abrigo.

 — Me gustaría saber cómo va a reaccionar Valeska —murmura Aische—. Ayer

me parecía que esto de salir juntos era una buena idea, pero hoy... —se encoge de

hombros—. Enseguida notará lo que le ocurre a Shahid. ¿No deberíamos haberle

dicho ayer que está enamorado de ella?

 — En ese caso, no habría salido con nosotros. ¡Ahora, a la izquierda! —ordeno

en voz alta, y Shahid se vuelve hacia mí y pregunta:

 — ¿No podría ir un momento a casa y cambiarme de ropa?

 — Entonces llegaríamos tarde al partido de hockey sobre hielo. Además, ya te

ha visto Val —señalo la casa que hay casi enfrente. En el segundo piso está Valeska

en su balcón y nos hace señas.

 — ¡Mierda! —sisea Shahid—. Esperemos que no le dé un ataque de risa cuando

baje.

Cruzamos la calle, nos detenemos delante de la puerta de la casa de Val y 

esperamos. Shahid se frota los dedos y me pide ayuda con la mirada. Claro, yo sé

muy bien cómo se siente: igual que yo en el tranvía por las mañanas un poco antes

de que monte Raoul.

 — Mal que bien, va a salir —trato de animarlo.

 — ¿Qué? ¿Va a salir mal que bien? Entonces me largo. ¡Adiós!

 — ¡No te muevas de aquí, cobarde! —sonriendo lo sujeto por el cuello de la

trenca—. Y no se te ocurra ponerte de rodillas inmediatamente. A Valeska no le

gusta que la adoren.

 — ¿Puedo al menos lamerle los zapatos?

 — ¡Eres incorregible!

Anwar le musita a Aische algo al oído, y ambos intercambian una mirada decomplicidad. Antes de que pueda preguntarles qué cuchichean, Val sale de casa y 

nos saluda a Aische y a mí con un beso en la mejilla.

 — He tardado un poco porque mi madre quería contarme una cosa a toda costa

 — explica a continuación, y luego le hace una seña con la cabeza a Anwar—, ¡Hola,

 yo soy Valeska!

 — Y yo soy Anwar.

 — Nosotros ya nos conocemos de la fiesta —añade dirigiéndose a Shahid.

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Parece como si, al ver a Val, Shahid se hubiera quedado sin habla. Se limita a

asentir con un gesto torpe y, después, se rasca el cuello con tanta fuerza como si

quisiera arrancarse la piel.

 — Perdona, ¿te llamabas...? —le pregunta Val.

 — Shahid. Pero puedes llamarme tranquilamente Shahid.

Valeska hace inmediatamente un mohín.

 — ¡Muy gracioso! Espero no tener que estar toda la tarde oyendo ocurrencias

así. Venga, vamos deprisa. Si no, quizá no consigamos entradas.

Se dirige a grandes zancadas hacia la parada del tranvía, seguida por Aische y 

Anwar, que vuelven a cuchichear.

Shahid está abatido.

 — ¡Sí que empezamos bien! —protesta, y se pone lentamente en movimiento—.

Valeska no me soporta.

 — ¡Bobadas! —replico yo—. Primero tiene que conocerte mejor.

 — ¿Y después?

 — Después, probablemente te soportará menos todavía. No, ¡olvídalo! —añado

rápidamente porque Shahid parece completamente derrotado—. Era un chiste. Pero

procura no estar tan agarrotado, hombre. ¿Por qué no te relajas, como anteayer en

la ribera del Rin?

 — Sí, lo pasamos bien.

Y luego ocurre algo muy extraño: Shahid me acaricia la nuca, exactamente

igual que el abuelo acaricia a la nieta en ese empalagoso anuncio de un jarabe para

la tos.

«Ostras», pienso desconcertada, y sonrío a Shahid. Pero él sólo tiene ojos para

Valeska y probablemente no se ha dado cuenta del cariño con que acaba deacariciarme.

En el tranvía, Shahid intenta tener con Valeska una conversación normal: sin

chistes, sin comentarios irónicos y sin las muecas que suele hacer. Pero, por

desgracia, Shahid resulta muy soso cuando no hace el payaso. Valeska contesta a

todas sus preguntas sobre el colegio y sobre su club de ping—pong, pero no

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disimula lo aburrido que le resulta Shahid. No sé con cuál de los dos enfadarme

más: si con Shahid, porque se ha transformado en una persona completamente

distinta, o con Valeska, porque no se lo está poniendo nada fácil.

Cuando Shahid le pregunta a Valeska qué nota ha sacado en el último control

de inglés, ella suspira nerviosa:

 — ¡Por favor! ¿No podemos hablar de otra cosa? ¡Hoy es domingo! No quiero que

me estén recordando constantemente las idioteces del colegio.

 — Perdona —dice Shahid.

Ahora sigue un prolongado y penoso silencio. Todos miran por la ventanilla y 

hacen como si hubiera algo digno de verse. Al fin, Aische se dirige a Anwar y le

pregunta:

 — ¿Has estado alguna vez en el estadio de hielo?

 — No. El hockey sobre hielo me resulta aburrido.

 — En realidad, a mí también —confiesa Aische.

 — ¿Qué? Entonces, ¿por qué vamos al partido? —se sorprende Val—. ¿Para qué

 yo tenga que pasarme dos horas escuchando lo mucho que os aburre el hockey 

sobre hielo?

 — Podemos hacer otra cosa —propongo yo—. ¿Por qué no compramos una

pizza y vamos a dar un paseo por el zoo?

Por fin esboza Valeska una sonrisa.

 — Sí, ¡buena idea! Para un día que hace sol... ¿O quieres ir al estadio a toda

costa, Shahid?

Shahid sacude la cabeza:

 — Yo quiero lo que tú quieras.

Valeska frunce la frente. — Yo me voy a pedir una pizza de espinacas —digo rápidamente, antes de que

Valeska se enfade por la última frase de Shahid—. Y con un montón de ajos. No hay 

nada mejor para la salud que el ajo.

 — Pero nada peor para mi nariz —dice Shahid. Aische y Anwar sonríen, pero

Valeska no se inmuta. Shahid baja la cabeza, desolado.

 — Te sienta bien esa ropa tan elegante.

Seguramente, Shahid habría preferido oír esta frase de labios de Valeska y no

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de los míos; no obstante, le produce tanta alegría que me contesta con una mirada

de gratitud.

Nos apeamos en la parada siguiente y vamos hacia la pizzería.

 — ¡Os invito! —anuncia Shahid.

 — ¿Por qué? —pregunta Valeska—. ¿Hay algo que celebrar?

 — No. Sólo lo hago para presumir de que tengo mucha pasta.

 Tampoco esta vez le ríe la gracia Valeska. Por eso, a partir de este momento,

Shahid cierra el pico y cede la palabra a Aische y a Anwar. Es sorprendente que

estos dos tengan tantas cosas que contarse cuando sólo se conocen desde hace

media hora. No me extrañaría que haya habido un flechazo...

En la pizzería Shahid recupera el habla. Con un fantástico italiano macarrónico

inventado por él mismo nos hace reír, a nosotros y a los dos tipos que hay al otro

lado del mostrador. Increíble: de vez en cuando, ¡ni la propia Valeska puede

disimular una sonrisa! Shahid está radiante y enlaza una ocurrencia graciosa con

otra.

Una vez en la calle, Val le pide que deje de contar chistes.

 — Si no, me voy a atragantar con la pizza.

 — ¡Sus deseos sono órdenes per me, signorina ! —responde Shahid con una

patética reverencia, y por poco se le cae su pizza margarita.

 Todavía masticando, nos dirigimos al parque zoológico, que se llama así porque

hasta hace sesenta años había allí un zoo. De camino pasamos junto al estadio de

hielo. En las taquillas hay colas interminables.

 — Es una suerte que no tengamos que ponernos ahí —dice Aische, que se lleva

el último bocado a la boca y, masticando, comenta—: Aún me tomaría de postre una

de champiñones. — ¡Aquí tienes! —Anwar le ofrece el resto de su pizza—. ¿Por qué la miras así?

¿Es que te da asco que la haya mordido? No tengas miedo: lo de mis tres granos no

es contagioso.

 — ¡Bobo! —responde Aische, que coge la pizza y se la lleva a la boca..

Valeska me guiña un ojo.

 — ¿Has visto qué parejita tan mona? ¿Qué te apuestas a que antes de diez

minutos se van por su lado?

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Aische le lanza una mirada fulminante, pero apenas ha terminado de devorar la

pizza de Anwar cuando éste señala el parque y pregunta:

 — ¿Vamos a los columpios?

 — Sí, sí. ¿Venís con nosotros?

 — ¿Estás loca? —contesta Valeska—. No queremos molestar. ¡Qué os divirtáis!

 — Seguid andando —dice Aische—. Enseguida os alcanzaremos.

Una vez que Anwar y ella se han marchado, Val comenta:

 — A ésos no volvemos a verlos hoy. ¿Damos una vuelta alrededor del lago?

 — Vale —respondemos a coro Shahid y yo.

Mientras recorremos el camino a paso lento, yo me pregunto si no debo

esfumarme y dejarles a solas. Pero no estoy segura de que eso vaya a entusiasmar

mucho a Valeska. Es cierto que desde que hemos salido de la pizzería no se muestra

tan desagradable con Shahid; pero tampoco parece estar especialmente interesada

por él. Hace un momento le ha preguntado qué hace su padre. Shahid le está

explicando qué hacen los neurocirujanos, enlazando un buen chiste con otro. ¿Y

Valeska? Valeska mira al vacío con gesto ausente y ni siquiera le escucha de verdad.

 — ¿Por qué no nos sentamos? —interrumpe de pronto a Shahid, y se dirige

hacia un banco—. No me apetece seguir arrastrando los pies.

Se deja caer en el extremo izquierdo del banco. Para que Shahid, que se está

atando los zapatos, pueda sentarse junto a su gran amor, yo me acomodo en el

extremo derecho y le dejo a él el puesto del centro. Valeska me mira inmediatamente

con cara asesina.

 — ¿A qué viene esta tontería? —bufa—.¿Por qué no te sientas a mi lado?

 — Porque no te has duchado desde hace una semana —trato de bromear, me

acerco a Valeska y le huelo las axilas—. Apestan casi tanto como el perfume deShahid.

 — ¿Ahora vas a empezar tú también con esos estúpidos chistes?

 — ¡Vamos, cálmate!

