Publicación - Cortázar

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Fanzine Julio Cortázar Estefanía Vallés 201225562

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CORTÁZAR

Estefania Valles

Taller digital

Universidad de los Andes

INSTRUCCIONESpara llorar

Dejando de lado los motivos, atengá-monos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza..

El llanto medio u ordinario consiste en una contrac-ción general del rostro y un soni-do espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al fi-nal, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enér-

gicamente.

Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta im-posible por haber contraído el hábi-to de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormi-gas o en esos gol-fos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie,

nunca.

Llegado el llanto, se tapará con dec-oro el rostro usan-do ambas manos con la palma ha-cia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.

INSTRUCCIONESpara dar cuerda al reloj

Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cu-erda, remónte-la suavemente.

Ahora se abre otro plazo, los árbo-les despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mis-mo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.

¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante.

El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroy-endo las venas del reloj, gangrenan-do la fría sangre de sus rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y lle-gamos antes y c o m p r e n d e m o s que ya no importa

CONTINUIDADde los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba intere-sar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayor-domo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del es-tudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acarici-ara una y otra vez el ter-ciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos.

Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perver-so de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza des-cansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigar-rillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del at-ardecer bajo los robles.

Palabra a palabra, ab-sorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se con-certaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último en-cuentro en la cabaña del monte. Primero en-traba la mujer, rece-losa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admira-blemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había veni-do para repetir las cer-emonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas se-cas y senderos furtivos.

El puñal se entibiaba contra su pecho, y de-bajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidi-do desde siempre. Hasta esas caricias que enre-daban el cuerpo del amante como querien-do retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominable-mente la figura de otro cuerpo que era necesa-rio destruir. Nada había sido olvidado: coarta-das, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minucio-samente atribuido. El doble repaso despiada-do se interrumpía ape-nas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se sep-araron en la puerta de la cabaña. Ella debía se-guir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetán-dose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró.

Desde la sangre galop-ando en sus oídos le lle-gaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ven-tanales, el alto respaldo de un sillón de terciope-lo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

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