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Una corte de rosas y espinas - ForuQ

Nov 16, 2021

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ÍndicePortadaDedicatoriaMapaCapítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6Capítulo 7Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10Capítulo 11Capítulo 12Capítulo 13Capítulo 14Capítulo 15

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Capítulo 16Capítulo 17Capítulo 18Capítulo 19Capítulo 20Capítulo 21Capítulo 22Capítulo 23Capítulo 24Capítulo 25Capítulo 26Capítulo 27Capítulo 28Capítulo 29Capítulo 30Capítulo 31Capítulo 32Capítulo 33Capítulo 34Capítulo 35Capítulo 36

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Capítulo 37Capítulo 38Capítulo 39Capítulo 40Capítulo 41Capítulo 42Capítulo 43Capítulo 44Capítulo 45Capítulo 46Guía de pronunciaciónCréditos

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A Josh...,porque sé que irías Bajo la Montaña por mí.Te amo

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CAPÍTULO

1

El bosque se había transformado en un laberinto dehielo y nieve.

Yo había estado vigilando los alrededores delsotobosque durante una hora, y mi punto deobservación, sentada a horcajadas en una gruesa

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rama, se había convertido en una atalaya inútil. Elviento soplaba en ráfagas espesas que borrabanmis huellas, aunque también ocultaban cualquierseñal de vida de una posible presa.

El hambre me había llevado lejos de casa,más de lo que acostumbraba, pero el invierno erauna época dura. Los animales se habían alejado dela aldea, se habían refugiado en la profundidad delos bosques, donde yo ya no podía seguirlos, y mehabían dejado a los rezagados para que yo loscazara uno por uno mientras rezaba para queduraran hasta la primavera.

No habían durado.Me pasé los dedos entumecidos sobre los

ojos para sacar los copos de nieve que se mepegaban a las pestañas. Ahí no había árboles sincorteza que marcaran el paso de los ciervos, comodecían las leyendas: los ciervos no habían llegadotodavía. Seguramente se quedarían dondeestuvieran hasta que se les terminara la corteza dela que se alimentaban, después viajarían al norte,

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más allá del territorio de los lobos, y tal vez hastaentrarían en las tierras de los inmortales, enPrythian, donde ningún ser humano se atrevería aentrar, a menos que tuviera deseos de morir.

Sentí un estremecimiento a lo largo de lacolumna vertebral cuando pensé en eso, y rechacéesa idea para alejarla de mí mientras ponía todami atención en lo que me rodeaba, en la tarea quetenía por delante. Era lo único que podía hacer, loúnico que había conseguido hacer durante años:poner toda mi atención en la supervivencia, tratarde sobrevivir esa semana, ese día, esa hora. Yahora, con la nieve, tendría suerte si veía algo,sobre todo desde mi posición en el árbol, con uncampo visual de apenas cinco metros a mialrededor. Ahogué un gemido cuando mismiembros entumecidos crujieron al moverme, ydesarmé el arco antes de bajar del árbol.

La nieve congelada crujió bajo mis botasdeshechas y apreté los dientes. Con la pocavisibilidad, y el ruido que hacía..., era evidente

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que esta sería otra cacería inútil.Me quedaban solamente unas horas de luz

diurna. Si no regresaba rápido, tendría quearriesgarme en la oscuridad en el camino de vueltaa casa, y las advertencias de los cazadores todavíame sonaban en los oídos: «Lobos gigantes alacecho, y muchos». Por no mencionar los rumoressobre seres extraños que se habían visto en lazona, altos, fantasmales y mortíferos.

«Cualquier cosa menos inmortales», habíanrezado los cazadores a nuestros dioses, olvidadoshacía ya tanto tiempo... y yo había rezado con ellosen secreto. Hacía ocho años que vivíamos en esaaldea, a dos días de viaje de la frontera con losinmortales de Prythian, y en ese tiempo no habíahabido ningún ataque, aunque los vendedoresambulantes llevaban con ellos historias quedescribían pueblos fronterizos convertidos enastillas, huesos y cenizas. En los últimos tiempos,esos relatos, antes tan excepcionales que los

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ancianos de la aldea los descartaban comorumores absurdos, se habían convertido ensusurros cotidianos durante los días de mercado.

Me había arriesgado mucho al adentrarmetanto en el bosque, pero mi familia, la nocheanterior, había comido la última hogaza de pan, yun día antes lo que quedaba de la carne seca. Peroyo, personalmente, prefería pasar otra noche con lapanza vacía antes que ser la presa que calmara elapetito de un lobo. O de un inmortal.

Aunque en realidad ya no quedaba de mímucho que sirviera de alimento. Para entoncesestaba muy delgada y desmejorada, y mis costillasse marcaban de forma ostensible. Me moví entrelos árboles en el mayor de los silencios y con lamáxima agilidad posible. Llevaba una manoapretada contra el estómago vacío y dolorido.Imaginé la expresión de las caras de mis doshermanas mayores cuando yo volviera otra vez a lachoza con las manos vacías.

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Después de unos minutos de búsquedacuidadosa, me agaché en medio de un grupo dezarzas cargadas de nieve. A través de las espinas,tenía una vista casi buena de un claro y delpequeño arroyo que lo atravesaba. Unos pocosagujeros en la nieve sugerían que el lugar eravisitado con frecuencia. Con suerte, algo pasaríapor ahí. Con suerte.

Suspiré por la nariz y hundí la punta del arcoen la nieve mientras apoyaba la frente contra lacurva de madera. No aguantaríamos otra semanasin comida. Demasiadas familias habían empezadoya a pedir limosna con la esperanza de recibir lassobras de los ricos de la aldea. Yo había visto conmis propios ojos hasta dónde llegaba la caridad delos ricos.

Me acomodé un poco e hice un esfuerzo paracalmar la respiración mientras escuchaba albosque a través del viento. La nieve caía y caía,bailando y curvándose en remolinos de espumabrillante; lo blanco, fresco y limpio contra los

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marrones y los grises del mundo. Y a pesar de mímisma, a pesar de los miembros semiparalizados,calmé la parte inquieta, despiadada de mi mente ydejé entrar en ella los bosques velados de nieve.

En otros tiempos, había sido mi segundanaturaleza saborear el contraste de la hierba frescacon el suelo oscuro, o un broche de amatista en unnido de pliegues de seda esmeralda; en otrostiempos, había soñado y respirado y pensado encolores y luces y formas. A veces, hasta mepermitía imaginar el día en que mis hermanas secasarían y seríamos solamente papá y yo, conbastante comida para los dos, dinero para compraralgo de pintura y tiempo suficiente para poner esoscolores y esas formas en papel o tela o sobre lasparedes de la choza.

No era algo que fuera a pasar pronto; tal veznunca ocurriera. Así que me quedaban momentoscomo ese, en los que admiraba el brillo de la luz

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pálida del invierno sobre la nieve. Ya norecordaba la última vez que me había asombradoante cualquier cosa hermosa o interesante.

Las horas robadas en un viejo granero conIsaac Hale no contaban; esos momentos eranvacíos y llenos de hambre y, a veces, crueles;nunca hermosos.

De pronto, el aullido del viento se calmó y seconvirtió en un suspiro suave. La nieve caía conpereza ahora, en grandes copos gordos que seamontonaban en los nudos y los salientes de losárboles. Me fascinaba la belleza letal, amable, dela nieve. Pronto tendría que volver a las callesembarradas, congeladas, de la aldea; al calorcompartido de nuestra choza. Una parte muypequeña y fragmentada de mí rechazó la idea.

Se oyó un crujido de arbustos al otro lado delclaro.

Levanté el arco de la nieve en un movimientoinstintivo. Espié a través de las espinas y contuvela respiración.

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A menos de treinta pasos había una ciervapequeña, todavía no del todo flaca por la carestíadel invierno, pero lo suficientemente hambrientacomo para ponerse a comer la corteza de un árbolen el claro.

Una cierva así podía alimentar a mi familiadurante una semana o más. Se me hizo la bocaagua. Silenciosa como el viento que rozaba lashojas muertas, apunté con el arco.

Ella seguía arrancando pedazos de corteza,los masticaba despacio, sin siquiera sospechar quea pocos metros la esperaba la muerte.

Pondríamos a secar la mitad de la carne ydespués nos comeríamos el resto: guisos,pasteles... El cuero lo venderíamos, o tal vez conél haríamos ropa para uno de nosotros. Yonecesitaba unas botas, pero seguramente Elainquerría una capa nueva, y Nesta solía desear todolo que poseía cualquier otra persona.

Me temblaron los dedos. Tanta comida... lasalvación. Respiré hondo y apunté con cuidado.

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Pero de repente vi un par de ojos dorados quebrillaban en el arbusto vecino al mío.

El bosque quedó en silencio. El viento sedetuvo. Hasta la nieve hizo una pausa.

Nosotros, los mortales, dejamos de tenerdioses a los que adorar, y aun así, si yo hubierasabido sus nombres olvidados les habría rezado. Atodos. Escondido entre los arbustos, el lobo seacercaba despacio, la mirada fija en la cierva, queno se daba cuenta de nada.

Era enorme, del tamaño de un poni, y aunqueme habían avisado que había lobos como ese, seme secó la boca.

Pero peor que el tamaño era el sigiloantinatural: se acercaba poco a poco y la ciervaseguía sin verlo, sin oírlo. Ningún animal tangrande podía ser tan silencioso. Y si no era unanimal común, si su origen era Prythian, si era uninmortal, entonces que me comiera era la menor demis preocupaciones.

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Si era un inmortal, yo debería estar corriendoa toda prisa.

Y sin embargo... sin embargo, sería un favoral mundo, a mi aldea, a mí misma, si lo mataba,aprovechando que él no se había dado cuenta demi presencia. No sería tan difícil clavarle unaflecha en el ojo.

A pesar del tamaño, parecía un lobo, semovía como un lobo. «Un animal —me dije paratranquilizarme—. Un animal no es más que eso.»No me permití considerar la alternativa:necesitaba la mente clara, la respiración tranquila.

Tenía un cuchillo de caza y tres flechas. Lasdos primeras eran flechas comunes, simples yeficientes, y seguramente no serían más que lapicadura de una abeja para un lobo de ese tamaño.Pero la tercera, la más larga y pesada, se la habíacomprado a un vendedor ambulante durante unverano en el que teníamos suficientes monedas

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como para darnos esos lujos. Una flecha tallada enfresno de montaña y provista de una punta dehierro.

De las canciones que nos cantaban paradormirnos en la cuna todos sabíamos que losinmortales odian el hierro. Pero era la madera defresno la que hacía que la magia inmortal, la magiade curación de Prythian, fallase el tiemposuficiente para darle a un humano la posibilidad deasestar un golpe mortal. O así decían las leyendasy los rumores. La única prueba que teníamos de laeficacia del fresno era su rareza. Yo había vistodibujos de esos árboles pero nunca uno con mispropios ojos, no después de que los altos fae losquemaran hacía ya tanto tiempo. Quedaban tanpocos... La mayoría pequeños y débiles yescondidos por la nobleza en bosquecillosrodeados de paredes altas. Semanas después de lacompra, seguía preguntándome si ese caro pedazo

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de madera había sido un gasto inútil o una estafa, ydurante tres años la flecha había quedado ahí, en elcarcaj, sin moverse.

La saqué con movimientos mínimos,eficientes, cualquier cosa para evitar que ese lobomonstruoso mirara en mi dirección. La flecha eralo bastante larga y pesada como para infligir daño,tal vez matarlo si apuntaba bien.

El pecho se me tensó de tanto que me dolía. Yen ese momento me di cuenta de que mi vida sereducía a una única pregunta: ese lobo, ¿estabasolo?

Aferré el arco y tiré de la flecha hacia atrás.Tenía buena puntería, pero nunca me habíaenfrentado a un lobo. Había pensado que esosignificaba que yo tenía suerte, que estaba bendita.Pero ahora... ahora no sabía adónde apuntar niconocía la velocidad que eran capaces de alcanzaresos animales. No podía permitirme el lujo deerrar el tiro. No cuando tenía solamente una flechade fresno.

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Y si lo que latía debajo de esa piel era deverdad el corazón de un inmortal, entonces,mejor... Mejor después de todo lo que nos habíahecho su especie. No podía arriesgarme a que estese arrastrara después hasta nuestra aldea y matarae hiriera y atormentara a otros. Que muriera allí yen ese mismo instante. Sería una alegría acabarcon él.

El lobo se acercó arrastrándose; una ramitase quebró bajo una de sus patas, más grandes quemis manos. La cierva se quedó inmóvil. Miró aambos lados, las orejas estiradas hacia el cielogris. El lobo estaba contra el viento y ella no loveía ni lo olía.

Este se aplastó contra el suelo, la cabeza bajay el cuerpo sólido, plateado, perfectamentefundido con la nieve y las sombras. La ciervaseguía fijando los ojos en la dirección equivocada.

Miré a la cierva y miré al lobo, una y otravez. El animal estaba solo, por lo menos en estohabía tenido suerte. Pero si el lobo asustaba a la

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cierva yo me quedaría sin nada, excepto un lobohambriento y demasiado grande... Posiblemente uninmortal que buscaría su siguiente comida. Y si élla mataba, destruiría preciosas partes de cuero ygrasa...

Si me equivocaba, mi vida no sería la únicaque se perdería. Pero, en esos últimos ocho añosde caza en el bosque, mi vida se había reducido acorrer riesgos, y yo había actuado correctamente lamayor parte de las veces. La mayor parte.

El lobo salió disparado desde los arbustoscomo un rayo gris, blanco y negro, los colmillosamarillos brillando bajo la luz. Era todavía másgrande así, al descubierto, una maravilla demúsculos y velocidad y fuerza bruta. La cierva notenía ninguna oportunidad.

Disparé la flecha de fresno antes de que él ladestrozara demasiado. El proyectil se le hundió enel flanco, y habría jurado que el suelo mismo vibrócon ella. Él ladró de dolor y soltó el cuello de lacierva mientras la sangre se derramaba sobre la

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nieve, de un brillante rojo rubí. Se volvió haciamí, los ojos amarillos muy abiertos, el peloerizado.

El gruñido grave me reverberó en el pozovacío del estómago mientras me ponía de pie yvolvía a levantar el arco; la nieve me caía delcuerpo convertida ahora en lluvia.

Pero el lobo solo me miró, el hocicomanchado de sangre, la flecha de fresno clavadaprofundamente en el flanco. La nieve empezó acaer de nuevo. Él miraba y miraba, con una suertede conciencia y de sorpresa que me hicierondisparar la segunda flecha. Por si acaso, por siacaso esa inteligencia era del tipo inmortal,malvado.

No trató de esquivar la flecha cuando leatravesó limpiamente el ojo amarillo muy abierto.

Se derrumbó en el suelo.El color y la oscuridad se arremolinaron, me

taparon la visión, se mezclaron con la nieve.

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Las patas del lobo se retorcían y un gemidograve se deslizó en el viento. Imposible..., tendríaque haber estado muerto, no muriéndose. La flechale había atravesado el ojo casi hasta las plumas deganso.

Lobo o inmortal, no tenía importancia. Nocon esa flecha de fresno clavada en el costado.Estaría muerto muy pronto. Sin embargo, metemblaban las manos mientras me sacudía la nievey me acercaba a él, pero no del todo. La sangresalía a borbotones de las heridas que le habíahecho; la nieve se manchaba cada vez más decolor púrpura.

Movió las patas despacio, la respiracióncada vez más leve. ¿Le dolía enormemente o esegemido era un intento para alejar de sí a la muerte?Yo no estaba segura de querer saberlo.

La nieve se arremolinó a nuestro alrededor.Fijé los ojos en el lobo hasta que ese pecho decarbón y obsidiana y marfil dejó de subir y bajar.Lobo..., en definitiva un lobo a pesar del tamaño.

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La tensión en mi cuerpo se aflojó un poco ydejé escapar un suspiro, mi aliento flotó como unanube frente a mí. Por lo menos la flecha de fresnohabía probado que era letal, fuera lo que fuese elser al que había derribado.

Un examen rápido de la cierva me dijo quesolo podría llevarme un animal, y hasta eso seríatoda una lucha. Pero era una lástima dejar el lobo.

Aunque eso me hizo perder minutos preciosos—minutos durante los cuales cualquier predadorpodría oler la sangre fresca—, lo despellejé ylimpié las flechas lo mejor que pude.

Por lo menos aquel trabajo me entibió lasmanos. Envolví el lado aún sangrante de la pieldel lobo alrededor de la herida mortal de lacierva, y por último la levanté y me la puse alhombro. Estaba a varios kilómetros de la choza yno quería dejar un rastro de sangre que llevara atodos los animales con colmillos y garrasdirectamente hacia mí.

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Gemí por el peso, tomé las patas de la ciervay di una última mirada al cuerpo humeante dellobo. El ojo dorado que le quedaba miraba alcielo cargado de nieve, y durante un momentodeseé tener la capacidad para sentirremordimientos por esa cosa muerta.

Pero estaba en el bosque y en mitad delinvierno.

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CAPÍTULO

2

El sol se había puesto para cuando salí del bosque.Las rodillas me temblaban. Tenía las manoscompletamente entumecidas, heladas alrededor de

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las patas de la cierva. Ni siquiera el cuerpomuerto podía aislarme de ese frío cada vez másprofundo.

El mundo estaba bañado en tonos de azuloscuro, interrumpidos solo por ejes de luz de coloramarillo que escapaban de las ventanas cerradasde nuestra choza medio derruida. Era comocaminar a través de una pintura viviente, unmomento fugaz de quietud mientras los azulescambiaban deprisa hacia una oscuridad mássólida.

Seguí andando trabajosamente por el sendero,mis pies empujados por el hambre que tenía, alborde del desmayo, y por último oí la algarabía delas voces de mis hermanas que acudían arecibirme. No necesitaba entender las palabraspara saber que con toda probabilidad estabancharlando sobre algún joven o sobre las cintas quehabían visto en la aldea cuando deberían haberestado partiendo leña, pero de todos modos sonreíun poquito.

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Golpeé las botas contra el marco de piedrade la puerta para sacarme la nieve. Cayeronalgunos pedazos de hielo desde las piedras grisesde la choza, y por debajo aparecieron las marcasmedio borradas que estaban talladas en el umbral.Una vez, mi padre había convencido a un charlatánambulante para que aceptara tallar unos dibujoscontra el mal que eran capaces de infligirnos losinmortales a cambio de una de sus esculturas demadera. Era tan poco lo que mi padre habíapodido hacer por nosotras que yo no había tenidocorazón para decirle que esas inscripciones eraninútiles... y, sin duda, falsas. Los mortales notenían magia, no poseían ni un pequeño fragmentode la fuerza superior, de la velocidad de losinmortales o los altos fae. El hombre, que decíatener sangre de alto fae en las venas, sangre de susantepasados, se había limitado a tallar rulos yremolinos y runas alrededor de la puerta y lasventanas, había musitado unas palabras sin sentidoy se había ido en zigzag hacia el sendero.

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Abrí la puerta de golpe. El picaportecongelado de hierro me mordió la piel como unavíbora. El calor y la luz me cegaron cuando medeslicé hacia el interior.

—¡Feyre! —El jadeo suave de Elain me rozólas orejas, y parpadeé devolviéndole el brillo delfuego; entonces, vi a la segunda de mis hermanas,las dos mayores que yo. Aunque envuelta en unamanta raída, llevaba el cabello entre dorado ycastaño que teníamos las tres perfectamentepeinado y recogido sobre la cabeza. Ocho años depobreza no le habían arrancado el deseo de serhermosa.

—¿De dónde has sacado eso? —La corrientedel hambre erosionaba sus palabras como un ríosubterráneo y les daba un filo muy común en lasúltimas semanas. No mencionó la sangre que mecubría el cuerpo. Yo había dejado de esperar hacíaya mucho que alguna de ellas notara de verdad quellegaba de los bosques todas las tardes. Por lomenos hasta que tuvieran hambre de nuevo. Pero

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claro..., mi madre no les había hecho jurar nadacuando estaban de pie junto a su lecho de muerte.Tomé aire para calmarme mientras bajaba lacierva del hombro. Esta golpeó la mesa de maderacon un ruido fuerte, y una taza de cerámica temblóen el otro extremo.

—¿De dónde crees que puedo haberlasacado? —Yo tenía la voz ronca; las palabras mequemaron cuando me salieron de los labios. Mipadre y Nesta seguían calentándose las manos ensilencio junto al hogar; como siempre, mi hermanamayor lo ignoraba de forma cuidadosa. Separé lapiel del lobo del cuerpo de la cierva y, después desacarme las botas y ponerlas junto a la puerta, mevolví hacia Elain. Sus ojos marrones, exactamenteiguales a los de mi padre, seguían fijos en lacierva.

—¿Te va a llevar mucho limpiarla? —Yotendría que hacerlo, claro. No ella. No los demás.Nunca había visto las manos de mis hermanas

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sucias de sangre y pelo. Hasta había aprendido apreparar y a trocear mis presas siguiendo lasinstrucciones de otros.

Elain se apoyó la mano contra el vientre, contoda probabilidad tan vacío y dolorido como elmío. No es que Elain fuera cruel. No como Nesta,que había nacido con una mueca burlona en lacara. No, es que a veces Elain... parecía que noentendía. No era maldad lo que hacía que nunca seofreciera a ayudar; era algo más simple: no se leocurría que tal vez fuera necesario que tuviera queensuciarse las manos. Todavía no estaba segura desi ella realmente no entendía que éramos pobres,pobres de verdad, o si se negaba a aceptarlo. Esono me había impedido usar el poco dinero quetenía para comprarle semillas para el jardín queella cultivaba en los meses más tibios.

Y no le había impedido a ella comprarme treslatitas de pintura —rojo, amarillo y azul— elmismo verano en que yo había conseguido laflecha de madera de fresno. Era el único regalo

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que me había hecho Elain, y los dibujos seguíanahí, en nuestra casa, aunque la pintura ya seestuviera cuarteando y desvaneciendo: pequeñasenredaderas y flores alrededor de las ventanas ylos umbrales y en los bordes de las cosas; rulos defuego en las piedras que rodeaban el hogar. Aquelverano, apenas tenía un minuto libre decorabanuestra casa con colores, a veces escondía dibujosdelicados en el interior de los cajones, detrás delas cortinas raídas, por debajo de las sillas y lamesa.

No habíamos vuelto a tener un verano así.—Feyre —retumbó desde el fuego el rumor

profundo de la voz de mi padre. Su barba oscuraestaba bien cortada, la cara impecable, como lasde mis hermanas—. ¡Qué suerte has tenido hoy!¡Qué abundancia nos has traído!

Junto a mi padre, Nesta resopló condesprecio. No era ninguna sorpresa. Todo tipo dehalago dirigido a cualquiera —yo, Elain, otros

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aldeanos— le provocaba un gesto de desprecio. Yridiculizaba las palabras que dijera papá.

Yo me incorporé. Estaba demasiado cansadapara permanecer de pie, pero apoyé una mano enla mesa junto a la cierva mientras miraba a Nesta.De todos nosotros, ella era la que había sufridomás la pérdida de nuestra fortuna. Habíadesarrollado un gran resentimiento contra papádesde el momento en que dejamos la finca, sobretodo después de aquel día espantoso en que uno delos acreedores acudió a mostrarnos lo enojado queestaba por la merma de su inversión.

Pero por lo menos Nesta no nos llenaba lacabeza con charlas inútiles sobre cómo recuperarnuestra riqueza, como hacía papá. Ella se limitabaa gastar el dinero que yo no escondía y raramentese preocupaba por reconocer la presencia de lospasos renqueantes de papá. Había días en los queyo no sabía cuál de nosotros estaba más amargado,quién era el más desdichado de todos.

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—Comamos la mitad de la carne esta semana—dije, mirando a la cierva. Su cuerpo ocupabatoda la mesa que nos servía como área de comida,de trabajo y de cocina—. La otra mitad lasecaremos —seguí diciendo, aunque sabía que, lodijera como lo dijese, sería yo la que haría lamayor parte del trabajo—. Y mañana iré almercado a ver cuánto puedo sacar por las pieles.

Terminé la frase más para mí misma que paraellas. De todos modos, nadie se molestó endemostrar que me había oído.

La pierna maltrecha de mi padre estabaestirada frente a él, bien cerca del fuego. El frío, lalluvia y los cambios de temperatura hacían que ledolieran aún más las terribles heridas que tenía enla rodilla. Había apoyado el sencillo bastón demadera tallada contra la silla —se lo había hechoél mismo—, aunque muchas veces Nesta lo cogía ylo dejaba fuera de su alcance.

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Podría conseguir trabajo si no estuviera tanavergonzado de sí mismo, decía Nesta cuando yome enfurecía por su actitud. Ella lo odiaba por laherida, también, por no haber plantado caracuando el acreedor y sus matones entraron en lachoza y le golpearon la rodilla una y otra y otravez. Nesta y Elain se habían refugiado en eldormitorio y levantado una barricada contra lapuerta. Yo me había quedado y había suplicado yllorado con cada grito de mi padre, con cadacrujido de sus huesos. Me había hecho pis encimay después había vomitado en las piedras frente alhogar. Solamente entonces se fueron. Nuncavolvimos a verlos.

Habíamos usado una gran parte del dineroque quedaba para pagar al sanador. A mi padre lehabía llevado seis meses empezar a caminar, unaño poder andar un kilómetro. Las monedas quenos llevaba cuando alguien se apiadaba de él losuficiente como para comprarle lo que tallaba enmadera no llegaban para darnos de comer. Hacía

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cinco años, cuando el dinero desapareció porcompleto y mi padre siguió sin poder —ni querer— moverse, aceptó que yo fuera a cazar al bosqueen cuanto dije que lo haría.

No se había molestado en ponerse de piedesde su asiento junto al fuego, ni siquiera sehabía molestado en levantar la vista de la maderaque estaba tallando. Me dejó que fuera a losbosques letales, llenos de fantasmas, los bosquesque temían incluso los cazadores más curtidos.Ahora, en cambio, era un poco más consciente y aveces me ofrecía señales de gratitud, a vecescaminaba muy lentamente hasta la aldea paravender sus tallas. No siempre, no demasiado.

—Me encantaría una capa nueva —dijo Elainpor fin con un suspiro, en el mismo momento enque Nesta se levantaba y decía:

—Necesito un nuevo par de botas.Yo me quedé callada —sabía que no tenía

que meterme en esas discusiones—, pero miré elpar de botas todavía relucientes de Nesta junto a la

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puerta. A diferencia de esas, las mías, demasiadopequeñas para mí, se habían abierto por lascosturas y apenas se podían cerrar con unoscordones muy gastados.

—Pero yo me estoy congelando con esta caparaída —protestó Elain—. Voy a morir congelada.—Fijó los ojos en mí y agregó—: Por favor,Feyre. —Pronunció las dos sílabas de mi nombre,«feyre», en el lamento más horrendo que yohubiera tenido que soportar jamás, y Nestachasqueó la lengua dos veces antes de ordenarleque se callara.

Dejé de escucharlas cuando empezaron adiscutir sobre quién se quedaría con el dinero delas pieles al día siguiente, y de pronto descubrí ami padre de pie frente a la mesa, una manoapoyada en ella para sostenerse, mientrasinspeccionaba la cierva. Después, dedicó laatención a la piel del lobo gigante. Sus dedos

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todavía suaves —eran los dedos de un caballero—le dieron la vuelta y trazaron una línea sobre lapiel ensangrentada. Yo me puse tensa.

Sus ojos oscuros se volvieron hacia mí.—¿De dónde has sacado esto, Feyre? —

murmuró. Su boca era una línea tensa.—Del mismo lugar en el que encontré a la

cierva —contesté con la misma calma. Laspalabras brotaron frías, afiladas.

Posó la mirada sobre el arco y el carcaj queyo llevaba en la espalda, el cuchillo de caza conmango de madera en la cintura. Los ojos de papáse humedecieron.

—El peligro... Feyre...Señalé la piel con el mentón y no pude

esconder la rabia en la voz cuando dije:—No tuve opción.Lo que realmente quería decir era: «En

general, tú ni siquiera te preocupas por salir decasa. Si no fuera por mí nos moriríamos dehambre. Si no fuera por mí, estaríamos muertos».

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—Feyre —repitió él y cerró los ojos.Mis hermanas se habían callado y yo levanté

la vista a tiempo para ver a Nesta arrugar la narizcon gesto despectivo. Me levantó la capa.

—Hueles igual que un gorrino que acaba derevolcarse en su propia suciedad. ¿No podríastratar de fingir que no eres una campesinaignorante?

No dejé que se me notara la forma en que mequemaban, me dolían, esas palabras. Cuandonuestra familia perdió la fortuna, yo era demasiadopequeña para haber aprendido más que lo mínimoen cuanto a modales, lectura y escritura, y Nestanunca dejaba que yo lo olvidara.

Dio un paso atrás y se pasó un dedo sobre suscabellos, entre castaños y dorados, bien trenzados.

—Sácate esa ropa asquerosa.Me tomé mi tiempo y lo hice, tragándome las

palabras que tenía ganas de ladrarle. Era tres añosmayor y parecía más joven que yo; sus mejillas

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doradas siempre teñidas de un rosado delicado,vibrante.

—¿Podrías calentar un bol de agua y añadirleña al fuego?

Pero mientras lo pedía me fijé en la pila deleña. Solamente quedaban cinco troncos.

—Pensé que ibas a cortar un poco hoy.Nesta se miró las uñas largas y cuidadas.—Odio partir leña. Siempre me lleno de

astillas. —Levantó la vista debajo de las pestañasoscuras. De todos nosotros, ella era la que más separecía a mamá, sobre todo cuando quería algo—.Además, Feyre —añadió haciendo pucheros—, ¡túlo haces mucho mejor! Lo haces en la mitad deltiempo que yo. Tienes las manos que se necesitanpara ese trabajo..., ya están tan encallecidas...

Se me tensó la mandíbula.—Por favor —le dije mientras me esforzaba

por calmar la respiración, sabiendo que unadiscusión era lo último que quería en esemomento, lo último que necesitaba—. Por favor,

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levántate al amanecer y parte un poco de leña. —Me desabotoné la parte superior de la túnica—. Ovamos a desayunar sin fuego.

Ella levantó las cejas.—¡No pienso hacer tal cosa!Pero yo ya me alejaba hacia la segunda

habitación, mucho más pequeña, que era el lugardonde dormíamos mis hermanas y yo. Elainmurmuró una suave petición a Nesta y consiguió unsiseo como respuesta. Miré por encima de mihombro y señalé la cierva.

—Preparad los cuchillos —dije sinmolestarme en suavizar la voz—. Voy a cambiarmede ropa. —No esperé respuesta y cerré la puertadetrás de mí.

La habitación era lo suficientemente grandecomo para contener una cómoda desvencijada y laenorme cama de madera en la que dormíamos lastres. Era lo único que quedaba de nuestra antiguariqueza y había sido un regalo de bodas encargadopor mi padre para mi madre. Era la cama en la que

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habíamos nacido y la cama en la que había muertomi madre. Yo había pintado muchas cosas en casaen esos años, pero nunca había tocado la cama.

Coloqué la ropa en la cómoda, fruncí elentrecejo frente a las violetas y las rosas que habíapintado en los tiradores del cajón de Elain, lasllamas furiosas en el de Nesta y el cielo nocturno—remolinos de estrellas amarillas porque nohabía conseguido pintura blanca— en el mío. Lohabía hecho para darle brillo a una habitaciónoscura. Ellas nunca dijeron nada al respecto. Nosé por qué yo esperaba que lo hicieran.

Sollocé y tuve que hacer un esfuerzo para nodejarme caer sobre la cama.

Cenamos ciervo asado esa noche. Puesto que yasabía que no serviría de nada, me callé cuandotodos nos servimos una segunda pequeña porciónantes de que yo dijera que ya era suficiente. Mepasaría el día siguiente preparando lo que quedaba

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de las partes comestibles de la cierva para elconsumo y después dedicaría algunas horas alimpiar bien las pieles antes de llevarlas almercado. Conocía a algunos vendedores que talvez estuvieran interesados, aunque ninguno iba apagarme el precio que yo pretendía. Pero el dineroera el dinero, y no tenía tiempo ni fondossuficientes para viajar hasta el primer pueblogrande y buscar una oferta mejor.

Chupé bien el tenedor y saboreé lo quequedaba de la grasa alrededor del metal. Deslicéla lengua sobre los dientes torcidos: el tenedor eraparte de un botín miserable que había salvado mipadre de las habitaciones de los sirvientesmientras los acreedores saqueaban la finca. Todoslos cubiertos estaban desaparejados, pero eramejor que usar los dedos. Habíamos vendido hacíaya mucho los que pertenecían a la dote de mimadre.

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Mi madre. Imperiosa y fría con sus hijas,alegre y deslumbrante con los amigos y visitantesque frecuentaban su propiedad, amorosa con mipadre, la única persona a la que realmente amaba yrespetaba. Le encantaban las fiestas, tanto que notenía tiempo para hacer nada conmigo, exceptopensar si, en el futuro, mis habilidades crecientespara dibujar y pintar me asegurarían un esposo. Sihubiera vivido lo suficiente para ver cómo seesfumaba nuestra riqueza, habría quedadodestrozada, más todavía que mi padre. Tal vezhabía sido una suerte para ella morir cuando lohizo.

En cualquier caso, ahora teníamos máscomida para nosotros.

No quedaba nada de ella en la choza, exceptola cama de madera y la promesa que yo le habíahecho.

Cada vez que miraba hacia algún horizonte,cada vez que me preguntaba si no era mejor seguircaminando y caminando y no mirar atrás, oía la

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promesa que le había hecho hacía once años,cuando ella se iba desvaneciendo en su lecho demuerte. «No os separéis y cuida de ellos.» Yo ledije que sí; era demasiado joven para preguntarpor qué no les había pedido eso a mis hermanasmayores, por qué no se lo había pedido a mipadre. Yo se lo había jurado, y después ella habíamuerto, y en nuestro miserable mundo humano —sostenido solamente por la promesa de los altosfae, que tenía ya cinco siglos—, en nuestro mundoque había olvidado los nombres de nuestrosdioses, una promesa era ley; una promesa eradinero; una promesa era una obligación.

Había veces en que odiaba a mi madre porhaberme hecho prometer eso. Tal vez, en el deliriode la fiebre, no se dio cuenta de lo que me pedía.O tal vez la cercanía de la muerte le había dadoalguna claridad sobre la verdadera naturaleza desus hijas y su marido.

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Dejé el tenedor y miré las llamas de nuestrapequeña hoguera que bailaban sobre los troncosque aún quedaban. Estiré las piernas doloridasdebajo de la mesa.

Me volví hacia mis hermanas. Como siempre,Nesta se quejaba de los aldeanos: no teníanmodales, no tenían gracia, no tenían idea de lo feaque era la tela de la ropa que usaban y fingían queera tan fina como la seda o la gasa. Desde que noshabíamos quedado sin fortuna, los amigos queellas habían tenido las ignorabanescrupulosamente, por lo que mis hermanas sepaseaban como si los campesinos jóvenes de laaldea fueran un círculo social de segunda clase.

Tomé un trago de mi taza de agua caliente —ya no podíamos permitirnos el lujo de tomar té—mientras Nesta seguía con la historia que le estabacontando a Elain.

—Y entonces yo le dije a él: «Si vos creéisque me lo podéis preguntar como si nada, señor,¡creo que voy a decir que no!». ¿Y sabes qué dijo

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Tomas? —Tenía los brazos apoyados sobre lamesa y los ojos muy abiertos. Elain negó con lacabeza.

—¿Tomas Mandray? —interrumpí—. ¿Elsegundo hijo del leñador?

Los ojos entre azules y grises de Nesta seentrecerraron.

—Sí —respondió, y se dio la vuelta paradirigirse de nuevo a Elain.

—¿Qué quiere? —Miré a mi padre. Ningunareacción, ninguna señal de alarma o de queestuviera escuchando siquiera. Perdido en laniebla que le había cubierto la memoria, fuera laque fuese, sonreía sin énfasis a su adorada Elain,la única de nosotras que se molestaba en dirigirlela palabra.

—Quiere casarse con ella —dijo Elain convoz soñadora.

Yo parpadeé. Nesta inclinó la cabeza a unlado. Había visto ese movimiento en algunospredadores. A veces me preguntaba si, en el caso

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de que ella no hubiera estado tan preocupada porsu pérdida de estatus, ese acero constante nopodría habernos ayudado a sobrevivir, incluso amejorar.

—¿Algún problema, Feyre? —Pronunció minombre como un insulto, y apreté la mandíbulahasta que me dolió.

Mi padre se movió en su asiento,parpadeando, y aunque yo sabía que era unaestupidez responder a las provocaciones de Nesta,dije:

—¿No puedes partir leña para nosotros peroquieres casarte con el hijo del leñador?

Nesta enderezó los hombros.—Yo pensé que querías que Elain y yo nos

fuéramos de esta casa, que nos casáramos, paratener tiempo de pintar tus gloriosas obras de arte.—Hizo un gesto de desprecio hacia las flores deplanta dedalera que yo había pintado a lo largo delborde de la mesa, los colores demasiado oscuros ydemasiado azules, sin ninguna de las motas

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blancas que adornaban la parte interior de lascorolas; pero bueno, aunque me torturara no tenerpintura blanca, me las había arreglado bien parahacer algo tan defectuoso y tan duradero.

Reprimí las ganas de cubrir la pintura con lamano. Tal vez al día siguiente la sacara de la mesaraspándola.

—Te aseguro —le dije— que el día quequieras casarte con alguien que valga la pena, voya ir enseguida a su casa y voy a entregartepersonalmente. Pero no vas a casarte con Tomas.

La mirada de Nesta se volvió desafiante.—No hay nada que puedas hacer para

impedirlo. Clare Beddor me ha dicho esta mañanaque Tomas se me va a declarar uno de estos días,que ya lo tiene decidido. Así no tendré que comermás estas sobras. —Y agregó con una sonrisita—:Por lo menos yo no tengo que recurrir arevolcarme en el heno con Isaac Hale. Como unanimal.

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Mi padre dejó escapar una tos avergonzada ymiró su jergón junto al fuego. Ya fuera por miedo opor sentimiento de culpa, él nunca había dicho niuna palabra contra Nesta, y por lo que parecía nopensaba empezar ahora, aunque fuera la primeravez que oía hablar de Isaac.

Apoyé las palmas de las manos sobre la mesamientras la miraba fijamente. Elain apartó la manodel lugar donde la había apoyado, cerca de lasmías, como si la suciedad y la sangre que habíadebajo de mis uñas pudiera saltar hacia su piel deporcelana.

—La familia de Tomas apenas si está mejorque la nuestra —dije, tratando de no gruñir—.Serías otra boca que alimentar, nada más. Si él nose da cuenta de eso, sus padres sí.

Pero Tomas se daba cuenta. Ya nos habíamosencontrado en los bosques, y yo había visto elbrillo del hambre desesperada en esos ojos cuandoél me vio acechando un grupo de conejos. Nuncahabía matado a otro ser humano, pero ese día sentí

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que mi cuchillo de caza era como un peso alcostado del cuerpo. Desde entonces me habíamantenido lejos de él.

—No podemos pagar una dote —continué yo,y aunque tenía el tono firme, mi voz se calmó—.Para ninguna de vosotras. —Si Nesta quería irse,que se fuera. Bien. Estaría un paso más cerca dealcanzar ese futuro pacífico, glorioso, una casatranquila y suficiente comida y tiempo para pintar.Pero no teníamos nada, absolutamente nada, paraatraer a ningún pretendiente, nada que llevara aque alguien alejara a mis hermanas de mí.

—Estamos enamorados —declaró Nesta, yElain asintió. Casi solté una carcajada. ¿Cuándohabía pasado ella de llorar a los posiblespretendientes aristócratas a poner ojos de corderodegollado por un campesino?

—El amor no llena el estómago —lerepliqué, mirándola con dureza a los ojos.

Como si yo la hubiera golpeado, Nesta saltódel asiento.

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—Estás celosa, es eso. Oí decir por ahí queIsaac se va a casar con una chica de la aldea deCampo Verde por una buena dote.

Yo también lo había oído; Isaac había estadohablando de ello en nuestro último encuentro.

—¿Celosa? —dije despacio, llevando muyadentro mi furia para esconderla—. No tenemosnada que ofrecerles..., ni dote ni ganado..., nada.Tal vez Tomas quiera casarse contigo, pero paraél, tú... tú eres una carga.

—¿Qué sabes tú? —jadeó Nesta—. Tú eresuna bestia medio salvaje y tienes el descaro deladrar órdenes a los demás todo el día y toda lanoche. Sigue así y un día... un día, Feyre, no vas atener a nadie que te recuerde, a nadie le va aimportar que hayas existido. —Se marchó furiosa,y Elain salió corriendo tras ella, llamándola paraofrecerle su apoyo, su consuelo. Cerraron la puertadel dormitorio con tanta fuerza que los platostemblaron en sus estantes.

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Había oído esas palabras antes y sabía queella las repetía solamente porque yo me habíasentido muy mal la primera vez que me lasescupió. De todos modos, me seguían doliendo.

Tomé un largo trago de la taza desportillada.El banco de madera de mi padre crujió cuando élse movió. Tomé otro trago y dije:

—Deberías tratar de hablar con ella.Él examinaba una marca de carbón sobre la

mesa.—¿Qué voy a decirle? Si es amor...—No puede ser amor, no por parte de él. No

con esta familia horrible. Ya he visto cómo actúaTomas en la aldea... Hay una sola cosa que quierede Nesta, y no es su mano en matri...

—Necesitamos esperanza tanto comonecesitamos pan y carne —me interrumpió él, conlos ojos claros durante un momento extraño—.Necesitamos esperanza para seguir adelante. Así

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que, por favor, déjale a tu hermana su esperanza,Feyre. Deja que se imagine una vida mejor. Unmundo mejor.

Me puse de pie, los puños apretados, pero nohabía adónde huir en nuestra choza de doshabitaciones. Miré la pintura de las flores dededalera descoloridas que había pintado en elborde de la mesa. Las flores más cercanas alexterior estaban descascarilladas y desvaídas, elfragmento más bajo del tallo completamenteborrado. En unos años habría desaparecido... noquedaría ninguna marca, nada que indicara quealguna vez habían estado ahí. Que yo había estadoahí.

Cuando levanté la vista hacia mi padre, mimirada era dura.

—Eso no existe.

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CAPÍTULO

3

La nieve pisoteada que cubría el sendero hacia laaldea estaba manchada de negro por el paso de loscarros y los caballos. Elain y Nesta hacíanchasquear la lengua y ponían caras raras mientrastrataban de esquivar las partes más asquerosas

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cuando caminábamos. Sabía por qué estaban ahí:las dos vieron las pieles que yo había dobladopara meter en el morral y habían cogido sus capas.

No me molesté en hablarles, así como ellasno se habían dignado a dirigirme la palabra desdela noche anterior, aunque Nesta se habíadespertado al amanecer y se había puesto a cortarleña. Con toda probabilidad porque sabía que yovendería las pieles en el mercado y que, por lotanto, volvería a casa con dinero en el bolsillo.Las dos me siguieron por el camino solitario quedescribía su curso a través de los camposcubiertos de nieve hasta la aldea ruinosa.

Las casas de piedra de la aldea eran idénticasy aburridas, más tristes aún bajo la luz tétrica delinvierno. Pero era un día de mercado, lo cualsignificaba que el pequeño espacio cuadrado en elcentro de la aldea estaría ocupado por todos losvendedores que se hubieran atrevido a salir en esafría mañana.

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Una calle antes, flotó hasta nosotras el olorde la comida caliente: aromas que colgaban en elborde de mi memoria, llamándome. Elain dejóescapar un gemido suave detrás de mí. Especias,sal, azúcar..., sabores muy poco frecuentes ennuestra aldea, absolutamente fuera de nuestroalcance.

Si me iba bien en el mercado, tal vez tendríasuficiente dinero como para comprar algodelicioso. Abrí la boca para sugerirlo, pero en esemomento giramos una esquina y casi tropezamosunas con otras al detenernos.

—Que la Luz Inmortal brille sobre vosotras,hermanas —dijo la joven de túnica pálida queestaba de pie cortándonos el paso.

Nesta y Elain hicieron ruidos dedesaprobación; yo dejé escapar un suspiro. Loúltimo que necesitaba era que los hijos de losbenditos estuvieran en la aldea, irritando ymolestando a todo el mundo. En general, losancianos de la aldea les permitían quedarse

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durante unas pocas horas, pero la sola presenciade esos tontos fanáticos que seguían adorando alos altos fae ponía nerviosos a todos. A mítambién. Hacía tiempo, los altos fae habían sidonuestros señores, no nuestros dioses. Y no habíansido amables, por cierto.

La joven extendió sus manos blancas como laluna en un gesto de bienvenida; un brazalete decampanillas de plata —plata de verdad— letintineaba en la muñeca.

—¿Tenéis un momento para oír la palabra delos benditos?

—No —gruñó Nesta, ignorando las manos dela joven y empujando a Elain para que siguieraadelante—. No tenemos un momento.

El pelo oscuro y suelto de la joven brillabaen la luz de la mañana, y la cara limpia, fresca, sele abrió en una preciosa sonrisa. Había otros cincoacólitos tras ella, todos jóvenes, mujeres yvarones, con el cabello largo, sin cortar; todosbuscaban a quien los escuchara en el mercado.

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—Un momento solamente —dijo la mujer, yvolvió a ponerse en el camino de Nesta.

Era impresionante, realmente impresionante,ver a Nesta enderezarse hasta quedar recta comoun clavo, lanzar los hombros hacia atrás y mirar ala joven acólita como una reina sin trono.

—Ve a recitar tus estupideces de fanática alos tontos. No vas a encontrar posibles conversospor aquí.

La muchacha se estremeció, y una sombrapasó por sus ojos marrones. Yo contuve mi lengua.Tal vez no era la mejor manera de tratar con ellos:se podían convertir en una tremenda molestiacuando se sentían agredidos verbalmente...

Nesta levantó una mano y deslizó la mangadel abrigo hacia atrás para mostrarle el brazaletede hierro. El mismo que usaba Elain; se habíancomprado dos iguales hacía ya años. La muchachajadeó, los ojos muy abiertos.

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—¿Ves esto? —siseó Nesta mientras daba unpaso adelante. La muchacha retrocedió—. Es loque tú también deberías llevar. No unascampanitas de plata para atraer a esos monstruosinmortales.

—¿Cómo te atreves a usar esa horribleafrenta que ofende a nuestros amigos inmortales...?

—Vete a predicar a otra aldea —escupióNesta.

Dos esposas de granjeros, bonitas yregordetas, pasaron despacio en su camino almercado, una del brazo de la otra. Cuando seacercaron a los acólitos, las caras se les torcieronen muecas de disgusto.

—Puta amante de los inmortales —susurróuna. Yo no estaba en desacuerdo.

Los acólitos guardaron silencio. La otraaldeana —lo bastante rica para llevar un collar dehierro forjado alrededor del cuello— entrecerrólos ojos, el labio superior encogido para mostrarlos dientes.

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—¿No entendéis, idiotas, lo que nos hicieronesos monstruos en todos estos siglos? ¿Lo quesiguen haciéndonos por diversión, cuandoconsiguen salirse con la suya? Os merecéis el finalque vais a tener en las tierras de los inmortales.Tontos y putas..., todos vosotros.

Nesta asintió y miró a las mujeres mientrasellas seguían su camino. Le dimos la espalda a lajoven que continuaba de pie frente a nosotras, yhasta Elain hizo una mueca de desagrado.

Pero la joven tomó aire, serenó el gesto de sucara, y dijo:

—Yo también viví en esa ignorancia hastaque escuché la palabra de los benditos. Crecí enuna aldea muy parecida a esta, tan amarga y tétricacomo esta. Pero hace un mes, una amiga de miprimo fue a la frontera; era nuestra ofrenda aPrythian y ellos la aceptaron. Ahora vive en mediode riquezas y comodidad, es la novia de un altofae, y también puede pasaros a vosotras si ostomáis un momento para...

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—Seguramente se la comieron —dijo Nesta—. Por eso no volvió.

O peor, pensé yo, si es que realmente habíahabido un alto fae involucrado en sacar a unahumana de nuestro mundo y llevarla a Prythian.Nunca había visto a los crueles altos fae deaspecto humano que mandaban en Prythian ni a losinmortales que ocupaban sus tierras, con susescamas y alas y brazos largos, delgados, capacesde arrastrar a cualquiera muy abajo, lejos de lasuperficie, en los estanques olvidados. Yo no sabíacuál de esos dos destinos era peor.

La cara de la muchacha se puso tensa.—Nuestros amos benevolentes no nos harían

daño, eso nunca. Prythian es una tierra de paz yriqueza. Si alguna de vosotras tiene la bendiciónde recibir la atención de uno de ellos, será felizcuando viva allí.

Nesta puso los ojos en blanco. Elain mirabahacia el mercado, allá delante, a las aldeanas quetambién miraban. Era el momento de marcharnos.

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Nesta abrió la boca de nuevo para decir algo,pero rápidamente me metí entre las dos y observéla capa celeste, las joyas de plata, la limpiezaprofunda de esa piel. Ni una marca, ni una arruga.

—Estás peleando una batalla que ya estáperdida —le dije a la chica.

—Una causa justa. —La joven brillaba en subeatitud.

Empujé despacio a Nesta para que siguieraadelante y le respondí a la acólita:

—No, no es una causa justa.Sentía la atención de los acólitos fija en

nosotras cuando entramos en la plaza del mercado,aunque no me volví para mirarlos. Muy pronto seirían a predicar a otra aldea. Nosotras tendríamosque dar un largo rodeo para no encontrarnos conellos a la vuelta. En cuanto estuvimos lejos, miré amis hermanas por encima del hombro. La cara deElain seguía muda en una mueca, pero los ojos de

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Nesta estaban furiosos, los labios apretados. Mepregunté si no volvería atrás, buscaría a lamuchacha y se pondría a pelear con ella.

No era mi problema, no en ese momento.—Nos vemos aquí dentro de una hora —dije,

y no les di tiempo a que me siguieran. Me deslicéhacia la plaza llena de gente.

Me llevó poco rato pensar en mis tresopciones. Estaban mis dos compradores desiempre: el curtido zapatero remendón y el sastrede ojos agudos que viajaban al mercado desde unpueblo cercano, y la desconocida: una montaña demujer sentada en el borde de nuestra fuentedestruida, sin carro ni puesto propio, pero conaspecto de ser la reina en una corte. Marcada porlas armas que llevaba y las cicatrices quemostraba, era fácil saber qué era: una mercenaria.

Sentí los ojos del zapatero y del sastre sobremí, y tuve la sensación de que fingían desinteréspero miraban con atención mi morral. Deacuerdo..., ahora sabía cómo sería esa jornada.

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Me acerqué a la mercenaria, cuyo cabellogrueso, oscuro, le llegaba al mentón. La caraquemada por el sol parecía de granito y los ojosnegros se le entrecerraron un poco cuando me vio.Ojos muy interesantes..., no solo un tono de negrosino... muchos, con pintas marrones que brillabanentre las sombras. Empujé contra esa parte inútilde mi mente el instinto que me hacía pensar encolor y luz y forma, y mantuve los hombros haciaatrás mientras ella me juzgaba como una amenazapotencial o quizá una potencial empleadora. Lasarmas que llevaba —brillantes y llenas de maldad— eran suficientes para hacerme tragar saliva. Ypara detenerme a medio metro de distancia.

—No cambio mercancía por mis servicios —dijo ella. La voz tenía un acento que yo no habíaoído antes—. Solo acepto monedas.

Algunos aldeanos trataron de no parecerdemasiado interesados en nuestra conversación,especialmente cuando yo dije:

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—Entonces, en este lugar no vas a tenersuerte.

Ella era enorme, incluso cuando estabasentada.

—¿Qué quieres de mí, niña?Era difícil saber la edad que tenía, cualquier

número entre veinticinco y treinta, pero supuse queyo le parecía una niña por mi aspecto, carcomidapor el hambre.

—Tengo una piel de lobo y una de ciervopara vender. Pensé que tal vez querríascomprarlas.

—¿Las robaste?—No. —Le sostuve la mirada—. Cacé a esos

animales. Lo juro.Ella me recorrió con sus ojos oscuros una vez

más.—Cómo. —No era una pregunta, era una

orden. Tal vez era alguien que se había encontradocon otros que no creían que los juramentos fueran

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sagrados, que las palabras significaranobligaciones. Y tal vez los había castigado comocorrespondía.

Así que le conté cómo los había matado, ycuando terminé, ella tendió una mano hacia elmorral.

—Quiero verlos. —Yo saqué las dos pieles,dobladas con cuidado.

—No mentías sobre el tamaño del lobo —murmuró ella—. No parece un inmortal. —Examinó las dos pieles con ojo experto, pasandolas manos sobre ellas una y otra vez. Me dijo elprecio.

Yo parpadeé, pero me dominé para noparpadear de nuevo. Estaba pagándome de más...,mucho más.

Ella miró más allá de mí, como a través de micuerpo.

—Supongo que esas dos chicas que mirandesde el otro lado de la plaza son tus hermanas.Todas vosotras tenéis ese pelo de bronce y esa

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mirada de hambre. —Sí, claro, las dos seguíantratando de espiar sin que yo las viera.

—No necesito tu lástima.—No, pero sí mi dinero, y los otros

comerciantes están pagando muy barato estamañana. Todo el mundo está demasiado distraídocon esos fanáticos de ojos de vaca que gritan en laplaza. —Señaló con el mentón a los hijos de losbenditos, que seguían haciendo sonar suscampanillas de plata y saltando al paso decualquiera que tratara de llegar al mercado.

La mercenaria sonreía de manera apenasperceptible cuando la miré de nuevo.

—Es tu decisión, muchacha.—¿Por qué?Ella se encogió de hombros.—Alguien hizo lo mismo por mí y los míos

una vez, en el momento en que más lonecesitábamos. Supongo que es tiempo dedevolver lo que debo.

Yo la miré de nuevo, sopesando su oferta.

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—Mi padre tiene algunas tallas de maderaque podría darte también..., para que fuera másjusto.

—Viajo con poco equipaje. No las necesito.Esto, en cambio —tocó las pieles que tenía en lasmanos—, me puede ahorrar el esfuerzo de matar alas presas yo misma.

Yo asentí. Tenía las mejillas calientesmientras ella buscaba la bolsa de monedas dentrodel abrigo. Estaba llena... y pesaba mucho, plata ytal vez oro, si es que podía tomarse comoindicación el ruido del metal. Los mercenariossolían cobrar buena paga en nuestro territorio.

Este era demasiado pequeño y pobre comopara mantener un ejército que vigilara el muro quenos separaba de Prythian, y nosotros, los aldeanos,confiábamos solamente en la fuerza del tratadoforjado hacía quinientos años. Pero la clase alta sepodía permitir pagar espadas de alquiler, como lade esa mujer, y pedirles que guardaran las tierrasque estaban junto al reino de los inmortales. Era

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una ilusión, un consuelo, como las marcas en elumbral de nuestra puerta. En el fondo, todossabíamos que contra los inmortales no había nadaque hacer. A todos nos lo habían dicho desde elmomento en que nacíamos; a todos nos cantabanesas advertencias mientras nos mecían en la cuna,y después con las cancioncitas que se entonaban enlos patios de las escuelas. Un alto fae podríaconvertir los huesos de cualquiera en polvo a cienmetros de distancia. Y no lo digo porque mishermanas o yo hubiéramos visto alguno.

Pero seguíamos tratando de creer que algo,cualquier cosa, funcionaría contra ellos si algunavez nos los encontrábamos. Había dos puestos enel mercado que se aprovechaban de esos miedos yofrecían hechizos, encantamientos, chucherías ypedazos de hierro. Yo no podía permitirmecomprarlos, y si realmente funcionaban, solo noshabrían concedido un par de minutos paraprepararnos. Correr era inútil; pelear, también.Pero Nesta y Elain seguían usando sus brazaletes

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de hierro cada vez que salían de la choza. HastaIsaac tenía una pulsera de hierro alrededor de lamuñeca, siempre metida bajo la manga. Una vezme había ofrecido comprarme una, pero yo mehabía negado. Me había parecido demasiadopersonal, demasiado semejante a una paga, unrecordatorio demasiado... permanente de lo queéramos y no éramos uno del otro, fuera lo quefuese.

La mercenaria transfirió las monedas a mipalma y yo me las metí en el bolsillo, un peso tanenorme como la piedra de un molino. No habíaninguna posibilidad de que mis hermanas nohubieran visto el dinero, ninguna posibilidad deque no estuvieran preguntándose ya cómo podíanconvencerme para que les diera algo.

—Gracias —le dije a la mercenaria, tratandode no elevar la voz sin conseguirlo mientras sentíaque mis hermanas se acercaban, como buitres quevuelan en círculo sobre un cuerpo muerto.

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La mercenaria acarició la suave piel dellobo.

—Unas palabras de consejo, de una cazadoraa otra.

Yo levanté las cejas.—No te metas demasiado profundamente en

el bosque. Yo ni siquiera me acercaría al lugar enel que estuviste ayer. Un lobo de este tamaño seríael menor de tus problemas. Me llegan más y máshistorias que afirman que esas cosas atraviesan elmuro.

Un frío helado me bajó por la columna.—¿Van... van a atacarnos? —Si eso era

verdad, tenía que encontrar una forma de sacar ami familia de ese territorio miserable, húmedo, ytrasladarlos a todos al sur, lejos del muro invisibleque dividía en dos nuestro mundo, llevármelosantes de que ellos lo cruzaran.

Una vez —hacía mucho tiempo y durantemilenios—, habíamos sido esclavos de losseñores, los alto fae. Una vez, habíamos creado

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para ellos civilizaciones gloriosas que seexpandían, habían construido todo eso con nuestrasangre y nuestro sudor, habíamos levantadotemplos para sus dioses salvajes. Una vez, noshabíamos rebelado, en todas las tierras, en todoslos territorios. La guerra había sido tan sangrienta,tan destructiva, que pasaron seis reinas mortaleshasta que se forjó el tratado que detuvo la matanzade ambos lados y se construyó el muro: el norte denuestro mundo concedido a los altos fae y losinmortales, que se llevaron su magia con ellos; elsur para nosotros, los humanos, encogidos demiedo, obligados para siempre a arrancar elalimento de la tierra.

—Nadie sabe lo que planean los inmortales—dijo la mercenaria, con expresión pétrea—. Nosabemos si el dominio de los altos señores sobresus bestias se está debilitando o si son ataquesdirigidos. Yo fui guardia de un viejo noble quedecía que todo había estado empeorando en estosúltimos cincuenta años. Hace dos semanas, el

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hombre se marchó al sur en un bote y me dijo quesi era inteligente yo me iría también. Antes departir, admitió que uno de sus amigos le habíadicho que una manada de martax cruzó el muro enmitad de la noche y destrozó la mitad de su aldea.

—¿Martax? —jadeé. Sabía que habíadistintos tipos de inmortales, que eran tan variadoscomo cualquier otra especie de animales, peroconocía muy pocos por su nombre.

Los ojos de la mercenaria, oscuros como lanoche, destellaron.

—Cuerpo alto como el de un oso, cabezaparecida a la de un león y tres filas de dientes másafilados que los de un tiburón. Y malos, más malosque esos tres animales juntos. Dejaron a losaldeanos hechos pedazos, dijo el noble.

Se me revolvió el estómago. Detrás denosotras, mis hermanas parecían tan frágiles, lapiel pálida tan infinitamente fácil de rasgar. Contra

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algo como un martax no tendríamos ni unaoportunidad. Esos hijos de los benditos erantontos, tontos fanáticos.

—Así que no sabemos qué significan todosestos ataques —siguió la mercenaria—, exceptomás pieles para mí y que tú te quedes bien lejosdel muro. Sobre todo si empiezan a aparecer losaltos fae, o peor, uno de los altos lores. Siaparecen, los martax van a parecer perros a sulado.

Estudié sus manos resecas, agrietadas por elfrío.

—¿Alguna vez te has enfrentado a otro tipode inmortal?

Los ojos de ella se cerraron.—No es algo que quieras saber, muchacha, no

a menos que quieras vomitar el desayuno.Y tenía razón: me sentía descompuesta,

descompuesta y asustada.—¿Era más letal que el martax? —me atreví

a preguntar.

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La mujer se levantó la manga del pesadoabrigo y dejó al descubierto un antebrazo tostadopor el sol, musculoso, poblado de cicatricesenormes, retorcidas. El arco que trazaban era tansimilar a...

—No tenía la fuerza bruta o el tamaño de unmartax —dijo—, pero su mordisco estaba cargadode veneno... Dos meses me llevó levantarme;cuatro tener la fuerza necesaria para volver acaminar. —Se remangó la pernera de lospantalones. «Hermoso», pensé, aunque el horrorme revolvió los intestinos. Contra la piel tostada,las venas eran negras, un negro sólido, una tela dearaña que se abría como la escarcha—. El sanadordijo que no se podía hacer nada..., que yo eraafortunada por haber vuelto a caminar a pesar deeste veneno en las piernas. Tal vez algún día memate, tal vez me deje inválida. Bueno, por lomenos, si muero, me voy a ir sabiendo que lo maté.

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Me pareció que se me helaba la sangre en lasvenas mientras ella se bajaba la pernera delpantalón. Si alguien lo había visto en la plaza,nadie se atrevió a decir nada sobre el asunto, nitampoco a acercarse. Y yo ya tenía suficiente porun día. Así que di un paso atrás y me recompuse delo que ella me había dicho, de lo que me habíamostrado.

—Gracias por las advertencias —le dije.Su atención se desvió hacia algo detrás de mí

y me dedicó una sonrisa levemente divertida.—Buena suerte.Entonces, una mano delgada se me aferró al

antebrazo y me arrastró hacia ella. Yo sabía queera Nesta antes de volverme.

—Son peligrosos —susurró ella, los dedosclavados en mi brazo mientras me arrastraba paraalejarme de la mercenaria—. No te acerques aellos de nuevo.

La miré durante un momento, y después aElain, que tenía la cara pálida y tensa.

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—¿Hay algo que yo tenga que saber? —pregunté con calma. No recordaba la última vezque Nesta hubiera tratado de advertirme contraalgo. Elain era la única que se molestaba encuidarme.

—Son brutos, se quedan con todas lamonedas que pueden..., hasta por la fuerza.

Yo eché una mirada a la mercenaria, queseguía examinando sus nuevas pieles.

—¿Te ha robado?—Ella no —murmuró Elain—. Otro que

pasaba. Solo teníamos unas pocas monedas y él sepuso nervioso, pero...

—¿Por qué no lo denunciaste... o me lodijiste a mí?

—¿Qué habrías hecho? —se burló Nesta—.¿Desafiarlo a una pelea con un arco y unasflechas? ¿Y quién en esta cloaca se preocuparía sidenunciáramos algo?

—¿Y tu Tomas Mandray? —pregunté confrialdad.

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Los ojos de Nesta relampaguearon, pero enese momento hubo un movimiento detrás de mí yme dedicó lo que supongo que era una sonrisadulce... Seguramente recordó el dinero que yollevaba conmigo.

—Tu amigo te espera.Me di la vuelta. Y sí, Isaac nos miraba desde

el otro lado de la plaza, los brazos cruzados, elcuerpo recostado contra un edificio. Aunque era elhijo primogénito del único granjero rico de nuestraaldea, estaba delgado a causa del invierno; ya nole brillaba el cabello castaño. Bastante buen mozo,de voz suave y reservado, pero con una especie deoscuridad que le corría por dentro, esa oscuridadque nos hacía acercarnos: la comprensióncompartida de la desdicha profunda en nuestrasvidas presentes y también futuras.

Nos habíamos conocido vagamente hacíaaños —cuando mi familia había llegado a la aldea—, pero nunca había pensado demasiado en élhasta que una tarde, por casualidad, nos

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encontramos caminando en la misma dirección porla calle principal. Solo conversamos sobre loshuevos que él estaba llevando al mercado, y yoadmiré los colores del interior de la canasta:marrones y tostados, celestes y verdes claros.Simple, fácil, tal vez un poquito incómodo, peropor lo menos me acompañó a la choza y me sentícon menos... con menos soledad. Una semana mástarde, lo empujé al granero decrépito.

Él había sido mi primer amante y el único enlos dos años que siguieron. A veces nosencontrábamos todas las noches durante unasemana seguida; otras, pasábamos un mes sinvernos. Pero siempre era igual: una avalancha deropas desprendidas y alientos unidos y lenguas ydientes. Ocasionalmente hablábamos, o más bienhablaba él sobre las presiones y las cargas que leimponía su padre. Con frecuencia, no cruzábamosni una palabra. No puedo decir que la forma en

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que hacíamos el amor fuera particularmenteexperta, pero seguía siendo un alivio, un respiro,un poquito de egoísmo.

No había amor entre los dos y nunca lo habíahabido —por lo menos no eso que yo suponía quequerían decir otros cuando hablaban de amor—, y,sin embargo, algo se había desplomado dentro demí cuando él dijo que muy pronto se iba a casar.Mi desesperación no llegaba a tanto como parapedirle que nos viéramos después de la boda, aúnno.

Isaac inclinó la cabeza en un gesto familiar ydespués se alejó calle abajo, directo hacia lasafueras de la aldea y hacia el viejo granero, dondese quedaría esperando. Nunca escondíamos muchonuestros encuentros, aunque tomábamos medidaspara que no fueran demasiado obvios.

Nesta chasqueó la lengua y cruzó los brazos.—Espero que estéis tomando precauciones.

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—Es un poquito tarde para preocuparse —dije. Pero sí, tomábamos precauciones. Como yono podía permitírmelo, Isaac bebía el brebajeanticonceptivo. Sabía que yo no lo tocaría sin quelo hubiera hecho.

Busqué en el bolsillo y saqué una moneda deveinte marcas. Elain dejó escapar un jadeo y yo nime molesté en mirar a ninguna de mis hermanasmientras la ponía en la palma de su mano y lesdecía:

—Os veré en casa.

Más tarde, después de cenar otra vez venado,cuando estábamos todos reunidos alrededor delfuego durante la hora tranquila que sigue a lacomida, miré cómo mis hermanas susurraban y sereían. Se habían gastado todo el dinero que leshabía dado, no sabía en qué, aunque Elain habíallevado a casa un nuevo cincel para las tallas demadera de mi padre. La capa y las botas que tanto

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les habían preocupado las habían pagadodemasiado caras. Pero no me enfrenté a ellas poreso, no cuando Nesta salió una vez más a partirleña sin que yo se lo pidiera. Por suerte, habíamospodido evitar toda confrontación con los hijos delos benditos.

Mi padre estaba medio dormido en su silla, elbastón sobre la rodilla torcida. Un momento tanbueno como cualquier otro para sacar el tema deTomas Mandray y Nesta. Yo me volví y abrí laboca.

Pero en ese instante, me ensordeció un rugidoy mis hermanas gritaron; la nieve entró en lahabitación y una forma enorme, furiosa, aparecióen el umbral.

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CAPÍTULO

4

Yo no sabía cómo había llegado a mi mano elmango de madera de mi cuchillo de caza. Losprimeros momentos fueron una confusión de lafuria de una bestia gigante de pelo dorado, los

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gritos agudos de mis hermanas, el frío desgarradorque entró en cascada en la habitación y la cara demi padre, demudada por el terror.

No era un martax, me di cuenta enseguida,pero el alivio fue breve. La bestia era por lomenos tan grande como un caballo, y aunque teníaun cuerpo más bien felino, la cabeza se parecíamás a la de un lobo. No sabía qué pensar de loscuernos, que eran curvados como los de un alce.Pero león, sabueso o alce, no había duda del dañoque podían hacer esas garras negras, afiladascomo dagas, y esos colmillos amarillos.

Si yo hubiera estado sola en los bosques, talvez me habría dejado devorar por el miedo, tal vezhabría caído de rodillas y pedido con lágrimas enlos ojos una muerte rápida, limpia. Pero no teníatiempo para el terror, no quería entregar ni unpoquito de mi espacio a pesar del corazón que melatía, salvaje, en los oídos. De alguna forma,terminé delante de mis hermanas, mientras la

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criatura se levantaba apoyándose en las patastraseras y lanzaba un aullido a través de una bocallena de dientes:

—¡Asesinos!Pero la palabra que hacía eco dentro de mí

era...Inmortal.Esos guardianes ridículos del umbral eran

como telas de araña contra él. Sentí que deberíahaberle preguntado a la mercenaria qué habíahecho para matar al inmortal. Pero el cuello gruesode la bestia..., sí, ese lugar parecía un buen hogarpara el cuchillo.

Me atreví a echar una mirada por encima delhombro. Mis hermanas gritaban, arrodilladascontra la pared del hogar; mi padre, en cuclillasfrente a ellas. Otro cuerpo más que defender.Como una estúpida, di un paso hacia el inmortal,con la mesa siempre entre los dos, mientrasluchaba contra el temblor que me sacudía la mano.Mi arco y mis flechas estaban al otro lado de la

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habitación..., la bestia estaba entre ellos y yo.Tendría que rodearlo para alcanzar la flecha defresno. Y ganar el tiempo necesario paradispararla.

—¡Asesinos! —rugió la bestia de nuevo. Elpelo erizado lo hacía parecer aún más grande.

—P... por favor —balbució mi padre detrásde mí; carente de coraje para ponerse a mi lado—.No sé qué hemos hecho..., pero sea lo que sea, hasido sin intención...

—No... nosotros no hemos matado a nadie —agregó Nesta, ahogándose en sollozos, el brazosobre la cabeza, como si ese pequeño brazalete dehierro pudiera hacerle algo a la criatura.

Yo tomé otro cuchillo de la mesa; era mimejor oportunidad hasta que consiguiera llegar alcarcaj.

—¡Fuera! —le ladré a la criatura, y agité loscuchillos frente a mí. No había nada de hierrocerca que pudiera usar como arma..., a menos quele arrojara los brazaletes de mis hermanas—.

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¡Fuera, fuera! —Mis manos temblorosas apenas siconseguían seguir sosteniendo los cuchillos. Unclavo... Eso es, buscaría un clavo de hierro.

Él aulló en respuesta y toda la choza seestremeció, los platos y las tazas entrechocaronunos con otros. Pero la bestia dejó su cuello aldescubierto. Yo le arrojé el cuchillo de caza.

Rápido, tanto que casi no lo vi, levantó unagarra y lo envió a un rincón, repicando, mientrasse ponía frente a mi cara mostrando los dientes.

Yo salté hacia atrás y casi tropecé contra mipadre, que seguía acurrucado en el suelo. Elinmortal podría haberme matado, sí, sin duda, peroel gesto había sido una advertencia. Nesta y Elain,que lloraban, rezaban a los dioses olvidados, acualquier dios que pudiera andar por losalrededores.

—¿Quién lo mató? —La criatura dio un pasohacia nosotros. Puso una pata en la mesa, quecrujió bajo su peso. Las garras hicieron un ruidoseco cuando las hundió en la madera, una por una.

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Me atreví a dar otro paso hacia delantemientras la bestia estiraba el hocico sobre la mesapara olernos. Tenía los ojos verdes con puntos decolor ámbar. No eran ojos de animal, no con esaforma y esos colores. Mi voz sonósorprendentemente firme cuando lo desafié:

—¿Matar a quién?Él gruñó; su voz era grave, furiosa.—El lobo —dijo, y mi corazón dejó de latir

un instante. Había cesado de rugir, pero la rabiaseguía ahí..., tal vez hasta con algo de tristeza.

El alarido de Elain se convirtió en un gritomuy agudo. Yo mantuve el mentón en alto.

—¿Un lobo?—Un lobo grande, de pelo gris —ladró él

como respuesta. ¿Se daría cuenta si le mentía? Losinmortales no podían mentir, todos los mortales losabíamos, pero ¿olían las mentiras en las lenguashumanas? No teníamos oportunidad alguna deescapar con una pelea, pero tal vez hubiera otrasformas.

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—Si alguien mató al lobo por error —le dijea la bestia con la mayor calma que conseguí reunir—, ¿qué pago podríamos ofrecer a cambio? —Todo esto era una pesadilla; me despertaría dentrode un momento junto al fuego, exhausta despuésdel día en el mercado y de mi tarde con Isaac.

La bestia dejó escapar un ladrido que podríahaber sido una risa amarga. Empujó la mesa y sepuso a caminar en un círculo muy pequeño frente ala puerta destrozada. El frío era tan intenso que yotemblaba.

—El pago que tiene que ofrecer es el queexige el tratado entre nuestros dos reinos.

—¿Por un lobo? —pregunté, y mi padremurmuró mi nombre como advirtiéndome. Yo teníavagos recuerdos de haber leído el tratado durantemis lecciones de infancia, pero no me acordaba deque dijera nada sobre lobos.

La bestia se volvió hacia mí.—¿Quién mató al lobo?Clavé la vista en esos ojos de jade.

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—Yo.Él parpadeó y echó una mirada a mis

hermanas, después de nuevo a mí, a mi delgadez,sin duda, y vio solamente fragilidad.

—Estás mintiendo para salvarlas.—¡Nosotras no matamos a nadie! —sollozó

Elain—. ¡Por favor, por favor..., ten piedad!Nesta le chistó para que se callara en medio

de sus propios llantos y empujó a Elain detrás deella. Sentí un nudo en mi pecho cuando vi esegesto.

Mi padre se puso de pie, gruñendo por eldolor en la pierna, se tambaleó un instante, peroantes de que pudiera caminar renqueando hacia mí,repetí:

—Yo lo maté. —La bestia, que había estadooliendo a mis hermanas, me estudió. Levanté loshombros—. He vendido la piel en el mercado estamañana. Si hubiera sabido que era un inmortal nolo habría tocado.

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—Mentirosa —siseó él—. Lo sabías. Tehabrías sentido más tentada a matarlo si hubierassabido que era uno de los nuestros.

Verdad, verdad, verdad.—¿No es lógico?»¿Te atacó? ¿Te provocó?Yo abrí la boca para decir que sí, pero

respondí:—No. —Entonces dejé salir un tono agresivo

—. Pero si se considera lo que vuestra especie lehizo a la nuestra, lo que sigue queriendo hacernos,se lo merecía aunque yo lo hubiera sabido, aunqueno hubiera tenido ninguna duda.

Mejor morir con la frente en alto que llorandocomo un gusano cobarde. Aunque el gruñido derespuesta fuera la definición de la rabia, de lafuria desatada.

La luz del fuego brillaba sobre los colmillosde la bestia, y me pregunté cómo se sentirían en elcuello y a qué tono llegaría el grito de mishermanas cuando ellas también murieran. Pero

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sabía —con una claridad súbita que me ibainvadiendo por dentro— que Nesta haría todo loposible para darle a Elain tiempo para huir. No ami padre, contra quien albergaba un resentimientoque ocupaba todo su corazón de acero. No a mí,porque Nesta siempre había sabido que ella y yoéramos dos caras de la misma moneda y que yo eramuy capaz de pelear mis propias batallas. Nestasiempre lo había sabido y odiaba que fuera así.Pero Elain, la sembradora de flores, la de corazónamable... Nesta se dejaría matar por ella.

Fue ese rayo de comprensión el que me hizoagitar el cuchillo que me quedaba frente a labestia.

—¿Cuál es el pago que pide el tratado?Sus ojos no dejaron de mirarme mientras

decía:—Una vida por una vida. Cualquier ataque

sin provocación a un inmortal debe pagarse conuna vida humana.

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Mis hermanas dejaron de llorar. Lamercenaria del pueblo había matado a uninmortal..., pero el inmortal la había atacadoprimero.

—Yo no lo sabía —dije—. No conocía esaparte del tratado.

Los inmortales no podían mentir..., y élhablaba con simpleza, sin retorcer las palabras.

—La mayoría de los mortales prefierenolvidar esa parte —dijo—, lo cual hace que seatodavía más fácil disfrutar de castigarlos.

Me temblaron las rodillas. No iba a poderescapar, no podía correr más rápido que él. Nisiquiera iba a poder tratar de hacerlo, porque élestaba bloqueándome la salida.

—Fuera —susurré con voz temblorosa—,hazlo fuera. Aquí... aquí no. —No donde mifamilia tuviera que limpiar la sangre y las tripasmás tarde. Si es que él decidía no matarlos.

El inmortal soltó una risa horrenda.

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—¿Te es tan fácil aceptar tu destino? —Yo lomiré sin decir nada, y entonces, él dijo—: Porhaber tenido el valor de pedirme que te matara enun lugar determinado, voy a decirte un secreto,humana: Prythian debe pedirte tu vida a cambio dela que tomaste. Debe pedírtela, sí, en algúnsentido. Así que, como representante de ese reinoinmortal, puedo desangrarte como a un cerdo o...puedes cruzar el muro y vivir el resto de tus díasen Prythian.

Yo parpadeé.—¿Qué?Él lo repitió despacio, como si yo fuera más

estúpida que el cerdo que había mencionado.—Puedes morir esta noche... o puedes ofrecer

tu vida a Prythian viviendo allí para siempre.Tendrías que abandonar el reino de los sereshumanos.

—Hazlo, Feyre —susurró mi padre detrás demí—. Vete. —Yo no lo miré.

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—¿Vivir dónde? Prythian es letal paranosotros, todos y cada uno de los rincones de eselugar... —Era mejor morir aquella misma nocheque vivir en el terror del otro lado del muro hastaque finalmente encontrara la muerte de una maneratodavía más horrenda.

—Yo tengo tierras —dijo el inmortal concalma, como si no quisiera decirlo—. Te doypermiso para vivir allí.

—¿Para qué molestarse? —Tal vez era unapregunta tonta, pero...

—¡Tú mataste a mi amigo! —ladró elinmortal—. Lo asesinaste, le arrancaste la piel, lavendiste en el mercado y después dijiste que se lomerecía. ¿Y tienes el descaro de cuestionar migenerosidad?

«Qué actitud tan típica de los humanos»,parecía pensar en silencio.

—No hacía falta que lo mencionaras. —Meacerqué tanto a él que su aliento me calentó lacara. Los inmortales no mentían, pero podían

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omitir información.El inmortal ladró de nuevo:—Es muy tonto por mi parte olvidar que los

humanos tienen una opinión tan baja de nosotros.¿Es que ya no entienden la piedad? —dijo, loscolmillos moviéndose a centímetros de mi cuello—. A ver si me entiendes, muchacha: puedes venira vivir a mi casa en Prythian, ofrecer tu vida por ladel lobo de esa forma, o salir ahora mismo y dejarque te haga pedazos. Es tu decisión.

Los pasos temblorosos de mi padre sonaronen el aire y un instante después me tomó delhombro.

—Por favor, buen señor..., Feyre es mi hijamenor. Te ruego, te ruego que la perdones. Ella eslo único... lo único... —Pero lo que iba a decir,fuera lo que fuese, murió en su garganta cuando labestia rugió de nuevo. Y sin embargo, oír esaspocas palabras que se había atrevido a pronunciar,

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el esfuerzo que había hecho... era como una hojade acero clavada en el vientre. Papá se encogiómientras repetía—: Por favor...

—¡Silencio! —ladró la criatura, y la rabiabrotó en mí con tanta fuerza que fue toda unahazaña controlarme para no clavarle la daga en elojo. Pero yo sabía que para cuando levantara elbrazo él tendría las garras alrededor de mi cuello.

—Puedo darte oro... —dijo mi padre, y larabia me desbordó. La única forma en que élpodría conseguir dinero era pidiendo limosna. Eincluso así, necesitaba mucha suerte para que ledieran unas pocas monedas. Yo había visto la faltade piedad de los ricos en mi aldea. Los monstruosde nuestro reino mortal eran tan malos como losque vivían al otro lado del muro.

La bestia se burló de su tono implorante.—¿Cuánto vale la vida de tu hija para ti,

humano? ¿Crees que se la puede comparar con unasuma de dinero?

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Nesta seguía protegiendo a Elain detrás deella; su cara estaba tan pálida que parecíacompetir con la nieve que entraba en ráfagas por lapuerta abierta. Pero Nesta vigilaba con cuidadocada uno de los movimientos de la bestia, el ceñofruncido. No se preocupó por mirar a mi padre...,como si supiera la respuesta.

Cuando mi padre no contestó, yo me atreví adar un paso más hacia el inmortal para que meprestase atención a mí, a mí únicamente. Tenía quesacarlo de la casa, alejarlo de mi familia. Por laforma en que había tirado al suelo el cuchillo,cualquier esperanza de escapar dependía deatacarlo por sorpresa. Con su oído agudo, dudabaque me diera alguna oportunidad, al menos no enlos próximos momentos, no hasta que él meconsiderara dócil. Si trataba de atacarlo y huirantes de que llegara ese momento, él destruiría ami familia solo por el placer de hacerlo. Ydespués me buscaría y me encontraría. No, teníaque irme con él, no había otra opción. Y después,

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más tarde, tal vez encontraría una oportunidad paracortarle ese cuello de bestia. O por lo menosdejarlo herido lo suficiente como para poderescapar.

Y si los inmortales no me hallaban de nuevo,no podrían hacerme cumplir el tratado. Aunque esome convirtiera en una maldita, una mujer capaz deromper sus promesas. Pero si me iba con él,rompería la promesa más importante que hubierahecho en mi vida. Era probable que esa promesafuera más importante que cualquier tratado antiguoque yo ni siquiera había firmado.