 — No sé por qué me he dejado embarcar en esta estupidez —sigue

quejándose—. ¿Me tomáis por tonta o qué? ¿Qué te crees?, ¿que no sé lo que está

pasando aquí?

Entretanto, Shahid se ha sentado a mi lado y juguetea nervioso con su pañuelo

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de cuello.

Yo pongo cara de inocente.

 — ¿Y qué es lo que está pasando aquí, si se puede saber?

 — Estás intentando endosarme tu cómico, pero ya te puedes ir quitando esa

idea de la cabeza, ¿entendido? Para oír chistes y sandeces, ya tengo la televisión.

 — Por lo que más quieras, mujer, no montes el número.

 — ¡Vete a tomar viento! —bufa Valeska. Se levanta de un salto y se larga sin

más.

Suspirando, la sigo con la mirada. No tendría sentido intentar detenerla.

Cuando Valeska está furiosa, sólo una camisa de fuerza puede sosegarla.

 — Qué mal ha salido —murmuro sin atreverme a mirar a Shahid, que emite

unos sonidos tan extraños como si estuviera llorando calladamente. ¿O es su nuez,

que traga saliva constantemente?

Ahora, también Shahid se levanta de un salto y berrea:

 — ¡Sabías perfectamente que tu estúpido plan no iba a funcionar, estúpida

vaca!

Sin darme tiempo para contestar, me vuelve la espalda y sale corriendo.

La vaca pasa media hora más sentada en el banco y meditando en silencio.

5372

A este malhadado domingo sigue un lunes no menos miserable. Ya en el

desayuno, mi madre, que está de mal humor, me pone nerviosa con sus continuas

preguntas. ¿No habían proclamado solemnemente mis padres que en el futuro no

me darían la tabarra con preguntas y más preguntas? Al parecer, mi madre se ha

olvidado de eso. El hecho de que yo no tenga ganas de someterme a un

interrogatorio así y de que guarde silencio y mire fijamente al vacío no mejora

precisamente su penoso estado de ánimo.

En cambio, Aische está feliz. Nada más llegar a la parada del tranvía, se me

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echa al cuello y empieza a contarme maravillas de Anwar. Del episodio de Valeska y 

de Shahid, dignos de un escenario, ya la informé ayer tarde por teléfono. Pero a

Aische se quedó tan tranquila. Está colada por Anwar hasta las orejas. Si él no

hubiera dado marcha atrás en el momento decisivo, ya se habrían besado ayer.

 — Pero eso lo arreglamos hoy mismo —dice radiante de alegría—. Y no te

preocupes por Valeska. Está claro que hoy y mañana nos va a hacer caso omiso.

Pero el miércoles, a más tardar, ya estará como si nada. En todo caso, Shahid ya se

ha desilusionado de ella y la ha olvidado definitivamente.

 — ¿Cómo lo sabes? —le pregunto estupefacta.

 — Por Anwar. Me ha llamado hace un rato. Y sólo porque quería a toda costa

oír mi voz. ¡Sí, eso ha dicho! Anoche se presentó en su casa Shahid y le contó sus

penas. Realmente, no entiendo por qué no ha tenido éxito con Val. Es

tremendamente simpático, ¿no te parece?

 — Sí, sí —contesto, y pienso en la tremenda simpatía con que Shahid se

despidió de mí ayer.

En el tranvía descubro a la chica del pelo verde que tanta impresión le causó a

Raoul la semana pasada. Lleva otra vez la misma minifalda y las mismas medias con

las dos carreras. Probablemente lleva también las mismas bragas. ¡Que Raoul la

mire hasta que se le caigan los ojos a los pies! Paso de Raoul.

¡Ni hablar! ¡No paso!

En cuanto el tranvía se detiene en la Uhlandstrasse, casi me descoyunto el

cuello buscándolo. Porque hay un montón de nubes negras en el cielo y, cuando

llueve, Raoul no va en bici al colegio.

Y monta. Efectivamente. Y viene hacia mí. Increíble: ¡se sienta en el sitio libre

que hay casi enfrente de mí! Aunque yo quería mantenerme fría a toda costa, bastala visión de Raoul para que mi cuerpo enloquezca. Sudores, palpitaciones,

retortijones de estómago...: no puedo hacer absolutamente nada para evitarlo.

Mientras Aische habla sin parar con su Anwar, yo miro fijamente a Raoul y 

trato de forzarlo, mediante la hipnosis, a que vuelva la cabeza hacia mí. Pero el

imbécil sólo tiene ojos para miss Carreras. « ¡Ropas con jirones tendría que llevar

una!», pienso desesperada. « ¡Y pelo verde! Así, tal vez habría alguna posibilidad de

que Raoul volviera a mirarme.»

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De todos modos, en el momento de apearnos veo un rayo de esperanza. Le doy 

en la cadera a Raoul con el codo derecho (sin querer, naturalmente, ¡ja, ja, ja!), y él

se vuelve, dispuesto a protestar. Pero de pronto me reconoce, sonríe y me dice:

 — ¡Hola! ¿Qué hace ese novio tuyo tan chistoso?

 — Chistes —contesto, idiota de mí, e inmediatamente me muerdo la lengua.

Raoul se despide haciendo un gesto con la cabeza, abandona el tranvía y 

desaparece entre la gente.

¿Por qué no le he dicho que Shahid no es mi novio?

 — Estás muy pálida —constata Aische.

 — Soy imbécil —refunfuño, y le cuento mi breve conversación con Raoul.

Aische me rodea los hombros con un brazo.

 — ¡Chica, olvídate de una vez de ese engreído guaperas! ¿Por qué no te

enamoras de Shahid? Créeme: los paquistaníes son los tipos más simpáticos del

mundo.

 — Y yo que pensaba que no tenías prejuicios... —le digo sonriendo.

Por la tarde voy a la ciudad para comprarme una estilográfica nueva. Como mi

madre sólo me ha dado diez marcos, cuando llego a los almacenes Woolworth no

tengo que perder tiempo pensando qué pluma elijo. El dinero sólo me llega para la

más barata.

Luego paseo un poco por la ciudad vieja. En la Bolker Strasse me tropiezo con

una chica que lleva el pelo corto y teñido de lila, y de pronto se me ocurre una idea

disparatada. Ni corta ni perezosa, me dirijo hacia la peluquería de Gudrun.

En el escaparate sigue puesto el cartel que dice «Se busca modelo». ¿Significaeso que Gudrun puede teñirme el pelo de balde? Echo una mirada a la peluquería.

Apenas hay movimiento, pero no veo a Gudrun por ninguna parte. Es posible que

hoy tenga el día libre. ¿Debo entrar y averiguarlo? Preguntar no cuesta nada, sólo

un pequeño esfuerzo.

El jefe de Gudrun está detrás de la caja y me mira con cara de pocos amigos

cuando abro la puerta. Toda valiente me acerco a él.

 — ¿Está aquí Gudrun?

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 — ¡Gudrun! —grita volviendo la cabeza, y luego se dirige con una sonrisa

untuosa a una señora de cierta edad que acaba de entrar en la peluquería.

Oigo pasos en la escalera del sótano.

 — ¡Hola! ¿Qué haces aquí? —me saluda Gudrun, que sale de la sala de

descanso masticando—. Es mi hora del almuerzo.

 — Quería preguntarte si puedes teñirme el pelo de un verde como el tuyo, y de

balde, naturalmente —añado.

 — No hay ningún problema. Ven al lavabo.

Me extraña el silencio de Gudrun mientras me lava el pelo. Y cuando me lleva

al sitio de cortar, se abrocha la bata, se pone los guantes de plástico y tampoco dice

más que lo imprescindible.

 — ¿Ocurre algo? —pregunto un poco insegura—. ¿Por qué me tratas como si no

me conocieras de nada?

Ríe en voz baja y coge un tubo de tinte.

 — Perdona, Michelle. Hoy estoy bastante deprimida. ¡Ayer tuve un día horrible!

 — ¿Tú también? Pues el mío fue una verdadera catástrofe.

 — ¡Cuéntame!

Mientras me aplica el tinte, le cuento nuestra maravillosa excursión dominical

al parque zoológico.

 — Y pensar que es culpa mía —suspira cuando he terminado—. Al fin y al cabo,

lo de hacer de alcahueta se me ocurrió a mí, ¿a que sí?

 — De todos modos, en parte ha tenido éxito, al menos en el caso de Aische y 

Anwar. Pero Valeska se enfadó tanto que hoy, en el colegio, no nos ha dirigido la

palabra. ¿Qué te paso a ti? —le pregunto a Gudrun.

Su semblante se ensombrece. — No me lo recuerdes —dice.

No insisto. Pero unos minutos después, Gudrun aborda espontáneamente el

tema. Habla tan bajo que tengo que escuchar con mucha atención.

 — Tuve una gran bronca con mi madre. Me quejé de su amigo. Ella no se cree

ni una palabra de que su novio me mire siempre de esa forma tan sucia. Cree que

son simples imaginaciones mías. ¡Si ella supiera! Yo sólo me atrevo a ir a casa

cuando sé con certeza que ella está allí. No quiero estar ni un segundo a solas con

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ese cerdo en el piso. ¡Mierda, necesito dinero! Tengo que mudarme a toda costa. Si

no, ese asqueroso va venir algún día borracho perdido y se va a abalanzar sobre mí.

 Tiene lágrimas en los ojos. Yo no sé qué decirle. Gudrun prosigue su trabajo en

silencio.

 — Bueno, ahora sólo falta secar. Vuelvo enseguida.

Desaparece por la escalera, baja a la sala de descanso y regresa diez minutos

más tarde. Después de servirle una taza de café a una clienta, tiene que lavarle el

pelo a un tipo de traje gris. Luego la llama su jefe para que le ayude a hacer una

permanente.

 — Siento tener tan poco tiempo para ti —se disculpa cuando aparece de nuevo

a mi lado y me da los últimos toques—. ¿Qué, satisfecha?

Yo asiento.

 — Mis padres se van a morir del susto.

 — Puedes estar contenta de que te monten un drama por estas tonterías. Es

señal de lo mucho que te quieren. A mi madre le importa un bledo que me violen o

no —añade con amargura. Luego intenta esbozar una sonrisa, me da un pellizco en

la mejilla y dice—: Pero no te preocupes demasiado por mí. Ya me las arreglaré. ¿De

acuerdo?

 — De acuerdo.

Nos despedimos con un abrazo.

 — Vuelve pronto por aquí.

 — ¡Cómo no! —contesto, y señalo mi cabeza—. Las verdes tenemos que estar

unidas.

Sólo dos calles más adelante tropiezo con mi tía Margret.

 — ¡Dios mío! —chilla, y mira perpleja mi pelo. Luego se echa a reír.

 — ¿Te gusta? Acabo de salir de la peluquería.

 — Supongo que ya tendrás hechas las maletas.

 — ¿Por qué?

 — En cuanto te vean, tus padres te meterán en un reformatorio. ¿Te apetece

tomar un trozo de tarta y una taza de cacao?

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 — ¡A mí siempre me apetece una tarta!

Margret me coge del brazo.

 — Entonces, vamos a mi cafetería preferida. ¿O no tienes tiempo?

 — Tiempo es casi lo único que tengo.

 — Bueno, por lo que acabas de decir no pareces estar muy alegre. ¿Qué tal el

fin de semana? ¿Problemas?

 — Sí: con mi mejor amiga y con un payaso paquistaní.

 — ¡Vaya, parece muy interesante!

Hago una inspiración profunda y cuento, por segunda vez, esta tarde, la

historia de Valeska y de Shahid, el ferviente enamorado, que primero recibió

calabazas de la princesa de sus sueños y luego descargó su frustración en el

megatonel Michelle.

 — ¿Quieres que te dé un consejo? —me pregunta mi tía Margret en cuanto

termino.

 — ¿Acaso tienes alguno?

 — No. Si fuera una experta en asuntos de amor, llevaría muchos años casada y 

tendría cuatro hijos.

En la cafetería pido un trozo de tarta de frutas con nata y una taza de cacao. Mi

tía se decide por un gofre con mermelada de cerezas y una taza de té.

 — Ahora a papá también le ha dado por el té.

 — ¿Bernd? ¡Imposible! Mi hermano del alma jamás tomaría una cosa así.

Yo pongo cara de misterio.

Margret me taladra inmediatamente con una mirada cargada de curiosidad. Y

 yo le cuento en el acto lo que vi la semana pasada cuando fui a buscar a mi padre a

la salida del trabajo. — ¿De verdad bebió té?

 — Sí. Y estaba tan ocurrente y tan gracioso que sus compañeras no paraban de

reírle las gracias.

 — ¿Bernd, gracioso? —Margret deniega con un gesto—. Seguramente lo

confundiste con otro.

 — ¿A mi propio padre? ¡Te juro que era él!

La camarera trae la tarta, el gofre y las bebidas. Yo cojo el tenedor y me pongo a

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comer la tarta de frutas.

 — Bueno —dice Margret sin dejar de masticar—, no hacía más que tomar té

con dos mujeres y, al parecer, divertirse bastante. Muy inocente todo. ¿Por qué

haces de ello un misterio tan grande?

 — Porque él mismo hace de eso un misterio. De hecho, cuando papá llegó a

casa contó que se había retrasado porque había pillado un atasco. ¿Por qué no dijo

la verdad?

 — Mujer, ya sabes que a tu madre le dan a veces sus famosos ataques de celos

sin motivo ni fundamento —dice tía Margret llevándose a la boca un trozo de gofre  — 

. Últimamente está muy susceptible.

 — También yo me he dado cuenta —corroboro—. ¿Qué le ocurre?

Margret se encoge de hombros.

 — Bueno, las cosas no se están desarrollando como ella imaginaba. Por

ejemplo, el asunto del trabajo. Ella tiene que encontrar de una vez un verdadero

puesto de secretaria y terminar con la porquería ésa del trabajo a tiempo parcial. Se

pone enferma cada vez que le deniegan una solicitud de trabajo.

 — ¿De verdad? —me sorprendo yo—. ¿Y por qué hasta ahora no ha hablado

nunca de eso?

 — Porque no es una quejicosa y se traga todo. Además, lleva ya años esperando

que ocurra algo extraordinario.

Un momento, esto me resulta muy conocido.

 — ¿Y qué es lo que espera?

 — Ni idea. Un trabajo maravilloso, o un premio de la lotería, o tal vez otro

hombre, o qué sé yo. Algo que la saque de golpe de la rutina de cada día. En

realidad, eso tampoco es tan raro. A fin de cuentas todos estamos esperando algo,¿no es cierto?

Yo asiento.

 — ¿Y qué es lo que esperas tú, Michelle?

 — El siguiente trozo de tarta.

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5373

Esther opina que mi pelo verde es absolutamente estúpido.

 — ¿A qué viene eso, Michelle? —dice de saludo cuando entro en la habitación

de Aische—. Para carnaval, aún tendría gracia, pero... ¿Puedo preguntar a quién

quieres impresionar con eso?

A Raoul. De hecho, esta mañana ha surtido efecto en el tranvía. Ha subido él,

ha mirado a su alrededor, me ha visto... y ha sonreído. Si en realidad es tan

inteligente como dice Shahid, habrá adivinado sin problemas el mensaje de minuevo color de pelo: ¡deja de mirar a la pelos verdes aspirante a punk  y mírame a mí!

Y, oh, sorpresa: durante todo el viaje se ha vuelto varías veces hacia mí. Y una

vez se han entrecruzado nuestras miradas y hemos estado mirándonos fijamente

medio minuto, por lo menos. Al fin, Raoul ha dirigido la vista hacia otra parte, y yo

he tenido que ponerme a respirar profundamente.

Aische, que naturalmente se ha dado cuenta de todo, me ha dado un golpecito

en el hombro y me ha dicho:

 — Yo le hablaría sin falta cuando nos bajemos.

Eso me proponía yo también. Pero, para mi desgracia, ha habido dos chicas

más rápidas que yo. Poco antes de la parada, han aparecido de repente junto a

Raoul, se han puesto a hablar sin ton ni son y no se han apartado de su lado. ¡Las

habría estrangulado! Lo gracioso es que una de ellas era tan gorda como yo.

 — ¿Ves? —ha comentado Aische mientras caminábamos diez metros detrás de

Raoul y de las dos lapas—. Ahí tienes la prueba: el guaperas habla también con

chicas que pesan más de cincuenta kilos.

 — ¡Muy graciosa!

Como Esther no sabe nada de Raoul, no quiero aburrirla ahora con la

interminable historia de mi amor imposible. A fin de cuentas, nos hemos encontrado

para hablar sobre algo más importante. El Trébol tiene que tomar una decisión

difícil: ¿a quién le damos los dos mil marcos?

Si hemos logrado reunir esa suma, ha sido por la abuela de Esther, que nos ha

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dado todo lo que nos faltaba.

 — ¡Menudo detalle se ha marcado tu abuela! —le dice Aische a Esther—.

Deberíamos darle las gracias. ¿Qué os parecería que le diésemos un pequeño

concierto el día de su cumpleaños?

Esther hace un mohín.

 — ¡Ni hablar! Con nuestras dotes musicales, haríamos estallar su audífono.

¿Dónde está Valeska? ¿O es que hoy tampoco viene?

 — Tiene que venir —contesto yo—. Ella es la que guarda la caja del dinero.

 — Si es que todavía la tiene...— mumura Aische, y Esther y yo intercambiamos

una mirada horrorizada.

 — ¿Qué quieres decir? —pregunta Esther.

 — Bueno, está muy rara desde hace unas semanas. Si no hay un chico detrás,

tiene que ser otra cosa. Y he pensado que quizá el dinero tenga algo que...

 — ¡No estás bien de la cabeza! —la interrumpo bruscamente—. Valeska jamás

haría una cosa así. La conozco perfectamente.

 — Te equivocas: la conocías perfectamente. Ahora mismo ninguna de nosotras

sabe lo que le pasa.

 — Es cierto —reconozco yo—. Pero, aun así, me cuesta creer que haya...

Suena el timbre. Aische se levanta de un salto.

 — ¡Mira! —exclamo exultante—. Ahí la tienes.

Poco después vuelve Aische a la habitación, pero con la caja del Trébol y sin

Valeska.

 — Me la ha dado su hermano pequeño —explica—. Val ha tenido que salir

urgentemente y, lamentándolo mucho, no puede venir. Al menos ése es el recado

que nos manda a través de su hermano.Se sienta junto a nosotras en la alfombra y pone en medio la caja. Todas la

miramos, pero ninguna se atreve a abrirla.

Aische juguetea con su pelo.

 — ¿Qué creéis, que nos mandaría la caja si no hubiera nada dentro?

Yo me encojo de hombros.

Luego, Esther dice de pronto:

 — ¿Qué os apostáis a que está vacía?

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Quita la tapa y miramos dentro.

 — ¡Mierda! —maldice Aische—. ¿Qué clase de amigas somos?

Yo soy el único miembro del Trébol que no tiene hermanos pequeños curiosos

que revuelvan mis cosas. Por eso decidimos que sea yo quien se lleve a casa la

pequeña bolsa de plástico con el dinero. Mañana tengo que llevarlo al banco e

ingresarlo en la cuenta de la ONG por la que nos hemos decidido tras largas

deliberaciones.

En realidad, nosotras queríamos ayudar a una sola persona. Pero eso no

resulta tan fácil. Porque los más pobres de todos los tipos pobres que hemos

conocido a través de los reportajes de televisión no tienen ni dirección ni cuenta

bancaria. Y por eso hemos optado por donar los dos mil marcos a una organización

benéfica que ayuda a las víctimas de las minas antipersona. Cada dos minutos,

alguien pisa en el mundo una mina de éstas. Si tiene mala suerte, salta en pedazos;

si tiene buena suerte, sólo pierde una pierna. La mayoría de las víctimas son

mujeres y niños. Así que a algunos de ellos se les pondrán prótesis con nuestro

donativo. Es cierto que eso no les cambiará la vida, pero al menos se la facilitará un

poco. Así nuestra acción tendrá sentido por fin.

Si mis padres no estuvieran tan pesados durante la cena, gustosamente les

contaría que en el cajón de mi mesa de estudio hay una bolsa con dinero. Pero, igual

que ayer tarde, sólo tienen un único tema de conversación: ¡mi pelo! Mi madre, en

particular, no comprende que no le pidiera permiso antes de teñírmelo. ¡Madre mía,

como si no tuviera otros problemas! Tengo que hacer un gran esfuerzo para no

estallar.

Después de la conversación que mantuve ayer en la cafetería con tía Margret,

de camino a casa me propuse ser mucho más amable con mi madre a partir de esemomento. Pero en cuanto abrí la puerta del piso empezó a meterse con mi pelo. Y

desde entonces no ha parado.