Solté la daga que tenía en la mano y mirédirectamente a esos ojos verdes durante un ratolargo, en silencio, antes de decir:

—¿Cuándo nos vamos?Sus rasgos de lobo seguían llenos de

ferocidad, de crueldad. Toda esperanza quehubiera tenido de pelear murió cuando él se movióhacia la puerta y fue directo hacia el carcaj que yohabía dejado allí. Sacó la flecha de fresno, la olió

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y le ladró con furia. Con dos movimientos la partiópor la mitad y la arrojó al fuego que ardía detrásde mis hermanas antes de volverse hacia mí. Yoolía mi destino trágico en ese aliento cuando dijo:

—Ahora.«Ahora.»Hasta Elain levantó la cabeza para mirarme

con la boca abierta en un gesto de horror mudo.Pero yo no conseguía mirarla, no miré a Nesta, noasí, ahora, cuando las dos seguían allí, agachadas,en silencio. Me volví hacia mi padre. Sus ojosbrillaban con fuerza, así que eché una ojeada a lospocos armarios que teníamos, donde dos narcisosdemasiado amarillos y desvaídos se curvabansobre las puertas. «Ahora.»

La bestia se paseaba en el umbral. Yo noquería pensar en el lugar al que iba, no queríapensar en lo que él haría conmigo. Correr era unaestupidez hasta que fuera el momento adecuado.

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—El venado os va a durar dos semanas —ledije a mi padre mientras cogía ropa paraprotegerme del frío—. Empezad con la carnefresca, después seguid con la seca... Ya sabéiscómo hacerlo.

—Feyre... —dejó escapar mi padre, pero yoseguí hablando mientras me ponía el abrigo.

—He dejado el dinero de las pieles en lacómoda —dije—. Os va a durar un tiempo sitenéis cuidado. —Finalmente miré a mi padre denuevo y me permití memorizar las líneas de sucara. Me ardían los ojos, pero parpadeé paraborrar la humedad al tiempo que metía las manosen los guantes tibios—. Cuando llegue laprimavera, cazad en el bosquecito al sur de lacurva del arroyo Plateado..., los conejos hacen susmadrigueras en esa zona. Preguntad... preguntadlea Isaac Hale..., os enseñará a hacer trampas. Yo leenseñé a él el año pasado.

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Mi padre asintió y se tapó la boca con unamano. La bestia gruñó una advertencia y salióhacia la noche. Yo me obligué a seguirlo, pero medetuve a mirar a mis hermanas, que continuabanagachadas frente al fuego, como si no se atrevierana moverse hasta que yo me hubiera ido.

Elain murmuró mi nombre, pero siguió encuclillas, con la cabeza baja. Así que yo me volvíhacia Nesta, cuya cara era tan parecida a la de mimadre, tan fría, tan implacable.

—Hagas lo que hagas —le dije con calma—,no te cases con Tomas Mandray. Su padre pega asu mujer y los hijos no hacen nada al respecto. —Los ojos de Nesta se abrieron mucho y memiraron. No obstante, agregué—: Los golpes sonmás difíciles de ocultar que la pobreza.

Nesta se puso tensa, pero no dijo nada...,ninguna de mis hermanas dijo nada mientras yo mevolvía hacia la puerta abierta. Sin embargo, unamano me tomó del brazo y me detuvo.

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Me volví para mirarlo. Mi padre abrió ycerró la boca intentando que le salieran laspalabras. Fuera, la bestia sintió que yo me habíadetenido y envió un gruñido furioso hacia elinterior de la choza.

—Feyre —dijo mi padre. Los dedos letemblaron cuando me cogió las manosenguantadas, pero, de pronto, tenía los ojos másclaros y más valientes que en muchos años—.Siempre fuiste demasiado buena para este lugar,Feyre. Demasiado buena para nosotros, demasiadobuena para cualquiera. —Me apretó las manos—.Si alguna vez te escapas, si alguna vez losconvences de que ya has pagado tu deuda, novuelvas.

Yo no había esperado un adiós tanconmovedor, no lo había esperado en absoluto.

—No vuelvas, no vuelvas nunca —repitió mipadre, y me soltó las manos para cogerme por loshombros—. Feyre... —Titubeó al decir mi nombre;

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le palpitaba la garganta—. Vete a otro lugar..., unlugar distinto, y empieza una nueva vida.

Fuera, la bestia era solo una sombra. Unavida por una vida... ¿Y si la vida ofrecida comopago también significaba perder otras tres? Esaidea era suficiente para sostenerme, para hacermefuerte.

Yo nunca le había contado a mi padre lapromesa que le había hecho a mamá, y no teníasentido explicársela ahora. Así que me separé unpoco para que él me soltara y me fui.

Dejé que los sonidos de la nieve que crujíabajo mis pies se llevaran las palabras de mi padremientras seguía a la bestia hacia los bosquescubiertos por la noche.

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CAPÍTULO

5

Cada paso hacia la línea de árboles me parecíademasiado rápido, demasiado leve, demasiadopronto, porque me llevaba hacia donde me

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esperaban el tormento o la desdicha, fueran cualesfuesen... No me atreví a mirar hacia atrás, hacia lachoza.

Llegamos al bosque. La oscuridad nosllamaba desde más allá.

Había una yegua blanca que esperaba conpaciencia junto a un árbol —no estaba atada—, lapiel como nieve fresca bajo la luz de la luna. Bajóla cabeza, un gesto como si expresara respeto,nada menos, a la bestia que se le acercaba.

Él me hizo una señal con la garra gigantescapara que montara. La yegua seguía quieta, aunqueél pasó lo suficientemente cerca como paracomérsela de un solo bocado. Habían transcurridoaños desde la última vez que yo me había subido aun caballo, y no era más que un poni, pero saboreéla tibieza de la yegua contra mi cuerpo mediocongelado cuando subí a la montura y ella empezóa andar. Sin luz para guiarme, dejé que la bestiame condujera por el camino. Él y la yegua teníancasi el mismo tamaño. No me sorprendió cuando

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nos dirigimos al norte, hacia el territorio de losinmortales, y sin embargo se me encogió elestómago con tanta fuerza que empezó a dolerme.

Vivir con él. Podría vivir el resto de mi vidamortal en las tierras de la bestia. Tal vez eso erapiedad..., pero claro, él no había especificadocómo sería mi vida. El tratado prohibía que losinmortales nos tomaran como esclavos..., aunquetal vez eso excluía a los humanos que hubieranasesinado a un inmortal.

Seguramente iríamos a la grieta en el muroque él había usado para llegar hasta la choza,estuviera donde estuviese, y así me llevaría al otrolado. Y una vez que atravesáramos el muroinvisible, una vez que estuviéramos en Prythian, nohabría forma de que mi familia me encontrara. Yono sería más que una oveja en un reino de lobos.Lobos... lobo.

Asesinar a un inmortal. Eso era lo que habíahecho en el bosque.

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Se me secó la garganta. Había matado a uninmortal. No conseguía sentirme mal al respecto.No con mi familia abandonada así a la muerte porinanición, porque eso era lo que les pasaría sinduda; no cuando esa muerte significaba quehubiera una criatura horrenda, malvada, menos enel mundo. La bestia había quemado mi flecha defresno, así que ahora tendría que confiar en lasuerte para conseguir siquiera una astilla de esamadera de nuevo..., si es que se presentaba unaoportunidad para matarlo. O por lo menosobligarlo a que fuera más lento para poderescapar.

Conocer esa debilidad, esa indefensión frentea la madera de fresno, era la única razón por laque habíamos sobrevivido contra los altos faedurante la antigua rebelión, un secreto que noshabía llegado por la traición de uno de los suyos.

Se me congeló la sangre mientras buscaba envano cualquier señal del tronco estrecho y laexplosión de ramas que, según me habían dicho,

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eran las características de los fresnos. Nuncahabía visto el bosque tan quieto. Hubiera lo quehubiese ahí fuera, tenía que ser algo mansocomparado con la bestia que yo tenía junto a mí, apesar de la tranquilidad que mostraba la yegua.Con suerte, él mantendría a otros inmortales a rayacuando entráramos en su reino.

Prythian. La palabra era una campanada demuerte que me atravesaba como un eco una y otra yotra vez.

Tierras..., él había dicho que tenía tierras,pero ¿qué clase de casa habitaba? La yegua erahermosa y la montura estaba fabricada con cuerode lujo, lo cual significaba que la bestia teníaalgún contacto con la vida civilizada. Yo nuncahabía oído ningún detalle sobre las vidas de losinmortales y los altos fae, no había sabido nadaque no se refiriera a sus habilidades y apetitosmortíferos. Apreté las riendas para que no metemblaran las manos.

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Había pocas descripciones de primera manosobre Prythian. Los humanos que habían cruzado elmuro —ya fuera por propia voluntad, o comotributos de los hijos de los benditos, osecuestrados— no habían vuelto. Había oído lamayor parte de las leyendas de boca de losaldeanos, aunque mi padre me había ofrecidoalguna vez una o dos historias más moderadas enlas noches en que hacía un intento por recordar quenosotras existíamos.

Por lo que yo sabía, los altos fae seguíangobernando el norte de nuestro mundo, desdenuestra gran isla del otro lado del mar que nosseparaba del enorme continente, a través defiordos profundísimos, tierras inhabitadas ycongeladas y desiertos de arena, hasta el granocéano del otro lado. Algunos territorios de losinmortales eran imperios; dominados por reyes yreinas. Y también había lugares como Prythian,divididos y gobernados por siete altos lores, seresde un poder tan terrorífico que, según la leyenda,

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eran capaces de arrasar edificios, acabar conejércitos enteros y destruir a cualquiera antes deque esa persona pudiera parpadear una vez. Yo nolo dudaba.

Nadie me había explicado por qué los sereshumanos seguían quedándose en nuestro territoriocuando nos habían dado tan poco espacio yestábamos tan cerca de Prythian. Tontos...Quienquiera que hubiera permanecido después dela guerra era un tonto suicida por vivir tan cercade los inmortales. A pesar de ese tratado de siglosentre los reinos inmortal y humano, había agujeroslo bastante grandes en el muro como para que esascriaturas letales se deslizaran hasta nuestroterritorio para divertirse atormentándonos.

Ese era el lado de Prythian que los hijos delos benditos nunca se dignaban a reconocer, unaspecto de ese lugar que tal vez yo conocería muypronto. Se me revolvió el estómago. Vivir con él,me recordé una y otra vez. Vivir, no morir.

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Aunque suponía que también podía llegar avivir en un calabozo. Seguramente él meencerraría y se olvidaría de que yo estaba ahí, seolvidaría de que los humanos necesitamos cosascomo comida y agua y tibieza.

La bestia galopaba delante de mí, los cuernosen espiral hacia el cielo de la noche y algunoshilos de aliento caliente que se curvaban desde suhocico. En algún momento tendríamos queacampar; la frontera de Prythian estaba a días decamino. Cuando nos detuviéramos, me quedaríadespierta toda la noche y nunca lo perdería devista. Aunque él había quemado la flecha demadera de fresno, yo había escondido mi últimocuchillo dentro de la capa. Tal vez esa nochetuviera una oportunidad.

Pero no era en mi propia destrucción en loque pensaba cuando me dejaba llevar por elmiedo, la rabia y la desesperación. Mientrasseguíamos adelante —los únicos sonidos a nuestroalrededor eran los del crujido de la nieve bajo sus

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garras y los cascos de la yegua—, pasé de unengreimiento miserable, cuando pensaba en mifamilia muerta de hambre y me daba cuenta de loimportante que había sido yo para ellos, a unaagonía cegadora frente a la idea de mi padrearrodillado en las calles pidiendo limosna, lapierna torcida, mientras renqueando pasaba depersona en persona. Cada vez que miraba a labestia veía a mi padre cojeando por las calles dela aldea, pidiendo monedas para mantener convida a mis hermanas. Peor... porque de qué seríacapaz Nesta para mantener con vida a Elain. No leimportaría la muerte de mi padre. Pero mentiría yrobaría y vendería cualquier cosa por Elain..., ypor ella misma también.

Miré con cuidado la forma en que se movía labestia para tratar de detectar cualquier debilidad,si hubiese alguna. No encontré ninguna.

—¿Qué clase de inmortal eres? —pregunté,las palabras casi tragadas por la nieve y losárboles y el cielo carente de estrellas.

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Él no se molestó en volverse hacia mí. No semolestó en decir ni una sola palabra. De acuerdo.Al fin y al cabo, yo había matado a su amigo.

Lo intenté de nuevo.—¿Tienes nombre? —O cualquier otra cosa

con la que yo pudiera maldecirlo.Un resoplido que podría haber sido una risa

amarga acompañó sus palabras.—¿Acaso te importa, humana?Yo no contesté. En cualquier momento, él

podía cambiar de opinión sobre no matarme.Pero tal vez conseguiría escapar antes de que

decidiera destriparme. Me llevaría a mi familia ynos iríamos en barco, nos marcharíamos lejos, muylejos. Tal vez tratara de matarlo, y no meimportaba la inutilidad del intento, no meimportaba si eso era otro ataque sin provocación;lo mataría por ser el que había venido a pedirmela vida, mi vida, cuando todos ellos valoraban tanpoco las vidas humanas. La mercenaria habíasobrevivido; tal vez yo también podría. Tal vez.

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Abrí la boca para preguntar de nuevo, pero éldejó escapar un gruñido de disgusto. No tuveoportunidad de luchar, de devolver el golpe: unolor pesado, metálico, me alcanzó la nariz. Elagotamiento se cerró sobre mí y la negrura medevoró por completo.

Me desperté de pronto sobre el caballo, aseguradapor lazos invisibles. El sol ya había salido hacíatiempo.

Magia..., eso había sido ese olor, y era lo queme mantenía prisionera, me impedía buscar elcuchillo. Reconocí el poder muy en mi interior, enel centro de los huesos, por una memoria, un terrorcolectivo. ¿Cuánto tiempo hacía que eso memantenía inconsciente? ¿Cuánto me habíamantenido inconsciente el inmortal para no tenerque hablarme?

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Apreté los dientes, y tal vez hubiera exigidorespuestas, tal vez habría gritado hacia dondefuera que él estuviera, más adelante, ignorándome.Pero en ese momento pasaron a mi lado unospájaros que cantaban y una brisa dulce me besó lacara. Miré el portón de metal que tenía delante, laúnica entrada de un seto verde y alto.

Mi prisión o mi salvación; no conseguídecidir cuál de las dos cosas era.

Dos días, llevaba dos días llegar desde lachoza hasta el muro y entrar en la frontera sur dePrythian. ¿Me había mantenido dormida durantetodo ese tiempo? Maldito.

El portón se abrió sin que nadie lo empujasey la bestia pasó hacia el interior. Quisiera yo o no,mi yegua lo siguió.

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CAPÍTULO

6

La propiedad se extendía sobre una tierraondulada, verde. Yo nunca había visto nadasemejante; era imposible comparar nuestra viejafinca de los buenos tiempos con lo que yo estabaviendo. Tenía un velo de rosas y hiedra, con

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patios, balcones y escaleras que nacían en loslaterales de alabastro. Había bosques en elhorizonte, lejos, tanto que yo no veía del todo lalínea distante de los árboles. Tanto color, tanta luzdel sol y movimiento y texturas... No conseguíaempaparme de todo eso con la suficiente rapidez.Pintarlo habría sido inútil: nunca le habría hechojusticia.

Tal vez mi asombro habría dominado a mimiedo si el lugar no hubiera estado tan vacío ysilencioso. Hasta el jardín por el que andábamos,siguiendo un sendero de grava hacia las puertasprincipales de la casa, parecía callado y hundidoen el sueño. Por encima del conjunto de lirios decolor amatista, campanillas pálidas y narcisos decolor manteca que se balanceaban en la brisatranquila, me rozó la nariz aquel olor leve,metálico.

Claro que era magia, porque a ese lugar habíallegado la primavera. ¿Qué poder terrible teníanlos inmortales para hacer de sus tierras un lugar

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tan diferente del nuestro, para controlar lasestaciones y el clima como si fueran sus dueños?El sudor me bajó por la columna mientras sentíalas capas de ropa como un peso sofocante. Hicegirar las muñecas y me moví sobre la montura. Loslazos que me habían retenido, fueran lo que fuesen,habían desaparecido.

Delante de mí, el inmortal avanzaba enzigzag; saltó sin esfuerzo la grandiosa escalera demármol que llevaba a las enormes puertas de robleen un movimiento único, fluido, enorme. Laspuertas se abrieron para él sobre bisagrassilenciosas y entró como una fiera. Habíaplanificado esa llegada, sin duda: me habíamantenido dormida para que no supiera dóndeestaba, no reconociera el camino a casa ni quéotros territorios mortales podrían acechar entre elmuro y yo. Busqué el cuchillo, pero descubrísolamente capas de ropa raída.

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La idea de esas garras sobre mi capa en unintento por hallar el cuchillo me secó la boca.Hice un esfuerzo para apartar la furia, el terror y elasco mientras la yegua se detenía al pie de laescalera, sin necesidad de que yo hiciera nada. Elmensaje era claro. Ese enorme castillo parecíavigilarme, esperarme.

Eché una mirada sobre el hombro al portón,que seguía abierto. Si iba a escaparme, ese era elmomento.

Al sur, lo único que tenía que hacer era irhacia el sur y al final llegaría al muro... si no meencontraba con nada en el camino. Tiré de lasriendas, pero la yegua se quedó donde estaba,aunque le clavé los talones en los costados. Dejéescapar un siseo bajo, fuerte. «De acuerdo.» Mebajé.

Me dolieron las rodillas cuando toqué elsuelo, me deslumbraron los rayos de luz. Meaferré a la montura e hice una mueca; el hambre y

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el dolor me arrasaron los sentidos. Ahora..., teníaque irme ahora. Empecé a moverme, pero elmundo seguía girando y relampagueando.

Solamente una tonta correría sin comida, sinfuerzas.

No podría hacer ni media milla así. Ni mediamilla y él me atraparía y me despedazaría, comohabía prometido.

Respiré hondo, largo, temblando. Comida...,conseguiría comida y después me iría, apenassurgiera otra oportunidad. Ese plan sonaba unpoco más inteligente.

Tan pronto como tuve fuerzas suficientes paracaminar, dejé la yegua al pie de la escalera y subílos escalones de uno en uno. Contuve larespiración cuando pasé a través de las puertasabiertas hacia las sombras de la casa.

Dentro, la casa era todavía más opulenta.Bajo mis pies brillaba el mármol en cuadradosblancos y negros, un suelo que fluía haciaincontables puertas y una escalera curvada.

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Delante se abría un largo y ancho pasillo hacia laspuertas gigantescas de cristal en el otro extremo dela mansión, y al otro lado vi un segundo jardín,más impresionante que el que habíamos atravesadoal llegar. Ninguna señal de calabozos, ni gritos niruegos que se elevaran desde cámaras secretasubicadas abajo, en los sótanos. No, tan solo ellargo gruñido que provenía de una habitacióncercana, tan profundo que hacía resonar losfloreros llenos de gruesos ramos de hortensiassobre las varias mesas del pasillo. Como si lerespondieran, se abrieron unas puertas de maderapulida a mi izquierda. Una orden que yo tenía queobedecer.

Me temblaban los dedos cuando me froté losojos. Yo sabía que los altos fae habían construidopalacios y templos en todo el mundo, edificios quemis antepasados habían destruido después de laguerra, pero nunca me había puesto a pensar cómovivían hoy en día, la elegancia y la riqueza queseguramente poseían. Nunca había pensado que los

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inmortales, esos monstruos feroces, tuvieranpropiedades más grandiosas que cualquier castillohumano.

Me puse tensa cuando entré en la habitación.La mayor parte del espacio estaba ocupada

por una mesa larga, más larga que ninguna de lasque habíamos tenido en nuestra propiedad perdida.Estaba repleta de vino y comida, tanta comida —algunos platos coronados de vapor, incluso— quese me hizo la boca agua. Por lo menos era comidaque me era familiar y no alguna delicia rara de losinmortales: pollo, pan, patatas, pescado,espárragos, cordero... Podría haber sido la fiestade cualquier palacio mortal. Otra sorpresa. Labestia caminó hacia la silla enorme a la cabecerade la mesa.

Yo me detuve en el umbral, los ojos fijos enla comida, toda esa comida caliente, gloriosa...,comida que no podía comer. Esa era la primeraregla que nos enseñaban en la infancia,generalmente en canciones o tonadas: si la

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desgracia hacía que uno tuviera como compañía aun inmortal, no se debía beber jamás su vino,nunca se debía comer lo que se le sirviera. Nunca.A menos que uno quisiera quedar esclavizado encuerpo y mente, a menos que quisiera terminarsiendo arrastrado hacia Prythian. Bueno, lasegunda parte de la amenaza ya había pasado...,pero tal vez yo podría evitar la primera.

La bestia se dejó caer en la silla, la maderacrujió, y en un relámpago de luz blanca seconvirtió en un hombre de cabello dorado.

Ahogué un grito y me apreté contra la paredde paneles junto a la puerta, buscando la molduradel umbral, tratando de calcular la distancia entremi propio cuerpo y la salida. Esa bestia no era unhombre, no era un inmortal de poca alcurnia. Erauno de los altos fae, pertenecía a la noblezagobernante: hermoso, letal, cruel.

Era joven, o por lo menos lo que yo veía desu cara parecía joven. La nariz, las mejillas y lascejas estaban cubiertas por una exquisita máscara

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dorada, adornada con esmeraldas que dibujabanremolinos de hojas. Seguramente una absurdamoda de los altos fae. Los ojos eran lo único quequedaba a la vista; esos ojos me miraban igual quecuando él tenía la forma de bestia; la boca, lapoderosa mandíbula, estaban frente a mí, y loslabios se tensaban en una fina línea.

—Deberías comer algo —dijo. A diferenciade la elegancia de la máscara, la túnica verdeoscura que llevaba puesta era más bien simple,acentuada tan solo por una banda de cuero sobre elpecho. La banda era más para pelear que porrazones de estilo, aunque no llevaba armas,ninguna que yo pudiera detectar. No era solo unode los altos fae, entonces: también era guerrero.

No quería pensar en las razones que teníapara llevar ropas de guerrero y traté de no mirarcon fijeza el cuero de la banda que brillaba bajo laluz del sol que se derramaba desde las ventanasubicadas más atrás. Yo no había visto un cielo sinnubes desde hacía meses. Llenó un vaso de vino

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con el líquido de una exquisita jarra de cristaltrabajado y tomó un largo trago. Como si lonecesitara.

Me deslicé hacia la puerta, el corazóndesbocado con tanta furia que creí que iba avomitar. El metal frío de las bisagras de la puertame mordió los dedos. Si me movía con rapidez, talvez podría salir de la casa y pasar por el portón ensegundos, o menos. No había duda de que él eramás rápido que yo, pero tal vez esos hermososmuebles del pasillo lo hicieran un poco más lento.Aunque sus orejas de fae —con los arcossuperiores delicados, puntiagudos— eran capacesde detectar cualquier susurro, cualquiermovimiento que yo hiciera.

—¿Quién sois? —apenas pude decir. Elcabello dorado y claro era tan parecido al color dela piel de la bestia... Esas garras enormes sin dudaseguían acechando bajo la superficie.

—Siéntate —ordenó él con brusquedad, ymovió la mano señalando la mesa—. Come.

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Yo recordé las tonadas en la mente una y otray otra vez. No valía la pena calmar mi hambredesesperada, no valía el riesgo de quedaresclavizada en cuerpo y alma por esa bestia.

Él dejó escapar un gruñido.—A menos que prefieras desmayarte...—No es bueno para los humanos —me las

arreglé para decir. Al diablo el intento de procurarno ofenderlo.

Él dejó escapar una risa, más salvaje quealegre.

—Esta comida es buena para ti, humana. —Los extraños ojos verdes me clavaron en el lugaren el que estaba, como si pudiera detectar que yoestaba a punto de escaparme en cada uno de mismúsculos—. Vete, si quieres —agregó mostrandolos dientes—. No soy tu carcelero. Las puertasestán abiertas. Dentro de Prythian, puedes vivir enel lugar que quieras.

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Y sin duda... terminar comida o torturada poralgún maldito inmortal. Pero aunque el lugar enque me encontraba fuera civilizado, limpio yhermoso allá donde miraras, yo tenía que irme,tenía que volver. Aunque fuera fría y vana, lapromesa a mi madre era lo único que yo tenía. Nome acerqué a la comida.

—De acuerdo —dijo él, las palabrasadornadas por un gruñido, y empezó a servirse.

No tuve que afrontar las consecuencias denegarme otra vez, porque alguien pasó caminandoa mi lado y fue directamente hacia la cabecera dela mesa.

—¿Y? —dijo el desconocido, otro alto fae,de cabello rojo y finamente vestido con una túnicade plata. Él también llevaba una máscara. Hizo unareverencia frente al hombre que estaba sentado ydespués cruzó los brazos. Por alguna razón, no mehabía detectado ahí, apretada contra la pared.

—Y ¿qué? —Mi captor inclinó la cabeza enun movimiento más animal que humano.

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—Entonces, ¿Andras está muerto?Hubo una inclinación de cabeza de mi

captor... salvador, fuera lo que fuese.—Por desgracia —dijo, con voz

apesadumbrada.—¿Cómo? —quiso saber el desconocido;

tenía los nudillos blancos y los brazos musculososcruzados sobre el pecho.

—Una flecha de fresno —respondió. Sucompañero pelirrojo siseó con rabia—. Elmandato del tratado me llevó hasta la mortal. Leofrecí refugio.

—Una chica..., una chica mortal... mató aAndras. —No había sido una pregunta sino másbien un reguero venenoso de palabras. Eldesconocido miró al otro extremo de la mesa,donde se encontraba mi silla vacía—. Y elmandato dijo que la chica era responsable.

El de la máscara dorada dejó escapar unarisa amarga, grave, y me señaló.

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—La magia del tratado me llevó directamenteal umbral de su casa.

El desconocido se volvió con gracia fluida.La máscara era de bronce y tenía los rasgos de unzorro. Lo tapaba todo menos la mitad inferior de lacara, y dejaba a la vista lo que parecía una cicatrizhorrible que iba desde la frente hasta lamandíbula. No escondía el ojo que le faltaba, o laesfera dorada y tallada que lo reemplazaba, y semovía como si él fuera capaz de usarla para ver.Su mirada se fijó en mí.

Incluso desde el otro lado de la habitación vicómo abría el ojo que le quedaba, un ojo de colorpúrpura. Olfateó una vez el aire, los labios unpoquito curvados y, debajo, los dientes blancos, ydespués se volvió hacia el otro inmortal.

—Estás bromeando —dijo con tranquilidad—. ¿Esa cosita flacucha hizo caer a Andras conuna sola flecha de fresno?

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Maldito, un maldito, sí. Lástima que yo notuviera la flecha en mis manos... podría haberlomatado a él en ese mismo instante.

—Ella lo admitió —dijo el del pelo dorado,tenso, mientras tocaba el borde de su vaso con undedo. Una garra larga, letal, se apoyó contra elmetal. Yo peleé para mantener tranquila mirespiración. Especialmente cuando él dijo—: Notrató de negarlo.

El inmortal de la máscara de zorro se apoyóen el borde de la mesa; la luz se enredó en el largocabello rojo. Podía entender que usara la máscara,con esa cicatriz brutal y ese ojo vacío, pero el otroalto fae parecía entero. Tal vez la usaba porsolidaridad. Tal vez eso explicaba esa absurdamoda.

—Bueno —gruñó enfurecido el pelirrojo—,ahora estamos obligados a tener eso aquí gracias atu piedad inútil. Así arruinaste...

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Yo di un paso adelante, solo un paso. Noestaba segura de lo que iba a decir, pero que mehablaran así... Mantuve la boca cerrada, pero elpaso fue suficiente.

—¿Disfrutaste al matar a mi amigo, humana?—preguntó el pelirrojo—. ¿Dudaste, o el odio entu corazón te arrastraba con tanta fuerza que nisiquiera pensaste en dejarlo ir? Imagino queacabar con él fue muy satisfactorio para una cositamortal como tú.

El de cabello dorado no dijo nada, pero se letensó la mandíbula. Mientras los dos meestudiaban, busqué el cuchillo que no estaba ahí.

—Bueno —continuó diciendo el de lamáscara de zorro, mirando otra vez a sucompañero con gesto despectivo. Seguramente sereiría si yo sacaba un arma contra él—. Tal vezhay una forma de...

—Lucien —lo interrumpió mi captor contranquilidad; el nombre tenía un eco de desprecio—. Compórtate.

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Lucien se puso rígido, pero dio un salto,alejándose del borde de la mesa, y me hizo unagran reverencia.

—Mis disculpas, señora. Ha sido solo unabroma. Soy Lucien. Cortesano y emisario. —Medirigió un gesto florido—. Vuestros ojos son comoestrellas y vuestro cabello como oro pulido.

Inclinó la cabeza; esperaba que yo le diera minombre. Pero decirle cualquier cosa sobre mí,sobre mi familia, sobre el lugar del que yoprocedía...

—Se llama Feyre —dijo el inmortal que mehabía apresado. Supuse que había oído mi nombreen la choza. Esos ojos verdes sorprendentesbuscaron los míos de nuevo y después sevolvieron hacia la puerta—. Alis te acompañará atu habitación. Te vendría bien un baño y otra ropa.

Yo no terminaba de decidir si lo que me decíaera un insulto o no. Una mano firme se me posó enel hombro y me estremecí. Una mujer obesa decabello castaño con una máscara simple de pájaro

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me tomó del brazo y señaló con la cabeza hacia lapuerta abierta a nuestra espalda. El delantal blancoque llevaba estaba limpio sobre el vestido marrónhecho en casa. Una sirvienta. Las máscaras eranuna especie de tendencia, entonces.

Si les importaba tanto la ropa que se ponían,lo que se ponían los sirvientes, tal vez eran losuficientemente superficiales y vanos para que yoconsiguiera engañarlos a pesar de la banda deguerrero del señor de la mansión. Sin embargo,eran altos fae. Tendría que ser inteligente ypaciente y esperar mi momento para escapar. Asíque dejé que Alis me llevara a donde quisiera.Habitación, no celda. Un pequeño alivio, porcierto.

No había dado ni dos pasos cuando Luciengruñó:

—¿Esas son las cartas que nos dio el Calderopara jugar esta mano? ¿Ella mató a Andras? Nodeberíamos haberlo mandado allá, ninguno deellos debería haber ido allá. Era una misión

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estúpida. —El gruñido era más amargo queamenazador. ¿También él podía cambiar de forma?—. Tal vez deberíamos ser firmes por una vez...,tal vez ha llegado el momento de decir basta.Dejemos a la chica en alguna parte, matémosla...,no me importa; si se queda, va a ser una carga.Ella preferiría clavarte un cuchillo en la espaldaantes que dirigirte la palabra..., y lo mismo haríacon cualquiera de nosotros.

Yo mantuve la respiración tranquila, laespalda firme y...

—No —replicó el otro—. No vamos a hacernada hasta que sepamos con seguridad que no hayotra salida. Y en cuanto a la chica, se queda. No vaa sufrir ningún daño. Fin de la discusión. Su vidaen esa covacha era ya bastante infierno.

Se me arrebolaron las mejillas, solté el aireretenido y evité mirar a Alis mientras sentía susojos sobre mí. Una covacha..., supongo que eso eranuestra choza comparada con este lugar fabuloso.

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—Entonces, tienes un buen trabajo pordelante, muchacho —dijo Lucien—. Seguramentela vida de ella va a ser un buen sustituto de la deAndras...; tal vez hasta pueda entrenarse con losotros en la frontera.

Un gruñido de rabia resonó en el aire.Las paredes brillantes, sin marcas, me

tragaron y ya no oí nada.

Alis me llevó por pasillos de oro y plata hasta quellegamos a un dormitorio fastuoso en el segundopiso. Admito que no luché demasiado cuando ellay otros dos sirvientes, enmascarados también, mebañaron, me cortaron el pelo y después mefrotaron la piel hasta que me sentí como un polloal que preparan para la cena. Por lo que sabía...,tal vez yo fuera la próxima comida de los señores.

Solamente la promesa del alto fae —vivirmis días en Prythian en lugar de morir— impedíaque me viniera abajo. Aunque los inmortales que

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había a mi alrededor parecían humanos, exceptopor las orejas, yo nunca había sabido cómollamaban los altos fae a sus sirvientes. Pero no meatreví a preguntar ni a dirigirles la palabra, ymucho menos cuando el solo hecho de tener esasmanos sobre mi cuerpo, tenerlos tan cerca, bastabapara que debiera concentrarme en no echarme atemblar.

Sin embargo, miré el vestido de terciopeloturquesa que Alis había puesto sobre la cama y meapreté la bata blanca contra el cuerpo, me hundí enuna silla y pedí que me devolvieran mi ropa. Alisse negó, y cuando volví a rogarle, tratando desonar patética, triste y digna de lástima, salió de lahabitación dando un portazo. Yo no me habíapuesto un vestido en años. No pensaba empezarentonces, cuando escaparme era la prioridadnúmero uno. Dentro de un vestido no podríamoverme con facilidad.

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Envuelta en la bata, me quedé sentada ahídejando pasar el tiempo; los únicos sonidos eranlos de los trinos de los pajaritos en el jardín delotro lado de las ventanas. Ni gritos, ni ruidosmetálicos de armas, ninguna señal de matanzas ytorturas.

El dormitorio era más grande que todanuestra choza. Las paredes estaban pintadas deverde claro, decoradas con delicadeza con líneasde oro y molduras también doradas. Me habríaparecido de mal gusto si no fuera porque losmuebles de marfil y las alfombras secomplementaban perfectamente. La gigantescacama era de un color similar y las cortinas quecolgaban de la enorme cabecera se movían a causade la brisa que entraba por las ventanas abiertas.La bata era de la seda más fina que yo hubieravisto nunca, con bordes de puntilla, tan simple yexquisita que me sentí tentada a pasar un dedosobre la tela.

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Las pocas historias que yo conocía eran unerror, o quinientos años de separación las habíantrastocado. Sí, yo seguía siendo la presa, seguíasiendo débil por nacimiento, inútil comparada conellos, pero el lugar era... pacífico. Tranquilo. Amenos que todo fuera una ilusión y la solución alas exigencias del tratado fuera una mentira..., untruco para hacer que yo me relajara antes dedestruirme. A los altos fae les gustaba jugar con lacomida.

La puerta crujió y Alis volvió a entrar conuna pila de ropa en las manos. Levantó una camisagris empapada.

—¿Esto queréis poneros? —Yo miré con laboca abierta los agujeros en los costados y lasmangas—. Se hizo pedazos apenas las lavanderasla pusieron en el agua. —Levantó unos haraposmarrones—. Esto es lo que quedó de vuestrospantalones.

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Enterré la palabrota que luchaba por salir delcentro de mi pecho. Tal vez Alis fuera sirvienta,pero podía matarme con facilidad.

—¿Vais a poneros el vestido, entonces? —quiso saber. Yo era consciente de que tenía quelevantarme, aceptar, pero me hundí más en la silla.Alis me miró un instante y después salió de nuevo.

Volvió con unos pantalones y una túnica queme quedaban bien, los dos de hermosos colores.Un poco demasiado complicados, sí, pero no mequejé cuando me puse la camisa blanca ni cuandome abotoné la túnica verde oscura y pasé lasmanos sobre el hilo áspero, dorado, del bordadode las solapas. Eso tenía que costar una fortuna yle gustaba a una parte de mi mente, la parte queadmiraba las cosas hermosas y raras y llenas decolores.

Yo era demasiado joven para recordar eltiempo anterior a la caída de mi padre. Él mehabía consentido lo suficiente como para dejarmeentrar en sus habitaciones y, a veces, hasta me

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había explicado lo que valían las mercancías, perohacía ya mucho que me había olvidado de esosdetalles. El tiempo que pasé en sus oficinas, llenasde perfumes de especias exóticas y música enlenguas desconocidas, era el centro de la mayoríade mis pocos recuerdos alegres. No necesitabasaber el valor de lo que había en esa habitaciónpara comprender que solamente esas cortinas decolor esmeralda —de seda, con terciopelo doradoen los bordes— podrían habernos alimentadodurante una vida entera.

Un escalofrío me corrió por la espalda. Talvez hacía días que me había ido. La carne delvenado ya estaría terminándose en la choza.

Alis me arrastró hacia una silla baja frente alhogar oscurecido por el fuego, y no me resistícuando me pasó el peine por el cabello y empezó atrenzármelo.

—No sois mucho más que piel y huesos —dijo, los dedos hundidos en mi cabellera.

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—Es lo que le hace el invierno a los pobresmortales —respondí, luchando para que no senotara la agresividad en la voz.

Ella ahogó una risa.—Si sois sensata, mantened la boca cerrada y

los oídos bien abiertos. Os va a ir mejor que conla lengua suelta. Y estad siempre alerta..., hasta lossentidos traicionan aquí. —Traté de no asustarmepor esa advertencia. Alis continuó—: Algunos vana estar furiosos por Andras. Es lógico. Para míAndras fue un buen centinela, pero él ya sabía a loque podía enfrentarse cuando atravesara el muro...,sabía que encontraría problemas. Y los otrosentienden los términos del tratado, aunque tal vezestén resentidos por vuestra presencia aquí. Estáisaquí gracias a la naturaleza piadosa de nuestroseñor. Así que bajad la cabeza y nadie va amolestaros. Aunque Lucien..., bueno, a ese levendría bien que alguien le ladrara un poco si vostenéis el coraje de hacerlo.

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Yo no lo tenía, y cuando iba a preguntarle aquién debía evitar, ella ya había terminado con mipelo y salía hacia el pasillo.

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CAPÍTULO

7

El alto fae de cabellos dorados y Lucien estabansentados a la mesa cuando Alis me condujo alcomedor. Ya no había platos frente a ellos, perolos dos seguían tomando tragos cortos en copas deoro. Oro verdadero, no pintado ni chapado. Me

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pasaron por la mente nuestros cubiertos, todosdiferentes entre sí, mientras me detenía en mediode la habitación. Tanta riqueza..., tanta riquezadeslumbrante, y nosotros sin nada.

«Bestia medio salvaje», me había llamadoNesta. Pero comparada con él, comparada con estelugar, comparada con la forma elegante con queellos sostenían las copas de oro, la forma en que elde pelo dorado me había llamado humana...,nosotros éramos las bestias medio salvajes.Aunque ellos fueran los que podían meterse en unapiel con pelo y garras.

La comida seguía en la mesa, la combinaciónde aromas de las especias me llamaba por el aire.Me estaba muriendo de hambre, me sentíaterriblemente mareada.

La máscara del alto fae de cabello doradobrillaba con los últimos rayos del sol de la tarde.

—Antes de que me preguntes de nuevo, teaviso: no va a pasarte nada si comes. —Indicó lasilla al otro lado de la mesa. No vi señal alguna de

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las garras. Cuando no me moví, suspiró con fuerza—. ¿Qué quieres, entonces?

No dije nada. Comer, escaparme, salvar a mifamilia...

Lucien habló con mucha lentitud desde el otrolado de la mesa.

—Te lo dije, Tamlin. —Volvió la mirada a suamigo—. Tus habilidades con las hembras se hanoxidado un poco en las últimas décadas.

Tamlin. Él miró a Lucien con furia, y seremovió en la silla. Yo traté de no ponerme rígidafrente a la otra información que había dejadoescapar Lucien: «Décadas».

Tamlin no parecía mucho mayor que yo, perosu especie era inmortal. Tal vez tenía cientos deaños. Miles. La boca se me secó cuando estudiéesas caras raras, enmascaradas..., no humanas,primarias, imperiosas. Como dioses inmóviles ocortesanos salvajes.

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—Bueno —dijo Lucien; el único ojo que lequedaba estaba ahora fijo en mí—, después detodo no tienes tan mal aspecto. Un alivio, supongo,ya que vas a vivir con nosotros. Aunque la túnicano es tan bonita como un vestido.

Lobos listos para saltar sobre la presa, esoeran, como su amigo muerto. Yo era totalmenteconsciente de mi situación, y tomé aire para decir:

—Preferiría no usar vestido.—¿Y por qué no? —preguntó Lucien con voz

suave. Fue Tamlin el que contestó por mí.—Porque matarnos es más fácil en

pantalones.Mantuve la cara impasible y obligué a mi

corazón a calmarse mientras decía:—Ahora que estoy aquí, ¿qué pensáis hacer

conmigo?Lucien hizo un ruidito despectivo, pero

Tamlin ladró impaciente:—Siéntate.

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Había una silla vacía cerca del extremo de lamesa. Tanta comida caliente y cubierta de especiastentadoras... Seguramente los sirvientes habíanllevado más mientras yo me lavaba. Tanto gastoinútil. Cerré las manos hasta que se convirtieronen puños.

—No vamos a morderte. —Los dientesblancos de Lucien brillaron de una forma quesugería lo contrario. Yo evité la mirada, evité eseojo metálico, extraño, animado, que ponía el focoen mí mientras me acercaba muy despacio a lasilla y me sentaba.

Tamlin se levantó, caminó alrededor de lamesa, acercándose cada vez más; sus movimientoseran suaves y letales, un predador cuya sangre erapoder puro. Me supuso un esfuerzo quedarmequieta, sobre todo cuando él cogió un plato, me loacercó y puso algo de carne y salsa en él.

Dije con la voz tranquila:—Puedo servirme sola. —Cualquier cosa,

cualquiera, con tal de mantenerlo lejos de mí.

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Tamlin se detuvo, tan cerca que unmovimiento rápido de esas garras que acechabanbajo la piel podría haberme desgarrado el cuello.¿Por eso era que la banda de cuero no tenía armas?¿Quién las necesitaba cuando uno mismo era unarma?

—Es un honor para un ser humano que losirva un alto fae —dijo él con la voz ronca.

Yo tragué saliva. Él siguió apilando comidaen el plato. Se detuvo solo cuando este estuvorepleto de carne, salsa y pan, y después me llenóel vaso de vino blanco, brillante. Solté el aireretenido cuando volvió a su asiento, y seguramenteél lo oyó.

No quería otra cosa que enterrar la cara en elplato y comer y seguir comiendo todo lo que habíaen la mesa, pero apreté las manos contra losmuslos y miré con detenimiento a los dosinmortales.

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Ellos me observaron, los ojos demasiadofijos para que fuera una mirada casual. Tamlin seenderezó un poquito.

—Tienes..., tienes mejor aspecto que antes.¿Era un cumplido? Yo podría haber jurado

que Lucien le hacía un gesto de asentimiento aTamlin.

—Y tienes el cabello... limpio.Tal vez era el hambre desesperada que tenía

lo que me llevaba a alucinar ese pobre intento dehalago. Sin embargo, me recliné en la silla y hablé,sin levantar la voz, como le hubiera hablado acualquier predador.

—¿Sois alto fae..., de la nobleza de losinmortales?

Lucien tosió y miró a Tamlin.—Creo que eres capaz de contestar eso.—Sí —asintió Tamlin, con el entrecejo

fruncido como si buscara algo que decirme.Después, se decidió y continuó—: Los dos somosaltos fae.

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De acuerdo. Un hombre..., un inmortal... depocas palabras. Yo había matado a su amigo, erauna invitada no querida. Claro que él no teníaganas de hablarme.

—¿Qué vais a hacer conmigo ahora que estoyaquí?

Los ojos de Tamlin seguían fijos en mí.—Nada. Haz lo que tú quieras.—Entonces, ¿no soy vuestra esclava? —me

atreví a preguntar. Lucien se ahogó con el vino.Pero Tamlin no sonrió.

—No tenemos esclavos.Disimulé el alivio de la tensión en el pecho.—¿Y qué hago con mi vida aquí, entonces?

—insistí—. ¿Queréis que me gane..., que me ganelo que como? ¿Que trabaje? —Si él no lo habíapensado antes era una estupidez hacer esapregunta, pero yo tenía... tenía que saber.

Tamlin se puso tenso.—Lo que hagas con tu vida no es problema

mío.

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Lucien se aclaró la garganta con muchaintención y Tamlin le echó una mirada furiosa.Después de un intercambio que no entendí, Tamlinsuspiró y dijo:

—¿No... no tienes pasatiempos?—No. —No era verdad, pero no pensaba

explicarle que me gustaba pintar. No cuandoaparentemente le costaba tanto hablarme de formacivilizada.

Lucien musitó:—Tan típico de los humanos...La boca de Tamlin se ladeó en una mueca.—Haz lo que quieras con tu tiempo. Pero no

te metas en problemas.—Así que pensáis retenerme para siempre.

—Lo que yo quería decir era: «Así que voy aquedarme en medio de este lujo mientras mifamilia se muere de hambre...».

—Yo no hice las reglas —dijo Tamlin,lacónico.

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—Mi familia se está muriendo, se mueren dehambre —dije. No me importaba ponerme derodillas y rogar... No era por eso. Había dado mipalabra y la había mantenido tanto tiempo que noera nada ni nadie sin ella—. Por favor, dejadme ir.Tiene que haber... tiene que haber una manera dedarles otra interpretación a las reglas deltratado..., otra forma de expiar lo que hice.

—¿Expiar? —dijo Lucien—. ¿Te disculpasteacaso?

Por lo visto, se habían terminado los intentosde halagarme. Así que miré a Lucien directamenteal ojo que le quedaba y dije:

—Lo lamento.Lucien se inclinó hacia atrás en la silla.—¿Cómo lo mataste? ¿Fue una lucha

sangrienta o un asesinato a sangre fría?Se me tensó la espalda.—Le disparé una flecha de madera de fresno.

Y después una común en el ojo. No peleó. Tras elprimer ataque, lo único que hizo fue mirarme.

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—Pero lo mataste de todos modos..., lomataste aunque no hizo ningún movimiento paraatacarte. Y después le arrancaste la piel —siseóLucien.

—Basta, Lucien —interrumpió Tamlin a suamigo. Su voz fue como un ladrido—. No quierooír ningún detalle. —Se volvió hacia mí, oscuro,brutal, inflexible.

Yo hablé antes de que él pudiera decir nada.—Mi familia no va a durar ni un mes sin mí.

—Lucien soltó una risita y yo apreté los dientes—.¿Sabéis lo que es tener hambre? —preguntémientras la rabia devoraba mi sentido común—.¿Sabéis lo que es no tener ni idea de cuándo vas acomer de nuevo?

La mandíbula de Tamlin se había puestotensa.

—Tu familia está viva y bien atendida. ¿Tanbaja es tu opinión de los inmortales que crees quesoy capaz de llevarme a su única fuente deingresos y alimento y no reemplazarla?

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Yo me enderecé.—¿Lo juráis? —Aunque los inmortales no

podían mentir, tenía que asegurarme.Se rio con incredulidad.—Por todo lo que soy y lo que poseo.—¿Por qué no me lo dijisteis cuando salimos

de la choza?—¿Me habrías creído? ¿Me crees ahora? —

Las garras de Tamlin se hundieron en losapoyabrazos de su silla.

—¿Por qué iba a creer una sola palabra quevos me dijerais? Vosotros sois maestros en enredarlas verdades y usarlas en vuestro beneficio.

—Algunos dirían que es poco sensato insultara un fae en su propia casa —gruñó Tamlin—.Algunos dirían que deberías estar agradecidaconmigo porque te encontré antes de que otro demi especie se presentara a cobrar la deuda,agradecida conmigo por perdonarte la vida yofrecerte la oportunidad de vivir rodeada de estacomodidad.

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Me puse de pie de un salto. ¡A la mierda lasensatez! Estaba por derribar la silla cuando unasmanos invisibles me cogieron de los brazos y mevolvieron a sentar.

—No hagas lo que estás pensando hacer, sealo que sea —dijo Tamlin. Me quedé inmóvilmientras el olor de la magia me rozaba la nariz.Traté de retorcerme en la silla, busqué los lazosinvisibles. Pero tenía los brazos bien sujetos y laespalda aplastada contra la madera con tantafuerza que me dolía. Miré el cuchillo junto alplato. Debería haberlo levantado primero..., fuerao no un esfuerzo inútil.

—Te lo voy a decir una sola vez. —La voz deTamlin era amenazadoramente suave—. Solo una ydespués quedará en tus manos, humana. No meimporta si te vas a vivir a otro lugar de Prythian.Pero si cruzas el muro, si te escapas, nadie va aseguir cuidando a tu familia.

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Esas palabras fueron como si hubiera lanzadopiedras contra mi cabeza. Si me escapaba, sitrataba de huir, con toda probabilidad él hundiría ami familia. Y aunque me atreviera a correr eseriesgo..., aunque consiguiera llegar hasta ellos,¿adónde los llevaría? No podía meter a mishermanas en un barco..., cuando llegáramos allugar que eligiéramos, fuera cual fuese, un lugarseguro, no tendríamos dónde vivir. Pero que élusara el bienestar de mi familia como arma contramí, que amenazara su supervivencia si yo noobedecía...

Abrí la boca, pero su voz despectiva, sugrito, hizo vibrar los vasos.

—¡¿No te parece justo?! Y si te escapas, talvez no tengas tanta suerte con el que vaya abuscarte la próxima vez. —Volvió a esconder lasgarras dentro de los nudillos. —La comida no estáencantada, no tiene drogas y es culpa tuya si tedesmayas. Así que vas a sentarte a esa mesa,Feyre, y vas a comer. Y Lucien va a hacer todo lo

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que pueda para ser cortés. —Echó una miradaaguda en dirección a su amigo. Lucien se encogióde hombros.

Los lazos invisibles se aflojaron y yo hiceuna mueca mientras desentumecía las manos allado de la mesa. Los lazos en las piernas y en lacintura seguían ahí. Una mirada a los ojosardientes, verdes, de Tamlin me dijo lo que yoquería saber: era su invitada, pero no iba alevantarme de la mesa hasta que hubiera comidoalgo. Pensaría más tarde en mi súbito cambio deplanes. Ahora... ahora miré el tenedor de plata y lolevanté con mucho cuidado.

Me vigilaban, vigilaban todos mismovimientos, hasta el temblor de la nariz cuandoolí la comida que tenía en el plato. No parecíahaber ningún aroma metálico. Y los inmortales nomentían. Así que él había dicho la verdad sobre lacomida. Pinché un pedacito de pollo y me lo metíen la boca.

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Fue un esfuerzo no dejar escapar un gemido.No había probado nada semejante en años.Comparado con eso, incluso lo que comíamosantes de la ruina de mi padre sabía a ceniza. Mecomí el plato entero en silencio, demasiadoconsciente de la mirada de los altos fae, quecontrolaban cada mordisco, pero cuando estiré lamano para coger otro pedazo de tarta de chocolate,la comida desapareció. Desapareció bruscamentecomo si nunca hubiera existido, y no quedó ni unamiga.

Me tragué lo que tenía en la boca, apoyé eltenedor en la mesa para que no vieran que metemblaba la mano.

—Un bocado más y lo hubieras vomitadotodo —dijo Tamlin mientras tomaba un trago de sucopa.

Los lazos que me retenían se aflojaron. Era unpermiso silencioso para que me retirara.

—Gracias por la comida —dije. Era lo únicoque se me ocurría.

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—¿No vas a quedarte a tomar algo de vino?—dijo Lucien, como un veneno suave, desdedonde estaba sentado.

Puse las manos sobre los apoyabrazos de miasiento para levantarme.

—Estoy cansada. Me gustaría dormir.—Hace décadas que no veo a uno de

vosotros. —Lucien hablaba despacio—. Perovosotros no cambiáis nunca, así que no creoequivocarme cuando pregunto por qué razón osparece tan desagradable nuestra compañía cuandoes probable que los hombres de allá no sean grancosa.

En el otro extremo de la mesa, Tamlin le echóuna mirada larga, de advertencia. Lucien lo ignoró.

—Vos sois alto fae —dije tensa—. Ospreguntaría entonces para qué os molestáis eninvitarme..., en cenar conmigo. —Qué tonta era...Esos dos podrían haberme matado cien veces.

Lucien dijo:

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—Cierto. Pero hazme un favor y contesta:eres una mujer humana y sin embargo prefierescomer carbón antes que sentarte con nosotros másde lo necesario. Olvida esto. —Hizo un gesto levehacia el ojo de metal y la cicatriz brutal que lecruzaba la cara—. Seguramente no somos tan feos.—Típica arrogancia inmortal. Por lo menos en esolas leyendas tenían razón. Me guardé esepensamiento—. A menos que tengas a alguien en tucasa. A menos que haya una fila de pretendientesen la puerta de tu covacha que haga que nosotros teparezcamos gusanos...

Había mucho de rabia en eso, y sentí ciertasatisfacción cuando dije:

—Tenía un trato cercano con un hombre de mialdea.

Antes de que ese tratado me arrancara deahí, antes de que fuera tan claro que los altos faepueden hacernos lo que quieran y nosotros notenemos con qué devolver el golpe.

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Tamlin y Lucien intercambiaron miradas, perofue Tamlin el que preguntó:

—¿Estás enamorada de ese hombre?—No —dije, con voz tan indiferente como

pude. No era mentira, y si yo hubiera sentido algoasí por Isaac, mi respuesta habría sido la misma.Ya era bastante que un alto fae supiera que existíami familia. No necesitaba agregar a Isaac a esalista.

Por segunda vez, se volvieron a mirar.—¿Amas a otro? —preguntó Tamlin a través

de los dientes apretados. A mí se me escapó unarisa histérica.

—No. —Los miré a los dos. Qué estupidez.Esos seres letales, inmortales..., ¿no tenían nadamejor que hacer?—. ¿En serio es eso lo quequeréis saber sobre mí? ¿Si sois más hermosospara mí que los hombres humanos? ¿Si tengo unhombre en casa? ¿Para qué os preocupáis por

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preguntarlo si estoy condenada a quedarme aquídurante el resto de mi vida? —Una corriente rojade rabia me corrió por los sentidos.

—Queremos saber más de ti porque vas aquedarte durante un buen tiempo —dijo Tamlin;sus labios eran como una línea fina—. Pero lavanidad de Lucien suele ganar a sus modales. —Suspiró como si estuviera listo para acabarconmigo y dijo—: Vete a descansar. La mayorparte de los días estamos muy ocupados, así que sinecesitas algo, pídeselo al personal. Ellos seencargarán.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué sois tangeneroso?

Lucien me observó con una mirada quesugería que él tampoco tenía ni idea, que al fin y alcabo yo había matado a su amigo, pero Tamlin fijólos ojos en mí durante un largo momento.

—Porque mato demasiado —dijo por fin,encogiendo los anchos hombros—. Y tú eres losuficientemente insignificante como para no

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molestar en estas tierras. A menos que decidasempezar a matarnos.

Un calor leve me subió a las mejillas, alcuello. Insignificante..., sí, yo era insignificantepara esas vidas, insignificante frente a ese poder.Tan insignificante como los dibujos desvaídos,descascarillados, que había pintado en la choza.

—Bueno..., gracias —dije, aunque no sentíaningún tipo de agradecimiento.

Él inclinó la cabeza en un gesto distante y mehizo un ademán para que me fuera. Despedida.Como la despreciable humana que era. Lucienlevantó el mentón y me mostró una media sonrisaperezosa.

Ya había tenido suficiente. Me puse de pie yretrocedí hacia la puerta. Darles la espalda habríasido como darle la espalda a un lobo que podíadecidir en un instante si matarme o perdonarme lavida. Ellos no dijeron nada cuando me deslicé porla puerta y salí al pasillo.

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Un momento después, la risa como un ladridode Lucien hizo eco en los pasillos, seguida por ungruñido agudo, feroz, que lo obligó a callarse.

Esa noche dormí a ratos; la traba que cerrabala puerta de mi habitación parecía una burla.

Me desperté por completo antes del alba, peroseguí mirando el techo adornado con filigranas,cómo se colaba la luz creciente entre las cortinas,saboreando la suavidad del colchón. En casa, yosalía de la choza apenas amanecía, aunque mishermanas me chistaban para que no hiciese ruidotodas las mañanas, enojadas porque yo lasdespertaba temprano. Si hubiera estado en casa, yahabría ido a los bosques, no habría querido perderni un momento de la preciosa luz del sol, estaríaescuchando la charla adormilada de los pocospájaros del invierno. En lugar de eso, esedormitorio y la casa más allá de las paredes sehallaban en silencio; la enorme cama, desconocida

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y vacía. Una pequeña parte de mí extrañaba latibieza de los cuerpos de mis hermanas contra elmío.

Nesta estaría estirando las piernas ysonriendo en ese espacio más grande. Seguro queme imaginaba en el vientre de un inmortal;probablemente eso la satisfacía y contaría lanoticia para hacerse la víctima con los aldeanos.Tal vez mi fatídico destino haría que algunosentregaran, compasivos, unas sobras a mi familia.O tal vez Tamlin les había dado suficiente dinero ocomida, o lo que él supusiera que significaba«cuidarlos», y así sobrevivirían ese invierno. O talvez los aldeanos se habían puesto en contra de mifamilia, tal vez no querían que los asociaran conPrythian, tal vez los habían echado de la aldea.

Enterré la cabeza en la almohada y subí lasmantas más arriba. Si Tamlin les había dado algo,y si esos beneficios fueran a terminar apenas yocruzara el muro, seguramente en lugar de festejarmi regreso lo lamentarían.

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«Tienes el cabello... limpio.»Un cumplido patético. Yo suponía que si él

me había invitado a vivir ahí, me había perdonadola vida, no era del todo... malvado. Quizá habíaestado tratando de suavizar de algún modo laforma horrible en que nos habíamos conocido.Quizá habría una forma de persuadirlo de queencontrase un resquicio para hacer que la magiadel tratado me dejara ir. Y si no un resquicio,puede que una persona...

Estaba pasando de un pensamiento a otro,intentando entender ese laberinto de sucesos,cuando oí un ruido en la traba de la puerta y...

Un golpe y un alarido. Me puse en pie de unsalto y encontré a Alis derrumbada en el suelo. Lasoga que había hecho con los adornos de lascortinas colgaba suelta desde el lugar en que lahabía colocado para que golpeara la cara decualquiera que entrase en la habitación. No habíapodido hacer más que eso.

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—Perdón, perdón —balbucí, y salté de lacama, pero Alis ya se había levantado yrefunfuñaba mientras se alisaba el delantal.Frunció el entrecejo, mirando la soga que colgabade un gancho.

—¿Qué es esto?, ¡por el sagrado nombre delCaldero...!

—No supuse que entraría nadie tan temprano.Pensaba sacarlo y...

Alis me examinó de pies a cabeza.—¿Y creéis que un poquito de soga, un golpe

en la cara, va a impedir que os rompa los huesos?—Se me congeló la sangre en las venas—.¿Pensasteis que esto nos haría algo... a cualquierade nosotros?

Yo me habría seguido disculpando de no serpor el desprecio que noté en sus palabras. Crucélos brazos.

—Es solo una alarma para tener tiempo parahuir. No una trampa.

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Ella parecía dispuesta a escupirme, pero depronto entrecerró los ojos.

—No sois más rápida que nosotros,muchacha —dijo.

—Lo sé —asentí, con el corazón por fintranquilo—. Pero prefiero estar preparada ante lamuerte.

Alis ladró una risa.—Mi señor os dio su palabra: podéis vivir

aquí. Vivir, no morir. Nosotros obedecemos. —Estudió el pedazo de soga que colgaba frente aella—. ¿Teníais que arruinar esas hermosascortinas?

Yo no quería... traté de impedirlo, pero mesurgió en los labios una sonrisa. Alis se dirigiócon grandes zancadas hasta lo que quedaba de lascortinas y las abrió; al otro lado, el cielo seguíasiendo de un color azul oscuro, casi negro, conpinceladas de tonos magenta y naranja de la auroracreciente.

—Perdón —me disculpé de nuevo.

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Alis hizo chasquear la lengua.—Por lo menos estáis dispuesta a luchar,

muchacha. Eso tengo que admitirlo.Abrí la boca para contestar, pero en ese

momento entró otra sirvienta con una máscara depájaro y una bandeja con el desayuno en la mano.Me deseó buenos días en tono cortante, puso labandeja en una mesita junto a la ventana ydesapareció en la cámara de baño que estaba a unlado. El sonido del agua corriente llenó lahabitación.

Me senté a la mesa y estudié la avena, loshuevos y la panceta..., sí, panceta. La comidaseguía siendo parecida a la que conocíamos al otrolado del muro. No sé por qué había esperado otracosa. Alis sirvió una taza de algo que se parecía alté en aspecto y en olor: aromático, de cuerpofuerte, sin duda importado y muy costoso. Prythiany mi tierra no eran exactamente lugares fáciles dealcanzar.

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—¿Qué es este lugar? —pregunté con voztranquila—. ¿Dónde está este lugar?

—Es seguro, y eso es lo único que hace faltaque sepáis —dijo Alis, dejando la tetera sobre lamesa—. Al menos esta casa lo es. Si vais a estarhusmeando por ahí, manteneos alerta.

Bien. Si ella no iba a responder a eso... lointentaría de otro modo.

—¿De qué clase de... inmortales debocuidarme?

—De todos —respondió—. La protección demi señor solo funciona en este territorio. Van aperseguiros y a mataros únicamente por serhumana..., y eso sin contar lo que le hicisteis aAndras.

Otra respuesta inútil. Me dediqué a midesayuno, saboreando cada sorbo de té, y ella sedirigió a la cámara de baño. Cuando terminé decomer y de bañarme, rechacé la oferta de Alis yme vestí con otra túnica exquisita, esta de unpúrpura tan profundo que podría haber sido negro.

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Deseaba saber el nombre de ese color. Me puselas botas marrones que había usado la nocheanterior, y cuando me senté frente a la cómoda demármol para que Alis me trenzara el cabello, hiceuna mueca al observar mi reflejo.

No era agradable..., aunque no por el aspecto.Tenía la nariz bastante recta, rasgo que habíaheredado de mi madre. Recordaba todavía cómoarrugaba la nariz para expresar una alegría fingidacuando uno de sus amigos fabulosamente ricoshacía una broma en absoluto divertida. Pero por lomenos tenía la boca de rasgos suaves, como mipadre, aunque esa boca convertía en una burla lasmejillas demasiado hundidas. No quise mirarmelos ojos levemente rasgados hacia arriba. Yo sabíaque habría visto a Nesta o a mi madre mirándome.A veces me había preguntado por qué se habíasentido tan insultada mi hermana por mi aspecto.Yo no era tan fea, pero... tenía demasiado en mí depersonas que habíamos amado y odiado para queNesta lo tolerara. Para que yo lo tolerara.

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Aunque suponía que para Tamlin..., para unalto fae acostumbrado a la belleza etérea, sinmácula, había sido difícil encontrar un cumplidopara hacerme. Maldito inmortal.

Alis terminó de hacerme la trenza y yo saltédesde el taburete antes de que ella pudieraponerme flores en el pelo; las había llevado en unacanasta. Habría vivido según correspondía a minombre si no hubiera sido por la pobreza, peronunca me había importado demasiado el aspecto.La belleza no significaba nada en el bosque.

Cuando le pregunté a Alis qué tenía que hacerahora —qué tenía que hacer con el resto de mivida mortal—, ella se encogió de hombros ysugirió una caminata por los jardines. Casi me reí,pero mantuve la lengua quieta. Habría sido unatontería ofender a aliados potenciales. Dudaba queella tuviera el oído de Tamlin y todavía no podíapreguntarle según qué, pero por lo menos la charla

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me daba la oportunidad de entender en parte lo queme rodeaba... y averiguar si había alguien quepudiera hablarle a Tamlin por mí.

Los pasillos estaban silenciosos y vacíos, loque era raro para unas tierras tan grandes. Habíaoído los nombres de otros inmortales la nocheanterior, pero no había visto ni oído señales deellos. En los pasillos flotaba una brisa fragantecon perfume a... jacintos —los conocía aunquesolo fuera de haberlos visto en el jardincito deElain— y arrastraba consigo el trino agradable deun verderón, un pájaro que en casa no habríamosoído hasta dentro de varios meses, si es que algunavez lo oíamos.

Casi había llegado a la escalera principescacuando me fijé en las pinturas.

El día anterior no me había permitido mirar,pero ahora, en el pasillo vacío, sin nadie que meviera..., me detuvo un rayo de color sobre el fondosombrío, triste, una rebeldía de color y textura queme obligó a permanecer frente al marco dorado.

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Nunca..., nunca había visto nada semejante.«Es una naturaleza muerta, nada más», se dijo

una parte de mí. Y eso era: un florero de cristalverde con un ramo variado de flores que se abríandesde la boca estrecha del mismo, pimpollos ypétalos de todas las formas, tamaños y colores:rosas, tulipanes, peonías, campanillas azules,botones de oro, lazos de novia...

La habilidad con que se había hecho esapintura tan parecida a la vida, más viva que lapropia vida... Solamente un florero contra un fondooscuro... pero mucho más que eso: las floresparecían vibrar con una luz propia, comodesafiando las sombras que se reunían a sualrededor. La maestría que se necesitaba parahacer que el florero captara esa luz, redoblara laluz dentro del agua, como si tuviera peso propiosobre el pedestal de piedra... Era increíble.

Lo hubiera mirado durante horas —mirar lasinnumerables pinturas colocadas a lo largo de eseúnico pasillo me habría llevado todo el día—,

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pero... el jardín. Planes.Y sin embargo, cuando me alejé caminando,

me fue imposible negar que el lugar donde meencontraba era mucho más... civilizado de lo queyo había esperado. Pacífico, incluso, aunque mecostara admitirlo.

Y si los altos fae eran más amables de lo queme habían hecho creer las leyendas y los rumoreshumanos, entonces tal vez no fuera tan difícilconvencer a Alis de mi desdicha. Si me la ganaba,si la convencía de que el tratado se habíaequivocado al pedir ese pago, tal vez ellaintentaría encontrar una forma de que yo pagara ladeuda y...

—Tú —dijo alguien, y salté hacia atrás unpaso. Bajo la luz de las puertas de cristal quedaban al jardín se dibujaba una enorme siluetamasculina.

Tamlin. Llevaba puesta su ropa de guerrero,cortada para resaltar su cuerpo atlético. Tenía tressimples cuchillos colocados en la banda de cuero,

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tan largos como para pensar que era muy capaz dedestriparme tan fácilmente con ellos como con lasgarras de bestia que escondía bajo la piel. Llevabael pelo rubio recogido hacia atrás. Su caradespejada revelaba las orejas puntiagudas y lamáscara extraña, hermosa.

—¿Adónde vas? —dijo, con voz lo bastantebrusca como para sonar casi como una orden.«Tú...» Me pregunté si recordaba mi nombre.

Tardé un momento en obligar a mis piernas aque se enderezaran desde mi posición en cuclillas.

—Buenos días —dije sin expresión. Era unsaludo mejor que: «Tú»—. Dijisteis que podíapasar mi tiempo como quisiera. No sabía queestaba bajo arresto en la casa.

Su mandíbula volvió a tensarse.—Claro que no estás bajo arresto.Mientras él mascaba aquellas palabras, yo no

conseguí ignorar la belleza pura, masculina, de sufuerte mandíbula, la riqueza de la piel tostada,

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dorada. Era probable que fuera atractivo... si sesacara la máscara.

Cuando se dio cuenta de que no iba acontestarle, me mostró los dientes en lo que yosupuse que era un intento de sonrisa y dijo:

—¿Quieres una visita guiada?—No, gracias —me las arreglé para decir,

consciente de cada movimiento incómodo quehacía mi cuerpo mientras lo rodeaba para seguiradelante, hacia el jardín.

Él me cortó el paso... y se acercó tanto quetuve que retroceder.

—He estado sentado ahí dentro toda lamañana. Necesito aire. —«Y tú eres taninsignificante que no me molestarías.»

—Estoy bien —dije, tratando de alejarmecomo por casualidad—. Ya habéis sido demasiadogeneroso conmigo... —Procuré sonar como si losintiera.

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Una media sonrisa no tan agradable. Noestaba acostumbrado a que lo rechazaran; de esono tuve dudas.

—¿Tienes algún problema en particularconmigo?

—No —respondí con tranquilidad, y me fuicaminando por la puerta.

Él dejó escapar un ruido despectivo.—No voy a matarte, Feyre. Yo no rompo mis

promesas.Casi me caí por los escalones que bajaban al

jardín porque me volví para mirarlo por encimadel hombro. Él permaneció de pie, sin moverse,tan sólido y ceremonioso como las pálidas piedrasde la mansión.

—Matarme no... Pero ¿y hacerme daño? Esaspalabras, ¿son una trampa? ¿Una que puede usarLucien contra mí..., o cualquier otro en este lugar?

—Tienen órdenes estrictas de no tocarte.

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—Pero sigo atrapada en vuestro reino, y porromper una regla que yo ni siquiera sabía queexistía. ¿Por qué estaba vuestro amigo en losbosques ese día? Yo creía que el tratado prohibíaa los inmortales entrar en nuestras tierras.

Él se limitó a mirarme. Me pregunté si nohabría ido demasiado lejos. Tal vez lo habíaprovocado en exceso. Quizá él se daba cuenta depor qué se lo había preguntado.

—Ese tratado —dijo él con tranquilidad— nonos prohíbe hacer nada, no a nosotros, nadaexcepto esclavizar a humanos. El muro es uninconveniente. Si quisiéramos, podríamosatravesarlo y matarlos a todos.

Puede que estuviera obligada a vivir enPrythian para siempre, pero mi familia... Me atrevía preguntar:

—¿Y a vos os gustaría hacerlo?Él me miró de arriba abajo, como si estuviera

decidiendo si yo valía el esfuerzo de darme unaexplicación.

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—No tengo interés en las tierras de losmortales, aunque desconozco las intenciones delos otros de mi especie.

Pero seguía sin contestar a mi pregunta.—Entonces ¿qué estaba haciendo vuestro

amigo allí?Tamlin se quedó inmóvil. Tenía una gracia

extraterrenal, primaria, hasta en la respiración.—Hay..., hay una enfermedad en estas tierras.

En todo Prythian. Ya hace cincuenta años queexiste. Por eso esta casa y estas tierras están tanvacías. La mayoría de los míos se marcharon. Lapeste se extiende lentamente, pero ha hecho que lamagia actúe... de una manera extraña. Mis poderestambién están disminuidos. Estas máscaras —setocó la suya—..., estas máscaras son el resultadode un brote de la enfermedad que tuvimos duranteun baile de disfraces hace cuarenta y nueve años.Y seguimos sin poder sacárnoslas.

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Atrapados detrás de las máscaras... durantecasi cincuenta años. Yo me hubiera vuelto loca, mehabría arrancado la piel de la cara.

—No llevabais máscara cuando erais unabestia... y vuestro amigo tampoco.

—La peste es cruel.Vivir como bestia o vivir con la máscara.—¿De qué... de qué clase de enfermedad se

trata?—No es una enfermedad, en realidad no es

una plaga en el sentido estricto. Tiene que versolamente con la magia, con los que viven enPrythian. Andras había atravesado el muro ese díaporque lo mandé a buscar una cura.

—¿Y puede perjudicar a los humanos? —Seme retorció el estómago—. ¿Se va expandir al otrolado del muro?

—Sí —asintió él—. Hay... hay unaposibilidad de que afecte a los mortales y a suterritorio. Más que eso, no lo sé. Se mueve conlentitud y tu especie está a salvo por ahora. No ha

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progresado en décadas... La magia parece estableaunque está débil. —Que hubiera admitido todoeso decía muchísimo sobre la forma en que él seimaginaba mi futuro: yo nunca volvería a casa,nunca me encontraría con otro ser humano a quienpudiera darle noticias de esa vulnerabilidadsecreta.

—Una mercenaria me dijo que creía que talvez los inmortales estaban preparándose paraatacar. ¿Está relacionado con esto?

Un rastro de sonrisa, tal vez un toque desorpresa.

—No lo sé. ¿Hablas mucho con mercenarios?—Hablo con cualquiera que se moleste en

decirme algo útil.Él se irguió y solamente su promesa de no

matarme impidió que yo me cubriera paradefenderme. Entonces echó los hombros haciaatrás, como intentando ignorar el insulto.

—Ese cable que ataste en tu habitación, ¿erapara mí?

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Hice un ruido con los labios.—¿No os parece lógico por mi parte?—Tal vez pueda vivir dentro de la forma de

un animal, Feyre, pero soy civilizado.Así que recordaba mi nombre. Pero le miré

las manos, las puntas de las garras, afiladas comonavajas, que se insinuaban a través de la pieltostada.

Él notó la mirada y ocultó las manos detrásde la espalda.

—Te veré a la hora de la cena —dijo con vozafilada.

No era una pregunta, y yo asentí mientras mealejaba entre los setos; no me importaba adónde ir,lo único que quería era que él se quedara muyatrás.

Una enfermedad en sus tierras que afectaba ala magia y secaba el poder que tenían... Una pestemágica que tal vez un día llegaría al mundo

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humano. Después de tantos siglos sin magia,nosotros no teníamos defensa contra ella, contra loque fuera que eso pudiera hacerles a los humanos.

Me pregunté si algún alto fae se preocuparíapor avisar a los míos. No me llevó mucho tiempoencontrar la respuesta.

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CAPÍTULO

8

Fingí pasear a través de los jardines exquisitos ysilenciosos, memorizando mentalmente lossenderos y lugares donde esconderme si es quealguna vez lo necesitaba. Él se había llevado misarmas y yo no era estúpida: sabía que no

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encontraría un fresno en esta tierra. Pero si labanda de cuero que él llevaba estaba llena decuchillos, tenía que haber una armería en algunaparte. Y si no, encontraría otras armas, las robaríasi hacía falta. Por si acaso.

La noche anterior, después de explorar, habíadescubierto que mi ventana no tenía rejas. Salir dela habitación y bajar por las glicinias no podía serdemasiado difícil; yo había trepado a muchosárboles y no tenía miedo a las alturas. No es queya hubiera pensado en escapar, pero... por lomenos era bueno saber cómo hacerlo si alguna vezestaba lo bastante desesperada como para correrese riesgo.

No dudaba de la afirmación que me habíahecho Tamlin sobre el peligro mortal del resto dePrythian para una humana. Si es que realmentehabía una peste en esas tierras, por ahora estabamejor donde estaba.

Pero seguiría tratando de encontrar a alguienque defendiera mi caso frente a Tamlin.

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Aunque Lucien..., bueno, a ese le vendría bienque alguien le plantara cara si tenía el coraje dehacerlo, me había dicho Alis el día anterior.

Me comí lo que me quedaba de las uñasmientras caminaba pensando en todos los planesposibles, todos los probables desastres. Nuncahabía sido demasiado buena con las palabras,nunca había aprendido el comportamiento social alque habían sido tan adeptas mis hermanas y mimadre, pero... me las había arreglado bastante bienpara vender pieles en el mercado de la aldea.

Así que tal vez buscaría al emisario deTamlin, aunque él me detestara. Era evidente queLucien tenía poco interés en que yo viviera ahí...,incluso había sugerido matarme. Tal vez leentusiasmaría la idea de mandarme de vuelta, depersuadir a Tamlin de que encontrara otra forma decumplir con el tratado. Si es que había alguna.

Me acerqué a un banco en medio de unaglorieta llena de flores cuando oí unos pasos sobrela grava del camino. Dos pares de pies rápidos,

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silenciosos. Me enderecé y miré por el senderoque me había llevado hasta allí: estaba vacío.

Me quedé un rato al borde de un campoabierto entre colinas sembradas de botones de oro.El prado, vibrante de verdes y amarillos, estabadesierto. Detrás de mí se elevaba un manzanosilvestre que se abría en flores gloriosas; lospétalos caídos de las flores llenaban un banco ensombras en el que estuve a punto de sentarme. Unaráfaga de brisa movió las ramas y una lluvia depétalos blancos cayó sobre mí como una nevada.

Miré el jardín, el campo, con cuidado, conmucho cuidado, observé y escuché tratando dedescubrir lo que me seguía.

No había nada en el árbol, nada detrás.Una sensación de miedo me recorrió la

columna. Había pasado mucho tiempo en losbosques y eso me había enseñado a confiar en miinstinto.

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Alguien estaba de pie detrás de mí, tal vezdos de ellos. De alguna parte, desde un lugardemasiado cercano, me llegaron un jadeo leve yuna risita sorda. El corazón me saltó a la garganta.

Miré de forma discreta por encima delhombro. Pero solamente vi temblar una luzplateada, brillante con el rabillo del ojo.

Me di la vuelta. Tenía que enfrentarme a loque fuera que hubiera allí.

Las piedrecitas crujieron, más cerca ahora. Elbrillo se hizo más grande y se dividió en dosfiguras pequeñas, no más altas que mi cintura. Lasmanos se me cerraron en puños.

—¡Feyre! —llegó la voz de Alis a través deljardín. Sentí que se me erizaba la piel cuando ellallamó de nuevo—: ¡El almuerzo, Feyre! —aullaba.Giré en redondo, con un grito en los labios paraalertarla sobre lo que había detrás de ella, ylevanté los puños, aunque ese esfuerzo fuerainútil... Pero la cosa brillante había desaparecidoy también los ruiditos y las risas, y me encontré

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frente a una estatua que representaba a doscorderos alegres en medio de un salto. Me froté elcuello.

Alis me llamó de nuevo y me estremecímientras tomaba aire y volvía hacia la mansión.Caminé entre los setos verdes, dirigiéndome concuidado en dirección a la casa, pero no conseguíaborrar la sensación aterradora de que alguien mevigilaba, alguien curioso y decidido a jugar.

Esa noche robé un cuchillo de la cena. Algo...,cualquier cosa, para defenderme.

Comprendí que la cena era la única comida ala que me invitaban, y eso estaba bien. Trescomidas al día con Tamlin y Lucien habrían sidouna tortura para mí. Yo era capaz de soportar unahora sentada a esa mesa fastuosa si eso losconvencía de que era una humana dócil y no estabahaciendo planes para cambiar mi destino.

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Mientras Lucien hablaba y hablaba conTamlin sobre el mal funcionamiento del ojomágico tallado que le permitía ver, escondí elcuchillo en la manga de la túnica. El corazón melatía con tanta fuerza que creí que ellos lo oirían,pero Lucien siguió hablando y los ojos de Tamlinno se apartaron de su emisario.

Supongo que deberían haberme dado lástimapor las máscaras que se veían obligados a usar,por la plaga que había infectado a la magia y alpueblo. Pero cuanto menos interactuara con ellos,mejor, sobre todo cuando Lucien parecía creer quetodo lo que yo decía era tan risiblemente humano ypoco educado. Responderle no hubiera ayudado amis planes. Me costaría una dura batalla ganarmesu favor, aunque solo fuera por el hecho de que yoestaba viva y su amigo Andras no. Tendría queencargarme de él sola o arriesgarme a despertardemasiado pronto las sospechas de Tamlin.

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El cabello rojo de Lucien brillaba bajo la luzdel fuego, sus reflejos temblaban con cadamovimiento; las joyas de la empuñadura de suespada dejaban escapar un brillo suave; la hojaornamentada, muy diferente a las de los cuchillosque colgaban de la cinta de cuero cruzada sobre elpecho de Tamlin. Pero ahí no había nadie contraquien usar una espada. Y aunque el arma estabacubierta de filigrana y joyas, tenía el tamañosuficiente para ser algo más que una meradecoración. Tal vez la espada estaba relacionadacon esas cosas invisibles en el jardín. Tal vez élhabía perdido el ojo y se había ganado esa cicatrizen una batalla. Luché para reprimir unestremecimiento.

Alis había dicho que la casa era segura, perome había advertido que me mantuviera alerta. Queprestara atención. ¿Qué acechaba más allá de lamansión? ¿Qué podría usar mis propios sentidos

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humanos contra mí? ¿Hasta dónde llegaba la ordenque había dado Tamlin para protegerme? ¿Qué tipode autoridad era la suya?

Lucien hizo una pausa y lo descubrímirándome con una sonrisa que volvía todavía másbrutal su cicatriz.

—¿Estabas admirando mi espada o solamentepensando cómo matarme, Feyre?

—Claro que no —dije con suavidad, mirandoa Tamlin. Durante un momento, los puntos de orode los ojos del dueño de la casa brillaron confuerza y el destello llegó hasta el otro lado de lamesa. Me galopaba el corazón. ¿Me había oídocoger el cuchillo, había oído el susurro del metalsobre la madera? Me obligué a mirar a Lucien denuevo.

Su sonrisa feroz, perezosa, seguía ahí. «Actúacon educación, compórtate, tal vez así lo pongasde tu lado...» Yo era capaz de eso.

Tamlin rompió el silencio:—A Feyre le gusta cazar.

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—No es que me guste cazar. —Seguramentedebería haber usado un tono más amable, perocontinué—: Cazaba por necesidad. Y vos ¿cómo losabéis?

La mirada de Tamlin me estudió.—¿Por qué si no habrías estado en los

bosques ese día? Tenías un arco y flechas en tu...casa. —Me pregunté si no habría estado a punto dedecir «covacha»—. Cuando vi las manos de tupadre supe que no era él quien los usaba. —Hizoun gesto hacia mis manos marcadas, llenas decallos—. Tú le dijiste lo de racionar la carne y eldinero de las pieles. Los inmortales somos muchascosas, pero no estúpidos. A menos que tusleyendas ridículas también digan eso de nosotros.

Ridículos, insignificantes.Miré fijamente las migas de pan y los

remolinos de la salsa que habían quedado sobre miplato de oro. Si hubiera estado en casa, habríalamido el plato hasta dejarlo limpio, desesperadapor conseguir cualquier pedacito extra de

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alimento. Y los platos... Podría haberme compradoun par de caballos, un arado, un campo con unosolo de ellos. Era detestable.