 — ¿No podemos hablar de otra cosa? —suspiro yo—. ¡Ya llevas veinticuatro

horas regañándome por haberme teñido!

 — ¿Cuánto tiempo seguirá siendo verde? —pregunta mi padre.

 — Ni idea. Si hubiera sabido lo mucho que os iba a molestar, habría optado por

teñírmelo de color naranja. O de lila.

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 — ¡Has estado otra vez muy ocurrente, señorita! A propósito: hace un momento

ha llamado tu cómico particular. Ha dicho que a las siete pongas Viva. Si he

entendido bien, ha fallado alguien y él tiene que actuar de improviso.

 — ¿Qué? ¿¡Que Shahid está hoy en la televisión!? ¡Genial! ¡Ahora no me digas

que quieres ver el fútbol, papá!

 — Quiero ver el fútbol.

 — ¿De verdad?

Me guiña un ojo.

 — Pero a las diez.

 — ¡Míralo, qué gracioso! Ahora entiendo por qué tus compa..., ejem..., bueno...

¡Dios mío, casi se me escapa!

 — ¿Qué te imaginas ahora? —pregunta mi padre.

 — Bah, nada.

Pero sé una cosa: que, de algún modo, mis padres tienen derecho a que no se

conozcan sus secretos, igual que yo.

Después de la cena vuelo al teléfono y llamo a Aische. Ella ya se ha enterado

por Anwar de que Shahid va a aparecer en el programa de Dennis D. Este mismo

mediodía ha llamado alguien de Viva a casa de Shahid y lo ha invitado al programa.

 — He intentado decírselo a Valeska, pero aún no ha llegado a casa —comenta

Aische—. ¿Y crees que a Shahid le entrará el miedo escénico? Tengo ganas de saber

cómo reaccionará el público del estudio. ¿De verdad va a actuar?

 — No tengo ni la menor idea. Pero estoy muy contenta de que me haya llamado.

Estaba segura de que no querría saber nada más de mí. — Anwar dice que siempre está hablando de ti.

 — Sí, seguro.

 — Que sí, ¡de verdad! —afirma Aische—. Perdona, tengo que colgar. Mi padre

quiere llamar a su tío de Estambul. Adiós. Y cruza los dedos por Shahid.

 — Lo haré. Adiós.

Aunque aún faltan diez minutos para que empiece el programa, me siento en

una butaca del cuarto de estar, la acerco al televisor y conecto Viva. Estoy tan

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nerviosa como si fuera yo quien tiene que actuar. De puro nerviosismo mordisqueo

el mando a distancia.

A las siete en punto entran mis padres y se acomodan en el sofá.

 — ¿Le pagan bien por salir en la tele? —pregunta mi padre.

 — No lo sé. Ahora, callaos, que va a empezar.

 — ¿Es que ahora no se puede hablar en esta casa? —se queja mi madre, que

hace un mohín y esconde la cara detrás de una revista.

Dennis D., mi presentador favorito, saluda a los espectadores con sus chistes

habituales y sin mover un músculo de la cara. Los espectadores del estudio se

parten de risa. ¡Es una pena que tenga tanta gracia! Se lo está poniendo difícil a

Shahid para hacer que el público se ría.

Por suerte, no le toca actuar inmediatamente después de Dennis D. Los

primeros invitados son dos imitadores de voces nacidos en Sauerland. Reconozco

que algunos de sus chistes tienen mucha gracia, pero cuando imitan a ciertos

políticos, no logran hacerme reír.

A la mayoría de los espectadores del estudio les sucede lo mismo. Por eso,

cuando al fin se despiden los de Sauerland, los aplausos no son muy entusiastas.

Luego, los anuncios. Mi padre va a la cocina y vuelve con una botella de cerveza

 y una coca cola. 

 — Gracias, no tengo sed —le digo cuando me pone delante de las narices la

botella de coca cola. 

Los anuncios con que nos tortura Viva me resultan más aburridos que de

costumbre. ¡Madre mía, qué tonterías! ¿Habrá alguien tan estúpido como para

dejarse convencer con semejantes chorradas? Anda que a los tipos que idean toda

esa morralla publicitaria se les ocurre cada estupidez...Mi madre sigue hojeando su revista. A mí me decepciona un poco que no

muestre ningún interés por Shahid. Ni siquiera se alegró por las rosas que trajo

Shahid el domingo.

 — Bueno, ¡ya estamos otra vez aquí! —dice al fin Dennis D., continuando su

programa—. Y ahora va a actuar un joven de Düsseldorf, al que debemos dar las

gracias muy especialmente. Y es que hasta hoy a mediodía no sabía que tenía...,

esto..., que podía actuar con nosotros. ¡Qué os divertáis con Shahid!

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Yo contengo la respiración. Y Shahid aparece en la pantalla. ¡Qué horror!, ¡se

ha puesto ese espantoso pantalón amarillo con pinzas que llevaba el día de nuestro

paseo por la orilla del Rin!

Al principio no sabe muy bien si debe mirar a la cámara o no. Pero una vez que

los espectadores han reído sus primeros chistes, se dirige exclusivamente a ellos y 

desarrolla su actuación con tanta naturalidad como en la fiesta de Stefanie. Incluso

los chistes son, en gran parte, los mismos. Se burla de algunos grupos musicales,

imita a un par de futbolistas y ridiculiza varios culebrones.

 — ¡Es buenísimo! —dice mi padre entusiasmado. Y hasta mi madre ha dejado a

un lado su revista y no puede menos de reír de vez en cuando.

Yo ni me entero de lo que está contando. No puedo dejar de pensar que el chico

que hace reír y gritar al público del estudio se ha arrodillado delante de mí. Y que

los dos nos hemos divertido como locos. Y naturalmente, pienso también en nuestro

beso. Y en cómo me acarició el pelo el domingo...

Si no fuera por Raoul...

 — ¡Es fabuloso! —mi padre aplaude tres veces cuando Shahid se despide con

una inclinación profunda.

 — ¡Esta ha sido la intervención de Shahid! —grita Dennis D. a la cámara—. Soy 

incapaz de recordar su apellido, pero os prometo una cosa: podéis estar seguros de

que lo volveréis a ver en mi programa... Bueno..., quizá sea mejor que no vuelva a

invitarlo; si no, algún día me quitará el puesto.

¡Ostras! Hasta ahora, Dennis D. nunca había alabado así a ninguno de sus

invitados. Estoy tan emocionada que casi se me saltan las lágrimas.

Cojo de la mesa la coca cola y me bebo media botella.

 — Procura que este chico sea un día nuestro yerno —bromea mi padre—. Conchistes así se puede ganar hoy día un montón de dinero.

 — Pero si ni siquiera salen —dice mi madre—. ¿O sí?

Mis padres me miran con gesto inquisitivo. Yo dejo la coca cola en la mesa y 

eructo.

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En el colegio sólo se habla de una cosa: ¡Shahid!

 Todos los que lo conocieron en la fiesta de Stefanie me acribillan a preguntas:

que si cómo es que no estaba nervioso, que cuántos chistes se le ocurren cada día,

que qué va a ser de su carrera de ahora en adelante. La mayoría se extrañan de que

no sepa responder a sus preguntas. Al fin y al cabo, creen que soy la novia de

Shahid, como fui a la fiesta con él y lo besé. Es cierto que desde entonces han

pasado muchísimas cosas, pero, excepto Aische y Valeska, nadie sabe nada de eso.Para nuestra sorpresa, incluso a Val le pareció realmente soberbia la actuación

de Shahid. Estaba zapeando y justo puso Viva en el momento en que Dennis D.

anunciaba a Shahid.

 — Al principio pensé que no había oído bien. Pero luego apareció,

efectivamente, Shahid en escena. ¡Casi me caigo de la silla de tanto reír! Dime,

Michelle: ¿estuvo el domingo tan gracioso como ayer?

 — Tanto, o más.

 — ¿De verdad? ¡Qué raro! Pues a mí me puso negra.

 — Tú sí que me pusiste negra.

Me rodea los hombros con el brazo.

 — ¡Lo siento! Me comporté como una idiota. De acuerdo, Shahid es un chico

estupendo, pero no es mi tipo. ¿Cuándo se enamoró de mí?

 — El día que nos dio los diez marcos. Pero ahora no quiere saber nada de ti.

Una tarde contigo... ¡y se curó!

Valeska se ríe, pero su risa parece bastante forzada.

Fuera de eso, hoy vuelve a comportarse con normalidad, al menos hasta el

recreo de las doce. En cuanto llegamos al patio, Val se despide de Aische y de mí, y 

se dirige hacia la salida.

 — Eh, ¿adónde vas? —grita Aische a su espalda.

Val se vuelve.

 — Me largo.

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 — Pero si ahora tenemos historia con tu amado Strobel, tu profesor preferido.

 — ¡Que lo paséis bien! —nos desea con un gesto extraño, y desaparece detrás

de la esquina.

 — ¿Tú entiendes algo? —me pregunta Aische.

 — Sí. Nuestra querida Valeska ha perdido definitivamente el juicio.

Pero hora y media más tarde soy yo la que está a punto de volverse loca. Al

salir del colegio, Aische y yo vemos justo delante de la puerta una limusina

americana descapotada, que está siendo rodeado por estudiantes.

 — ¿Será algún famoso?

 — Supongo —dice Aische—. Ven, vamos a acercarnos y...

Aische se calla y me mira estupefacta, y es que el chófer, un tipo con gorra,

traje negro y cola de caballo, se ha subido al capó y ha desplegado un cartel enorme.

Y en él se lee «MICHELLE».

 — ¡Dios mío! —murmuro excitada—. ¿Se refiere a mí?

Ahora nos damos cuenta de que Dennis D. está sentado en la parte trasera del

coche. Delante de él, en el asiento del copiloto, se halla de rodillas una cámara que

filma alternativamente a Dennis y a los estudiantes, que montan un jaleo tremendo.

 — Esto es cosa de Shahid, ¿te apuestas algo?

 — Pero ¿por qué? —pregunto sorprendida. Me entran ganas de salir corriendo.

 — ¿Dónde se ha metido esa Michelle? —oigo que Dennis D. grita en ese

momento a la multitud.

Aische responde en el mismo tono:

 — ¡Aquí! —y señala con la mano izquierda mi pelo verde, y con la derecha meempuja hacia el coche a través de la multitud.

 — ¡Monta, Michelle!