Lucien se aclaró la garganta.—¿Qué edad tienes?—Diecinueve —respondí de manera cortés,

civilizada.Lucien hizo un gesto parecido a la admiración

con la cabeza.—Tan joven y tan seria. Y una asesina

experta.Yo tensé las manos, las convertí en puños, el

metal del cuchillo tibio contra la piel. Dócil, nadaamenazadora, domesticada... Le había hecho unapromesa a mi madre y la había cumplido. QueTamlin cuidara a mi familia no era lo mismo quecuidarlos yo. Ese sueño diminuto, siemprepresente, todavía era posible: mis hermanascasadas con comodidad y una vida con mi padre,con comida suficiente para los dos y bastantetiempo para pintar, tal vez, o tal vez para saber lo

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que quería realmente. Todavía era posible... en unatierra lejana, quizá, si alguna vez conseguía salirde mi situación. Yo todavía podía aferrarme a eseretazo de sueño, aunque esos altos fae conseguridad se reirían de lo típicamente humano deun pensamiento tan nimio, de un deseo tan pobre.

Sin embargo, cualquier información podía seruna ayuda, y si yo mostraba interés en ellos, puedeque ellos se ablandaran. ¿Qué era ese lugar sinootra trampa en los bosques? Por tanto dije:

—¿Así que esto es lo que hacéis con vuestrasvidas? ¿Salvar a humanos del tratado y disfrutar debuenas comidas? —Señalé la banda de cuero deTamlin, sus ropas de guerrero, la espada deLucien.

Este hizo una mueca.—También bailamos con los espíritus bajo la

luna llena y nos llevamos bebés humanos de lascunas y los reemplazamos por mutantes...

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—Tu... —lo interrumpió Tamlin, su voz gravesorprendentemente amable—... tu madre ¿no tedijo nada de nosotros?

Apoyé el dedo índice sobre la mesa y clavéla uña en la madera.

—Mi madre no tenía tiempo para contarmehistorias. —Por lo menos esa parte de mi pasadopodía revelarla.

Por una vez, Lucien no se rio. Después de unapausa bastante forzada, Tamlin preguntó:

—¿Cómo murió? —Cuando levantó las cejas,agregó con mayor suavidad—: No vi señales deuna mujer adulta en tu casa.

Predador o no, yo no necesitaba su lástima.Pero dije:

—Tifus. Yo tenía ocho años. —Me puse depie para irme.

—Feyre —dijo Tamlin, y me di la vuelta amedias. Un músculo tembló en mi cara.

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Lucien nos miró a los dos, con el ojo de metalen movimiento, pero mantuvo el silencio. Después,Tamlin meneó la cabeza, un movimiento animal, ymurmuró:

—Te doy el pésame...Traté de no hacer una mueca mientras daba

media vuelta y me retiraba. No quería suscondolencias, no las necesitaba..., no por mimadre, no cuando hacía años que ya no laextrañaba. Que Tamlin pensara que yo era unahumana bruta, grosera, que no merecía su piedad.

Tendría más oportunidades si persuadía aLucien de que hablara con Tamlin a mi favor y,sobre todo, si lo hacía con rapidez, antes de queaparecieran los otros que habían mencionado, ocreciera la plaga. Al día siguiente..., hablaría conLucien al día siguiente, indagaría un poco.

En la habitación descubrí un morral pequeñoen un armario, lo llené con una muda de ropa yañadí el cuchillo robado. Era una hoja patética,

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pero un cubierto era mejor que nada. Por si algunavez me permitían marcharme... y tenía que partirde un momento a otro.

Por si acaso...

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CAPÍTULO

9

A la mañana siguiente, mientras Alis y otra mujerme preparaban el baño, diseñé mi plan. Tamlinhabía dicho que él y Lucien tenían obligaciones

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que cumplir, y aún no los había visto. Así quelocalizar a Lucien, estar con él a solas, sería elprimer punto de la lista.

Una pregunta como despreocupada que leformulé a Alis hizo que me revelara que creía queLucien patrullaría las fronteras ese día y seencontraría en los establos preparándose parapartir.

Cuando me hallaba a mitad del jardín,caminando, apurada, hacia los edificios que habíavisto el día anterior, oí a Tamlin a mi espalda queme decía:

—¿No has preparado una trampa hoy?Yo me quedé paralizada y miré por encima

del hombro. Él estaba de pie, a tan solo unospasos.

¿Cómo lo había hecho para llegar caminandosobre la grava del sendero de forma tansilenciosa? La capacidad de sigilo de los

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inmortales, sin duda. Me obligué a calmarme físicay mentalmente. Y respondí de la forma más amableque pude:

—Dijisteis que estoy segura aquí. Os oí conclaridad.

Los ojos de él se entrecerraron, pero hizo loque supuse era el intento de una sonrisa agradable.

—Mi trabajo de esta mañana se ha pospuesto—dijo. Era verdad, no llevaba la túnica desiempre, tampoco la banda de cuero, y las mangasde la camisa blanca estaban enrolladas hasta loscodos, dejando ver sus antebrazos musculosos—.Si quieres recorrer a caballo estas tierras..., si teinteresa tu... nueva residencia, te guiaré.

Otra vez se esforzaba por acercarse, aunquecada una de las palabras que había dichoparecieron dolerle. Tal vez Lucien pudiera hacerlocambiar de opinión. Y hasta entonces..., ¿cuálesserían mis posibilidades si él era capaz de llegar

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al límite de hacer que los suyos jurasen nohacerme daño para protegerme del tratado? Sonreícon suavidad y le dije:

—Creo que prefiero pasar el día a solas.Pero gracias por el ofrecimiento.

Él se puso tenso.—¿Y si...?—No, gracias —lo interrumpí,

maravillándome un poco de mi propia audacia.Pero tenía que hablar con Lucien a solas, tenía quetantearlo un poco. Tal vez ya se habría marchado.

Las manos de Tamlin se cerraron en puños,como si estuviera luchando contra el deseo desacar las garras. Sin embargo, no hizo otra cosaque darse la vuelta y caminar despacio hacia lacasa sin decir una sola palabra más.

Con suerte, muy pronto él ya no sería miproblema. Me apresuré a dirigirme a los establos,tratando de ocultar lo que sabía. Tal vez un día, sime liberaban, si había un océano y años entre

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nosotros, volvería a pensar en el pasado y mepreguntaría por qué se molestaba Tamlin enacercárseme.

Intenté no parecer demasiado ansiosa, de noagitarme en exceso cuando por fin llegué a losestablos. No me sorprendió que los mozos decuadra también llevaran máscaras con la cara deun caballo. Sentí un poco de lástima por lo que leshabía hecho la plaga, las máscaras ridículas quetenían que usar hasta que alguien descubriera cómodeshacer el hechizo que las ligaba a esas caras.Pero ninguno de los mozos me miró siquiera, yafuera porque no valía la pena o porque ellostambién estaban resentidos por la muerte deAndras. Los comprendía.

Cualquier intento de que todo pareciera unencuentro casual se vino abajo cuando hallé aLucien sobre un caballo negro, sonriéndome conunos dientes exageradamente blancos.

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—Buenos días, Feyre. —Intenté disimular latensión que sentía en los hombros y traté de sonreírun poco—. ¿Vas a cabalgar o estás volviendo apensar en la oferta que te hizo Tam, la de vivir connosotros? —Traté de recordar las palabras quehabía pensado antes, las palabras para ganármelo,pero él se rio, y no fue una risa agradable—.Vamos. Voy a patrullar los bosques del sur y tengocuriosidad por conocer las... habilidades queusaste para derribar a mi amigo..., quiero saber sifue accidental o no. Hace tiempo que no veía a unhumano, y mucho menos a una asesina capaz dematar a un fae. Sé buena y ven conmigo a cazar.

Perfecto... Por lo menos esa parte del asuntohabía salido bien, aunque sonara tan tentador comoenfrentarse a un oso dentro de su madriguera. Asíque di un paso al costado para dejar pasar a unmozo de cuadra que se movía con una suavidadfluida, como todos por allí. Ni siquiera me miró,ninguna indicación de lo que pensaba acerca detener a la asesina de un fae en la caballeriza.

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Mi tipo de cacería no se hacía a caballo, eseera el problema. Consistía en acechar con cuidadoy poner trampas y lazos. Yo no sabía cazar desdeun caballo. Lucien aceptó un carcaj de flechas demanos del mozo de cuadra con un gesto deagradecimiento. Sonreía, pero la sonrisa nollegaba hasta el ojo de metal ni tampoco hasta elotro, el de color rojizo.

—Por desgracia, hoy no hay flechas defresno.

Yo apreté la mandíbula para que no se meescapara una respuesta. Aunque él tuvieraprohibido hacerme daño, no conseguía entenderpor qué me invitaba, excepto para burlarse de míen todas las formas que se le ocurrieran. Tal vezestaba aburrido. Eso me favorecía.

Así que me encogí de hombros y traté deparecer tan aburrida como pude.

—Bueno..., supongo que ya estoy vestida paracazar.

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—Perfecto —dijo Lucien; su ojo de metalbrillaba bajo la luz del sol que atravesaba endiagonal la puerta abierta del establo. Recé paraque Tamlin no apareciera por ahí en uno de suspaseos..., recé para que no decidiera ir a cabalgary nos encontrara juntos.

—Vamos, entonces —asentí, y Lucien hizo ungesto para que los mozos me prepararan uncaballo. Me apoyé contra una pared de maderamientras esperaba, mirando de reojo el umbral porsi acaso aparecía Tamlin, y ofrecí las respuestasmás insulsas que pude a los comentarios de Luciensobre el clima.

Por suerte, pronto estuve sobre una yeguablanca, atravesando los bosques que se alzabandetrás de los jardines, envueltos en la primavera.Mantuve una distancia razonable entre mi yegua yel inmortal de la máscara de zorro, y deseé que,con ese ojo, no pudiera ver hacia atrás a través dela nuca.

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Esa idea me perturbó y traté de apartarla demi mente, mientras otra parte de mí se maravillabapor la forma en que el sol iluminaba las hojas ycrecían las plantas de azafrán como rayos depúrpura vibrante contra los marrones y los verdes.Esos detalles no eran necesarios para mis planes,eran inútiles, y lo único que conseguían eraentorpecer todo lo demás: la forma y la inclinacióndel sendero, qué árboles eran buenos para trepar,los sonidos de las fuentes o los arroyos que habríaen los alrededores. Esas eran las cosas que meayudarían a sobrevivir si lo necesitaba. Pero esosbosques, como el resto de las tierras de Tamlin,estaban profundamente vacíos. No había señalesde ningún inmortal, ningún alto fae que vagara porlos alrededores. Tanto mejor.

—Bueno, ciertamente tienes bien entendida laparte del silencio de la caza —dijo Lucien, y seretrasó para cabalgar junto a mí. Eso estababien..., que viniera él en lugar de tener que parecerdemasiado ansiosa, demasiado amigable.

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Me ajusté el peso de la banda del carcajsobre el pecho, después pasé un dedo a lo largo dela curva del arco que llevaba en el regazo. El arcoera mucho más grande que el que yo usaba en casa,las flechas más pesadas y de punta más fuerte. Eraprobable que errara cualquier blanco queencontrase hasta que me acostumbrara al peso yequilibrio de estas armas.

Hacía cinco años había cogido las últimasmonedas que le quedaban a mi padre de su fortunaanterior y había comprado un arco y algunasflechas. Desde entonces, había separado unapequeña suma todos los meses para las flechas ylas cuerdas del arco.

—¿Y? —me presionó Lucien—. ¿No haypresas lo bastante buenas para la masacre? Yahemos dejado atrás muchas ardillas y pájaros. —Las copas de los árboles depositaban sombrassobre la máscara con cara de zorro. Sombra, luz ymetal brillante.

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—Yo diría que hay mucha comida en vuestramesa y que no necesito agregar nada a eso, sobretodo si siempre sobra tanto. —Dudaba que lacarne de ardilla fuera lo suficientemente buenapara esa mesa.

Lucien dejó escapar un bufido, pero no dijonada más mientras pasábamos bajo unascampanillas lila florecidas, los conos violeta lobastante bajos como para rozarme la mejilla comodedos frescos de terciopelo. El perfume dulce,crujiente, me quedó en los sentidos mientrasseguíamos adelante. «No es útil», me dije. Pero...esa zona de arbustos sería un buen lugar paraesconderme si llegara a hacerme falta.

—Dijisteis que erais emisario de Tamlin —me atreví a empezar—. ¿Los emisarios suelenpatrullar las tierras? —Una pregunta casual,desinteresada.

Lucien hizo chasquear la lengua.

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—Soy emisario de Tamlin para cuestionesformales, pero esta patrulla era de Andras. Así quealguien tenía que reemplazarlo. Es un honorhacerlo.

Tragué saliva. Andras tenía un lugar ahí, yamigos..., no había sido un inmortal sin nombre,sin cara. Sin duda, lo extrañaban más que los míosa mí.

—Lo... lo lamento —dije, y lo decía en serio—. No sabía... no sabía lo que él significaba paratodos vosotros...

Lucien se encogió de hombros.—Tamlin dijo lo mismo, y por eso te trajo

aquí. O tal vez le pareciste tan patética vestida conesos harapos que le diste lástima.

—No habría aceptado acompañaros sihubiera sabido que ibais a usar la cabalgata comoexcusa para insultarme. —Alis había dicho que aLucien no le vendría mal que alguien le replicara.Eso era fácil.

Lucien hizo una mueca.

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—Me disculpo, Feyre.Lo habría llamado mentiroso si no hubiera

sabido que él no podía mentir. Lo cual hacía que ladisculpa fuera... ¿Qué? ¿Sincera? No estabasegura.

—Así que —continuó él—, ¿cuándo vas aempezar a tratar de persuadirme de que le pida aTamlin que encuentre una forma de liberarte de lasreglas del tratado?

Yo intenté disimular mi sorpresa.—¿Qué?—Por eso aceptaste venir, ¿verdad? ¿Por eso

llegaste a los establos justo cuando me iba? —Meechó una mirada de costado con ese ojo rojizo—.Sinceramente, estoy impresionado... y me halagaque creas que tengo semejante influencia sobreTamlin.

No quería mostrarle mi plan..., todavía no.—¿De qué estáis hablando...?Su cabeza inclinada era respuesta suficiente.

Él soltó una risita y dijo:

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—Antes de que pierdas algo de tu preciosotiempo humano, déjame explicarte dos cosas. Una:si yo pudiera imponer lo que quiero, tú te iríasahora mismo, así que no te costaría muchoconvencerme. Dos: no puedo imponer lo quequiero porque no hay alternativa a lo que pide eltratado. No hay salida.

—Pero... pero tiene que haber al...—Admiro tus agallas, Feyre..., realmente las

admiro. O tal vez sea solo estupidez. Pero ya queTam no quiere destriparte, lo cual fue mi primeraopción, te vas a quedar aquí. No hay otra salida. Amenos que quieras arreglártelas sola en Prythian...y yo no te lo aconsejaría. —Me miró de arribaabajo.

No... no... no podía quedarme allí. No parasiempre. No hasta que muriera. Tal vez... tal vezhabía otra forma o alguien que pudiera encontraruna salida. Dominé mi respiración acelerada y mesacudí los pensamientos punzantes, aterrorizados.

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—Un esfuerzo valiente —dijo Lucien con unamueca.

No me molesté en controlar la mirada furiosaque le lancé. Cabalgamos en silencio, y aparte dealgunos pájaros y ardillas, no vi nada raro, no oínada extraño. Después de unos minutos, conseguícontrolar lo suficiente mis pensamientos llenos defuria como para decir:

—¿Dónde está el resto de la corte de Tamlin?¿Todos huyeron de la plaga?

—¿Cómo sabes lo de la corte? —preguntó élcon tanta rapidez que me di cuenta de que pensabaque yo había querido decir otra cosa.

Mantuve la cara impávida.—¿Los señores no siempre tienen emisarios?

Y los sirvientes hablan. ¿No les hicieron usarmáscaras de pájaros en esa fiesta por eso?

Lucien hizo una mueca. La cicatriz pareciótensarse.

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—Cada uno eligió lo que quería usar esanoche para honrar los dones de Tamlin, sucapacidad para cambiar de forma. También lossirvientes. Pero ahora, si pudiéramos, nos lasarrancaríamos con nuestras propias manos —dijo,y tironeó de la suya. La máscara no se movió.

—¿Qué le pasó a la magia? ¿Por qué ocurrióeso?

Lucien dejó escapar una risa áspera.—Enviaron algo desde el infierno, desde los

agujeros más profundos, más llenos de mierda —dijo; después echó una mirada a su alrededor ydejó escapar una maldición—. No debería haberdicho eso. Si le llega algo a ella...

—¿Ella? ¿Quién?Su piel, bronceada por el sol, se había

tornado de color leche. Se pasó una mano lenta porel pelo.

—No importa. Cuanto menos sepas, mejor.Tal vez a Tam no le suponga un problema contartelo de la plaga, pero yo creo que los seres humanos

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son muy capaces de vender la información almejor postor.

Me inquieté. Los pocos detalles que él mehabía dado brillaban frente a mí como joyas. Una«ella» que asustaba a Lucien tanto como parapreocuparlo, como para que le diera miedo quealguien estuviera escuchando, espiando,controlando lo que él decía. Incluso en ese bosque.Estudié las sombras entre los árboles, y no vinada.

Prythian estaba regido por siete altos lores,tal vez esa «ella» era la que gobernaba elterritorio donde se alzaba la mansión; si no un altolord, entonces una alta lady... Si es que tal cosa eraposible.

—¿Qué edad tenéis? —pregunté con laesperanza de recibir más información útil.Siempre era mejor eso que no saber nada.

—Soy viejo —respondió él. Estudió losarbustos, pero tuve la sensación de que esos ojosrápidos no buscaban presas. Lucien tenía los

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hombros demasiado tensos.—¿Qué clase de poderes tenéis? ¿Podéis

cambiar de forma, como Tamlin?Él suspiró y miró al cielo antes de estudiarme

con cansancio, el ojo de metal entrecerrado, fijo,irritante.

—¿Tratas de estudiar mis debilidades para...?—Lo miré con rabia—. De acuerdo. No, nocambio de forma. Solamente Tam lo hace.

—Pero vuestro amigo..., vuestro amigoparecía un lobo. A menos que eso fuera...

—No, no. Andras también era alto fae.Cuando cruzó el muro, Tam lo convirtió en lobopara que nadie supiera que era un inmortal.Aunque probablemente el tamaño fuese señalsuficiente...

Me corrió un escalofrío por la espalda, tanviolento que no reconocí la mirada roja, furiosa,que me lanzó Lucien. No tuve el coraje depreguntarle si Tamlin también podía cambiarme amí, darme otra forma.

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—De todos modos —continuó él—, los altosfae no tienen poderes específicos como losinmortales inferiores. Yo no soy igual que ellos denacimiento, si es lo que estás preguntando. Nolimpio todo lo que veo ni atraigo a los mortales auna muerte por agua ni les contesto cualquierpregunta que puedan tener si consiguen atraparme.Nosotros existimos, solo eso. Existimos... paragobernar.

Me di la vuelta en otra dirección para que élno me viera los ojos cuando los puse en blanco.

—Supongo que si yo fuera una de vosotros,sería una inmortal inferior, no una alta fae... ¿Unainmortal inferior como Alis, dispuesta a servirostodo el tiempo? —Él no contestó, lo cual era lomismo que un sí. Semejante arrogancia... Conrazón, para él era aborrecible la idea de que yoestuviera ahí como reemplazo de su amigo. Ycomo de todos modos seguramente me odiaría

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siempre, ahora que había descubierto mi plan antesde que este hubiera empezado a funcionar, lepregunté—: ¿Por qué tenéis esa cicatriz?

—No mantuve la boca cerrada cuando debíay me castigaron por eso.

—¿Tamlin os hizo eso?—¡Por el Caldero, no! Él ni siquiera estaba

ahí. Pero me consiguió el sustituto para el ojo mástarde.

Más respuestas que no eran respuestas.—¿Así que hay inmortales que contestan

cualquier pregunta que se les quiera hacer si losatrapan? —Tal vez ellos sabrían cómo liberarmede los términos del tratado.

—Sí —dijo él tenso—. Los suriel. Pero sonviejos y malvados y el riesgo de buscarlos no valela pena. Y si eres lo bastante estúpida como paraseguir simulando que te interesan esas cosas, a míme va a parecer sospechoso y le voy a decir a Tamque te ponga bajo arresto y no te deje salir de la

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casa. Aunque supongo que te merecerías lo que tepasara si fueras lo bastante estúpida como parasalir a buscar un suriel.

Ah, si él se preocupaba tanto, era que lossuriel andaban por ahí, muy cerca, acechando.Lucien volvió con brusquedad la cabeza a laderecha, escuchó, el ojo metálico crujió consuavidad. A mí se me erizó el pelo de la nuca y enun instante tensé el arco y apunté en la dirección enque miraba Lucien.

—Baja el arco —susurró él con voz baja yáspera—. Mierda, baja el arco ahora mismo,humana, y mira directamente hacia delante.

Yo hice lo que él me decía, el pelo erizado enlos brazos, y vi que algo se movía entre losarbustos.

—No hagas nada —dijo Lucien, y se obligó amirar también hacia delante, con el ojo de metalquieto y silencioso—. No reacciones, no importalo que veas o sientas. No mires a los lados. Mirafrente a ti.

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Empecé a temblar, tenía las riendas apretadasen las manos cubiertas de sudor. Tal vez mehubiera preguntado si eso no era algún tipo debroma horrible, pero la cara de Lucien se habíapuesto muy muy pálida. Las orejas de los caballosse aplastaron hacia atrás, pero siguieroncaminando como si también hubieran entendido laorden de Lucien.

Y después, lo sentí.

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CAPÍTULO

10

Se me heló la sangre cuando sentí un fríoacechante que se arrastraba, pegado a mí. No veíanada, nada excepto un brillo vago con el rabillodel ojo, pero el caballo se tensó entre mis piernas.

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Obligué a mi cara a no expresar nada. Hasta losbosques primaverales, tranquilos, parecieronretroceder, secarse y congelarse.

La cosa fría susurró al pasar, hizo un círculo.Yo no la veía pero la sentía con claridad. Y en laparte de atrás de la mente, una voz antigua, vacía,me murmuraba:

Voy a aplastarte los huesos con las garras;voy a beberte la médula; voy a darme unbanquete con tu cuerpo. Yo soy lo que temes; yosoy lo que te aterroriza... Mírame. Mírame.

Traté de tragar saliva, pero se me habíacerrado la garganta. Mantuve los ojos en losárboles, en las copas, arriba, en cualquier cosaexcepto la masa fría que daba vueltas a nuestroalrededor una y otra y otra vez.

Mírame.Quería mirar..., necesitaba ver lo que era.Mírame.

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Clavé la vista en el tronco áspero de un olmodistante, pensé en cosas agradables. Como pancaliente y estómagos llenos...

Voy a llenarme la panza de ti. Voy adevorarte. Mírame.

Un cielo nocturno lleno de estrellas, sinnubes, pacífico, brillante, infinito. Un amanecer deverano. Un baño refrescante en una charca delbosque. Encuentros con Isaac, ese perderme lejosde mí misma durante una hora o dos, perderme ensu cuerpo de hombre, en las respiracionescompartidas de los dos.

La cosa estaba alrededor de mí, en todaspartes, tan fría que me castañeteaban los dientes.

Mírame.Miré fijamente hacia delante, miré y miré el

tronco de árbol; no me atrevía a parpadear. Medolían los ojos; se me llenaron de lágrimas y lasdejé caer, me negué a reconocer a esa cosa queacechaba a nuestro alrededor.

Mírame.

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Justo cuando pensaba que iba a ceder, cuandome dolían tanto los ojos de no mirar, el fríodesapareció detrás de un arbusto, dejando unrastro de plantas en movimiento. Solamentedespués de que Lucien hubo soltado el aire ynuestros caballos hubieron meneado la cabeza meatreví a relajarme en la montura. Hasta las plantasde azafrán parecieron enderezarse.

—¿Qué ha sido eso? —pregunté limpiándomelas lágrimas. La cara de Lucien seguía pálida.

—No es bueno que lo sepas.—Por favor... ¿Era un... suriel? ¿Esos que

habéis mencionado hace un rato?El ojo rojizo de Lucien se había oscurecido

cuando contestó con voz ronca:—No. Era una criatura que no debería estar

en estas tierras. La llamamos bogge. Es imposiblecazarla y también es imposible matarla. Nisiquiera con tus amadas flechas de fresno.

—¿Por qué no tengo que mirarla?

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—Porque cuando la miran, cuando lareconocen, es cuando se vuelve real. Es entoncescuando mata.

Un escalofrío me recorrió la columnavertebral. Ese era el Prythian que yo habíaesperado: criaturas que hacían que los humanosbajaran la voz cuando hablaban de ellas. La razónpor la que yo no había dudado ni siquiera uninstante cuando pensé en la posibilidad de que eselobo fuera un inmortal.

—He oído la voz de esa cosa dentro de lacabeza. Me pedía que la mirara. —Lucienenderezó los hombros.

—Bueno, gracias al Caldero que no lo hashecho. Limpiar el desastre que habría dejado mehubiera arruinado el resto del día. —Me dedicóuna sonrisa débil. Yo no se la devolví.

Seguía oyendo la voz del bogge que susurrabaentre las hojas, llamándome.

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Después de una hora de vagar entre losárboles, casi sin dirigirnos la palabra, me detuve,temblando con fuerza, y me volví hacia él.

—Así que sois viejo —dije—. Y lleváis unaespada y patrulláis los límites de las tierras.¿Peleasteis en la guerra? —De acuerdo, tal vez nohabía terminado de expresar mi curiosidad por elojo perdido.

Él se encogió.—Mierda, Feyre... no soy tan viejo.—Pero sí guerrero.¿Seríais capaz de matarme si las cosas

llegaran a complicarse?Lucien ahogó una risa.—No tanto como Tam, pero sé manejar

armas, sí. —Sujetó el puño de la espada—. ¿Tegustaría que te enseñara a manejar una espada o yasabes hacerlo, grandiosa cazadora humana? Siderribaste a Andras, probablemente no tienes nadaque aprender. Solo dónde apuntar, ¿verdad? —Sepalmeó el pecho.

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—No sé manejar una espada. Me limito acazar.

—Es lo mismo, ¿no?—Para mí es diferente.Lucien se quedó callado, pensando.—Supongo que vosotros, los humanos, sois

tan cobardes que te habrías hecho pis encima, tehabrías encogido del todo y esperado la muerte sihubieras sabido sin lugar a dudas lo que eraAndras. —Insoportable. Lucien suspiró mientrasme miraba—. ¿Alguna vez dejas de ser tan seria yaburrida?

—¿Alguna vez dejáis de ser tan imbécil? —leladré.

Que me mataran..., en serio, merecía que memataran por haberle dicho eso.

Pero Lucien me sonrió.—Eso está mucho mejor. Alis no se

equivocaba.

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La tregua que nos concedimos esa tarde, fuera laque fuese, desapareció en la mesa de la cena.

Tamlin estaba sentado en su silla de siempre,con una garra alrededor de la copa, que detuvojusto apoyada en el labio cuando entré. Lucien ibadetrás. Los ojos verdes de Tamlin se clavaron enmí y me quedé inmóvil.

Correcto. Yo lo había rechazado esa mañana,le había dicho que quería estar sola.

Tamlin miró a Lucien despacio; la cara delemisario se había puesto seria.

—Nos hemos ido de caza —aclaró.—Me lo han dicho —dijo Tamlin con voz

áspera, mirándonos a los dos mientras nossentábamos—. ¿Y lo habéis pasado bien? —Lentamente, la garra volvió a esconderse bajo lapiel.

Lucien no contestó; me lo dejaba a mí.Cobarde. Me aclaré la garganta.

—Más o menos —respondí.

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—¿Alguna presa? —Pronunciaba cadapalabra separada de las demás por un silencio.

—No. —Lucien tosió una vez, comopidiéndome que dijera algo más. Pero yo no teníanada que añadir. Tamlin me miró un largomomento, después empezó a comer; evidentementeél tampoco quería hablarme.

—El bogge estaba en el bosque hoy —dijoLucien.

El tenedor que estaba en la mano de Tamlinse dobló sobre sí mismo, y preguntó con voz letal:

—¿Os habéis cruzado con él?Lucien asintió.—Se movía por ahí y se ha acercado.

Seguramente ha atravesado la frontera.El metal crujió entre las garras de Tamlin

mientras lo destruía. Se puso de pie con unmovimiento brutal, poderoso. Traté de no temblarfrente a esa furia contenida, frente a la forma enque me pareció que se le alargaban los colmilloscuando dijo:

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—¿Dónde? ¿En el bosque?Lucien se lo explicó. Tamlin lanzó una mirada

en mi dirección antes de salir a grandes zancadasde la habitación y cerrar la puerta detrás de él conuna dulzura inquietante.

Lucien suspiró, empujó el plato a medioterminar y se frotó las sienes.

—¿Adónde va? —pregunté mirando la puerta.—A cazar al bogge.—Pero vos habéis dicho que era imposible

matarlo..., que no se lo puede mirar.—Tam puede.Dejé de respirar durante un segundo. El alto

fae que trataba de halagarme sin ganas era capazde matar a una cosa como el bogge. Y, sin embargoél mismo, esa primera noche, me había ofrecido lavida y no la muerte. Yo había sabido siempre queera letal, que era un guerrero, pero...

—¿Así que ha ido a cazar al bogge? ¿Va adonde hemos ido nosotros antes? —Lucien seencogió de hombros.

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—Si va a seguir su rastro tiene que probarahí.

A mí me parecía increíble que alguienpudiera enfrentarse a ese horror inmortal, pero...no era mi problema.

Lucien no iba a comer nada..., bueno, eso nosignificaba que yo no lo hiciera. Perdido en suspensamientos, ni siquiera notó el banquete que medi.

Volví a mi habitación y, despierta y sin nadamás que hacer, empecé a vigilar el jardín,buscando señales del regreso de Tamlin. Novolvió.

Afilé el cuchillo que había escondido con unapiedra que había recogido en el jardín. Pasó unahora... y Tamlin seguía sin volver.

La luna mostró la cara y bañó el jardín enplata y sombras.

Ridículo. Totalmente ridículo estar ahíesperando que él volviera, pensando si habíaconseguido sobrevivir al bogge. Me di la vuelta,

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alejándome de la ventana, lista para irme a lacama.

Pero algo se movía en el jardín.Me escondí detrás de las cortinas, junto a la

ventana, no quería que él me viera esperándolo, yespié para ver qué pasaba.

No era Tamlin, no... Alguien estaba entre lossetos, mirando la casa. Mirándome a mí.

Un hombre, encorvado y...Me quedé sin aliento cuando el inmortal se

acercó un poco más..., hasta entrar en la mancha deluz que salía de la casa.

No era un inmortal: era un hombre. Mi padre.

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CAPÍTULO

11

No me permití tener pánico, dudar, no me permitíhacer ninguna otra cosa más que lamentarme porno haber robado comida de la mesa del desayunomientras me ponía túnica sobre túnica, meenvolvía en una capa y me metía el cuchillo que

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había robado en la bota. La ropa que habíaguardado sería un peso extra para cargar en elmorral.

Mi padre. Mi padre había venido abuscarme..., a salvarme. Entonces los beneficiosque le había dado Tamlin por mi partida, fueranlos que fuesen, no podían ser demasiadotentadores. Tal vez tenía un barco listo parallevarnos lejos, muy lejos; tal vez había vendido lachoza y conseguido dinero suficiente paraestablecernos en alguna otra parte, en un nuevocontinente.

Mi padre había venido..., mi padre inválido,roto.

Una revisión rápida del terreno bajo miventana me dijo que no había nadie cerca, y lacasa en silencio era señal de que nadie había vistoa mi padre todavía. Él seguía esperando junto alseto y me hacía señas. Por lo menos Tamlin nohabía vuelto.

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Dando una última mirada a mi habitación, mequedé escuchando para ver si alguien se acercabapor el pasillo, y después me agarré a los troncosde la glicinia y bajé por la pared de la casa.

Me encogí cuando oí el crujido de las piedrasbajo mis pies, pero mi padre ya se estaba alejandohacia los portones, renqueando con el bastón.

¿Cómo había llegado hasta ahí? Tenía quehaber llevado caballos y haberlos dejado enalguna parte. No se había puesto ropa suficientepara el invierno que deberíamos soportar encuanto cruzáramos el muro. Pero yo me habíapuesto tanta encima que si hacía falta podría darlealgo.

Mantuve los movimientos leves y silenciosos,evité con cuidado la luz de la luna y corrí detrásde mi padre. Él se desplazaba con una rapidezsorprendente hacia los bordes oscuros de lapropiedad, hacia el portón de entrada.

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En la casa quedaban solamente unas pocasvelas encendidas. No me atreví a hacer ruido alrespirar..., no me atreví a llamar a mi padre, querenqueaba hacia el portón. Si nos íbamos ahora, siél realmente tenía caballos, estaríamos a mitad decamino de casa antes de que ellos se dieran cuentade que me había ido. Y entonces huiríamos...,huiríamos de Tamlin, huiríamos de la plaga quepronto invadiría nuestras tierras.

Mi padre llegó al portón. La gran entradaestaba abierta, nos llamaban los bosques al otrolado. Seguramente había escondido los caballosallí, entre los troncos. Se volvió hacia mí, la carafamiliar, tensa y enjuta, los ojos castaños limpiospor una vez, y me hizo una seña. Rápido, rápido,parecían gritar los movimientos de esa mano.

El corazón me galopaba con fuerza en elpecho, en la garganta. Solo unos metros más... yllegaría a él, a la libertad, a una nueva vida...

Una mano enorme me cogió del brazo.—¿Vas a alguna parte? —Mierda. Mierda.

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Mierda.Sentí las zarpas de Tamlin a través de las

capas de ropa cuando levanté la vista hacia él conterror desatado.

No me atreví a moverme, no frente a esoslabios tensos, esa mandíbula en la que temblabanlos músculos. No ahora que él abría la boca y yoveía sus colmillos brillantes bajo la luz de la luna,unos colmillos largos, capaces de quebrar cuellos.

Iba a matarme..., me mataría allí mismo ydespués mataría a mi padre. No habría más vueltasal tratado, más halagos, más piedad. Yo ya no leimportaba. Estaba muerta.

—Por favor —jadeé—. Mi padre...—¿Tu padre? —Levantó la vista hacia los

portones detrás de mí. Su gruñido resonó en micuerpo cuando me mostró los dientes—. ¿Por quéno miras de nuevo? —me dijo mientras mesoltaba.

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Di dos pasos inestables hacia atrás, giré enredondo, tomé aire para gritarle a mi padre quecorriera, pero...

Pero él ya no estaba ahí. Solamente quedabanun arco pálido y un carcaj de flechas apoyadoscontra los portones. Fresno de montaña. Noestaban ahí hacía unos instantes, no esta...

Hubo una onda, como si las flechas fueranagua... y después el arco y las flechas seconvirtieron en un paquete grande, lleno desuministros, de alimentos. Otra onda..., y ahíestaban mis hermanas, apretadas una contra la otra,llorando.

Se me aflojaron las rodillas.—¿Qué...?No terminé la pregunta. Mi padre estaba de

nuevo ahí, de pie, encogido y con la manoconcentrada en el mismo movimiento. Unarepresentación idéntica.

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—¿No te dijeron que te mantuvieras alerta?¿Que no te dejaras llevar? —ladró Tamlin—. ¿Quetus sentidos humanos te iban a traicionar? —Memiró de arriba abajo y se le fueron retrayendo loscolmillos. Las garras ya habían desaparecido—.De noche hay cosas peores que el bogge en estosbosques. Esa cosa del portón no es una de ellas...,pero te aseguro que se hubiera tomado un largolargo rato para devorarte.

No sé cómo, la boca empezó a funcionarmede nuevo. Y de todas las cosas que podía decir, leespeté:

—¿No es lógico lo que he hecho? Aparece mipadre inválido bajo mi ventana... ¿no es lógico quesalga corriendo tras él? ¿Realmente creísteis queme iba a quedar aquí voluntariamente, parasiempre, aunque vos os ocuparais de mi familia,por un tratado que no tiene nada que ver conmigo ypermite que los altos fae matéis a humanos cadavez que os venga en gana?

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Él flexionó los dedos como si tratara devolver a meter las uñas, pero estas permanecieronen el exterior, listas para cortar carne y hueso.

—¿Qué quieres, Feyre?—¡Quiero irme a casa!—¿A casa? ¿Para qué exactamente?

¿Preferirías esa existencia humana miserable aesto?

—Yo hice una promesa —le dije con la vozronca—. A mi madre, cuando murió. Prometí quecuidaría a mi familia. Que me ocuparía de todos.Lo único que he hecho en mi vida, día tras día,hora tras hora, ha sido cumplir ese voto. Yjustamente porque estaba cazando para salvar a mifamilia, para poner alimento en esas bocas, ahoratengo que romperlo.

Él se alejó caminando hacia la casa y esperéunos segundos antes de irme tras él. Las garras sele fueron retrayendo despacio. No me miró cuandodijo:

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—No estás rompiendo el voto al quedarte,estás cumpliéndolo, y más que antes. Tu familiaestá mejor cuidada ahora que cuando tú estabasallí.

Vi de repente una imagen de las pinturasdescascarilladas, descoloridas, dentro de la choza.Tal vez ellos se habían olvidado de quién las habíapintado. Insignificante..., eso sería todo lo que yoles había dado en esos años, tan insignificantecomo lo era yo para esos altos fae. Y ese sueñoque había tenido, la vida con mi padre, con comiday dinero y pintura..., ese había sido mi sueño, no elde los demás.

Me froté el pecho.—No puedo renunciar a la promesa. No

importa lo que me digáis. Aunque fuera una tonta,una humana estúpida, tonta, por creer que mi padrevendría a buscarme.

Tamlin me miró de reojo.—No estás renunciando.

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—Vivo en el lujo. Me lleno de comida. ¿Quéotra cosa más que abandonarlos es eso...?

—Están bien cuidados..., están alimentados ycómodos.

Alimentados y cómodos. Si él no podíamentir..., si eso era verdad, entonces eso era másque cualquier cosa que yo hubiera podido esperar.

Si era así, mi promesa a mi madre estabacumplida.

La idea me dejó tan conmocionada que nodije nada durante un momento mientras seguíamoscaminando.

El dueño de mi vida era ahora el tratado,pero tal vez..., tal vez eso me había liberado dealguna forma.

Nos acercamos a la ancha escalera quellevaba a la mansión, y por último le pregunté:

—Lucien sale a patrullar y vos mencionasteisotros centinelas..., pero nunca he visto a ninguno.¿Dónde están?

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—En la frontera —dijo él como si eso fuerauna respuesta. Después agregó—: No necesitamoscentinelas si yo estoy aquí.

Porque él era suficientemente letal. Traté deno pensarlo, pero pregunté:

—Entonces ¿estáis entrenado como guerrero?—Sí. —Como yo no dije nada, él añadió—:

Pasé la mayor parte de mi vida en el destacamentode mi padre en las fronteras, entrenándome paraservirlo algún día... a él o a otros. No se suponíaque el peso de ocuparse de estas tierras fuera arecaer algún día sobre mí. —La simpleza con quelo dijo me demostró con claridad lo que él sentíapor su título, por la razón por la que era necesariala presencia de su amigo emisario, con su lenguade plata.

Pero era demasiado personal preguntarle quéhabía pasado para que cambiaran tanto lascircunstancias de su vida. Así que me aclaré lagarganta y dije:

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—¿Qué tipo de inmortales andan por losbosques más allá de esos portones, si el bogge noes el peor? ¿Qué era esa cosa?

Lo que en realidad quería preguntar era: ¿quéera lo que querría atormentarme y despuéscomerme? ¿Quién sois para ser tan poderoso?¿Quién sois para que esa cosa no suponga ningúnpeligro para vos?

Él se detuvo en el último escalón y esperó aque yo lo alcanzara.

—Un puca. Usa los deseos de cada uno paraatraerlo y llevarlo a algún lugar remoto ycomérselo. Despacio. Seguramente el puca te oliócomo humana en los bosques y te siguió hasta lacasa. —Me estremecí y no intenté disimularlo.Tamlin prosiguió—: Estas tierras eran segurashace tiempo. Los inmortales más peligrososestaban contenidos dentro de las fronteras de susterritorios nativos, controlados por los loreslocales o escondidos. Ninguna criatura como elpuca se hubiera atrevido a poner un pie aquí. Pero

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ahora, la enfermedad que infecta Prythian debilitóa los guardianes que los mantenían apartados. —Hizo una larga pausa, como si alguien le arrancaralas palabras, ahogándolo—. Ahora las cosas sondiferentes. No es seguro para nadie viajar solo denoche, sobre todo si es humano.

Porque los humanos estaban tan indefensoscomo bebés si se los comparaba con predadorescomo Lucien... y Tamlin, seres que no necesitabanarmas para cazar. Miré sus manos, pero ya nohabía ninguna señal de las garras. Solo pieltostada, llena de callos.

—¿Qué más ha cambiado ahora? —pregunté,siguiéndolo por los escalones de mármol.

Esta vez él no se detuvo y ni siquiera mirópor encima del hombro mientras decía:

—Todo.

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Así que yo iba a vivir en este lugar para siempre.Por más que deseara asegurarme de que la palabraque había dado Tamlin de encargarse de mi familiaera cierta, por más que él hubiera dicho que yocuidaba más de ellos quedándome ahí..., aunquerealmente estuviera cumpliendo mi promesa sidecidía quedarme en Prythian..., la verdad era quesin el peso de esa promesa me sentía vacía, hueca.

Los siguientes tres días me fui con Lucien ahacer la patrulla de Andras al tiempo que Tamlinbuscaba al bogge por sus tierras. Ninguno denosotros lo vio. A pesar de que a veces eramalicioso, Lucien no parecía molesto por micompañía y cargaba con el mayor peso de laconversación, lo cual a mí me parecía bien; así yopodía pensar en las consecuencias de disparar unaúnica flecha.

Una flecha que no disparé nunca en esos tresdías que cabalgamos a lo largo de las fronteras.Esa misma mañana había visto a una cierva roja enuna cañada y había levantado el arco y apuntado

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por instinto, la flecha dirigida directamente al ojo,mientras Lucien se burlaba y decía que por lomenos la cierva no era una inmortal. Pero yo lahabía mirado —gorda, saludable y satisfecha— yhabía bajado el arco y vuelto a poner la flecha enel carcaj. La había dejado marchar.

Durante esos días, no vi a Tamlin en lamansión: estaba lejos, intentando atrapar al boggedía y noche, me dijo Lucien. Incluso en la cenahablaba poco y se iba temprano, a seguir lacacería. A mí no me molestaba esa ausencia. Sisentía alguna cosa, era alivio.

La tercera noche después de mi encuentro conel puca, apenas me senté a la mesa Tamlin selevantó con la excusa de que quería seguir con lacacería del bogge.

Lucien y yo lo miramos un momento.La parte que yo veía de la cara de Lucien

estaba pálida y tensa.—Os preocupáis por él —dije.

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Lucien se hundió en su silla, una posición deltodo indigna de un alto fae.

—Tamlin... Tamlin tiene rachas de mal humor.—¿No quiere que lo ayudéis a cazar al

bogge?—Prefiere hacerlo solo. Y tener al bogge en

nuestras tierras... No creo que lo entiendas. Lospucas son inferiores, no lo preocupan, pero inclusocuando termine con el bogge va a seguir pensandoen eso.

—¿Y no hay nadie que lo ayude?—Seguramente los haría pedazos por

desobedecer la orden de no acercarse.Una fría sensación se deslizó sobre mi nuca.—¿Tan brutal es?Lucien estudió el vino que tenía en la copa.—No se consigue permanecer en el poder

siendo amigo de todos. Y entre los inmortales, losinferiores y los altos fae, se necesita mano firme.

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Somos demasiado poderosos y estamos demasiadoaburridos con la inmortalidad; no dejamos que noscontrole cualquiera.

Parecía una ocupación solitaria, fría, la deostentar el poder en Prythian, sobre todo si uno nola apreciaba demasiado. Yo no estaba segura de larazón por la que eso me molestaba tanto.

Caía la nieve, espesa e incesante. Ya me llegaba alas rodillas mientras apuntaba con el arco, tirandode la cuerda más y más hacia atrás hasta que metembló el brazo. Detrás de mí acechaba unasombra... No, no acechaba, vigilaba. No meatrevía a darme la vuelta para mirar, no me atrevíaa ver quién podía estar detrás de esa sombra,observándome, no como me había mirado el lobodesde el otro lado del claro.

Miraba solamente. Como si esperara, como sime desafiara a disparar la flecha de fresno.

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No... no, no quería hacerlo, no esta vez, no denuevo, no...

Pero no controlaba los dedos, no loscontrolaba, y él seguía mirándome cuando disparé.

Un disparo..., un disparo directo contra eseojo dorado.

Una pluma de sangre que salpicaba la nieve,un golpe pesado, como el de un cuerpo al caer, unsuspiro del viento. No.

No era un lobo el que cayó en la nieve, no,era un hombre, alto y bien formado.

No..., no era un hombre. Era un alto fae, conesas orejas puntiagudas. Parpadeé y entonces...entonces vi que tenía las manos tibias y pegajosasde sangre. Después el cuerpo de él estaba rojo ysin piel, humeando en el aire frío, y era su piel...,su piel..., la que yo sostenía entre las manos y...

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Sacudí la cabeza hasta despertarme del todo; elsudor me bajaba por la espalda. Me obligué arespirar, a abrir los ojos y a estudiar cada detalledel dormitorio oscuro. Real..., esto era real.

Pero todavía veía la cara del alto fae, abajo,en la nieve, la flecha clavada en el ojo; rojo ylleno de sangre en el lugar en el que yo le habíasacado la piel.

La bilis me quemó en la garganta.No era real. Era un sueño solamente. Aunque

lo que yo le había hecho a Andras, aunque élestuviera en su piel de lobo, era... era...

Me froté la cara. Tal vez era el vacío, lasensación de hueco de los últimos días, tal vez erasolamente que ya no tenía que pensar hora trashora tras hora en mantener viva a mi familia,pero... sí, lo que me cubría la lengua, los huesos,era arrepentimiento y tal vez vergüenza.

Me estremecí, como en un escalofrío, perotampoco así podría sacarme eso de encima. Apartélas sábanas con los pies para levantarme de la

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cama.

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CAPÍTULO

12

No había podido sacudirme el horror, la sangre delsueño mientras caminaba por los pasillos oscurosde la mansión; los sirvientes y Lucien se habíanretirado hacía ya mucho. Pero yo tenía que haceralgo, cualquier cosa, después de esa pesadilla.

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Aunque fuera para evitar dormirme de nuevo. Conun pedazo de papel en una mano y una plumaaferrada en la otra, caminé fijándome bien adóndeiba, prestando atención a las ventanas, puertas ysalidas, dibujando cada tanto esquemas vagos yponiendo algunas X en el pergamino.

Era lo que podía hacer, y para cualquierhumano que supiera leer mis marcas no habríantenido sentido. Pero yo no sabía leer ni escribir,apenas las letras básicas; mi mapa improvisadoera mejor que nada. Si iba a quedarme en estelugar era esencial conocer los mejores escondites,las salidas más fáciles de usar si las cosas seponían difíciles para mí. No conseguía abandonardel todo ese instinto de supervivencia.

La luz era demasiado tenue para admirar laspinturas que cubrían las paredes, y no me atreví aarriesgarme a encender una vela. Esos últimos tresdías siempre había sirvientes en los pasilloscuando yo me atreví a mirar las obras de arte... yla parte de mí que hablaba con la voz de Nesta se

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había reído ante la idea de que una humanaignorante tratara de admirar el arte de losinmortales. «Otro día, entonces», me había dicho amí misma. Ya encontraría otro día, una horatranquila en la que no hubiera nadie por ahí. Teníamuchas horas por delante ahora, una vida entera.Tal vez, tal vez se me ocurriera qué hacer con ella.

Me deslicé hacia abajo por la escaleraprincipal; la luz de la luna inundaba las baldosasblancas y negras del vestíbulo. Llegué hasta laentrada; los pies descalzos, silenciosos sobre lasbaldosas frías. Nada..., nadie.

Apoyé mi mapa sobre la mesa del vestíbulo ydibujé unas cuantas X y círculos que representabanpuertas, ventanas, la escalera de mármol.... Mefamiliarizaría tanto con la mansión que podríarecorrerla aunque alguien me tapara los ojos conuna venda.

Sentí una brisa y me volví hacia las puertasabiertas de cristal que daban al jardín.

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Me había olvidado de lo grande que era, mehabía olvidado de los cuernos torcidos y la carade lobo, el cuerpo parecido al de un oso que semovía con una fluidez felina. Los ojos verdesbrillaban en la oscuridad, fijos en mí, y cuando laspuertas se cerraron tras él, el vestíbulo se llenódel ruido que hacían las garras sobre el mármol.Me quedé quieta, de pie, sin atreverme a hacer unmovimiento o a mover un solo músculo.

Él renqueaba un poco. Y bajo la luz de la lunaquedaban manchas oscuras a su espalda.

Siguió caminando hacia mí; parecía absorbertodo el aire del vestíbulo. Era tan grande que elespacio parecía pequeño, como una jaula. El rocede una garra, un jadeo de respiración agitada, lacaída de la sangre.

Entre un paso y el siguiente cambiaba deforma, y yo cerraba los ojos con fuerza ante cadarayo de luz disparado al techo cuando eso ocurría.

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En cuanto por fin mis ojos se ajustaron a laoscuridad poblada de ruidos, vi que él estaba depie frente a mí.

De pie, pero... no del todo. No había señal dela banda de cuero ni de sus cuchillos. Tenía lasropas hechas pedazos, cortes largos, feroces, queme hicieron preguntarme por qué no estaba muertoy destripado. Pero la piel musculosa que se veíabajo la camisa parecía hallarse incólume, ilesa.

—¿Matasteis al bogge? —Mi voz era apenasalgo más que un susurro.

—Sí. —Una respuesta opaca, vacía. Como siya no quisiera molestarse en ser amable. Como siyo estuviera al fondo, muy al fondo de una largalista de prioridades.

—Estáis herido —le dije con voz más bajatodavía.

Así era. Tenía la mano cubierta de sangre yesta seguía cayendo al suelo detrás de él. Me mirócon los ojos en blanco, como si le costase unesfuerzo monumental recordar que tenía una mano

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y que esa mano estaba herida. ¿Qué esfuerzo devoluntad y energía le había costado matar albogge, enfrentarse a esa amenaza terrible? ¿Hastadónde había tenido que hurgar dentro de sí mismo—buscando el poder inmortal y animal que vivíaen él, fuera cual fuese— para matarlo?

Miró el mapa que estaba sobre la mesa, ycuando habló su voz estaba vacía de toda emoción,de toda furia, de toda diversión.

—¿Qué es eso?Arranqué de un tirón el mapa de la mesa.—Pensé que sería bueno conocer el lugar

donde estoy.Sangre, sangre, sangre.Abrí la boca para señalar la mano, pero él

dijo:—No sabes escribir, ¿verdad?No le contesté. No sabía qué decir. Humana

ignorante, insignificante.—Con razón te volviste hábil en otras cosas.

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Supuse que él estaba tan perdido en elrecuerdo de su encuentro con el bogge que no sehabía dado cuenta del cumplido que me hacía. Sies que era un cumplido.

Otra gota de sangre sobre el mármol.—¿Dónde podemos limpiar esa mano?Levantó la cabeza y me miró de nuevo.

Quieto y agotado, silencioso. Después dijo:—Hay una pequeña enfermería.Quería decirme a mí misma que eso era tal

vez lo más útil que había averiguado ese día. Peromientras lo seguía, esquivando el rastro de sangreque él iba dejando, pensé en lo que me habíacontado Lucien acerca de la soledad de Tamlin,acerca del peso que tenía que llevar sobre loshombros; pensé en lo que había dicho él: que esastierras no deberían haber sido suyas, y sentí... sentílástima por él.

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La enfermería estaba bien provista, pero era másun botiquín con suministros y una buena mesa detrabajo que un lugar en el que curar a inmortalesenfermos o heridos. Supuse que eso era lo únicoque necesitaban: de todos modos, eran capaces decurarse a sí mismos con sus poderes inmortales.Pero esa herida..., esa herida no se estaba curando.

Tamlin se dejó caer contra el borde de lamesa cogiéndose la mano herida por la muñecamientras me miraba rebuscar en los cajones.Cuando encontré lo que necesitaba, hice unesfuerzo para no retroceder frente a la idea detocarlo, y no dejé que el miedo me dominaracuando le cogí la mano; el calor de su piel mepareció un infierno contra mis dedos frescos.

Limpié la mano sucia, cubierta de sangre,preparándome para el primer destello de lasgarras. Pero estas siguieron retraídas y él continuóen silencio mientras yo le vendaba la mano. Mesorprendió no encontrar más que algunos cortesferoces que no tenían necesidad de puntos.

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Aseguré el vendaje y me alejé, llevándome elbol con agua teñida de rojo hacia la fuente al finalde la habitación. Sus ojos eran como una marcacandente sobre mí mientras yo terminaba delimpiar; la habitación se volvió demasiadopequeña, casi asfixiante. Había matado al bogge ysalido relativamente ileso. Si Tamlin tenía esepoder, entonces los altos lores de Prythian debíande ser semidioses. Todos los instintos mortales demi cuerpo temblaban de horror ante la idea.

Estaba casi en la puerta, tratando de dominarla urgencia por salir corriendo de vuelta a mihabitación, cuando él dijo:

—No sabes escribir pero aprendiste a cazar,a sobrevivir. ¿Cómo?

Hice una pausa con el pie apoyado sobre elumbral.

—Es lo que pasa cuando una es responsablede las vidas de los demás, ¿no? Una hace lo quetiene que hacer.

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Él seguía sentado sobre la mesa, todavía enmedio de ese límite interno entre el aquí y el ahorapor un lado y, por otro, el lugar al que había tenidoque ir con su mente para luchar contra el bogge,fuera donde fuese... Miré de frente a esos ojossalvajes y brillantes.

—No eres lo que yo esperaba..., para serhumana —dijo. No le contesté. Y no se despidiócuando me fui.

A la mañana siguiente, mientras bajaba por lagrandiosa escalera, traté de no pensar demasiadoen las baldosas de mármol, ahora muy limpias...;ya no había señales de la sangre que había perdidoTamlin. En realidad, traté de no pensar demasiadoen nuestro encuentro.

Cuando no vi a nadie en el vestíbulo, casisonreí..., sentí una onda cálida en ese vacío huecoque me había estado persiguiendo. Tal vez ahora,tal vez en ese momento de tranquilidad, podría

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contemplar por fin las obras de arte en lasparedes, tomarme tiempo para examinarlas,conocerlas, admirarlas.

Con el corazón a todo galope, estaba a puntode dirigirme hacia donde había visto un pasillocon paredes cubiertas con gran cantidad depinturas, una al lado de otra, cuando, desde elcomedor, llegaron flotando voces masculinas.

Me detuve. Las voces eran lo bastante tensascomo para incitarme a que me deslizara entre lassombras detrás de la puerta abierta tratando de nohacer ruido. Lo que hacía era un acto cobarde,horrible, pero lo que estaban diciendo esos dos meforzó a olvidar la culpa.

—Quiero saber qué crees que estás haciendo.—Era Lucien..., la ferocidad familiar revistiendotodas sus palabras.

—¿Qué estás haciendo tú? —ladró Tamlin. Através del espacio entre las bisagras y la puerta losvi a los dos de pie, cara a cara. En la mano sin

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vendas de Tamlin brillaban las garras bajo la luzde la mañana.

—¿Yo? —Lucien se llevó una mano al pecho—. Por el Caldero, Tamlin..., no tenemos muchotiempo y tú te lo pasas envuelto en tristeza y rabia.Ya ni siquiera tratas de fingir.

Levanté las cejas. Tamlin giró sobre sustalones para alejarse, pero volvió a dar una vueltaun instante después y mostró los dientes.

—Fue un error desde el principio. No lotolero, y menos después de lo que mi padre leshizo, lo que hizo a las tierras de esa especie... Noquiero ser como él..., no voy a ser ese tipo depersona. Así que deja de molestarme.

—¿Dejar de molestarte? ¿Dejar de molestartemientras tú sellas nuestro destino, mientras loarruinas todo? Me quedé contigo por esperanza, nopara verte caer. Para alguien con un corazón depiedra, el tuyo parece estar muy blando estos días.El bogge estaba en nuestras tierras... ¡El bogge,Tamlin! Cayeron todas las barreras entre las cortes

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y hay basuras como el puca hasta en nuestrosbosques. ¿Vas a mudarte ahí para matar a todos losgusanos que entren sin permiso?

—Ten cuidado con lo que dices —lo amenazóTamlin.

Lucien se le acercó; él también mostraba losdientes. Un soplo de aire me golpeó el estómago yun olor metálico me llegó a la nariz. Pero yo noveía la magia..., solamente la olía. No hubierasabido decir si eso hacía peor o mejor lasituación.

—No me provoques, Lucien. —El tono deTamlin era peligroso y tranquilo y se me erizó elpelo en la nuca cuando emitió un gruñidopuramente animal—. ¿Crees que no sé lo que pasaen mis propias tierras? ¿Lo que puedo perder? ¿Loque ya he perdido?

La plaga. Tal vez estuviera contenida, aunqueparecía que todavía causaba estragos, que seguíasiendo una amenaza, y quizá se tratara del tipo deamenaza de la que ellos no querían que yo supiera

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nada, ya fuera porque no confiaban en mí oporque... porque yo no era nada para ellos. Meincliné hacia delante, pero cuando lo hice, moví lamano y un dedo golpeó con suavidad contra lapuerta. Puede que un ser humano no lo hubieraoído, pero los dos altos fae se volvieron enredondo. El corazón se me subió a la boca.

Di un paso hacia el umbral, me aclaré lagarganta y pensé en una docena de excusas parajustificarme. Miré a Lucien y me obligué a sonreír.Los ojos de él se ensancharon y tuve quepreguntarme si sería por mi sonrisa o porque teníaaspecto de culpable.

—¿Vais a cabalgar? —pregunté, un pocodescompuesta, mientras hacía un gesto hacia atráscon el pulgar. No había pensado en salir con él esedía, pero sonaba a una buena excusa.

El ojo rojo de Lucien brillaba con fuerza,aunque la sonrisa que me dedicó no tenía ningúnbrillo. La cara del emisario de Tamlin más

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calculadora, más cortesana que nuncaanteriormente.

—Hoy es imposible —dijo. Señaló a Tamlincon el mentón—. Él puede ir contigo.

Tamlin miró con desdén a su amigo; no sepreocupó por disimular el gesto. La banda decuero llevaba esta vez más cuchillos que los díasanteriores, y las empuñaduras de metalornamentado brillaban cuando él se volvió haciamí con los hombros tensos.

—A donde quieras ir, iremos. Basta con quelo digas. —Las garras de la mano libre sedeslizaron bajo la piel y desaparecieron.

«No.» Casi lo dije en voz alta mientrasvolvía a mirar a Lucien y le rogaba con los ojos.Lucien me puso una mano en el hombro al tiempoque se alejaba.

—Tal vez mañana, humana.Me quedé a solas con Tamlin, tragué saliva

con fuerza.Él estaba ahí de pie, esperando.

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—No quiero ir a cazar —dije finalmente conla voz calma. Era cierto—. Odio cazar.

Él asintió con la cabeza.—¿Qué quieres hacer, entonces?

Me llevó por los pasillos. Una brisa suaveenredada con el perfume de las rosas entraba através de las ventanas abiertas y me acariciaba lacara.

—Estuviste cazando —dijo Tamlin por fin—,pero no tienes ningún interés en ello. —Meobservó de reojo—. Con razón vosotros dos nuncaatrapáis nada.

No había rastro del guerrero frío, vacío, de lanoche anterior, ni del noble fae furioso de hacíaunos minutos. Ahora era solamente Tamlin.

Había sido una tonta por bajar la guardiacuando estaba con él, por pensar que su actuaciónsignificaba algo, sobre todo cuando era evidenteque algo andaba tan mal en sus tierras. Había

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acabado con el bogge... y eso lo convertía en lacriatura más peligrosa con la que me hubieraencontrado nunca. Dado que no sabía cómoproceder, le pregunté en un tono algo artificial:

—¿Cómo está vuestra mano?Flexionó la mano herida y estudió las vendas

blancas, austeras y limpias contra la piel besadapor el sol.

—No te di las gracias.—No hacía falta.Pero él negó con la cabeza y su cabello

dorado atrapó y sostuvo la luz de la mañana comosi la arrancara del sol.

—El mordisco del bogge estaba pensado pararetardar la curación de los altos fae, retardarla losuficiente como para matarnos. Tienes toda migratitud. —Cuando me encogí de hombros, élagregó—: ¿Cómo aprendiste a vendar heridas así?Puedo usar la mano a pesar de las vendas.

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—A base de equivocarme. Siempre que mehacía daño, tenía que poder armar la cuerda en elarco al día siguiente.

Él se quedó callado mientras girábamos porotro pasillo de mármol bañado por el sol, yentonces me atreví a mirarlo. Descubrí que meestaba estudiando, los labios convertidos en unalínea tensa.

—¿Alguna vez alguien te cuidó a ti? —preguntó con voz pausada.

—No. —Hacía muchos años que yo habíadejado de tenerme lástima.

—¿Aprendiste a cazar de la misma manera, abase de equivocarte?

—Espiaba a los cazadores cuando podía ydespués practiqué hasta que empecé a acertar a lascosas. Cuando disparaba mal, no comíamos. Asíque apuntar fue lo primero que aprendí.

—Tengo curiosidad —dijo él en tonodespreocupado. Había un brillo en los puntosambarinos de sus ojos verdes. Tal vez no era

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cierto que no quedaran rastros de la bestiaguerrera—. ¿Vas a usar ese cuchillo que robaste dela mesa?

Me quedé paralizada.—¿Cómo lo supisteis?Podría haber jurado que, debajo de la

máscara, él tenía las cejas levantadas.—Estoy entrenado para notar esas cosas.

Pero sobre todo, olí el miedo en ti.Gemí.—Pensé que nadie lo había notado.Él mostró una sonrisa torcida, más genuina

que todas las sonrisas desvaídas y los halagos queme había ofrecido antes.

—Aun si dejamos de lado el tratado, vas anecesitar pensar con mayor creatividad si quierestener la oportunidad de escapar de los míos... Esode robar cuchillos en la cena... Pero con tuhabilidad para espiar detrás de las puertas, algúndía tal vez averigües algo valioso.

Sentí calor en las orejas.

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—Yo... yo no... Lo lamento —murmuré. Perono tenía sentido fingir que no los había espiado—.Lucien ha dicho que no teníais mucho tiempo. ¿Quéquiso decir con eso? ¿Van a venir más criaturascomo el bogge por la plaga?

Tamlin se puso rígido, levantó la vista y miróalrededor del pasillo, estudió las imágenes, lossonidos y los olores. Después se encogió dehombros, un gesto demasiado tenso para sergenuino.

—Soy inmortal. Lo único que tengo estiempo, Feyre.

Había dicho mi nombre con tanta... intimidad.Como si no fuera una criatura capaz de matarmonstruos salidos de una pesadilla. Abrí la bocacon la intención de pedirle una respuesta másexacta, pero él me interrumpió.

—La fuerza que enferma nuestras tierras ynuestros poderes..., eso también va a acabar algúndía si el Caldero nos da su bendición. Pero ahora

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que el bogge ha entrado en estas tierras, yo diríaque es lógico suponer que otros pueden seguirlo,sobre todo si el puca se mostró tan desafiante.

Sin embargo, si las fronteras entre las corteshabían caído, como yo le había oído decir aLucien, si a causa de la plaga todo en Prythian eradiferente ahora, como había dicho Tamlin..., yo noquería quedar atrapada en medio de una guerrabrutal o una revolución. Dudaba que sobrevivieramucho tiempo en un escenario como ese.

Tamlin siguió caminando y abrió un par depuertas dobles al final del pasillo. Los músculospoderosos de la espalda se le movieron bajo laropa. Nunca debía olvidar lo que él era..., lo quepodía hacer. Lo que, aparentemente, le habíanenseñado a hacer.

—Como tú pediste —dijo entonces—: Elestudio.

Vi lo que había más allá de su espalda y seme hizo un nudo en el estómago.

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CAPÍTULO

13

Tamlin agitó la mano y cien velas saltaron a lavida. Era evidente que eso que había dicho Luciensobre la magia —que se había secado y torcidopor la plaga— no había afectado de forma tandramática a Tamlin o, tal vez, si todavía era capaz

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de cambiar la forma de sus centinelas ytransformarlos en lobos cuando quería, había sidomucho más poderoso antes. El olor metálico de lamagia me rozó los sentidos, pero mantuve elmentón alto. Bueno, hasta que observé lo que habíadentro.

Las palmas de las manos empezaron asudarme cuando vi ese estudio enorme, opulento.Había tomos y tomos alineados en la pared comosoldados de un ejército silencioso, y sillones,escritorios y alfombras gruesas tendidas por todala habitación.

Hacía más de una semana que habíaabandonado a mi familia. Aunque mi padre mehabía dicho que no volviera, aunque mi promesa ami madre se había cumplido, por lo menos tendríaque hacerles saber que estaba sana y salva...,relativamente. Y mandarles una advertencia sobrela enfermedad que barría Prythian y que tal vez,algún día, pronto, atravesaría el muro.

Solo había un método para hacerlo.

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—¿Necesitas algo más? —preguntó Tamlin, yme estremecí. Él seguía detrás de mí.

—No —dije, y entré en el estudio dandozancadas. No quería pensar en el poder que mehabía mostrado hacía un instante, en la graciadespreocupada con la que había dado la vida atantas llamas. Era importante que pusiera toda laatención en la tarea que tenía por delante.

No era del todo culpa mía que apenas supieraleer. Antes de la ruina de mi padre, mi madrehabía descuidado completamente nuestraeducación, no se había preocupado por tomar unainstitutriz. Y después de que nos golpeara lapobreza, y mis hermanas mayores, que ya leían yescribían, consideraran que la escuela de la aldeaera poco para nosotras, tampoco se preocuparonpor enseñarme. Yo leía apenas lo suficiente parafuncionar..., lo suficiente para darles forma a lasletras, pero tan mal que hasta firmar meavergonzaba.

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Ya era bastante que Tamlin lo supiera.Pensaría en el modo de hacer llegar la carta a losmíos cuando la hubiera terminado; tal vez podríapedirles un favor a él o a Lucien. Pedirles queescribieran por mí sería demasiado humillante. Yaimaginaba sus palabras: «Una humana típica, tanignorante». Y como Lucien parecía convencido deque me convertiría en espía apenas pudiera, sinduda quemaría la carta y cualquier otra cosa queintentara escribir después. Así que tendría queaprender.

—Te dejo, entonces —dijo Tamlin cuando elsilencio entre los dos se volvió demasiado largo,demasiado tenso.

No me moví hasta que él cerró las puertas yme dejó dentro. Sentí latir mi corazón en todo elcuerpo cuando me acerqué a un escritorio.

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Tuve que hacer un intermedio para la cena y paradormir, pero estuve de vuelta en el estudio antesde que hubiera salido del todo el sol. Descubrí unpequeño escritorio en un rincón y busqué papel ytinta. Reseguí una línea de texto con el dedo ysusurré las palabras allí escritas.

—«Ella... ella tomó, tomó el zapato..., depie... en su po... pos...»

Me senté en la silla y me apreté los ojos conlas manos. Cuando sentí que estaba más calmada,cogí el pergamino y subrayé la palabra:«posición».

Con mano temblorosa, hice lo que pude paraañadir letra tras letra a la lista cada vez más largaque tenía junto al libro. Había por lo menoscuarenta palabras, con las letras malformadas ycasi ilegibles. Después me preocuparía por lapronunciación.

Me puse de pie: tenía que estirar las piernas,la espalda... o escaparme de la larga lista depalabras que no sabía pronunciar y del calor

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permanente que me entibiaba la cara y el cuello.Supongo que el estudio era sobre todo una

biblioteca: no se veían las paredes, ocultas detrásde los pequeños laberintos de pilas de libros querodeaban el área principal. Había un entrepisoarriba, cubierto de libros de pared a pared. Pero«estudio» sonaba menos intimidante. Caminé enzigzag a través de algunas de las pilas, siguiendoun rayo de luz hasta las ventanas que estaban en elotro extremo de la habitación. Me descubrímirando un jardín de rosas, con docenas de tonosrosados, púrpuras, blancos y amarillos.

Tal vez me habría permitido un momento paraadmirar los colores, brillantes de rocío bajo el solde la mañana, si no hubiera visto la pintura a lolargo de la pared junto a las ventanas.

No era una pintura, pensé, parpadeandomientras retrocedía para ver desde más lejos laenorme extensión. No, era un... Busqué la palabraen esa parte medio olvidada de mi mente. Unmural. Eso era.

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Al principio no conseguí hacer nada que nofuera mirar con fijeza el tamaño, la ambición, elhecho de que esa obra de arte estuviera en eselugar donde nadie podía verla, como si crear algoasí no significara nada..., absolutamente nada.

El mural contaba una historia usando la formaen que fluían los colores, las formas y la luz, laforma en que cambiaba su intensidad a lo largo delmural. La historia de..., sí, la historia de Prythian.

Empezaba con un caldero.Un enorme caldero negro sostenido por

manos delicadas, brillantes, femeninas, sobre unanoche infinita, estrellada. Esas manos lo volcaron;el líquido brillante, lleno de chispas doradas sederramó por encima del borde. No, no eranchispas..., era una efervescencia de pequeñossímbolos, tal vez en algún antiguo lenguaje de losinmortales. Fuera lo que fuese esa escritura, elcontenido del caldero cayó al vacío más abajo yformó una laguna en la tierra y así se creó nuestromundo...

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El mapa abarcaba todo nuestro mundo..., nosolo la tierra en la que estábamos sino también losmares y los enormes continentes que había másallá. Cada territorio estaba marcado y coloreado,algunos con pinturas intrincadas y ornamentadascon los seres que habían reinado alguna vez sobretierras que ahora pertenecían a los humanos. Todo,recordé con un escalofrío, todo el mundo habíasido de ellos..., por lo menos eso era lo que elloscreían, un mundo fabricado para ellos por la figurafemenina que sostenía el caldero. No habíamención de los humanos, ninguna señal denosotros. Supuse que para ellos habíamos sidomenos que cerdos.

Era difícil mirar el siguiente panel. Era tansimple y al mismo tiempo tan detallado que mequedé ahí, de pie, durante un momento, metida enese campo de batalla, y sentí la textura del barroensangrentado más abajo, hombro con hombro con

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los miles de otros soldados humanos que sealineaban frente a las hordas de inmortales que nosatacaban. Una pausa antes de la matanza.

Las flechas y espadas humanas parecíaninútiles contra los altos fae en sus armadurasbrillantes o los inmortales inferiores erizados degarras y colmillos. Sabía —sin que me lo mostraseningún panel explícito— que los humanos nohabían sobrevivido a esa batalla. La mancha negrasobre el panel siguiente, iluminada con brillosrojos, era suficientemente expresiva.

Después otro mapa: un reino de inmortalesmucho más reducido. Los territorios norteños sehabían diseccionado y dividido para hacer sitio alos altos fae que habían perdido sus tierras al surdel muro. Todo lo que quedaba al norte del muroera para ellos; todo lo que estaba al sur era unamancha desierta. Un mundo destrozado,olvidado..., como si el pintor no quisieramolestarse en representarlo.

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Miré con cuidado varias tierras y territoriosque ahora pertenecían a los altos fae. Tantoterritorio todavía..., tanto poder monstruosoesparcido por el norte de nuestro mundo. Sabíaque estaban regidos por reyes o reinas o consejoso emperatrices, pero nunca había visto unarepresentación de eso, de lo mucho que habíantenido que ceder al sur, de lo apretadas queestaban ahora sus tierras.

En comparación, a Prythian le había ido bienen nuestra enorme isla: solo el extremo final paralos miserables humanos. La mayor parte delsacrificio la habían hecho los estados quequedaban más al sur, lugares que la pinturarepresentaba con plantas de azafrán, ovejas yrosas. Tierras de primavera.

Me acerqué hasta que vi la mancha oscura,horrible, que representaba el muro: otro toque dedesprecio por parte del pintor. No había ningunafigura en los reinos humanos, nada que indicaraninguno de los grandes centros o ciudades, pero...

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descubrí la zona aproximada en la que estabanuestra aldea y los bosques que la separaban delmuro. Esos dos días de viaje parecían tanpequeños si se los comparaba con el poder queacechaba por encima de nosotros, en el norte...Tracé una línea, el dedo suspendido sobre lapintura, hacia arriba, en la pared, hacia estastierras, las tierras de la Corte Primavera. Ahítampoco había marcas, pero la tierra estabasembrada con toques de primavera: árbolesflorecidos, tormentas pasajeras, animales reciénnacidos... Por lo menos pasaría mis días en una delas cortes más moderadas en cuanto al clima. Unpequeño consuelo.

Miré al norte y retrocedí de nuevo. Las otrasseis cortes de Prythian ocupaban un rompecabezasde territorios. Otoño, Verano e Invierno eranfáciles de distinguir. Por encima, dos cortesbrillantes: la del sur, una paleta más suave, másrojo, la Corte Amanecer; por encima, brillantesdorados, amarillos y azules, la Corte Día. Y más

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arriba, posada sobre una cadena congelada demontañas de oscuridad y estrellas, el territorioexpandido, enorme, de la Corte Noche.

Había cosas en las sombras que habitabanesas montañas..., ojos diminutos, dientesbrillantes. Una tierra de belleza letal. Se me erizóel vello de los brazos.

Tal vez debería haber examinado los otrosreinos, los que quedaban al otro lado del mar querodeaba nuestra tierra. Por ejemplo, el reinoinmortal aislado que quedaba al oeste, un reinoque no parecía haber perdido territorio alguno yseguía siendo el mismo, pero en ese momento miréel corazón de ese mapa hermoso, viviente.

En el centro, como si fuera el núcleo a partirdel cual se había expandido todo, o tal vez el lugarque había tocado primero el líquido caído delcaldero, había una pequeña cadena de montañasnevadas. En medio de las cuales se erguía unenorme pico solitario. Sin nieve, sin vida..., comosi los elementos se negasen a tocarlo. No había

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otras claves sobre su esencia; nada que indicara suimportancia, y pensé que se suponía que losespectadores sabían lo que era. Ese no era unmural destinado a ojos humanos.

Con esa idea volví a mi escritorio. Por lomenos ahora sabía cómo eran aquellas tierras, ysabía que nunca nunca debía ir hacia el norte.

Me volví a sentar y busqué mi lugar en ellibro, el rostro caliente frente a las ilustracionesque aparecían cada tanto. Un libro para chicos y,sin embargo, yo no conseguía terminar sus veintepáginas. ¿Por qué tenía Tamlin libros para chicosen esta biblioteca? ¿Eran de su propia infancia opara futuros chicos que llegarían alguna vez? Noimportaba. Yo no lograba leerlos. Odiaba el olorde esos libros, la podredumbre de las páginas, elsusurro burlón del papel, el cuero áspero de lacubierta. Miré la hoja y todas las palabras que noconocía.

Apreté la lista en la mano, transformando elpapel en una bola, y lo hundí en la papelera.

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—Podría ayudarte a escribirles, si esa es larazón por la que estás aquí. —Salté hacia atrás enel asiento, casi lo derribé y giré en redondo. Ahíestaba Tamlin, detrás de mí, con una pila de librosen las manos. Empujé el asiento y me puse de pie,las mejillas y las orejas rojas... ¿Qué informacióncreería él que iba a enviar? La idea me dio pánico.

—¿Ayudarme? ¿Queréis decir que un inmortalestá dejando pasar la oportunidad de burlarse deuna mortal ignorante?

Puso los libros sobre la mesa. Tenía lamandíbula tensa. Yo no conseguía leer los títulosque brillaban sobre los lomos de cuero.

—¿Por qué iba a burlarme por un defecto queno es tu culpa? Deja que te ayude. Te debo algopor el vendaje de la mano.

Defecto. Sí, cierto, era un defecto.Y sin embargo, una cosa era vendarle la

mano, hablar con él como si no fuera un predadorcreado para matar y destruir, y otra revelar lo pocoque yo sabía, dejarle ver esa parte de mí que era

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todavía una niña, sin terminar, en bruto... Su caraera inescrutable. Aunque no había lástima en suvoz, me enderecé orgullosa.

—Me las arreglo bien sola.—¿Crees que no tengo nada mejor que hacer

que perder el tiempo pensando formas elaboradasde humillarte?

Me acordé de la mancha de nada que habíausado el pintor para representar las tierrashumanas y no encontré una respuesta, por lo menosno una que fuera lo suficientemente amable. Yahabía cedido demasiado... frente a todos ellos,frente a él.

Tamlin negó con la cabeza.—¿Así que dejaste que Lucien te llevara a

cazar, pero...?—Lucien —lo interrumpí con tranquilidad,

pero no con voz suave— no finge ser lo que no es.—¿Qué significa eso? —gruñó él, pero las

garras siguieron retraídas aunque él cerró lasmanos y las convirtió en puños a los costados del

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cuerpo.Estaba caminando por una línea

definitivamente peligrosa, pero no me importaba.Aunque él me estuviera ofreciendo su ayuda, yo noiba a caer a sus pies.

—Significa —dije con la misma frialdad—que yo no os conozco. No sé quién sois, o lo quesois, o lo que queréis.

—Significa que no confías en mí.—¿Cómo voy a confiar en un inmortal?

¿Acaso no disfrutáis matándonos y engañándonos?Las palabras furiosas de su respuesta hicieron

temblar las llamas de las velas:—No eres lo que yo esperaba en un humano,

eso te lo aseguro.Casi sentí la profunda herida en mi pecho

cuando se partió y salieron todas esas palabrashorribles, silenciosas: «analfabeta», «ignorante»,«insignificante», «orgullosa», «fría»..., todas enboca de Nesta, como un eco de su voz burlona enmi cabeza.

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Apreté los labios con fuerza.Él hizo una mueca y levantó un poco una

mano, como si fuera a tocarme.—Feyre... —empezó a decir, y su voz fue tan

suave que hizo que yo meneara la cabeza yabandonara la habitación. Él no me detuvo.

Pero esa tarde, cuando fui a recuperar la listaque había tirado en la papelera, ya no estaba allí.Y mi pila de libros parecía distinta, los títulosestaban en otro orden. Tal vez algún sirviente loshabía cambiado, pensé para calmar la tensión quesentía en el pecho. Alis o alguno de los otros quelimpiaban con máscaras de pájaros. Yo no habíaescrito nada que me incriminara, no había formade que él supiera que yo había querido advertir ami familia. Dudaba que me castigara por eso,pero... la conversación que habíamos tenido yahabía sido lo suficientemente mala.

Sin embargo, me temblaban las manos cuandome senté al escritorio y busqué el lugar exacto enque había dejado el libro esa mañana. Sabía que

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era una vergüenza marcar los libros con tinta, perosi Tamlin podía permitirse comer en platos de oro,también podría reemplazar uno o dos libros.

Miré sin ver el amontonamiento de letras.Tal vez era una tonta por no aceptar su ayuda,

por no tragarme el orgullo y pedirle que escribierala carta. Ni siquiera era una carta de advertencia,solo..., solo para hacerles saber que estaba bien.Si él tenía otras cosas que hacer con su tiempo, sino perdía el tiempo buscando formas deavergonzarme, entonces seguramente tenía mejorescosas que hacer que ayudarme a escribir cartas ami familia. Y sin embargo, me lo había ofrecido.

Oí sonar la hora en un reloj cercano.Defecto..., otro de mis defectos. Me froté las

cejas con el pulgar y el índice. También había sidotonta al sentir un poco de lástima por él, por elinmortal solitario, pensativo, por alguien que,había pensado yo como una estúpida, realmente seinteresaría si conocía a otra persona que tal vezsentía lo mismo, que tal vez entendía lo que era

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cargar con el peso de cuidar a otros, aunque loentendiera en la forma ignorante, insignificante enque podían hacerlo los humanos. Debería haberlodejado sangrar esa noche, debería haberme dadocuenta de que era tonto creer..., era tonto creer quetal vez..., tal vez habría alguien, humano o inmortalo cualquier otra cosa que entendería eso en lo quese había transformado mi vida, en lo que yo mehabía transformado en los últimos años.

Pasó un minuto, después otro.Tal vez los inmortales no pudieran mentir,

pero sí que podían escamotear la información;Tamlin, Lucien y Alis habían hecho lo posible porno contestar a mis preguntas específicas. Sabermás sobre la plaga que los amenazaba, sabercualquier cosa sobre esa plaga, de dóndeprocedía, qué era capaz de hacer, sobre todo a unser humano...

Y si había alguna posibilidad de que ellostuvieran también algún tipo de conocimientoacerca de encontrar una salida para escapar a las

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exigencias del maldito tratado, si sabían una formaen la que pudiera pagar la deuda que habíaadquirido y volver con mi familia y advertirlessobre la plaga en persona..., entonces tenía quearriesgarme.

Veinte minutos más tarde fui a ver a Lucien asu dormitorio. Había marcado en mi mapa el lugardonde estaba su habitación —en un ala separadadel segundo piso, bien lejos de la mía— y despuésde buscarlo en los lugares de siempre, pensé queestaría allí. Golpeé con los nudillos la puertadoble pintada de blanco.

—Entra, humana. —Seguramente él medetectaba por mi respiración. O tal vez ese ojosuyo veía a través de la puerta.

Traspasé el umbral. La habitación era muyparecida a la mía en cuanto a forma, pero estabapintada en tonos de naranja, rojo y oro, conalgunos leves toques de verde y marrón. Era comoestar en un bosque otoñal. Y mientras mihabitación era toda suavidad y gracia, la suya

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estaba marcada por la aspereza. En lugar de labonita mesa de desayuno junto a la ventana,dominaba el espacio una mesa de trabajo muygastada, y encima de ella había varias armas. Ahíestaba él, sentado, vestido con una camisa blanca ypantalones, el pelo rojo sin atar, brillante comofuego líquido. El emisario de Tamlin, entrenadopara la corte, pero también guerrero por derechopropio.

—No os he encontrado por la casa —dije,cerrando la puerta y apoyando la espalda en ella.

—Tuve que ir a poner orden en algunosexaltados en la frontera del norte, asuntos oficialescomo emisario —dijo él, guardando el cuchillo decaza que había estado limpiando, una hoja terrible,larga—. Volví a tiempo para oír tu discusión conTam y decidí que aquí arriba iba a estar másseguro. Me alegró saber que tu corazón humano sehabía entibiado un poco con respecto a mí, eso sí.Por lo menos no soy el primero en tu lista defuturos asesinatos.

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Lo miré largamente.—Bueno —siguió él, encogiéndose de

hombros—, parece que te las arreglaste parameterte bajo la piel de Tam, tanto que él me buscóy casi me arrancó la cabeza de un mordisco. Asíque supongo que tengo que darte las gracias porarruinar lo que debería haber sido un almuerzopacífico. Por suerte para mí, había un problema enlos bosques del oeste y mi pobre amigo tuvo que ira encargarse de eso como solo él sabe hacerlo. Mesorprende que no te lo encontraras en la escalera.

Gracias a los dioses olvidados por laspequeñas alegrías.

—¿Qué tipo de problema?Lucien se encogió de hombros, pero el

movimiento fue demasiado tenso para tratarse delgesto de alguien que se desentiende del asunto.

—Lo de siempre: criaturas no queridas,criaturas horrendas que hacen desastres.

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Bien..., era estupendo que Tamlin estuvieralejos y no pudiera volver para pillarme en lo queyo estaba a punto de hacer. Otra vez tenía un pocode suerte.

—Me impresiona que me hayáis contestadotodo eso —dije con el tono más desenfadado quepude, pensando bien mis palabras—. Pero pordesgracia no sois como el suriel, que me vomitaríatoda la información que le exigiera si yo fuera lobastante inteligente y lo atrapara.

Por un momento, él me miró y parpadeó.Después, hizo una mueca con la boca y su ojo demetal zumbó y se entrecerró para mí.

—Supongo que no vas a explicarme lo quequieres decir con eso.

—Vos tenéis vuestros secretos y yo tengo losmíos —dije con cuidado. No conseguía predecirqué pasaría si yo le contaba lo que iba a hacer.¿Trataría él de convencerme de que no lo hiciera?

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—. Pero si fuerais un suriel —agregué condeliberada lentitud, por si él no lo había entendidodel todo—, ¿qué tendría que hacer para atraparos?

Lucien apoyó el cuchillo y se miró las uñas.Durante un momento me pregunté si me diría algoo no. Me pregunté si se iría directamente a ver aTamlin y se lo contaría todo.

Y entonces él dijo:—Supongo que yo tendría una debilidad por

los bosquecitos de abedules en los bosquesoccidentales y por los pollos que acaban de morir,y probablemente sería tan glotón que no vería loslazos dobles preparados en el bosque paraatraparme por las patas.

—Mmm. —No me atreví a preguntar por quéhabía decidido contestarme. Todavía había unaposibilidad bastante grande de que su mayor deseofuera verme muerta, pero decidí arriesgarme—.Creo que os prefiero como alto fae.

Él me dedicó una sonrisa, pero la diversiónle duró poco.

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—Pero si yo fuera tan loco y estúpido paraperseguir a un suriel, también llevaría un arco yuna flecha y tal vez un cuchillo como este. —Metióen la vaina el cuchillo que acababa de limpiar y lopuso en el borde de la mesa, como si me loofreciera—. Y estaría preparado para correr lomás rápido posible cuando lo soltase..., hasta elagua corriente más cercana, porque odian cruzarese tipo de agua.

—Pero vos no estáis loco, así que vaisquedaros aquí, ¿no es cierto? Sano y salvo.

—Voy a estar cazando, y con mi oído superiortal vez me sienta lo suficientemente generoso comopara escuchar si alguien grita en los bosquesoccidentales. Pero es bueno que yo no haya tenidola idea de decirte que salieras hoy, porque Tam lesacaría las tripas a cualquiera que te dijera cómoatrapar un suriel, y es bueno que yo haya hechoplanes para cazar de todos modos, porque sialguien me descubre ayudándote, habría todo uninfierno de problemas esperándonos. Confío en

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que tus secretos valgan la pena. —Lo dijo con lasonrisa de siempre, pero había una tensión en elgesto, una advertencia que no me pasódesapercibida.

Otro enigma y otro poquito de información.—Es bueno que vos tengáis un oído superior

y que yo tenga una habilidad superior paramantener la boca cerrada.

Soltó un resoplido mientras yo cogía elcuchillo de la mesa y me daba la vuelta para ir abuscar el arco a mi habitación.

—Creo que estás empezando a gustarme...para ser una humana asesina.

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CAPÍTULO

14

Bosques occidentales. Bosquecito de abedules.Pollo muerto. Lazo doble. Cerca de una corrientede agua.

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Repetí mentalmente las instrucciones deLucien mientras salía de la mansión, atravesabalos cuidados jardines, cruzaba las colinascubiertas de hierba silvestre, vadeaba arroyoscristalinos y entraba en los bosques primaverales.Nadie me detuvo, nadie me vio salir, arco y carcajal hombro, el cuchillo de Lucien en la cintura.Llevaba también un morral con un pollo muerto,cortesía del personal de la cocina, que se quedómuy extrañado con mi petición. También me habíametido un cuchillo adicional en la bota.

Las tierras estaban tan vacías como lamansión, aunque de vez en cuando veía algo quebrillaba con el rabillo del ojo. Y cada vez que medaba la vuelta para mirar, el brillo se convertía enla luz del sol que bailaba sobre un arroyo cercano,o el viento que movía las hojas de un sicomorosolitario sobre una loma. Cuando pasé junto a unacharca que se había formado a los pies de una

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colina alta, habría jurado que cuatro cabezasfemeninas salían del agua y me miraban. Meapresuré a seguir adelante.

Cuando entré en los bosques verdesoccidentales, se oía solamente el canto de lospájaros que se llamaban y el roce de los animalesque se movían entre los arbustos. Nunca habíallegado hasta esos bosques en las cacerías conLucien. No había senderos, ni nada domesticado.Los robles, los olmos y las hayas seentremezclaban en un tejido espeso, y casiahogaban el resto de la luz de sol que se arrastrabaa través de las densas copas. El suelo cubierto demusgo se tragaba cualquier sonido que yo pudierahacer.

Viejo..., ese bosque era antiguo. Y estabavivo, vivo de una forma que yo sentía en lo másprofundo de mis huesos. Tal vez era la primerahumana en quinientos años que caminaba bajo esas

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ramas oscuras, pesadas, la primera que inhalaba lafrescura del tapiz de hojas primaverales quecubría la podredumbre húmeda, espesa.

Abedules..., corrientes de agua. Me abrí pasopor los bosques, la respiración tensa en lagarganta. La noche era el momento peligroso, merecordé. Solamente tenía unas pocas horas hasta lapuesta de sol.

Aunque el bogge nos había asaltado bajo laluz del sol.

El bogge había muerto, y fuera cual fuese elhorror del que se estaba encargando Tamlin, vivíaen otra parte. La Corte Primavera. Me pregunté dequé formas tendría que responder Tamlin a su altolord, y si era este el alto lord que le había sacadoel ojo a Lucien. Tal vez era la mujer del alto lord,la «ella» que había mencionado Lucien, la queinspiraba tal terror en los dos. Empujé esa ideapara alejarla de mi mente.

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Mantuve los pasos silenciosos, los ojos yoídos abiertos y el corazón firme. Tuviera defectoso no, yo sabía cazar. Y las respuestas quenecesitaba valían el riesgo que iba a correr.

Descubrí un bosquecito de jóvenes abedulesdelgados, después caminé en círculos cada vezmás amplios hasta que encontré el arroyo máscercano. No era profundo, pero sí tan ancho quetendría que saltar corriendo para cruzarlo sinmojarme. Lucien me había aconsejado buscar unacorriente de agua, y esta estaba lo bastante cercacomo para hacer que me fuera posible huir. Si lonecesitaba. Con suerte, no me haría falta.

Caminé y volví a caminar trazando distintasrutas hacia el arroyo. Y después busqué otrasalternativas, por si algo me impedía utilizar lasprimeras. Y cuando estuve segura de querecordaba cada roca, cada raíz y cada pozo en lazona, volví al pequeño claro rodeado de esosárboles blancos y preparé el lazo.

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Esperé en mi atalaya en un árbol cercano, un robledenso, fuerte, cuyas hojas vibrantes me escondíanpor completo de cualquiera que pasara por debajo.Esperé. Y esperé. El sol de la tarde trepó por elcielo, y a pesar de que la luz tenía que atravesarlas copas, el calor aumentó lo suficiente para quetuviera que sacarme la capa y subirme las mangasde la túnica. Me protestaba el estómago, y saquéun pedazo de queso del morral. Comerme eso seríamás silencioso que la manzana que también habíacogido de la cocina cuando me iba. En cuanto loterminé, acosada por el calor, tomé un trago deagua de la cantimplora que había llevado conmigo.

¿No se cansaban Tamlin y Lucien de esaprimavera eterna, de ese mismo clima día tras día?¿Se aventuraban alguna vez en otros territoriosaunque fuera para experimentar una estacióndiferente? A mí no me hubiera importado unaprimavera templada, infinita, mientras cuidaba ami familia —el invierno nos ponía peligrosamentecerca de la muerte cada año—, pero si fuera

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inmortal, tal vez querría algo de variación parapasar el tiempo. Con toda probabilidad querríahacer algo más que acechar dentro de una mansión.Aunque seguía sin reunir el coraje para hacer lapregunta que se me había metido en la cabezaapenas vi el mural del estudio.

Me moví todo lo que me atreví paraacomodarme sobre la rama para que no se medurmieran los miembros. Acababa de situarme denuevo cuando subió hacia mí una onda de silencio.Como si las ardillas, los tordos y las polillas delbosque retuvieran el aliento para dejar pasar algo.

Ya tenía el arco armado. Despacio, puse unaflecha en la cuerda. El silencio se acercó más ymás.

Los árboles parecían inclinarse, las ramasentretejidas se apretaron de pronto: una jaulaviviente para que hasta el más pequeño de lospájaros supiera que no debía apartarse de lascopas.

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Tal vez todo esto había sido una muy malaidea. Tal vez Lucien había sobreestimado mishabilidades. O tal vez había estado esperando unaoportunidad para llevarme al desastre.

Tenía los músculos tensos por el esfuerzo demantenerlos muy quietos sobre la rama, peromantuve el equilibrio y escuché. Entonces lo oí: unsusurro, como si alguien arrastrara tela sobremusgo y piedra; así, desde el claro, subió el ruidochirriante de un animal que huele algo con hambre.

Había colocado los lazos con cuidado, lohabía preparado todo para fingir que el pollomuerto se había alejado demasiado de su territorioy se había roto el cuello tratando de liberarse deuna rama caída. Me preocupé por eliminar mi olortodo lo posible. Pero esos inmortales teníansentidos muy agudos, y aunque había borrado mishuellas...

Hubo un ruido brusco, un zumbido y unalarido hueco, horrible, que hizo que se meparalizaran los huesos, los músculos y el aliento.

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Otro alarido enfurecido desgarró el bosque ymis lazos se tensaron pero aguantaron, aguantarony aguantaron.

Entonces bajé del árbol y fui al encuentro delsuriel.

Lucien, decidí mientras me arrastraba hacia elinmortal en el claro entre los abedules. Sí, Lucienrealmente me quería muerta.

No sabía qué esperar cuando entré en elcírculo de árboles blancos, altos y rectos comopilares, pero no había esperado esa figura alta,flaca, velada, envuelta en ropa oscura, harapienta.Llegué hasta él por detrás de su espalda encogiday conté los nudos de la columna que se lemarcaban a través de la tela. Los brazos delgados,grises, cubiertos de costras, trataban de destrozarla cuerda con unas uñas amarillentas, partidas.

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«Corre —me susurró una parte primaria,intrínsecamente humana de mí misma—. Corre ycorre y nunca mires atrás.»

Pero mantuve la flecha preparada.—¿Sois uno de los suriel? —pregunté con

tranquilidad.El inmortal se puso rígido. Y olió. Una vez.

Dos.Después, despacio, se volvió hacia mí, el

largo velo oscuro sobre la cabeza calva, mientrassoplaba como una brisa fantasmal.

Una cara que parecía tallada sobre huesosgastados por el tiempo, secos; la piel inexistente;una boca sin labios y dos largos dientes sostenidospor encías ennegrecidas; agujeros oblicuos enlugar de nariz, y ojos..., ojos que no eran más quepozos arremolinados de color blanco lechoso..., elblanco de la muerte, el blanco de la enfermedad, elblanco de los cadáveres que alguien ha roído hastalimpiarlos.

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Por encima del cuello desgarrado de lasropas oscuras, asomaba un cuerpo de venas yhuesos, tan seco, sólido y horrendo como la texturade la cara. Soltó la soga y los dos dedosextremadamente largos entrechocaron, como si meestudiara.

—Humana —dijo, y la voz era al mismotiempo una y muchas, vieja y joven, hermosa ygrotesca.

Las entrañas se me convirtieron en agua.—¿Tú has preparado esta trampa inteligente,

malvada, para mí?—¿Sois uno de los suriel? —pregunté. Mis

palabras eran apenas una corriente desgarrada deaire.

—Sí, sí, sí. —Clic, clic, clic hacían losdedos unos contra otros, uno por cada palabra.

—Entonces la trampa era para vos —me lasarreglé para decir.

«Corre, corre, corre.»

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La cosa se quedó sentada, los pies desnudos,retorcidos, atrapados en mis lazos.

—Hace eras que no veo a una mujer humana.Acércate para que vea a la que me ha capturado.

No hice nada semejante.La cosa dejó escapar una risa jadeante,

horrenda.—¿Y cuál de mis hermanos traicionó mis

secretos?—Ninguno. Mi madre me contaba historias

sobre vosotros.—Mentira... Huelo las mentiras en tu aliento.

—Volvió a aspirar aire por los dos agujeros, losdedos siguieron chocando unos contra otros.Después movió la cabeza a un costado, unmovimiento errático, extraño. El velo negro semovió con él—. ¿Qué podría querer una mujerhumana de un suriel?

—Decídmelo vos —respondí con suavidad.Él dejó escapar otra risa breve.

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—¿Una prueba? Una prueba tonta e inútil,porque si te has atrevido a capturarme, debesnecesitar conocimiento con mucha urgencia. —Nodije nada, y él sonrió con esa boca sin labios, losdientes grisáceos horrendamente grandes—.Hazme tus preguntas, humana, y después libérame.

Tragué saliva.—¿Hay... hay alguna forma en que pueda

regresar a mi casa?—No a menos que quieras que te maten y

también a tu familia. Tienes que quedarte aquí.El último jirón de esperanza al que había

estado aferrándome, el último optimismo tonto,tembló en el aire y murió. Antes de mi pelea conTamlin esa mañana ni siquiera se me habíaocurrido la idea. Tal vez solo había venido pordespecho. Así que..., bueno, si estaba ahíenfrentándome a una muerte segura, entonces talvez pudiera averiguar algo a cambio.

—¿Qué sabéis de Tamlin?

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—Sé más específica, humana. Sé másespecífica. Porque yo sé muchas cosas sobre elalto lord de la Corte Primavera.

La tierra pareció inclinarse bajo mis pies.—¿Tamlin es..., Tamlin es un alto lord?Clic, clic, clic.—¿No lo sabías? Interesante.No únicamente un inmortal intrascendente o

el dueño de una mansión, sino... sino el alto lordde uno de los siete territorios. Un alto lord dePrythian.

—¿Tampoco sabías que esta es la CortePrimavera, humana diminuta?

—Sí, sí..., eso lo sabía.El suriel se acomodó en el suelo.—Primavera, Verano, Otoño, Invierno,

Amanecer, Día y Noche —musitó como si yo no lehubiera contestado—. Las siete cortes de Prythian,cada una dirigida por un alto lord, todos letales,

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cada uno a su manera. No es que sean poderosos,son el Poder. —Por eso Tamlin había sido capazde enfrentarse al bogge y sobrevivir. Alto lord.

Me guardé mi miedo.—Todos en la Corte Primavera usan

máscaras, tienen que hacerlo, y vos no... —dijecon cuidado—. ¿No sois miembro de la corte?

—Yo no soy miembro de ninguna corte. Soymás viejo que los altos lores, más viejo quePrythian, más viejo que los huesos de este mundo.

No había duda de que Lucien habíasobreestimado mis habilidades.

—¿Y qué puede hacerse con esa plaga que seesparce por Prythian, robando la magia,alterándola? ¿De dónde ha venido?

—Quédate con el alto lord, humana —dijo elsuriel—. Es lo único que puedes hacer. Vas a estarsegura. No interfieras, no vayas a buscarrespuestas, no después de hoy, o la sombra que se

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extiende sobre Prythian te va a devorar. Él teprotegerá de ella, así que quédate cerca de él ytodo va a mejorar.

Esa no era exactamente una respuesta.—¿De dónde ha venido la plaga? —repetí.Los ojos lechosos se entrecerraron.—El alto lord no sabe que has venido hoy

aquí, ¿verdad? No sabe que su mujer humana vinoa atrapar a un suriel porque él no puede darle lasrespuestas que ella busca. Pero es demasiadotarde, humana..., para el alto lord, para ti, tal veztambién para tu reino...

A pesar de todo lo que había dicho, a pesarde su orden —«quédate con el alto lord», «novayas a buscar respuestas»—, lo que hizo eco enmi mente fue el «su mujer humana». Y me hizorechinar los dientes.

Pero el suriel siguió hablando:—Del otro lado del violento mar del oeste

hay otro reino de inmortales llamado Hybern,regido por un rey malvado, poderoso. Sí, un rey —

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repitió cuando yo levanté una ceja—. No un altolord..., allí el territorio no está dividido en cortes.Allí él es la ley. Los humanos ya no existen en esereino..., aunque el trono en el que se sienta el reyestá fabricado con huesos humanos.

Esa isla enorme que yo había visto en elmapa, la que no había entregado ninguna tierrapara que la habitaran los humanos después deltratado. Y... y un trono de huesos. El queso quehabía comido se convirtió en hierro dentro de miestómago.

—Hace ya tiempo que el rey de Hybern estádisconforme con el tratado que firmaron los otrosaltos fae con los humanos. Está resentido porquelo obligaron a firmarlo, porque lo obligaron adejar libres a sus esclavos humanos y a quedarconfinado en esa isla verde al borde del mundo. Ypor eso, hace unos cien años, envió a suscomandantes más leales, a los que tenían suconfianza, a sus guerreros más mortales, a lo quequedaba de los ejércitos que una vez navegaron

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hacia el continente para librar una guerra tan brutalcontra vosotros, los humanos, todos tanhambrientos y malvados como él. Como espías ycortesanos y amantes, se infiltraron durantecincuenta años en varias cortes y reinos e imperiosde los altos fae en todo el mundo, y cuandorecogieron suficiente información, él ideó un plan.Pero hace casi cinco décadas, uno de loscomandantes lo desobedeció. La Traición. Y... —El suriel se enderezó—. No estamos solos.

Saqué el arco y lo armé, pero apunté hacia elsuelo mientras miraba con cuidado entre losárboles. Todo a nuestro alrededor se habíaquedado en silencio.

—Humana, tienes que liberarme y escapar —dijo el suriel, los ojos llenos de muerte cada vezmás grandes—. Corre hacia la mansión del altolord. No te olvides de lo que te he dicho: quédatecon el alto lord y vive hasta que todo se corrija.

—¿Qué pasa? —Si sabía quién se acercaba,tal vez tendría mayores posibilidades de...

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—Los naga..., inmortales hechos de sombra,odio y podredumbre. Han oído mi grito y te hanolido. Libérame, humana. Si me encuentran aquí,van a meterme en una jaula. Libérame y vuelvejunto al alto lord.

«Mierda. Mierda.» Me lancé sobre el lazo,tratando de preparar el arco y de buscar elcuchillo.

Pero cuatro figuras sombrías se deslizaronentre los abedules, tan oscuras que parecíanhechas con un pedazo de noche sin estrellas.

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CAPÍTULO

15

Los naga se habían escapado de una pesadilla.Cubiertos solamente de escamas oscuras eran unacombinación horrenda de rasgos de serpiente y

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cuerpos humanoides, masculinos, con brazospoderosos que terminaban en espolones aguzados,negros, capaces de desgarrar a cualquiera.

Ahí estaban las criaturas sanguinarias de lasleyendas, las criaturas que atravesaban el murodeslizándose para atormentar y asesinar a losmortales. Las que habría estado feliz de mataraquel día en los bosques cubiertos por la nieve.Los ojos enormes, almendrados, miraron conhambre al suriel y a mí.

Los cuatro se detuvieron en el borde del claroy el suriel quedó entre ellos y yo; disparé la flechade mi arco contra el que estaba en el centro.

La criatura sonrió: una línea de dientesafilados como navajas me saludó mientras entreellos se adelantaba una lengua bífida.

—La Madre Oscura nos ha enviado un regalohoy, hermanos —dijo, mirando con cuidado alsuriel, que trataba de romper el lazo. Después, losojos de color ámbar cambiaron de dirección y meestudiaron—. Y una comida.

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—No hay mucho para comer ahí —dijo otro,y flexionó las garras.

Empecé a retroceder... hacia el arroyo, haciala mansión, y mantuve la flecha en dirección aellos. Un solo grito bastaría para que Luciensupiera lo que pasaba, pero apenas tenía aliento. Ysi él me había mandado ahí, tal vez no viniera.Mantuve todos los sentidos fijos en mis pasos enretroceso.

—Humana —me rogó el suriel.Tenía diez flechas, no, nueve, porque ya había

disparado la primera que puse en el arco. Ningunaera de fresno, pero tal vez mantuvieran a raya a losnaga el tiempo suficiente para que pudieraalejarme.

Di otro paso atrás.Los cuatro naga se acercaron despacio, como

saboreando la lentitud de la cacería, como si yaconocieran de antemano el gusto que tendría micarne.

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Supe que tenía tres parpadeos para tomar unadecisión. Tres parpadeos para ejecutar mi plan.

Tensé el arco más todavía. Me temblaba elbrazo.

Y después aullé. Un grito agudo y fuerte, en elque puse hasta el último resto de aire que llevabaen los pulmones, que estaban demasiado tensos.

Cuando vi que los naga me miraban a mísolamente, disparé la flecha contra el lazo queretenía al suriel.

El lazo se rompió en pedazos. Como unasombra en el viento, el suriel desapareció, unestallido de oscuridad que hizo tropezar yretroceder a los naga.

El que estaba más cerca de mí se lanzó haciael suriel; la fuerte columna del cuello escamoso seestiró en el movimiento. Ya no había posibilidadde que mis movimientos no se consideraran unataque directo y no provocado..., no ahora quehabían visto a qué apuntaba. Seguían con laintención de matarme.

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Así que solté la flecha.La punta brilló como una estrella fugaz a

través de la oscuridad del bosque. Apenas siconseguí respirar cuando llegó a su blanco y saltóla sangre.

El naga cayó hacia atrás mientras los otrostres se volvían hacia mí en redondo. No lleguésaber si lo había matado con ese disparo: yaestaba lejos.

Corrí hacia el arroyo por el camino que habíacalculado antes; no me atreví a mirar atrás. Lucienhabía dicho que estaría por los alrededores... peroyo me encontraba muy lejos en los bosques,demasiado lejos de la mansión y de cualquierayuda.

Las ramas y los brotes se quebraban a miespalda —demasiado cerca— y el bosque se llenóde alaridos que no se parecían a nada que yohubiera oído en boca de Tamlin o de Lucien o dellobo o de ningún otro animal.

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Mi única esperanza de sobrevivir era correr amayor velocidad que ellos hasta donde estuvieraLucien, y eso solo si él realmente estaba ahí comohabía prometido. No me permití pensar en todaslas colinas que iba a tener que subir cuando dejaseatrás el bosque. O en lo que haría si Lucien habíacambiado de idea.

El ruido de los cuatro se volvió más y másfuerte entre los árboles, se me acercó más y yogiré hacia la derecha y salté sobre el arroyo. Talvez el agua corriente detuviera al suriel, pero unsiseo y un ruido fuerte detrás de mí me confirmóque no servía para mantener a raya a los naga.

Corrí entre los arbustos y las espinas medesgarraron las mejillas. Casi no sentí los besosardientes de la sangre tibia que me bajaba por lacara. Ni siquiera tuve tiempo de hacer una muecapor el dolor cuando dos sombras negras se mepusieron a los costados y se cerraron paracortarme la retirada.

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Me crujieron las rodillas cuando corrítodavía más rápido, los ojos fijos en el brillo cadavez mayor del final del bosque. Pero el naga quetenía a la derecha se desplazaba hacia mí con tantarapidez que apenas conseguí saltar a un costadopara evitar el filo de sus espolones.

Tropecé una vez, pero conseguí quedarme depie cuando me alcanzó el naga de la izquierda.

Me detuve en seco, levanté el arco y lo blandíen un movimiento circular. Casi lo solté cuando lamadera se estampó con la cara de serpiente y elhueso crujió con un ruido horrendo. Salté sobre elcuerpo enorme, caído, sin detenerme a mirardónde estaban los otros.

No llegué a dar ni un par de zancadas antesde que el tercero apareciera frente a mí.

Le disparé una flecha a la cabeza. Él laesquivó. Los dos que quedaban sisearon alacercarse por detrás de mí y me aferré al arco conmayor fuerza.

Estaba rodeada.

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Giré en redondo en un círculo lento, el arcolisto para disparar.

Uno de ellos me olfateó, la nariz oblicua bienabierta para aspirar el aire.

—Cosa flaca —escupió a los demás, y lassonrisas de todos se afilaron—. ¿Sabes lo muchoque nos has costado, humana?

No pensaba morir sin pelear, sin llevarme aalguno de ellos conmigo.

—Al infierno con vosotros —intenté decir,pero salió como un jadeo casi inaudible.

Ellos se rieron y dieron un paso más haciamí. Traté de dispararle una flecha al primero. Élesquivó el tiro, riéndose.

—Nosotros elegiremos el juego..., aunquedudo que a ti te parezca divertido.

Apreté los dientes y volví a intentar dispararotra flecha. No iban a cazarme como hacen loslobos con los ciervos. Encontraría una salida...

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Una garra negra se cerró alrededor de miarco y un ruido fuerte, crac, resonó a través de losbosques demasiado silenciosos.

El aire abandonó mi pecho con un ssssshhhh,y solamente tuve tiempo de darme la vuelta amedias antes de que uno de ellos me agarrara delcuello y me arrojara al suelo. Me golpeé el brazocon tanta fuerza que me crujieron los huesos y losdedos se me abrieron y soltaron lo que quedabadel arco.

—Cuando terminemos de sacarte la piel, vasa desear no haber entrado nunca en Prythian —mejadeó el inmortal en la cara. El mal olor de lacarroña me bajó por la garganta y me provocó unaarcada—. Te vamos a cortar en pedacitos tanpequeños que no va a quedar nada para loscuervos.

Una llama caliente, blanca, me atravesó elcuerpo. Rabia o terror, o instinto puro, no lo sé.No pensé. Cogí el cuchillo que llevaba en la bota yse lo clavé en el cuello, que parecía de cuero.

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La sangre me salpicó la cara, la boca,mientras aullaba mi furia, mi terror.

El naga cayó hacia atrás. Me puse de piecomo pude antes de que los dos que quedabanpudieran atraparme, pero algo que tenía la fuerzade una roca me golpeó en la cara. Sentí el sabor dela sangre, la tierra y la hierba cuando caí a tierra.Aparecieron pequeñas luces ante mis ojos y mepuse en pie de nuevo, tambaleándome, por instinto,y empuñé el cuchillo de caza de Lucien.

«Así no, así no, así no.»Uno de ellos me embistió y me agaché para

esquivarlo. Los espolones se le enredaron en micapa y tiraron de ella, desgarrándola,convirtiéndola en largas tiras cuando el otroinmortal me arrojó al suelo, y sus garras mehicieron cortes en los brazos.

—Vas a sangrar —jadeó uno de ellos,riéndose bajito frente al cuchillo que yo sosteníaen la mano—. Te vamos a desangrar despacio, concuidado. —Movió los espolones, que eran

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perfectos para cortes profundos, brutales. Abrió laboca de nuevo, y en ese momento atravesó el claroun rugido profundo que hizo crujir los huesos detodos.

Pero no provenía de la boca de la criatura.El eco de aquel rugido no había terminado de

repetirse cuando el naga salió volando y seestrelló en un árbol con tanta fuerza que la maderase quebró. Distinguí el brillo del oro de lamáscara, el pelo y las largas garras mortales antesde que Tamlin destrozase a la criatura.

El naga que me sostenía gritó, me soltó ysaltó sobre sus pies mientras las garras de Tamlindespedazaban el cuello de su compañero. Saltaronfragmentos de carne y sangre.

Me quedé en el suelo, con el cuchillo listo,esperando.

Tamlin soltó otro rugido que me congeló lamédula y dejó a la vista sus larguísimos colmillos.

La criatura que había quedado viva intentóalejarse a toda velocidad hacia el bosque.

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Dio apenas unos pasos antes de que Tamlin laarrojara al suelo y la destripara en un movimientolargo, profundo.

Me quedé donde estaba, en tierra, la caramedio hundida entre las hojas, las ramitas y elmusgo. No traté de levantarme. Temblaba tanto quepensé que me desmoronaría entera. Lo único quehice fue aferrarme al cuchillo.

Tamlin se puso de pie y arrancó las garras delabdomen de la criatura. La sangre y algunospedazos de carne se desprendieron de ellas ymancharon el musgo verde oscuro.

«Alto lord. Alto lord. Alto lord.»La rabia salvaje seguía humeándole en los

ojos y me sobresalté cuando se arrodilló a milado. Me tendió una mano, pero retrocedí,alejándome de las garras manchadas de sangre yexpuestas al aire. Me senté, y en ese momento eltemblor empezó de nuevo. Sabía que no podríalevantarme del todo.

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—Feyre —dijo él. La rabia se desvaneció desus ojos y las garras volvieron a esconderse bajola piel, pero el rugido seguía sonando en misoídos. En él no había otra cosa que furia primaria.

—¿Cómo...? —Eso fue lo único que conseguídecir, pero él entendió.

—Estaba rastreando una manada... Estoscuatro se han escapado y seguramente han seguidotu olor por los bosques. Te he oído gritar.

Así que él no sabía nada del suriel. Y... yhabía venido a ayudarme. Estiró una mano haciamí, y temblé mientras él me pasaba los dedosfrescos, húmedos, por el cuello, que me ardía y medolía. Sangre..., los dedos se le cubrieron desangre. Sentía la cara pegajosa, y así me di cuentade que estaba bañada en sangre.

De pronto, el dolor en la cara y el brazo seatenuó, después desapareció. Los ojos de Tamlinse oscurecieron un poco cuando tocaron elhematoma que se me estaba formando sobre elpómulo, pero el latido que anidaba en aquel punto

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se desvaneció enseguida. El olor metálico de lamagia me envolvió por completo, después se alejóflotando en una brisa.

—He encontrado a un naga muerto a unkilómetro de aquí —siguió diciendo él mientraslas manos dejaban de tocarme la cara paradesprenderse de la banda de cuero, y despuéssacarse la túnica y entregármela. La partedelantera de la mía estaba completamentedesgarrada por el encuentro con los espolones delos naga—. He visto una de mis flechas clavada ensu cuello, así que he seguido las huellas hasta aquí.

Me puse la túnica por encima de la otra,ignorando cómo se le dibujaban los músculos bajola camisa blanca, la forma en que la sangre que locubría los hacía destacar todavía más. Unpredador purasangre, afinado para matar sinpensarlo dos veces, sin remordimiento. Temblé denuevo y saboreé la tibieza que se desprendía de la

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tela. Alto lord. Debería haberlo sabido, deberíahaberlo adivinado. Tal vez la cuestión era que nohabía querido saber, que había tenido miedo.

—Vamos —dijo él, y se incorporó y meofreció una mano cubierta de sangre. Yo no meatreví a mirar al naga asesinado, me agarré de esamano tendida y él me puso de pie. Se me doblaronlas rodillas, pero no caí.

Miré nuestras manos unidas, las dos cubiertasde sangre que no era nuestra.

No, él no había sido el único en hacer correrla sangre. Y no era solamente mi sangre la que mecubría la lengua. Tal vez eso me hacía tan bestialcomo él. Pero él me había salvado. Había matadopor mí. Escupí a la hierba y deseé no haberperdido mi cantimplora.

—Quiero saber qué estabas haciendo aquí —dijo.

No. Definitivamente no. No después de todaslas advertencias que él me había hecho.

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—Pensé que no estaba confinada a la casa yel jardín. No me di cuenta de que me había alejadotanto.

Me soltó la mano.—Los días que tenga que irme a atender...

problemas, quédate cerca de la casa.Asentí, un poco confusa todavía.—Gracias —murmuré, luchando contra el

temblor que me sacudía el cuerpo, la mente. Lasangre del naga se me volvió casi insoportable.Volví a escupir—. No..., no es solo por esto. Porsalvarme la vida, quiero decir. —Quería decirle lomucho que significaba eso para mí..., que el altolord de la Corte Primavera pensara que valía lapena salvarme a mí, pero no encontraba laspalabras.

Los colmillos de él desaparecieron en elinterior de su boca.

—Era... era lo menos que podía hacer. Nodeberían haberse metido así en mis tierras. —Negó con la cabeza más para sí mismo, los

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hombros un poco encogidos—. Vamos a casa —dijo, y me salvó del intento de explicar por quéestaba ahí. No me atreví a señalarle que lamansión no era mi casa..., que tal vez ya no teníaninguna casa en ninguna parte.

Volvimos caminando en silencio, los dospálidos y bañados en sangre. Todavía olía y sentíala carnicería que habíamos dejado atrás..., el sueloy los árboles empapados de sangre. Los pedazosde naga.

Bueno, el suriel me había dicho algo por lomenos. Aunque no fuera exactamente lo que yoquería oír..., o saber.

«Quédate con el alto lord.» De acuerdo, esoera fácil. Pero en cuanto a la lección de historiaque la criatura estaba dándome, la cuestión de losreyes malvados y sus comandantes y cómo serelacionaban todos ellos con el alto lord que teníaa mi lado y con la plaga..., sobre eso no tenía

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suficientes detalles específicos que sirvieran paraadvertir a mi familia. Y el suriel me había pedidoque no siguiera buscando respuestas.

Tenía la sensación de que si ignoraba esaadvertencia sería una tonta. Bueno, mi familiatendría que arreglarse con lo que sabía. Ojaláfuera suficiente.

No le pregunté nada más sobre los naga aTamlin, sobre cuántos había matado antes de quese le escaparan esos cuatro, no le pregunté nada denada porque no detectaba ningún rastro desensación de triunfo en él, más bien una especie devergüenza interminable y de derrota infinita.

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CAPÍTULO

16

Después de hundirme en la bañera durante casi unahora, me descubrí sentada en una silla de respaldobajo frente al fuego enorme que ardía en mihabitación, deleitándome con la sensación delcepillo de Alis sobre el pelo mojado. Aunque no

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faltaba mucho para que sirvieran la cena, Alis mehabía llevado una taza de chocolate caliente y sehabía negado a hacer nada hasta que yo tomaraalgunos sorbos.

Era la cosa más maravillosa que hubieraprobado jamás. Bebí de la jarra grande mientrasella me cepillaba el pelo; yo casi ronroneaba bajola sensación que me dejaban esos dedos finossobre la cabeza.

Pero cuando las otras mujeres bajaron laescalera para ayudar con la cena, apoyé la jarrasobre mi falda y le pregunté:

—Si los inmortales siguen cruzando lasfronteras de la corte y atacando así, ¿va a haberuna guerra? —«Tal vez deberíamos ser firmes poruna vez, tal vez ha llegado el momento de decirbasta», le había dicho Lucien a Tamlin la primeranoche.

El cepillo se detuvo.—No hagáis esas preguntas. Estáis llamando

a la mala suerte.

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Me retorcí en el asiento y levanté la vistahacia la cara enmascarada.

—¿Por qué los otros altos lores no mantienenbajo control a sus súbditos? ¿Por qué se permiteque esas criaturas horribles vayan a donde ellosquieren, sea donde sea? Alguien..., alguien empezóa contarme una historia sobre un rey en Hybern...

Alis me tomó del hombro e hizo que mevolviera hacia ella.

—Eso no es cosa vuestra.—Ah, yo creo que sí. —Volví a mi posición

original y me aferré al respaldo de la silla demadera—. Si esto llega al mundo humano..., si hayuna guerra o esta plaga envenena nuestras tierras...—Reprimí con fuerza la ola de pánico que meaplastaba. Tenía que avisar a mi familia..., teníaque escribirles. Pronto.

—Cuanto menos sepáis mejor. Dejad que lordTamlin se encargue del asunto..., él es el único quepuede hacerlo. —El suriel también me había dichoeso. Los ojos marrones de Alis eran duros, no

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perdonaban—. ¿Creéis que nadie me ha dicho loque habéis pedido en la cocina esta mañana?¿Creéis que no me doy cuenta de lo que queríaisatrapar? Niña tonta y estúpida. Si el suriel nohubiera estado de un humor benevolente, habríaismerecido la muerte que os hubiera dado. No séqué es peor: esto o vuestra idiotez con el puca.

—¿Acaso habríais hecho las cosas de otraforma? Si tuvierais familia...

—Tengo familia.La miré de arriba abajo. No llevaba ningún

anillo en los dedos. Alis notó la mirada y dijo:—Mi hermana y su compañero murieron hace

unos cincuenta años y dejaron dos hijos. Todo loque hago, la razón por la que trabajo, es para esosniños. Así que no tenéis derecho a mirarme así ni apreguntarme si yo haría las cosas de otra forma.

—¿Dónde están? ¿Viven aquí? —Tal vez poreso había libros para chicos en el estudio. Quizáesas dos figuritas brillantes en el jardín... fueranellos.

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—No, no viven aquí —respondió ella con lavoz demasiado huidiza—. Están en otra parte, muylejos.

Pensé en lo que ella me decía y despuésincliné la cabeza.

—¿Los hijos de los inmortales crecen de otraforma? —Si sus padres habían muerto asesinadoshacía casi cincuenta años, no podían ser muypequeños.

—Ah, algunos crecen como vos y puedenreproducirse como conejos, pero hay otros tipos,como yo, como los altos fae, que casi no podemosproducir descendencia. Y los que nacen crecen conmayor lentitud. Todos nos quedamos muyimpresionados cuando mi hermana concibió alsegundo solamente cinco años después delprimero; el mayor no iba a llegar a adulto hastaque tuviera setenta y cinco años. Pero son tanraros..., todos nuestros chicos son raros, y son más

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preciosos para nosotros que las joyas y el oro. —Apretó la mandíbula de una manera que me dio aentender que eso era todo lo que iba a sacarle.

—No he querido cuestionar vuestradedicación por ellos —dije con calma. Cuandoella no me contestó, agregué—: Entiendo lo queestáis diciendo... sobre hacer cualquier cosa porellos.

Los labios de Alis se afinaron y dijo:—La próxima vez que el tonto de Lucien os

dé un consejo sobre la forma de atrapar al suriel,venid a verme a mí. Pollos muertos..., mierda, quéestupidez. Lo único que teníais que hacer eraofrecerle una túnica nueva y se hubiera arrastradoa vuestros pies.

Para cuando llegué al comedor había dejado detemblar y sentía que algún tipo de tibieza mevolvía a correr por las venas. Fuera Tamlin o no

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un alto lord de Prythian, no pensaba mostrarmiedo..., no después de lo que había vivido esedía.

Lucien y Tamlin me esperaban en la mesa.—Buenas noches —dije, y me acerqué a mi

lugar de siempre. Lucien inclinó la cabeza como sime hiciera una pregunta en silencio y yo moví lacabeza, saludándolo sutilmente mientras mesentaba. Su secreto estaba seguro, aunque semerecía una buena zurra por haberme mandado apor el suriel tan mal preparada.

Él se encogió un poco en la silla.—He sabido que has tenido una tarde

bastante emocionante. Ojalá hubiera estado ahípara ayudar.

Una disculpa escondida, tal vez no sentidadel todo, pero volví a hacerle un gesto con lacabeza.

—Bueno, a pesar de tu tarde infernal, estáshermosa —dijo con despreocupación forzada.

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Resoplé. Nunca había sido hermosa, nunca, niun solo día de mi vida.

—Pensé que los inmortales no mentían.Tamlin se ahogó con el vino, pero Lucien me

sonrió; su cicatriz se veía brutal y cruda.—¿Quién te dijo semejante cosa?—Todos lo saben —respondí mientras me

servía comida en el plato y empezaba a dudar detodo lo que me habían dicho hasta ese momento, detodo lo que yo había aceptado como verdadero.

Lucien se reclinó en la silla sonriendo conalegría felina.

—Claro que mentimos. Para nosotros, mentires un arte. Y mentimos cuando les dijimos a esosantiguos mortales que no podíamos hablar sindecir la verdad. ¿De qué otra forma íbamos aconseguir que confiaran en nosotros e hicieran loque nosotros queríamos?

La boca se me convirtió en una línea fina,tensa. Estaba diciendo la verdad, porque simentía... La lógica del asunto hizo que la cabeza

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me diera vueltas.—¿El hierro? —me las arreglé para decir.—No nos hace absolutamente nada. Solo el

fresno, como tú bien sabes.Sentí el calor de la sangre en la cara. Había

tomado todo lo que me habían dicho como unaverdad. Tal vez el suriel también había mentidoesa tarde, con esa larga explicación sobre lapolítica en los reinos de los inmortales. Sobrequedarme con el alto lord para que todo secorrigiera al final.

Miré a Tamlin. Alto lord. Eso no eramentira..., sentía esa verdad en los huesos. Aunqueél no actuara como los altos lores de la leyenda,esos lores que sacrificaban a vírgenes ymasacraban a seres humanos cuando se les ocurría.No..., Tamlin era exactamente como habíandescrito las maravillas y comodidades de Prythianlos fanáticos hijos de los benditos con ojos devaca.

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—Aunque Lucien acaba de revelar uno denuestros más preciados secretos —dijo Tamlin,arrojando la última palabra contra su compañerocon un gruñido—, nunca usamos esa malainformación contra ti. —Su mirada se encontró conla mía—. Nunca te mentimos de forma voluntaria.

Me las arreglé para asentir y tomé un largotrago de agua. Comí en silencio, tan ocupadatratando de descifrar cada palabra que había oídodesde mi llegada que no noté cuando Lucien sedisculpó por retirarse antes del postre. Me quedésola con el ser más peligroso que había conocido.

Las paredes de la habitación se me caíanencima.

—¿Te sientes... mejor? —Aunque tenía elmentón apoyado sobre el puño, la preocupación, ytal vez la sorpresa por esa preocupación, brillabanen sus ojos.

Yo tragué con fuerza.—Si nunca vuelvo a encontrarme con un naga,

voy a considerarme afortunada.

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—¿Qué estabas haciendo en los bosques deloeste?

Verdad o mentira, verdad o mentira... Lasdos.

—Una vez oí hablar de una leyenda que decíaque hay una criatura que contesta preguntas si unaes capaz de atraparla.

Tamlin se contuvo cuando las garras saltaronde la piel y le arañaron la cara. Pero las heridas secerraron un instante después, dejando solamenteuna mancha de sangre que le corría sobre la pieldorada y que se limpió con el extremo la manga.

—Has ido a atrapar al suriel.—He atrapado al suriel —lo corregí.—¿Y te ha dicho lo que querías saber? —No

estaba segura de que él estuviera respirando.—Nos han interrumpido los naga antes de que

pudiera decirme nada que valiera la pena.Se le tensó la boca.

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—Debería estar enfadado, pero creo que lode hoy ha sido castigo suficiente. —Meneó lacabeza—. Realmente has atrapado al suriel. Unamuchacha humana.

A pesar de mí misma los labios se mecurvaron hacia arriba.

—¿Se supone que es difícil hacerlo?Él soltó una risita, y después buscó algo en el

bolsillo.—Bueno, si tengo suerte, no voy a tener que

atrapar al suriel para saber qué es lo que tepreocupa. —Levantó la hoja con mi lista depalabras arrugada.

Mi corazón pareció desplazarse hacia elestómago.

—Es... —No conseguía pensar una mentirarazonable... todo aquello era absurdo.

—¿Extraordinario? ¿Fila? ¿Masacre?¿Flamas? —Tamlin estaba leyendo la lista. Yoquerría replegarme sobre mí misma y morir.Palabras que no había reconocido en los libros y

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que ahora, cuando él las decía en voz alta,parecían tan simples, tan absurdamente fáciles—.¿Es un poema sobre cómo vas a matarme ydespués quemar mi cuerpo?

Se me cerró la garganta y tuve que apretar lasmanos y convertirlas en puños para no esconder lacara detrás de ellas.

—Buenas noches —dije con un brevesuspiro, y me puse de pie con las rodillastemblorosas.

Casi estaba en la puerta cuando él volvió ahablar.

—Los quieres muchísimo, ¿verdad?Me volví a medias. Los ojos verdes se

encontraron con los míos mientras él se levantabade la silla para dirigirse hacia mí. Se detuvo a unadistancia respetable.

La lista de palabras mal formadas seguía ensu enorme mano.

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—Me pregunto si tu familia se da cuenta —murmuró— de que todo lo que hiciste no fue poresa promesa a tu madre, o por ti misma, sino paraellos. —No dije nada, no confiaba en que mi vozmantuviera mi vergüenza bien escondida—. Sé quecuando lo he dicho antes... no ha sonado bien, peropuedo ayudarte a escribir...

—Dejadme sola —dije. Estaba casi al otrolado de la puerta cuando tropecé con algo..., conél. Retrocedí un paso, tambaleándome. Me habíaolvidado de la velocidad con la que el alto lordera capaz de moverse.

—No te estoy insultando. —Su voz tranquilalo hacía aún peor.

—No necesito vuestra ayuda.—Eso está muy claro —dijo él con una

sonrisa a medias que pronto se desvaneció—. Unahumana que puede matar a un inmortal escondidoen la piel de un lobo, una humana que ha atrapadoal suriel y ha matado a dos naga sin ayuda... —Seahogó en una risa y meneó la cabeza. La luz de la

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luna bailó sobre su máscara—. Son tontos.Tontos..., no se dan cuenta. —Hizo una mueca dedolor. Pero los ojos no escondían nada—. Toma—dijo, y me tendió la lista de palabras.

La metí en mi bolsillo. Me di la vuelta, peroél me tomó del brazo con suavidad.

—Renunciaste a tanto por ellos... —Levantóla otra mano como para apartarme un mechón depelo de la mejilla. Me preparé para el roce, peroél bajó la mano antes de establecer contacto—.¿Sabes cómo se hace para reír?

Sacudí el brazo para que me soltara y no pudecontener mis palabras de enfado. A la mierda conel alto lord.

—No quiero vuestra lástima.Los ojos de jade estaban tan brillantes que no

pude desviar la mirada.—¿Y no quieres un amigo?—¿Los inmortales pueden ser amigos de los

humanos?

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—Hace quinientos años hubo suficientesinmortales tan amigos de los humanos que fueron ala guerra por ellos.

—¿Qué? —Yo nunca había oído nadasemejante. Y no estaba en el mural del estudio.

—¿Cómo crees que sobrevivieron tantotiempo los ejércitos humanos? ¿Cómo crees queles hicieron el daño suficiente a los inmortales, undaño que los forzó a firmar un tratado? ¿Solo conflechas de fresno? Hubo inmortales que pelearon ymurieron al lado de los humanos, por la libertadde los humanos, y que lloraron cuando la únicasolución fue separar a los dos pueblos.

—¿Fuisteis uno de ellos?—Era pequeño entonces, demasiado joven

para entender lo que estaba pasando... o para queme lo contasen —dijo él. Era un chico, solo unchico. Es decir que ahora tenía...—. Pero sihubiera tenido la edad necesaria lo habría hecho.

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Contra la esclavitud, contra la tiranía, habría ido ala muerte con ganas, y no me hubiera importadoque la libertad por la que peleaba fuera humana.

No estaba segura de que yo hubiera sidocapaz de hacer lo mismo. Mi prioridad habría sidoproteger a mi familia... y habría elegido el ladoque más útil fuera para mantenerlos con vida. Nohabía pensado en eso como una debilidad, no hastaese momento.

—No sé si te sirve de algo —dijo Tamlin—,pero tu familia sabe que estás bien. No tienenrecuerdo de una bestia que entró a la fuerza en lachoza; creen que te mandó llamar una tía muy ricay que habíais olvidado. Quería que la ayudaras ensu lecho de muerte. Saben que estás viva y quetienes comida y que te cuidan. Pero también sabenque hay rumores de... de una amenaza en Prythian,y están preparados para huir si ven alguna señal deadvertencia alrededor del muro.

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—Vos... ¿vos les alterasteis la memoria? —Di un paso atrás. Qué arrogancia tan típica de losinmortales, qué arrogancia inmortal la de cambiarlas mentes de los humanos, implantarlespensamientos como si eso no fuera una violación...

—Solo les nublé la memoria; es comoponerles un velo por encima. Tenía miedo de quetu padre viniera a buscarte o persuadiera a algúnaldeano de cruzar el muro con él y violara eltratado.

Y habrían muerto de todos modos cuando secruzaran con cosas como el puca o el bogge o losnaga. Una manta de silencio me cubrió la mentehasta que me sentí tan exhausta que casi noconseguía pensar. Pero no pude dejar de decir:

—Vos no lo conocéis. Mi padre nunca sehabría molestado en hacer ninguna de esas cosas.

Tamlin me miró por un largo momento.—Claro que lo hubiera hecho.

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Pero no, no lo hubiera hecho, no con esarodilla torcida. No con esa rodilla como excusa.Me di cuenta de eso en el mismo momento en queme fue arrancada la ilusión creada por el puca.

Alimentados, cómodos, seguros..., hasta loshabían avisado sobre la plaga, entendieran o no laadvertencia. Él tenía los ojos abiertos, sinceros.Había ido mucho más allá de lo que yo hubierasoñado para calmar mis ansiedades, mispreocupaciones.

—¿Realmente los avisasteis, sobre la posibleamenaza? —Un movimiento grave de cabeza.«Sí.»

—No fue una advertencia directa, pero...estaba entretejida en lo que introduje en esasmentes, junto con instrucciones para huir siaparecen señales de que algo anda mal.

Arrogancia inmortal, pero... pero había hechomás de lo que podía hacer yo. Tal vez mi familiahabría ignorado mi carta por completo. Si hubierasabido que él tenía esos poderes y no hubiese

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hecho lo que me acababa de contar, tal vez lehabría pedido al alto lord que hiciera eso con lasmentes de los míos... No tenía nada de quepreocuparme, entonces, excepto por el hecho deque seguramente me olvidarían mucho más rápidode lo que yo esperaba. Y no era culpa de ellos, no.Una vez cumplida la promesa, la tarea completa...¿Qué me quedaba?

La luz del fuego bailaba sobre la máscara delalto lord, entibiando el oro, haciendo brillar lasesmeraldas. Tantos colores, tanta variación...,colores de los que yo desconocía el nombre,colores que quería catalogar y combinar. Coloresque ahora ya no tenía por qué no explorar.

—Pintura —dije, apenas en un suspiro. Élinclinó la cabeza y yo tragué saliva y enderecé loshombros—. Si... si no es mucho pedir, me gustaríatener algo de pintura. Y pinceles.

Tamlin parpadeó.—¿Te gusta..., te gusta el arte? ¿Pintas?

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Sus palabras de perplejidad no eran severas.Tenían la amabilidad suficiente para que yo dijera:

—Sí, no soy... no soy buena, pero si no esdemasiado problema... Pintaría fuera para no hacerdesastres, pero...

—Fuera, dentro, en el techo, pinta dondequieras. No me importa —dijo él—. Pero sinecesitas pinturas y pinceles, también vas anecesitar papel y tela.

—Puedo... puedo trabajar en la cocina o enlos jardines para pagar por lo que use.

—Serías una molestia. Tal vez nos lleve unosdías conseguir todo eso, pero las pinturas, lospinceles, la tela y el espacio son tuyos. Trabajacuando quieras. La casa está demasiado limpia, detodos modos.

—Gracias..., quiero decir, en serio, gracias.—No hay de qué. —Me di la vuelta para irme

pero él volvió a hablar—: ¿Has visto la galería?—¿Hay una galería en la casa? —pregunté

abruptamente.

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Él sonrió..., realmente sonrió, el alto lord dela Corte Primavera.

—Hice que la cerraran cuando heredé estelugar. —Había heredado un título que no parecíaalegrarse por tener—. Parecía una pérdida detiempo hacer que los sirvientes la limpiaran.

Era una decisión evidente para alguienentrenado como guerrero.

Siguió hablando:—Mañana estoy ocupado y la galería necesita

limpieza, así que... te la enseñaré dentro de dosdías. —Se frotó el cuello. Había algo de color ensus mejillas..., más vivas y más cálidas de lo queyo las hubiera visto nunca—. Por favor..., sería unenorme placer para mí. —Y yo le creí.

Asentí mareada. Si las pinturas en lospasillos eran exquisitas, entonces las que hubieranseleccionado para la galería tenían que estar másallá de la imaginación humana.

—Me..., me gustaría mucho.

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Él seguía sonriéndome, abiertamente, sinreprimirse, sin dudas. Isaac nunca me habíasonreído así. Isaac nunca había hecho que se mecortase el aliento aunque fuera un instante.

La sensación era tan sorprendente que me fuiapretando el papel arrugado dentro del bolsillo,como si al hacerlo pudiera impedir que esa sonrisallena de respuestas tirara de mí, llamándome.

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CAPÍTULO

17

Me desperté bruscamente en medio de la noche.Jadeaba. Mis sueños habían estado llenos delruido que hacían los dedos huesudos del suriel,llenos de naga sonrientes y con una mujer pálida,sin cara, que me pasaba las uñas rojas de sangre a

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través de la garganta y me la abría poco a poco.Me preguntaba mi nombre, pero cada vez que yointentaba hablar, la sangre salía por las heridassuperficiales del cuello y me ahogaba.

Me pasé las manos por el cabello húmedo desudor. Cuando se me calmó la respiración, unnuevo sonido llenó el aire, un sonido que procedíadel vestíbulo y penetraba en mi habitación por larendija de debajo de la puerta. Eran gritos, ytambién los alaridos de alguien.

Salté fuera de la cama en menos de uninstante. Los gritos no eran agresivos, sino másbien severos, órdenes..., organización. Pero losalaridos...

Tenía el pelo totalmente erizado cuando abríla puerta con un gesto rápido. Tal vez hubieradebido quedarme quieta en la habitación, a salvo,pero había oído alaridos como esos antes, en losbosques, cerca de casa, cuando no conseguía matar

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a un animal con un disparo limpio y llegaba elsufrimiento. Para mí era intolerable. Tenía quesaber.

Llegué a la parte superior de la gran escaleraa tiempo para ver cómo se abrían las puertas de lamansión y entraba Tamlin. Llegaba a la carrera conun inmortal herido que aullaba sobre su hombro.

Era casi tan grande como Tamlin, y sinembargo el alto lord cargaba con él como si nofuera más que una bolsa pequeña de grano. Eraotra especie de inmortal, de los menos poderosos,con la piel azul, los miembros desgarbados, lasorejas puntiagudas y el pelo largo de color ónice.Pero incluso desde arriba se veía la sangre quecorría por la espalda del inmortal..., la sangre quecorría desde los muñones negros que le salían porencima de los omóplatos. La sangre empapaba latúnica verde de Tamlin en manchas profundas,brillantes. En la banda de cuero faltaba uno de loscuchillos.

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Lucien entró corriendo en el vestíbulomientras Tamlin gritaba:

—¡Despéjame la mesa!Lucien tiró al suelo el florero para dejar libre

la mesa que ocupaba el centro del vestíbulo. OTamlin no estaba pensando con claridad o teníamiedo de perder los minutos extra que implicabanllevar al inmortal a la enfermería. El ruido delvidrio al quebrarse hizo que mis pies se movieranpor fin, y ya estaba a mitad de camino de laescalera antes de que Tamlin dejara a la criaturaque gritaba boca abajo sobre la mesa. El inmortalno llevaba máscara; no había nada que ocultara laagonía que le contorsionaba los rasgos largos, tansobrenaturales.

—Lo han encontrado los exploradores.Alguien lo había tirado por encima de la frontera—le explicó Tamlin a Lucien, pero movió los ojoscon rapidez para mirarme. Abrió mucho los ojos

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como advertencia, sin embargo yo di otro pasohacia abajo. Se dirigió entonces a Lucien—: Es dela Corte Verano.

—¡Por el Caldero! —exclamó Lucienmirando las heridas.

—Mis alas —consiguió decir el inmortal,pero se ahogaba; tenía los ojos brillantes, negros,muy abiertos, sin mirar a nada—. Ella se llevó misalas.

Otra vez esa «ella» innominada que losperseguía. Si no era la que regía en la CortePrimavera, entonces tal vez fuera la reina en otracorte. Tamlin movió la mano, y sobre la mesaaparecieron de la nada vendas y agua caliente. Seme secó la boca, aunque llegué al pie de laescalera y seguí avanzando hacia la mesa y lamuerte que sin duda flotaba sobre nosotros en elvestíbulo.

—Se llevó mis alas —dijo el inmortal—.Ella se llevó mis alas —repitió, aferrándose alborde de la mesa con sus largos dedos azules.

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Tamlin pronunció un sonido suave, sinpalabras, amable, de una forma que yo no habíaoído antes, y cogió una venda para hundirla en elagua. Elegí un lugar frente a Tamlin en la mesa yexhalé profundamente mientras miraba las heridas.

Fuera quien fuese ella, no era solo que lohubiera dejado sin alas: se las había arrancado.

La sangre manaba de los muñones negros,aterciopelados, sobre la espalda del inmortal. Lasheridas tenían una forma aserrada, cartílago ytejido muscular cortado a golpes que parecíanirregulares. Como si ella le hubiera serrado lasalas poco a poco.

—Se llevó mis alas —dijo el inmortal denuevo con voz quebrada. Y tembló cuando sumente empezó a derrumbarse al recordar lo que lehabía pasado; la piel le brilló en venas de oropuro..., iridiscentes, como una mariposa azul.

—Quedaos quieto —le ordenó Tamlinmientras retorcía la tela que tenía entre las manos—. Vais a sangrar con mayor abundancia si os

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movéis.—Nnnnno, nnno —empezó a decir el

inmortal, y se retorció sobre la espalda,alejándose de Tamlin, alejándose del dolor que sinduda lo recorría cuando la tela le tocaba la carneviva de los muñones.

Tal vez fue instinto, tal vez piedad, tal vezdesesperación, pero tomé los brazos del inmortal ylo empujé otra vez contra la mesa, con tantadulzura como pude. Él se defendió, con tantafuerza que tuve que concentrarme mucho parasostenerlo. Tenía la piel suave como el terciopeloy resbaladiza, una textura que no habría podidopintar ni en una eternidad de tiempo. Pero volví aempujar, apreté los dientes y deseé que él dejarade moverse. Miré a Lucien, pero el color se lehabía borrado de la cara, dejando un blancoverdoso, enfermizo, sobre las mejillas.

—Lucien —dijo Tamlin con voz tranquila.Pero Lucien seguía mirando con los ojos muyabiertos la espalda lastimada del inmortal, los

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muñones; los miraba y cerraba y abría el ojo demetal. Después retrocedió un paso. Y otro. Y uninstante más tarde vomitó en una planta que crecíaen una maceta y salió huyendo de la habitación.

El inmortal volvió a retorcerse y lo retuvecon fuerza; me temblaban los brazos. Seguramentelas heridas lo habían debilitado mucho, de otramanera no habría podido mantenerlo tumbado.

—Por favor —jadeé—. Por favor, quedaosquieto.

—Ella se llevó mis alas —dijo el inmortalsollozando—. Se las llevó.

—Sí —murmuré. Me dolían los dedos—. Yalo veo.

Tamlin apoyó la tela en uno de los muñones yel inmortal aulló con tanta fuerza que se merevolvieron los sentidos y retrocedí. Él trató delevantarse, pero se le aflojaron los brazos y volvióa caer boca abajo sobre la mesa.

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La sangre saltó con tanta rapidez y tantafuerza que me llevó un instante darme cuenta deque una herida así necesitaba un torniquete y queel inmortal ya había perdido demasiada sangrepara que un torniquete pudiera salvarlo. La sangrele corrió por la espalda y llegó al borde de lamesa, desde donde goteó despacio hasta el suelo,cerca de mis pies.

Descubrí que Tamlin me miraba fijamente.—Las heridas no se cierran —dijo en voz

muy baja mientras el inmortal jadeaba.—¿No podéis usar la magia? —pregunté

deseando arrancarle la máscara de la cara y ver laexpresión que había debajo, fuera cual fuese.

Tamlin tragó saliva.—No. No para heridas tan grandes. Antes sí,

pero ya no.El inmortal gemía sobre la mesa, su

respiración era cada vez más lenta.

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—Se llevó mis alas —susurró. Los ojosverdes de Tamlin parpadearon una vez, y en esemomento exacto supe que el inmortal iba a morir.La muerte no se limitaba a flotar en el vestíbulo;estaba contando los latidos de corazón que lequedaban al herido.

Tomé una de las manos del inmortal entre lasmías. La piel era casi de cuero, y tal vez más porreflejo que por ninguna otra cosa, los dedos largosdel moribundo se cerraron alrededor de los míos ylos cubrieron por completo.

—Se llevó mis alas —volvió a decir y eltemblor disminuyó un poco. Yo le aparté el pelolargo, húmedo, de la cara ladeada del inmortal ydejé al descubierto una nariz puntiaguda y unaboca llena de dientes afilados. Sus ojos oscuros semovieron hacia los míos, rogándome,suplicándome.

—Todo va a ir bien —le dije, y deseé que nopudiera oler mentiras como hacía el suriel. Leacaricié el cabello suave, de una textura como de

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noche líquida..., otra textura que nunca conseguiríapintar, aunque lo seguiría intentando, tal vez parasiempre—. Todo va a ir bien —repetí. El inmortalcerró los ojos y le apreté la mano.

Algo húmedo me tocó los pies y no tuve quemirar hacia abajo para saber que había un charcode sangre inmortal alrededor de ellos.

—Mis alas —susurró el inmortal.—Vamos a devolvéroslas.El inmortal hizo un esfuerzo por abrir los

ojos.—¿Lo juráis?—Sí —susurré. El inmortal hizo un esfuerzo

para mostrarme una sonrisa leve y cerró los ojosde nuevo. A mí me temblaba la boca. Deseé teneralgo más que decir, algo más que mis promesasvacías para ofrecerle. El primer juramento falsoque había pronunciado en mi vida. Pero Tamlinempezó a hablar, y levanté la vista y lo vi coger laotra mano del inmortal.

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—Que el Caldero os salve —dijo, y recitóuna plegaria que probablemente era más antiguaque el reino de los mortales—. Que la Madre ossostenga. Que paséis a través de los portales yoláis pronto esa tierra inmortal de leche y miel. Notengáis miedo a ningún mal. No tengáis miedo aningún dolor. —Su voz tembló, pero él terminó laplegaria—: Entrad en la eternidad.

El inmortal dejó escapar un último suspiro yla mano que yo tenía entre las mías se aflojó porcompleto. No la solté, seguí acariciándole el pelo,incluso cuando Tamlin dio unos pasos paraalejarse de la mesa.

Sentía sus ojos sobre mí, pero no queríasoltar esa mano. No sabía cuánto tiempo hacíafalta para que un alma abandonara el cuerpo. Mequedé de pie en el charco de sangre hasta que ellíquido se enfrió, sosteniendo la mano huesuda delinmortal y acariciándole el pelo, preguntándome siél sabía que yo le había mentido cuando le juré

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que volvería a tener las alas que había perdido,preguntándome si las habría recibido de nuevo enel lugar en el que estaba ahora, fuera donde fuese.

En algún lugar de la casa sonaron lascampanadas de un reloj y Tamlin me puso unamano sobre el hombro. No me había dado cuentadel frío que tenía hasta que el calor de esa manome entibió la carne a través del camisón.

—Ya se ha ido. Tienes que dejarlo marchar.Estudié la cara del inmortal..., tan

sobrenatural, tan inhumana. ¿Quién era tan cruelcomo para haberle hecho tanto daño?

—Feyre —insistió Tamlin, y me apretó elhombro. Le acomodé el cabello al inmortal detrásde la oreja acabada en punta, larga, y deseé sabersu nombre. Después lo solté.

Tamlin me llevó por la escalera, y ninguno delos dos se preocupó por las huellas de sangre quedejábamos ni por la que había empapado la parte

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delantera de mi camisón. Me detuve en lo alto dela escalera, me aparté un poco para que él mesoltase, y miré la mesa abajo, en el vestíbulo.

—No podemos dejarlo ahí —dije, e hice unmovimiento como para bajar de nuevo. Tamlin mecogió del codo.

—Lo sé —asintió con voz seca y agotada—.Iba a llevarte arriba solamente. Antes deenterrarlo.

—Quiero ir.—Es demasiado peligroso de noche para

que...—Yo soy muy capaz...—No —replicó. Sus ojos verdes

relampaguearon. Me enderecé, pero él suspiró, loshombros inclinados hacia delante—. Tengo quehacer esto solo.

Lo miré. La cabeza baja. Nada de garras,nada de colmillos..., no había nada que hacercontra ese enemigo, ese destino. Nadie contraquien luchar. Así que asentí con la cabeza, porque

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a mí también me hubiera gustado hacerlo sola, yme di la vuelta para dirigirme hacia mi dormitorio.Tamlin se quedó ahí, frente a la escalera.

—Feyre —dijo, con tanta suavidad que mevolví para mirarlo—. ¿Por qué? —Inclinó lacabeza a un costado—. Antes nuestra especie tedisgustaba. Y después de Andras... —Incluso enese vestíbulo oscuro sus ojos, por lo generalbrillantes, estaban ensombrecidos—. Dime... ¿porqué?

Di un paso hacia él, los pies cubiertos desangre se me pegaban a la alfombra. Miré hacia laplanta baja, donde seguía viendo la forma tendidadel inmortal y los muñones de las alas.

—Porque yo no querría morirme sola —respondí, y me tembló la voz cuando volví a mirara Tamlin y me obligué a buscar sus ojos con losmíos—. Porque me gustaría que alguien mesostuviera la mano hasta el final y un rato másdespués. Eso es algo que todo el mundo merece,inmortales y humanos. —Tragué saliva. La

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garganta tan tensa que me dolía—. Lamento lo quele hice a Andras —dije, y mis palabras no fueronmás que un murmullo—. Lamento que hubiera...que hubiera tanto odio en mi corazón. Ojalápudiera... deshacer lo que hice... Lo lamento, lolamento tanto...

No recordaba la última vez que le habíahablado así a alguien, si es que lo había hechoalguna vez. Pero él asintió y se dio la vuelta, y mepregunté si no tendría que decir algo más, sidebería inclinarme frente a él y pedirle de rodillasque me perdonase. Si él sentía ese dolor, esaculpa, por un desconocido, entonces Andras... Paracuando abrí la boca, Tamlin ya había bajado laescalera.

Lo miré, miré todos los movimientos quehizo, los músculos de su espalda visibles a travésde la túnica empapada de sangre, contemplé elpeso invisible que le doblegaba los hombros. Élno se dio la vuelta; levantó el cuerpo destrozado ylo llevó hacia las puertas del jardín, más allá de

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mi línea de visión. Fui hasta la ventana que habíaal comienzo de la escalera y miré cómo se llevabaal inmortal a través del jardín iluminado por laluna hacia los campos ondeados que quedaban másallá. No volvió la vista atrás en ningún momento.

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CAPÍTULO

18

Al día siguiente, para cuando terminé dedesayunar, bañarme y vestirme, la sangre delinmortal ya había desaparecido. Me había tomadomi tiempo esa mañana, y era casi mediodía cuando

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me detuve en la parte superior de la escalera,mirando al vestíbulo de la entrada. Paraasegurarme de que no había nada ahí.

Había decidido buscar a Tamlin y explicarle,explicarle realmente lo mal que me hacía sentir lode Andras. Si se suponía que tenía que quedarmeallí, que tenía que quedarme con él, entonces porlo menos intentaría una vez más reparar lo quehabía arruinado. Miré hacia la gran ventana quetenía detrás de mí, la vista tan amplia que se veíahasta el reflejo de la laguna tras el jardín.

El agua estaba lo bastante quieta como paraque se reflejasen, como congelados, el cielovibrante y las nubes gordas, hinchadas. Preguntarpor lo que le había pedido parecía fuera de lugardespués de lo ocurrido la última noche, pero talvez cuando llegasen las pinturas y los pinceles meaventuraría hasta la laguna para tratar de plasmarlaen el lienzo.

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Tal vez me habría quedado mirando esamancha de color, luz y textura si Tamlin y Lucienno hubieran salido al vestíbulo desde otra ala de lamansión. Discutían sobre una patrulla o algo por elestilo. Se quedaron callados cuando bajé por laescalera, y Lucien salió caminando por la puertade entrada sin decir siquiera buenos días,solamente un gesto desenfadado con la mano. Nofue un gesto agresivo, pero sí que hizo evidenteque no tenía intenciones de unirse a laconversación que íbamos a tener Tamlin y yo.

Miré a mi alrededor deseando ver algunaseñal de las pinturas, pero Tamlin me señaló laspuertas abiertas por las que había salido Lucien.Más allá de ellas vi nuestros dos caballosensillados, esperando. Lucien ya estaba subiendo aun tercero. Me volví hacia Tamlin.

«Quédate con él, te va a mantener segura y lascosas van a mejorar.» De acuerdo. Eso era algoque podía hacer.

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—¿Adónde vamos? —Mis palabras fueroncasi un murmullo.

—Tus cosas no van a llegar hasta mañana.Están limpiando la galería y han pospuesto mi... mireunión. —¿Estaba divagando?—. Pensé quepodríamos... ir a pasear un rato, sin matar nada.Sin naga que nos preocupen. —Mientras terminabala propuesta con una media sonrisa, la penaparpadeó de forma clara en sus ojos verdes. Y sí,ya había tenido suficiente muerte en esos dos días.No quería matar más inmortales. No quería matarnada. Tamlin no llevaba armas al costado ni en labanda de cuero, solamente un cuchillo cuyaempuñadura le brillaba en la bota.

¿Dónde había enterrado al inmortal? Un altolord que cavaba la tumba de un desconocido. Sime lo hubieran contado, tal vez no lo habríacreído.

—¿Adónde? —pregunté. Él se limitó asonreír.

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Cuando llegamos me quedé sin palabras, y supeque incluso si hubiera sabido cómo pintar lo queveía, nada le habría hecho justicia. No era soloque ese fuera el lugar más hermoso que hubieravisto en mi vida, ni que me llenase de deseo y dealegría, sino que además parecía... parecíaperfecto. Como si los colores, las luces y lasformas del mundo se hubieran reunido para formarun único lugar irrepetible, un pedacito deverdadera belleza. Después de la última noche eraexactamente el lugar en el que yo necesitaba estar.

Nos sentamos en una colina cubierta dehierba que daba justo sobre un bosque de roblestan anchos y tan altos que podrían haber sido lospilares y las columnas de un antiguo palacio.Alrededor de nosotros se mecían penachosbrillantes de dientes de león, y el suelo del claroestaba cubierto de azafrán y campanillas azules delas nieves movidas por la brisa. Para cuando

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llegamos habían pasado una o dos horas delmediodía, pero la luz seguía siendo intensa ydorada.

Aunque los tres estábamos solos, habríajurado que oía cantar. Puse los brazos alrededorde las rodillas y bebí ese panorama con los ojos.

—Hemos traído una manta —dijo Tamlin.Miré por encima del hombro y lo vi señalar con elmentón una manta púrpura que alguien habíatendido al lado. Lucien se dejó caer sobre ella yestiró las piernas. Tamlin se quedó de pie,esperando mi reacción.

Meneé la cabeza y miré adelante, pasando lamano sobre la hierba suave, como si hubiera sidode plumas, intentando captar el color y la textura.Nunca había tocado una hierba como esa y nopensaba echar a perder la experiencia sentándomesobre una manta.

Hubo un intercambio de susurros presurososa mi espalda, y antes de que pudiera darme lavuelta para ver de qué se trataba, Tamlin se sentó a

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mi lado. Tenía la mandíbula tan apretada que miréhacia delante de nuevo y no volví a moverme.

—¿Qué es este lugar? —pregunté, con losdedos todavía sobre la hierba.

Mirándolo con el rabillo del ojo, Tamlin noera más que una figura dorada, brillante.

—Un bosquecito, nada más. —Lucien resoplódetrás de mí—. ¿Te gusta? —preguntó Tamlin conrapidez. El verde de sus ojos hacía juego con lahierba que acariciaba, y su cabello de color ámbarera como los rayos del sol que se filtraban a travésde los árboles. Hasta la máscara, extraña y engeneral fuera de lugar, parecía ocupar exactamentesu espacio dentro del bosque, como si el sitiohubiera sido pensado para él solamente. Me loimaginé ahí en su forma de bestia, enroscado en lahierba, durmiendo.

—¿Qué? —dije. Me había olvidado de supregunta.

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—¿Te gusta? —repitió él. Tenía los labioscurvados en una sonrisa. Después de unarespiración entrecortada, miré otra vez el bosque.

—Sí.Él soltó una risita.—¿Eso es todo? ¿Sí?—¿Desearíais que me arrastrase a vuestros

pies en un gesto de gratitud por traerme hasta aquí,alto lord?

—Ah, el suriel no te dijo nada importante,¿verdad? —Esa sonrisa encendió algo osado en mipecho.

—También me dijo que os gusta que osprovoquen, y que si soy inteligente, tal vez puedadomesticaros con algún premio.

Tamlin levantó la cabeza al cielo y rugió derisa. A pesar de mí misma, solté una risa suave.

—Me parece que voy a morirme de lasorpresa —dijo Lucien detrás de mí—. Has hechouna broma, Feyre.

Me volví y lo miré con una sonrisa fría.

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—No creo que os guste si os digo lo que elsuriel me dijo de vos. —Enarqué las cejas yLucien levantó las manos, como para darse porvencido.

—Yo pagaría bastante por saber lo quepiensa el suriel de Lucien —afirmó Tamlin.

Oí el sonido de un corcho al destapar unabotella, seguido por el ruido del líquido cuandoLucien tomó un trago y rio mientras musitaba:

—Tocado.Los ojos de Tamlin seguían encendidos de

risa cuando me puso una mano en el codo y melevantó.

—Ven —dijo señalando el pie de la colinacon el mentón, hacia el pequeño arroyo que corríapor el valle—. Quiero mostrarte algo.

Me levanté, pero Lucien se quedó sentadosobre la manta y alzó la botella de vino en un gestode saludo. Bebió directamente de ella mientras setendía sobre la espalda y miraba las copas verdesde los árboles.

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Los movimientos de Tamlin eran precisos yeficientes, sus piernas de músculos poderososdevoraban la distancia mientras nos abríamos pasoen zigzag entre los altos árboles, saltábamos porencima de pequeños arroyos y subíamos laderasempinadas. Nos detuvimos sobre una colina y losbrazos se me aflojaron a los costados del cuerpo.Ahí abajo, en un claro rodeado de árboles queparecían torres, había una laguna plateada,brillante. Incluso desde la distancia vi que aquellono era agua sino algo más raro e infinitamente másprecioso.

Tamlin me agarró de la muñeca y me llevócolina abajo; los dedos encallecidos me raspabanla piel con suavidad. Me soltó para saltar sobre laraíz de un árbol en una única maniobra y se acercóa la orilla. Apreté los dientes mientras tropezabapara seguirlo y me esforzaba por encaramarme a laraíz.

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Él estaba en cuclillas sobre la laguna y habíarecogido un poco de líquido en la palma. Inclinó lamano y el líquido se derramó hacia la superficiede la laguna.

—Mira.El líquido brillante, plateado, que le caía de

la mano formaba ondas que brillaron en toda lalaguna; cada una emitía distintos colores y...

—Parece luz de las estrellas —jadeé.Él soltó una risa, se llenó la mano de líquido

y volvió a abrirla. Me quedé con la boca abiertaante aquel espectáculo.

—Es luz de las estrellas.—Eso es imposible —dije, luchando contra

el impulso que me llevaba a dar un paso hacia elagua.

—Esto es Prythian. Según las leyendas quevosotros tenéis, nada es imposible aquí.

—¿Cómo? —pregunté sin poder apartar losojos de la laguna: la plata sí, pero también el azuly el rojo y el rosado y el amarillo que

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parpadeaban por debajo, la levedad increíble...—No lo sé..., nunca lo pregunté y nadie me lo

explicó.Como yo seguía con la boca abierta frente a

la laguna, él se rio, y con eso consiguió que leprestara atención, así descubrí que se estabadesabotonando la túnica.

—Vamos —dijo, y la invitación le bailó enlos ojos.

Nadar... sin ropa, sola. Con un alto lord.Negué con la cabeza y retrocedí un paso. Susdedos se detuvieron en el segundo botón delcuello.

—¿No quieres saber lo que se siente?Yo no sabía a qué se refería: ¿nadar en la luz

de las estrellas o nadar con él?—Yo... no.—De acuerdo. —Se dejó la túnica abierta.

Por debajo había solamente carne musculosa,dorada, desnuda.

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—¿Por qué este lugar? —pregunté,arrancando mis ojos de su pecho.

—Era mi lugar predilecto cuando yo erapequeño.

—¿Y eso cuándo fue? —No era capaz deconseguir que las preguntas dejaran de salir de mislabios.

Él lanzó una mirada en mi dirección.—Hace mucho mucho tiempo. —Lo dijo en

un tono tan bajo que me obligué a cambiar el pesodel cuerpo sobre los pies. Hacía mucho muchotiempo, claro, si es que durante la guerra eratodavía un niño.

Bueno, ya habíamos empezado a soltarnos,así que me atreví a preguntarle:

—¿Lucien está bien? Después de anoche,quiero decir. —El emisario parecía haber vuelto asu yo irreverente, sarcástico, pero recordaba elvómito al ver al inmortal moribundo—. Noreaccionó demasiado bien.

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Tamlin se encogió de hombros, pero su tonoera amable cuando dijo:

—Lucien ha soportado cosas que hacen quemomentos como el de anoche sean difíciles paraél. No solamente por la cicatriz y el ojo..., aunqueestoy seguro de que lo de anoche le despertómuchos recuerdos de eso también.

Tamlin se frotó el cuello, después me miró alos ojos. Había un peso muy antiguo en esos ojos,en la forma en que tensaba la mandíbula.

—Lucien es el hijo menor del alto lord de laCorte Otoño. —Yo di un respingo—. El menor desiete hermanos. La Corte Otoño es... Cortancuellos todo el tiempo. Es hermosa, pero loshermanos de Lucien se ven unos a otros comocompetidores porque el más fuerte es el que va aheredar el título, no el mayor. Ocurre lo mismo entodo Prythian, en todas las cortes. A Lucien nuncale interesó, no esperaba ser coronado alto lord, asíque se pasó la juventud haciendo todo lo que nodebería hacer el hijo de un alto lord: pasando de

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corte en corte, haciendo amigos entre los hijos deotros altos lores. —Apareció un destello en losojos de Tamlin—. Y estuvo con hembras muyalejadas de la nobleza de la Corte Otoño. —Tamlin hizo una pausa durante un momento, y casipude sentir su pena antes de que dijera—: Luciense enamoró de una inmortal a quien su padreconsideraba inapropiada para alguien con lasangre de su familia. Él dijo que no le importabaque ella no fuese una alta fae, que estaba seguro deque pronto iba a casarse con ella y a dejar la cortede su padre para los tramposos de sus hermanos.—Un suspiro tenso brotó de su interior—. Elpadre la hizo matar. La ejecutó delante de Lucienmientras los dos hermanos mayores lo sujetaban ylo obligaban a mirar.

Se me revolvió el estómago y me llevé unamano al pecho. No podía imaginarlo, no conseguíaentender en profundidad ese tipo de pérdida.

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—Lucien se fue. Maldijo a su padre,abandonó el título y la Corte Otoño y se alejó. Ysin ese título como protección, los hermanospensaron en eliminarlo como un competidor parala corona. Tres salieron a matarlo; solo unoregresó.