Dennis D. ha saltado del coche y me abre la puerta. Los estudiantes de

alrededor me miran embobados como si fuera una criatura de otra galaxia. Yo

monto y le saco la lengua a la cámara que me está enfocando. Dennis se sienta a mi

lado sonriendo.

 — ¡Vámonos, Lenny!

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El coche se pone en movimiento lentamente. La multitud empieza a aplaudir y 

 jalear. Yo tengo la sensación de ser una especie de Michael Jackson. Es una lástima

que haya perdido de vista a Aische. ¿Habría podido venir en el coche conmigo?

 — Hola, soy Dennis D. —se presenta mi presentador favorito, y me estrecha la

mano—. Y tú debes de ser Michelle, la que está perdidamente enamorada de mí, ¿no

es cierto?

 — ¿Qué?

 — De eso hablaremos luego. Shahid ha dicho que vayamos rápidamente al

Görres—Gymnasium. Está aquí al lado, a la vuelta de la esquina, ¿verdad?

Yo asiento. Me da vueltas la cabeza. ¿Es esto un sueño o estoy realmente

sentada en una limusina con la estrella de los presentadores?

Un minuto después nos detenemos delante de la entrada del Görres— 

Gymnasium. Inmediatamente corren hacia el coche manadas de estudiantes que

nos miran, le piden autógrafos a Dennis D. y gesticulan cuando los enfoca la

cámara.

Poco a poco voy comprendiendo por qué ha montado Shahid este espectáculo.

Raoul...

Paseo lentamente la mirada por no menos de cien estudiantes que, entretanto,

se han congregado alrededor del coche. Y en medio de ellos descubro, efectivamente,

al chico que me lleva de cabeza desde hace casi un mes. Levanto la mano, le hago

una seña y le dedico una sonrisa maravillosa.

Al momento, Raoul me devuelve la seña y me mira con ojos radiantes.

 — ¡Cielos, mira que son impertinentes! —me musita Dennis al oído, y le pide al

chófer que encienda el motor del coche y siga adelante.

Dennis D. bosteza. — Lo siento, ayer se nos hizo muy tarde —se disculpa—. Venga, guarda ese

trasto —le pide luego a su cámara, un calvo que le obedece en el acto y enciende un

cigarrillo.

 — ¿Tienes frío? —me pregunta Dennis D.—. Si es así, subiremos la capota. Pero

hoy hace un día espléndido. ¡Cómo mira esa gente! Parece que no hayan visto un

coche en su vida.

Por la calle casi todo el mundo vuelve la cabeza hacia nosotros cuando

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pasamos a su lado. Tras bostezar otra vez, Dennis D. se repantiga y cierra los ojos.

Yo le miro de reojo disimuladamente. Curiosamente me parece mucho más

pequeño que en la televisión. Viste vaqueros azules y un abrigo largo de cuero negro.

Es raro, pero por el mero hecho de que llevo varios años viendo regularmente su

programa, tengo la sensación de que estoy sentada junto a un viejo amigo. Me sé de

memoria su rostro: nariz aguileña, labios finos, la cicatriz en la mejilla izquierda, la

frente despejada.

Vuelve a bostezar.

 — ¿Ves qué aburrido soy? —dice—. Por un tipo como yo no vale la pena una

noche de insomnio, créeme.

Me examina de arriba abajo.

 — Tampoco estás tan gorda como decía Shahid. Él opina que te has hecho

bulímica por amor a mí.

 — ¡Será imbécil! —bufo yo, y Dennis D. reacciona poniendo cara de sorpresa.

 — ¿Y no has intentado quitarte la vida por mí?

 — Sí, con una sobredosis de cacahuetes. ¿A qué viene todo esto?

 — Humm... Da la impresión de que todo esto es puro invento de Shahid.

 — No te quepa duda —respondo irritada.

Dennis D. se echa a reír.

 — ¡Qué sinvergüenza! Tendría que haberme dado cuenta de que me estaba

tomando el pelo. Pero ¿por qué tenía tanto empeño en que te recogiéramos y luego

fuéramos a ese otro instituto?

 — No tengo ni la menor idea —miento yo.

 — Bueno, da igual. Lo importante es que hemos grabado una de mis

disparatadas acciones con la limusina. La próxima semana podrás admirarte en latelevisión. ¿Damos una vuelta por la ciudad o ya te has cansado de mí?

 — Por mí, podemos dar una vuelta.

 — De acuerdo. Cuando quieras bajar, despiértame.

Se repantiga en el asiento trasero, apoya la cabeza en mi regazo y se queda

dormido en el acto. El calvo de delante de mí se vuelve sonriendo. Luego coge la

cámara sin hacer ruido y nos filma a mí y a Dennis D. dormido.

Esa escena tengo que verla en Viva la semana que viene: sólo entonces creeré

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que la he vivido realmente.

 — Pero ¿qué absurdas historias andas contando por ahí, chiflado?

 — ¿De qué me hablas? —pregunta hipócritamente Shahid. Como es natural, en

cuanto me he despedido de Dennis D. he ido directamente a la cabina telefónica

más próxima y he llamado a Shahid.

 — ¿Que de qué hablo? ¡Lo sabes perfectamente! Adivina con quién acabo de dar

una vuelta por la ciudad.

 — ¿Con el tranvía?

 — ¡Mira qué gracioso! Anoche contaste chistes mucho mejores.

 — Estuve sencillamente genial, ¿verdad? —se alaba él mismo—. Pero todavía

tengo que trabajar el ritmo. ¿No te dio la sensación de que a veces contaba los

chistes demasiado seguidos? Eso tengo que corregirlo antes de la próxima

actuación. ¿Por qué no me ayudas? Podrías escuchar mi programa y...

 — ¡Eh, no cambies de tema! —le interrumpo—. Primero vamos a hablar de

Dennis D. ¿Por qué le fuiste con el cuento de que yo estoy enamorada de él?

 — Bueno, de alguna manera tenía que lograr que te recogiera en la limusina y 

te paseara por delante del colegio de Raoul. ¿Acaso no te vio tu amado?

 — ¡Idiota! —rezongo yo.

 — ¿Nos apostamos algo a que te habla la próxima vez que te encuentres con él?

 Te lo digo porque en la fiesta de Stefanie me comentó que le gustaría ser presentador

de televisión. Y no creo que deje de lado a alguien que tiene tan buenas relaciones

con Viva. ¿No te ha dado Dennis D. una tarjeta de visita y te ha dicho que te pases

por allí cuando estés en Colonia? — Sí.

 — ¡Pues entonces! En cuanto le pongas a Raoul esa tarjeta delante de las

narices serás más importante para él que las otras treinta mil chicas de Düsseldorf.

Hace una pausa.

 — Bien, ahora estamos en paz, ¿o no?

 — ¿Queeé?

 — Tú intentaste juntarme con aquella rubia arrogante. ¿Cómo se llamaba?

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¿Vastresska? ¿Vakotzka? ¿Vapisska? ¡Qué más da! En cualquier caso, yo te he

pagado intentando ayudarte con Raoul. Vamos a ver si sale bien. ¿Me tendrás al

corriente?

 — Te mantendré informado.

 — Muy amable de tu parte. ¿Algo más?

Sí: me gustaría decirle todo lo que se me pasó por la cabeza cuando ayer lo vi

en Viva. Y lo mucho que siento que no nos hayamos encontrado los dos en una isla

solitaria sin Valeska ni Raoul. Pero eso resultaría tan cursi que Shahid seguramente

reaccionaría con alguna frase cáustica. Así que prefiero cerrar el pico y esperar a

que hable él.

 — Entonces, ¡mucha suerte mañana! —dice Shahid.

 — Gracias.

 — A lo mejor hay un final feliz. ¡Adiós!

 — ¡Adiós!

 — Ah, una cosa: ¿qué te pareció Dennis D.?

 — Cansado.

5375

En el desayuno estoy tan nerviosa que no consigo probar bocado. Fuera llueve

a cántaros, y eso significa que, con toda probabilidad, Raoul subirá al tranvía.

Sólo me tomo dos tazas de té con miel. Al disolverla, me tiembla la mano.

 — ¿Tienes algún control hoy? —me pregunta mi madre—. ¿Por qué estás tan

nerviosa?

 — El abuelo me habrá contagiado el párkinson. 

Mi madre me echa una mirada sombría y coge su taza de café. No puedo decirle

nada de Raoul porque a ella y a mi padre les he ocultado la excursión de ayer en la

limusina. Prefiero darles una sorpresa cuando me vean en televisión la semana que

viene.

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 — Cómete por lo menos una rebanada de pan tostado.

 — ¿Por qué no te alegras de que renuncie al desayuno, mamá? Es mucho más

sano para mí. Si no como nada, no engordaré.

 — ¿Ya vuelves a preocuparte por tu peso? —se sorprende mi madre—. Durante

las últimas semanas, te era completamente indiferente. ¿Y eso?

Buena pregunta. Tal vez no me preocupaba porque había muchas cosas mil

veces más importantes para mí. Y porque los demás no me recordaban con tanta

frecuencia que soy una montaña de carne ambulante. Desde que castigué a Daniel

con un beso por una de sus estúpidas gracias, ni él ni Björn se atreven a acercarse

a mí.

 — Bueno, mamá, tengo que marcharme —me levanto y le doy un beso en la

frente—. ¿Qué, cómo estoy?

Ella sonríe.

 — ¿Vas a ver a Shahid ahora?

Pongo los ojos en blanco.

 — ¡Estás muy bien, señorita! Pero quizá demasiado verde.

Cuando salgo de la cocina me tiemblan las rodillas. Cielos, si ahora estoy ya

tan nerviosa, ¿cómo estaré luego en el tranvía, cuando se me acerque Raoul? Es

probable que me desmaye.

Pero mientras me lavo los dientes, de pronto, me empieza a irritar la idea de

que Raoul me hable. Porque lo haría únicamente porque conozco a Dennis D. Si él

no me hubiera paseado ayer en su limusina por delante del Görres—Gymnasium,

Raoul seguiría pasando de mí.

Eso es precisamente lo que le suelto a Aische cuando me encuentro con ella en

la parada del tranvía diez minutos más tarde. — Bueno, ¿y qué? No debería importarte por qué habla Raoul contigo. Lo que

importa es lo que surja de ahí, ¿no te parece?

 — Humm...

 — ¿Dónde se habrá metido Valeska? ¿La llamaste ayer para contarle la historia

de Dennis D.?

 — Sí, pero no me hizo ni caso —me quejo.