—¿Lucien... Lucien los mató?—Mató a uno —dijo Tamlin—. Yo maté al

otro porque se habían metido en mi territorio, y alconvertirme en alto lord podía hacer lo quequisiera con los que invadieran mi territorio yamenazaran la paz de mis tierras. —Unaafirmación fría, brutal—. Y reclamé a Luciencomo parte de mi corte..., lo nombré emisario,aprovechando que había hecho muchos amigos enlas diferentes cortes y siempre había sabido cómotratar con los demás, en cambio a mí... me cuestamucho. Está conmigo desde entonces.

—Y como emisario —empecé a decir—, ¿hatenido tratos con su padre? ¿O sus hermanos?

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—Sí. Su padre nunca se disculpó y sushermanos me tienen demasiado miedo como paraarriesgarse a hacerle daño. —No había arroganciaen esas palabras, solamente una verdad fría—.Pero él nunca se olvidó de lo que le hicieron a ellao de lo que trataron de hacerle a él. Finge que sí,pero...

Eso no era justificación para todo lo quehabía dicho Lucien, para todo lo que me habíahecho, pero... ahora lo entendía. Entendía lasparedes y barreras que había tenido que construir asu alrededor. Sentí el pecho demasiado estrecho,demasiado pequeño para que el dolor que estabacreciendo en él cupiera bien en su interior. Miré lalaguna de brillante luz de estrellas y dejé escaparun largo suspiro. Necesitaba cambiar de tema.

—¿Qué pasaría si bebiera de esa agua?Tamlin se irguió un poco, y después se relajó,

como si fuera feliz de poder expresar su tristeza.

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—Dice la leyenda que serías feliz hasta tuúltimo aliento. —Y agregó—: Tal vez los dosnecesitamos una copa.

—No creo que tuviera suficiente con toda esalaguna —dije, y él se rio.

—Dos bromas en un día..., un milagro queviene directamente del Caldero —declaró. Dejéescapar una sonrisa. Él se me acercó un paso,como si estuviera esforzándose por dejar atrás lamancha triste, oscura, de lo que le había pasado aLucien, y la luz de las estrellas le brilló en losojos cuando dijo—: ¿Y qué sería suficiente parahacerte feliz?

Me sonrojé desde el cuello hasta la punta dela cabeza.

—No... no sé. —Y era verdad, nunca habíapensado en nada parecido, nada más allá de hacerque mis hermanas se casaran con alguien y tenersuficiente comida para mí y para mi padre y algode tiempo para aprender a pintar.

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—Mmm —murmuró él, pero no se alejó—.¿Qué te parece el sonido de las campanillasazules? ¿O un rayo de luz de sol? ¿O una guirnaldade luz de luna? —Sonrió con picardía.

Alto lord de Prythian, sí. Alto lord de lasTonterías era el título que mejor le iba. Y él losabía..., sabía que yo diría que no, que me pondríanerviosa solo por estar a solas con él.

No. No iba a darle la satisfacción de hacermesentir vergüenza. Ya había tenido demasiado deeso últimamente, suficiente de... de esa chicaencorsetada en hielo y amargura. Así que le sonreícon dulzura y me esforcé en fingir que no tenía elestómago del todo revuelto.

—Nadar suena delicioso.No me permití pensarlo un segundo más. Y no

fue poco el orgullo que sentí cuando mis dedos notemblaron mientras me sacaba las botas,desabotonaba la túnica y los pantalones y lodejaba todo en la hierba. La ropa interior quellevaba puesta era bastante modesta y lo bastante

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recatada, yo lo sabía, pero de todos modos lo miréa los ojos mientras me quedaba de pie en la orillacubierta de verde. El aire estaba tibio y templadoy una brisa suave me besó el vientre desnudo.

Despacio, muy despacio, los ojos de Tamlinbajaron por mi cuerpo y después volvieron a subir.Como si estuvieran estudiando cada centímetro,cada curva. Y aunque yo llevaba puesta ropainterior de color marfil, esa mirada me desnudódel todo.

Sus ojos verdes se encontraron con los míos ydibujó una sonrisa perezosa antes de sacarse laropa. Botón a botón, y hubiera podido jurar que elbrillo en esa mirada se llenó de hambre yferocidad..., tanto que tuve que desviar la vista desu cara.

Me permití una imagen de ese pecho ancho,los brazos perfilados con músculos y unas piernaslargas, fuertes, antes de que él se dirigieradirectamente hacia la laguna. Tamlin no tenía lahechura de Isaac, cuyo cuerpo flotaba todavía en

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ese lugar desgarbado entre el chico y el hombre.No: el cuerpo glorioso de Tamlin tenía laconfiguración de siglos de lucha y brutalidad.

El líquido estaba delicioso, templado, y meadentré hasta que la profundidad fue suficientecomo para nadar unas brazadas y caminar por elfondo. No era agua, sino algo más suave, másdenso. No era aceite, sino algo más puro, másleve. Era como estar envuelta en seda tibia. Estabatan ocupada saboreando la sensación de deslizarlos dedos a través de esa sustancia plateada que nolo noté hasta que él estuvo a mi lado.

—¿Quién te enseñó a nadar? —preguntó, ymetió la cabeza bajo la superficie. Cuando volvióa salir, estaba sonriendo y había arroyos de luz deestrellas en los bordes de la máscara.

Yo no me hundí. No sabía si había estadobromeando cuando dijo que el agua me haría sentiralegre en cuanto la bebiera.

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—A los doce años vi a los hijos de losaldeanos que nadaban en un pequeño lago y lo fuidescubriendo sola.

Fue una de las experiencias más terroríficasde mi vida y me había tragado medio lago en elproceso, pero lo conseguí; me las arreglé paradominar el pánico ciego que sentía y confié en mímisma. Saber nadar me había parecido unahabilidad esencial, que tal vez un día significara ladiferencia entre la vida y la muerte. Pero nunca seme había ocurrido que podría suceder en una tardeasí.

Él volvió a hundirse, y cuando salió, se pasóuna mano por el pelo dorado.

—¿Cómo perdió su fortuna tu padre?—¿Cómo sabéis que la perdió?Tamlin resopló.—No creo que un humano que nació aldeano

tenga tu dicción.

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Una parte de mí quiso decir algo acerca deesa observación, pero... al fin y al cabo teníarazón; no podía culparlo por ser tan buenobservador.

—A mí padre lo llamaban el príncipe de losMercaderes —dije sin complicar las cosasmientras caminaba por ese líquido sedoso,extraño. Casi no costaba ningún esfuerzo..., el aguaera tan tibia, tan leve; era como si estuvieraflotando en el aire y todos los dolores manaran demi cuerpo hacia fuera y se desvanecieran—. Peroese título, heredado de su padre y de su abueloantes que él, era mentira. Era solo un hombre queenmascaraba tres generaciones de endeudamiento.Mi padre había estado tratando de encontrar unaforma de disminuir sus deudas durante años, ycuando tuvo una oportunidad de pagarlas todas, sedecidió por ella sin calcular los riesgos. —Traguésaliva—. Hace ocho años puso toda la riqueza que

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teníamos en tres barcos que viajaban hacia Bharat,tres barcos que debían volver con especias y telasde muchísimo valor.

Tamlin frunció el entrecejo.—Eso sí que es un riesgo. Esas aguas son una

trampa mortal a menos que uno tome el caminomás largo.

—Bueno, él no tomó el camino más largo.Habría llevado demasiado tiempo y nuestrosacreedores nos estaban acosando. Así que loarriesgó todo y mandó los barcos a Bharatdirectamente. Nunca llegaron. —Hundí el cabelloen el líquido echando la cabeza hacia atrás,tratando de recordar la cara de mi padre el día querecibimos las noticias del naufragio—. Cuando sehundieron los barcos, los acreedores nos rodearoncomo una manada de lobos. Lo atacaron y losaquearon todo hasta que no quedó nada exceptoun nombre desprestigiado y unas pocas monedaspara comprar la choza. Yo tenía once años. Mipadre..., después de eso, dejó de intentarlo. —No

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me vi con fuerzas para contarle lo que habíaocurrido al final, ese momento terrible en el que elúltimo acreedor llegó con sus matones y le rompióla pierna para dejarlo inválido.

—¿Ahí fue cuando empezaste a cazar?—No. Aunque nos fuimos a la choza, durante

tres años tuvimos algo de dinero; después seterminó —dije—. Empecé a cazar a los catorce.

Los ojos de él brillaron..., no había rastrosdel guerrero obligado a aceptar el peso de su títulode alto lord.

—Y aquí estás. ¿Qué habías imaginado parati, en realidad?

Tal vez era la laguna encantada, o tal vez elinterés genuino detrás de la pregunta: lo cierto esque sonreí y le conté acerca de esos años en losbosques.

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Esa tarde, cansada pero sorprendentementesatisfecha por las pocas horas de descanso en elbosque, la laguna y también por la comida,observé a Lucien mientras volvíamos a la mansión.Cruzábamos una amplia pradera de hierba nuevade primavera cuando me descubrió mirándolo pordécima vez, y me preparé mientras él dejaba queTamlin se adelantara y se me acercaba.

El ojo metálico se entrecerró; el otro seguíadesconfiado, frío.

—¿Ocurre algo?Eso fue suficiente para convencerme de que

no debía decir nada sobre su pasado.Yo también habría odiado que me tuvieran

lástima. Y él no me conocía, no lo suficiente paragarantizar otra cosa que resentimiento si yo sacabael tema, aunque a mí me pesara saberlo, aunque yollorara por él.

Esperé hasta que Tamlin se hubiera alejado losuficiente para que su oído de alto fae no oyeramis palabras.

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—Nunca os agradecí vuestro consejo sobre elsuriel.

Lucien se puso tenso.—¿Ah, no?Miré hacia delante, la forma fácil en que

cabalgaba Tamlin, el caballo tranquilo, como si nosintiera a su enorme jinete.

—Si seguís queriendo que me muera —dije—, vais a tener que intentarlo un poquito más.

Lucien dejó de respirar un instante.—No era eso lo que yo quería. —Lo miré

largamente—. No habría llorado nada —sentencióél. Yo sabía que era verdad—. Pero lo que tepasó...

—Estaba bromeando —lo interrumpí, y lesonreí un poquito.

—No te creo. No creo que me perdones contanta facilidad por mandarte hacia el peligro.

—No. Y una parte de mí no quiere otra cosaque castigaros por no haberme advertido de lo delsuriel. Pero os entiendo: soy una humana y maté a

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vuestro amigo, y ahora vivo en vuestra casa yvosotros tenéis que convivir conmigo. Lo entiendo—dije de nuevo.

Él se quedó callado tanto tiempo que creí queno me contestaría. Justo cuando iba a seguir micamino hacia la casa, me habló:

—Tam me dijo que el primer disparo quehiciste fue para salvar al suriel. No para salvartetú.

—Era lo correcto.Su mirada era más contemplativa que

cualquier otra que me hubiera dedicado antes.—Conozco demasiados altos fae e inmortales

menores que no lo habrían visto de esa forma...,que no se hubieran molestado. —Buscó algo alcostado de su cuerpo y me lo arrojó. Tuve quehacer un esfuerzo para mantenerme sobre lamontura cuando lo atrapé: un cuchillo de caza demango enjoyado—. Te oí gritar —dijo mientras yoexaminaba la hoja. Nunca había tenido algo tanbien tallado en mis manos, nada con un equilibrio

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tan perfecto—. Y dudé. No mucho, pero dudé antesde salir corriendo. Aunque Tam llegó antes que yo.Lo cierto es que rompí mi promesa con esossegundos de espera. —Señaló el cuchillo con elmentón—. Es tuyo. No me lo claves en la espalda,por favor.

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CAPÍTULO

19

Al día siguiente, llegaron mis pinturas ysuministros desde el lugar donde los hubieranencontrado los sirvientes o quienquiera quehubiera sido, pero antes de llevarme a verlos,Tamlin me guio pasillo por pasillo hasta que

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llegamos a un ala de la mansión en la que yo nohabía estado nunca, ni siquiera en misexploraciones nocturnas.

Yo sabía adónde íbamos sin que él tuvieraque decirlo. Los suelos de mármol brillaban tantoque no había duda de que los habían limpiadohacía poco, y la brisa con perfume a rosas flotabaa través de las ventanas abiertas. Todo eso..., todo,lo había hecho por mí. Como si a mí me hubieranmolestado algunas telas de araña o algo de polvo.

Cuando Tamlin se detuvo frente a un par depuertas de madera, la leve sonrisa que me dirigiófue suficiente para hacerme tartamudear:

—¿Por qué hacer algo... algo así de buenopara mí? —La sonrisa se desvaneció.

—Hace mucho tiempo que no hay nadie aquíque aprecie estas cosas. A mí me gusta la idea deque se usen de nuevo. —En especial cuando habíatanta sangre y tanta muerte en las otras parte de suvida.

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Abrió las puertas de la galería y me quedéabsolutamente sin aliento.

Los suelos de madera clara brillaban bajo laluz limpia, resplandeciente, que entraba sinimpedimento por las ventanas. La habitaciónestaba vacía excepto por algunas sillas y bancospara ver..., para ver el... Casi no percibí elmomento en que entré en la larga galería, una manoapoyada en el cuello, los ojos fijos en las pinturas.

Tantas, tan diferentes, y sin embargodispuestas para que fluyeran de modo uniforme.Tantas vistas y retazos y ángulos del mundo.Pinturas pastorales, retratos, naturalezas muertas...;cada una de ellas una historia y una experiencia;cada una, una voz que gritaba o susurraba ocantaba sobre lo que había sentido en esemomento, frente a esa sensación en particular;cada una, un grito que se arrojaba al vacío deltiempo para decir que ellos habían estado ahí, quehabían existido. Algunos de esos cuadros loshabían pintado ojos como los míos, artistas que

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veían en colores y formas que yo comprendía.Algunos mostraban colores que no habíaconsiderado nunca; esos tenían una mirada hacia elmundo que me decía que los habían pintado otropar de ojos. Una puerta hacia la mente de unacriatura tan diferente y, sin embargo..., yo mirabael trabajo y lo comprendía y lo sentía, y esetrabajo me parecía importante.

—No sabía... —dijo Tamlin a mí espalda—...que los humanos fueran capaces de... —Dejó dehablar cuando me di la vuelta. La mano que habíaestado en el cuello ahora reposaba en el pecho,donde el corazón me latía con una especie dealegría, de pena y de humildad rugientes,increíbles. Sí, una gran humildad frente a ese artetan magnífico.

Él estaba de pie junto a las puertas, la cabezainclinada de esa forma en que lo hacen losanimales, las palabras todavía perdidas en lalengua. Me sequé las lágrimas de las mejillas.

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—Es... —Perfecto, maravilloso. Más allá demis sueños más salvajes, nada de eso lo describía.Mantuve la mano sobre el corazón—. Gracias —dije. Era lo único que se me ocurría para mostrarlelo que significaban esas pinturas para mí, lo quesignificaba para mí que me hubiera dejado entraren esa habitación.

—Ven todas las veces que quieras.Yo le sonreí, incapaz de contener el calor que

fluía en mi corazón. La sonrisa que él me devolviófue tibia, aunque brillante; después me dejó paraque yo recorriera la galería tranquila, a solas.

Me quedé horas, me quedé hasta que meemborraché con ese arte, hasta que me sentímareada de hambre y me alejé a buscar comida.

Después del almuerzo Alis me llevó a unahabitación vacía en el primer piso donde había unamesa llena de telas de varios tamaños, pincelescuyos mangos de madera brillaban bajo la luzclara, perfecta, y pinturas...; tantas, tantas pinturas,

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muchas más que los cuatro colores básicos quehabía esperado, que volví a quedarme otra vez sinaire.

Cuando Alis se fue, la habitación permanecióen silencio, esperándome, y fue solamente mía...

Entonces empecé a pintar.

Pasaron semanas, los días se fundieron unos enotros. Pinté y pinté, y la mayor parte de lo quehacía era feo, inútil.

Nunca dejé que nadie lo viera a pesar de lomucho que insistió y de lo mucho que se burlóLucien de mi ropa manchada de pintura; nuncasentí que mi trabajo fuera parecido a las imágenesque me quemaban la mente. En muchas ocasionespintaba desde el amanecer hasta la puesta de sol, aveces en esa habitación, a veces en el jardín. Decuando en cuando me tomaba un descanso paraexplorar las tierras de Primavera con Tamlin comoguía, y volvía con ideas nuevas que me hacían

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saltar de la cama a la mañana siguiente y ponermea dibujar bosquejos o anotar escenas y colorespara reflejar lo que había visto.

Pero había días en los que Tamlin tenía que ira enfrentarse a la última amenaza en sus fronteras,y ni siquiera la pintura podía distraerme hasta queél volvía, cubierto de la sangre de otros, a vecesen su forma de bestia, a veces como alto lord.Nunca me dio detalles y yo jamás me atreví apreguntarle; me bastaba con que hubiera vueltosano y salvo.

Alrededor de la mansión no había señales decriaturas como los naga o el bogge, pero memantuve lejos de los bosques del oeste, aunque lospinté en muchas ocasiones de memoria. Y aunquemis sueños siguieron invadidos por las muertesque había visto, las muertes que yo había causadoy esa horrible mujer pálida que me convertía enpedazos de carne mientras en alguna parte vigilaba

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una sombra que nunca conseguí ver, poco a pocodejé de tener miedo. «Quédate con el alto lord.Vas a estar a salvo.» Y eso fue lo que hice.

La Corte Primavera era una tierra de colinasondulantes y de bosques cargados de vida y delagos claros, sin fondo. La magia no se limitaba areinar en ciertas hondonadas y lugaresespeciales..., la magia crecía ahí. Por más que yotratara de pintar eso, nunca conseguiría plasmar lasensación. Así que a veces me atrevía a pintar alalto lord que cabalgaba a mi lado cuandopaseábamos por sus tierras en días detranquilidad, el alto lord, con quien me gustabamucho charlar o pasar horas cómodamente ensilencio.

Era probable que fuera el arrullo de la magiaque me nublaba los pensamientos: no volví apensar en mi familia hasta que una mañana pasé elborde externo del muro, buscando un nuevo lugar

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para pintar. Una brisa del sur me alborotó elcabello..., fresca y limpia. En ese momento estaballegando la primavera al mundo mortal.

Mi familia, hipnotizada, cuidada, segura,seguía sin saber realmente dónde estaba yo. Elmundo mortal había seguido adelante sin mí comosi yo nunca hubiera existido. Un susurro de unavida miserable, ya pasada, una vida olvidada portodos los que yo había conocido o me habíanimportado.

Ese día no pinté y no fui a cabalgar conTamlin. En lugar de eso, me senté frente a una telaen blanco, sin ningún color en la mente.

En casa no me recordaba nadie..., yo estabapoco menos que muerta para ellos. Y Tamlin habíapermitido que los olvidase a ellos. Tal vez laspinturas habían sido una distracción, una forma dehacer que dejara de quejarme, que dejara de seruna molestia, que dejara de pedirle que mepermitiera ver a mi familia. O tal vez eran unadistracción para que no pensara en lo que fuese

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que estuviera pasando con la plaga y Prythian.Como me había ordenado el suriel, yo habíadejado de preguntar..., una humana inútil, estúpida,obediente.

Me costó un esfuerzo notable compartir lacena. Tamlin y Lucien se dieron cuenta de mihumor y mantuvieron una conversación entre ellos.Eso no mejoró mucho mi rabia creciente, y cuandoterminé de comer lo que quería, me alejé a grandeszancadas hacia el jardín iluminado por la luna yme perdí en los laberintos de setos recortados yparterres llenos de flores.

No me importaba adónde iba. Después de unrato me detuve en la rosaleda. La luz de la lunamanchaba los pétalos rojos de un color púrpuraprofundo y lanzaba un brillo plateado sobre lospimpollos blancos.

—Mi padre hizo plantar este jardín para mimadre —dijo Tamlin a mi espalda. Yo no memolesté en mirarlo. Me hundí las uñas en las

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palmas cuando él se detuvo a mi lado—. Fue unregalo de apareamiento.

Fijé la mirada en las flores, pero no veíanada. Seguramente, las que había pintado en lamesa de casa estaban cayéndose a pedazos o sehabían borrado del todo. Suponía que Nesta habríaraspado la madera para sacarlas.

Me dolían las uñas clavadas en la palma. Yafuera porque Tamlin los hubiera hipnotizado, yafuera porque los alimentara, yo estaba... borradade esas vidas. Olvidada. Eso había sido obra suya.Y yo había permitido que lo hiciera. Me habíaofrecido pinturas y el espacio y el tiemponecesarios para practicar ese arte; me habíamostrado lagunas de luz de estrellas; me habíasalvado la vida como una especie de caballerosalvaje salido de una leyenda, y yo me habíatragado todo eso como si fuera vino de inmortales.Yo no era mejor que esos hijos de los benditos contoda su fe.

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Su máscara era de color bronce en laoscuridad y las esmeraldas le brillaban sobre lasmejillas.

—Pareces... disgustada.Me alejé con grandes pasos hacia el primer

rosal y arranqué una flor; las espinas medesgarraron los dedos. Ignoré el dolor, la tibiezade la sangre que se deslizó hacia abajo. Nuncahubiera podido pintarla con exactitud..., nuncacomo esos artistas de los cuadros de la galería.Nunca podría pintar el pequeño jardín de Elainfuera de la choza como lo recordaba, porque yo lorecordaba, aunque mi familia ya no me recordase amí.

No me riñó por arrancar una de las rosas desus padres, tan ausentes como los míos, que contoda probabilidad se habían amado el uno al otro ylo habían amado a él más de lo que los míos sepreocuparon nunca por mí. Una familia que sehabría ofrecido a ir en su lugar si alguien hubieseacudido para llevárselo.

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Los dedos me dolían, me ardían, pero seguísosteniendo la rosa mientras decía:

—No sé por qué me siento tan terriblementeavergonzada de mí misma por dejarlos. ¿Por quéme parece tan egoísta y terrible pintar como pinto?No debería sentirme así, ¿no es cierto? Lo sé, perono puedo evitarlo. —La rosa me colgaba de losdedos, desmayada—. En todos esos años, lo quellegué a hacer por ellos... Y sin embargo notrataron de impedir que vos me arrebatarais de sulado... —Ahí estaba, el dolor gigantesco que, si lopensaba un rato, me partía en dos—. No sé por quéesperaba que lo hicieran..., por qué creí que lailusión del puca era real aquella noche. No sé porqué todavía me molesta pensar en eso. O por quéme sigue importando. —Él se quedó en silenciotanto rato que agregué—: Comparada con vos, convuestras fronteras y vuestra magia debilitadas,supongo que esta lástima que tengo de mí mismaparece absurda.

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—Si te apena —dijo él, y sus palabras meacariciaron los huesos—, entonces no creo que seaabsurdo.

—¿Por qué? —Una pregunta directa. Solté larosa entre los arbustos.

Él me tomó las manos. Los dedos cubiertosde callos, fuertes, robustos, me parecieron suavescuando se llevó la mano que sangraba a la boca yme besó la palma. Como si eso fuera respuestasuficiente.

Sus labios eran suaves contra mi piel; elaliento, tibio; las rodillas se me aflojaron cuandoél levantó mi otra mano, se la llevó a la boca y labesó también. La besó con cuidado..., de una formaque hizo que me saltara el corazón en el centro delcuerpo, entre las piernas.

Cuando él retrocedió, mi sangre le brillaba enla boca. Miré mis manos, que él seguíasosteniendo entre las suyas: las heridas habíandesaparecido. Le miré la cara de nuevo, la

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máscara de bronce, el color dorado de la piel, elrojo de los labios cubiertos de sangre mientras élmurmuraba:

—Nunca nunca te sientas mal por hacer loque te da alegría. —Se acercó un paso, soltó unade mis manos y me colocó la rosa que yo habíacortado detrás de la oreja. No supe nunca cómohabía llegado esa rosa a sus manos o cuándohabían desaparecido las espinas.

No pude evitar insistir:—¿Por qué..., por qué todo esto?Él se acercó todavía más, tan cerca que tuve

que inclinar la cabeza hacia atrás para verlo.—Porque me fascina tu alegría humana..., la

forma en que experimentas las cosas en el tiempoque tienes de vida, con tanta profundidad, con tantaintensidad, y todo de una vez; eso es... fascinante.Me atrae aunque sé que no debería, aunque trato deno sentirme así.

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Porque yo era humana y envejecería y... Nome permití ir por ese camino. Él se acercó más.Lentamente, como si me estuviera dando tiempopara retroceder y alejarme, me rozó la mejilla conlos labios. Un gesto suave y tibio, de una dulzuraque me rompió el corazón. No fue mucho más queuna caricia, y después se incorporó. No me habíamovido desde el momento en que su boca me tocóla piel.

—Un día... un día va a haber respuestas paratodo —dijo, y me soltó la mano y se alejó—. Perono hasta que sea el momento correcto. Hasta quesea seguro. —En la oscuridad, bastó con el tonopara que yo supiera que sus ojos temblaban deamargura.

Entonces respiré hondo: no me había dadocuenta de que hacía un rato que no respiraba.

Hasta que él estuvo lejos no me di cuenta delo mucho que deseaba su calor, su cercanía.

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Una mortificación permanente con respecto a loque había admitido, lo que había... cambiado entrenosotros hizo que saliera huyendo de la mansióndespués del desayuno, corriendo hacia el santuariode los bosques a tomar algo de aire fresco y aestudiar la luz y los colores. Me llevé mi arco ymis flechas y el cuchillo enjoyado de caza que mehabía dado Lucien. Mejor estar armada quedejarme atrapar sin nada entre las manos.

Me arrastré en medio de los árboles y losarbustos durante no más de una hora antes de sentiruna presencia detrás de mí..., algo que se meacercaba cada vez más y hacía que los animalescorrieran a refugiarse a mi alrededor. Sonreí, yveinte minutos más tarde me acomodé entre dosramas en un olmo antiguo y esperé.

Crujieron los arbustos..., nada más que unabrisa que pasaba, pero sabía qué sucedería,conocía las señales.

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El ruido de algo que se tensa y un rugido defuria hicieron eco en los campos, y los pájaros seasustaron.

Cuando bajé del árbol, caminé hasta elpequeño claro, crucé los brazos y levanté la vistahacia el alto lord, que colgaba cabeza abajo de latrampa que había puesto.

Incluso así, cabeza abajo, me sonrió conpereza cuando me acerqué.

—Humana cruel.—Es lo que consigue uno cuando persigue a

alguien.Él soltó una risita y yo me acerqué lo

suficiente como para atreverme a pasar un dedopor el cabello dorado y sedoso que colgaba a laaltura de mi cara, a admirar los muchos coloresque había en él: los tonos de amarillo, marrón ytrigo. El corazón me golpeaba en el pecho y sabíaque, seguramente, él lo oía. Pero inclinó la cabezahacia mí, una invitación silenciosa, yo le pasé losdedos por el pelo, con dulzura, con cuidado.

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Ronroneó, y ese sonido me pasó rodandosobre los dedos, los brazos, las piernas y el centrodel cuerpo. Me pregunté cómo sentiría ese sonidosi él estuviera apretado contra mí, piel contra piel.Retrocedí un paso.

Él se curvó hacia arriba en un movimientosuave, poderoso, y destrozó con una única garra laenredadera que yo había usado como lazo. Respiréhondo para gritar, pero él se dio la vuelta al caer yaterrizó con suavidad sobre los pies. Siempresería imposible para mí olvidar lo que él era, loque era capaz de hacer. Dio un paso, acercándose,la sonrisa todavía en la cara.

—¿Te sientes mejor hoy?Murmuré una respuesta que a nada me

comprometía.—Me alegro —dijo él, ignorando o

escondiendo cuánto lo divertía todo eso—. Peropor si acaso, quiero darte esto. —Sacó unospapeles que llevaba bajo la túnica y me los tendió.

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Me mordí el costado de la boca mientrasmiraba los tres pedazos de papel. Era una serie depoemas, sí, poemas de cinco líneas cada uno.Había cinco en total, y empecé a sudar por laspalabras que no reconocía. Me llevaría un díaentero entender qué significaban esas palabras.

—Antes de que te vayas corriendo oempieces a gritar —dijo, y se dio la vuelta paramirar por encima de mi hombro. Si me hubieraatrevido, me habría recostado contra ese pecho. Sualiento entibiándome el cuello, la oreja.

Se aclaró la garganta y leyó el primer poema:

Una vez hubo una dama muy hermosa,de fuego aunque un poco distinta,tenía pocos amigospero cómo hacían fila los hombres,los dioses son testigos,y ella a todos les daba una negativa.

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Subí tanto las cejas que me pareció estartocando con ellas la línea del nacimiento delcabello, y me di la vuelta parpadeando; el alientode los dos se mezcló cuando él terminó el poemacon una sonrisa.

Sin esperar respuesta, Tamlin cogió lospapeles y dio un paso atrás para leer el segundopoema, que no era tan bueno en las rimas como elprimero. Para cuando leyó el tercero, a mí meardía la cara.

Hizo una pausa antes de leer el cuarto, ydespués me devolvió los papeles.

—Mira las palabras: en el primer poema enla segunda y cuarta líneas —dijo, y señaló lospoemas que yo tenía en la mano.

«Distinta.» «Fila.» Miré el segundo poema.«Masacre.» «Flamas.»

—Son... —empecé a decir.—Tu lista de palabras era demasiado

interesante para pasarla por alto. Y no eran demucha utilidad para escribir poemas de amor. —

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Cuando levanté una ceja en una pregunta sinpalabras, dijo—: Antes competíamos para verquién podía escribir las rimas más verdes y sucias,cuando vivía con los guerreros de mi padre en lasfronteras, quiero decir. No me gusta perder, laverdad, así que decidí practicar, ser bueno paraestas cosas.

Yo no entendía cómo recordaba él mi largalista de palabras..., no quería saberlo. Se diocuenta de que no iba a coger una flecha ydispararle, así que levantó los papeles y leyó elquinto poema, el más sucio y verde de todos.

Cuando terminó, incliné la cabeza hacia atrásy lancé una carcajada, y mi risa rompió el airecomo la luz del sol rompe el hielo congeladodesde hace eras.

Yo seguía sonriendo cuando salimos caminandodel parque hacia las colinas y volvimos sin prisashacia la mansión.

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—Dijisteis... dijisteis... esa noche en larosaleda... —Hice un ruido con la boca unmomento—. Dijisteis que vuestro padre la hizoplantar para vuestra madre por el apareamiento...,no dijisteis matrimonio.

—Los alto fae en general se casan —respondió él; la piel dorada le brillaba un poco—.Pero si tienen la bendición de los dioses,encuentran a alguien con quien aparearse, un igual,alguien que les corresponde en todos los sentidos.Los altos fae se casan sin ese lazo deapareamiento, pero si uno encuentra su compañero,el lazo es tan profundo que el casamiento es...insignificante en comparación.

No tuve el valor de preguntar si losinmortales habían tenido alguna vez ese tipo delazo con humanos. En lugar de eso, me las arreglépara preguntar:

—¿Dónde están vuestros padres? ¿Qué lespasó?

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A él se le movió un músculo en la mandíbulay lamenté haber hecho la pregunta, lo lamenté porel dolor que le relampagueó en los ojos.

—Mi padre... —Las garras brillaron cerca dela punta de los dedos, pero no las sacó más queeso. Definitivamente la pregunta era un error—.Mi padre era tan malo como el de Lucien. Peor.Mis dos hermanos mayores eran como él. Teníanesclavos..., todos ellos. Y mis hermanos... Yo erajoven cuando se forjó el tratado, pero recuerdoque mis hermanos... —Dejó morir la voz—.Aquello me dejó marcado..., lo suficiente..., y poreso cuando te vi, en tu casa..., no pude..., no quiseser como ellos. No deseaba haceros daño a tufamilia ni a ti, y no quería someterte a los deseosde los inmortales.

Esclavos..., había habido esclavos en esemismo lugar. Yo no quería saberlo quinientos añosmás tarde; nunca había buscado rastros de ningúnesclavo. Pero para la mayor parte del mundo dePrimavera, para su mundo, yo seguía siendo casi

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una propiedad. Y por eso... por eso me habíaofrecido la salida, por eso me había ofrecido lalibertad de vivir donde yo quisiera en Prythian.

—Gracias —dije. Él se encogió de hombros,como si se esforzara por dejar de lado ese actoamable y el peso de la culpa que seguía siendo unacarga para él—. ¿Y vuestra madre?

Tamlin aguantó la respiración durante uninstante.

—Mi madre... amaba a mi padre con locura.Demasiado, pero se habían apareado, y... aunqueella se daba cuenta de que él era un tirano, nodecía jamás una palabra en su contra. Yo noesperaba, no quería, el título de mi padre. Mishermanos nunca me habrían dejado vivir hasta laadolescencia si hubieran sospechado lo contrario.Así que apenas tuve edad suficiente, me uní algrupo de guerreros de mi padre y me entrené paraservirlo a él o a cualquiera de mis dos hermanos,el que heredara el título. —Flexionó las manos,como si imaginara las garras debajo de la piel—.

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Desde muy joven me di cuenta de que pelear ymatar eran las únicas dos cosas para las que erabueno.

—Eso lo dudo mucho —dije.Él dejó escapar una sonrisa torcida.—Ah, por supuesto que puedo tocar el violín

más o menos mal, pero los hijos de los altos loresno se convierten en músicos itinerantes. Así queme entrené y peleé por mi padre contra cualquieraque él quisiera, y habría sido feliz si hubierapodido dejar las intrigas y las insidias para mishermanos. Pero mi poder creció y creció y yo nofui capaz de esconderlo, no entre los nuestros. —Negó con la cabeza—. Por la razón que fuera oporque el Caldero me dio suerte, sobreviví. A mimadre la lloré. A los otros... —Sus hombros setensaron—. Mis hermanos no habrían tratado desalvarme de un destino como el tuyo.

Levanté la vista hacia él. Un mundo tanbrutal, tan duro..., familiares que se asesinabanunos a otros por el poder, por venganza, por

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desprecio o por afán de control. Tal vez lagenerosidad de Tamlin, su amabilidad, eran unareacción contra eso..., tal vez él me había visto ydescubierto que mirarme era como mirarse a símismo en una especie de espejo.

—Lamento lo de vuestra madre —dije, y esofue lo único que conseguí ofrecerle, lo único queél había podido ofrecerme a mí una vez. Mededicó una breve sonrisa—. Así que de este modoos convertisteis en alto lord.

—La mayoría de los altos lores se entrenandesde que nacen en modales, leyes y guerras de lacorte. Cuando recayó el título sobre mí, se trató deuna... una transición muy ruda. Muchos de loscortesanos de mi padre se fueron a otras cortespara no tener que aguantar que les ladrara unabestia de guerra.

Una bestia medio salvaje, me había llamadoNesta una vez. Me costó mucho esfuerzo nocogerle la mano, no acercarme a él y decirle quelo entendía. Solamente dije:

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—Entonces son idiotas. Vos habéis mantenidoestas tierras protegidas de la plaga, cuando pareceque a otros no les ha ido tan bien. Son idiotas —repetí.

Pero la oscuridad relampagueó en los ojos deTamlin y dio la impresión de que se le encogíanlos hombros hacia dentro. Antes de que pudierapreguntar, salimos del bosquecillo y nosencontramos frente a un paisaje de colinas ypequeñas elevaciones. A bastante distancia habíainmortales enmascarados que trabajaban,preparando lo que parecía una serie de hoguerastodavía sin encender.

—¿Qué es eso? —pregunté haciendo un alto.—Son fogatas, para Calanmai. Faltan dos

días.—¿Y para qué son?—¿La Noche de los Fuegos?Yo negué con la cabeza. No entendía.

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—Nosotros, en los reinos humanos, nocelebramos fiestas. No después de que vosotros osfuerais. En algunos lugares está prohibido. Nisiquiera recordamos los nombres de vuestrosdioses. ¿Qué se celebra en Cala..., en la Noche delos Fuegos?

Él se frotó el cuello.—No es más que una ceremonia de

primavera. Encendemos fogatas y la magia quecreamos nos ayuda a regenerar la tierra para unnuevo año.

—¿Y cómo se crea la magia?—Hay un ritual. Pero es... es muy de

inmortales. —Apretó la mandíbula y siguiócaminando en dirección contraria a los quepreparaban los fuegos—. Tal vez veas másinmortales que antes por los alrededores...,inmortales de esta corte y de otros territorios.Ellos también pueden cruzar las fronteras esanoche.

—Pensé que la plaga los habría asustado.

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—Sí..., pero van a venir algunos. Lo únicoque tienes que hacer es mantenerte alejada deellos. Vas a estar a salvo en la casa, pero si teencuentras con alguno antes de que encendamoslos fuegos al atardecer, dentro de dos días,ignóralo.

—¿Y no estoy invitada a vuestra ceremonia?—No. No. —Cerró las manos y después

volvió a estirar los dedos una y otra vez, como sitratara de mantener las garras bajo control.

Aunque traté de disimular, se me contrajo unpoco el pecho. Caminamos de vuelta en unaespecie de silencio tenso que no habíamos tenidodurante semanas.

Tamlin se puso rígido apenas entramos en losjardines. No por mí o nuestra conversaciónincómoda... Había silencio y también esa horriblequietud que en general significaba que andabacerca uno de los inmortales más desagradables.Mostró los dientes y gruñó en tono bajo.

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—Mantente fuera de la vista y, oigas lo queoigas, no salgas. —Después se fue.

Sola, miré a los dos lados del sendero degrava, como una idiota con la boca abierta. Así, aldescubierto, si había algo ahí, me atraparía conseguridad. Tal vez era una vergüenza que no fueraa ayudar a Tamlin, pero él era un alto lord. Seríasolamente una molestia para él.

Me acababa de esconder detrás de un setocuando oí a Tamlin y a Lucien que se acercaban.Maldije en voz baja y me quedé inmóvil. Tal vezpodría deslizarme a través de los campos hacia elestablo. Si algo andaba mal, los establos no solome ofrecerían refugio, sino también un caballopara salir huyendo. Estaba por ir hacia los pastosmás altos, más allá del borde de los jardines,cuando el rugido de Tamlin reverberó en el aire alotro lado del seto.

Me di la vuelta... justo lo suficiente paraespiarlos a través de las hojas. «Mantente fuera dela vista», había dicho él. Si me movía ahora, sin

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duda me descubrirían.—Ya sé qué día es hoy —dijo Tamlin, pero

no a Lucien. Más bien los dos miraban... la nada.Miraban a alguien que no estaba allí. A alguieninvisible. Habría pensado que me estaban gastandouna broma si no hubiera oído una voz baja, sincuerpo, que les contestaba.

—Tu comportamiento está despertandomucho interés en la corte —dijo la voz, profunda ysibilante. Temblé a pesar de la tibieza del día—.Ella empieza a preguntarse por qué no te das porvencido. Y por qué murieron cuatro naga no hacemucho.

—Tamlin no es como los otros tontos —ladróLucien, los hombros echados hacia atrás,desafiante, más parecido a un guerrero de lo queyo lo hubiera visto nunca. Con razón tenía todasesas armas en su habitación—. Si ella esperabacabezas inclinadas, es más estúpida de lo quecreía.

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La voz siseó y sentí que se me congelaba lasangre.

—¿Habláis tan mal de ella, que tiene vuestrodestino en sus manos? Una palabra y podríadestruir estas patéticas tierras. No le gustó nadacuando supo que habíais matado a sus guerreros.—La voz pareció volverse hacia Tamlin—. Perocomo no pasó nada más, decidió ignorarlo.

Un gruñido salió de las profundidades de lagarganta del alto lord, pero sus palabras erantranquilas cuando dijo:

—Decidle que me estoy cansando de limpiarla basura que ella arroja dentro de mis fronteras.

La voz soltó una risita. Sonó como arena quecambia de lugar.

—Ella los suelta como regalos... yrecordatorios de lo que va a pasar si os atrapatratando de romper los términos de...

—Tamlin no rompe los términos —siseóLucien—. Ahora, largo. Ya tenemos bastante contodos vosotros como enjambres de insectos en las

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fronteras..., no necesitamos que también ensuciéisnuestra casa. Y marchaos ya de la cueva. No es uncamino cualquiera, no está hecha para que basurascomo vosotros la atraveséis cada vez que os dé lagana.

Tamlin soltó un gruñido. Estaba de acuerdo.La cosa invisible volvió a reírse, un sonido

horrible, feroz.—Aunque tengáis un corazón de piedra,

Tamlin —dijo, y Tamlin se puso rígido—, haymiedo en él. —La voz se convirtió en una especiede canto—. No os preocupéis, alto lord. —Pronunció sarcásticamente el título nobiliariocomo si fuera un chiste—. Muy pronto todo va aestar tan bien como la lluvia.

—Ojalá ardáis en el infierno —contestóLucien en lugar de Tamlin, y la cosa volvió a reír;después se oyó un ruido de alas de cuerodesplegándose, un viento maloliente me golpeó lacara y todo quedó en silencio.

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Un instante más tarde, Tamlin y Lucienrespiraron profundamente. Yo cerré los ojos;también necesitaba respirar, respirar paracalmarme, pero unas manos enormes me cogieronde los hombros y lancé un grito.

—Ya se ha ido —dijo Tamlin, y me soltó.Tuve que hacer un esfuerzo para no recostarme enel seto.

—¿Qué has oído? —quiso saber Lucien, quese acercaba cruzando los brazos sobre el pecho.Dirigí los ojos hacia Tamlin, pero lo encontré tanblanco de ira, ira contra esa cosa, que tuve quevolver a mirar a Lucien.

—Nada..., nada que yo entendiera —respondí, y lo decía en serio. Nada tenía sentido.No conseguía dejar de temblar. Algo en esa vozme había arrancado todo el calor—. ¿Quién... quéera eso?

Tamlin empezó a caminar y las piedrecitasdel sendero crujieron bajo sus botas.

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—Hay ciertos inmortales que inspiraron lasleyendas de las que vosotros, los humanos, tenéistanto miedo. Algunos, como ese, son mitosencarnados.

Dentro de esa voz susurrante había oído losalaridos de víctimas humanas, la súplica dejóvenes muchachas a las que habían abierto en dossobre altares de sacrificio. Y había oídomenciones de cortes que aparentemente eran muydistintas de la de Tamlin... ¿Era esa la «ella» quehabía matado a los padres de Tamlin? Una altalady, tal vez, en lugar de un alto lord. Si se tenía encuenta la brutalidad de los altos fae con suspropios familiares, seguramente para sus enemigoseran más que pesadillas. Y si iba a haber unaguerra entre cortes, y si la plaga ya habíadebilitado tanto a Tamlin...

—Si el attor la ha visto... —dijo Lucien, ymiró a su alrededor.

—No la ha visto —afirmó Tamlin.—¿Estás seguro de que...?

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—No la ha visto —gruñó por encima delhombro. Después me miró, la cara todavía pálidade furia, los labios tensos—. Nos veremos en lacena.

Entendí su reacción como una señal para queme retirara. Deseaba estar detrás de la puerta demi dormitorio, cerrada con llave, así que volví ala casa, preguntándome quién sería esa «ella» paraponer tan nerviosos a Lucien y a Tamlin y tener aesa cosa como mensajero.

La brisa de la primavera me susurró que nome convenía saberlo.

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CAPÍTULO

20

Después de una tensa cena en la que Tamlin casino nos dirigió la palabra (ni a Lucien ni a mí),encendí todas las velas de mi habitación paradispersar las sombras.

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Al día siguiente no salí, y cuando me senté apintar, lo que me salió fue una criatura gris, alta,delgada como un esqueleto, con orejas demurciélago y enormes alas membranosas. Teníaabierto el hocico en un rugido y se le veían filas ymás filas de dientes en el momento exacto en quesaltaba hacia la lucha. Mientras la pintaba, habríajurado que le olía el aliento a carroña, que oía elaire detrás de esas alas susurrando promesas demuerte.

El producto final fue lo suficientementeterrorífico como para que tuviera que poner la telaal fondo de la habitación y me fuera a tratar depersuadir a Alis de que me dejara ayudarla con lapreparación de la comida de la Noche de losFuegos. Cualquier cosa para evitar salir al jardín,donde tal vez apareciera el attor.

Cuando terminó el día anterior a la Noche delos Fuegos, Calanmai, la había llamado Tamlin, yono lo había visto a él ni a Lucien en ningúnmomento. A medida que la tarde fue

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convirtiéndose en crepúsculo, me descubrí otravez en el lugar donde se cruzaban todos lospasillos de la casa. No vi a ninguno de lossirvientes con máscaras de pájaro. La cocinaestaba vacía, no había ni personal ni nada de lacomida que habían preparado antes.

Se oían tambores a lo lejos..., más allá deljardín, más allá del parque, en los bosques que seabrían después de todo eso. Era un ritmo profundo,un ritmo que llegaba a gran distancia. Un sologolpe al que respondían dos, como un eco.Llamadas.

Me quedé de pie junto a las puertas deljardín, mirando las tierras mientras el cielo seteñía de tonos naranja y rojo. A la distancia, sobrelas colinas que descendían hacia los bosques,resplandecían unos pocos fuegos, y las columnasde humo negro manchaban el cielo de color rubí.Eran las hogueras que había visto preparar hacíados días. «No estoy invitada», me recordé. No me

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invitaban a la fiesta que hacía que todos losinmortales de la cocina rieran y parlotearan unoscon otros.

Los tambores sonaron con más rapidez, conmás fuerza. Aunque me había acostumbrado ya alolor de la magia, me escoció la nariz con superfume metálico, que llegaba con mayor fuerzaque nunca. Di un paso adelante y me detuve en elumbral. Era mejor entrar de nuevo. Detrás de mí,la puesta de sol manchaba las baldosas blancas ynegras del suelo del vestíbulo con un tonomandarina brillante, y mi sombra alargada parecíalatir al ritmo de los tambores.

Hasta el jardín, que generalmente zumbabacon la orquesta de sus habitantes, se había calladopara escuchar los tambores. Sentí una cuerda...,una cuerda atada a mis entrañas que me arrastrabahacia esas colinas, que me ordenaba acercarme,que me pedía que escuchara los tambores de losinmortales...

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Tal vez lo habría hecho si en ese momento nohubiera aparecido Tamlin por el pasillo.

No llevaba camisa, tan solo la banda decuero cruzada sobre el pecho musculoso. Laempuñadura de la espada brillaba dorada bajo elsol que moría, y las colas de pluma de las flechasestaban manchadas de rojo sobre su poderosohombro. Lo miré de arriba abajo y él me devolvióla mirada. La encarnación del guerrero.

—¿Adónde vais? —me las arreglé para decir.—Es Calanmai —dijo él sin mostrar mucho

entusiasmo—. Tengo que ir. —Señaló los fuegos ylos tambores con el mentón.

—¿A...? —iba a preguntar mirando el arcoque llevaba en la mano. Mi corazón semejaba eleco de los tambores que sonaban fuera, y el latidoera cada vez más salvaje.

Sus ojos verdes parecían sombríos detrás dela máscara de bronce.

—Como alto lord, tengo que ser parte delGran Rito.

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—¿Qué es el Gran...?—Vete a tu habitación —ladró él, y miró

hacia los fuegos—. Cierra las puertas con llave,pon una trampa, esas cosas que siempre estáshaciendo.

—¿Por qué? —exigí saber. La voz del attorse abrió paso como una serpiente en mi recuerdo.Tamlin había dicho algo sobre un ritual muy deinmortales... ¿Qué mierda significaba eso? Ajuzgar por las armas, con toda probabilidad erabrutal y violento, especialmente si la forma debestia de Tamlin no era arma suficiente.

—Haz lo que te digo. —Los colmillosempezaron a alargársele en la boca. Mi corazón selanzó a un galope enloquecido—. Y no salgashasta la mañana.

Los tambores sonaban cada vez con másfuerza; los músculos temblaron en el cuello deTamlin, como si quedarse de pie en ese lugar fueramuy doloroso para él.

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—¿Vais a una batalla? —susurré, y él soltóuna risa y un jadeo. Levantó la mano como si fueraa tocarme el brazo. Pero lo dejó caer antes de quelos dedos rozaran la tela de mi túnica.

—Quédate en tu habitación, Feyre.—Pero yo...—Por favor.Y antes de que pudiera pedirle que pensara

una vez más si no podía llevarme con él, semarchó. Se le tensaron los músculos de la espaldacuando bajó la corta escalera, y salió corriendo alllegar al jardín, tan rápido, tan fuerte como unciervo. En segundos ya no estaba.

Hice lo que él me había ordenado, aunque medi cuenta muy pronto de que me había encerrado enla habitación sin haber cenado antes. Y con lostambores repiqueteando sin cesar y las docenas dehogueras que despertaban en las colinas lejanas,

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no conseguí dejar de caminar de un lado a otro dela habitación, mirando hacia los fuegos que ardíanen la distancia.

«Quédate en tu habitación.»Claro, pero había una voz salvaje, horrenda,

que me susurraba algo completamente distintoentretejido con los golpes de tambor. «Ve —decíala voz, y me arrastraba—. Ve a ver.»

A las diez ya no pude aguantar más. Me fui enpos de los tambores. Los establos estaban vacíos,pero en las últimas semanas Tamlin me habíaenseñado a cabalgar sin silla, y pronto encontré ami yegua blanca. No me hizo falta guiarla, ellatambién seguía la llamada de los tambores. Asísubimos a la primera colina.

En el aire colgaban, espesos, el humo y elolor de la magia. Escondida dentro de mi capa concapucha vi cientos de altos fae, pero no discernílos rasgos de ninguno detrás de las máscaras queusaban. ¿De dónde habían salido...? ¿Dónde vivíansi pertenecían a la Corte Primavera y no estaban

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en la mansión? Cuando trataba de fijar la vista enun rasgo específico, la cara se convertía en unamancha de color. Eran mucho más sólidos cuandolos miraba con el rabillo del ojo, pero si me dabala vuelta para observarlos de frente, soloencontraba sombras y remolinos de color.

Era magia..., algún tipo de hipnosis sobre mí,una hipnosis pensada para impedirme verlos conclaridad, tal como habían hipnotizado a mi familia.Estaba furiosa, pensaba en volver a la mansión,pero los tambores repetían su eco dentro de mishuesos y la voz salvaje seguía llamándome.

Desmonté de la yegua, pero me mantuve cercade ella mientras me abría paso en medio de lamultitud, mis rasgos claramente humanosescondidos en las sombras de la capucha. Recépara que el humo y los olores incontables de losaltos fae y los inmortales fueran suficientes paratapar mi olor a humana, al tiempo que constatabaque mis dos cuchillos seguían conmigo mientrasme movía hacia el centro de la celebración.

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Al ritmo de un grupo de tamborileros quetocaban junto al fuego, los inmortales caminabanhacia un valle estrecho entre dos colinas cercanas.Dejé la yegua atada a un sicomoro solitario en lacima de un monte bajo y los seguí, saboreando ellatido de los tambores que resonaba a través de latierra y me subía por los pies. Nadie me habíamirado con extrañeza.

Cuando entré en el valle, estuve a punto deresbalar en la ladera empinada. En un extremo, enel flanco de una colina, se abría la boca de unacueva. El exterior estaba adornado con flores,ramas y hojas, y distinguí el comienzo de un suelocubierto de pieles en el interior. Lo que habíadentro permanecía fuera de la vista, pero la luz delfuego danzaba en las paredes de la cueva.

Lo que ocurría dentro de la cueva o lo queiba a ocurrir, fuera lo que fuese, era el foco de laatención de todos los inmortales que se alineabanen las sombras a los lados del largo sendero quellevaba hasta ahí. Este zigzagueaba entre las

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hondonadas que separaban las colinas, y los altosfae se movían constantemente en el lugar en que seencontraban, siguiendo el ritmo de los tamborescuyos golpes me retumbaban en el vientre.

Los miré balancearse a un lado y a otro,después cambié el peso del cuerpo de uno al otropie.

¿Eso era lo que me habían prohibidocontemplar? Miré el área iluminada por el fuego,tratando de distinguir algo a través del velo de lanoche y el humo. No descubrí nada interesante yninguno de los inmortales enmascarados me prestóatención. Se quedaron en el lugar donde estaban, alo largo del sendero, y a medida que pasaban losminutos, había más y más de ellos. Fuera lo quefuese el Gran Rito, algo tenía que pasar; de eso nohabía duda alguna.

Me abrí paso hacia atrás, hacia la loma de lacolina, y me quedé al borde de una hoguera, cercade los árboles, mirando a los inmortales. A puntoestuve de preguntarle a un inmortal menor que

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pasó en ese momento —un sirviente con máscarade pájaro, como Alis— qué tipo de ritual era elque iba a empezar, cuando alguien me tomó delbrazo e hizo que me diera la vuelta.

Parpadeé frente a los tres desconocidos,paralizada delante de esas caras agudas, sinmáscara. Parecían altos fae, pero había algo unpoco diferente en ellos, más altos y más delgadosque Lucien y Tamlin, algo más cruel en esos ojossin profundidad, esos ojos absolutamente negros.Inmortales, sin duda.

El que me había tomado del brazo me sonriódesde arriba y vi los dientes puntiagudos.

—Mujer humana —murmuró, recorriéndomecon los ojos de arriba abajo—. Hacía mucho queno veía a uno de vosotros.

Traté de liberar mi brazo, pero él me sujetabael codo con firmeza.

—¿Qué queréis? —dije con la voz firme yfría.

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Los otros dos inmortales me sonrieron, y unome cogió del otro brazo justo cuando estaba apunto de sacar el cuchillo.

—Algo de diversión para la Noche de losFuegos —dijo uno de ellos, y sacó una manopálida, extremadamente larga, para deslizarmehacia atrás un mechón de cabello. Yo retorcí lacabeza para apartarme de esos dedos, pero él semantuvo firme. No hubo reacción de ninguno delos inmortales que estaban cerca de la hoguera;nadie prestaba atención.

Si pedía auxilio, ¿acudiría alguien aayudarme? ¿Tamlin? No volvería a tener tantasuerte; imaginaba que había gastado ya mi cuota deeso en el episodio con los naga.

Sacudí los brazos. La fuerza de los dosinmortales fue en aumento y me resultó imposiblesacar los cuchillos. Los tres se me acercaron más yme separaron de los demás. Miré a mi alrededor,buscando un aliado. En ese momento vi solamenteinmortales sin máscaras. Los tres que me retenían

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soltaron una risita, un siseo que me recorrió todoel cuerpo. No me había dado cuenta de lo lejosque estaba de los demás, de lo mucho que mehabía acercado al borde del bosque.

—Dejadme —dije, con más determinación yfuria de la que había esperado, dado el temblorque me atenazaba las rodillas.

—Esas sí que son palabras valientes de unahumana en Calanmai —afirmó el que me sujetabael brazo izquierdo. Los fuegos no se reflejaban ensus ojos. Era como si esa mirada se tragara toda laluz. Pensé en los naga, cuyo aspecto horrible secorrespondía con el corazón putrefacto que teníanen el interior. De alguna forma, estos inmortaleshermosos, etéreos, eran todavía peores—. Cuandohaya terminado el rito vamos a pasarlo bien, ¿eh?Una delicia..., qué delicia encontrar una mujerhumana por aquí.

Les mostré los dientes.—¡Soltadme! —grité, en un tono de voz lo

suficientemente alto para que lo oyeran todos.

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Uno de los tres me pasó la mano por elcostado, los dedos huesudos me acariciaron lascostillas, las caderas. Me sacudí y retrocedí,llevándome por delante al tercero, que deslizabasus largos dedos por mi pelo y se me acercabacada vez más. Nadie miraba; nadie se daba cuenta.

—Basta —dije en medio de un jadeo, porqueme estaban arrastrando hacia la primera línea deárboles, hacia la oscuridad. Los empujé y peleé;ellos se limitaron a sisear. Uno me dio un empujóny me tambaleé y pude soltarme. Iba a caerme ybusqué los cuchillos, pero unas manos duras metomaron por los hombros antes de que pudierasacarlos, antes de que llegara al suelo.

Eran manos fuertes, tibias y anchas. No eranparecidas a los dedos huesudos que me habíanexplorado antes; los tres inmortales se habíanquedado profundamente quietos y callados frenteal que me había levantado y me ayudaba aponerme de pie con amabilidad.

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—Ahí estás. Te he estado buscando —dijouna voz masculina, profunda, sensual, que no habíaoído nunca antes. Pero yo tenía los ojos fijos enlos tres inmortales y me preparaba para salircorriendo cuando quienquiera que fuera que teníadetrás, el que acababa de salvarme, se adelantó unpoco y me pasó un brazo relajado sobre loshombros.

Los tres inmortales menores palidecieron,tenían los ojos negros muy abiertos.

—Gracias por encontrarla —dijo mi salvadorcon suavidad, educado—. Disfrutad del rito. —Las últimas palabras tenían la aspereza suficientepara poner muy tensos a los otros tres. Sin máscomentarios, se alejaron de nuevo hacia lashogueras.

Di un paso para liberarme de los brazos demi salvador y me di la vuelta para agradecérselo.

De pie frente a mí estaba el hombre máshermoso que había visto en mi vida.

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CAPÍTULO

21

En el desconocido todo irradiaba gracia,sensualidad y fluidez. Alto fae, sin duda. El pelonegro, corto, brillaba como las plumas de uncuervo, y destacaba su piel pálida y los ojos tan

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azules que parecían de color violeta, incluso bajola luz del fuego. En ese momento brillabandivertidos, mirándome.

Durante un momento no dijimos nada.«Gracias» no parecía ser suficiente para lo que élhabía hecho por mí, pero algo en la forma en quepermanecía ahí, de pie, perfectamente quieto, en laforma en que la noche parecía apretarse a sualrededor, me hizo dudar... y desear salircorriendo.

Él tampoco tenía máscara. De otra corte,entonces. Una media sonrisa le jugaba en loslabios.

—¿Qué está haciendo una mujer mortal en laNoche de los Fuegos? —La voz era el ronroneo deun amante y me hizo temblar, porque me acariciótodos los músculos, los huesos y los nervios.

Di un paso atrás.—Me han traído mis amigos.

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Los tambores estaban acelerando el tempo yllegando a un clímax que yo no comprendía. Hacíatanto que no veía una cara descubierta quepareciera vagamente humana... Su vestimenta —totalmente negra, refinada— le quedaba bienajustada al cuerpo y no ocultaba en absoluto superfección. Como si la noche misma lo hubiesemoldeado.

—¿Y quiénes son tus amigos? —Me seguíasonriendo... Un predador que contempla su presa.

—Dos damas —mentí de nuevo.—¿Nombres? —Se me acercó un poco

mientras metía las manos en los bolsillos.Retrocedí un paso y mantuve la boca cerrada.¿Acababa de cambiar a tres monstruos por algopeor?

Cuando se hizo evidente que no iba acontestarle, soltó una risita.

—De nada —dijo él—. Por salvarte.

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Sentí su arrogancia y retrocedí otro paso. Yaestaba más cerca de la hoguera, del valle bajo enel que se reunían los inmortales, tanto que tal vezpodría llegar hasta allí si corría. Y tal vezentonces alguien me ayudaría..., tal vez Lucien oAlis estaban por allí.

—Es raro que una mortal sea amiga de dosinmortales —musitó él, y empezó a dar vueltas ami alrededor. Habría jurado que detrás de él seveía una estela de dedos de noche besada porestrellas—. ¿No sentían terror los humanos cuandonos veían? Y en realidad, ¿no se supone quevosotros deberíais quedaros al otro lado delmuro?

Su presencia me hacía sentir terror, claro,pero no pensaba decírselo.

—Las conozco de toda la vida. Nunca tuvenada que temer de ellas.

Él dejó de caminar. Y se quedó justo entre lahoguera y yo... y mi ruta de escape.

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—Y sin embargo te han traído al Gran Rito yte han abandonado aquí.

—Se han ido a buscar algo para comer —dije, y su sonrisa se ensanchó. Mi respuestaacababa de dejarme al descubierto, aunque nosabía por qué. Había visto a los sirvientesllevando comida, pero tal vez..., tal vez la comidano estaba en los alrededores.

Él sonrió un segundo más. Nunca había vistoa alguien tan hermoso... y nunca había sentidotantas señales de advertencia en mi cabeza por esarazón.

—Lamento decirte que la comida está muymuy lejos —dijo él acercándose más—. Tal veztarden mucho en volver. ¿Puedo escoltarte a algunaparte mientras tanto? —Sacó una mano del bolsilloy me ofreció el brazo.

Había hecho huir a los otros inmortales sinlevantar un dedo.

—No —respondí con la lengua pesada,pastosa.

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Él movió la mano hacia los tambores.—Disfruta del rito, entonces. Y trata de no

meterte en problemas. —Los ojos le brillaron deuna forma que sugería que no meterse enproblemas significaba quedarse lejos, bien lejosde él.

Aunque tal vez era el mayor de los riesgosque hubiera asumido alguna vez, no pudemantenerme callada:

—Así que no sois de la Corte Primavera,¿verdad?

Él se volvió hacia mí, cada uno de susmovimientos era exquisito y parecía lleno depoder letal. No retrocedí mientras me mostraba susonrisa perezosa.

—¿Parezco alguien de la Corte Primavera?—Sus palabras estaban teñidas de una arroganciasolo posible en un inmortal. Él se rio entre dientes—. No, no soy parte de la noble Corte Primavera.

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Y me alegro mucho de eso. —Se señaló la caracon un dedo, como haciéndome ver que no llevabamáscara.

Debería haberme alejado, debería habercerrado la boca.

—Entonces, ¿por qué estáis aquí?Los ojos notables del inmortal parecieron

llenarse de brillo..., suficiente filo letal para queyo retrocediera un paso.

—Porque todos los monstruos están fuera desus jaulas esta noche, no importa a qué cortepertenezcan. Por lo que tengo permiso para vagarpor donde quiera hasta que salga el sol.

Más enigmas, más preguntas que necesitabanrespuesta. Pero ya había tenido suficiente,especialmente ahora que su sonrisa se volvió fría ycruel.

—Disfrutad del rito —repetí con el tono másdesenfadado que conseguí. Y me fui, lo más rápidoque pude, hacia la hondonada, consciente delhecho de que le estaba dando la espalda. Qué

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alivio poder perderme en la multitud que se reuníaen el sendero que iba hacia la cueva esperando verlos preparativos.

Cuando dejé de temblar, miré las carasreunidas a mi alrededor. La mayoría llevabamáscara, pero había algunos, como esedesconocido letal y los tres horribles inmortales,que no tenían nada sobre el rostro: eran inmortalessin ningún lugar de origen o pertenecían a otrascortes. No sabía diferenciar esos dos grupos.Mientras miraba la multitud, puse los ojos en losde un inmortal enmascarado al otro lado delsendero. Un ojo era púrpura y brillaba con tantaintensidad como su pelo rojo. El otro era de... sí,de metal. Parpadeé en el mismo momento que él yentonces sus ojos se ensancharon. Desapareció enla nada y un segundo después alguien me tomó delhombro y me arrancó de la multitud.

—¡¿Has perdido la cabeza?! —me gritóLucien por encima del estruendo de los tambores.Tenía la cara pálida como la de un fantasma—.

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¿Qué estás haciendo aquí?Ninguno de los inmortales se fijaba en

nosotros..., todos miraban con concentración haciael sendero, lejos de la cueva.

—Quería... —empecé a decir, pero Luciensoltó una violenta maldición.

—¡Estúpida! —aulló. Después echó unamirada tras él, hacia el lugar al que miraban losotros inmortales—. Humana estúpida. Inútil. —Ysin decir nada más me colocó sobre su hombrocomo si fuera un saco de patatas.

A pesar de que me retorcía encima de él, apesar de mis gritos de protesta, a pesar de que leexigí que me llevara hasta el caballo, él semantuvo firme, y cuando levanté la vista me dicuenta de que Lucien corría..., corría a todavelocidad. A mayor velocidad que cualquier cosaque hubiera visto moverse. Me hizo sentir tantasnáuseas que cerré los ojos. Él no se detuvo hastaque el aire fue más fresco y apacible y el ruido delos tambores quedó muy lejos.

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Me dejó caer en el suelo del vestíbulo de lamansión, y cuando me levanté y dejé detambalearme descubrí que él tenía la cara tanpálida como antes.

—¡Estúpida mortal! —ladró—. ¿No te hadicho Tamlin que te quedases en tu habitación? —Lucien miró por encima de su hombro, hacia lascolinas, donde los tambores sonaban con tantarapidez y tanta fuerza que parecía una tormenta deverano.

—Eso no ha sido algo...—¡Ni siquiera era la ceremonia! —Y

solamente entonces vi el sudor en su cara y elbrillo de pánico en los ojos—. Por el Caldero, siTam te llega a encontrar allí...

—¡¿Qué?! —dije, gritando también. Odiabasentirme como una niña desobediente.

—Es el Gran Rito, ¡que me lleve el Caldero!¿Nadie te ha contado lo que es? —Mi silencio fuerespuesta suficiente. Casi podía ver los tamboresque le latían en la piel, llamándolo a reunirse con

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la multitud—. La Noche de los Fuegos señala elcomienzo oficial de la primavera... en Prythian yentre los mortales —dijo Lucien. Aunque suspalabras parecían calmadas, mostraban un levetemblor. Me recosté contra la pared del pasillo,obligándome a parecer tranquila, aunque no mesentía así—. Aquí, nuestras cosechas dependen dela magia que regeneramos en el Calanmai..., estanoche.

Me metí las manos en los bolsillos de lospantalones. Tamlin había dicho algo parecidohacía dos días. Lucien tembló como si se quitarade encima algo invisible.

—Lo hacemos mediante el Gran Rito. Cadauno de los altos lores de Prythian lo hace todos losaños porque su magia proviene de la tierra yvuelve a ella al final.... Es un intercambio.

—Pero ¿qué es lo que hacen? —pregunté, y élchasqueó la lengua.

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—Esta noche, Tamlin va a permitir que unamagia grande y terrible le entre en el cuerpo —respondió Lucien, mirando los fuegos distantes—.La magia va a dominarlo completamente, encuerpo y alma, y lo va a convertir en el Cazador.Lo va a llenar con un único propósito: encontrar ala Doncella. De esa unión va a salir la magia y vaa pasar a la tierra, a regenerar la vida durante elaño que empieza.

Una oleada de calor me subió a la cara yluché contra un impulso terrible que me exigía queme retorciera las manos.

—Esta noche, Tamlin no va a ser el inmortalque tú conoces —dijo Lucien—. Esta noche no vaa recordar ni su propio nombre. La magia se va atragar todo lo que hay en él excepto esa únicaorden..., esa necesidad.

—¿Quién... quién es la Doncella? —conseguídecir.

Lucien resopló.

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—Nadie lo sabe hasta que llega el momento.Después de que Tam cace al ciervo blanco y lomate en sacrificio, va a acudir a esa cuevasagrada, donde encontrará un sendero bordeado dehembras inmortales que esperan que él las elijacomo pareja esta noche.

—¿Qué? —Lucien se rio.—Sí..., todas las inmortales femeninas que

has visto eran hembras para que Tamlin eligiera.Es un honor, y los que eligen son sus instintos.

—Pero vos estabais ahí..., y también otrosinmortales masculinos. —Tanto me ardía la caraque empecé a sudar. Esa era la razón por la queesos tres inmortales horribles estaban ahí..., comosi pensaran que, a juzgar por mi presencia en ellugar, yo sería feliz si formaba parte de sus planesde diversión.

—Ah. —Lucien volvió a reírse—. Bueno,Tam no es el único que va a realizar el rito estanoche. Una vez que él elija, podemos unirnosnosotros también. Aunque no es el Gran Rito,

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nuestros juegos también van a ayudar a estastierras. —Se volvió a sacar de encima esa manoinvisible por segunda vez y sus ojos cayeron sobrelas colinas lejanas—. Tienes suerte de que te hayaencontrado yo —dijo—. Porque él te habría olidoy te habría reclamado, pero no habría sido Tamlinel que te llevara a esa cueva. —Sus ojos seencontraron con los míos y sentí un escalofrío—.Y no pienses que te hubiera gustado. Esta noche noes para hacer el amor.

Yo me tragué las náuseas.—Tengo que irme —dijo Lucien mirando a

las colinas—. Necesito volver antes de que élllegue a la cueva, para tratar de controlarlo cuandote huela y no te encuentre entre la multitud.

Se me revolvió el estómago... La idea deTamlin como mi violador, esa magia capaz dearrancar de uno todo sentido del yo, de ladiferencia entre lo correcto y lo incorrecto. Perooír eso..., saber que una parte salvaje de él medeseaba a mí... Me costaba respirar.

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—Quédate en tu habitación, Feyre —dijoLucien mientras se dirigía hacia las puertas deljardín—. No importa quién llame a la puerta.Mantenla cerrada. No salgas hasta que llegue lamañana.

En algún momento llegué a dormitar sentada frentea mi cómoda. Me desperté tan pronto comodejaron de sonar los tambores. Un silencioescalofriante llenó la casa y se me erizó el vellode los brazos cuando la magia pasó en oleadasjunto a mí.

Aunque traté de no hacerlo, pensé en la fuenteprobable de esa magia y me sonrojé mientras seme encogía el pecho. Miré la hora. Eran más delas dos de la madrugada.

Bueno, él se había tomado su tiempo para elritual, sin duda, lo cual significaba que la chicaseguramente era hermosa y encantadora y habíallamado a sus instintos.

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Me pregunté si ella se habría alegrado de serla elegida. Suponía que sí. Sin duda había ido a lacolina por voluntad propia. Y después de todo,Tamlin era un alto fae y era un gran honor ser supareja. Y Tamlin era muy atractivo, eso pensabayo. Terriblemente atractivo. Aunque no podía verlela parte superior de la cara, sí veía sus ojoshermosos y su boca llena. Y el cuerpo, el cuerpoera... era... Hice un ruido con los labios y me pusede pie.

Miré la puerta y la trampa que había plantadofrente a ella. Qué absurdo, qué absurdo..., como siesos pedazos de cuerda y madera pudieranprotegerme de los demonios de la tierra de Tamlin.

Necesitaba hacer algo con las manos, y poreso desmonté el lazo. Después destrabé la puerta ysalí al pasillo. Qué fiesta tan ridícula. Absurda.Era bueno que los humanos hubieran dejado delado esos festejos.

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Fui hasta la cocina vacía, me tragué mediahogaza de pan, una manzana, una porción de tartade limón. Mordisqueaba una galleta de chocolatemientras caminaba hacia mi pequeño estudio depintura. Necesitaba sacarme de la mente algunasde las imágenes furiosas que la poblaban, aunquetuviera que pintar a la luz de las velas.

Iba a girar por el pasillo cuando apareciófrente a mí una figura masculina muy alta. La luz dela luna que entraba por la ventana abierta daba unresplandor argénteo a la máscara y brillaba confuerza sobre el pelo rubio, suelto y coronado dehojas de laurel.

—¿Vas a alguna parte? —preguntó Tamlin. Lavoz no parecía del todo de este mundo.

Contuve un escalofrío.—Tenía un poco de hambre —dije, y de

pronto, mientras me acercaba a él, me sentíextremadamente consciente de todos mismovimientos, de mi respiración.

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El pecho desnudo de Tamlin mostraba unosremolinos de pintura azul oscura que delataban loslugares donde lo habían tocado. Traté de obviarque los manoseos bajaban más allá de su abdomenmusculoso.

Estaba a punto de pasar a su lado cuando élme atrapó, con tanta rapidez que no vi nada hastaque me retuvo contra una pared. Se me cayó lagalleta en el momento en que me cogió de lasmuñecas.

—Te he olido —jadeó. El pecho pintadosubía y bajaba muy cerca del mío—. Te hebuscado y no estabas ahí.

Olía a magia. Cuando miré dentro de sus ojosvi restos de poder en ellos. Ninguna amabilidad,nada del humor ácido y las conversacionesamistosas. El Tamlin que yo conocía ya no estabaallí.

—Suéltame —dije tutéandolo, con la voz másfirme que conseguí poner, pero las garras mesostenían con firmeza y se hundían en la madera

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detrás de mis manos. Todavía inundado de magia,parecía medio salvaje en ese momento.

—Me vuelves loco —gruñó, y el sonido megolpeó en el cuello y sobre los pechos hasta queme dolieron—. Te he buscado y no estabas ahí.Cuando no te he encontrado —dijo, acercando lacara a la mía hasta que compartimos el mismo aire—, la magia me ha hecho elegir a otra.

Yo no podía escapar. Y no estaba totalmentesegura de querer hacerlo.

—Me ha pedido que no fuera amable con ella—se burló, los dientes brillantes bajo la luz de laluna. Acercó los labios a mi oído—. Contigo lohabría sido. —Temblé mientras cerraba los ojos.Se me tensó todo el cuerpo cuando esas palabraslo atravesaron como un eco—. Habría hecho quegimieras mi nombre todo el tiempo. Y me habríatomado mucho mucho tiempo para hacerlo, Feyre.—Dijo mi nombre como una caricia, y su alientocaliente me hizo cosquillas en la oreja. Se mearqueó la espalda.

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Me soltó las muñecas y se me aflojaron lasrodillas. Me aferré a la pared para no caer alsuelo, para no tener que aferrarme a él..., para nogolpearlo o acariciarlo, no estaba segura de cuálde las dos cosas. Abrí los ojos. Él seguíasonriendo, sonriendo como un animal.

—¿Por qué voy a querer lo que ya es de otra?—dije, y empecé a empujarlo. Él me tomó la manode nuevo y me mordió el cuello.

Grité cuando sus dientes se me hundieron enel lugar donde el cuello se encuentra con elhombro. No conseguía moverme, no conseguíapensar, y mi mundo se redujo a la sensación deesos labios y esos dientes contra la piel. No medesgarró, más bien mordía para mantenerme en milugar. La fuerza de su cuerpo contra el mío, lo duroy lo blando, me hacían verlo todo de color rojo,me hacían ver relámpagos, me hacían frotar lascaderas contra las suyas. Hubiera debido odiarlo,odiarlo por ese ritual estúpido, por la hembra conla que había estado esa noche... El mordisco se

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hizo más suave y con la lengua acarició las marcasque habían dejado los dientes. Tamlin no se movió,se quedó exactamente en el mismo lugar,besándome el cuello. Un beso intenso, terrible,territorial. El calor me latía entre las piernas, y encuanto él apretó el cuerpo contra mí, contra todoslos puntos que me dolían, se me escapó un gemido.

Se apartó de mí con violencia. El aire erafrío, afilado contra la piel al descubierto, y jadeécuando me clavó la mirada.

—Nunca vuelvas a desobedecerme —dijo.Su voz era un ronroneo profundo que rebotó dentrode mí, despertándolo todo y acunándolo,haciéndolo cómplice.

Después volví a pensar en las palabras queme había dicho y me enderecé. Me sonrió de esaforma salvaje y entonces lo abofeteé.

—No me digas qué puedo o no hacer —repliqué jadeando; la palma de la mano me dolía—. Y no me muerdas como una bestia rabiosa.

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Soltó una risita amarga. La luz de la lunaconvirtió sus ojos en el color de las hojas de losárboles a la sombra. Pero... yo deseaba la durezade ese cuerpo apretada contra mí; deseaba esaboca y esos dientes y esa lengua sobre mi pieldesnuda, sobre mis pechos, entre mis piernas. Entodas partes..., lo deseaba en todas partes. Meestaba ahogando en esa necesidad.

Su nariz se movió en el aire cuando me olió,y olió cada pensamiento ardiente, rabioso, que melatía en el cuerpo, en los sentidos. El aliento salióde su cuerpo en un suspiro enorme.

Gruñó una vez, un sonido bajo y frustrado,horrible, antes de alejarse dando grandes pasoshacia la oscuridad.

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CAPÍTULO

22

Me desperté cuando el sol estaba muy alto en elcielo, después de retorcerme y dar vueltas toda lanoche, llena de dolor.

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Los sirvientes dormían tras la noche decelebración, así que tomé un baño largo, tranquilo.Traté de olvidar la sensación de los labios deTamlin en el cuello. Tenía un moretón enormedonde él me había mordido. Después de bañarme,me vestí y me senté frente al espejo para hacermeunas trenzas.

Abrí los cajones de la cómoda buscando unachalina o algo para cubrir la piel amoratada queasomaba por encima de la túnica azul, perodespués me detuve bruscamente y me miré alespejo. Él había actuado como un bruto y unsalvaje, y si esa mañana había vuelto a dejarsellevar por su sentido común, ver lo que habíahecho sería un pequeño castigo.

Suspiré, desabotoné el cuello de la túnica yme acomodé algunos mechones de mi pelo rubiocastaño detrás de las orejas para que no ocultaranel moretón. Había cruzado un límite, estaba másallá de cualquier deseo de esconderme.

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Canturreando para mí misma y balanceandolos brazos, bajé por la escalera y seguí los oloreshasta el comedor, donde sabía que se servía elalmuerzo para Tamlin y Lucien. Cuando abrí laspuertas con un gesto brusco, los descubrídespatarrados sobre la silla. Podría haber juradoque Lucien se había dormido con el tenedor en lamano.

—Buenas tardes —saludé con alegría,dedicando una sonrisa artificial al alto lord.

Él parpadeó, mirándome, y los dos inmortalesmurmuraron unos saludos mientras me sentabafrente a Lucien y no frente a Tamlin, como hacíasiempre.

Bebí un largo trago de mi copa de agua ydespués me serví comida en el plato. Saboreé eltenso silencio cuando terminaba de comer lo quetenía frente a mí.

—Pareces... recuperada —dijo Lucienechando una mirada a Tamlin. Yo me encogí dehombros—. ¿Has dormido bien?

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—Como un bebé. —Le sonreí y tomé otrobocado, y sentí que los ojos de Lucien viajaban deforma inexorable hacia mi cuello.

—¿Qué es ese golpe? —quiso saber. Yoseñalé a Tamlin con el tenedor.

—Preguntádselo a él. Él me lo hizo.La mirada de Lucien pasó de Tamlin a mí y

después volvió a hacerlo en sentido inverso.—¿Por qué le hiciste un moretón en el cuello

a Feyre? —preguntó con un tono verdaderamentedivertido.

—La mordí —dijo Tamlin sin dejar de cortarla carne—. Nos encontramos en el pasillo despuésdel rito.

Me enderecé en la silla.—Diría que esta humana tiene el deseo de

morir —dijo él mientras seguía cortando. Lasgarras estaban escondidas, pero le tensaban la pielsobre los nudillos. Se me cerró la garganta. Ah,qué furioso estaba..., furioso por mi estupidez,porque yo había abandonado mi habitación, y sin

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embargo se las arreglaba para mantener la rabiacontenida, bien contenida—. Si Feyre no consigueobedecer las órdenes que le doy, no soyresponsable de las consecuencias.

—¿Responsable? —estallé yo, poniendo lasmanos sobre la mesa—. ¡Me acorralaste en elpasillo como haría un lobo con un conejo!

Lucien puso un codo sobre la mesa y secubrió la boca con la mano; tenía el ojo púrpuramuy brillante.

—Aunque tal vez no haya sido yo. Lucien yyo, los dos, te dijimos que te quedaras en tuhabitación —dijo Tamlin con tanta calma que tuveganas de tirarme del pelo.

No pude evitarlo. Ni siquiera traté de lucharcontra la furia roja que me dominaba los sentidos.

—¡Eres un cerdo, inmortal! —grité, y Lucienaulló y casi se cayó de la silla. Cuando vi lasonrisa y oí el gruñido de Tamlin, me fui de lahabitación.

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Me llevó un par de horas pintar retratitos deTamlin y Lucien con rasgos de cerdo. Pero cuandoterminé el último —«Dos cerdos inmortales que serevuelcan en su propia mierda», iba a ser el título—, sonreí en la luz clara, brillante, de mi estudioprivado. El Tamlin que yo conocía estaba devuelta.

Y eso me hacía... feliz.

Nos pedimos disculpas a la hora de la cena.Él me trajo un ramo de rosas blancas de la

rosaleda de sus padres, y aunque yo traté demostrar cierta indiferencia, cuando volví a lahabitación me aseguré de que Alis las cuidarabien. Ella se limitó a asentir, tensa, con la cabezaladeada, antes de prometerme que las pondría enel estudio. Y me dormí con una sonrisa en loslabios.

Por primera vez en mucho mucho tiempo,dormí en paz.

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—No sé si alegrarme o preocuparme —dijo Alis ala noche siguiente mientras me deslizaba sobre losbrazos la enagua dorada que iba debajo de latúnica.

Sonreí un poquito, maravillándome por lasintrincadas puntillas metálicas que me colgaban delos brazos y el torso como una segunda piel, antesde caer, sueltas, hasta la alfombra.

—Es un vestido, nada más —dije, y levantélos brazos de nuevo mientras ella me traía latúnica turquesa que me pondría por encima. Eramuy fina, lo suficiente para que se viera el orobrillante por debajo. Era leve y airosa, llena demovimiento, como si flotara sobre una corrienteinvisible.

Alis soltó una risita como para sí misma y meguio hasta el espejo de la cómoda, donde se puso atrabajar un rato en el peinado. No tuve el valor demirarme mientras ella daba vueltas a mi alrededor.

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—¿Eso quiere decir que vais a usar vestidosde ahora en adelante? —preguntó ella mientrasseparaba mechones de mi pelo para las maravillasque le estaba haciendo, fueran las que fuesen.

—No —respondí con rapidez—. Quierodecir... de día me voy a poner lo de siempre, peropensé que estaría bien si... pruebo uno por lomenos esta noche.

—Ya veo. Suerte que no estáis perdiendo deltodo vuestro sentido común.

Torcí la boca hacia un costado.—¿Quién te enseñó a peinar así?—Mi hermana..., y mi madre, y su madre

antes que ella.—¿Siempre has vivido en la Corte

Primavera?—No —respondió, y me recogió el pelo con

sutileza—. No, éramos de la Corte Verano, enrealidad..., y ahí siguen viviendo los míos.

—¿Y cómo terminaste aquí?

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Alis me miró a los ojos en el espejo, con loslabios como una línea tensa.

—Decidí venir aquí..., y los míos creyeronque estaba loca. Pero habían matado a mi hermanay a su pareja, y en cuanto a los hijos... —Tosiócomo si se ahogara con las palabras—. Vine aquípara hacer lo que pudiera. —Me dio una palmadaen el hombro—. Mirad.

Y entonces me atreví a mirar mi reflejo en elespejo.

Salí de la habitación a toda velocidad para noperder el valor.

Cuando bajé al comedor, tuve que mantener lasmanos cerradas a los costados para no ensuciarcon el sudor de las palmas las faldas del vestido.Pensé de inmediato en volver arriba corriendo yponerme pantalones y una túnica. Pero sabía queya me habían oído, o tal vez olido o detectado mipresencia con esos sentidos tan sensibles que

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tenían, fueran los que fuesen; y como una huidasolo empeoraría las cosas, encontré la fuerzasuficiente para empujar la puerta doble.

La charla que estaban teniendo Tamlin yLucien, fuera la que fuese, se detuvo en seco, ytraté de no mirar los ojos abiertos como platos enlas caras de los dos mientras caminaba hasta milugar de siempre, en el extremo de la mesa.

—Bueno, debo irme ya o llegaré tarde paraalgo terriblemente importante —dijo Lucien, yantes de que yo pudiera llamarlo y decirle que esoera una mentira obvia o rogarle que se quedara, elinmortal con máscara de zorro desapareció en elpasillo.

Sentí todo el peso de la atención concentradaque Tamlin ponía en mí..., en cada inspiración, encada movimiento que yo hacía. Estudié loscandelabros sobre la repisa junto a la mesa. Notenía nada que decir que no fuera absurdo, y sinembargo, por alguna razón, mis labios decidieronmoverse.

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—Estás tan lejos. —Hice un gesto comoabarcando el largo de la mesa que nos separaba—.Es como si estuvieras en otra habitación.

Una gran parte de la mesa desapareció yTamlin quedó a menos de dos metros de mí,sentados a una mesa infinitamente más íntima.Jadeé y casi me caí de la silla. Él se rio cuando mequedé mirando aquel sorprendente cambio.

—¿Mejor así? —preguntó.Ignoré el olor metálico de la magia y dije:—¿Cómo... cómo se hace eso? ¿Adónde ha

ido a parar la mesa?Él inclinó la cabeza.—Está entre nosotros. Piénsalo, como un

armario para las escobas ubicado entre nuestrosmundos. —Flexionó las manos e hizo girar elcuello, como si intentara aliviar un dolor.

—¿Cansa? —El sudor parecía brotarle delcuello.

Dejó de flexionar las manos y apoyó laspalmas sobre la mesa.

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—En otro tiempo era tan fácil como respirar.Pero ahora..., ahora requiere concentración.

Por la plaga de Prythian; por todo lo quepesaba sobre él.

—Podrías haberte levantado y sentado máscerca, con eso bastaba —dije.

Tamlin me miró con una sonrisa perezosa.—¿Y perderme la oportunidad de alardear

frente a una mujer hermosa? Nunca. —Sonreímirando mi plato—. Es que estás realmentepreciosa —insistió él con calma—. Lo digo enserio —agregó cuando hice una mueca con la boca—. ¿Te has mirado en el espejo?

Aunque el moretón todavía me afeaba elcuello, era cierto que tenía buen aspecto.Femenino. No hubiera llegado al extremo dellamarme una belleza, pero... no me había parecidohorrible. Unos meses en ese lugar habían hechomaravillas: me habían cambiado los rasgosafilados, desagradables, de la cara. Me atrevería a

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decir que también me había subido cierto tipo deluz a los ojos..., mis ojos, no los de mamá, no losde Nesta. Los míos.

—Gracias —respondí, y me sentí agradecidapor no tener que decir ninguna otra cosa mientrasél me servía y después se servía a sí mismo.Cuando tuve el estómago lleno, me atreví a volvera mirarlo, a mirarlo pausadamente.

Tamlin se reclinó hacia atrás en la silla, perosus hombros estaban tensos, su boca era una líneaestrecha. Hacía días que no había tenido queacudir a la frontera; no había vuelto agotado ycubierto de sangre desde la Noche de los Fuegos.Y sin embargo... había llorado por el inmortal sinnombre de la Corte Verano, el de las alasarrancadas. ¿Qué dolor, qué peso soportaba porlos que había perdido en el conflicto, fueranquienes fuesen los que habían muerto en la plaga oen los ataques en las fronteras? Alto lord, un

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puesto que no había querido ni esperado... y que,sin embargo, se había visto obligado a acarrear elpeso que iba con él de la mejor manera posible.

—Ven —dije, y me levanté de la silla y lecogí la mano. Los callos de su palma rozaron losmíos, pero los dedos se le tensaron cuando levantóla vista y me miró—. Tengo algo para ti.

—Para mí —repitió él con cuidado mientrasse levantaba. Lo saqué del comedor. Cuando le ibaa soltar la mano, él no liberó la mía. Eso fuesuficiente para que yo caminara muy deprisa, comosi pudiera correr más que mi corazón desatado porla mera presencia de ese inmortal a mi lado. Lollevé pasillo tras pasillo hasta que llegamos a mipequeño estudio de pintura, y entonces, por último,me soltó la mano mientras yo buscaba la llave. Elaire frío me mordió la piel cuando ya no tuve elcalor de la suya envolviéndome.

—Sabía que le habías pedido una llave aAlis, pero no pensé que realmente cerraras lapuerta con ella —dijo a mi espalda.

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Lo miré con intensidad por encima delhombro mientras empujaba la puerta.

—Todo el mundo espía en esta casa. Yo noquería que tú o Lucien entraseis aquí hasta que yoestuviese lista.

Di un paso en la habitación oscura y meaclaré la garganta, una petición sin palabras paraque él encendiera las velas. Le llevó más tiempoque antes, y me pregunté si acortar la mesa lohabía agotado más de lo que demostraba. El surielhabía dicho que los altos lores eran el poder, asíque... algo tenía que estar verdadera yterriblemente mal si le costaba tanto recuperarse.La estancia se iluminó de forma gradual, aparté demi mente esa preocupación y seguí adelante por lahabitación. Respiré hondo e hice un gesto hacia elcaballete y la pintura que había colocado ahí.Esperaba que él no viera las que había apoyadocontra las paredes.

Giró sobre sus pies, mirando a su alrededor.

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—Sé que son raras —le advertí, con laspalmas de mis manos de nuevo sudorosas. Me laspuse detrás de la espalda—. Y sé que no seacercan siquiera..., que no son tan buenas como lasque tienes en la galería, pero... —Me acerqué a lapintura que estaba sobre el caballete. Era unaimpresión, no una copia de la realidad—. Queríaque vieras esta —dije, y señalé la mancha deverde, oro, plata y azul—. Es para ti. Un regalo.Por todo lo que hiciste.

El calor me subió a las mejillas, el cuello, lasorejas, mientras él se acercaba en silencio allienzo.

—Es el bosque..., con la laguna de luz de lasestrellas —expliqué con rapidez.

—Sé lo que es —murmuró él, estudiando lapintura. Retrocedí un paso, incapaz de tolerar latensión que significaba verlo mirándola, deseandono haberlo llevado, culpando al vino que habíatomado en la cena, al estúpido vestido. Él la

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examinó durante una eternidad, después puso losojos en la primera pintura que estaba contra lapared.

Se me encogió el estómago. Un paisajeperezoso de nieve y árboles como esqueletos ynada más. Para cualquiera que no fuera yo, era...era la nada, suponía. Abrí la boca paraexplicárselo, deseando haber dado la vuelta a loscuadros hacia la pared, pero él empezó a hablar.

—Ese era tu bosque. Donde cazabas. —Seacercó al lienzo mirando el frío deprimente, vacío,el blanco y el gris, el marrón y el negro.

»Esa era tu vida —afirmó él.Yo me sentía demasiado mortificada,

demasiado asombrada para contestar. Caminóhasta la pintura siguiente en la pared. Oscuridad ymarrón denso, pecas de rubí y naranja que seapretaban sobre él.

—Tu choza de noche.

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Traté de moverme, de decirle que dejara demirar esas y mirara las otras que había preparado,pero no pude..., no podía siquiera respirar confacilidad mientras él miraba y seguía mirando. Lasiguiente pintura: una mano masculina, ruda,tostada, convertida en puño sobre el heno, lasbriznas pálidas, entrelazadas con mechonesmarrones y dorados..., mi cabello. Se me revolvióel estómago.

—El hombre que veías... en la aldea. —Inclinó la cabeza de nuevo y estudió el cuadro ydejó escapar un gruñido bajo—. Mientras hacíaisel amor. —Dio un paso atrás y miró la hilera depinturas—. Esta es la única que tiene algo debrillo.

¿Eran... celos?—Era el único alivio que yo tenía. —La

verdad, no pensaba disculparme por Isaac. Nocuando Tamlin acababa de llevar a cabo el GranRito. No lo recriminaba por eso, pero si élpensaba sentir celos de Isaac...

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Seguramente Tamlin se dio cuenta, porquecontuvo la respiración una vez y después soltó unsuspiro largo, controlado, antes de moverse haciael cuadro siguiente. Altas sombras de hombres,gotas rojas que les caían de los puños, de losmazos de madera, hombres que se mostrabanamenazantes y llenaban los bordes de la pinturamientras se inclinaban sobre la figura encogida enel suelo, la figura cubierta de sangre, la piernadoblada en un ángulo imposible.

Tamlin soltó una maldición.—Estabas ahí cuando le destrozaron la pierna

a tu padre.—Alguien tenía que pedirles piedad.Tamlin dirigió la mirada en mi dirección, la

mirada de alguien que entiende, y se volvió paramirar el resto de las pinturas. Ahí estaban todaslas heridas que había estado lamiéndome poco apoco en esos últimos meses. Parpadeé. Unos

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pocos meses. ¿Acaso mi familia creía que iba aquedarme para siempre con esa tía quesupuestamente se estaba muriendo?

Por último, Tamlin miró la pintura del bosquey la laguna de la luz de las estrellas. Hizo un gestocon la cabeza: le gustaba. Pero señaló la pinturade los bosques cubiertos de nieve.

—Esa. Quiero esa.—Es fría y melancólica —protesté,

escondiendo mi mueca—. No va con este lugar. Enabsoluto.

Se acercó a la pintura y la sonrisa que mededicó fue más hermosa que cualquier colinaencantada o laguna de luz de las estrellas.

—La quiero de todos modos —insistió consuavidad.

Nunca había deseado nada tanto comodeseaba sacarle la máscara y contemplar el rostroque había debajo, descubrir si tenía que ver con loque yo había soñado.

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—Dime si hay alguna forma de ayudarte —dije agitada—. Con las máscaras, con la amenazaque se llevó tanto poder, sea la que sea. Dime...dime lo que puedo hacer para ayudarte.

—¿Una humana quiere ayudar a un inmortal?—No me provoques —le advertí—. Por

favor..., dime...—No hay nada que yo quiera que hagas, nada

que puedas hacer... Ni tú ni nadie. La carga es mía;yo tengo que llevarla.

—No tienes que...—Sí. Lo tengo que afrontar, que aguantar,

Feyre..., tú no lo resistirías.—¿Así que tengo que vivir aquí para siempre

sin saber la profundidad, el alcance, de lo que estápasando? Si no quieres que entienda lo queocurre..., ¿preferirías...? —Tragué saliva—.¿Prefieres que busque otro lugar donde vivir? ¿Unlugar donde yo no sea una distracción?

—¿No te enseñó nada Calanmai?—Solo que la magia te convierte en un bruto.

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Él se rio aunque la risa no era totalmentedivertida. Cuando me quedé callada, suspiró.

—No, no quiero que vivas en otra parte. Tequiero aquí, donde puedo cuidarte..., donde puedovolver a casa y saber que estás aquí, pintando,segura.

Yo no conseguía desviar la vista de sus ojos.—Al principio pensé en mandarte lejos —

murmuró—. Parte de mí todavía cree que deberíahaberte buscado otro lugar para vivir. Pero tal vezfui egoísta. Aun cuando dejaste tan claro queestabas más interesada en ignorar el tratado oencontrar una forma de escapar a tus obligaciones,no fui capaz de dejarte ir..., de encontrar un lugaren Prythian donde estuvieras lo bastante cómodacomo para que no intentaras huir.

—¿Por qué?Levantó la pequeña pintura del bosque

congelado y la examinó de nuevo.

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—He tenido muchas amantes —admitió—.Hembras de alta cuna, guerreras, princesas... —Larabia me golpeó con fuerza, muy dentro en lasentrañas, cuando pensé en ellas..., rabia contra sustítulos, su hermosura, que estoy segura de quetenían, su cercanía con él—. Pero ellas nuncaentendieron lo que era para mí, lo que era enrealidad ocuparme de mi pueblo, de mis tierras.Las heridas que siguen ahí, lo que son los díasmalos. —Mis celos furiosos desaparecieron comoel rocío de la mañana cuando él sonrió frente a mipintura—. Esto me recuerda eso.

—¿El qué? —jadeé.Bajó la pintura y me miró directo a los ojos.—Que no estoy solo.Esa noche no cerré con llave la puerta de mi

dormitorio.

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CAPÍTULO

23

La tarde siguiente, estaba acostada boca arriba enla hierba, saboreando la tibieza de la luz del solque se filtraba a través de las hojas de las copas ypensando cómo iba a plasmarla en mi próximapintura. Lucien dijo que tenía obligaciones

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miserables que llevar a cabo como emisario y nosdejó a los dos solos, y el alto lord me llevó a otrolugar hermoso de su bosque encantado.

Pero ahí no había hechizos, ninguna laguna deluz de las estrellas, ninguna cascada llena de arcoiris. Era solamente una colina cubierta de hierba yárboles, vigilada por un sauce y recorrida por unarroyo de aguas claras. Nos sumimos los dos en unsilencio cómodo y miré a Tamlin, que dormitaba ami lado. El cabello rubio y la máscara brillabancontra la alfombra de color esmeralda. El arcodelicado de sus orejas puntiagudas me quitaba larespiración.

Abrió un ojo y me miró con pereza.—La canción de ese sauce siempre me hace

dormir.—¿La qué de qué? —dije, levantándome

sobre los codos para mirar el árbol por encima denosotros.

Tamlin señaló el sauce. Las ramas suspirabanen la brisa.

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—Canta.—Y supongo que canta versos de guerra, ¿no?Él sonrió y se sentó, volviéndose para

mirarme.—Eres humana —dijo, y yo puse los ojos en

blanco—. Tus sentidos todavía están sellados,separados de todo.

Hice una mueca.—Otro de mis defectos. —Pero de alguna

forma, la palabra «defectos» había dejado demolestarme.

Él me sacó una brizna de hierba del cabello.El calor me subió a la cara cuando sus dedos merozaron la mejilla.

—Yo podría hacer que lo vieras —dijo. Losdedos de Tamlin se entretuvieron un poco al finalde mi trenza jugueteando con ella—. Podría hacerque vieras mi mundo..., que lo oyeras, que loolieras. —Se me cortó la respiración cuando se

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inclinó hacia mí—. Que le encontraras el gusto. —Sus ojos brillantes se detuvieron un instante sobreel moretón que todavía tenía en el cuello.

—¿Cómo? —pregunté. El calor me inundócuando se puso en cuclillas frente a mí.

—Todo regalo tiene un precio. —Fruncí elentrecejo y él sonrió—: Un beso.

—¡No! —Pero la sangre me corrió con fuerzapor el cuerpo y tuve que apretar las manos en lahierba para no tocarlo—. ¿No crees que estoy endesventaja porque no veo todo eso?

—Yo soy uno de los altos fae... Nuncaentregamos nada sin recibir algo a cambio.

Para mi propia sorpresa, dije:—De acuerdo.Él parpadeó; probablemente esperaba que me

defendiera un poco más. Disimulé mi sonrisa y mesenté frente a él, mis rodillas pegadas a las suyas,las piernas apoyadas en la hierba. Me lamí loslabios, el corazón me aleteaba con tanta rapidezque me parecía tener un colibrí dentro del pecho.

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—Cierra los ojos —dijo, y lo obedecí, losdedos apretados contra el suelo. Los pájaroscharlaban unos con otros y las ramas del saucesuspiraban con fuerza. La hierba crujió cuandoTamlin también se puso de rodillas. Yo me encogícuando él me rozó uno de los párpados con loslabios, después el otro. Entonces se alejó y mequedé sin aire; sentía sus besos suspendidostodavía sobre la piel.

El canto de los pájaros se convirtió enorquesta, en una sinfonía de alegría y de sonidos.Nunca había oído tantos niveles simultáneos demúsica, nunca había oído tales variaciones, tantostemas entretejidos en arpegios. Y más allá habíauna melodía etérea, una mujer melancólica yagotada...: el alma del sauce. Jadeé y abrí los ojos.

El mundo se había aclarado, enriquecido. Elarroyo era un arco iris de agua casi invisible quefluía sobre las piedras, invitador, tan suave comola seda. Los árboles estaban revestidos de unbrillo leve que irradiaba desde el centro y danzaba

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entre las hojas. No había nada de olor metálico:no, el olor de la magia se había convertido en algocomo el perfume del jazmín, como las lilas, comolas rosas. Nunca sería capaz de pintar aquello, lariqueza, la sensación... Tal vez algunas partes,pero no todo.

Magia... Todo era mágico; todo me rompía elcorazón. Miré a Tamlin y mi corazón se rompió deltodo.

Era Tamlin... y no lo era. Más bien era elTamlin que había soñado. La piel le ardía en unbrillo dorado, y alrededor de la cabezacentelleaba un círculo de luz solar. Y los ojos...

No eran solamente verdes y dorados, sino detodas las tonalidades y variaciones imaginables,como si cada una de las hojas del bosque hubieradestilado y formado un único tono. Ese era el altolord de Prythian..., atractivo, devastador, seductor,poderoso hasta lo increíble.

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El aliento se me quedó en la garganta cuandotoqué el borde de la máscara. El metal fresco memordió las puntas de los dedos y las esmeraldasresbalaron sobre la piel llena de callos. Levanté laotra mano y cogí los dos lados de la máscara. Tirédespacio.

No se movió.Él empezó a sonreír cuando volví a tirar, y

parpadeé y dejé caer las manos. Instantáneamente,el Tamlin dorado, brillante, se desvaneció yregresó el que yo conocía. Todavía oía el canto delsauce y de los pájaros, pero...

—¿Por qué ya no te veo?—Porque he vuelto a poner el hechizo en su

lugar.—¿Hechizo para qué?—Para parecer normal. O tan normal como

puedo detrás de esta maldita cosa —agregóseñalando la máscara—. Ser un alto lord, inclusouno con... poderes limitados, viene con marcasfísicas. Por eso no conseguí esconder lo que

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estaba empezando a ser frente a mis hermanos...,frente a nadie. Sigue resultando más fácil ser comolos demás.

—Pero la máscara no sale... ¿Estás seguro deque nadie sabe cómo arreglar lo que hizo la magiaesa noche? ¿Alguien de otra corte? —No sé porqué me molestaba tanto la máscara. No necesitabaverle la cara completa para conocerlo.

—Lamento desilusionarte.—Es que..., es que quiero saber cómo eres.

—Me pregunté cuándo me había vuelto tansuperficial.

—¿Y cómo crees que soy?Incliné la cabeza hacia un lado.—Nariz fuerte, recta —comencé, recordando

lo que había tratado de pintar una vez—. Pómulosaltos que hacen que destaquen los ojos. Cejas...algo arqueadas. —Había enrojecido hasta la raízdel pelo. Él sonreía tanto que se le veían todos losdientes... a excepción de los largos colmillos.Traté de pensar en una excusa para mi manera

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directa de hablar, pero de repente sentí un grandeseo de bostezar, un peso súbito que me cubríalos ojos.

—¿Y tu parte del intercambio?—¿Qué?Se inclinó hacia mí con una sonrisa pícara.—¿Y mi beso?Yo le tomé la mano.—Aquí está —dije, y apreté la boca contra el

dorso de su mano—. Ahí está tu beso.Tamlin soltó un rugido de risa, pero el mundo

se me borró, me acunó para que me durmiera. Elsauce me pidió que me tendiera y lo obedecí.Desde lejos oí maldecir a Tamlin.

—¿Feyre?Dormir. Yo quería dormir. Y no había mejor

lugar para dormir que ahí mismo, escuchando elsauce, los pájaros y el arroyo. Me coloqué decostado, con el brazo por almohada.

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—Debería llevarte a casa —murmuró él,pero no se movió para ponerme de pie. En lugar deeso, el perfume a lluvia y a hierba fresca deTamlin me llenaron la nariz cuando se acostó a milado. Sentí un hormigueo de placer en el cuerpocuando me acarició el pelo.

Era un sueño tan hermoso... Nunca habíadormido tan bien antes. Tan abrigada, tanprotegida, junto a él. En calma. Desde lejos, comoun eco, él habló, y sentí el aire como una cariciaen mi oído:

—Tú eres exactamente como yo soñé quefueras. —La oscuridad se lo tragó todo.

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CAPÍTULO

24

No fue el amanecer el que me despertó, sino másbien algo parecido a un zumbido. Gruñí mientrasme sentaba en la cama y vi a la mujer robusta conpiel de corteza que servía el desayuno.

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—¿Dónde está Alis? —pregunté, frotándomelos ojos para arrancar de ellos el sueño.Seguramente Tamlin me había trasladado ahí, mehabía llevado en brazos todo el camino de regresoa casa.

—¿Qué? —La mujer se dio la vuelta haciamí. La máscara de pájaro me era familiar. Pero yorecordaría con claridad a una inmortal con esapiel. Ya la habría pintado.

—¿Se encuentra mal Alis? —pregunté,deslizándome fuera de la cama. Esa era mihabitación, ¿verdad? Una mirada rápida. Sí.

—¿Qué es lo que os pasa? —preguntó lainmortal. Me mordí el labio—. Yo soy Alis —afirmó ella con una risita, y con un movimiento dela cabeza se metió en el cuarto de baño paraprepararme el agua.

Imposible. La Alis que yo conocía eraregordeta y rubia y parecía una alta fae.

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Me froté los ojos con el pulgar y el índice. Unhechizo, eso había dicho Tamlin. Era esa magia laque le había puesto el aspecto que yo había vistohasta esa mañana. Pero ¿por qué molestarse enhechizarlo todo de esa forma?

Porque yo había sido una humana cobarde,por eso. Porque Tamlin sabía que me habríaencerrado en mi habitación con llave y no habríavuelto a salir si hubiera visto ese mundo tal comoera.

Las cosas empeoraron cuando bajé a miencuentro con el alto lord. Los pasillos estabanrepletos de inmortales enmascarados que nuncahabía visto antes. Algunos eran altos y semejantesa seres humanos, altos fae como Tamlin, otros...otros no. Traté de evitar mirarlos porque ellosparecían estar aún más sorprendidos por mipresencia.

Casi estaba temblando cuando llegué alcomedor. Lucien, por suerte, se parecía a Lucien.No pregunté si eso era porque Tamlin le había

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pedido que utilizara otro hechizo mejor o porquenunca se había molestado en tratar de ser algo queno era.

Tamlin estaba en su silla de siempre, pero seenderezó cuando me detuve en el umbral.

—¿Qué pasa?—Hay... hay muchos... inmortales... Por todos

lados. ¿Cuándo han llegado?Casi había gritado cuando miré por la ventana

del dormitorio y vi todos los inmortales quepaseaban por el jardín. Muchos, todos ellos conmáscaras de insectos, cortaban los setos y seocupaban de las plantas en flor. Esos inmortaleseran los más raros de todos, con alas iridiscentes,zumbonas, que les brotaban en la espalda. Y, claroestá, estaba lo de la piel verde y marrón, y losmiembros demasiado largos, y...

Tamlin se mordió los labios para no sonreír.—Siempre han estado aquí.—Pero... pero yo nunca oí nada...

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—Claro que no —dijo Lucien despaciomientras hacía girar una de sus dagas entre lasmanos—. Nos aseguramos de que no vieras nioyeras a nadie excepto a los indispensables.

Me ajusté la túnica.—Es decir que... que cuando corrí detrás del

puca esa noche...—Tenías público —terminó Lucien por mí. Y

yo que creía que había sido tan cautelosa. Mientrastanto, había pasado de puntillas delante deinmortales que seguramente se habían muerto derisa viendo a esa humana ciega que perseguía unailusión.

Luché contra mi creciente sensación devergüenza y mortificación y me volví haciaTamlin. Sus labios se habían curvado en unasonrisa y él volvió a cerrarlos con fuerza, pero ladiversión le bailaba en los ojos cuando asintió.

—Fue un intento muy valiente.

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—Pero sí vi a los naga, y al puca, al suriel.Y... y a ese inmortal, el de las alas arrancadas —dije, encogiéndome por dentro—. ¿Por qué elhechizo no se les aplicaba a ellos?

Los ojos de Tamlin se oscurecieron.—No son miembros de mi corte —explicó—.

Mi hechizo no funcionó con ellos. El pucapertenece al viento y al clima y a todo lo quecambia. Y los naga..., los naga son de otra persona.

—Ya veo —mentí, porque la verdad era queno veía nada. Lucien soltó una risita al darsecuenta. Lo miré con furia, de soslayo—. Hace untiempo que estáis muy ausente, no aparecéis ni enla mesa...

Él usó la daga para limpiarse las uñas.—He estado muy ocupado. Y tú también,

según creo.—¿Qué se supone que significa eso? —quise

saber.—Si te ofrezco la luna, ¿me vas a dar un beso

a mí también?

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—No seas grosero —lo recriminó Tamlin conun gruñido suave, pero Lucien se rio, y continuóhaciéndolo cuando salió del comedor.

Sola con Tamlin, moví los piesnerviosamente.

—Así que si me encontrase otra vez con elattor —comenté, sobre todo para evitar el pesadosilencio—, ¿lo vería?

—Sí, y no sería agradable.—Dijiste que aquella vez el attor no me vio,

y ciertamente no me parece que él sea parte de tucorte —me atreví a decir—. ¿Por qué?

—Porque te hice un hechizo cuando entrasteen el jardín —respondió de forma directa—. Elattor no te veía ni te oía ni te olía. —La mirada deTamlin se posó en la ventana que estaba detrás demí. Se pasó una mano por el pelo—. Hice y hagotodo lo que puedo para mantenerte invisible a ojosde criaturas como el attor... o peores que él. Ahorala plaga está arreciando de nuevo y hay máscriaturas de esas sueltas por ahí.

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Se me revolvió el estómago.—Si te encuentras con alguna —siguió

Tamlin—, aunque te parezca inofensiva, si te hacesentir incómoda finge que no la ves. No le hables.Si te hace algo, los resultados no van a serplacenteros para él o para mí. Recuerda lo quepasó con los naga.

Todo eso era por mi seguridad, no pordiversión. Tamlin no quería que yo terminaselastimada, no quería tener que castigarlos porhacerme daño. A mí. Aunque los naga no eranparte de su corte, ¿le había dolido matarlos?

Me di cuenta de que esperaba una respuesta,así que asentí.

—¿La... la plaga está arreciando de nuevo,has dicho?

—Por ahora solamente en otros territorios.Aquí estás a salvo.

—No es mi seguridad la que me preocupa.Los ojos de Tamlin se suavizaron, pero sus

labios formaron una línea tensa cuando dijo:

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—Todo va a ir bien.—¿Es posible que el recrudecimiento sea

solo temporal? —La esperanza de una imbécil.Tamlin no me contestó, lo cual era respuesta

suficiente. Si la plaga estaba activa de nuevo... Yano me molesté en ofrecerle mi ayuda. Sabía que élno iba a dejarme ayudarlo con el conflicto, fuera elque fuese.

Pero pensé en la pintura que le había dado yen lo que había dicho sobre ella... y deseé que medejara ayudarlo de alguna manera.

A la mañana siguiente descubrí una cabeza en eljardín.

Una cabeza ensangrentada, un alto fae, unmacho, clavada en el pico de la estatua de una grangarza que abría las alas encima de una fuente.

La piedra se hallaba empapada en suficientesangre como para sugerir que la cabeza todavíaestaba fresca en el momento en que alguien la

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había empalado en el pico aguzado de la garza.Estaba llevando el caballete y las pinturas al

jardín para pintar uno de los parterres de iriscuando la vi. Los pinceles y las latas de pinturaescaparon de mis manos y cayeron sobre la gravacon estrépito.

No sé qué pensé cuando miré fijamente lacabeza que seguía con la boca abierta, comogritando, los ojos marrones fuera de las órbitas,los dientes quebrados y cubiertos de sangre. Nohabía máscara, así que no formaba parte de laCorte Primavera. Si había algo más que pudieraindicar quién era, yo no conseguí discernirlo.

La sangre brillante sobre la piedra gris, laboca abierta en un gesto de horror. Retrocedí unpaso y tropecé con algo tibio y duro.

Me di la vuelta en redondo, las manoslevantadas por instinto, pero la voz de Tamlin dijo:

—Soy yo —y me detuve bruscamente. Lucienestaba junto a él, pálido, con rostroapesadumbrado.

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—No es de la Corte Otoño —dijo—. No loreconozco.

Las manos de Tamlin se cerraron sobre mishombros cuando me volví hacia la cabeza.

—Yo tampoco. —Había un gruñido feroz,suave, enlazado en esas palabras, pero las garraspermanecieron retraídas bajo la piel mientrasseguía apretándome el hombro. Las manos se letensaron cuando Lucien entró en el agua de lafuente sobre la que se alzaba la estatua y avanzópor el líquido rojo hasta quedar debajo de la carade expresión angustiada.

—Lo marcaron detrás de la oreja con un sellode hierro —dijo Lucien, y soltó una maldición—.Una montaña con tres estrellas...

—Corte Noche —dijo Tamlin con vozpeligrosamente calma.

La Corte Noche..., la parte del territorio quequedaba en el extremo norte de Prythian, si yorecordaba bien el mapa del mural. Una tierra deoscuridad y luz de las estrellas.

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—¿Por... por qué harían algo así? —preguntéjadeando.

Tamlin me soltó los hombros y se puso a milado mientras Lucien trepaba a la estatua parasacar de allí la cabeza sangrante. Dirigí la vistahacia un manzano de adorno que florecía cerca.

—La Corte Noche hace lo que quiere —explicó Tamlin—. Ahí viven según sus propioscódigos, su propia moral corrupta.

—Son todos unos asesinos sádicos —dijoLucien. Hice acopio de valor para mirarlo; ahoraestaba subido al ala de la garza de piedra. Volví adesviar la vista.

—Sienten placer frente a todo tipo detortura... y seguramente consideran esto una bromadivertida.

—¿Divertida...? ¿No un mensaje? —Miré aljardín por si veía algo.

—Ah, eso sí; es un mensaje sin duda —asintió Lucien, y yo me encogí angustiada, al oírlos sonidos húmedos, espesos, de la carne y el

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hueso que raspaban sobre la piedra cuandoarrancó la cabeza del pico. Yo había limpiadomuchos animales muertos, pero esto... Tamlinvolvió a ponerme una mano en el hombro—.Haber entrado y salido a través de nuestrasdefensas, cometer el crimen tan cerca, con lasangre tan fresca... —Oí el ruido que se produjocuando Lucien volvió a meterse de pie en el agua—. Esto es exactamente lo que la Corte Nocheconsideraría divertido. Hijos de puta.

Calculé la distancia entre la laguna y la casa.Dieciocho, tal vez veinte metros. Esa era ladistancia a la que habían llegado, tan cerca denosotros. Tamlin me pasó un dedo por el hombro.

—Sigues estando segura aquí. Justamente esaes la intención de esta barbaridad.

—¿No está relacionado con la plaga? —pregunté.

—Solo en cuanto a que ellos saben que laplaga está despierta otra vez... y quieren quesepamos que están rodeando la Corte Primavera

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como buitres por si caen nuestros guardianes. —Yo debía de tener aspecto de sentirme muy mal,porque Tamlin agregó—: No voy a permitir queeso pase.

No tuve corazón suficiente para decirle que lapresencia de las máscaras dejaba bien claro queno se podía hacer nada contra la plaga.

Lucien salió de la fuente, pero yo no podíamirarlo, no con esa cabeza que llevaba, suponíaque con las manos y la ropa cubiertas de sangre.

—Muy pronto van a recibir lo que merecen.Espero que la plaga los ataque a ellos también —gruñó Tamlin mientras hacía un gesto para queLucien se ocupara de la cabeza; la grava crujiócuando este se fue caminando por el sendero.

Me agaché para recoger la pintura y lospinceles; me temblaban las manos cuando traté delevantar uno de los pinceles gruesos. Tamlin seagachó a mi lado; sus manos se cerraron sobre lasmías con fuerza.

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—Vas a estar bien —dijo de nuevo. La ordendel suriel resonó en mi mente. «Quédate con elalto lord, humana. Vas a estar segura.»

Asentí.—Es la posición de las cortes —dijo él—.

La Corte Noche es letal, pero eso ha sido solo unabroma, según el criterio del que manda allí. Atacara alguien aquí, atacarte a ti, causaría másproblemas de los que él quiere. Si la plagarealmente hace daño en estas tierras y la CorteNoche entra en nuestras fronteras, vamos a estarpreparados.

Me temblaban las rodillas cuando me puse depie. Política de inmortales, cortes de inmortales...

—Imagino que la idea que tenían de unabroma era todavía más terrible cuando éramosvuestros esclavos. Con toda probabilidad nostorturaban cuando les venía en gana, y les hacíantodas esas cosas horrendas, innombrables, a susmascotas humanas.

Una sombra le pasó por los ojos.

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—Algunos días me alegro de haber sido unniño cuando mi padre mandó a sus esclavos al surdel muro. Lo que vi entonces ya fue bastantehorrendo.

No quería imaginármelo. Todavía no habíainvestigado si quedaban señales de esos humanos,desaparecidos hacía ya tanto tiempo. No creía quecinco siglos fueran suficientes para borrar lamancha de los horrores que habían tolerado losque ya no estaban. Debería haberlo dejado así,pero no pude.

—¿Recuerdas si se alegraron de irse? —Tamlin se encogió de hombros.

—Sí. Y sin embargo no conocían la libertadni tampoco las estaciones del año como lasconoces tú. No sabían qué hacer en el mundomortal... Pero sí, la mayor parte de ellos estabamuy feliz de partir. —Cada una de sus palabrasestaba más pensada que la anterior—. Yo me

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alegré de verlos marcharse, mi padre no. —Apesar de que estaba de pie, muy quieto, leasomaban las garras de los nudillos.

Con razón se había sentido tan incómodoconmigo, con razón le había costado saber quéhacer cuando llegué. Le dije con calma:

—Tú no eres tu padre, Tamlin. Ni tushermanos. —Él miró hacia otro lado y yo añadí—:Nunca me hiciste sentir prisionera..., nunca mehiciste sentir como un mueble.

La sombra que le cruzó los ojos mientrasasentía para darme las gracias me dijo que habíamás..., más cosas que tenía que contarme sobre sufamilia, su vida antes de que ellos murieran ycayera sobre él el título como un lastre. Yo noquería preguntar, no mientras la plaga fuera unpeso sobre esos hombros anchos, no hasta que élestuviera listo para responderme. Me habíaofrecido un lugar y respeto; yo no le daría menos.

Y sin embargo, ese día no conseguí sentarmea pintar.

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CAPÍTULO

25

Un rato después de que encontrase esa cabeza,Tamlin tuvo que partir hacia las fronteras, y noquiso decirme adónde iba ni por qué. Pero pude

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intuir bastante por lo que no dijo: la plaga searrastraba despacio y se dirigía directamentedesde otras cortes hasta la nuestra.

Él no volvió esa noche, la primera vez quedormía fuera de la mansión desde que yo habíallegado. Sin embargo, envió a Lucien parainformarme de que estaba vivo. Lucien habíaenfatizado esta última palabra lo suficiente paraque yo durmiera terriblemente mal, incluso cuandouna parte de mí estaba maravillada de saber queTamlin se había molestado por darme noticiasacerca de su paradero. Supe que estaba avanzandopor un camino que era probable que terminara conmi corazón mortal hecho pedazos... Sin embargo...ya no podía detenerme. No había podido desde eldía de los naga. Pero ver esa cabeza..., los juegosque tenían lugar en esas cortes, la forma en quetodos jugaban con las vidas de otros,disponiéndolas como fichas sobre un tablero...,

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hacía que cada vez que lo pensaba tuviera queesforzarme para mantener la comida en elestómago.

Sin embargo, a pesar de la maldad que searrastraba hacia nosotros, me desperté al díasiguiente con el alegre sonido de un violín, y almirar por la ventana descubrí que el jardín estabacompletamente adornado con cintas y serpentinas.En las colinas lejanas vi la preparación dehogueras y de los mástiles de mayo. Cuando lepregunté a Alis —averigüé que ella era urisk, asíse llamaba su pueblo—, dijo sin ninguna alegría:

—Solsticio de verano. La celebración mayorera siempre en la Corte Verano, pero las cosas hancambiado mucho en estos tiempos. Así que ahoratenemos una aquí también.

Verano... En las semanas que había pasadocenando con Tamlin, pintando y recorriendo lastierras de la corte junto a él había llegado elverano. ¿Realmente creía mi familia que yo seguíade visita con una tía perdida hacía mucho tiempo?

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¿Qué estaban haciendo? Si ya había llegado elsolsticio, habría una pequeña celebración en elcentro de la aldea, nada religioso, por supuesto,aunque tal vez los hijos de los benditos entraran enel pueblo para tratar de convertir a los jóvenes.No sería una gran fiesta, solamente comida paratodos, cerveza regalada por la única taberna y talvez algunos bailes. Lo único para celebrar era quesuponía un día de descanso de las largas jornadasde verano que se pasaban sembrando y labrando latierra. Por la decoración del jardín, se veía que loque iba a ocurrir en la Corte Primavera seríamucho más grande, mucho más emocionante.

Tamlin no volvió en todo el día. Lapreocupación me carcomió a pesar de que mesenté a pintar una imagen rápida de las cintas yserpentinas del jardín. Tal vez era egoísta ymezquino por mi parte, ya que la plaga habíavuelto, pero deseaba en mi interior que el solsticiono requiriera los mismos ritos que la Noche de los

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Fuegos. No me permití pensar demasiado en lo queharía si Tamlin volvía a tener frente a él una hilerade hermosas inmortales.

Solo a última hora de la tarde oí la vozprofunda de Tamlin y la risa de Lucien, parecida aun rebuzno, ecos que atravesaron el pasillo yllegaron a mi estudio de pintura. El alivio se measentó en el pecho, pero cuando corrí al encuentrode los dos, Alis me arrastró al dormitorio. Mesacó la ropa manchada de pintura e insistió en queme pusiera un vestido azul de gasa con dibujos deespigas de maíz y mucho movimiento. Me dejó elpelo suelto, pero lo decoró con una guirnalda deflores silvestres rosadas, blancas y azulesalrededor de la cabeza.

Tal vez antes me habría sentido infantilvestida así, pero en los meses que habían pasadodesde mi llegada a la mansión mi cuerpo ya nomostraba esos huesos puntiagudos y esas formasesqueléticas. Ahora era un cuerpo de mujer, elmío. Me pasé las manos sobre las curvas suaves,

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generosas, de la cintura y las caderas. Nuncahubiera creído que algún día habría allí nada queno fuera piel y hueso.

—Que el Caldero me hierva —silbó Luciencuando bajé por la escalera—. Tiene un aspectodecididamente fae.

Yo estaba demasiado ocupada mirando aTamlin —buscando heridas de cualquier tipo,cualquier señal de sangre o marca que pudierahaber dejado la plaga— para agradecer elcumplido de Lucien. Pero Tamlin estaba intacto,casi deslumbrante, no llevaba armas y me sonreía.De a donde fuera que había ido había vueltoindemne.

—Estás adorable —murmuró, y algo en sutono suave casi me hizo ronronear.

Enderecé los hombros, porque no tenía ganasde que él supiera cuánto me habían impactado suspalabras, o su voz, o su bienestar evidente.Todavía no.

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—Me sorprende que me esté permitidoparticipar esta noche.

—Por desgracia para ti y tu cuello —respondió Lucien—, lo de esta noche es tan solouna fiesta.

—¿Te quedas despierto toda la nocheinventando respuestas para el día siguiente? —bromeé. Hacía unos días que había comenzado atutearlo.

Lucien me guiñó el ojo y Tamlin se rio y meofreció su brazo.

—Tiene razón —dijo el alto lord. Yo eraclaramente consciente de cada milímetro decontacto entre los dos, de sus músculos fuertesbajo la túnica verde. Me llevó al jardín y Luciennos siguió—. El solsticio celebra el momento enque el día y la noche tienen la misma duración, esun tiempo de neutralidad en el que todos puedensentirse libres y disfrutar de ser inmortales.... Nohay altos lores ni inferiores, esta noche eso nocuenta, solo nosotros y nada más.

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—Y se canta y baila y se bebe demasiado —dijo con voz cantarina Lucien, interrumpiéndolodesde un par de pasos por detrás—. Y muchadiversión —agregó con una sonrisa pícara.

En realidad, cada roce del cuerpo de Tamlincontra el mío me hacía más difícil evitar el deseode inclinarme sobre él, de olerlo y tocarlo yprobar qué sabor tenía. Si él notó el calor que mesubía por el cuello y la cara, si oyó mi respiraciónagitada, no lo demostró y sostuvo mi brazo confuerza mientras salíamos de los jardines yentrábamos en los campos que estaban más allá dela mansión.

El sol empezaba su descenso final sobre elhorizonte cuando llegamos a la meseta donde ibana llevarse a cabo los festivales. Traté de no mirarcon la boca abierta a los inmortales que habíareunidos allí mientras ellos sí me miraban a mí conla boca abierta. Nunca había visto tantos en unsolo lugar, por lo menos sin el peso del hechizo.Ahora que mis ojos estaban abiertos al mundo, los

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vestidos exquisitos y las formas diminutas que seformaban y coloreaban y se reconstruían eran tanextraños y diferentes unos de otros... y era tanmaravilloso verlo. Sin embargo, la novedad de mipresencia junto al alto lord, fuera o no importante,pronto quedó atrás..., sin duda fruto de un gruñidobajo de advertencia que dejó escapar Tamlin y quehacía que los demás se apartasen y se dedicaran asus propios asuntos.

Había una enorme cantidad de mesas concomida dispuestas a lo largo del borde másalejado de la meseta, y en un momentodeterminado perdí a Tamlin mientras esperaba miturno para llenar el plato. Quedarme solacontribuyó a que dejara de parecer solamente unjuguete humano del alto lord. Cerca de la enormehoguera empezó a sonar la música: violines ytambores, instrumentos alegres que, sin que mediera cuenta, me hicieron seguir el ritmo con los

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pies en la hierba. Llena de alegría y abierta, lahermana feliz de la sangrienta Noche de losFuegos.

Por supuesto, Lucien era excelente paradesaparecer siempre que lo necesitaba, así que,bajo un sicomoro del que colgaba un gran númerode faroles de seda y cintas brillantes, me comí asolas mis porciones de milhojas de frutas delbosque, tarta de manzana y pastel de arándanos, nomuy distintas de las delicias de verano del reinomortal.

La soledad no me importaba, por lo menoscuando estaba ocupada contemplando cómobrillaban los faroles y las cintas, las sombras quedibujaban a su alrededor. Tal vez esa sería mipróxima pintura. Y quizá pintara a los inmortalesetéreos que se lanzaban a bailar en ese momento.Tantas perspectivas y colores. Me pregunté sialguno de ellos habría sido modelo de los pintorescuyo trabajo había visto en la galería.

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Me moví de aquel lugar solamente cuandonecesité algo para beber. Tan pronto como sehundió el sol bajo el horizonte, la meseta se llenóde inmortales. Al otro lado de las colinasempezaron a arder las hogueras y comenzaronotras fiestas, y la música se filtró en los momentosde silencio de la nuestra. Me estaba sirviendo unacopa de vino espumoso, dorado, cuando noté aLucien, que espiaba por encima de mi hombro.

—Yo no me bebería eso si fuera tú.—¿Por qué? —pregunté, mirando el líquido

lleno de burbujas con el entrecejo fruncido.—Vino de inmortales en el solsticio —me

recordó Lucien.—Mmm —dije, y lo olí un poco. No tenía

perfume a alcohol. En realidad, olía a hierbafresca en verano, a baños en lagunas de aguasfrías. Nunca había olido nada tan fantástico.

—Lo digo en serio —afirmó Lucien cuandome llevé el vaso a los labios. Levanté las cejas—.¿Te acuerdas de la última vez que ignoraste mis

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advertencias? —Me señaló el cuello y yo legolpeé levemente la mano.

—También me acuerdo de que me dijiste quelas frutas de brujas eran inofensivas y al cabo deun rato estaba delirando y no conseguía ponermede pie —señalé, recordando una tarde de hacíaalgunas semanas. Tuve alucinaciones durante horasdespués de eso, y Lucien se había muerto de risa,tanto que Tamlin lo había arrojado a la laguna delos reflejos. Meneé la cabeza para sacarme deencima aquel recuerdo. Ese día... ese díasolamente quería sentirme libre. Que se fuera aldiablo la cautela. Quería olvidar la plaga queflotaba sobre los límites de la corte y amenazabatanto a mi alto lord como a sus tierras. ¿Y dóndeestaba Tamlin, de todos modos? Si hubiera habidoalguna amenaza, sin duda Lucien lo habríasabido..., y por supuesto habrían cancelado lacelebración.

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—Esta vez lo digo en serio —insistió Lucien,y puse la copa fuera de su alcance—. Tam medespellejaría si te descubriera bebiendo eso.

—Siempre al cuidado de tus propiosintereses —dije, y bebí un sorbo de aquel vino.

Fue como si dentro de mi cuerpo estallarancientos de fuegos artificiales y se me llenaran lasvenas de estrellas. Me reí en voz alta y Luciengruñó.

—Humana inconsciente —siseó. Pero lehabían arrancado el hechizo. El pelo castañorojizo ardía como metal caliente y el ojo púrpurahumeaba como una forja sin fondo. Eso era lo quequería pintar.

—Voy a pintarte —dije, y solté una risita...cuando las palabras salieron de mi boca.

—El Caldero me hierva y me fría —musitóél, y volví a reírme. Antes de que Lucien pudieradetenerme, me había bebido otra copa de vino de

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inmortales. Era la cosa más gloriosa que hubieraprobado nunca. Me liberó de lazos que nuncahabía sabido que existieran.

La música se convirtió en la canción de unasirena. La melodía era un imán para mí y no podíaresistirme a su embrujo. Saboreé en cada paso lahumedad de la hierba bajo los pies desnudos. Norecordaba el momento en que había perdido miszapatos.

El cielo era un remolino de amatista de doscolores: zafiro y rubí, y todos esos tonos girabandentro de una laguna de ónice. Deseaba tanto nadaren ella, quería bañarme en esos colores y sentir lasestrellas cuando me titilaran entre los dedos.

Tropecé, parpadeé, y me descubrí de pie enel borde de la pista de baile. Un grupo de músicostocaban instrumentos inmortales; yo me mecí sobrelos pies mientras miraba cómo bailaban losinmortales, que se movían en círculo alrededor de

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la hoguera. No era un baile formal. Era como siestuvieran tan sueltos como yo. Libres. Los amabapor eso.

—Mierda, Feyre —dijo Lucien, y me cogiódel hombro—. ¿Quieres que me mate tratando deimpedir que ensartes tu pellejo mortal en otraroca?

—¿Qué? —pregunté sin entender y me volvíhacia él. Todo el mundo giraba conmigo, deliciosoy embriagador.

—Idiota —exclamó él cuando me miró lacara—. Borracha idiota.

El tempo sonaba con mayor rapidez. Queríaestar dentro de la música, quería cabalgar en esavelocidad y tejer algo entre las notas. Sentíaprofundamente la música a mi alrededor, como unacosa viva, una cosa que respiraba; era maravilla,alegría y belleza.

—Basta, Feyre —dijo Lucien, y volvió atomarme del brazo. Yo había estado bailando yalejándome de él, y mi cuerpo seguía meciéndose,

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seguía respondiendo a la llamada del sonido.—Basta... Basta de ser tan serio —protesté y

me lo saqué de encima. Quería oír la música,quería oírla tal como salía, caliente, de losinstrumentos. Lucien soltó una maldición y yoestallé en movimiento.

Me deslicé entre los que bailaban, girando yhaciendo volar la falda. Los músicos, sentados,enmascarados, no me miraron cuando salté frente aellos, danzando sin parar. Sin cadenas, sinlímites..., solamente yo y la música, baile y baile.No era inmortal, pero era parte de esta tierra y latierra era parte de mí, y no hubiera querido otracosa que bailar sobre ella durante el resto de mivida.

Uno de los músicos alzó la vista del violín yme detuve.

El sudor le bajaba por el robusto cuellocuando apoyó el mentón en la madera oscura delviolín. Se había levantado las mangas de la camisay se le veían los músculos como cuerdas a lo largo

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de los antebrazos. Una vez me había dicho que lehubiera gustado ser músico itinerante en lugar deguerrero o alto lord, y ahora que lo oía tocar supeque habría ganado fortunas si hubiera sido así.

—Lo lamento, Tam —jadeó Lucien, que habíaaparecido no sabía de dónde—. La he dejado solaun momento en una de las mesas de comida ycuando la he encontrado estaba bebiendo vino y...

Tamlin no dejó de tocar. Con el pelo doradohúmedo de sudor, estaba maravillosamenteatractivo, aunque no le veía la mayor parte de lacara. Me dedicó una sonrisa salvaje cuando mepuse a bailar frente a él.

—Yo la cuidaré —murmuró por encima de lamúsica, y sentí que brillaba y mi baile se hizo másrápido—. Ve a disfrutar de la fiesta.

Lucien se marchó deprisa.Grité por encima de la música:—¡No necesito que nadie me cuide! —Lo

único que quería era girar y girar y girar.

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—Es verdad, es verdad —asintió Tamlin, sinerrar ni una sola nota. Cómo bailaba su arco sobrelas cuerdas, los dedos fuertes y firmes, ningunaseñal de las garras que yo había dejado de temer...

»Baila, Feyre —me susurró.Así que bailé.Me sentía libre, giraba y giraba, y no sé con

quién bailaba o qué aspecto tenían los que estabana mi alrededor, solo sabía que me habíatransformado en la música y el fuego y la noche, yque nada nada podía detenerme.

En todo ese tiempo Tamlin y sus músicostocaron una música tan alegre como no había oídootra jamás. Me planté frente a él, mi lord inmortal,mi protector y guerrero, mi amigo, y bailé y bailédelante de él. Tamlin me sonreía, y yo no dejé debailar ni siquiera cuando se levantó de su asiento yse arrodilló frente a mí en la hierba paraofrecerme un solo de violín.

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Su música únicamente para mí. Un regalo. Élsiguió tocando, los dedos rápidos y fuertes sobrelas cuerdas del violín. Mi cuerpo se contoneabacomo el de una serpiente; levanté la cabeza alcielo y dejé que la música de Tamlin me llenarapor completo.

Sentí una presión en la cintura y unos brazosme arrastraron de vuelta hacia la pista de baile.Me reí con tanta fuerza que creí que iba a estallar,y cuando abrí los ojos descubrí a Tamlin, que mehacía girar una y otra y otra vez.

Todo se convirtió en un borrón de color ysonido y él era lo único visible en su interior. Micuerpo brillaba y ardía en todos los lugares en queél lo tocaba.

Me llené de sol. Fue como si nunca anteshubiese experimentado el verano, como si nuncahubiera sabido quién estaba esperando para surgirde ese bosque de hielo y nieve que había sido mivida. No quería que terminase, no quería irmejamás de esa colina.

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La música finalizó y, ya sin aliento, levanté lamirada hacia la luna que estaba a punto deocultarse. El sudor me corría por todo el cuerpo.

Tamlin, que también había perdido el aliento,me cogió la mano.

—El tiempo pasa más rápido cuando estásborracha por tomar vino de inmortales.

—No estoy borracha —dije, y resoplé. Él serio y me llevó lejos de la pista de baile. Hundí lostalones en el suelo tan pronto como nos acercamosal borde de la luz del fuego—. Están empezandode nuevo —continué mientras señalaba a los quevolvían a reunirse frente a los músicos, que habíanestado descansando un rato.

Él se inclinó hacia mí, y su aliento meacarició la oreja cuando susurró:

—Quiero mostrarte algo mejor. —Dejé deresistirme.

Me llevó hacia abajo, guiándome a la luz dela luna. Los caminos que elegía, fueran los quefuesen, estaban pensados para mis pies descalzos,

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porque solamente la suave hierba me acariciabalas plantas. Pronto, hasta la música quedó atrás,reemplazada por el suspiro de los árboles en labrisa de la noche.

—Aquí —dijo Tamlin, y se detuvo al bordede una vasta pradera. Apoyó la mano en mihombro al tiempo que los dos contemplábamos loque teníamos enfrente.

La hierba alta se movía ondulante como elagua mientras lo que quedaba de la luz de la lunabailaba sobre ella.

—¿Qué? —suspiré, pero él se llevó un dedoa los labios y me hizo señas para que mirase.

Durante unos minutos no pasó nada. Después,desde el otro lado de la pradera salieron flotandodocenas de formas brillantes que atravesaron lahierba, como espejismos de luz de luna. Ahí fuecuando empezó el canto.

Era una voz colectiva, pero dentro de ellahabía un lado masculino y uno femenino, dos ladosde la misma moneda, y se cantaban uno al otro en

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una llamada y una respuesta. Me llevé la mano alcuello en el momento en que la música subió detono y las formas bailaron. Etéreas y fantasmales,bailaron a través del campo, únicamente delicadosrayos de luna.

—¿Qué son?—Susurros de sueños, espíritus de aire y luz

—dijo él con voz suave—. Vienen a celebrar elsolsticio.

—Son hermosos.Sus labios me rozaron el cuello mientras me

hablaba dulcemente contra la piel.—Baila conmigo, Feyre.—¿En serio? —Me di la vuelta y descubrí

que tenía la cara a centímetros de la mía.Dejó escapar una sonrisa lenta.—En serio. —Como si yo fuera leve como el

aire, me llevó en una danza rápida. Casi norecordaba los pasos que había aprendido en lainfancia, pero él lo compensó con su gracia

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salvaje, sin tropezar, con una sensibilidad queevitaba que yo lo hiciera mientras bailábamos porel campo lleno de espíritus.

Me sentía tan liviana como la pelusa deldiente de león; él era el viento que me llevaba porel mundo.

Y me sonreía, y descubrí que le estabadevolviendo la sonrisa. No necesitaba fingir, nonecesitaba ser nada más que lo que era en esemomento, un círculo que giraba sobre la praderamientras los susurros de sueños bailaban a nuestroalrededor como docenas de lunas.

Nuestra danza se hizo más lenta y nosquedamos de pie, sosteniéndonos el uno al otromientras nos mecíamos al ritmo de las cancionesde los espíritus. Él apoyó el mentón en mi cabeza yme acarició el pelo, sus dedos me rozaron la pieldesnuda del cuello.

—Feyre —me susurró. Hacía que mi nombresonara hermoso—. Feyre —susurró de nuevo, nocomo si me llamara sino como si disfrutara

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diciéndolo.Con tanta rapidez como habían aparecido, los

espíritus se desvanecieron llevándose su músicacon ellos. Parpadeé. Las estrellas se estabanborrando y el cielo tenía un color entre gris ypúrpura.

La cara de Tamlin estaba cerca, muy cerca dela mía.

—Está amaneciendo.Asentí, paralizada por él, por su olor y su

presencia, así, a mi lado. Alargué una mano paratocar la máscara. Era tan fría... a pesar de que lapiel que se veía por debajo estaba enrojecida,encendida. Me tembló la mano y jadeé cuando leacaricié la mandíbula. Era suave... y estabacaliente.

Él se pasó la lengua por los labios, larespiración tan irregular como la mía. Sus dedosrecorrieron de nuevo la parte inferior de mi

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espalda y lo dejé que me acercara a él hasta quelos dos cuerpos se tocaron y el calor que salía delsuyo se filtró en el mío.

Tuve que inclinar la cabeza hacia atrás paraverle la cara. Tenía la boca atrapada entre unasonrisa y una mueca de dolor.

—¿Qué? —pregunté, y le apoyé una mano enel pecho, lista para empujarlo y alejarme. Pero suotra mano se deslizó bajo mi pelo y se quedó en labase del cuello.

—Estoy pensando que tal vez te bese —dijoél con tranquilidad, con intensidad.

—Hazlo entonces. —Me sonrojé ante mipropio coraje.

Pero Tamlin no contestó; solamente se rio conesa risa fresca y se inclinó hacia mí.

Sus labios rozaron los míos, suaves y tibios,buscando. Retrocedió un poquito. Seguíamirándome, y le devolví la mirada cuando me besó

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de nuevo, con más fuerza, pero no de la forma enque la otra noche me había besado el cuello.Volvió a retroceder, más lejos esta vez, y me miró.

—¿Eso es todo? —quise saber, y él se rio yvolvió a besarme con más furia.

Yo le pasé las manos alrededor del cuello, loacerqué a mí, me apreté contra él. Sus manos merecorrieron la espalda, pasearon sobre mí,jugando, por el pelo, me cogieron la muñeca comosi no consiguiera tocar lo suficiente de mí.

Soltó un gruñido bajo.—Ven —dijo, besándome la frente—. Nos lo

vamos a perder si no nos vamos ahora.—¿Mejor que los susurros de sueños? —

pregunté, pero él se limitó a besarme las mejillas,el cuello y finalmente los labios. Lo seguí entre losárboles a través del mundo cada vez másiluminado. Su mano era sólida, inconmoviblealrededor de la mía cuando atravesamos las ondas

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de niebla que flotaban muy abajo, cerca del suelo,y cuando me ayudó a subir una colina desnudacubierta de rocío.

Nos sentamos juntos en la cima y escondí unasonrisa en el momento en que Tamlin me pasó unbrazo alrededor de los hombros y me acercó a sucuerpo. Yo apoyé la cabeza contra su pechomientras él jugaba con las flores de mi guirnalda.

En silencio, miramos con atención el mundoque se extendía verde, ondeado, frente a nosotros.

El cielo cambió de color y las nubes sellenaron de luz rosada. Después, como un discobrillante demasiado intenso para que las palabraspudieran describirlo, el sol se deslizó sobre elhorizonte y lo bañó todo de oro. Era como vernacer al mundo siendo nosotros los únicostestigos.

El brazo de Tamlin se tensó a mi alrededor yme besó la parte superior de la cabeza. Yo meaparté un poco y levanté la vista para mirarlo.

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El oro brilló en sus ojos, que ardían con laluz del sol naciente.

—¿Qué?—Mi padre me dijo una vez que tenía que

dejar que mis hermanas imaginaran una vidamejor, un mundo mejor. Y yo le dije que eso noexistía. —Le pasé el pulgar por la boca,maravillada, y meneé la cabeza—. Nunca loentendí... porque no conseguía... no conseguíacreer que fuera posible. —Tragué saliva y bajé lamano—. Hasta ahora.

A él le tembló la garganta. Esta vez el besofue profundo, intenso, lento, cuidadoso.

Dejé que el alba me iluminara por dentro, ladejé crecer con cada movimiento de los labios deTamlin, con cada roce de su lengua contra la mía.Las lágrimas me ardían bajo los ojos cerrados.

Era el momento más feliz de mi vida.

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CAPÍTULO

26

Al día siguiente Lucien se nos unió en el almuerzo,que en realidad, para nosotros tres, era eldesayuno. Desde que me había quejado por eltamaño innecesario de la mesa, cenábamos en unaversión mucho más reducida.

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Lucien se masajeaba las sienes mientrascomía; estaba callado, lo cual era raro, y disimuléuna sonrisa cuando le pregunté:

—¿Y tú dónde estuviste anoche?El ojo de metal de Lucien se entrecerró al

mirarme.—Te informo de que mientras vosotros dos

bailabais con los espíritus yo tuve que ir apatrullar a las fronteras, nada menos. —Tamlincarraspeó con fuerza y Lucien agregó—: Con algode compañía, por supuesto. —Me sonrió conpicardía—. Dicen los rumores que vosotros novolvisteis hasta después del amanecer.

Miré a Tamlin mientras me mordía el labio.Había llegado a la cama prácticamente en el aire,flotando. Pero la mirada de Tamlin estabaexplorándome la cara como si buscara una señalde arrepentimiento, de miedo. Ridículo.

—Me mordiste el cuello la Noche de losFuegos —dije entre dientes—. Si fui capaz demirarte después de eso, unos pocos besos no son

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nada.Apoyó los brazos sobre la mesa y se inclinó

hacia mí.—¿Nada? —Sus ojos bajaron hasta mis

labios. Lucien se removió en la silla y le pidió alCaldero que lo librara de lo que estaba viendo,pero lo ignoré.

—Nada —repetí con cierta distancia,mirando cómo se movía la boca de Tamlin,absolutamente consciente de cada uno de susmovimientos, enojada por la mesa que nosseparaba. Casi sentía la tibieza de ese aliento.

—¿Estás segura? —murmuró, intenso y conun hambre lo bastante irrefrenable como para queyo me alegrase de estar sentada. Si hubiesequerido, habría podido tenerme ahí mismo, sobrela mesa. Deseaba sus manos anchas sobre mi pieldesnuda, deseaba sus dientes en el cuello, deseabasu boca en cada uno de los rincones de mi cuerpo.

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—Estoy tratando de comer —dijo Lucien, yyo parpadeé y exhalé de forma ruidosa—. Peroahora que tengo tu atención, Tamlin... —terció,aunque el alto lord estaba mirándome a mí denuevo, devorándome con los ojos.

Casi no conseguía quedarme sentada, apenassi toleraba la ropa sobre la piel demasiadocaliente. Con bastante esfuerzo, Tamlin volvió amirar a su emisario. Inquieto, Lucien se movió ensu silla.

—No es que quiera ser portador de malasnoticias, pero mi contacto en la Corte Invierno selas arregló para hacerme llegar una carta. —Lucien tomó aire y me pregunté si ser emisariotambién significaba ser jefe de espías. Y mepregunté por qué se molestaba en decir eso en mipresencia. La sonrisa se desvanecióinmediatamente de la cara de Tamlin—. La plaga—continuó Lucien tenso, con voz suave— se llevóa dos docenas de los jóvenes. Dos docenas... queya no están. —Tragó saliva—. Les quemó la

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magia..., y después les abrió la mente en dos.Nadie pudo hacer nada en la Corte Invierno...,nadie consiguió detener el proceso. La pena es...es indescriptible. Mi contacto dice que otrascortes también reciben golpes muy duros, aunquela Corte Noche, claro está, se las ha arregladopara no haber sufrido ninguna herida. Pero pareceque la plaga viene hacia aquí..., se desplaza cadavez más al sur con cada ataque.

Toda la tibieza, toda la alegríaresplandeciente se alejaron de mí como sangreescurriéndose por una alcantarilla.

—¿La plaga... mata? —me las arreglé parapreguntar. Jóvenes. Había asesinado a chicos,como una tormenta de oscuridad y muerte. Y si loshijos eran tan raros como había dicho Alis, lapérdida de tantos de ellos tenía que ser másdevastadora que cualquier otra cosa que yopudiera imaginar.

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Los ojos de Tamlin se habían ensombrecido ymeneaba la cabeza despacio, como si tratara dequitarse de encima la pena y el horror de esasmuertes.

—La plaga puede lastimarnos en formas quetú no... —Se puso de pie con tanta rapidez que lasilla se derrumbó en el suelo. Sacó las garras ygruñó hacia el umbral abierto, se veían sus caninoslargos y brillantes.

La casa, generalmente llena de susurros defaldas y charlas de sirvientes, estaba en silencio.

No como el silencio preñado de la Noche delos Fuegos, sino más bien una quietud temblorosaque hacía que quisiera meterme debajo de la mesa.O empezar a correr. Lucien soltó una maldición ysacó la espada.

—Lleva a Feyre a la ventana, junto a lascortinas —gruñó Tamlin sin apartar los ojos de laspuertas abiertas. La mano de Lucien me tomó delcodo y me levantó de la silla.

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—¿Qué...? —empecé a decir, pero Tamlinvolvió a gruñir. El sonido hizo eco por lahabitación. Cogí uno de los cuchillos de la mesa ydejé que Lucien me arrastrara hasta la ventana,donde me empujó contra las cortinas de terciopelo.Quise preguntarle por qué no se molestaba enesconderme detrás de ellas, pero el inmortal de lamáscara de zorro apretó la espalda contra mí y mecobijó entre él y la pared.

El olor de la magia me subió a la nariz.Aunque la espada señalaba al suelo, la mano deLucien se cerró con fuerza alrededor de laempuñadura hasta que se le pusieron blancos losnudillos. Magia..., un hechizo para que no mevieran. Para ocultarme, para hacerme parte deLucien, invisible, escondida por la magia y el olordel inmortal. Miré a Tamlin por encima delhombro de Lucien; el alto lord respiró hondo yguardó los colmillos y las garras; la banda decuero llena de cuchillos apareció de la nada sobresu pecho ancho. Pero no desenvainó ninguno

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cuando enderezó la silla y se sentó a limpiarse lasuñas. Como si no pasara nada. Pero alguienllegaba, alguien lo suficientemente horrible comopara asustarlos..., alguien que querría hacermedaño si sabía que estaba allí.

La voz ceceante del attor me atravesó lamemoria. Había criaturas peores que él, me habíadicho Tamlin. Peor que los naga y el suriel, ytambién que el bogge.

Unos pasos sonaron en el vestíbulo.Regulares, pesados, relajados.

Tamlin siguió limpiándose las uñas. A milado, Lucien asumió la posición de quien mira porla ventana. Los pasos sonaron con más fuerza, elruido de unas botas sobre las baldosas de mármol.

Y después apareció.Sin máscara. Como el attor, él pertenecía a

otra corte. Pertenecía a otro. Y peor que eso...: yoya lo conocía. Me había salvado de aquellos tresinmortales en la Noche de los Fuegos.

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Con pasos demasiado llenos de gracia,demasiado felinos, se acercó a la mesa y se detuvoa pocos metros del alto lord. Era tal como yo lorecordaba: la ropa refinada, rica, recamada conjirones de noche, una túnica de color ébano conbrocado de oro y plata, pantalones oscuros y botasnegras que le llegaban a las rodillas. Nunca mehabía atrevido a pintarlo, y ahora supe que nuncatendría el valor de hacerlo.

—Alto lord —saludó con un sonsonete eldesconocido inclinando levemente la cabeza. Nadaparecido a una reverencia.

Tamlin se quedó sentado. Con la espaldahacia mí, yo no le veía la cara, pero su voz estabasurcada de violencia cuando dijo:

—¿Qué quieres, Rhysand?Este sonrió —su belleza rompía corazones—

y se llevó una mano al pecho.—¿Rhysand? Vamos, vamos, Tamlin. ¿Hace

cuarenta y nueve años que no te veo y me llamasRhysand? Solo mis prisioneros y mis enemigos me

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llaman así. —La sonrisa se le ensanchó cuandoterminó de hablar. Algo en esa cara se volviósalvaje y letal, algo que jamás había visto enTamlin. Se dio la vuelta y retuve el alientomientras él fijaba la vista sobre Lucien—. Unamáscara de zorro... Muy apropiada para ti, Lucien.

—Al infierno contigo, Rhys —ladró Lucien.—Siempre es un placer tratar con la chusma

—replicó Rhysand, y volvió a mirar a Tamlin. Yoseguía sin respirar—. Espero no haberosinterrumpido.

—Estábamos en mitad del almuerzo —respondió Tamlin, su voz vacía de tibieza. La vozde un alto lord. Oírla hizo que se me congelaranlas entrañas.

—Estimulante —dijo Rhysand.—¿A qué has venido, Rhys? —quiso saber

Tamlin sin moverse del asiento.—Quería ver cómo andaban las cosas por

aquí. Quería ver cómo os iba. Saber si recibisteismi regalito.

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—Tu regalo fue innecesario.—Pero un buen recuerdo de los días de

diversión, ¿no es cierto? —Rhysand hizochasquear la lengua y echó una mirada alrededorde la habitación—. Casi medio siglo encerradosen el agujero de una propiedad en el campo. No sécómo os arregláis. Pero —continuó, encarándose aTamlin— eres un hijo de puta tan empecinado queesto tiene que haberte parecido un paraísocomparado con Bajo la Montaña. Supongo que loes. Sin embargo, me sorprende: cuarenta y nueveaños y ningún intento de salvarte, ni tú ni a tustierras. Ni siquiera ahora que las cosas vuelven aponerse interesantes.

—No hay nada que hacer —aceptó Tamlincon voz baja.

Rhysand se acercó a él; sus movimientos,suaves como la seda. La voz se le convirtió en unsusurro..., una caricia erótica que me llenó decalor las mejillas.

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—Qué lástima que seas tú el que tiene queafrontar la peor parte del asunto, Tamlin..., y unalástima todavía mayor que estés tan resignado a tudestino. Tal vez seas caprichoso, pero esto espatético. Qué diferente es este alto lord del líderbrutal de la banda de guerreros que conocí hacesiglos.

Lucien lo interrumpió.—¿Quién eres tú para juzgar? Eres solamente

la puta de Amarantha.—Tal vez yo sea su puta, pero tengo mis

razones para eso. —Me encogí cuando la voz se leafiló bruscamente hasta volverse peligrosa—. Porlo menos no perdí el tiempo entre setos y floresmientras el mundo se iba al infierno.

La espada de Lucien se levantó unoscentímetros.

—Si crees que eso es lo único que hice, estásequivocado, y pronto vas a enterarte.

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—Querido Lucien. Ciertamente les diste algode que hablar cuando te cambiaste a Primavera.Cosa triste, la verdad, ver a tu madre de lutoperpetuo desde que te perdió.

Lucien levantó la espada hacia Rhysand.—Ten cuidado con esa boca sucia.Rhysand rio..., la risa de un amante, baja,

suave y muy íntima.—¿Te parece que esa es forma de hablarle a

un alto lord de Prythian?Mi corazón se detuvo. Por eso habían huido

los inmortales en la Noche de los Fuegos. Ir contraél hubiera sido suicida. Y por la forma en que laoscuridad parecía ondear sobre ese cuerpoperfecto, por esos ojos de color violeta que ardíancomo estrellas...

—Vamos, Tamlin —dijo Rhysand—. ¿Nodeberías recriminar a tu lacayo por hablarme deesa forma?

—Yo no uso de esta forma el rango en micorte —dijo Tamlin.

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—¿Ah, sigues con esas costumbres? —Rhysand se cruzó de brazos—. Pero es tandivertido cuando se humillan. Supongo que tupadre no se molestó en mostrarte...

—Esta no es la Corte Noche —siseó Lucien—. Y tú no tienes poder aquí..., así que vete. AAmarantha se le está enfriando la cama.

Traté de no respirar con fuerza. Rhysand..., élera el que había mandado esa cabeza. Comoregalo. Me estremecí. Esa mujer, esa Amarantha,¿estaba también en la Corte Noche?

Rhysand rio con ironía, pero después,bruscamente, se plantó frente a Lucien, condemasiada rapidez para que yo pudiera seguirlocon mis ojos humanos. Le gruñó en la cara. Lucienme apretó contra la pared con la espalda con tantafuerza que tuve que ahogar un grito cuando sentíque se me clavaba la madera.

—Yo estaba matando en el campo de batallaantes de que hubieras nacido siquiera —ladróRhysand. Después, con tanta rapidez como había

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entrado, se alejó, indiferente y descuidado. No,nunca me atrevería a pintar esa gracia inmortal,oscura..., ni en cien millones de años—. Además—dijo, metiéndose las manos en los bolsillos—,¿quién crees que le enseñó a tu adorado Tamlin losaspectos más sutiles de las espadas y las mujeres?No creerás que aprendió todo eso en los campitosde guerra de su padre.

Tamlin se frotó las sienes.—Déjalo para otro momento, Rhys. Con toda

seguridad nos veremos muy pronto. —Rhysand sealejó andando en zigzag hacia la puerta.

—Ella se está preparando en serio paraenfrentarse a ti. Dado vuestro estado actual, creoque puedo informarla sin temor a mentir de que yate das por vencido y que vas a reconsiderar laoferta. —Lucien contuvo el aliento cuandoRhysand pasó frente a la mesa. El alto lord de laCorte Noche pasó un dedo por el respaldo de misilla..., un gesto casual—. Estoy deseando vervuestras caras cuando...

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Rhysand estudió la mesa.Lucien se puso tenso y envarado y me apretó

todavía más contra la pared. La mesa estaba puestapara tres, mi plato de comida a medio terminarjusto frente al alto lord de la Corte Noche.

—¿Dónde está tu invitado? —preguntó,levantando mi copa y oliéndola antes de dejarla ensu lugar.

—He hecho que se marchara cuando hesentido que llegabas —mintió Tamlin contranquilidad. Rhysand volvió a mirar al alto lord;su cara perfecta vacía de emoción hasta que lascejas se elevaron. Un brillo de sorpresa, tal vezhasta de incredulidad, cruzó sus rasgos, perovolvió la cabeza como un látigo hacia Lucien. Lamagia me llenó la nariz y miré a Rhysand con unterror total, sin diluir, cuando él retorció el gestode rabia.

—¿Te atreves a hechizarme a mí? —gruñó, ysus ojos de color violeta ardieron cuandotaladraron los míos. Lucien se limitó a apretarme

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más contra la pared.La silla de Tamlin chirrió cuando él la corrió

hacia atrás. Se levantó, las garras al aire, másmortales que ninguno de los cuchillos que llevabaen la banda de cuero.

La cara de Rhysand se convirtió en unamáscara de furia tranquila mientras no dejaba demirarme.

—Me acuerdo de ti —ronroneó—. Me pareceque ignoraste el consejo que te di y volviste ameterte en problemas. —Se volvió hacia Tamlin—. ¿Quién es tu invitada?

—Mi prometida —contestó Lucien.—¿Ah, sí? Y ahí estaba yo, pensando que

seguías llorando a tu amante plebeya después detantos siglos —dijo Rhysand, y se me acercó agrandes pasos. La luz del sol no brillaba sobre elmetal de su túnica, como si se asustara de laoscuridad que él esparcía a su alrededor.

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Lucien escupió la mano de Rhysand y puso laespada entre él y yo. La sonrisa llena de veneno deRhysand se amplió.

—Si derramas un poco de mi sangre, Lucien,verás con qué velocidad la puta de Amaranthapuede hacer sangrar a toda la Corte Otoño.Especialmente a esta adorable señorita.

El color desapareció del rostro de Lucien,pero mantuvo la compostura. Fue Tamlin el querespondió:

—Baja la espada, Lucien.Rhysand me echó una mirada.—Sabía que te gusta caer bajo con tus

amantes, Lucien, pero nunca pensé que temezclarías con basura mortal.

Mi cara ardió. Lucien estaba temblando, derabia o de miedo o angustia, no podía discernirlo.

—La lady de la Corte Otoño se lamentarámucho cuando reciba noticias de su hijo menor. Siyo fuera tú, mantendría a tu nueva mascota bienlejos de tu padre.

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—Vete, Rhys —ordenó Tamlin, de pie a laespalda del alto lord de la Corte Noche.

Todavía no había insinuado ningúnmovimiento de ataque a pesar de las garras, apesar de que Rhysand se me acercaba. Tal vez unabatalla entre los dos altos lores destruiría lamansión hasta sus cimientos..., dejando solo unaestela de polvo. O tal vez, si Rhysand erarealmente el amante de esa mujer, el castigo porherirlo sería desproporcionadamente grande, enespecial con la carga añadida de tener queenfrentarse a la plaga.

Rhysand echó a Lucien a un lado como sifuera una cortina.

No había nada entre nosotros ahora, y el aireera frío y cortante. Pero Tamlin permaneció en sulugar y Lucien no hizo mucho más que parpadearcuando Rhysand, con una suavidad terrorífica, mequitó el cuchillo de las manos y lo arrojó al otrolado de la habitación, roto en mil pedazos.

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—Eso tampoco te iba ayudar, de todasmaneras —me dijo este—. Si fueras sabia, huiríasgritando de este lugar, de esta gente. Me maravillaque aún estés aquí. —La confusión que sentíadebía de estar escrita en mi cara, porque Rhysandrio con fuerza—. Oh, ¿no lo sabe?

Temblé, incapaz de encontrar las palabras oel coraje necesarios.

—Te doy unos segundos, Rhys —le advirtióTamlin—. Unos segundos para irte de aquí.

—Si yo fuera tú, no me dirigiría a mí de esamanera.

Contra mi voluntad, mi cuerpo se enderezó,cada músculo se tensó, mis huesos crujieron. Eramagia, pero también algo más profundo. Era algoque se apoderaba de mí y que tomaba el control;incluso regía los latidos de mi corazón.

No podía moverme. Una mano invisible condedos como espolones estaba escarbando en mimente. Y lo supe... Un solo golpe de esas garrasmentales y mi ser dejaría de existir.

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—Déjala en paz —dijo Tamlin conbrusquedad, pero no avanzó. Había algo de pánicoen sus ojos mientras su mirada iba de mí aRhysand—. Ya es suficiente.

—Me había olvidado de que las menteshumanas son tan fáciles de destrozar como unacáscara de huevo —amenazó Rhysand, y deslizóun dedo por la base de mi cuello. Me estremecí;mis ojos brillaban como brasas—. Mira quéencantadora es, cómo está tratando de no llorar deterror. Será rápido, te lo prometo.

Si no hubiera conservado un mínimo controlsobre mi cuerpo, habría vomitado.

—Tiene los pensamientos más deliciosossobre ti, Tamlin —dijo—. Se pregunta cómo sesentirían tus dedos sobre sus muslos, y tambiénentre ellos. —Soltó una risita. Aunque habíarevelado mis pensamientos más privados, aunquehervía de vergüenza y de indignación, seguíatemblando por la garra que constreñía mi mente.Rhysand se volvió hacia el alto lord—. Dime,

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disculpa mi curiosidad: ¿por qué se pregunta si legustará que muerdas sus pechos del modo en quemordiste su cuello?

—Déjala ir. —El rostro de Tamlin estabadistorsionado por una rabia tan salvaje quedespertó un terror nuevo, diferente y más profundoen mí.

—Si te sirve de consuelo —le confesóRhysand—, ella habría sido la indicada para ti... ytú habrías logrado salirte con la tuya. Un pocotarde, sin embargo. Es más terca que tú.

Esas garras invisibles acariciaron mi mentecon pereza una vez más... y luego desaparecieron.Me desplomé y me abracé las rodillas; me sentíacomo si me hubieran despojado de mi ser. Queríaevitar sollozar, gritar, vaciar mi estómago en elsuelo.

—Amarantha va a disfrutar destrozándola —comentó Rhysand—. Casi tanto como va adisfrutar verte mientras le arranca pedazos delcuerpo, uno por uno.

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Tamlin estaba helado; los brazos, las garras,le colgaban a los costados del cuerpo. Nunca lohabía visto así.

—Por favor —fue lo único que dijo.—¿Por favor qué? —preguntó Rhysand con

amabilidad, como para convencerlo. Como unamante.

—No le digas nada de ella a Amarantha —lepidió Tamlin. Se percibía la tensión en su voz.

—¿Y por qué no? Como su puta —replicóRhysand lanzando una mirada en dirección aLucien—, tengo que contárselo todo.

—Por favor —consiguió decir Tamlin, comosi le resultara difícil respirar. Rhysand señaló alsuelo y su sonrisa se volvió feroz.

—Pídemelo de rodillas y tal vez considere sise lo digo o no a Amarantha. —Tamlin se dejócaer de rodillas e inclinó la cabeza.

—Más abajo.

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Tamlin puso la frente y las manos en el suelo,cerca de las botas de Rhysand. Me daban ganas dellorar de rabia al ver cómo lo obligaban ahumillarse, al ver a mi alto lord caer tan bajo.

—Tú también, niño zorro.La cara de Lucien estaba oscura, pero

también se puso de rodillas y apoyó la frente en elsuelo. Deseé tener el cuchillo que Rhysand mehabía arrebatado, deseé cualquier cosa con la quepudiera matarlo. Dejé de temblar lo suficientecomo para oír lo que decía:

—¿Estáis haciendo esto por vosotros o porella? —preguntó. Después se encogió de hombros,como si no estuviera obligando a humillarse a unalto lord de Prythian—. Estás demasiadodesesperado, Tamlin. Resulta... poco atractivo.Cuando te transformaste en alto lord te volvistemuy aburrido.

—¿Vas a decírselo a Amarantha? —insistióTamlin, sin levantar la cara del suelo.

Rhysand sonrió satisfecho.