 — ¿Le preguntaste por qué se fumó ayer la clase de historia?

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 — Porque le dolía la tripa. Supuestamente. Ya no le creo ni una palabra. Y

ahora no me vengas otra vez con que tenemos que hablar con ella. Ya lo hemos

intentado un montón de veces. ¡Estoy hasta las narices! Y por favor, cuando monte

Raoul, no te quedes mirándome. ¡Me pones nerviosa!

Aische sonríe.

 — ¿Alguna orden más, jefe?

 — Si no me vigilo, pronto seré tan repelente como Valeska —le digo riéndome.

En el tranvía, Aische me deja sola en el pasillo y se acurruca en el asiento de

detrás de la conductora. Conforme nos acercamos a la Uhlandstrasse, me voy 

poniendo más y más nerviosa. Ya veremos si Shahid está en lo cierto y Raoul viene

efectivamente a buscarme. ¡Con qué frialdad habló ayer Shahid de juntarme con

Raoul...! En cierto modo, yo esperaba que le entristeciera un poco el hecho de que yo

esté enamorada de otro. Pero parece que no le importa lo más mínimo.

 — ¡Uhlandstrasse!

La voz de la conductora del tranvía me estremece. Noto que me estoy 

sonrojando y bajo la cabeza rápidamente. Noto como si tuviera un timbal dentro de

mi cabeza. Me estoy mareando. Si ahora me desplomo porque me da un derrame

cerebral, es posible que me opere el padre de Shahid.

 — Hola, ¿cómo estás?

Mierda: es la voz de Raoul.

 — Bien —musito yo, sin dejar de mirar las puntas de mis zapatos.

 — Menudo número el de ayer: Dennis D. y tú en la limusina.

 — ¿Sí?

Respiro profundamente y, por fin, levanto la cabeza. Raoul está pegado a mí. Se

rasca el cogote y sonríe. — ¿Cómo se le ocurrió a Dennis D. elegirte precisamente a ti?

 — Ah, es una historia muy larga.

Y sobre todo una historia que no le importa nada a Raoul.

 — ¿Por qué no me la cuentas?

Me encojo de hombros.

 — Me interesaría mucho, de verdad —insiste—. ¿Sabes?, ya llevo varios meses

intentando poner un pie en Viva, pero ellos siempre me cierran las puertas. ¿No

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crees que podría servirles para presentador alguien como yo? Ya sé que no queda

nada bien eso de tirarse flores a uno mismo pero, en fin, creo que no tengo mala

presencia ni soy el más tonto del país.

 — Tienes razón.

 — ¿En qué?

 — En que no queda nada bien tirarse flores.

Shahid habría respondido con una carcajada; pero Raoul arruga los labios,

ofendido.

 — ¿Qué te parece si quedamos en el Ufa—Palast? —propone luego

inesperadamente—. Mañana después de comer.

¡Me ha dejado sin habla!

 — Primero vamos tranquilamente al cine. Luego podemos tomar algo en algún

sitio y, mientras tanto, me explicas la forma en que puede uno ponerse en contacto

con alguien como Dennis D. ¿Te parece bien a las tres y media delante de la

estación del ferrocarril?

Como me he quedado sin palabras, me limito a asentir.

 — ¡De acuerdo! Así que a las tres y media.

Raoul ha quedado conmigo. ¡Increíble!

Durante el trayecto restante hablamos sobre el programa de Dennis D. Por

suerte, anteayer no vio la actuación de Shahid. Si no, seguramente se habría

explicado por qué al día siguiente se presentó Dennis D. delante de nuestro colegio

con su limusina.

Cuando el tranvía entra en la ciudad vieja, nos dirigimos a la puerta juntos. Al

despedirnos, Raoul me acaricia el brazo izquierdo y me hace un guiño antes de

desaparecer entre los demás estudiantes.Instantes después viene Aische y me mira con los ojos como platos.

 — Bueno, ¿cómo han ido las cosas?

 — Cine. Mañana. Tres y media. Estación —balbuceo yo, totalmente ida.

 — Eh, ¿no te habrá dado una droga?

 — Sí: su sonrisa.

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Después de comer, hago rápidamente los deberes, cojo la bolsa con los dos mil

marcos y me encamino a la caja de ahorros. En realidad, ya tendría que haber

ingresado el dinero ayer. Pero me lo impidió una insignificancia: la excursión con la

limusina.

Ya desde lejos veo el letrero de la caja de ahorros: «Cerrado por reformas».

¿Y ahora qué?

Como necesito unos cordones nuevos para mis botas negras de media caña,

opto por irme a la ciudad. Acelero el paso porque acaba de doblar la esquina un

tranvía y lo cojo por los pelos.

Durante el viaje me rompo la cabeza preguntándome qué debo pensar ahora de

Raoul. Para ser franca, tengo que reconocer que no me ha hecho ninguna gracia el

entusiasmo con que ha hablado de sí mismo. Es cierto que también Shahid se pone

a veces por las nubes, pero lo hace con una pizca de ironía. De todos modos, mi

cuerpo me ha revelado que sigo estando enamorada de Raoul. ¿O es que ya se

trastorna automáticamente al verlo, igual que me dan escalofríos cuando aparecen

en la televisión imágenes del polo Norte? En cualquier caso, la cita me produciría

mucha más alegría si no existiera Shahid. Tengo ganas de saber qué va a decir de

mi encuentro con Raoul. Lo llamaré después de cenar.

Con la mano derecha aprieto la pequeña bolsa de plástico que llevo en el

bolsillo del anorak. Aische, Esther y Valeska me cortarían la cabeza si perdiera el

dinero. Bueno, Valeska seguramente no haría otra cosa que encogerse de hombros.

En este momento ya no sé siquiera si debo considerarla amiga mía o no. Jamás en

la vida habría pensado que algún día pudiéramos llegar a estar tan distanciadas la

una de la otra.

Me apeo en la plaza Jan Wellen. Como ya estoy tan acostumbrada a mi peloverde, me llevo una sorpresa cada vez que alguien se queda mirándome. Y eso me

ocurre a cada paso al ir al banco. Si todos estos mirones supieran que he sacado a

pasear conmigo dos mil marcos...

Cuando diviso la peluquería de Gudrun, me entran ganas de contarle la

actuación de Shahid en Viva y mi gira por la ciudad con Dennis D. Pero es probable

que en este momento esté ocupada. Echo una mirada a través del escaparate. No

hay ni rastro de Gudrun. ¿Será su tiempo de descanso? Ni corta ni perezosa, entro

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en el salón.

 — ¿Está Gudrun? —le pregunto al jefe, que está peinando a una anciana de

aspecto moribundo que apenas tiene cuatro pelos.

Él se limita a señalar la escalera de la sala de descanso. Yo cruzo el salón y 

bajo los escalones.

 — ¿Qué haces tú aquí? —me saluda alegremente Gudrun cuando entro en el

pequeño recinto. Está sentada en una mesa minúscula y tiene delante una limonada

 y un periódico. Se levanta y me abraza. Luego nos sentamos las dos en un

minúsculo sofá lila.

 — ¿Es tu tiempo de descanso?

 — No, es mi día libre —responde Gudrun—. Sólo estoy aquí porque... Bueno, ya

sabes.

 — El amigo de tu madre.

Gudrun asiente.

 — Ha pedido la baja por enfermedad, ¡maldita sea! Comprenderás que no me

puedo quedar en casa en estas circunstancias. Ya se ha echado al coleto dos

botellas de cerveza para desayunar.

 — Tienes que hablar con tu madre.

 — Es inútil. Cuando le digo que su amigo me da miedo, no me cree. Y hasta

cierto punto, lo comprendo —añade en voz baja.

 — ¿Por qué?

 — ¿Quieres beber algo?

 — No. Venga, dime por qué.

 — Porque…— murmura Gudrun mirando hacia un montón de toallas húmedas

que se apilan en un rincón—. Bah, no quiero darte la lata con mis problemas.Además, tú no puedes hacer nada para ayudarme.

Me levanto.

 — Está bien, si no quieres hablar conmigo me largo.

Suspirando, Gudrun me tira del brazo para que vuelva a sentarme en el sofá.

 — Bien, si te empeñas en saberlo, te lo diré: yo le mentí una vez a mi madre

diciéndole que un amigo suyo me había tocado por debajo de la falda. Yo tenía

entonces ocho o nueve años. No podía soportar a aquel tipo de ninguna manera. Así

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que me inventé la patraña de que me había manoseado. Como es natural, mi madre

lo echó de casa en el acto. Un par de años después, tonta de mí, le confesé que

había sido todo mentira. ¡Y entonces fue un verdadero infierno! Hasta estuvo a

punto de meterme en un reformatorio. ¿Entiendes ahora por qué no me cree cuando

me quejo de su amigo?

 — Claro.

Gudrun intenta sonreír.

 — Ahora sí que lo tengo complicado, ¿verdad?

 — Sí. ¿Y qué salida hay?

 — Vivir sola en un piso. Si ahorro mucho, reuniré en un año el dinero para la

agencia inmobiliaria y para la garantía. Puede que ese sátiro me deje tranquila hasta

entonces.

 — ¿Un año entero?

De pronto, Gudrun rompe a llorar. Se tapa la cara con las manos y solloza

como una loca. La escena es tan terrible que también a mí me cuesta contener las

lágrimas.

 — ¡Dios mío, qué tonta soy! —Gudrun se vuelve, coge de la estantería un

paquete de pañuelos de papel y se limpia la nariz—. Estoy llorando a lágrima viva

aunque todavía no ha pasado nada. Puede que yo tenga demasiada imaginación y 

que el tipo no quiera nada de mí.

 — ¿Crees que son sólo imaginaciones tuyas?

 — No —musita—. Creo que no.

Después de empapar dos pañuelos de papel, hace un gesto en dirección hacia

la mesa.

 — Lo siento, he perdido los nervios porque acabo de ver en el periódico el pisoideal para mí. Bastante pequeño, no demasiado caro y, sobre todo, libre a partir de

ahora mismo. Si tuviera la pasta necesaria, podría mudarme el día uno, es decir,

pasado mañana.

No vacilo ni un segundo.

 — Aquí tienes la pasta. ¡Toma!

Le entrego la bolsa de plástico. Gudrun abre unos ojos como platos y los pone

alternativamente en mí y en la bolsa.

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 — ¿Qué es esto?

 — Dos mil marcos.

 — ¿Dos mil marcos? —repite estupefacta.