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—Tal vez lo haga, tal vez no.En un veloz movimiento, demasiado rápido

para que yo lo detectase, Tamlin se puso de pie,los colmillos largos, letales, muy cerca de la carade Rhysand.

—Nada de eso —dijo este, chasqueó lalengua y empujó a Tamlin con una sola mano—.No con una dama presente. —Sus ojos se posaronen mi cara—. ¿Cómo te llamas, amor?

Si le daba mi nombre..., y el nombre de mifamilia, provocaría más dolor y más sufrimiento.Tal vez él buscara a mi familia y los arrastrara aPrythian para atormentarlos, solamente paradivertirse. Pero era muy capaz de arrancarme elnombre de la mente si dudaba demasiado. Mantuvela mente en calma, en blanco, y solté el primernombre que me vino a la memoria, una amiga demis hermanas, una chica a quien yo nunca habíadirigido la palabra y cuya cara ni siquierarecordaba.

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—Clare Beddor. —Mi voz no era más que unjadeo.

Rhysand se volvió hacia Tamlin,imperturbable frente a la proximidad del alto lord.

—Bueno, esto ha sido muy divertido. Enrealidad, no me había divertido tanto en años. Yaestoy ansioso por veros a los tres en Bajo laMontaña. Le daré vuestros saludos a Amarantha.

Después, Rhysand se desvaneció en la nada,como si hubiera pasado a través de una grieta delmundo, y nos dejó solos en un silencio horrible,tembloroso.

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CAPÍTULO

27

Estaba en la cama, mirando las lagunas de la luzde la luna que se movían en el suelo. Era todo unesfuerzo no seguir pensando en la cara de Tamlincuando nos ordenó que nos fuéramos, a mí y aLucien, y cerró la puerta del comedor tras

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nosotros. Si no hubiera estado tan concentrada enmantenerme de pie, me habría quedado. Pero en micobardía me fui corriendo a mi habitación, dondeAlis me esperaba con una taza de chocolatecaliente. Fue todavía más difícil no recordar elrugido que hizo temblar el candelero y crujir losmuebles cuando recorrió la casa como un eco.

No bajé a cenar. No quería saber si habíanpreparado la comida. No pude obligarme a pintar.

La casa había estado en silencio durante untiempo, pero la rabia de Tamlin seguíareverberando en la madera, la piedra y el vidrio.

No, no quería pensar en lo que había dichoRhysand..., no quería pensar en la tormentacreciente de la plaga ni en Bajo la Montaña, si esque ese era el nombre, y en las razones por las quetal vez me viera obligada a ir ahí. Y enAmarantha..., por fin un nombre para la presenciafemenina que pesaba sobre todas las vidas que merodeaban.

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Temblaba cada vez que se me ocurríareflexionar sobre el poder que con toda seguridadtenía Amarantha si era capaz de dominar a losaltos lores de Prythian. Si tenía a Rhysand atado auna correa y hacía que Tamlin se pusiese derodillas para impedir que ella se enterara de miexistencia.

La puerta crujió y me senté instantáneamente.La luz de la luna brilló sobre los adornos de oro,pero mi corazón no se tranquilizó cuando Tamlincerró la puerta y se acercó. Los pasos del alto lorderan lentos, pesados, y no habló hasta que estuvosentado en el borde de la cama.

—Lo lamento —dijo. Tenía la voz ronca yvacía.

—Está bien —mentí, apretando las sábanascon las manos. Si pensaba demasiado en el asunto,todavía podía sentir en la mente las caricias de lasgarras del poder de Rhysand.

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—No, no está bien —gruñó él, y me tomó unamano, arrancándomela de las sábanas—. Es que...—Bajó la cabeza, suspiró con fuerza y me apretólos dedos con suavidad—. Feyre..., ojalá... —Negó con la cabeza y se aclaró la garganta—. Tevoy a mandar a tu casa.

Algo se quebró dentro de mí.—¿Qué?—Te voy a mandar a tu casa —repitió él, y

aunque su voz sonaba más fuerte ahora, temblabaun poco.

—¿Y los términos del tratado...?—Yo te tomé como deuda de vida. Si alguien

viene a preguntar por las leyes que rompemos, meharé responsable por la muerte de Andras.

—Pero dijiste una vez que no había manerade escapar del asunto... El suriel dijo que no...

Soltó un gruñido.—Si alguien tiene algún problema con eso,

me lo puede decir a mí.«Y lo hará pedazos, claro.»

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Se me encogió el estómago. Dejarlo... Serlibre...

—¿He hecho algo malo...?Me levantó la mano y la apretó contra su

mejilla. Era tan cálido..., como una invitaciónlargo tiempo deseada.

—No has hecho nada. —Volvió la cabeza yme besó la palma—. Has sido perfecta —memurmuró contra la piel, y después bajó mi manohasta la cama.

—Entonces ¿por qué tengo que irme? —Aparté la mano.

—Porque hay... quienes quieren lastimarte,Feyre. Lastimarte por lo que eres para mí. Penséque sería capaz de manejarlos, de protegerte deellos, pero después de hoy... sé que no puedo. Asíque tienes que irte a casa, irte lejos. Allá vas aestar segura.

—Yo puedo defenderme sola y...

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—No, no puedes —me interrumpió él, y letembló la voz—. Porque yo no puedo. —Me tomóla cara con las dos manos—. Ni siquiera puedoprotegerme a mí mismo contra ellos, contra lo queestá pasando en Prythian. —Sentí cada palabracuando salía de su boca y entraba en mis oídos:una ráfaga caliente, frenética de aire—. Aunquenos enfrentáramos a la plaga..., te cazarían..., ellaencontraría una forma de matarte.

—Amarantha. —Tamlin se puso rígidocuando pronuncié ese nombre, pero asintió—.¿Quién...?

—Cuando llegues a casa —volvió ainterrumpirme—, no le digas a nadie la verdadsobre el lugar donde has estado, que crean lo queles contó el hechizo. No les digas quién soy, no lesdigas dónde estuviste. Los espías de Amaranthavan a estar buscándote.

—No lo entiendo. —Le cogí el brazo y apretécon fuerza—. Cuéntame...

—Tienes que irte a casa, Feyre.

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A casa. Aquella ya no era mi casa, era elinfierno para mí.

—Quiero quedarme contigo —susurré convoz quebrada—. No me importa el tratado, no meimporta la plaga.

Él se pasó una mano por la cara. Los dedosse le contrajeron cuando se encontraron con lamáscara.

—Eso ya lo sé.—Entonces...—No hay discusión —ladró él, y yo lo miré

con rabia—. ¿No lo entiendes? —Se puso de piecon rapidez—. Rhys no ha sido más que elprincipio. ¿Quieres estar aquí cuando vuelva elattor? ¿Quieres saber qué tipo de criatura le daórdenes al attor? Cosas como el bogge... y otraspeores.

—Deja que te ayude...—No. —Empezó a caminar a un lado y a otro

frente a la cama—. ¿No has leído la amenaza entrelíneas, hoy?

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Yo no la había captado, pero levanté elmentón y crucé los brazos.

—¿Así que me mandas lejos de tu casaporque soy inútil para una pelea?

—Te mando lejos porque me pone enfermopensar que caigas en sus manos. —Hubo unsilencio en el que solo se oía el sonido de surespiración pesada. Se dejó caer en la cama y seapretó los ojos con las palmas de las manos.

Sus palabras hicieron eco en mi cuerpo yfundieron mi rabia; convirtieron todo lo que yotenía dentro de mí en algo acuoso y frágil.

—¿Cuánto... cuánto tiempo tengo que irme?No contestó.—¿Una semana? —No hubo respuesta—. ¿Un

mes? —Negó con la cabeza despacio. Sentí que seaflojaban mis labios, pero me obligué a parecerobjetiva—. ¿Un año?

Todo ese tiempo lejos de él...—No lo sé.

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—Pero no para siempre, ¿verdad? —Aunquela plaga llegara otra vez a la Corte Primavera,aunque la plaga pudiera acabar conmigo..., yovolvería. Él me colocó un mechón de pelo de lafrente. Me aparté—. Supongo que todo va a sermás fácil si me voy —dije sin mirarlo—. ¿Quiénquiere a su alrededor a alguien cubierto deespinas?

—¿Espinas?—Alguien que pincha. Alguien demasiado

sensible. Amargo. Alguien que siempre protesta.Él se inclinó hacia delante y me dio un suave

beso.—No para siempre —respondió con los

labios apoyados sobre mi boca. Y aunque yo sabíaque eso era mentira, le deslicé los labios porencima del cuello y lo besé.

Él me levantó y me sentó sobre sus rodillas,me sostuvo con fuerza contra él mientras me abríalos labios con los suyos. Cuando su lengua entró

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en mi boca, me sentí bruscamente consciente decada uno de los poros del cuerpo.

Aunque el horror de la magia de Rhysandseguía retorciéndome por dentro, empujé a Tamlina la cama, subí sobre él, lo apreté ahí como si deesa forma pudiera impedirle que se fuera, como sipudiera hacer que el tiempo se detuviera porcompleto. Sus manos se apoyaron sobre miscaderas y el calor de las palmas atravesó la sedadel camisón. Mi pelo cayó alrededor de nuestrascaras como una cortina. No conseguía besarlo consuficiente velocidad o con una fuerza que pudieraexpresar la necesidad que me recorría por dentro.

Gruñó con suavidad y me hizo dar la vueltacon rapidez, me tendió debajo de él mientras memordía los labios y dejaba un rastro de besossobre mi cuello.

El mundo entero se redujo al roce de esoslabios sobre la piel. Lo único que había más alláde él era un vacío de oscuridad y luz de luna. Seme arqueó la espalda mientras él buscaba el lugar

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que había mordido una vez y yo le pasaba lasmanos por el pelo, saboreando esa suavidadsedosa.

Él me recorrió el arco de las caderas y sequedó en el borde de mi ropa interior. El camisónse me había subido hasta la cintura, pero no meimportaba. Lo rodeé con las piernas desnudas y lepasé los pies por los músculos duros de laspantorrillas.

Jadeó mi nombre sobre mi pecho, una de susmanos me exploró el torso y llegó arriba, alnacimiento del seno. Temblé, anticipando lasensación de su mano en ese lugar, y su bocaencontró la mía de nuevo mientras los dedos sedetenían justo debajo del pecho.

Esta vez los besos fueron más lentos, másamables. Las puntas de los dedos de su manoderecha se deslizaron bajo el borde de la ropainterior y contuve la respiración.

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Él entonces dudó y retrocedió un poco. Perole mordí el labio en una orden sin palabras, yTamlin me gruñó en la boca. Desgarró la puntillade encaje y la seda y la ropa cayó en pedazos. Sugarra se retrajo y el beso se hizo más profundocuando los dedos se deslizaron entre mis piernas,llamando y buscando. Me restregué contra sumano, dejándome ir por completo hacia la zonasalvaje, inquieta, que había rugido dentro de mí, ysusurré su nombre contra la piel caliente de sutorso.

Hizo una pausa y retiró los dedos, pero yo loapreté contra mí. Lo deseaba ahora, quería quedesaparecieran las barreras de la ropa que habíaentre nosotros, quería probar el sabor de esesudor, quería llenarme de él.

—No pares —jadeé.—Si... —repuso él con voz grave,

apoyándome la frente entre los senos mientrastemblaba—. Si sigo... no voy a poder parar...

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Me incorporé y él me miró, casi no respiraba.Pero yo mantuve los ojos fijos en él, la respiraciónse me tranquilizó cuando levanté el camisón porencima de mi cabeza y lo arrojé al suelo.Totalmente desnuda frente a él, miré cómoviajaban sus ojos sobre mis pechos desnudos,tensos como picos que se levantan hacia la nochefría, y después hasta mi vientre, hasta lo que habíaentre mis piernas. Un hambre furiosa, decidida,cruzó por su rostro. Doblé una pierna y la deslicéhacia un costado, una invitación silenciosa. Élsoltó un gruñido bajo... y poco a poco, conintensidad de predador, levantó otra vez la vistahasta encontrar mis ojos.

La fuerza completa de ese poder salvaje,implacable, de alto lord estaba puesta en mí, en mísolamente... y sentí la tormenta contenida pordebajo de su piel, capaz de arrasar todo lo que yoera, incluso en ese estado de debilidad. Pero

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confiaba en él, confiaba en mi capacidad paraaguantar ese poder increíble. Podía arrojarle todolo que yo era y él no retrocedería.

—Dámelo todo —dije jadeando.Él se lanzó, una bestia por fin sin riendas.Fuimos un remolino de piernas, brazos y

dientes y le arranqué el resto de la ropa hasta queestuvo todo en el suelo; después le arañé la pielhasta que le dejé marcada la espalda, los brazos.Había sacado las garras, pero esas armas letalesfueron devastadoramente amables sobre miscaderas. Después se deslizó entre mis muslos y medevoró, y se detuvo solo cuando yo temblé y merendí. Yo gemía su nombre en el momento en quese metió en mí con un empuje poderoso, lento, quehizo que me convirtiera en partículas a sualrededor.

Nos movimos juntos, interminables ysalvajes, en llamas, y cuando me dejé caer alabismo por segunda vez, él rugió y se unió a mí.

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Me dormí entre sus brazos y horas después,cuando desperté, volvimos a hacer el amor, conintensidad y lentitud, un fuego que ardía despaciofrente a la hoguera salvaje que habíamosencendido antes. Una vez que los dos estuvimossatisfechos, jadeando, bañados en sudor, nosquedamos un rato en silencio y respiré el olorterrenal y crujiente de Tamlin. Nunca sería capazde capturar eso..., nunca podría pintar la sensacióny el sabor del alto lord, lo intentara las veces quelo intentase, usara los colores que usase.

Tamlin trazó círculos perezosos sobre mivientre plano y murmuró:

—Deberíamos dormir. Tienes un viaje muylargo por delante mañana.

—¿Mañana? —Me senté en la cama, laespalda recta, y no me importó estar desnuda, nodespués de que él lo hubiera visto todo, probadoel sabor de todo.

Su boca era una línea fina.—Al amanecer.

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—Pero es...Él se sentó con un movimiento ágil.—Por favor, Feyre.«Por favor.» Tamlin se había inclinado hasta

el suelo frente a Rhysand. Por mí. Se alejó hacia elborde de la cama.

—¿Adónde vas?Me miró por encima del hombro.—Si me quedo, no vas a poder dormir nada.—Quédate —le dije—. Prometo no hacer

nada con las manos. —Mentira..., una mentiraabsoluta.

Él me sonrió a medias, una sonrisa que medijo que también lo sabía, pero volvió a acostarsee hizo un nido para mí entre sus brazos. Pasé unbrazo sobre su cintura y apoyé la cabeza en elhueco de su hombro.

Me acarició el pelo con calma. No queríadormirme, no quería desperdiciar ni un minuto,pero un cansancio inmenso me estaba llevando

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lejos de la conciencia hasta que lo único que notéfue el roce de sus dedos en el pelo y el sonido desu respiración.

Tenía que marcharme. Justo cuando ese lugarse había convertido en algo más que un santuario,justo cuando la orden del suriel se habíaconvertido en una bendición y Tamlin en muchomucho más que un salvador o un amigo...

Me iba. Tal vez pasarían años hasta quevolviera a ver esa casa, años hasta que oliera elperfume de la rosaleda, hasta que viera de nuevoesos ojos con puntos dorados. Me sentía en casa,sí, esa era mi casa.

Cuando la conciencia me abandonó por fin,pensé que lo oía hablar, la boca cerca de mi oído.

—Te amo —susurró, y me besó la frente—.Con espinas y todo. —Se había ido cuando medesperté y supuse que lo había soñado.

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CAPÍTULO

28

No hay mucho que decir sobre los preparativospara el viaje y las despedidas. Me sorprendícuando Alis me vistió con una ropa muy distinta delas que elegía siempre..., algo lleno de volantes yapretado e incómodo en los peores lugares. Una

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moda entre los ricos mortales, sin duda. El vestidoestaba hecho con capas de seda de color rosapálido y adornado con puntillas blancas y azules.Me puso un abrigo corto, ligero, de lino blanco, yencima de la cabeza un absurdo sombrerito decolor marfil, sin duda solo un adorno. Pensé quehasta me daría una sombrilla que hiciera juego.

Se lo dije a Alis y ella chasqueó la lengua.—¿Cómo es que no hay llanto en la

despedida?Yo tironeé de los guantes, inútiles y endebles.—No me gustan las despedidas. Si pudiera,

me iría por la puerta sin decir nada.Alis me miró profundamente.—A mí tampoco me gustan las despedidas.Me dirigí hacia la puerta, y a pesar de mí

misma, dije:—Espero que puedas estar con tus sobrinos

muy pronto.

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—Haced todo lo que podías con vuestralibertad —fue lo único que dijo ella. Cuando bajéencontré a Lucien, que se burló de mi vestimentaen cuanto me vio.

—Esa ropa es suficiente para convencermede que jamás quiero ir al reino humano.

—No estoy segura de que el reino humanosupiera qué hacer contigo —repliqué yo.

La sonrisa de Lucien era nerviosa, sushombros estaban tensos cuando miró detrás de mí,donde esperaba Tamlin junto a un carruaje dorado.Cuando este se dio la vuelta, él entrecerró el ojometálico.

—Creí que eras más inteligente.—Adiós a ti también —dije. No era algo que

yo hubiese elegido, no era mi culpa que mehubieran ocultado la parte más importante delconflicto. Aunque no habría podido hacer nadacontra la plaga, o contra las criaturas invasoras, ocontra Amarantha..., fuera quien fuese ella.

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Lucien negó con la cabeza y su cicatriz sehizo más visible bajo el sol brillante. Se acercócaminando hacia Tamlin, a pesar del gruñido deadvertencia del alto lord.

—¿Ni siquiera vas a darle unos días más?¿Unos pocos... antes de mandarla de vuelta a esebasurero humano? —exigió saber.

—Esto no está en discusión —ladró Tamlin,señalando hacia la casa—. Te veré en el almuerzo.

Lucien lo miró un momento con los ojos muyabiertos, escupió en el suelo y volvió a subir laescalera furioso. Tamlin dejó que se fuera.

Si hubiera pensado un poco más en laspalabras de Lucien tal vez le habría gritado algo,pero... el pecho se me vació cuando estuve frente aTamlin junto al carruaje dorado, las manoscubiertas de sudor bajo los guantes.

—Recuerda lo que te dije —manifestó conpreocupación. Asentí con la cabeza. Estabademasiado ocupada memorizando las líneas de sucara para contestarle. ¿Se refería a lo que yo creía

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que él me había dicho esa noche..., que me amaba?Me moví sin cambiar de lugar; los pies ya medolían en los zapatitos de charol blanco que mehabía impuesto Alis—. El reino mortal siguesiendo seguro... para ti, para tu familia. —Asentínuevamente, preguntándome si estaba intentandopersuadirme de que abandonara nuestro territorio,de que navegara hacia el sur, pero era conscientede que me negaría a estar tan lejos del muro, tanlejos de él. Que volver con mi familia era lamayor distancia que estaba dispuesta a permitirentre los dos.

—Mis cuadros... son tuyos —dije, porque nose me ocurría nada mejor que expresara missentimientos, que explicara lo mucho que me dolíaque me estuviera enviando lejos y el terror que mecausaba el carruaje que se elevaba junto a mícomo un monstruo.

Me levantó el mentón con un dedo.

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—Vamos a volver a vernos. —Me besó y seapartó con rapidez. Tragué saliva, luchando contrael escozor que sentía en los ojos—. Te amo, Feyre.

Giré en redondo antes de que se me nublarala vista, pero él estaba ahí para ayudarme a subiral opulento carruaje. Miró cómo me sentaba através de la puerta abierta; su cara era una máscarade calma.

—¿Lista?No, no, yo no estaba lista, no después de la

noche anterior, no después de todos esos meses.Pero asentí. Si Rhysand volvía, si esa Amaranthaera una amenaza tan grande, si yo era tan soloalguien más a quien Tamlin tuviera que defender...,tenía que irme.

Cerró la puerta, me encerró dentro con un clicque resonó en todo mi cuerpo. Se inclinó sobre laventana abierta para acariciarme la mejilla, y yohabría jurado que sentí cómo se me quebraba elcorazón. El cochero hizo restallar el látigo.

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Los dedos de Tamlin me rozaron la boca. Elcarruaje dio un salto cuando los seis caballosblancos empezaron a andar. Me mordí el labiopara evitar que temblara.

Tamlin me sonrió una última vez.—Te amo —dijo, y dio un paso atrás.Yo debería haberlo dicho, debería haber

dicho esas palabras, sí. Pero se me atragantaron enla garganta... por lo que él tenía que afrontar,porque tal vez él no volviera a buscarme a pesarde su promesa, porque por debajo de todo eso élera un inmortal y yo envejecería y moriría. Tal vezél estuviera siendo sincero ahora, tal vez la nocheanterior había sido tan inquietante para él comopara mí, pero no quería convertirme en unproblema. No quería ser otro peso sobre esoshombros.

Así que no dije nada mientras el carruaje sealejaba. Y no miré atrás cuando cruzamos laspuertas de la mansión y entramos en el bosque.

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Apenas lo hicimos, me llegó a la nariz el olor dela magia y me sentí arrastrada hacia un sueñoprofundo. Estaba furiosa cuando me desperté. Mepreguntaba por qué había sido necesario esehechizo, pero el aire estaba lleno del ruidopoderoso de los cascos contra los adoquines de lacalle. Me froté los ojos, miré por la ventana y viun sendero que ascendía por una ladera flanqueadode plantas y flores. Nunca había estado allí.

Traté de captar todos los detalles que pudieramientras el carruaje se detenía frente a un castillode mármol blanco y techos de color esmeralda...,casi tan grande como la mansión de Tamlin.

Las caras de los sirvientes que se acercaronme eran desconocidas, y mantuve una expresiónimpávida mientras tomaba la mano del lacayo ysalía del carruaje.

Humano. Él era totalmente humano, con esasorejas redondas, esa cara enrojecida, esa ropa.

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Los otros sirvientes también eran humanos,todos inquietos, para nada parecidos a la completatranquilidad con la que se movían los altos fae.Criaturas sin gracia, no terminadas, criaturasterrenales de sangre.

Los sirvientes me miraban pero no seacercaban..., incluso se alejaban. ¿Tan fabulosoera mi aspecto? Me erguí frente al despliegue demovimiento y colores que salía por la puertaprincipal.

Reconocí a mis hermanas antes de que ellasme vieran. Vinieron hacia mí arreglándose lossuntuosos vestidos, las cejas levantadas consorpresa frente a ese carruaje dorado.

La sensación de hundimiento que tenía en elpecho empeoró bruscamente. Tamlin había dichoque se estaba ocupando de mi familia, pero eso...

Nesta habló primero. Hizo una reverenciaprofunda. Elain la imitó después.

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—Bienvenida a nuestra casa... —dijo Nestaen un tono un poco inexpresivo, los ojos clavadosen el suelo—, lady...

Yo solté una risa aguda.—Nesta... —dije, y ella se puso rígida. Volví

a reírme—. ¿No reconoces a tu propia hermana?Elain jadeó.—¿Feyre? —Dio un paso hacia mí, pero se

detuvo—. Entonces, ¿qué ha pasado con la tíaRipleigh? ¿Está...? ¿Murió?

Esa era la historia, recordé: que yo había idoa cuidar a una tía rica, perdida hacía ya muchotiempo. Asentí. Nesta examinó mi ropa y elcarruaje; las perlas que le adornaban el pelocastaño dorado brillaron a la luz del sol.

—Te dejó su fortuna —dijo después consimpleza. No era una pregunta.

—¡Deberías habernos avisado, Feyre! —dijoElain, que seguía con la boca abierta—. Ah, quéhorrible... Estuviste sola allí cuando murió,

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pobre... Papá se va a sentir muy mal cuando sepaque no pudo ir al funeral y presentarle susrespetos.

Cosas tan... tan simples: parientes que semueren, fortunas que se heredan y mostrar respeto.Y sin embargo... se alejó de mí un peso que yo nisiquiera sabía que sentía. Esas eran las únicascosas que les preocupaban.

—¿Por qué estás tan callada? —dijo Nesta.Seguía manteniendo la distancia.

Había olvidado la inteligencia de sus ojos, sufrialdad. Mi hermana mayor estaba hecha de otromaterial, algo más duro y más fuerte que huesos ysangre. Era tan diferente como yo de los humanosque la rodeaban.

—Me... me alegro de ver cómo han mejoradolas cosas por aquí —me las arreglé para decir—.¿Qué pasó? —El conductor, que llevaba unhechizo para parecer humano, sin ninguna máscaraa la vista, empezó a bajar las maletas y a

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entregárselas al lacayo. No me había dado cuentade que Tamlin había ordenado también hacer miequipaje.

Elain sonrió de oreja a oreja.—¿No recibiste nuestras cartas? —No

recordaba, o tal vez ni siquiera sabía que, de todosmodos, yo no hubiera sido capaz de leerlas.Cuando negué con la cabeza, se quejó de lainutilidad del correo, y después dijo—: ¡Ah, no lovas a creer! Casi una semana después de que tefueras a cuidar a la tía Ripleigh, llegó undesconocido y le pidió a papá que tomara parte enun negocio que estaba llevando a cabo... Papádudó porque la oferta era demasiado buena, peroel desconocido insistió tanto que papá aceptó. Y elhombre le dio un baúl de oro ¡solamente poraceptar! En un mes el hombre había duplicado lainversión, y desde ese momento el dinero entró araudales. ¿Y sabes qué? ¡Encontraron los barcosque se habían hundido en Bharat! ¡Enteros, contodas las ganancias de papá!

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Tamlin... Tamlin había hecho todo eso porellos. Traté de no pensar en el creciente vacío quesentía en el pecho.

—Pareces tan sorprendida como nosotras,Feyre —dijo Elain, y me dio el brazo—. Ven,pasa. ¡Vamos a mostrarte la casa! No tenemos unahabitación decorada para ti porque pensábamosque ibas a estar con la pobre tía Ripleigh unosmeses más, pero tenemos tantos dormitorios que,si quisieras, podrías dormir en uno diferente cadanoche...

Observé a Nesta por encima del hombro; mihermana me vigilaba con una mirada carente deexpresión. Así que no se había casado con TomasMandray, después de todo.

—Papá se va a desmayar cuando te vea —parloteó Elain, dándome palmaditas en la manomientras me escoltaba hacia la puerta principal—.¡O quizá dé un baile en tu honor!

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Nesta nos siguió. Una presencia callada, alacecho. No quería saber lo que estaba pensandomi hermana. No estaba segura de si sentirmefuriosa o aliviada frente al hecho de que se lashubieran arreglado tan bien sin mí... Mepreguntaba si Nesta no sentiría lo mismo.

Los cascos de los caballos sonaron sobre losadoquines y el carruaje empezó a bajar por elsendero de entrada, alejándose de mí, de vueltahacia mi verdadero hogar, de vuelta hacia Tamlin.Tuve que hacer un enorme esfuerzo para no corrertras él.

Tamlin me había dicho que me amaba y yohabía comprobado la verdad de esa declaracióncuando hicimos el amor; y después él me habíaenviado lejos para ponerme a salvo, me habíaliberado del tratado. Porque la tormenta que estabaa punto de desatarse sobre Prythian, fuera lo quefuese, sería tan brutal que ni siquiera un alto lordpodría hacerle frente.

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Tenía que quedarme: lo más inteligente eraquedarme donde estaba. Pero no conseguíadominar la sensación de que, a pesar de lasórdenes de Tamlin, había cometido un error muymuy grande al aceptar irme, y esa sensación eracomo una sombra cada vez más oscura dentro demí. «Quédate con el alto lord», había dicho elsuriel. Su único consejo.

Borré la idea de mi mente cuando vi a mipadre llorar y propuso dar un baile en mi honor. Yaunque yo sabía que la promesa que le había hechoa mi madre estaba cumplida, aunque sabía que yaestaba libre de esa promesa y que mi familiasiempre estaría bien cuidada..., la sombracreciente, cada vez más larga, era un peso sobremi corazón.

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CAPÍTULO

29

Inventar historias sobre el tiempo que habíapasado con la tía Ripleigh me exigió un esfuerzomínimo. Dije que le leía todos los días, que mehabía enseñado cómo comportarme desde su lecho

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de enferma y que la había cuidado hasta que, hacíaquince días, había muerto dejándome toda sufortuna.

¡Y vaya fortuna!: los baúles que meacompañaban no contenían ropa solamente; variosestaban llenos de oro y joyas. No joyas talladas,sino piezas en bruto, enormes, que hubieranpodido comprar mil mansiones.

Papá estaba haciendo el inventario de esasjoyas. Se había encerrado en el estudio que dabaal jardín, donde estábamos sentadas en la hierbacon Elain. Lo veía a través de la ventana,inclinado sobre el escritorio con una pequeñabalanza pesando un rubí en bruto del tamaño de unhuevo de pato. Se le había aclarado la vista denuevo y se movía con una gran precisión, unavitalidad que no había visto en él desde antes de ladecadencia familiar. Hasta la cojera le habíamejorado como por milagro con un tónico y unungüento que un sanador desconocido de paso por

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la aldea le había entregado sin cobrarle nada.Habría quedado en deuda con Tamlin solamentepor ese regalo.

Ya no se lo veía con los hombros caídos nicon la vista baja, nublada. Ahora papá sonreía conlibertad, se reía con facilidad, y siempre estabamimando a Elain, que a su vez lo mimaba a él.Nesta, en cambio, todo el tiempo estaba callada yvigilante, nunca contestaba a Elain con más de unapalabra o dos.

—Esos bulbos —dijo Elain, y señaló con unamano enguantada un grupo de flores rojas yblancas— provienen de los campos de tulipanesdel continente. Papá prometió que la próximaprimavera me va a llevar a verlos. Dice que haykilómetros y kilómetros de esos campos llenos deflores. —Le dio unas palmaditas al suelo fértil,oscuro. El jardincito debajo de la ventana erasuyo: había elegido cada uno de los brotes y losarbustos y los había plantado con sus propiasmanos; no quería que nadie más lo cuidase. Hasta

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regaba y sacaba las malas hierbas. Aunque,admitió, los sirvientes la ayudaban a llevar lospesados baldes de agua. Se habría maravillado sihubiese estado frente a esas flores que nunca sesecaban en la Corte Primavera, habría lloradofrente a los jardines a los que yo me habíaacostumbrado.

—Deberías venir conmigo —siguió Elain—.Nesta no quiere porque dice que no le apetecearriesgarse a cruzar el mar, pero tú y yo... Ah, lopasaríamos muy bien, ¿no crees?

La observé de perfil. Mi hermana sonreíasatisfecha..., más bonita que nunca, incluso con esevestido sencillo de muselina que usaba para lastareas de jardinería. Tenía las mejillas rojasdebajo del sombrero grande y holgado.

—Creo... creo que me gustaría ver elcontinente —dije.

Eso era cierto, me di cuenta en ese momento.Había tanto en el mundo que no había visto, que nisiquiera había pensado en visitar. Que ni siquiera

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había podido soñar con visitar.—Me sorprende que estés tan ansiosa por irte

la próxima primavera —dije—. ¿La primavera noes justo la mitad de la temporada? —La temporadade actos sociales, que aparentemente habíaterminado hacía apenas unas semanas, llena defiestas, bailes y almuerzos, y chismes, chismes,chismes. Elain me había contado todo eso en lacena de la noche anterior, sin notar que para mísuponía un esfuerzo tragarme la comida. La carne,el pan, las verduras, todo era igual, y todo eraceniza cuando me llegaba a la boca, ceniza cuandolo comparaba con lo que había comido en Prythian—. Y me sorprende que no tengas una fila depretendientes en la puerta, de rodillas, pidiendo tumano.

Elain se puso roja pero clavó la palita en elsuelo para sacar un hierbajo.

—Sí..., bueno, habrá otras temporadas. Nestano te lo ha dicho, pero esta temporada ha sido...algo rara.

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—¿De qué manera?Ella encogió los hombros delgados.—Todos actuaban como si hubiéramos estado

enfermos durante ocho años o nos hubiéramos idode viaje a un país lejano..., no a unos pocospueblos de distancia, en esa choza. Es como si lohubiéramos soñado todo..., lo que nos pasó en esosaños, quiero decir. Nadie comentaba una solapalabra de eso.

—¿Y tú pensabas que iban a decir algo? —Siéramos tan ricos como sugería la casa,seguramente había muchas familias dispuestas aolvidar la mancha de nuestra anterior pobreza.

—No..., pero me hizo... me hizo desearvolver a esos años, a pesar del hambre y el frío.Esta casa parece tan grande a veces, y papásiempre está ocupado, y Nesta... —Miró porencima del hombro hacia mi hermana mayor, queestaba junto a un árbol retorcido, contemplando elvasto territorio de nuestras tierras. La nocheanterior, Nesta casi no me había dirigido la

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palabra, y no me había hablado en absolutodurante el desayuno. A mí me había sorprendidoque se nos uniera en el jardín, pero se quedó juntoal árbol casi todo el tiempo—. Nesta no terminó latemporada. No quiso decirme por qué. Empezó arechazar todas las invitaciones. Ya casi no hablacon nadie y me siento muy mal cuando mis amigosvienen de visita, porque ella los incomoda muchocuando los mira de esa forma... —Elain suspiró—.Tal vez podrías hablar con ella.

Pensé en decirle a Elain que Nesta y yo nohabíamos tenido una conversación civilizada enaños, pero entonces, ella agregó:

—Fue a verte, no sé si lo sabes...Yo parpadeé y la sangre se me heló en las

venas.—¿Qué?—Bueno, se fue solamente una semana y dijo

que se le estropeó el carruaje cuando no habíahecho ni la mitad del camino, y que por eso

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volvió. Pero claro, tú no lo sabes, nunca recibistelas cartas.

Miré a Nesta, de pie, tan quieta bajo lasramas; la brisa del verano moviendo la falda de suvestido. ¿Me había ido a buscar y se lo habíaimpedido la magia, un hechizo que le habíalanzado Tamlin?

Me volví hacia el jardín y descubrí que Elaintenía los ojos fijos en mí.

—¿Qué?Elain negó con la cabeza y continuó

arrancando hierbajos.—Pareces... Estás tan diferente. Incluso

suenas diferente.Era verdad. La noche anterior me había

costado creer a mis propios ojos cuando me vi enun espejo del vestíbulo. Tenía la misma cara, perohabía... había un brillo en mí, una especie de luzque era casi indetectable. Sabía sin ninguna dudaque eso era por haber pasado un tiempo en

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Prythian, que toda esa magia se me había pegadode alguna forma. Temía el día en que sedesvanecería para siempre.

—¿Pasó algo en casa de tía Ripleigh? —preguntó Elain—. ¿Conociste... a alguien?

Me encogí de hombros y arranqué del suelouna mala hierba que crecía cerca de mi mano.

—Buena comida y mucho descanso, esosolamente.

Pasaron los días. La sombra que llevaba dentro demí siguió teniendo el mismo peso; aborrecía hastala idea de pintar. En lugar de eso, pasaba casi todoel tiempo con Elain en su jardincito. Me sentíasatisfecha con solo escuchar cómo hablaba acercade cada arbusto, cada flor, acerca de sus planespara empezar otro jardín cerca del invernadero, talvez una huerta si conseguía aprender lo suficientesobre cómo trabajarla en los próximos meses.

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En ese lugar de la casa, Elain parecía llenade vida y tenía una alegría contagiosa. No habíasirviente o jardinero que no le sonriera, y hasta lacocinera en jefe, siempre cortante, buscabaexcusas para llevarle platos de galletas y tartas endistintos momentos del día. A mí me maravillabaque todos esos días de pobreza no le hubieranrobado la luz. Tal vez la habían entristecido unpoco, pero ella era generosa, cariñosa y estaballena de amabilidad; una mujer que a mí meenorgullecía conocer y llamar hermana.

Papá terminó de contabilizar mis joyas y eloro. Yo era extraordinariamente rica. Invertí unpequeño porcentaje en sus negocios, y cuando vi lasuma impresionante que me quedaba, hice que meentregara varias bolsas de dinero y salí de lamansión con ellas en las manos.

La mansión quedaba a solo cinco kilómetrosde nuestra choza derruida y el camino me eraconocido. No me importó que el ruedo del vestidose ensuciara en el lodo del sendero embarrado. Me

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gustaba escuchar el viento en los árboles y oír elsusurro de la hierba alta. Si me dejaba ir losuficiente en mis recuerdos, conseguía imaginarmeen una caminata con Tamlin a través de losbosques.

No tenía razones para creer que volvería averlo pronto, pero cada noche me iba a la camarezando para despertarme en su mansión o recibirun mensaje pidiéndome que volviera a su lado.Pero mucho peor que mi desilusión porque nada deeso había sucedido era el miedo terrible,insistente, que sentía cuando pensaba que él estabaen peligro, que Amarantha, fuera quien fuese, leharía daño de alguna forma.

«Te amo.» Casi oía esas palabras, casi lo oíadiciéndolas, casi veía la luz del sol sobre sucabello dorado, sobre el verde deslumbrante desus ojos. Casi sentía su cuerpo apretado contra elmío, los dedos de él sobre mi piel.

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Llegué a una curva en el camino, una de esascurvas que conocía tanto que habría podidorecorrerla con los ojos cerrados, y ahí estaba.

Tan pequeña..., era tan pequeña la que habíasido nuestra choza. El antiguo jardín de Elain eraun montón de hierbajos y algunas flores silvestres,y las marcas para alejar a los inmortales seguíantalladas en el umbral de piedra. Habíanreemplazado la puerta principal —destruida laúltima vez que yo la había visto—, pero uno de lospaneles de las ventanas circulares seguía roto. Elinterior estaba oscuro, y en el suelo no se veíanmarcas de ningún tipo.

Volví a recorrer el sendero invisible quehabía seguido todas las mañanas a través de lahierba alta, desde la puerta de la casa hasta lalínea de árboles. El bosque..., mi bosque.

Me había parecido tan terrorífico entonces,tan letal, hambriento y brutal. Y ahora parecía... delo más normal.

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Volví a mirar esa casa oscura, triste, el lugarque había sido una prisión para mí. Elain me habíadicho que la extrañaba, y yo me pregunté qué veíaella cuando miraba la choza. Me pregunté si veríaun refugio en lugar de una prisión, un refugiocontra un mundo que tan pocas cosas buenastenía... Aunque ella siempre había tratado deencontrarlas, a pesar de que a mí ese intento mepareciera tonto e inútil.

Ella había mirado esa choza con esperanza;yo la había mirado con odio. Ahora sabía cuál delas dos era la más fuerte.

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CAPÍTULO

30

Tenía algo más que hacer antes de volver a lamansión de mi padre. Los aldeanos que alguna vezse habían burlado de mí o me habían ignorado seme quedaron mirando con la boca abierta, yalgunos se cruzaron en mi camino para preguntar

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por mi tía y mi fortuna. Fui firme y cortés, aunqueme negué a conversar con ellos, a ofrecerles nadaque pudieran usar como chisme más tarde. Pero detodos modos me llevó tanto tiempo llegar a laparte pobre de la aldea que para cuando llamé a lapuerta de la primera choza casi en ruinas, estabaexhausta.

Los pobres de nuestra aldea no hicieronpreguntas en cuanto les entregué las bolsitas deplata y oro. Trataron de rehusarlas, algunos nisiquiera me reconocieron, pero yo les dejé eldinero de todos modos. Era lo menos que podíahacer.

Mientras volvía a la mansión de mi padre mecrucé con Tomas Mandray y sus compinches;estaban ahí, sin hacer nada, junto a la fuente de laaldea. Charlaban sobre una casa que se habíaquemado hasta los cimientos con una familiaatrapada en su interior hacía una semana, y sepreguntaban si no habría algo que rescatar de entrelas cenizas. Tomas me miró durante un largo rato,

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los ojos pegados a mi cuerpo y una media sonrisaque ya le había visto ofrecer a las chicas de laaldea unas cien veces. ¿Por qué había cambiado deidea mi hermana? Lo miré sin bajar los ojos yseguí adelante.

Ya estaba casi fuera del pueblo cuando la risade una mujer tintineó sobre las piedras, y al giraren una esquina me encontré cara a cara con IsaacHale y una joven regordeta que tenía que ser sunueva esposa. Iban del brazo, los dos sonreían, losojos encendidos desde dentro.

La sonrisa de él se quebró cuando me vio.Humano..., parecía tan humano con esos

miembros flacos, esa figura simple y agradable,pero la sonrisa que tenía un momento antes lohabía transformado en otra cosa.

La esposa nos miró a los dos, tal vez algonerviosa. Como si lo que ella sentía por él, fueralo que fuese —el amor que yo había visto brillaren esa cara—, fuera tan nuevo, tan inesperado, quetemía que se acabara en cualquier momento.

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Educadamente, Isaac inclinó la cabeza parasaludarme. La última vez que lo había visto no eramás que un chico; sin embargo, la persona queahora se me acercaba era distinta... Fuera cualfuese el sentimiento que había florecido entre él ysu esposa lo había convertido en un hombre.

Nada..., no había nada en mi corazón ni en mialma para él, nada excepto una vaga sensación degratitud.

Después de unos pocos pasos nos dejamosatrás. Le sonreí a él, les sonreí a los dos, e inclinéla cabeza mientras le deseaba el bien con todo micorazón.

El baile que mi padre daba en mi honor se llevaríaa cabo dentro de unos días y la casa ya era unfrenesí de actividad. Tanto dinero malgastado encosas que nunca, en ningún momento, habíamossoñado con volver a tener. Le habría rogado queno lo desperdiciara en eso, pero Elain era la

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encargada de planificarlo y de conseguirme unvestido en el último momento y... bueno, erasolamente una noche. Una noche en la que tendríaque tolerar a personas que nos habían cerrado lapuerta y nos habían dejado morir de hambredurante años.

El sol estaba cerca del horizonte cuando dejéel trabajo de ese día: cavar un parterre cuadradopara la nueva huerta de Elain. Los jardineros sehabían horrorizado cuando una persona más de lafamilia había elegido esa actividad..., como sinosotras fuéramos a hacerlo todo y eso significaraque pensábamos dejarlos sin trabajo. Les aseguréque no tenía buena mano para las plantas y que loúnico que quería era tener algo que hacer duranteel día.

Pero todavía no sabía qué haría con misemana, o mi mes, o lo que viniera después, fuerael tiempo que fuese. Si la plaga seguía creciendoal otro lado del muro, si esa Amarantha mandaba asus criaturas para aprovecharse de ello... Era

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difícil no concentrarme en la sombra que había enmi corazón, la sombra que me seguía paso a paso.No había tenido ganas de pintar desde mi llegada,y el lugar desde el que venían todos los colores,las formas y las luces estaba quieto, callado ytriste dentro de mí. Pronto, me dije. Prontocompraría pintura y empezaría de nuevo.

Clavé la pala en el suelo y puse el pieencima. Descansé un momento. Tal vez losjardineros se habían horrorizado cuando vieron latúnica y los pantalones que me había puesto. Unode ellos salió corriendo y me ofreció uno de esossombreros grandes, holgados, que usaba Elain. Loacepté solo para complacerlos, pues tenía la pieltostada y pecosa por los meses que había pasadodando vueltas por las tierras de la CortePrimavera.

Observé mis manos, aferradas a la partesuperior de la pala. Callosas y llenas decicatrices, líneas de suciedad bajo las uñas.

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Seguramente se horrorizarían si me veían cubiertade manchas de pintura.

—Aunque te las lavaras, no habría forma deesconderlo —dijo Nesta detrás de mí. Llegabacaminando desde el árbol bajo el que le gustabasentarse—. Para hacer vida social tendrías queusar guantes y no sacártelos nunca.

Llevaba puesto un vestido sencillo, de colorlavanda claro; el pelo recogido a medias y sueltodetrás en una cortina dorada. Hermosa, imperial,serena como una de las altas fae.

—Tal vez no quiero entrar en el mundo de loscírculos sociales de esta aldea —dije, volviendo amirar la pala.

—Entonces ¿por qué te molestas en quedarte?—Una pregunta aguda, fría.

Hundí la pala en la tierra; me dolieron losbrazos y la espalda cuando tiré a un lado unapalada de tierra oscura y hierba.

—Es mi casa, ¿verdad?

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—No, no es tu casa —dijo ella directa. Volvía meter la pala en la tierra con un golpe seco—.Yo creo que tu casa está en algún lugar, muy lejos.

Me detuve. Dejé la pala en el suelo y me di lavuelta despacio para quedar frente a ella.

—La casa de la tía Ripleigh...—No hay ninguna tía Ripleigh. —Nesta metió

la mano en el bolsillo y tiró algo a la tierraremovida.

Era un pedazo de madera, como si lohubieran arrancado de algún sitio. Pintado sobre lasuperficie había un brote de viña y unas flores dededalera. Flores pintadas en un tono de azul que noera el correcto.

Perdí el aliento. Todo ese tiempo..., todosesos meses...

—El truquito de tu bestia no funcionóconmigo —dijo ella con un filo de aceroimplacable en la voz—. Aparentemente, para queel hechizo no funcione, lo único que hace falta esuna voluntad de hierro. Así que vi cómo papá y

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Elain pasaban de la histeria y el llanto desatado anada de nada. Tuve que oírlos hablar de la suerteque habías tenido, lo bueno que había sido que tehubieran mandado llamar de la casa de una tíainventada, qué desastre que un viento fuerte deinvierno hubiera destruido la puerta. Y pensé queme había vuelto loca..., pero cada vez que lopensaba, miraba esa parte pintada de la mesa, lasmarcas de las garras más abajo, y sabía que elproblema no estaba en mi cabeza.

Nunca había oído decir que un hechizopudiera fracasar así. Pero la mente de Nestasiempre había sido solamente suya. Habíalevantado a su alrededor paredes tan fuertes, dehierro y acero y madera de fresno, que hasta lamagia de un alto lord se había quebrado contraellas.

—Elain dijo... dijo que habías ido avisitarme. Que lo intentaste...

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Nesta soltó un resoplido, la cara seria y llenade esa furia que se contiene durante mucho tiempo,una furia que ella nunca había dominado.

—Él te llevó hacia la noche y dijo no sé quéestupidez sobre el tratado. Y después todo siguióadelante, como si nunca hubiera pasado nada. Noestuvo bien. Nada de eso estuvo bien.

Las manos me cayeron a los costados.—Trataste de buscarme —dije—. Fuiste

hasta Prythian a buscarme.—Llegué hasta el muro. No encontré un lugar

por dónde pasar. —Levanté una mano temblorosay me la llevé a la garganta.

—¿Caminaste dos días hasta allí y dos díasde vuelta... a través del bosque, en invierno?

Ella se encogió de hombros mirando la astillaque había arrancado de la mesa.

—Le pagué a esa mercenaria de la aldea paraque me llevara. Una semana después de que tefueras. Con el dinero de la piel del lobo. Ella erala única que parecía... bueno, que me creía.

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—¿Hiciste eso... por mí?Los ojos de Nesta, mis ojos, los ojos de

nuestra madre, se encontraron con los míos.—Aquello no estuvo bien —dijo de nuevo.

Tamlin se había equivocado cuando hablamossobre ello: si mi padre iría a buscarme algunavez..., si mi padre no tenía el coraje, no tenía esarabia. Como mucho, le habría pagado a alguienpara que lo hiciera. Pero Nesta lo había hecho, conla mercenaria. Mi hermana odiosa, fría, habíaestado dispuesta a enfrentarse a Prythian pararescatarme.

—¿Qué pasó con Tomas Mandray? —lepregunté. Mis palabras salieron estranguladas.

—Me di cuenta de que no iba a acompañarmea salvarte de Prythian. —Y para ella, con esecorazón rabioso, que no cedía, ese descubrimientohabía sido una línea imposible de cruzar.

Miré a mi hermana, la miré en serio, esamujer que no toleraba a los aduladores que larodeaban ahora, que nunca había pasado un día en

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el bosque pero se había metido en territorio delobos... Que había envuelto la pérdida de nuestramadre, después de la ruina, en una rabia congeladay una enorme amargura, porque ese enfado habíasido una línea para aferrarse a la vida; la crueldad,un alivio. Pero a ella le había importado, sí, en elfondo le había importado, y tal vez amaba conmayor ferocidad de lo que yo comprendía, másprofundamente y con mayor lealtad.

—Tomas nunca te mereció —dije consuavidad.

Mi hermana no sonrió, pero una luz brilló enesos ojos entre grises y azules.

—Cuéntame todo lo que pasó —me dijo. Fueuna orden, no una petición.

Así que lo hice.Y cuando terminé la historia, Nesta se me

quedó mirando un largo rato y después me pidióque la enseñara a pintar.

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Enseñar a pintar a Nesta fue tan placentero comoyo esperaba y nos dio una excusa para evitar lossectores más frenéticos de la casa, cada vez máscaótica a medida que se acercaba la fecha delbaile. Era fácil conseguir pinturas y otrosmateriales, pero explicarle mi manera de pintar,convencerla de que expresara lo que tenía en lamente, en su corazón... no lo era tanto. Por lomenos copiaba mis pinceladas con mano sólida yprecisa.

Cuando salimos de la habitación tranquilaque habíamos preparado, las dos manchadas depintura y de carbón, en el castillo estabanterminando los preparativos. Había lámparas decristales de colores en el largo sendero de entrada,y dentro, guirnaldas y adornos de flores de todoslos colores en todas partes. Hermoso. Elain habíaseleccionado las flores en persona, una por una, yhabía dado instrucciones al personal paracolocarlas en ese orden.

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Nesta y yo nos deslizamos escaleras arriba,pero cuando llegamos al descansillo aparecieronmi padre y Elain, cogidos del brazo.

La cara de Nesta se tensó. Mi padremurmuraba alabanzas a Elain, que le sonreíailuminada, y le apoyaba la cabeza en el hombro. Yyo me alegré por ellos, por la comodidad y lafacilidad de la vida que vivían, por la alegría enlas caras de mi padre y de mi hermana. Sí, teníansus pequeñas penas, pero los dos parecían tan...,tan relajados.

Nesta cruzó el vestíbulo y yo la seguí.—Hay días —dijo ella cuando pasamos por

la puerta hacia su habitación, que estaba justofrente a la mía— en que me dan ganas depreguntarle a papá si se acuerda de los años enque casi nos morimos de hambre.

—Tú te gastabas cada una de las monedasque entraban en casa —le recordé yo.

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—Sabía que tú podías conseguir más. Y si no,entonces quería ver si él iba a intentar hacerlo enlugar de ponerse a tallar esas piezas de madera.Quería ver si realmente iba a pelear por nosotras.Yo no podía ocuparme de nosotros, no como lohacías tú. Y te odiaba por eso. Pero a él lo odiabamás. Lo sigo odiando.

—¿Él lo sabe?—Siempre ha sabido que lo odio, incluso

antes de que fuéramos pobres. Él dejó que mamáse muriera... Tenía una flota de barcos a sudisposición para buscar una cura en cualquierparte del mundo; podría haberle pagado a alguienpara que entrara en Prythian y les rogara a losinmortales que nos ayudasen. Pero la dejó morir...

—Él la amaba, Nesta..., lloró por ella. —Pero yo no sabía cuál era la verdad... Tal vez lasdos lo eran.

—La dejó morir. Tú irías hasta el fin delmundo para salvar a tu alto lord.

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Se me encogió el pecho de nuevo, perosolamente dije:

—Sí, es verdad. —Y me metí en mihabitación para prepararme.

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CAPÍTULO

31

El baile fue un no parar de danzas y de pavoneo,de aristócratas enjoyadas, de vino y de brindis enmi honor. Yo me quedé cerca de Nesta porque ellaparecía buena para espantar a los pretendientesdemasiado curiosos que querían más información

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sobre mi fortuna. Pero traté de sonreír, aunque solofuera por Elain, que daba vueltas por la habitacióny saludaba personalmente a cada uno de losinvitados y bailaba con todos los hijos de lospersonajes importantes.

Seguía pensando en lo que había dicho Nesta,en lo que había comentado sobre salvar a Tamlin.

Yo sabía que algo andaba mal. Antes de irme,supe que él estaba en problemas..., no solo por laplaga, sino también porque las fuerzas que sereunían para destruirlo eran letales y, sinembargo... sin embargo había dejado de buscarrespuestas, había dejado de luchar. Qué egoísta,satisfecha por haber dejado de lado esa partesalvaje de mí que había sobrevivido de hora enhora sin pensar jamás en el futuro. Le habíapermitido mandarme a casa. No había tratado decomprender en toda su profundidad la informaciónque había reunido sobre la plaga o sobreAmarantha. No había tratado de salvarlo. Nisiquiera le había dicho que lo amaba. Y Lucien...

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Lucien lo había sabido también, y me habíamostrado en sus palabras amargas del último díala desilusión que yo le había causado.

Eran las dos de la madrugada y la fiesta nomostraba señales de terminar. Mi padre charlabaen una especie de corte con varios mercaderes yhombres de la aristocracia a los que ya me habíanpresentado y cuyos nombres había olvidado en uninstante. Elain se reía en medio de un círculo dehermosas amigas, brillantes y acaloradas. Nesta sehabía retirado a su habitación en silencio, amedianoche, y yo no me preocupé por saludar anadie cuando finalmente me deslicé escalerasarriba.

Al mediodía siguiente, todos con los ojosrojos y en silencio, nos reunimos en la mesa delalmuerzo. Les di las gracias a mi hermana y a mipadre por la fiesta y esquivé las preguntas sobre sime había llamado la atención alguno de los hijosde sus amigos.

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Había llegado el calor del verano y apoyé elmentón sobre el puño mientras me abanicaba.Había dormido mal debido al bochorno de lanoche anterior. En la mansión de Tamlin nuncahacía frío ni calor.

—Estoy pensando en comprar la propiedadde los Beddor —estaba diciendo mi padre.Hablaba con Elain, la única de nosotras que loescuchaba—. He oído un rumor. Dicen que va asalir a la venta pronto porque nadie sobrevivió.Sería una buena inversión. Tal vez una de vosotraspueda construir ahí su casa cuando llegue elmomento.

Elain asintió interesada, pero yo parpadeé.—¿Qué les pasó a los Beddor?—Ah, fue horrible —dijo Elain—. Se quemó

la casa. Murieron todos. Bueno, no encontraron elcuerpo de Clare, pero... —Miró su plato—. Pasóen mitad de la noche... La familia, los sirvientes...Todos. El día antes de que volvieras a casa...

—Clare Beddor —dije yo despacio.

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—Era amiga nuestra, ¿te acuerdas? —mepreguntó Elain. Asentí y noté los ojos de Nestasobre mí.

No... no, no podía ser... Era unacoincidencia..., tenía que ser una coincidencia,porque si no... Yo le había dado ese nombre aRhysand. Y él no lo había olvidado.

Se me revolvió el estómago y luché contra lanáusea que se movía dentro de mí.

—¿Feyre? —me llamó mi padreinteresándose por lo que me ocurría.

Puse mi mano temblorosa sobre los ojos yrespiré hondo. ¿Qué había pasado? ¿Qué habíapasado? No solo en casa de los Beddor, sinotambién en casa, en Prythian... ¿Qué había pasado?

—Feyre —dijo mi padre de nuevo.—Cállate —le espetó Nesta.Traté de luchar contra la culpa, el asco, el

terror. Tenía que conseguir respuestas, tenía quesaber si había sido una coincidencia, si tal veztodavía había tiempo para salvar a Clare. Y si algo

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había pasado ahí, en el reino mortal, entonces en laCorte Primavera..., entonces esas criaturas queTamlin había temido tanto, la plaga que habíainfectado la magia, las tierras...

Inmortales. Habían cruzado el muro y nohabían dejado ningún rastro. Bajé la mano y miré aNesta.

—Escúchame con mucho cuidado —le dije, ytragué saliva—. Todo lo que te conté tiene queseguir siendo un secreto. No vengas a buscarme.No vuelvas a mencionar mi nombre a nadie.

—¿De qué estás hablando, Feyre? —Mipadre me miraba con la boca abierta desde elextremo de la mesa. Elain nos miró con rapidez, amí, a mi padre, y se removió en el asiento.

Pero Nesta me sostuvo la mirada. Sinestremecerse, sin retroceder.

—Creo que algo muy malo está pasando enPrythian —dije con suavidad. Nunca supe quéseñales de alerta había puesto Tamlin en loshechizos, cómo había preparado a mi familia para

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huir al continente, pero no pensaba arriesgarme aconfiar en eso solamente. No cuando losinmortales se habían llevado a Clare y matado atoda su familia... por mi culpa. La bilis me quemóla garganta.

—¡Prythian! —exclamaron mi padre y Elain.Pero Nesta levantó una mano para hacer que secallaran.

—Si no queréis iros —continué—, contratadguardias..., exploradores que vigilen el muro, elbosque. La aldea también. —Me levanté de la silla—. A la primera señal de peligro, al primer rumorque diga que los inmortales han atravesado elmuro o que hay algo..., no sé, cualquier cosa rara,comprad un pasaje en un barco y marchaos. Lejos,tan al sur como sea posible, a algún lugar que a losinmortales no les interese.

Mi padre y Elain empezaron a parpadear,como si trataran de disipar una niebla que lesrodeaba la mente..., como si emergieran de un

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largo sueño. Pero Nesta me siguió al vestíbulo ysubió la escalera conmigo.

—Los Beddor —dijo—. Se suponía queéramos nosotros. Pero tú les diste un nombre falsoa esos inmortales que amenazaron a tu alto lord. —Asentí. Y pude vislumbrar lo que pasaba por sumente—. ¿Va a haber una invasión?

—No lo sé. No sé qué está pasando. Medijeron que había una especie de enfermedad quehabía debilitado los poderes o los había vueltosalvajes, una plaga que había dañado la seguridadde las fronteras y hasta podía llegar a matarpersonas si adquiría suficiente fuerza. Dijeron...dijeron que estaba fortaleciéndose de nuevo..., queestaba en movimiento. Según lo último que supe,no se hallaba lo bastante cerca como para tocarnuestras tierras. Pero si la Corte Primavera está apunto de caer quiere decir que la plaga se estáacercando, y Tamlin era uno de los últimos

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bastiones para mantener a raya a las otras cortes...,las cortes más letales. Y creo que él está enpeligro.

Entré en mi habitación y empecé a quitarme elvestido. Mi hermana me ayudó, después abrió elguardarropa y sacó una túnica pesada, pantalones ybotas. Me las puse, y me estaba trenzando el pelocuando ella dijo:

—Nosotros no te necesitamos aquí, Feyre. Nomires atrás.

Terminé de calzarme las botas y busqué loscuchillos de caza que había compradodiscretamente apenas llegué a la mansión.

—Papá te dijo una vez que no volvierasnunca —me recordó Nesta—, y yo te lo repitoahora. Nosotros podemos cuidarnos solos.

Hace un tiempo yo habría pensado que esoera un insulto, pero ahora lo entendía, entendía elregalo que ella me estaba ofreciendo. Metí los

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cuchillos en las fundas que llevaba en la cintura yme colgué un carcaj de flechas en la espalda (niuna sola de fresno). Después busqué el arco.

—Mienten, pueden mentir —dije, dándoleuna información que esperaba que ella no tuvieraque usar—. Los inmortales mienten y el hierro nolos daña en absoluto. Pero la madera de fresno...,eso sí funciona. Usa el dinero que traje paracomprar fresnos y que Elain plante un buenbosque.

Nesta negó con la cabeza mientras se aferrabaa la pulsera, el brazalete de hierro que seguíaalrededor de su muñeca.

—¿Qué crees que puedes hacer paraayudarlo? Él es un alto lord..., tú eres humanasolamente. —Eso tampoco era un insulto. Era lapregunta de una mente que calculaba con frialdad.

—No importa —admití, ya en la puerta, queabrí con un gesto amplio—. Tengo que intentarlo.

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Nesta se quedó en mi habitación. No queríadecirme adiós... Odiaba las despedidas tanto comoyo.

Pero me volví hacia ella y le dije:—Hay un mundo mejor, Nesta. Hay un mundo

mejor ahí fuera, esperando que lo encuentres. Y sialguna vez tengo la oportunidad, si las cosasmejoran, si hay más seguridad..., volveré abuscarte.

Era lo único que podía ofrecerle. Pero Nestaechó los hombros hacia atrás.

—No te molestes. No creo que me gusten losinmortales, no particularmente. —Levanté unaceja. Ella se encogió de hombros en un gesto levey continuó—: Trata de mandar un mensaje y avisarde que estás bien. Y sí..., si papá y Elain puedenquedarse solos aquí. Creo que me gustaría ver quémás hay allá fuera, qué puede hacer una mujer conuna fortuna y un buen nombre.

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«No hay límites», pensé. No había límitespara lo que Nesta era capaz de hacer ella sola, porsí misma, cuando descubriera un lugar que pudierasentir suyo. Recé por tener la suerte de poder vereso alguna vez.

Para mi sorpresa, cuando bajé la escalera atoda velocidad, Elain ya me había hecho prepararuna yegua, una bolsa con comida y algo de ropapara llevarme. No vi a mi padre. Pero Elain meechó los brazos al cuello, me abrazó con fuerza yme dijo:

—Me acuerdo..., ahora me acuerdo de todo.Yo le pasé los brazos por la cintura y la

abracé.—Cuidaos y permaneced alerta. Todos.Ella asintió con los ojos llenos de lágrimas.—Me hubiera gustado ver el continente

contigo, Feyre.

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Le sonreí mientras memorizaba esa carahermosa y le enjugaba las lágrimas.

—Tal vez un día —dije. Otra promesa quetendría que cumplir si tenía suerte.

Elain seguía llorando cuando espoleé a layegua y me alejé al galope por el sendero. Notenía el valor de volver a decirle adiós a mi padre.

Cabalgué todo el día y me detuve solamentecuando oscureció tanto que ya no pude ver nada.Directo al norte, y continuaría en esa direcciónhasta que llegara al muro. Tenía que volver..., teníaque ver lo que había pasado, tenía que decirle aTamlin lo que me palpitaba en el corazón antes deque fuera demasiado tarde.

Cabalgué el segundo día, dormí a ratos y salíantes del amanecer. Y seguí y seguí a través delbosque de verano, esplendoroso, denso y lleno demurmullos.

Hasta que de pronto se produjo un silencioabsoluto. Disminuí la velocidad de la yegua yescruté los arbustos y los árboles para encontrar

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cualquier señal, alguna onda. No había nada.Nada. Y después...

La yegua se levantó sobre las dos patastraseras y sacudió la cabeza, y apenas si pudemantenerme sobre la montura. Se negó a avanzar.Pero seguía sin haber nada..., ningún indicio. Sinembargo, cuando desmonté, casi sin respirar, yestiré la mano, descubrí que no podía pasar.

Ahí, dividiéndolo todo a lo largo del bosquehabía un muro invisible. Pero los inmortales iban yvenían, lo atravesaban por ciertas grietas, decía elrumor. Así que llevé a la yegua a lo largo de lapared, tocándola todo el tiempo para asegurarmede no desviarme.

Me llevó dos días más, y la noche entre losdos fue más terrorífica que cualquier pánico queyo hubiera vivido en la Corte Primavera. Dos díashasta que vi las piedras cubiertas de musgo,colocadas una frente a la otra y una espiral levetallada sobre ambas. Un portal.

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Esta vez, cuando monté a la yegua y la llevé através de esa grieta, ella me obedeció.

La magia me golpeó el olfato y mi monturavolvió a resistirse, pero ya habíamos pasado alotro lado.

Yo conocía esos árboles.Cabalgué en silencio, una flecha dispuesta en

el arco, preparada; las amenazas de esas frondaseran mucho peores que las que vivían en losbosques que yo acababa de dejar atrás.

Tal vez Tamlin se pondría furioso..., tal vezme ordenaría que diera media vuelta y me fuera acasa. Pero yo le diría que lo iba a ayudar, le diríaque lo amaba y que pelearía por él como pudiera,se lo diría aunque tuviera que atarlo para hacerque me escuchara.

Me concentré tanto en los planes paraconvencerlo de que no se pusiera a rugir que nonoté la quietud, no enseguida..., no noté que los

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pájaros no cantaban ni siquiera cuando me acerquéa la mansión, no noté que los setos estaban sinpodar.

Para cuando llegué a los portones tenía laboca seca. Las grandes rejas estaban abiertas peroel hierro estaba deformado, como si lo hubierandoblado unas manos gigantescas.

Los pasos de la yegua resonaban con fuerzaen el sendero de grava y se me revolvió elestómago cuando vi las puertas de la entrada a lamansión abiertas de par en par. Una de ellascolgaba en un ángulo imposible, arrancada de lasbisagras.

Desmonté con el arco preparado. Pero nohabía necesidad. Vacío..., todo estaba totalmentevacío. Como una tumba.

—¿Tam? —llamé. Subí a saltos los escalonesy entré en la mansión. Grité una maldición cuandoresbalé sobre un pedazo roto de porcelana...: losrestos de un florero. Giré despacio sobre mímisma en el vestíbulo principal.

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Daba la impresión de que por ahí habíapasado un ejército. Los tapices colgaban hechosharapos, la barandilla de mármol estaba rota y loscandeleros habían caído al suelo reducidos amontones de cristal hecho añicos.

—¡¿Tamlin?! —grité. Nada. Las ventanastambién estaban rotas.

—¿Lucien?Nadie contestó.—¿Tam? —Mi voz rebotó en un eco a través

de la casa, burlándose de mí. Sola en medio de lasruinas de la mansión, me dejé caer de rodillas.

Él se había ido.

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CAPÍTULO

32

Me concedí un minuto, un minuto solamente, paraquedarme así, de rodillas en medio de lo quequedaba del vestíbulo.

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Después me puse de pie con mucho cuidadopara no tocar el vidrio ni la madera rota..., ni lasangre. Había manchas de sangre en todas partes,charcos y manchurrones sobre las paredesarrasadas.

«Otro bosque —me dije—. Otras huellaspara rastrear.»

Muy despacio, me moví por el suelo, tratandode entender la información que aquellos restoshabían dejado. Había sido una pelea feroz..., y ajuzgar por las manchas de sangre, la mayor partedel daño había ocurrido en el mismo momento dela pelea, no después. El vidrio destrozado y lashuellas iban y venían desde el frente hasta el fondode la casa, como si el lugar hubiera estadorodeado. Los intrusos habían tenido que abrirsepaso a través de las puertas de entrada;destrozando por completo las que daban al jardín.

«Ningún cuerpo», me repetí una y otra vez.No había cuerpos y la sangre no era tanta. Teníanque estar vivos. Tamlin tenía que estar vivo.

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Porque si él había muerto...Me froté la cara y respiré hondo, temblando.

No quería hacer demasiadas conjeturas. Metemblaban las manos cuando me detuve frente a laspuertas del comedor, desencajadas y rotas.

No conseguí decidir si ese desperfectoprovenía del momento en que él se habíaenfurecido después de la visita de Rhysand, el díaanterior a mi partida, o si lo había causado algúnotro después. La gigantesca mesa estaba hechapedazos, las ventanas rotas, las cortinasconvertidas en jirones. Pero no había sangre...,nada de sangre. Y si lograba interpretar las huellasen los pedazos de vidrio...

Estaba esparcido, pero conseguí distinguirdos grupos grandes, uno junto al otro, queempezaban en el sitio en que había estado la mesa.Como si Tamlin y Lucien hubieran estado sentadosahí cuando empezó el ataque y hubiesen salido delcomedor sin luchar.

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Si yo tenía razón..., entonces estaban vivos.Seguí los rastros hasta el umbral, me puse encuclillas un momento para descifrar el mensaje delas astillas quebradas, el polvo y la sangre. Sehabían encontrado ahí con múltiples pares dehuellas y se habían dirigido al jardín...

Oí un crujido en el pasillo. Saqué el cuchillode caza y me agaché, buscando un lugar paraesconderme. Pero todo estaba hecho pedazos. Sinotra opción, me encogí detrás de la puerta abierta.Me puse una mano contra la boca para amortiguarel sonido de mi respiración y espié por la rendijaque quedaba entre la pared y la puerta.

Algo entró cojeando en la habitación yolfateó el aire con cuidado. Le veía la espaldasolamente..., una espalda cubierta con una capasimple, de altura media... Lo único que tenía quehacer ese inmortal para encontrarme era cerrar lapuerta. Tal vez si decidía entrar en el comedor yo

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podría salir sin hacer ruido, pero eso requeriríaque abandonara mi escondite. Tal vez, con suerte,esa figura miraría a su alrededor y se iría.

Volvió a olfatear el aire y a mí se me encogióel estómago. Me había olido. Busqué un puntodébil, un lugar para hundir el cuchillo si eranecesario.

La figura se volvió un poco en mi dirección.Salté y la figura gritó cuando empujé la puerta

con fuerza.—Alis...Ella me miró con la boca abierta, una mano

en el corazón, el vestido marrón de siempre roto ysucio, sin delantal. Pero no había sangre, nada deeso, nada excepto esa cojera leve que leprovocaba el tobillo derecho cuando se me acercócon rapidez; su piel de color corteza estaba blancacomo la de los abedules.

—No puedes estar aquí. —Me cogió el arco,el cuchillo y el carcaj—. Te dijeron que novolvieras.

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No me sorprendió que me tuteara. Habíancambiado muchas cosas.

—¿Tamlin está vivo?—Sí, pero...Se me aflojaron las rodillas por la sensación

de alivio que sentí.—¿Y Lucien?—También. Pero...—Dime lo que pasó, cuéntamelo todo. —

Mantenía un ojo en la ventana, escuché por si oíaalgo en la mansión y los jardines que la rodeaban.Ni un sonido.

Alis me tomó del brazo y me sacó de lahabitación. No me habló mientras nosapresurábamos a través de los pasillos vacíos,demasiado silenciosos, arrasados y llenos desangre pero sin cuerpos. O se habían llevado suscadáveres o... No quise seguir pensando cuandoentramos en la cocina.

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Un incendio había devorado esa habitacióngigantesca y no quedaban más que cenizas ypiedras ennegrecidas. Después de oler un poco yescuchar, buscando señales de peligro, Alis mesoltó.

—¿Qué estás haciendo aquí?—Tenía que volver. Se me ocurrió que algo

iba mal... No podía quedarme allí. Tenía queayudar.

—Él te dijo que no volvieras —ladró Alis.—¿Dónde está?Alis se cubrió la cara con las manos largas,

huesudas, las puntas de los dedos cogidas alextremo de la máscara, como si estuviera tratandode arrancársela de la cara. Pero la máscarapermaneció en su sitio y Alis suspiró mientrasbajaba las manos de corteza.

—Ella se lo llevó —contestó, y a mí se meheló la sangre en las venas—. Se lo llevó a sucorte Bajo la Montaña.

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—¿Ella? ¿Quién? —le pregunté, pero yasabía la respuesta.

—Amarantha —susurró Alis, y echó unamirada a su alrededor, como si tuviera miedo dedecir aquel nombre en voz alta, de que la magia laconvocara.

—¿Por qué? ¿Y quién es ella..., qué es ella?Por favor, por favor, dime... dime la verdad.

Alis se estremeció.—¿Quieres la verdad, muchacha? —dijo—.

Entonces te la diré: se lo llevó por la maldición...,porque las siete veces siete años se habíanterminado y él no había vencido a la maldición.Ella llamó a todos los altos lores a su corte estavez..., deseaba que todos presenciaran el momentoen que lo destruiría.

—¿Qué es ella...? ¿Y de qué maldición mehablas? —Una maldición..., una maldición que ellale había echado a la Corte Primavera. Unamaldición de la que yo ni siquiera había oídohablar.

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—Amarantha es la alta reina de esta tierra. Laalta reina de Prythian —susurró Alis, con los ojosabiertos por el recuerdo del horror.

—Pero los siete altos lores son los que rigenPrythian por igual. No hay alta reina.

—Así era antes..., así había sido siempre.Hasta hace unos cien años, cuando apareció ellaen estas tierras; era la emisaria de Hybern. —Alissacó una bolsa grande que seguramente habíadejado junto a la puerta. Ya estaba medio llena dealgo que parecía ropa y comida.

Mientras ella revisaba la cocina destruida,reuniendo los cuchillos y toda la comida quehubiera quedado, me pregunté por la informaciónque me había dado el suriel sobre un rey inmortal,malvado, que había pasado siglos resentido por eltratado que se había visto forzado a firmar y quedespués había enviado a sus comandantes másletales a infiltrarse en los otros reinos y cortesinmortales para ver si alguien pensaba lo mismoque él, para tantear si tal vez considerarían la idea

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de reclamar las tierras humanas para ellos. Meapoyé contra una de las paredes manchadas desuciedad.

—Fue de corte en corte —siguió Alismientras le daba vueltas a una manzana entre lasmanos para inspeccionarla. Vio que estaba buena yla metió en la bolsa—, hechizó a los altos lorescon la promesa de que habría más intercambioentre Hybern y Prythian, más comunicación, másbeneficios compartidos. La Flor que Nunca seMarchita, la llamaban. Y durante cincuenta añosvivió aquí como cortesana, sin estar atada aninguna corte, según decía, para compensar suspropios actos y los actos de Hybern durante laguerra.

—¿Ella peleó en la guerra contra losmortales? —Alis dejó de recoger cosas.

—Su historia es una leyenda entre nosotros...,una leyenda y una pesadilla. Era la generala másletal del rey de Hybern, luchó en el frente, masacróa humanos y a cualquier alto fae o inmortal que se

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atreviera a defenderlos. Pero tenía una hermanamenor, Clythia, que peleaba a su lado, tan feroz ymaldita como ella..., hasta que Clythia se enamoróde un guerrero mortal: Jurian. —Alis dejó escaparun suspiro tembloroso—. Jurian comandabaenormes ejércitos humanos, pero Clythia lo buscóen secreto y lo amó con una locura que no teníalímites. Estaba demasiado ciega para darse cuentade que Jurian la estaba utilizando para conseguirinformación sobre las fuerzas de Amarantha. Estalo sospechaba, pero no conseguía persuadir aClythia de que lo dejara..., y no lo mataba porquesabía el dolor que eso le causaría a su hermana. —Alis chasqueó la lengua y empezó a abrir loscajones, buscando en su interior, que estaba todorevuelto—. Amarantha disfrutaba muchotorturando y matando, pero amaba lo suficiente asu hermana como para contenerse con relación aJurian.

—¿Y qué pasó? —susurré.

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—Jurian traicionó a Clythia. Después demeses de aguantarla, de ser su amante, consiguió lainformación que necesitaba, la torturó y la matópoco a poco, lentamente; la crucificó sobre maderade fresno para que no pudiera moverse mientras élla descuartizaba. Dejó los pedazos abandonadospara que Amarantha los viera. Dicen que el odiode Amarantha podría haber derrumbado los cielossi su rey no le hubiera ordenado que se calmara.Pero ella y Jurian tuvieron una últimaconfrontación más tarde..., y desde entoncesAmarantha odia a los humanos con rabia infinita.

Alis descubrió algo que parecía un frasco deconservas y lo metió en la bolsa.

—Después de que los dos lados firmaran eltratado —continuó Alis mientras seguíarevolviendo cajones—, ella masacró a sus propiosesclavos para no tener que liberarlos. —Me pusepálida—. Pero siglos más tarde, los altos lores lacreyeron cuando ella les dijo que la muerte de suhermana la había cambiado..., sobre todo cuando

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abrió las líneas de comercio entre los dosterritorios. Los altos lores nunca se enteraron deque los barcos que traían mercancías de Hyberntambién llevaban en sus bodegas a las fuerzaspersonales de Amarantha. El rey de Hyberntampoco lo sabía. Pronto todos supieron que enesos cincuenta años ella había decidido que queríaconquistar Prythian para obtener poder, y usarnuestras tierras como punto de lanzamiento de unataque que destruiría tu mundo de una vez y parasiempre, con la bendición del rey o sin ella. Porúltimo, hace cuarenta y nueve años, Amarantha dioel golpe.

»Ella sabía perfectamente que, a pesar de suejército personal, nunca sería capaz de vencer alos altos lores solo por ventaja de número o depoder. Pero era cruel y astuta y esperó hasta quetodos confiaron en ella, hasta que se reunieron enun baile en su honor, y esa noche puso en el vinouna poción que había robado del libro maldito dehechizos del rey de Hybern. Una vez que hubieron

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bebido, los altos lores fueron vulnerables frente aella; la magia que tenían quedó desnuda y ella lesrobó los poderes, sacándolos del lugar en que seoriginaban dentro de sus cuerpos.... Se los arrancócomo si estuviera arrancando una manzana de larama de un árbol y los dejó solo con lo más básicode la magia. Tu Tamlin..., lo que viste de él, esúnicamente una sombra de lo que fue, del poderque tenía antes. Con la fuerza de los altos lores tandisminuida, Amarantha luchó por el control dePrythian y lo consiguió en cuestión de días.Durante cuarenta y nueve años fuimos susesclavos. Durante cuarenta y nueve años ella haesperado el momento exacto para violar el tratadoy apoderarse de vuestras tierras... y de todos losterritorios humanos que queden más allá.

Deseé que hubiera un banco, una silla, paradejarme caer en ellos. Alis cerró de un golpe elúltimo cajón y se fue cojeando hacia la despensa.

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—Ahora la llaman la Engañadora, a ella, queengañó a los altos lores y construyó su palaciodebajo de la montaña sagrada, en el corazón denuestra tierra. —Alis hizo una pausa frente a lapuerta de la despensa, volvió a cubrirse la caracon las manos y respiró una o dos veces paracalmarse.

La montaña sagrada..., ese pico desnudo,monstruoso, que yo había visto en el mural de labiblioteca tantos meses atrás.

—Pero... la enfermedad que se extiende porel territorio... Tamlin dijo que la plaga es la queacabó con el poder...

—La enfermedad es ella —ladró Alis,bajando las manos mientras entraba en la despensa—. No hay ninguna plaga..., solamente ella. Lasfronteras se derrumban porque ella ya habíaprevisto destruirlas. Eso la divertía, y por esomandaba a sus criaturas para atacar nuestrastierras, por eso y para saber cuánta fuerza lequedaba a Tamlin.

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Si la plaga era Amarantha, entonces laamenaza contra el reino humano... era ella. Alissalió de la despensa, con los brazos cargados detubérculos.

—Tú podrías haber sido la indicada paradetenerla. —Los ojos de Alis se fijaron en mí condureza, y ella me mostró los dientes. Eran agudos,estremecedores. Metió los nabos y las remolachasdentro de la bolsa—. Tú podrías haber sido la quelo liberara a él y a su poder, si no hubieras estadotan ciega a tu propio corazón. Humanos... —escupió.

—Yo... yo... —Levanté las manosmostrándole las palmas—. Yo no lo sabía.

—No podías saberlo —replicó Alis con unarisa amarga cuando volvió a entrar en la despensa—. Eso era parte de la maldición.

Me daba vueltas la cabeza y me apoyé aúnmás contra la pared.

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—¿Cuál era la maldición? —Peleé contra eltono agudo que me deformaba la voz—. ¿Cuál era?¿Qué le hizo?

Alis arrancó de los estantes los frascos deespecias que quedaban.

—Tamlin y Amarantha se conocían... Lafamilia de él había tenido lazos con Hybern desdesiempre. Durante la guerra, la Corte Primavera sealió con Hybern para mantener esclavizados a loshumanos. Y el padre de Tamlin, que era un lordferoz y voluble, estaba muy cerca del rey deHybern, muy cerca de Amarantha. Cuando era unniño, Tamlin lo acompañaba con frecuencia en susviajes a Hybern. Y así conoció a Amarantha.

Tamlin me había dicho una vez que pelearíapara proteger la libertad de cualquiera, que nuncapermitiría la esclavitud. ¿Era solamente por lavergüenza que sentía por el legado de su padre oporque él había sabido de alguna forma lo que eraestar esclavizado?

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—Amarantha empezó a desear a Tamlin..., adesearlo con lujuria, con todo su corazón malvado.Pero él había oído historias sobre la guerra y sabíalo que Amarantha, su propio padre y el rey deHybern les habían hecho a otros inmortales y a loshumanos. Lo que ella le había hecho a Jurian comocastigo por la muerte de su hermana. Así quedesconfió cuando ella vino aquí y se resistió a susintentos por llevarlo a su cama... Mantuvo unabuena distancia hasta que ella le robó los poderes.Lucien..., Lucien fue a verla como emisario deTamlin, para tratar de encontrar una solución,alguna forma de paz entre ellos.

La bilis me subió a la garganta.—Ella se negó y..., bueno, Lucien le dijo que

se volviera al agujero de mierda del que habíasalido. Ella le sacó el ojo para castigarlo. Se loarrancó con la uña y después le marcó la cara. Loenvió tan ensangrentado... que el alto lord vomitócuando vio a su amigo.

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Yo no podía imaginar el estado de Lucien sihabía hecho vomitar a Tamlin.

Alis se tocó la máscara. El metal crujió bajosus uñas.

—Después de eso, organizó una fiesta demáscaras en Bajo la Montaña. Todas las cortesestaban presentes. Una fiesta de disfraces, dijo,para tratar de compensarlos por lo que le habíahecho a Lucien; con máscaras para que Lucien notuviera que mostrar las cicatrices horrendas que lemarcaban la cara. La Corte Primavera estabaobligada a ir, todos, incluso los sirvientes, y todoscon máscaras, para honrar el poder de cambiar deforma que distinguía a Tamlin, dijo ella. Él estuvode acuerdo; quería acabar con ese conflicto sinque se produjera ninguna masacre y aceptóllevarnos a todos.