 — ¿Bastan para la agencia y la garantía?

 — ¡Ya lo creo! Y aún sobrará.

 — Pues lo que sobre, me lo devuelves.

 — ¡Estás loca! —Gudrun se levanta de un salto—. ¡No puedo aceptarlo bajo

ningún concepto! ¿De dónde ha salido el dinero?

 — ¿No te he hablado ya alguna vez del Trébol?

 — Creo que sí.

 — Hemos conseguido el dinero con diferentes acciones que...

 — ¡Gudrun!— la llama en este momento su jefe desde arriba.

 — ¡Es mi día libre!— le responde gritando.

 — ¡Gudrun! ¡Ven un momento, por favor!

 — ¡Mierda! Seguro que tengo que lavarle el pelo a alguien. Toma. Coge el

dinero.

Yo sacudo la cabeza.

 — Es para ti. ¡Adiós!

 — ¿Estás loca? ¡Espera!

Con grandes zancadas subo las escaleras, cruzo rápidamente el salón y 

desaparezco en la calle. De camino hacia la Königsallee vuelvo varias veces la

cabeza, pero Gudrun no me sigue. Delante del monumento a Bismarck me detengo y 

hago una inspiración profunda.

Mientras reflexiono febrilmente, las palpitaciones del corazón me llegan hasta la

garganta. ¿Estoy en mis cabales? ¿Qué acabo de hacer? ¿No debería haberlespreguntado a Esther y a Aische antes de darle a Gudrun ese montón de dinero como

quien da una chocolatina? ¿Qué pasa si la historia de ese tipo no es cierta? ¿Qué

pasa si Gudrun me ha mentido?

¡Qué horror!

Nunca he visto ni a la madre de Gudrun ni a su amigo. Y a la propia Gudrun

apenas la conozco. Me ha cortado y teñido el pelo y le he hecho una visita en su

casa. Eso es todo. ¿Es posible que ya le haya hablado alguna vez del Trébol y de los

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dos mil marcos? ¿Y si hubiera planeado todo esto para sacarme el dinero? ¿Es

posible que sea una actriz endiabladamente buena?

Siento un vacío en el estómago. Sí, me he dejado engañar como una idiota por

una estafadora. Unas lágrimas bastan para que Michelle eche mano a la pasta y 

reparta regalos espléndidos. Un momento, ¡esa rata asquerosa me las va a pagar!

Vuelvo a la peluquería corriendo y abro violentamente la puerta. ¿Dónde se ha

metido Gudrun? Su jefe me dirige miradas furibundas.

 — Me he dejado una cosa— le digo jadeando, y bajo rápidamente las escaleras

de la sala de descanso. Me detengo en el último peldaño. Gudrun está acurrucada

en el sofá y solloza. ¡Claro, ya le ha hecho efecto su mala conciencia!

 Todavía no se ha dado cuenta de que estoy allí. Tras unos momentos de

vacilación, me dirijo resueltamente a ella.

 — ¡Hola, soy yo!

Gudrun levanta la cabeza. Todo su rostro está bañado de lágrimas. Con una

débil sonrisa se levanta lentamente del sofá. Estamos en silencio frente a frente y 

nos miramos a los ojos.

« ¡No!», pienso avergonzada. « ¡No!»

La abrazo. E inmediatamente se echa a llorar otra vez.

 — Jamás habría imaginado que alguien pudiera ser tan bueno conmigo —dice

entre sollozos—. ¡Nunca olvidaré esto, Michelle! Y estáte segura de que os devolveré

el dinero. ¡Hasta el último céntimo!

Entretanto, también yo he roto a llorar. ¡Qué bajo he caído al pensar que

Gudrun era una impostora! ¿Tendré algún día el valor de contárselo?

 — ¡Gudrun! —grita su jefe desde arriba—. ¡Gudrun! ¿Dónde estás?

 — ¡Tengo el día libre! —contesta en el mismo tono. — ¡Y yo también! —grito yo, y Gudrun suelta una carcajada, me da un beso y 

luego apoya su rostro en mi cuello, sollozando de nuevo.

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5376

¡Qué mes!

 Jens—Peter, Raoul, Shahid, Gudrun, Dennis D.: en las últimas semanas he

vivido mucho más que en los últimos catorce años. ¿Se acabarán de golpe todas las

emociones fuertes?

Al menos, todavía me espera una experiencia emocionante para dentro de un

momento: mi encuentro con Raoul. Estoy sentada en el tranvía, camino de la

ciudad. Me sudan las manos y siento unos terribles dolores de vientre. No menosnerviosa me he acercado esta mañana a la parada. Un gigantesco nudo en la

garganta me ha impedido pronunciar una sola palabra cuando me he encontrado

delante de Aische. Tampoco a ella he sido capaz de mirarla a los ojos.

 — ¿Qué ocurre, Michelle? —me ha preguntado Aische, curiosa—. ¿Has tenido

problemas con tus padres?

 — No. Pero los voy a tener contigo ahora mismo.

 — ¿Por qué?

 — Y con Esther y con Valeska. Ayer hice algo que probablemente no os va a

gustar. Verás...

En ese momento se ha parado el tranvía. Hemos montado y nos hemos sentado

en un banco libre.

 — ¡Suéltalo! —ha dicho Aische—. Pero mírame a la cara. Es ridículo que tengas

todo el rato los ojos clavados en el suelo. No será para tanto, ¿o sí? ¿De qué se

trata?

 — De los dos mil marcos.

Aische ha sonreído.

 — Ya entiendo, te has comprado un par de cosas.

 — Se los he dado a Gudrun.

Aische ha seguido sonriendo.

 — En serio: le he dado a Gudrun los dos mil marcos. Es que se encuentra en

una situación increíblemente...

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 — ¿Qué es lo que has hecho? —ha gritado Aische con tanta fuerza que medio

tranvía se ha vuelto hacia nosotras. Sus ojos me han mirado echando chispas de

ira—. ¿Le has dado nuestro donativo a esa peluquera? ¿Eres tonta de remate?

 — Escúchame antes.

 — Será mejor que me escuches tú a mí. Nosotras queríamos donar los dos mil

marcos para las víctimas de las minas. ¿Acaso lo has olvidado? ¡El dinero no era

tuyo! ¿Por qué no lo has ingresado en la cuenta?

 — Porque Gudrun necesita dinero urgentemente.

 — ¿Sí? ¿Más urgentemente que las víctimas de las minas?

 — No sé —he suspirado—. Me he pasado toda la noche dándole vueltas al

asunto. Y ahora déjame explicarme, por favor.

Le he hablado de la madre de Gudrun y de su amigo, y del miedo que le tiene

Gudrun. Admito que la historia no ha resultado especialmente dramática. Por eso,

no tiene nada de particular que no le haya causado mucha impresión a Aische.

 — ¿Y si todo fueran imaginaciones suyas? —me ha preguntado nada más

terminar.

 — Tú no has visto cómo sollozaba —es lo único que he podido contestar—. Y

qué aliviada se ha quedado ante la perspectiva de que tal vez mañana mismo pueda

mudarse a un piso para ella sola.

 — ¡No te fastidia!

 — ¿No queríamos darle el dinero a alguien que pudiera cambiar completamente

su vida con él?

 — Es cierto, pero...

 — Además quiere devolverlo —he interrumpido a Aische—. Y lo hará cueste lo

que cueste, aunque, naturalmente, tardará bastante tiempo. Entonces podremosdonar el dinero para las víctimas de las minas.

 — ¡Humm!

Aische ha cruzado los brazos, ha mirado por la ventana y no ha vuelto a hablar

ni una sola palabra conmigo.

Como estaba lloviendo otra vez, Raoul ha montado en la Uhlandstrasse. Me ha

hecho una seña amistosa, pero se ha quedado junto a la puerta. Al apearse ha

gritado a través del pasillo:

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 — ¡Hasta luego!

Y ahora, ese hasta luego va a llegar exactamente dentro de doce minutos y 

treinta y seis, treinta y cinco, treinta y cuatro, treinta y tres, treinta y dos segundos.

¿Por qué no dejo de una vez de mirar a mi reloj? Este maldito segundero va a

terminar por volverme loca.

Respiro profundamente y pienso en Esther, a la que tengo que llamar luego.

Afortunadamente, Aische ya no está enfadada porque le haya dado a Gudrun los dos

mil marcos. Ha estado pensando sobre eso hasta el recreo de las diez. Luego ha

venido a buscarme y me ha dicho que probablemente he hecho bien. ¡Cielos, qué

feliz me he sentido! A continuación le hemos contado a Val las dos juntas la historia

de Gudrun y del dinero. Por toda respuesta, ella ha asentido y ha comentado:

 — En realidad no importa a quién ayudemos con la pasta.

Y ya estoy otra vez mirando al reloj. Ya sólo faltan once minutos. Enseguida

llegará la curva y luego aparecerá la estación del ferrocarril. Me viene a la memoria

 Jens—Peter. Hace unas tres semanas estaba con la rosa en la mano justamente en

el mismo lugar en que ahora me espera Raoul. Es curioso que no haya vuelto a oír

nada del manos largas. ¿No tendrá ninguna añoranza de mí y de mis pechos? Por lo

que se ve, le soy tan indiferente como a Shahid.

Cuando ayer le dije por teléfono que hoy me iba a encontrar con Raoul, se rió y 

dijo:

 — ¡Ahí lo tienes! Si no logro abrirme camino como cómico, me ganaré la vida

haciendo de alcahuete. ¿Estás contenta?

 — ¡No sabes cuánto!

 — ¡Mierda!

 — ¿Por qué mierda? — ¿Y por qué no?

Luego siguió un largo silencio. Finalmente dijo: « ¡Adiós!», y colgó.

Una conversación extraña. Me ha hecho cavilar mucho.

Pero ahora ya no hay tiempo para grandes elucubraciones. Porque acabamos

de parar delante de la estación del ferrocarril. En cuanto me apeo, veo a Raoul en la

entrada. Está guapísimo con el pantalón ancho de color negro y el anorak blanco

como la nieve. Siento tanto calor que, mientras me acerco, voy desabrochándome la

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cazadora vaquera.

 — ¡Hola! —me saluda Raoul—. Eres superpuntual.

 — Gracias a mi reloj —respondo agudamente. Pero al menos lo he dicho sin

farfullar ni tartamudear.

 — Con ese atuendo te pareces a los tipos del servicio municipal de limpieza — 

dice Raoul señalando mi mono naranja. Aunque he oído ese «cumplido» setecientas

noventa y cinco veces, viniendo de sus labios me arranca una sonrisa.

 — ¿Vamos al cine? —pregunta Raoul.

Pues claro. ¿Adónde si no? ¿A la carnicería de al lado? Yo asiento y nos

ponemos en marcha.

 — ¡Qué cantidad de yonquis hay por aquí! —comenta Raoul cuando cruzamos

la plaza de delante de la estación—. Drogarse es realmente un mal asunto.

Yo pongo cara de sorpresa.

 — ¿De verdad? ¡Y yo que he creído siempre que era tan sano como las vacunas

contra la gripe!

Raoul necesita unos veinte segundos para darse cuenta de que sólo ha sido un

chiste. Luego trata de esbozar una sonrisa cansada.

 — ¿Has visto ya la nueva película de Jim Carrey? —me pregunta.

 — Sí, pero no muy bien.

 — ¿Qué quieres decir?

 — Que me vi forzada a desviar mi atención de la pantalla: el tipo con el que fui

al cine confundió un par de veces mis pechos con su bolsa de palomitas.

 — ¡Ah, ya entiendo! —afirma Raoul, aunque su expresión parece reflejar más

bien lo contrario.

La verdad es que estoy siendo bastante ocurrente. Yo misma estoy sorprendidade que haya dejado de estar nerviosa desde el mismo momento del saludo.

Entramos en el cine. En el vestíbulo hay tanta gente que vamos avanzando a

empujones.

 — Tranquila, pago yo —anuncia Raoul en tono relajado, y va a las taquillas. Yo

miro a mi alrededor para ver si anda por allí alguien de nuestro colegio. Ya les estoy 

oyendo: « ¿Sabéis a quién vi ayer en el cine con ese guaperas del Görres— 

Gymnasium? ¡A la gorda de Michelle!».

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Yo no tendría ningún inconveniente en convertirme en el tema principal de

conversación mañana en el colegio.

De pronto siento un escalofrío. En una máquina de Coca Cola se apoya un tipo

que oculta su cara detrás de un periódico. Bueno, «oculta» no es la palabra

adecuada. Porque en las páginas del periódico ha hecho dos agujeros grandes, y a

través de esos agujeros me está mirando.

¡Shahid!

Me acerco a él sonriendo y le arranco el periódico de la mano.

 — ¿A qué viene esta memez?

Él no se inmuta.

 — ¿Qué película quieres ver? —le pregunto un poco vacilante.

Veo que le tiemblan las comisuras de los labios, pero él calla. De repente, se da

media vuelta, saca dos monedas del bolsillo del pantalón y las echa a la máquina de

Coca Cola.

 — ¡Michelle! —oigo gritar a Raoul—. ¡Michelle! ¿Dónde estás?

Shahid coge una lata y se evapora.

 — ¡Toma! —dice Raoul, que ha logrado verme entre el hervidero de gente, y me

da una entrada—. ¿Hambre? ¿Sed? ¿Coca cola? ¿Palomitas? ¿Regaliz? ¡Elige algo!

Primero me encojo de hombros, luego sacudo la cabeza. El extraño

comportamiento de Shahid me tiene desconcertada.

Sigo a Raoul hasta el ascensor, que nos sube al segundo piso. Raoul me cuenta

algo, pero yo apenas le presto atención.

« ¿Qué pasa con Shahid?», me pregunto una y otra vez. « ¿Por qué me ha

mirado con cara de ofendido?»

 — Oye, ¿hay algún problema? —Raoul, nervioso, me tira de la manga confuerza. Yo le miro e intento sonreír. Pero por alguna razón, los músculos de la cara

no me obedecen.

« ¿Qué rayos pasa conmigo?», me pregunto ahora yo misma. «Al fin consigo salir

con el chico por el que he estado suspirando durante semanas, ¿y en quién estoy 

pensando mientras camino a su lado?»

Entretanto hemos entrado en la sala, donde están ocupados la mitad de los

asientos.

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 — ¿Dónde quieres sentarte? —pregunta Raoul.

 — En cualquier sitio, excepto en el rincón del magreo de la última fila.

Elegimos una fila situada en el tercio de atrás y nos sentamos en medio.

Yo miro a todas partes para ver si por casualidad está en esta sala un tipo

larguirucho de cuello largo, pero no logro descubrirlo en ningún sitio. Desde hace

unos minutos, mi corazón late alocadamente. También han hecho acto de presencia

los consabidos retortijones del estómago. Pero, esta vez, el causante no se llama

Raoul van Josten...

Él sigue parloteando y no se da cuenta de que mis pensamientos están en otra

parte. Sólo se calla cuando se apagan las luces y empieza la publicidad.

Yo me sé de memoria los anuncios. Me recuesto, cierro los ojos y me dispongo a

pensar tranquilamente.

En ese momento, Raoul me musita al oído:

 — ¿Es Jim Carrey tu cómico favorito?

 — No —contesto.

 — ¿Y quién es?

¡Quién va a ser!

Rápidamente saco mi monedero, cojo la tarjeta de visita de Dennis D. y se la

doy a un Raoul atónito.

 — Toma. ¿No me habías invitado al cine para esto? Llámale. Es muy amable.

¡Adiós!

Me levanto, me cuelo entre la fila tratando de no pisar a nadie y abandono la

sala. Arriba, en el segundo piso, no se ve ni rastro de mi cómico favorito.

Bajo corriendo la amplia escalera que lleva al vestíbulo. Y allí está él, junto a la

máquina de Coca Cola, con una lata en la mano.Cuando me ve llegar, sonríe de oreja a oreja.

 — ¿Quieres un trago? —me pregunta, y me alarga el bote.

Yo estiro el brazo. Shahid tira la lata al cubo de basura más próximo.

 — Lo siento. Está vacía.

 — ¡Bobo!

Nos miramos a los ojos. Yo no sé qué puedo decir. Por lo visto, él tampoco.

 — ¿Nos vamos? —musita finalmente.

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 — Sí.

Salimos del cine. Cruzamos en silencio la plaza de la estación. Luego tomamos

la Graf—Adolf—Strasse en dirección hacia el Rin. Poco antes de la Oststrasse

empieza a diluviar. Y cuando pocos minutos después llegamos a la Königsallee,

nuestros dedos se entrecruzan.

No deja de llover en toda la tarde. Pero la lluvia no nos molesta lo más mínimo.

5390

Dos semanas después estalla como una bomba el secreto de Valeska.

Cuando Aische y yo llegamos por la mañana al patio del colegio, Stefanie, muy 

excitada, viene hacia nosotras corriendo.

 — ¿Ya os habéis enterado?

 — ¿De qué?

 — ¡No disimuléis! Vosotras lo sabíais desde el principio, ¿verdad?

Aische y yo nos miramos sin comprender.

 — ¿Qué es lo que sabíamos? —le pregunto yo a Stefanie.

 — Lo de Strobel. ¿Es que nunca os ha contado Valeska nada sobre eso?

 — ¿Sobre qué?

Stefanie nos mira furiosa.

 — ¿Queréis tomarme el pelo?

 — ¡Te juro que no sabemos nada de nada! —asegura Aische—. ¿Qué pasa con

Strobel y Val?

 — ¡La señora Gretschmann los sorprendió ayer a los dos juntos en el parque!

Estaban abrazándose y besándose.

 — ¿Valeska y el señor Strobel? —casi me muero del susto—. ¿Por quién te has

enterado?

 — Por Susanne. Y ella por Isa—Maria. E lsa—Maria por su tía, que es amiga de

la señora Gretschmann.

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Aische sacude la cabeza, incrédula.

 — ¡No es posible!

 — Lo es. La señora Gretschmann se puso como una furia cuando se los

encontró, y le cantó las cuarenta a Strobel. ¿Nos apostamos algo a que lo echan del

colegio?

 — ¿Ha llegado ya Valeska?

 — ¿Estás loca? Seguro que hoy se queda en casa.

Le doy un empujón a Aische.

 — ¡Venga, vamos!

Nos ponemos en camino hacia la cabina telefónica más próxima.

 — ¿Adonde vais? —grita Stefanie a nuestra espalda—. Ya ha sonado el timbre.

Como si eso pudiera detenernos...

 — ¡Qué barbaridad! —murmura Aische una y otra vez—. ¡Qué barbaridad!

Yo me he quedado sin habla. Valeska y nuestro profesor de Historia...,

¡increíble! Antes habría creído posible que Michael Jackson me hiciera una

proposición matrimonial.

Aische abre la puerta de la cabina de teléfonos con un violento empujón. A mí

me tiemblan las manos cuando meto la tarjeta en la ranura. Al marcar pulso dos

veces teclas equivocadas.

Al fin contesta la madre de Val. No parece muy contenta que digamos.

 — ¿Cómo es que no estáis en el colegio?

 — Estamos en el colegio —contesto yo—. ¿Puedo hablar con Val?

 — ¿Para qué?

 — Es que... acabamos de oír... que ella ayer...

 — ¿Que acabáis de oír? —repite irónicamente la madre de Val—. ¡Vosotras losabíais desde hace tiempo!

 — No.

Naturalmente, no me cree ni una sola palabra. Le pido otra vez que se ponga al

teléfono Val. Vacila un momento, pero luego resuena en el vestíbulo el nombre de

Val.

 Tarda una eternidad en llegar al aparato.

 — ¿Sí?

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 — Aquí Michelle.

 — ¡Y yo! —dice Aische.

 — Menuda mierda, ¿no? —la voz de Valeska refleja pesadumbre—. Lo siento.

 — ¿Qué?

 — Os lo tendría que haber dicho. Pero Thomas..., bueno, Strobel..., en fin, me

obligó a jurarle que no se lo contaría a nadie.

Me vienen a la mente mil preguntas, pero no encuentro las palabras

adecuadas. Aische me quita el auricular.

 — ¿Es que llegasteis a...., hicisteis realmente..., quiero decir, os...? Bueno, ya

sabes...

Oigo que Valeska ríe con cierto embarazo.

 — No. No ha habido nada más que besos y abrazos. Aunque es probable que

nadie nos crea.

 — Nosotras sí —contestamos a coro Aische y yo, haciéndole reír a Valeska otra

vez.

 — ¿Podéis pasaros por aquí?

 — ¿Ahora? —Aische me mira con ojos interrogantes. Yo asiento—. Claro,

enseguida estamos ahí.

 — Gracias. Hasta luego.