Apreté las manos contra la pared que teníadetrás. Saboreé la frialdad de la piedra, sufirmeza.

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De pie en el centro de la cocina, Alis dejó enel suelo la bolsa llena de comida y suministros.

—Cuando todos estuvieron allí, ella declaróque podría haber paz si Tamlin aceptaba unirse aella como amante y consorte. Pero cuando trató detocarlo, él se negó y retrocedió. No pensaba cederdespués de lo que ella le había hecho a Lucien.Esa noche, delante de todos, dijo que preferíallevarse una humana a su cama, incluso casarsecon una, antes que tocarla a ella. Podría haberdejado pasar ese insulto si él no hubiera dicho quehasta la hermana de Amarantha había preferido lacompañía de un humano a la de ella, que su propiahermana había preferido a Jurian.

Hice una mueca porque ya sabía lo que iba acontar Alis. Se llevó las manos a las caderas ysiguió adelante con la historia:

—Ya puedes imaginar lo bien que le sentóeso a Amarantha. Pero le dijo a Tamlin que tenía elánimo generoso..., que le daría una oportunidad

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para romper el hechizo que le había robado lospoderes.

»Él le escupió en la cara y ella se rio. Leseñaló que tenía siete veces siete años antes deque ella le exigiera que se rindiera y lo obligara aunirse a ella en Bajo la Montaña. Si él queríaromper el hechizo, lo único que tenía que hacer eraencontrar una joven humana dispuesta a casarsecon él. Pero no cualquier humana, tenía que ser unacon hielo en el corazón, alguien que odiara anuestra especie. Una humana capaz de matar a uninmortal. —El suelo se sacudió bajo mis pies y mealegré de tener la pared a mi espalda—. Peortodavía, el inmortal que ella tendría que matardebería ser uno de los hombres de Tamlin...,enviado a través del muro para morir como unaoveja en un matadero. La chica únicamente podíaentrar en Prythian para que él la cortejase si habíamatado a uno de sus hombres en un ataque sin

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provocación..., si lo había matado por odio tansolo, como Jurian había hecho con Clythia... Deeste modo entendería el dolor de su hermana.

—El tratado...—Una mentira. El tratado no dice nada de

eso, nada. Vosotros podéis matar a tantosinmortales inocentes como queráis y no hayconsecuencias. Tú mataste a Andras, enviado porTamlin. A él le tocaba el sacrificio ese día. —Andras buscaba una cura, le había dicho Tamlin.No un ungüento mágico..., sino una cura parasalvar a Prythian de Amarantha, una cura para lamaldición.

El lobo... Andras me había mirado cuando lomaté, eso era lo único que había hecho. Me habíadejado matarlo porque eso desataría esta cadenade hechos, lo había matado para que Tamlintuviera una oportunidad de romper el hechizo. Y siTamlin había enviado a Andras al otro lado del

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muro con plena conciencia de que muyposiblemente lo estaba mandando a la muerte...Ah, Tamlin...

Alis se agachó a recoger del suelo un cuchillopara la manteca retorcido y doblado, y enderezó lahoja con cuidado.

—Fue una broma, una broma cruel, un castigointeligente de Amarantha. Vosotros, los humanos,odiáis y teméis tanto a los inmortales que seríaimposible que la misma chica que hubiera matadoa un inmortal a sangre fría se enamorase de otro.Pero el hechizo de Tamlin solo se rompería si ellahacía eso antes de que terminaran los cuarenta ynueve años..., si esa chica le decía en la cara aTamlin que lo amaba y si mientras lo decía losentía con todo el corazón. Amarantha sabe que loshumanos están preocupados por la belleza, y porlo tanto nos impuso llevar máscaras en la cara,también él, para que fuera más difícil encontraruna chica dispuesta a mirar más allá de lamáscara, más allá de la naturaleza de los

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inmortales, y llegar al alma. Después nos hechizópara que no pudiéramos decir nada sobre lamaldición. Ni una palabra. Apenas si podíamosdecirte alguna que otra palabra sobre nuestromundo, nuestro destino. Tamlin no podía contartenada..., nadie podía. Las mentiras sobre la plagafueron lo que se nos ocurrió, lo mejor que se nospasó por la cabeza. Que yo pueda explicárteloahora significa que para ella el juego haterminado.

Guardó el cuchillo.—Desde que ella lo maldijo, Tamlin envió

todos los días a uno de sus hombres al otro ladodel muro. A los bosques, a las granjas, todos bajola apariencia de lobos para hacer que fuera másfácil que alguno de tu especie quisiera matarlos.Cuando volvían, hablaban de muchachas humanasque salían corriendo o gritaban y rogaban por susvidas, que ni siquiera levantaban una mano.Cuando no volvían..., el lazo que los unía conTamlin como lord y señor le decía que los habían

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matado otros: cazadores humanos, mujeres viejas,tal vez. Durante dos años envió a uno día tras día,y tuvo que elegirlos personalmente. Cuandoquedaban solo una docena, se sintió tan abatidoque dejó de hacerlo. Abandonó. Y desde entoncespermaneció aquí, defendiendo sus fronterasmientras el caos y el desorden reinaban en lasotras cortes del reino dominadas por Amarantha.Los otros altos lores también pelearon. Hacecuarenta años, ejecutó a tres de ellos y a la mayorparte de sus familias por haberse confabuladocontra ella.

—¿Una rebelión abierta? ¿Qué cortes? —Meenderecé y di un paso para alejarme de la pared.Tal vez encontrara aliados, alguien que me ayudaraa salvar a Tamlin.

—La Corte Día, la Corte Verano y la CorteInvierno. Y no..., ni siquiera se puede considerarcomo una rebelión abierta; no llegó a tanto. Ellausó los poderes de los altos lores para atarlos a latierra. Así los lores rebeldes trataron de pedir

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ayuda a los otros territorios fae usando comomensajeros a los humanos que eran lo bastantetontos como para entrar en nuestras tierras..., sobretodo jóvenes mujeres que nos adoraban como sifuéramos dioses. —Los hijos de los benditos. Síque habían cruzado el muro..., pero no para sernovias. Estaba demasiado abatida por lo que oíapara sentir lástima por ellos, enfurecerme porellos.

»Pero Amarantha atrapó a todas esasmensajeras antes de que dejaran este reino, y... yate imaginas cómo terminó el asunto para esasjóvenes. Después, cuando también asesinó a losaltos lores rebeldes, sus sucesores estabanaterrorizados y no volvieron a desafiarla.

—¿Y dónde se encuentra ahora? ¿Se lespermite vivir en sus tierras, como antes a Tamlin?

—No. Los tiene a ellos, a todas las cortes, enBajo la Montaña, donde los puede atormentarcuando y como quiere. A otros..., si juranobediencia, si se humillan y la sirven, les permite

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un poco más de libertad para ir y venir de Bajo laMontaña. Nuestra corte permaneció aquísolamente hasta que se le terminó el tiempo aTamlin... —Alis se estremeció.

—Por esa razón mantuviste escondidos a tussobrinos..., para apartarlos de esto —dije,mirando la bolsa llena a los pies de las dos.

Alis asintió, y cuando se aproximó a la mesade trabajo volcada para ponerla en su lugar, meacerqué a ayudarla y las dos gemimos por elesfuerzo.

—Mi hermana y yo servíamos en la CorteVerano, y ella y su compañero estaban entre losque murieron cuando Amarantha invadió la cortepor primera vez para vengarse. Yo me llevé a loschicos y escapé antes de que nos arrastrara a todosa Bajo la Montaña. Vine porque era el único lugaral que podía ir, y le pedí a Tamlin que escondieraa mis dos muchachos. Él aceptó..., y cuando lerogué que me dejara ayudarlo, en la forma quepudiera, me dio un lugar aquí, días antes de la

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fiesta de máscaras que me puso esta cosa horribleen la cara. Así que hace cincuenta años que estoyaquí, viendo cómo se cierra el nudo de la soga deAmarantha alrededor del cuello de Tamlin.

Pusimos la mesa de nuevo en su lugar; las dosjadeábamos un poquito cuando nos apoyamos enella.

—Tamlin lo intentó —dijo Alis—. A pesar delos espías de Amarantha, trató de encontrar unaforma de romper el hechizo, de hacer algo, deluchar contra la obligación de enviar a sushombres al otro lado del muro para que losmataran los seres humanos. Se le ocurrió que si lachica humana amaba realmente a alguien, entoncestraerla aquí era otra forma de esclavitud. Y pensóque si él realmente se enamoraba de ella,Amarantha haría todo lo posible para destruir a lachica, como le había pasado a su hermana. Así quese pasó décadas negándose a hacerlo, aarriesgarse. Pero este invierno, cuando noquedaban más que unos meses..., estalló. Así, sin

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más. Envió a los últimos hombres, uno por uno. Yellos estuvieron dispuestos. A lo largo de todosestos años le habían rogado que los dejara ir.Tamlin estaba desesperado por salvar a los suyos,tan desesperado que aceptó arriesgar las vidas desus hombres, arriesgar la vida de esa chica humanapara salvarnos. Tres días después, Andras seencontró con una chica humana en un claro... y túlo mataste con odio en tu corazón.

Pero les había fallado. Y al hacerlo los habíamaldecido a todos.

Había maldecido a todos y cada uno de losque vivían en esas tierras, había maldecidoPrythian.

Me sentí agradecida de haberme reclinadosobre el borde de la mesa...; si hubiera estado depie habría caído desplomada al suelo.

—Tú podrías haber roto el hechizo. —La vozde Alis era un látigo, sus dientes agudos estaban acentímetros de mi cara—. Lo único que tenías quehacer era decirle que lo amabas..., decirle que lo

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amabas y sentirlo con todo ese inútil corazónhumano que llevas en el pecho, y su poder habríavuelto entero a sus manos. Humana estúpida,estúpida.

Con razón Lucien había sentido tantoresentimiento contra mí, y sin embargo habíatolerado mi presencia en la corte; con razón habíamostrado tanta desilusión cuando me fui. Habíadiscutido con Tamlin para que me dejara quedarmeunos días más.

—Lo lamento —dije. Me ardían los ojos.Alis resopló.

—Díselo a Tamlin. Le quedaban solo tresdías cuando te fuiste, tres días antes de que se leterminaran los cuarenta y nueve años. Tres días yte dejó ir. En el momento exacto en que seterminaron los siete veces siete años, ella llegócon sus asesinos y lo secuestró con la mayor partede la corte, y los llevó a Bajo la Montaña, para

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que fueran sus súbditos. Las criaturas como yosomos demasiado poco importantes para ella...,aunque es capaz de matarnos para divertirse.

Traté de no imaginar la escena.—Pero ¿y el rey de Hybern? Quiero decir...,

si ella conquistó Prythian para sí misma y le robósus hechizos..., ¿la ve como una rebelde o comouna aliada?

—Si está resentido con ella, no ha hechoningún movimiento para castigarla. Durantecuarenta y nueve años Amarantha ha mantenidoestas tierras bajo sus garras. Peor todavía.Después de que cayeron los altos lores, todos losmalvados de nuestras tierras, los que erandemasiado horribles hasta para la Corte Noche, sefueron con ella. Lo siguen haciendo. Ella les diorefugio. Pero nosotros sabemos que estápreparando un ejército, tomándose su tiempo antesde lanzar un ataque contra tu mundo, armada conlos inmortales más letales y feroces de Hybern yPrythian.

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—Como el attor —dije, y el horror y elmiedo se retorcieron dentro de mis entrañas. Alisasintió—. En el territorio de los humanos —continué—, dicen los rumores que cada vez haymás y más inmortales que pasan por encima delmuro para atacar a los humanos. Y si no hayinmortales que puedan cruzar el muro sin supermiso, entonces esto quiere decir que ella estáde acuerdo con esos ataques.

Y si yo tenía razón sobre lo que le habíapasado a Clare Beddor y a su familia, entonces eraque Amarantha les había dado la orden.

Alis quitó con la mano un poco de polvo queyo no veía sobre la mesa en la que nosapoyábamos.

—No me sorprendería que ella mandara a suscómplices al reino de los tuyos para investigar lasfuerzas y debilidades de los humanos antes de ladestrucción que espera causar algún día.

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Eso era peor..., mucho peor de lo que yohabía anticipado cuando les advertí a Nesta y a mifamilia que estuvieran alerta y lo abandonarantodo al primer indicio de problemas. Se merevolvía el estómago cuando pensaba en lacompañía que tenía Tamlin en ese momento..., merevolvía el estómago pensar en él en medio de esadesesperación, paralizado por la culpa y la penapor haber tenido que sacrificar a sus hombres y nopoder decirme la verdad... Y sin embargo, él mehabía dejado ir. Había dejado que todos sussacrificios, que el sacrificio de Andras, fueran envano para dejarme volver a casa.

Sabía que si me quedaba, aunque lo liberase,estaría en peligro frente al odio de Amarantha.

«Ni siquiera puedo protegerme a mí mismocontra ellos, contra lo que está pasando enPrythian. Aunque nos enfrentáramos a la plaga, tecazarían..., ella encontraría una forma de matarte.»

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Recordé su doloroso esfuerzo para halagarmecuando llegué..., pero después había dejado todoeso de lado, había abandonado todo intento deconquistarme cuando me vio tan desesperada porirme, por no tener que volver a dirigirle lapalabra. Y se había enamorado de mí a pesar detodo eso, sabía que yo lo amaba y me había echadoa pesar de que le quedaban solo unos días. Mehabía elegido a mí y no a toda su corte, a mí y no aPrythian.

—Si Tamlin estuviera libre..., si tuviera todossus poderes —dije, mirando un punto negro de lapared—, ¿podría destruir a Amarantha?

—No lo sé. Ella engañó a los altos lores conastucia, no con fuerza. La magia es una cosa muyespecífica..., le gustan las reglas y ella lasmanipula muy pero que muy bien. Mantiene supoder encerrado dentro de ella, como si nopudiera usarlo o tuviera acceso a solo una pequeñaparte de ese poder. Tiene sus propios poderesletales, claro, así que si terminara en una pelea...

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—Pero ¿él es más fuerte? —Me retorcí lasmanos.

—Es un alto lord —contestó Alis como si esofuera respuesta suficiente—. Pero ahora eso ya noimporta. Él va a convertirse en su esclavo ynosotros vamos a seguir con estas máscaras hastaque acepte ser su amante..., e incluso entonces nova a recuperar todos sus poderes, no del todo. Ellanunca va a dejar que se vayan los que ahora vivenen Bajo la Montaña.

Empujé la mesa y enderecé los hombros.—¿Qué tengo que hacer para llegar a Bajo la

Montaña? —Alis hizo chasquear la lengua.—No puedes ir a Bajo la Montaña. Ningún

humano que entra ahí vuelve a salir.Cerré las manos con tanta fuerza que me

clavé las uñas en la piel.—¿Qué tengo que hacer para llegar hasta

allí?—Eso es un suicidio... Aunque lograras

acercarte tanto como para verla, ella te mataría.

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Amarantha lo había engañado, le había hechotanto daño... Les había hecho daño a todos.

—Eres humana —siguió Alis, poniéndose enpie de nuevo—. Tienes la piel fina como el papel.

Seguramente Amarantha se había llevadotambién a Lucien... Ella, que le había sacado el ojoy le había marcado la cara. ¿Lo habría lamentadosu madre?

—Fuiste tan ciega, tanto, que no viste lamaldición —siguió diciendo Alis—. ¿Cómoesperas enfrentarte con Amarantha? Vas aempeorar las cosas.

Amarantha se había llevado todo lo que yoquería, todo lo que me había atrevido a deseardespués de tanto tiempo.

—Muéstrame el camino —dije. Me temblabala voz, pero no por algo parecido a las lágrimas.

—No. —Alis se cargó la bolsa sobre elhombro—. Vete a casa. Yo te llevaré hasta elmuro. No hay nada que hacer aquí. Tamlin va a seresclavo de Amarantha para siempre, y Prythian

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quedará bajo su dominio. Esas son las cartas quenos ha dado el destino, es lo que decidieron losremolinos del Caldero.

—Yo no creo en el destino. Y no creo enningún caldero ridículo. —Alis volvió a negar conla cabeza; el pelo salvaje, castaño, como barrobrillaba en la luz mortecina—. Llévame con ella—insistí.

Si Amarantha me desgarraba el cuello, por lomenos estaría haciendo algo por él..., por lo menosmoriría tratando de arreglar la destrucción que nohabía impedido antes, tratando de salvar al puebloal que había condenado. Por lo menos Tamlinsabría que era por él y que yo lo amaba.

Alis me estudió durante un momento ydespués se le suavizó la mirada.

—Como quieras.

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CAPÍTULO

33

Tal vez estuviera caminando hacia mi muerte, perono pensaba llegar desarmada.

Me acomodé la correa del carcaj sobre elpecho y después pasé los dedos por las plumas delas flechas que me sobresalían por encima del

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hombro. Claro que no tenía flechas de madera defresno, pero me las arreglaría con lo queencontrara desperdigado en la mansión. Podríahaberme llevado más, pero las armas disminuiríanmi velocidad de carrera, y de todos modos nosabía cómo usar la mayoría de ellas. Así que mellevé un carcaj lleno, dos dagas en la cintura y unarco sobre el hombro. Mejor que nada, aunqueestuviera enfrentándome a inmortales que habíannacido sabiendo matar.

Alis me llevó a través de las colinas y losbosques silenciosos. Cada tanto se detenía aescuchar y cambiaba el rumbo. Yo no quería saberqué oía u olía ella, no cuando era evidente quecada vez que lo hacía una quietud extrema caíacomo un manto sobre la tierra. «Quédate con elalto lord», había dicho el suriel. Si me hubieraquedado, si hubiese admitido lo que sentía..., nadade esto habría pasado.

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El mundo se llenó lentamente de noche y medolieron las piernas al subir las empinadas laderasde las colinas, pero Alis siguió adelante, y no miróatrás ni una vez para ver si la seguía.

Yo empezaba a preguntarme si debería haberllevado más de un día de provisiones cuando ellase detuvo en un valle entre dos colinas. El aire erafrío, mucho más frío que el de la cima de la colina,y me estremecí cuando mis ojos vieron la bocaestrecha de una cueva. No había forma de que esafuera la entrada..., no cuando en el mural serepresentaba a Bajo la Montaña como el centro detodo Prythian. Eso quedaba a semanas de viaje.

—Todos los senderos oscuros y terriblesllevan a Bajo la Montaña —dijo Alis en una voztan baja que las palabras no fueron más que uncrujido de hojas secas. Entonces señaló la cueva—. Es un atajo antiguo..., uno que alguna vez seconsideró sagrado, pero ahora ya no.

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Esa era la cueva que Lucien había ordenadoal attor no usar aquel día. Traté de dominar eltemblor. Amaba a Tamlin y hubiera ido al fin delmundo para arreglar las cosas, para salvarlo, perosi Amarantha era peor que el attor..., si el attor noera el peor de sus verdugos..., si hasta Tamlinhabía tenido miedo de ella...

—Sospecho que te estás arrepintiendo de tusimpulsos. —Erguí la espalda.

—Voy a liberarlo. Te lo aseguro.—Vas a tener suerte si te da una muerte

limpia. Vas a tener suerte si consigues que telleven frente a ella. —Seguramente me pusepálida, porque Alis abrió la boca y me palmeó elhombro—. Algunas reglas que tienes que recordar,muchacha —dijo, y las dos miramos la boca de lacueva. La oscuridad emanaba en un hedorprofundo por esa boca y envenenaba el aire frescode la noche—: No tomes el vino que te ofrezcan...No es como lo que bebimos en el solsticio y te vaa hacer más mal que bien. No hagas tratos con

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nadie a menos que tu vida dependa de eso..., y ental caso, piensa bien si vale la pena. Y sobre todono confíes en nadie ahí..., ni siquiera en Tamlin.Tus sentidos son tus peores enemigos; van a estaresperando para traicionarte.

Luché contra el impulso de tocar una de misdagas y asentí para darle las gracias.

—¿Tienes un plan?—No —admití.—No esperes que ese acero te sirva de nada

—dijo ella echando una ojeada a mis armas.—No lo hago. —La miré, mordiéndome la

parte del interior del labio.—Hay una parte de la maldición. Una parte

que no podemos decirte. Incluso ahora mis huesoslloran solo por mencionarla. Una parte que tienesque entender sola, una parte que ella... ella... —Tragó saliva con fuerza—. Que ella no quiere quesepas todavía, por eso no puedo decirla —jadeó—. Pero ten... ten los oídos bien abiertos. Escuchacon atención.

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Le puse una mano sobre el brazo.—Lo haré. Gracias por traerme. —Las horas

preciosas que había perdido por esa bolsa decomida para ella, para sus sobrinos, decíasuficiente sobre el lugar al que Alis seencaminaba.

—Es un día raro aquel en el que alguienagradece a otro por llevarlo a la muerte. —Si yopensaba demasiado en el peligro, tal vez perderíael valor, tanto si Tamlin estaba en juego como sino. En eso no me estaba ayudando mucho—. Tedeseo suerte de todos modos —agregó Alis.

—Cuando los recuperes, si tú y tus sobrinosnecesitáis un lugar donde vivir... —dije—, cruzael muro. Ve a casa de mi familia. —Le expliquedónde estaba—. Pregunta por Nesta, mi hermanamayor. Ella sabe quién eres, lo sabe todo. Teprotegerá todo lo que pueda.

Nesta lo haría, sí, ahora lo sabía, lo haríaaunque Alis y sus sobrinos la aterrorizaran. Losmantendría a salvo. Alis me dio unas palmaditas

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en el dorso de la mano.—Sobrevive —me dijo.La miré por última vez, después miré el cielo

de la noche que se abría sobre las dos y el verdeprofundo de las colinas. El color de los ojos deTamlin.

Caminé hacia la cueva.

Los únicos sonidos eran mi respiración agitada yel crujido de las botas sobre la piedra. Avancémuy despacio, tropezando en esa oscuridadcongelada. Me mantuve siempre cerca de la paredy pronto se me heló la mano: la piedra húmeda,fría, me mordía la piel. Daba pasos cortos, teníamiedo de que hubiera un pozo invisible en el quecaería directamente hacia mi perdición.

Después de lo que me pareció una eternidad,un rayo de luz anaranjada dividió el espacio en laoscuridad. Y entonces llegaron las voces.

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Siseos, gritos, elocuentes y guturales, unacacofonía que hizo estallar el silencio como elestampido de un petardo. Me apreté contra lapared de la cueva, pero el sonido pasó y sedesvaneció.

Me arrastré hacia la luz, parpadeando paradominar mi ceguera, cuando descubrí el origen delbrillo: una fisura delgada en la roca que se abríahacia un pasillo subterráneo cavado toscamente enla piedra e iluminado por el fuego. Permanecí enlas sombras, con el corazón tembloroso en elpecho. La grieta era lo bastante grande como paraque una persona pasara por ella, y tan irregular yrugosa que era obvio que no se usaba confrecuencia. Una mirada al entorno no revelabaninguna huella, ninguna señal de nadie que hubierausado esa entrada en bastante tiempo. El pasilloque se abría frente a la grieta estaba desierto, perose doblaba con brusquedad y no me permitía vermuy lejos.

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El pasaje estaba mortalmente silencioso, perome acordé de la advertencia de Alis y no confié enmis oídos, no cuando sabía que los inmortales soncapaces de ser tan silenciosos como los gatos.

Sin embargo, tenía que salir de la cueva.Hacía semanas que Tamlin estaba ahí. Tenía quedescubrir dónde lo había encerrado Amarantha. Ycon mucha suerte, no encontrarme con nadiemientras lo intentaba. Matar animales y a los nagaera una cosa, pero matar a otros...

Tendría que hacer varias inspiracionesprofundas para reunir el valor para hacerlo. Eracomo en una cacería. Pero esta vez los animaleseran inmortales. Inmortales capaces de torturarmeeternamente, hasta que yo pidiera la muerte agritos. Torturarme como lo habían hecho con elinmortal de la Corte Verano con las alasdesgarradas.

No me permití pensar en esos muñonesensangrentados. Me deslicé por la pequeñaabertura, encogiendo el vientre para pasar. Mi

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arma crujió contra la piedra, raspándola, e hiceuna mueca cuando las piedrecitas que cayeronrebotaron contra el suelo. «Muévete, muévete.»Me apresuré por el pasillo abierto y me metí en unhueco que se abría en la pared de enfrente. No medaba demasiada cobertura.

Me deslicé a lo largo de la pared, e hice unapausa en la curva del pasillo. Un error...:solamente un idiota bajaría ahí. Quién sabía dóndeestaba en ese momento... Alis debería habermedado más información sobre la corte deAmarantha, Y yo haber tenido la inteligenciasuficiente como para preguntar. O para pensar enotra forma..., cualquiera excepto esta.

Arriesgué una mirada hacia el otro lado delrecodo y mi frustración casi me llevó al llanto:otro pasillo tallado en la piedra clara de lamontaña, iluminado en ambos lados por antorchas.No había sombras donde esconderme, y en el otroextremo, otra vez la mirada entorpecida por un

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brusco giro. Me sentía casi como una ciervamuerta de hambre arrancando corteza de un árbolen medio de un claro.

Pero los pasillos estaban en silencio..., lasvoces que había oído antes habían desaparecido. Ysi oía a alguien, podía volver a la boca de esacueva de un salto. Tal vez pudiera hacer una breveexpedición de reconocimiento, reunir información,descubrir dónde estaba Tamlin... No. Tal vez notendría una segunda oportunidad. Debía actuarahora. Si me quedaba ahí demasiado tiempo, nuncavolvería a tener el valor. Me dirigí hacia la curva.

Unos dedos largos, huesudos, me tomaron delbrazo y me puse rígida. Una cara gris, correosa,puntiaguda, apareció frente a mis ojos y loscolmillos plateados brillaron cuando él me sonrió.

—Hola —siseó—. ¿Qué está haciendo algocomo tú por aquí? —Conocía esa voz. Meperseguía en mis pesadillas. Así que lo único queconseguí fue esforzarme para no gritar frente a

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esas orejas parecidas a las de los murciélagos,inclinadas y atentas, y entonces me di cuenta deque estaba de pie frente al attor.

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CAPÍTULO

34

El attor mantuvo sus dedos congelados sobre mibrazo mientras me arrastraba hacia la sala deltrono. No se molestó en quitarme las armas. Losdos sabíamos que no servían de mucho.

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Tamlin. Alis y sus sobrinos. Mis hermanas.Lucien. Yo recitaba en silencio sus nombres una yotra vez mientras el attor se alzaba sobre mí, undemonio de malicia. De vez en cuando, las alascorreosas crujían una contra la otra, y si hubierasido capaz de hablar sin gritar, tal vez le habríapreguntado por qué no me mataba ahí mismo. Elattor me empujó hacia delante con un paso suave,deslizante. Las garras de los pies rasguñaban demodo perezoso sobre el suelo de la cueva. Mepuso nerviosa descubrir que era idéntico a laforma en que lo había pintado.

Había caras burlonas, crueles y rudas, quemiraban cómo pasaba. Ninguna de ellas, ni unasola, se preocupó un poco o pareció niremotamente disgustada por verme en las garrasdel attor. Muchísimos inmortales..., pero muypocos altos fae.

Atravesamos dos puertas de piedra antiguas,enormes, más altas que las de la mansión deTamlin, y entramos en una vasta cámara tallada en

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la roca pálida, sostenida por innumerables pilaresde piedra. La pequeña parte de mí que volvía a serinsignificante e inútil notó que lo que estabatallado no era solo una serie de diseños dedecoración, sino que realmente había inmortales,altos fae y animales representados en variosentornos y en diferentes actitudes. Habíaincontables historias de Prythian talladas allí. Ycandelabros recubiertos de joyas que colgabanentre los pilares, manchando de color el suelo demármol rojo. Ahí, ahí sí había altos fae.

Una multitud ocupaba la mayor parte delespacio; algunos bailaban siguiendo el ritmo deuna música extraña, sin armonía; otros caminabanmientras hablaban; era una especie de fiesta. Penséque había visto algunas máscaras entre losinvitados, pero todo era un revoltijo de dientesafilados y ropa exquisita. El attor me arrastróhacia delante y el mundo pareció girar ante misojos.

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El frío suelo de mármol no cedió cuando caísobre él; mis huesos crujieron. Me apoyé contra elsuelo para incorporarme un poco; veía chispasante mí, pero me quedé en el suelo mientrasmiraba el estrado. Unos pocos escalones llevabana la plataforma. Levanté la cabeza.

Ahí, sentada en un trono negro, estabaAmarantha.

Aunque era hermosa, no era tandevastadoramente bella como la había imaginado,no era una diosa de negrura y desprecio. Y eso lahacía todavía más terrorífica. Llevaba trenzado elpelo entre rojo y dorado, entretejido en una coronade oro, color que le realzaba la piel blanca comola nieve, y en esta, a su vez, destacaban los labiosde color rubí. Pero aunque le brillaban los ojos decolor ébano, había algo que afeaba su belleza,algún tipo de desprecio permanente en los rasgosque hacía que su atractivo pareciera frío y un tantoartificial. Pintarla me habría llevado a la locura.

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Era la alta comandante de las fuerzas del reyde Hybern. Hacía ya muchos siglos, habíaaniquilado ejércitos humanos enteros, habíaasesinado a sus esclavos para no verse obligada aliberarlos. Y había capturado a todo Prythian enapenas unos días.

Después miré la roca negra que estaba junto asu trono y se me aflojaron los brazos. Él seguíacon la máscara dorada, la ropa de guerrero, lacinta de cuero sobre el pecho aunque no habíacuchillos en ella, no llevaba ni una sola armaencima. No mostraron sorpresa sus ojos al verme.No desplegó las garras, ni sacó los colmillos. Selimitó a mirarme..., sin expresión, sin moverse. Sinningún tipo de sentimiento. Mi presencia no lohabía impresionado.

—¿Qué significa esto? —dijo Amarantha conun tono de voz desconfiado, a pesar de la sonrisade víbora que me dedicó. Alrededor de su cuellodelgado, pálido como la crema, colgaba unacadena larga, fina... y de ella pendía un hueso,

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carcomido por el tiempo, un hueso del tamaño deun dedo. No quise pensar a quién habríapertenecido. Me quedé en el suelo. Si movía unpoco el brazo, podría sacar la daga...

—Una humana. Nada más. La he encontradoabajo —siseó el attor, y una lengua viperina lesobresalió entre los dientes afilados como navajas.El attor sacudió una vez las alas y el airemaloliente me cubrió el rostro; después volvió adoblarlas detrás del cuerpo esquelético.

—Eso es obvio —ronroneó Amarantha. Evitémirarla a los ojos y fijé la vista sobre las botasmarrones de Tamlin. Estaba a tres metros de mí...,tres metros y no decía ni una palabra, ni siquierame miraba con horror o con rabia—. Pero ¿porqué me molestas con su presencia?

El attor soltó una risita, un sonido como elagua que sisea al caer sobre una parrilla caliente,y me acercó, amenazante, un espolón del pie alcostado.

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—Dile a su majestad por qué estabasdeslizándote así por las catacumbas..., por quésaliste de la vieja cueva que lleva a la CortePrimavera.

¿Era mejor matar al attor o tratar de llegar aAmarantha? El monstruo volvió a golpearme y yohice una mueca cuando las garras me lastimaronlas costillas.

—Díselo a su majestad, basura humana.Necesitaba tiempo..., necesitaba entender lo

que me rodeaba. Si Tamlin estaba bajo un hechizo,entonces tendría que tratar de llevármelo a lafuerza. Me puse de pie, las manos siempre cercade las dagas, pero con un gesto relajado. Miré lacorona brillante, dorada, de Amarantha para nomirarla directamente a los ojos.

—He venido a reclamar al que amo —dijecon tranquilidad. Tal vez todavía tenía tiempo pararomper el hechizo. Volví a mirarlo a él y la imagende esos ojos de color esmeralda fue como unbálsamo para mí.

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—¿Cómo dices? —exclamó Amarantha, y seinclinó hacia delante.

—He venido a buscar a Tamlin, alto lord dela Corte Primavera.

Una exhalación proferida al unísono pasócomo una ola a través de toda la corte reunida allí.Pero Amarantha echó la cabeza hacia atrás y serio... Su voz era como el graznido de un cuervo.

La alta reina se volvió hacia Tamlin y loslabios se le estiraron hacia atrás en una sonrisamalvada.

—Sí que has estado ocupado estos años,Tamlin. Parece que desarrollaste el gusto por lasbestias humanas, ¿eh?

Él no dijo nada, la cara completamenteimpasible. ¿Qué le habían hecho? No se movía...,la maldición se había cumplido, entonces. Habíallegado demasiado tarde. Le había fallado, lohabía maldecido.

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—Pero... —continuó Amarantha lentamente.Yo sentía al attor y a toda la corte detrás de mí—...esto hace que me pregunte...: si tomaste a una solahumana después de que matara a tu centinela... —Los ojos de la reina destellaron—. Ah, eresdelicioso. Dejaste que torturara a aquellamuchacha inocente para mantener a esta con vida,¿verdad? ¡Eres hermoso! Hiciste que te amara ungusano humano... Qué maravilla. —Golpeó lasmanos y Tamlin desvió la mirada, fue la primerareacción que vi en él.

Torturada. Ella había torturado a...—Suéltalo —dije, tratando de que mi voz se

mantuviera firme. Amarantha volvió a reírse.—Dame una razón para no destruirte ahí

mismo, en el lugar donde estás, humana. —Teníalos dientes tan perfectos y blancos..., casideslumbrantes.

Me latía la sangre en las venas, pero mantuveel mentón en alto cuando dije:

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—Tú lo engañaste... Es injusto. —Tamlin sehabía quedado muy muy quieto.

Amarantha chasqueó la lengua y se miró unade sus delgadas manos blancas... El anillo deldedo índice. Un anillo adornado con algo queparecía... parecía un ojo humano enmarcado encristal. Hubiera jurado que se movía...

—Vosotros, bestias humanas, sois tan pococreativos. Pasamos años enseñándoos poesía ybuena retórica, ¿y eso es todo lo que podéis hacer?Debería arrancarte la lengua por desperdiciarla deese modo.

Apreté los dientes.—Pero tengo curiosidad. ¿Cuál será la

verborrea que saldrá por esos labios cuando veasen qué estado deberías estar ahora? —Levanté lascejas en cuanto Amarantha señaló detrás de mí y elhorrible anillo miró con ella. Y me di la vuelta.

Ahí, clavada bien alto en la pared de laenorme caverna, estaba el cuerpo maltratado deuna joven humana. La piel aparecía quemada en

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algunas partes, los dedos doblados en ángulosextraños; unas líneas rojas le cruzaban el cuerpodesnudo. Casi no oí las palabras de Amaranthabajo el rugido que se alzó en mis oídos.

—Tal vez debería haberla creído cuando dijoque nunca había visto a Tamlin en su vida —musitó Amarantha—. O cuando insistió en quejamás había matado a un inmortal, en que nuncahabía cazado. Aunque sus gritos de dolor fuerondeliciosos... Hacía siglos que no oía una músicatan bella. —Lo que dijo a continuación ibadedicado a mí—: Debería darte las gracias porhaberle dado a Rhysand su nombre en lugar deltuyo.

Clare Beddor.Por eso se la habían llevado después de

haber quemado vivos a todos los miembros de sufamilia. Eso era lo que yo le había hecho cuando ledi su nombre a Rhysand para proteger a los míos.

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Se me retorcieron las entrañas, y tuve quehacer un enorme esfuerzo para no vomitar sobre elsuelo.

Los espolones del attor me cogieron por loshombros y me dio la vuelta para que yo quedarafrente a Amarantha, que seguía ofreciéndome susonrisa de víbora. Yo había matado a Clare. Habíasalvado mi vida y había acabado con la de ella.Ese cuerpo que se pudría en la pared deberíahaber sido el mío. El mío.

El mío.—Vamos, preciosa —dijo Amarantha—.

¿Qué tienes que decir al respecto?Quería gritarle que lo que ella se merecía era

quemarse en el infierno durante toda la eternidad,pero no podía apartar la vista del cuerpo de Clare,clavado en la pared de la cueva, incluso mientrasmiraba sin ver hacia donde estaba Tamlin. Él habíadejado que mataran a Clare... para que no supieranque yo estaba viva. Me dolían los ojos, la bilis meardía en la garganta.

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—¿Todavía quieres reclamar a alguien que escapaz de hacerle eso a una inocente? —dijoAmarantha con suavidad, como consolándome.

Reuní todo el valor que pude y dirigí la vistahacia ella. No dejaría que la muerte de Clare fueraen vano. No iba a caer sin pelear.

—Sí —dije—. Sí, eso quiero.Su labio se curvó y dejó ver sus colmillos

afilados. Y mientras miraba sus ojos negros, me dicuenta de que iba a morir.

Pero Amarantha se reclinó en el trono y cruzólas piernas.

—Bueno, Tamlin —dijo, y puso una manosobre su rodilla en un gesto posesivo—. No creoque esperaras esto. —Hizo un gesto en midirección y oí un murmullo de risas contenidas delos que llenaban la sala, un eco que me golpeócomo si me estuvieran apedreando—. ¿Qué tienesque decir, alto lord?

Miré la cara que amaba tanto y sus palabrascasi me hicieron caer de rodillas.

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—Nunca la he visto en mi vida. Alguien tieneque haberla hechizado para gastarnos una broma.Seguramente Rhysand. —Seguía tratando deprotegerme incluso ahora, incluso en ese lugar.

—Ah, vamos, esa no es una mentira creíbleen absoluto. —Amarantha inclinó la cabeza—.¿Puede ser que después de tus palabras de hacetantos años sientas algo por la humana? Una chicaque odia a los de nuestra especie se las ingeniapara enamorarse de un inmortal... ¿Y un inmortalcuyo padre masacró a humanos, y que ahora está ami lado, se enamora de ella también? —Soltó otravez su risa de cuervo—. Ah, esto esincreíblemente bueno..., increíblemente divertido.—Tocó el hueso que llevaba colgando del cuello ymiró el ojo que tenía en la mano—. Supongo que sialguien pudiera apreciar este momento —le dijo alanillo—, ese serías tú, Jurian. —Sonrió consatisfacción—. Una lástima que tu puta humananunca se preocupara por salvarte...

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Jurian... El ojo era de él..., el hueso, de unode sus dedos. El horror se me incrustó en elvientre. A través de todos los males, a través detodo su poder, ella retenía el alma de ese hombre,su conciencia, en ese anillo, en ese hueso.

Tamlin seguía mirándome sin reconocerme,sin ningún rastro de sentimiento. Tal vez ella habíausado el mismo poder para hechizarlo; tal vez sehabía llevado todos sus recuerdos.

La reina se limpió las uñas.—Todo está muy aburrido desde que Clare

decidió morírseme entre las manos. Matarteenseguida, humana, sería una estupidez. —Posósus ojos sobre mí, después volvió a las uñas..., alanillo en el dedo—. Pero el destino mueve elCaldero de formas muy extrañas. Tal vez miquerida Clare tenía que morir para que yo medivirtiera de verdad contigo.

Sentí que se me vaciaba el estómago sinpoder evitarlo.

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—Has venido a reclamar a Tamlin —dijoAmarantha, y no era una pregunta, sino un desafío—. Bueno, da la casualidad de que estoy aburridahasta las lágrimas del silencio monótono de estealto lord. Me preocupé cuando él no movió unpelo mientras yo jugaba con la querida Clare, nisiquiera mostró esas garras tan bonitas...

»Pero voy a negociar contigo, humana —continuó, y unas campanas de advertencia sonaronen mi mente. “A menos que tu vida dependa deeso”, había dicho Alis—. Si llevas a cabo trespruebas que voy a ponerte..., tres tareas parademostrar la profundidad de ese sentido humanode lealtad y amor, Tamlin será tuyo. Deberás pasartres pequeños desafíos para probar tu dedicación,para probarme a mí y al querido Jurian que tuespecie es capaz de sentir amor verdadero, ydespués podrás llevarte a tu alto lord. —Se volvióhacia Tamlin—. Considéralo un favor de mi parte,alto lord. Estos perros humanos pueden volver

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loca de lujuria a nuestra especie y dejarnos tanciegos que perdemos todo el sentido común. Mejorque veas ahora su verdadera naturaleza.

—También quiero que se rompa la maldición—exigí. Ella levantó la ceja, su sonrisa cada vezmás abierta mostraba una hilera de dientes blancos—. Llevo a cabo las tres pruebas y se pone fin a lamaldición, y nosotros, toda la corte, nos vamos ypermanecemos libres para siempre —añadí. Lamagia era específica, había dicho Alis..., así eracomo los había engañado Amarantha. No iba adejar que me ganara con astucia.

—Por supuesto —ronroneó Amarantha—. Ypuedo negociar una cosa más si no te importa, paraver si eres digna de tu especie, si eres losuficientemente inteligente como para merecer aTamlin. —El ojo de Jurian giraba en su anillo sincesar, un movimiento salvaje. Ella chasqueó lalengua y lo miró—. Vas a completar las pruebas...,y cuando hayas terminado, lo único que tienes quehacer es contestar una pregunta. —Casi no podía

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oírla por el zumbido de la sangre que me inundabalos oídos—. Una adivinanza. Si la resuelves,desaparece la maldición. La libertad seráinstantánea. Ni siquiera tendré que levantar undedo, al momento quedará anulada. Dices larespuesta correcta y él es tuyo. Puedes contestarlacuando quieras..., pero si yerras la respuesta... —Señaló detrás de mí, y no necesité darme la vueltapara saber que su dedo señalaba a Clare.

Analicé sus palabras, les di la vuelta de unlado y de otro, buscando trampas y engaños. Perotodo sonaba bien.

—¿Y si no consigo cumplir con las pruebas?Su sonrisa se volvió casi grotesca y acarició

con el dedo pulgar la esfera del anillo.—Si fracasas en una de ellas, no quedará

nada de ti para mis juegos. —Un escalofrío merecorrió la espalda. Alis me lo había advertido...,me había advertido que no negociara. PeroAmarantha me mataría sin dudarlo si yo decía queno.

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—¿Cuál es la naturaleza de esas pruebas?—Ah, revelar tal cosa haría que nos

perdiéramos toda la diversión. Pero puedo decirteque vas a tener que pasar una cada mes, cuandollegue la luna llena.

—¿Y mientras tanto? —Me atreví a echar unamirada a Tamlin. El oro de sus ojos estaba másbrillante de lo que yo recordaba.

—Mientras tanto —respondió Amarantha convoz cortante—, vas a quedarte en tu celda, o hacercualquier trabajo extra que yo necesite.

—Si haces que me canse, ¿no vas a ponermeen desventaja? —Sabía que ella estaba perdiendointerés..., que no había esperado que le hicieratantas preguntas. Pero tenía que conseguir quedijera algo que me beneficiara.

—Nada que no sea trabajo doméstico, trabajobásico. Es justo que te ganes tu comida. —Podríahaberla estrangulado solo por decir eso, peroasentí—. Entonces, estamos de acuerdo.

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Sabía que ella esperaba que yo repitiera esaspalabras, pero tenía que asegurarme.

—Si completo las tres pruebas o resuelvo laadivinanza, ¿vas a hacer lo que yo quiero?

—Claro —afirmó Amarantha—. ¿Estamos deacuerdo?

Con una cara terriblemente blanca, los ojosde Tamlin se encontraron con los míos y casiimperceptiblemente se agrandaron. No.

Pero era eso o la muerte, una muerte como laque había sufrido Clare, lenta y brutal. El attorsiseó detrás de mí, una advertencia para que yorespondiera. Yo no creía ni en el destino ni en elCaldero..., y no tenía otra alternativa.

Porque cuando miré a los ojos de Tamlin,incluso ahora, sentado junto a Amarantha como suesclavo o incluso algo peor, lo amé con unaferocidad que me quemaba el corazón. Porquecuando él abrió los ojos, supe que me seguíaamando.

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A mí no me quedaba nada excepto eso,excepto los jirones de una esperanza tonta...: talvez podría ganarla, tal vez sería más inteligenteque ella y derrotaría a una reina inmortal tanantigua como la piedra que pisaban mis pies.

—¿Entonces? —insistió Amarantha. Detrásde mí, sentí que el attor se preparaba para saltar,para sacarme la respuesta a golpes si eranecesario. Ella los había engañado a todos, peroyo había aprendido a sobrevivir a la pobreza, aaños de moverme en soledad por los bosques. Mimejor táctica era no revelar nada de mí misma ode lo que sabía. ¿Qué era la corte de Amaranthasino otro bosque, otro coto de caza?

Miré a Tamlin una vez más antes de decir:—De acuerdo.Amarantha me dedicó una sonrisita horrible y

la magia siseó en el aire entre las dos mientras ellahacía chasquear los dedos. A continuación volvióa acomodarse en el trono.

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—Dadle una digna bienvenida a mi corte —leordenó a alguien que estaba detrás de mí.

El siseo del attor fue la única advertenciaantes de que algo duro como una piedra megolpeara la mandíbula.

Caí de costado, aturdida, pero me esperabaotro golpe terrible en la cara. Me crujieron loshuesos, todos los huesos. Las piernas se medoblaron debajo del cuerpo y la piel correosa delattor me raspó la mejilla cuando volvió a pegarme.Retrocedí, pero me encontré con el puño de otro,un inmortal inferior retorcido cuya cara no llegué aver. Era como si alguien me estuviera golpeandocon un ladrillo. ¡Pam! ¡Crac! Creo que eran tres.Me convertí en un saco que solo encajaba golpes;pasé de puñetazo en puñetazo; los huesos merestallaban de agonía. Tal vez grité.

La sangre me salió por la boca y su sabormetálico me cubrió la lengua antes de perder laconciencia.

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CAPÍTULO

35

Sentí que recuperaba lentamente los sentidos, yque cada uno era más doloroso que el anterior.Primero oí un sonido de agua que goteaba, despuésel eco lejano de unos pasos fuertes. Un gusto acobre en la boca...: sangre. Por encima del silbido

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de algo que tenía que ser mi nariz aplastada, elolor fuerte y picante del moho y el hedor de loshongos inundaban el aire frío, húmedo. Se meclavaban en las mejillas puntiagudas briznas depaja. Toqué con la lengua mi labio partido y elgesto me llenó de fuego el rostro. Hice una mueca,intenté abrir los ojos, pero solo conseguí separarun poco los párpados hinchados. Lo que veía,borroso, sin duda porque tenía los ojosamoratados, no me alegró el espíritu.

Estaba en una celda, en una prisión. Ya notenía armas y mis únicas fuentes de luz eran lasantorchas que ardían al otro lado de la puerta.Amarantha había dicho que pasaría el tiempo enuna celda, pero cuando me senté, con la cabeza tanconfusa que casi me desmayé de nuevo, se meaceleró el corazón. Una mazmorra. Examiné losfinos rayos de luz que se arrastraban a través delas grietas de la puerta y la pared. Después, concautela, me toqué la cara.

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Dolía..., dolía más que cualquier otra cosaque yo hubiera soportado antes.

Me mordí la lengua para no gritar mientrascon los dedos me tocaba la nariz y caían trozos desangre seca a mi alrededor. Estaba rota. Quebrada.Habría apretado los dientes si no me hubieraestado latiendo la mandíbula en un remolino deagonía.

No podía permitirme el pánico. No, tenía quemantener a raya las lágrimas, tenía que conservarla cordura. Y tenía que revisar mis laceraciones lomejor que pudiera para después pensar qué hacer.Tal vez podría usar mi camisa para elaborarvendajes..., tal vez me darían agua en algúnmomento y podría lavarme las heridas. Respirandode forma superficial a causa del dolor del pecho ylas costillas, me exploré el resto de la cara. Notenía la mandíbula rota, y aunque se me habíanhinchado los ojos y partido el labio, el peor dañoera en la nariz.

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Me llevé las rodillas al pecho, las apreté confuerza mientras controlaba la respiración. Habíaviolado una de las reglas de Alis. No había tenidoopción. Ver a Tamlin sentado junto a Amarantha...

La mandíbula me dolía, pero apreté losdientes de todos modos. La luna llena... Era cuartocreciente cuando dejé la casa de mi padre. ¿Cuántotiempo había pasado inconsciente ahí abajo? Noera tonta: sabía que no tendría tiempo paraprepararme para la primera prueba de Amarantha.

No me permití imaginarme lo que podía teneren mente para mí. Ya tenía bastante con saber queella esperaba que yo muriera... Había dicho que noquedaría suficiente de mí para que pudieraentretenerse torturándome.

Me abracé las piernas con más fuerza paraque no me temblaran las manos. En algún lugar...,no demasiado lejos, empezaron los gritos. Unbalido agudo, un ruego, acentuado con crescendosde chillidos que hicieron que la bilis se me

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atragantara en la garganta. Tal vez yo gritaría asícuando me viera frente a la primera tarea deAmarantha.

Sonó el chasquido de un látigo y el alaridofue más fuerte; a quien estuvieran azotando apenasle daban tiempo para detenerse a tomar aire.Seguramente Clare había gritado así. Y sí, eracomo si yo misma la hubiera torturado. ¿Quéhabría pensado ella...? Todos esos inmortales quedeseaban su sangre y su dolor. Me lo merecía..., sí,me merecía cualquier dolor, cualquier sufrimientoque tuviera que afrontar, fuera el que fuese..., porlo que Clare había tenido que tolerar. Pero... peroiba a arreglar las cosas. De alguna forma.

Imagino que me dormí en algún momento,porque desperté cuando la puerta de la celda raspóel suelo de piedra. Olvidé el dolor inmenso de micara y me arrastré para esconderme en las sombrasdel rincón más lejano. Alguien se deslizó en micelda y cerró la puerta con rapidez..., dejandopasar apenas un rayo de luz.

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—¿Feyre?Traté de ponerme de pie, pero me temblaban

tanto las piernas que no podía moverme.—¿Lucien? —jadeé yo, y la paja del suelo

crujió cuando se dejó caer de rodillas frente a mí.—Por el Caldero, ¿estás bien?—La cara...Una luz pequeña flameó junto a su cabeza, y

su ojo de metal se entrecerró. Lucien resopló.—¿Has perdido la cabeza? ¿Qué estás

haciendo aquí?Luché por contener las lágrimas... Llorar no

tenía sentido, de todos modos.—Volví a la mansión... Alis me dijo... me

contó lo de la maldición... Y no podía dejar queAmarantha...

—No deberías haber venido, Feyre —dijo élcon voz cortante—. No tendrías que estar aquí.¿No entiendes todo lo que Tamlin sacrificó parasacarte de Prythian? ¿Cómo has podido ser tanestúpida?

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—Bueno, pero ahora estoy aquí —dije convoz más alta de lo aconsejable—. Estoy aquí y nose puede hacer nada al respecto, así que... ¡no temolestes en hablarme de mi cuerpo débil y humanoy de mi estupidez! Eso lo sé, y... —Queríacubrirme la cara con las manos pero me dolíademasiado—. Solo... tenía que decirle que lo amo.Comprobar si no era demasiado tarde.

Lucien se puso en cuclillas.—Así que lo sabes todo.Me las arreglé para asentir sin desmayarme

de dolor. Seguramente vio con claridad mi agonía,porque hizo una mueca.

—Bueno, por lo menos ya no tenemos quementirte. A ver si te recomponemos un poquito.

—Creo que tengo la nariz rota. Pero nadamás. —Mientras lo decía, miré alrededor de élbuscando señales de vendajes o agua... Pero no vinada. Sería magia, entonces.

Lucien dirigió la mirada por encima delhombro, controlando la puerta.

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—Los guardias están borrachos, pero elcambio llegará pronto —dijo, y después estudiómi nariz. Traté de soportar el suplicio mientras lepermitía tocarla. Hasta el roce de sus dedos metransmitió relámpagos de dolor por todo el cuerpo—. Voy a tener que ponerla en su lugar antes decurarte.

Apreté la boca para ocultar el pánico ciegoque sentía.

—Hazlo. Ahora —le dije, antes de quepudiera hundirme en la cobardía y pedirle que nolo hiciera. Él dudó—. Ahora —jadeé.

Con demasiada rapidez para que pudieraseguirlo con la vista, los dedos de Lucien mecogieron la nariz. El dolor me atravesó como unalanza y un crac me sonó en los oídos, en la cabeza;después me desmayé.

Cuando volví en mí, conseguí abrir los dosojos completamente, y la nariz, mi nariz, estaba ensu sitio y no me latía ni hacía que la cara se me

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partiera de dolor. Lucien estaba agachado sobre mícon el entrecejo fruncido.

—No puedo curarte del todo... Sabrían quealguien te ha ayudado. Todavía tienes losmoretones y ese ojo negro está horrible, pero... yano hay hinchazón.

—¿Y la nariz? —pregunté, tocándola antes deque él contestara.

—Lista..., tan bonita y descarada comosiempre. —Me dedicó su sonrisa ladeada. El gestofamiliar hizo que se me tensara el pecho casi hastadolerme.

—Pensé que Amarantha había arrebatado lamayor parte del poder de la corte —me las arreglépara decir. Yo casi no lo había visto hacer magiaen la mansión.

Asintió hacia la lucecita que se movía sobresu hombro.

—Ella me devolvió una fracción..., para queconvenciera a Tamlin a aceptar la oferta. Pero élsigue negándose. —Levantó el mentón hacia mi

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cara curada—. Yo sabía que algo bueno saldría deestar aquí abajo.

—¿Así que tú también estás atrapado en Bajola Montaña? —Un movimiento amargo de lacabeza acompañó su asentimiento. «Sí.»

—Ha mandado llamar a todos los altoslores..., incluso los que le juraron obediencia estánaquí y tienen prohibido irse hasta que... hasta queterminen tus pruebas.

Hasta que yo estuviera muerta era lo quequería decir en realidad.

—Ese anillo —dije—, ¿es... es realmente elojo de Jurian? —Lucien se encogió.

—Sí. ¿Así que de verdad lo sabes todo?—Alis no me dijo qué pasó cuando Jurian y

Amarantha estuvieron frente a frente.—Dejaron asolado todo un campo de batalla

y usaron a sus soldados como escudos hasta quemurieron casi todos. Jurian tenía alguna proteccióncontra ella, pero una vez que llegaron al combatecuerpo a cuerpo... no le costó demasiado

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derrotarlo. Entonces lo arrastró de vuelta a sucampamento y se tomó mucho tiempo, semanas,para torturarlo y matarlo. Ignoró las órdenes demarchar en ayuda del rey de Hybern... y eso lecostó ejércitos a su soberano y al final perdió laguerra. Amarantha se negó a hacer cualquier cosahasta que hubiera terminado con Jurian. Las únicaspartes del cuerpo que quedaron de él fueron eldedo y el ojo. Clythia le había prometido a Jurianque no moriría nunca..., y mientras su hermanamantenga ese ojo preservado en magia, retendrá sualma y su conciencia, y él permanecerá atrapado,mirando. Un castigo adecuado para lo que hizo,pero... —Lucien se tocó el ojo que le faltaba—,pero me alegro de que no me hubiera hecho lomismo a mí. Se diría que está obsesionada con esetipo de cosas.

Me eché a temblar. Una cazadora...Amarantha no era mucho más que una cazadoracruel, inmortal, que coleccionaba trofeos pararecordar a sus presas y conquistas y se regodeaba

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con ellos a lo largo de las eras. La rabia, ladesesperación y el horror que tenía que aguantarJurian día tras día, durante toda la eternidad...Merecidos, tal vez, pero peores que nada que yohubiera podido imaginar. Sacudí la cabeza parasacarme la idea de la mente.

—¿Tamlin está...?—Él... —Lucien iba a contestar, pero se puso

de pie bruscamente cuando oyó algo que los oídoshumanos no captaban—. Va a haber un cambio deguardia y vienen hacia aquí. Trata de no morirte,¿quieres? Ya tengo una larga lista de inmortalesque matar..., no necesito añadir más nombres, nisiquiera por el bien de Tamlin.

Razón por la cual, sin duda, había bajadohasta allí.

Y entonces desapareció..., desapareció en latenue luz. Un momento después, un ojo amarillomanchado de rojo apareció en el agujero devigilancia de la puerta, me miró con furia y siguióadelante.

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Dormitaba y me despertaba a lo largo de un cicloque tal vez fue de horas, o quizá de días. Medieron tres comidas miserables, pan duro y agua, ylas llevaron a intervalos irregulares, por lo quepude detectar. Lo único que supe cuando se abrióla puerta de la celda en un movimiento brusco fueque mi hambre constante ya no importaba y que eramejor no luchar contra los dos inmortales bajitos,de piel roja, que me arrastraron hasta el salón deltrono. Me fijé cuidadosamente en el camino, elegídetalles de los pasillos para acordarme, grietasdiferentes en las paredes, escenas de los tapices,una curva distinta a las demás, cualquier cosa queme recordara el camino de salida de lasmazmorras.

Esta vez vi algo más de la habitación deltrono; por ejemplo, comprobé dónde estaban lassalidas. No había ventanas porque estábamos bajotierra. Y la montaña que había visto pintada en elmapa de la mansión se levantaba en el corazón deesa tierra, lejos de la Corte Primavera y todavía

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más lejos del muro. Si quería escapar con Tamlin,mi mejor oportunidad sería correr y buscar esacueva en el vientre de la montaña.

De pie junto a la pared había una multitud deinmortales. Cuando pasamos bajo el umbral tratéde no mirar el cuerpo de Clare, que sedescomponía clavado en el muro, y me concentréen fijarme tan solo en la corte reunida. Todo elmundo se había puesto ropa elegante, colorida...;todos parecían bien alimentados y limpios. Entreellos había inmortales enmascarados: la CortePrimavera. Si tenía alguna oportunidad deconseguir aliados, sería entre ellos.

Examiné a la multitud buscando a Lucien,pero no lo encontré, y entonces me empujaronjunto a la tarima. Amarantha llevaba un vestidocubierto de rubíes que realzaba su cabello entrerojo y dorado y también los labios, que, cuandodirigí la vista hacia ella, estaban abiertos en unasonrisa viperina.

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La reina de los inmortales chasqueó lalengua.

—Estás realmente espantosa. —Se volvióhacia Tamlin, que permanecía quieto a su lado. Suexpresión siguió siendo distante—. ¿No es ciertoque ha empeorado mucho?

Él no contestó. Ni siquiera me miró a losojos.

—¿Sabes? —musitó Amarantha inclinándosesobre el brazo del trono—, anoche no me podíadormir y esta mañana me he dado cuenta de porqué. —Me miró de arriba abajo—. No sé tunombre. Si tú y yo vamos a ser tan amigas durantelos próximos tres meses, debería saber tu nombre,¿verdad?

Hice un esfuerzo para no asentir. Había algoencantador, cercano, en ella, y una parte de míempezó a entender por qué los altos lores habíancaído bajo su hechizo, por qué habían creído susmentiras. La odié por eso.

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Cuando no contesté, Amarantha frunció elentrecejo.

—Vamos, amor, vamos. Tú sabes mi nombre,¿te parece justo que yo no sepa el tuyo? —Me pusetensa cuando apareció el attor en medio de lamultitud que se separó para dejarlo pasar. Apenasme vio, me sonrió con sus filas y filas de dientes—. Después de todo —Amarantha hizo un gestoelegante con la mano hacia el espacio que habíadetrás de mí y el cristal que protegía el ojo deJurian reflejó la luz—, ya sabes la consecuenciade dar nombres falsos. —Una nube oscura meenvolvió y sentí la forma de Clare clavada en lapared detrás de mí. Pero mantuve la boca cerrada—. Rhysand —dijo Amarantha, y no necesitólevantar la voz para que él acudiera. Mi corazónpareció pesar como el plomo cuando sonaron a miespalda esos pasos relajados, ágiles. Se detuvojunto a mí... Demasiado, sí, demasiado cerca parami gusto.

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Con el rabillo del ojo estudié al alto lord dela Corte Noche cuando se inclinó doblándose porla cintura. La noche parecía ondear a su alrededorcomo una capa casi invisible.

Amarantha levantó las cejas.—¿Es ella la mujer humana que viste en la

propiedad de Tamlin?Él se sacudió una mota invisible de polvo de

la túnica negra antes de mirarme. Sus ojos violetamostraban aburrimiento... y desdén.

—Supongo.—Pero ¿me dijiste o no que esa chica era la

que viste? —dijo Amarantha alzando el tonomientras señalaba a Clare.

Él se metió las manos en los bolsillos.—A mí, los humanos me parecen todos

iguales. —Amarantha le dedicó una sonrisaartificial.

—¿Y los inmortales?

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Rhysand volvió a inclinarse, con tantasuavidad que el gesto parecía más una danza queuna reverencia.

—En medio de un mar de caras mundanas, lavuestra es una obra de arte.

Si yo no hubiera estado pisando la línea entrela vida y la muerte, habría resoplado.

«Los humanos me parecen todos iguales...»No lo creía, no, ni por medio segundo. Rhysandconocía mi aspecto con exactitud..., me habíareconocido aquel día en la mansión. Me esforcépor hacer que se viera mi rostro lo más neutral quepude, ahora que la atención de Amarantha volvía adirigirse a mí.

—¿Cómo se llama? —le preguntó a Rhysand.—¿Y cómo voy a saberlo? Ella me mintió. —

O jugar con Amarantha era una diversión para él,una broma, como poner una cabeza en una pica enmedio del jardín de Tamlin, o... todo eso era otravez una intriga cortesana. Me preparé para el roce

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de esos espolones contra mi mente, me preparépara la orden que, sin ninguna duda, ella estaba apunto de dar.

Mantuve la boca bien cerrada y me quedéquieta. Recé para que Nesta tuviera ya guardias yexploradores a su servicio..., para que hubierapersuadido a mi padre de tomar precauciones.

—Si te gustan tanto los juegos, muchacha,supongo que podemos hacer esto y divertirnos almismo tiempo —dijo Amarantha. Hizo sonar losdedos hacia el attor, que se metió en la multitud yatrapó a alguien. Su cabello rojo brilló y metambaleé hacia delante cuando el attor arrastró aLucien por el cuello de la túnica verde. «No. No.»

Lucien se defendía del attor, pero no podíahacer nada contra esas uñas parecidas a agujas. Elmonstruo lo obligó a arrodillarse y sonrió, soltó latúnica de Lucien y se mantuvo cerca.

Amarantha levantó un dedo en dirección aRhysand. El alto lord de la Corte Noche enarcóuna ceja muy bien cuidada.

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—Mantén esa mente quieta —le ordenó ella.Se me desgarró el corazón. Lucien se quedó

completamente quieto. El sudor le brillaba en elcuello cuando Rhysand inclinó la cabeza hacia lareina y se dio la vuelta para ponerse frente a él.

Detrás de los dos, abriéndose paso parasituarse frente a la multitud, aparecieron cuatroaltos fae de gran estatura y de cabello rojo.Algunos eran musculosos, de buen físico, yparecían guerreros listos para entrar en un campode batalla; otros eran hermosos cortesanos. Todosmiraron con fijeza a Lucien... y sonrieron. Loscuatro hijos del alto lord, los cuatro que quedabanen la Corte Otoño.

—¿Cuál es su nombre, emisario? —lepreguntó Amarantha a Lucien. Pero este miró aTamlin, solo eso, antes de cerrar los ojos y erguirlos hombros. Rhysand empezó a sonreír y meestremecí cuando recordé la sensación de esasgarras invisibles dentro de la mente. Qué fácilhubiera resultado para él aplastarla por completo.

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Los hermanos de Lucien acechaban en losbordes de la multitud, sin remordimientos, sinningún miedo en sus caras hermosas.

Amarantha suspiró.—Pensé que habías aprendido la lección,

Lucien. Aunque esta vez tu silencio va acondenarte tanto como tu lengua. —Lucien siguiócon los ojos cerrados. Listo..., estaba listo paraque Rhysand borrara todo lo que era, para queconvirtiera su mente, a él incluso, en puro polvo—. ¿Su nombre? —le preguntó ella a Tamlin, y élno le contestó. Los ojos de Tam estaban fijos enlos hermanos de Lucien, como si estuviera tratandode ver cuál de ellos mostraba la sonrisa mássatisfecha.

Amarantha pasó una uña a lo largo del brazodel trono.

—No creo que tus hermosos hermanos losepan, Lucien —ronroneó.

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—Si lo supiéramos, señora, seríamos losprimeros en decíroslo —manifestó el más alto. Eradelgado e iba vestido de forma elegante, un hijo deputa entrenado para la corte en cada centímetro desu cuerpo. Seguramente el mayor, si se tenía encuenta la forma en que lo miraban incluso los queparecían guerreros de sangre, una mirada llena dedeferencia, de prevención y de miedo.

Amarantha le dedicó una sonrisa deagradecimiento y levantó la mano. Rhysand movióla cabeza y entrecerró los ojos, fijos en Lucien.

Este se puso tenso. Un gruñido le salió por lagarganta y...

—¡Feyre! —grité—. Me llamo Feyre.Tuve que esforzarme mucho para no caer de

rodillas cuando Amarantha asintió y Rhysand dioun paso atrás. El alto lord de la Corte Noche nisiquiera se había sacado las manos de losbolsillos.

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Supongo que ella le había permitidoconservar más poder que a los otros. Sin duda siera capaz de infligir tanto daño a pesar de estarsometido a ella. Antes de que ella se lo robara, elpoder de Rhysand había sido... extraordinario. Sí,tenía que haberlo sido si esto era solo lo queconservaba de él.

Lucien se dejó caer al suelo temblando. Sushermanos se adelantaron y el mayor me mostró losdientes en una amenaza silenciosa. Lo ignoré.

—Feyre —dijo Amarantha saboreando minombre, el gusto de las dos sílabas sobre la lengua—. Un nombre viejo de nuestros primerosdialectos. Bueno, Feyre —continuó. Cuando me dicuenta de que no iba a preguntar por mi apellido,casi lloro del alivio—. Te prometí una adivinanza.

Todo se volvió espeso y confuso. ¿Por quéTamlin no hacía nada? ¿Por qué no decía nada?¿Qué había estado a punto de decir Lucien antes dedesaparecer de mi celda?

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—Resuelve esto, Feyre, y tú y tu alto lord ytoda la corte podréis iros con mi bendicióninmediatamente. Veamos si eres lo bastanteinteligente como para merecer a uno de miespecie. —Sus ojos oscuros brillaron y me aclaréla mente lo mejor que pude mientras ella hablaba.

Hay quienes me buscan toda una vida pero nonos encontramos,y quienes reciben mi beso y me rechazan,desagradecidos, desdichados.

A veces, parece que prefiero a los inteligentes, alos bellos, a los altos,pero bendigo a todos los que tienen el coraje deintentarlo.

En general, cuando actúo, soy de mano suave,dulce, de miel,pero si me desprecian, me convierto en una bestiadifícil de vencer.

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Porque aunque mis golpes, todos, dan siempre enel blanco,cuando mato, lo hago muy muy despacio...

Parpadeé y ella lo repitió, sonriendo alterminar, engreída como un gato. Mi mente era unvacío, una masa totalmente inútil, un espacio enblanco.

¿Algún tipo de enfermedad? Mi madre habíamuerto de tifus y su prima de malaria después deun viaje a Bharat... Pero ninguno de los síntomasparecía tener nada que ver con la adivinanza. ¿Unapersona, tal vez?

Una oleada de risas recorrió a los queestaban reunidos, y las más estruendosas fueron lasde los hermanos de Lucien. Rhysand me miraba,envuelto en noche, con una sonrisa leve en la boca.

La solución estaba tan cerca... Una pequeñarespuesta y todos seríamos libres. Inmediatamente,había dicho ella..., y en cambio... Eh, un momento:¿las condiciones de las pruebas eran distintas de

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las que me había dado para la adivinanza?Amarantha había enfatizado lo de«inmediatamente» cuando hablaba de resolver laadivinanza. No, no tenía tiempo para pensar en esoahora. Tenía que resolver la adivinanza. Asípodríamos ser libres. Libres.

Pero no pude..., ni siquiera se me ocurrió unaposibilidad. Habría sido mejor que yo misma meabriera el cuello y terminara allí mismo con misufrimiento antes de que ella pudiera hacermepedazos. Era una tonta, una humana idiota. Miré aTamlin. El oro en sus ojos titiló un poco, pero sucara no tenía expresión.

—Piénsalo —dijo Amarantha paraconsolarme, y dirigió una mirada al anillo, al ojoque daba vueltas ahí dentro—. Voy a estaresperando.

Miré a Tamlin. Tenía la mente vacía, girandoen un remolino, mientras me empujaban hacia lasmazmorras.

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Cuando volvieron a cerrar la puerta de micelda, supe que iba a perder.

Pasé dos días encerrada allí, o por lo menossupuse que eran dos, tomando como referencia lascomidas, que habían empezado a ser un pocomejores. Devoré las partes comestibles de lasporciones medio cubiertas de moho, y aunquedeseaba que Lucien acudiera a verme, nunca lohizo. Sabía que no me era posible siquiera desearver a Tamlin.

Tuve muy poco que hacer excepto reflexionaracerca de la adivinanza de Amarantha. Pero cuantomás lo hacía, menos sentido le encontraba. Penséen varios tipos de venenos y animalesponzoñosos..., pero eso no me sirvió de nada,excepto acrecentar la sensación de ser cada vezmás estúpida. Por no mencionar la impresión deque tal vez ella estaba engañándome con esanegociación y que por eso había dicho

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«inmediatamente» cuando habló de la adivinanza.Tal vez lo que quería decir era que no nosliberaría inmediatamente si yo terminaba con éxitolas pruebas. Que podría tomarse todo el tiempoque quisiera para hacerlo. No..., no, me estabaponiendo paranoica. Estaba dándole demasiadasvueltas. Pero la adivinanza podía liberarnos atodos al instante. Tenía que resolverla. Aunquehabía jurado no pensar demasiado en las tareasque me esperaban, no dudaba de la imaginación deAmarantha, y muchas veces me despertabasudando después de algún sueño inquieto..., unsueño en el que estaba atrapada dentro de un anillode cristal, en silencio por toda la eternidad,obligada a ser testigo de ese mundo cruel, sedientode sangre, separada de todo lo que había amado.Amarantha había amenazado con que no quedaríanada de mí, que ella no podría jugar conmigo sifracasaba en una de las pruebas..., y yo recé paraque eso fuera verdad. Mejor desaparecer parasiempre que sufrir el destino de Jurian.

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Sin embargo, un miedo como no habíaconocido antes me devoró completamente cuandose abrió la puerta de la celda y los guardias depiel roja me dijeron que la luna llena estaba en elcentro del cielo.

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CAPÍTULO

36

Los sonidos de la multitud en movimientoreverberaban en el pasillo. Mi escolta armada nose molestó en sacar las armas; se limitaron aempujarme hacia delante. Ni siquiera me habían

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puesto grilletes. Algo o alguien me atraparía antesde que pudiera apartarme un paso y me devoraríaen el lugar donde estuviéramos.

La cacofonía de risas, gritos y aullidos noterrenales empeoró cuando el pasillo se abriófrente a algo que seguramente era un gran estadio.No habían colocado antorchas para iluminar lacaverna... y no conseguí averiguar si estaba talladaen la roca o si la había formado la naturaleza. Elsuelo estaba resbaladizo y embarrado, y tuve quehacer un esfuerzo para mantenerme de pie mientrascaminábamos.

Pero fue la multitud enorme, ruidosa yrebelde la que me congeló las entrañas cuandotodos se volvieron para mirarme. No conseguíaentender lo que me gritaban, pero tenía una ideabastante clara. Las caras crueles y las sonrisasamplias me decían todo lo que necesitaba saber.No solo había inmortales inferiores, sino tambiénaltos fae. La excitación transformaba sus caras ylas hacía casi tan lobunas como las de sus

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hermanos más extraños. Me empujaron a unaplataforma de madera erigida por encima de lamultitud. Ahí estaban sentados Amarantha yTamlin, y frente a la plataforma...

Hice todo lo que pude para mantener elmentón alto mientras miraba el laberinto de túnelesy trincheras que se abría en el suelo. La multitudestaba de pie en los bordes, impidiendo la visiónde lo que había dentro. Me caí de rodillas frente aAmarantha. El barro medio congelado se me metióen los pantalones.

Me puse de pie con las piernas temblando.Alrededor de la plataforma había un grupo de seismachos, separados de la multitud principal. Porlas caras frías, hermosas, por el porte de poderque mostraban, supe que eran los otros altos loresde Prythian. Ignoré a Rhysand apenas noté susonrisa felina, la corona de oscuridad sobre sucabeza.

A Amarantha le bastó con levantar una manoy la multitud rugiente quedó en silencio.

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El silencio era tan grande que casi podía oírel latido de mi corazón.

—Bueno, Feyre —comenzó la reina de losinmortales. Traté de no mirar la mano que seapoyaba en la rodilla de Tamlin, el anillo tanvulgar como aquel gesto—. Tu primera prueba esen este mismo lugar. Veamos hasta dónde llega eseafecto humano que tienes.

Apreté los dientes y casi se los mostré en ungesto de odio. La cara de Tamlin seguía en blanco.

—Me tomé la libertad de averiguar algunascosas sobre ti —dijo Amarantha con enormelentitud—. Era justo. Supongo que lo entiendes.

Todos mis instintos, todos los fragmentos demí que eran intrínsecamente humanos me gritaronque huyera, pero yo seguí ahí, los pies plantadosen el suelo, las rodillas apretadas una contra laotra para evitar que me flaquearan las piernas.

—Creo que te va a gustar esta prueba —dijoella. Hizo un gesto con la mano y el attor apartó ala multitud para abrirme camino hasta el lugar

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donde empezaba la primera trinchera—. Vamos.Mira.

Yo la obedecí. Las trincheras, que más omenos tenían la altura de dos hombres deprofundidad, estaban resbaladizas por el barro.Era como si las hubieran excavado en el barromismo. Me quedé mirando, luchando paramantenerme en pie. Formaban un laberinto en todoel suelo de la cámara y las curvas y los giros notenían ningún sentido. El suelo estaba lleno deagujeros que sin duda llevaban a túnelessoterrados, y... Unas manos se aferraron a miespalda y grité porque me dio la impresión de queme caía, hasta que de pronto me levantaron cadavez más arriba en el aire. Reverberaron las risascomo un eco dentro de la estancia y quedé colgadade las uñas del attor, sus alas poderosas abiertasmientras él y yo atravesábamos el estadio. El aireparecía estremecerse con cada uno de los aletazos.Después, bajó con rapidez hacia las trincheras yme dejó ahí, de pie.

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El lodo me hizo chapotear, abrí los brazos yme tambaleé. Las risas continuaron a pesar de queyo seguía de pie.

El barro olía de una manera espantosa, peroconseguí contener la náusea. Me di la vuelta yencontré la plataforma de Amarantha muy cerca:flotaba por encima de la trinchera. Ella me miródesde allí, sonriendo con su mueca de serpiente.

—Rhysand me ha dicho que eres cazadora —declaró, y a mí se me detuvo el corazón.

Seguramente él me había leído lospensamientos, o... tal vez había encontrado a mifamilia y...

Amarantha chasqueó los dedos en midirección.

—Cázame esto.Los inmortales gritaron emocionados, y vi el

oro circular entre las palmas delgadas de susmanos de todos los colores. Apostaban cuántotiempo duraría una vez que empezara. Apostabansobre mi vida.

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Levanté los ojos hacia Tamlin. Su mirada decolor esmeralda estaba congelada..., y memoricépor última vez las líneas de esa cara, la forma desu máscara, la sombra de su cabello.

—Suéltalo —ordenó Amarantha. Sentí untemblor en toda la médula cuando se oyó el crujidode la puerta de una jaula; después, la cámara sellenó con el ruido de algo que se deslizaba conrapidez.

Los hombros se me encogieron. La multitudse quedó callada un instante, lo suficiente comopara que pudiera oír una especie de gruñidogutural, y sentí las vibraciones del suelo cuando lacosa, fuera lo que fuese, se me acercó.

Amarantha chasqueó la lengua y volví lacabeza hacia ella con la velocidad de un látigo.Sus cejas se arquearon.

—Corre —susurró.Y entonces apareció. Corrí.

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Era un gusano gigantesco, o tal vez algo quehabría podido ser un gusano si su parte delanterano fuera más que una boca llena de hilerascirculares de dientes afilados como navajas. Elgusano se me acercó con rapidez. Su cuerpo, entremarrón y rosado, era una onda que se retorcía y sealzaba con una facilidad horrenda. Esas trincheraseran su guarida.

Y yo era su cena.Corrí por el foso deslizándome y resbalando

sobre el barro maloliente mientras deseaba habermemorizado mejor el diseño del laberinto en lospocos momentos en que lo había observado; sabíaperfectamente bien que el camino que tomarapodría conducirme a un callejón sin salida dondeera probable...

La multitud rugió, y el clamor ahogó lossonidos del gusano; algunos eran como el que seproduce al sorber un líquido; otros, como elrechinar de algo metálico, pero no me atreví amirar por encima del hombro. El olor cada vez

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más cercano me decía bastante sobre laproximidad del animal. No tuve aliento suficientepara sollozar de alivio cuando descubrí unabifurcación y giré con brusquedad hacia laizquierda.

Tenía que poner la mayor distancia posibleentre los dos; tenía que encontrar un lugar dondepudiera idear un plan, un sitio que me diera algode ventaja.

Otra bifurcación..., y volví a girar a laizquierda. Tal vez si seguía girando en ese sentidopodría correr en círculo y sorprender a la criaturadesde atrás y...

No, eso era absurdo. Tendría que haber sidotres veces más rápida que el gusano, y en esemomento apenas si conseguía mantener una escasadistancia entre aquella cosa y yo. Cuando volví agirar a la izquierda, resbalé y me hundí en unapared; me metí dentro del barro blando. Frío,maloliente, sofocante. Me limpié los ojos ydescubrí las caras burlonas de los inmortales que

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flotaban sobre mí, riéndose. Corrí por mi vida.Llegué a una trinchera larga, recta, y puse toda lafuerza de mi cuerpo en las piernas para recorrerese fragmento de pasillo. Al final, me atreví amirar por encima del hombro y el miedo meenloqueció, se convirtió en un remolino internoapenas vi surgir al gusano tras de mí: el animalseguía mis huellas calientes.

Esa mirada casi me hizo pasar por alto unapequeña grieta en un lado de la trinchera; aminoréla velocidad hasta detenerme y colarme a través dela abertura. Esa hendidura era demasiado estrechapara el gusano, pero seguramente la criaturadestrozaría todo el muro de barro para pasar. Sinembargo, valía la pena intentarlo.

Cuando hice fuerza para pasar al otro lado,algo me agarró por detrás. Eran las paredes. Lagrieta era muy pequeña y me había lanzado contanta fuerza a través de ella que había quedadoencajada entre los dos lados. Con la espaldavuelta hacia el gusano, demasiado incrustada en la

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pared como para darme la vuelta, no conseguíaverlo y él se estaba acercando. El olor... el olorempeoraba.

Empujé y tiré, pero el barro era muy espeso yse resistía.

Las trincheras se estremecían con losmovimientos poderosos del gusano. Casi podíasentir el aliento maloliente sobre mi cuerpoexpuesto, oía los dientes que lanzaban dentelladasal aire más y más y más cerca. Así no. Mi vida nopodía terminar así.

Hundí las manos en el barro, me retorcí,excavé con todas mis fuerzas para pasar hacia elotro lado. El gusano se acercaba más con cadalatido de mi corazón; su olor casi me nublaba lossentidos.

Golpeé el barro endurecido, volví aretorcerme, di patadas y empujé, sollocé entre losdientes apretados. Así no.

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El suelo tembló. Me rodeó un hedorinsoportable y un aire caliente me golpeó elcuerpo. Los dientes de esa cosa sonaron alcerrarse unos sobre otros.

Empujé y empujé, agarrándome de la pared.Hubo un chapoteo y un súbito alivio de la presiónalrededor de la mitad de mi cuerpo, y caí a travésde la grieta y me derrumbé en el barro.

La multitud suspiró. No tenía tiempo parasoltar lágrimas de alivio porque ahora estaba enotro pasillo. Volví a lanzarme hacia el laberinto.Por los rugidos, supe que el gusano había pasadode largo.

Pero eso no tenía sentido..., el pasaje noofrecía ningún lugar donde esconderse. Me habríavisto acorralada ahí. A menos que no pudierallegar y ahora estuviera tomando alguna rutaalternativa para saltarme encima.

No controlé la velocidad que llevaba, aunquesabía que había perdido inercia cuando me golpeécon una pared tras otra en cada una de las curvas

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más cerradas. El gusano también tenía que perderalgo de velocidad cuando giraba..., una criatura asíde grande, por más peligrosa que fuese, no podríamoverse en esas curvas sin bajar la velocidad.

Me arriesgué a mirar a la multitud. Tenían lascaras serias por la desilusión y no me miraban,estaban todos con los ojos fijos en el otro extremode la cámara. Ahí tenía que estar el gusano..., ahíera donde terminaba ese pasaje. No me había vistocuando pasó. No me había visto.

Era ciego.Me sorprendí tanto que no vi el pozo enorme

que se abría frente a mí, escondido por una ligerapendiente, y tuve que hacer un esfuerzo para nogritar. Aire, aire, vacío y...

Caí en el barro y la multitud gritó. El barroatenuó la caída, pero me dolían los dientes a causadel impacto. Sin embargo, no sentí dolor alguno,no me había roto nada.

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Unos cuantos inmortales miraron haciadentro, burlándose desde arriba sobre la bocaabierta del pozo. Giré en redondo, mirandodesesperadamente a mi alrededor, tratando deencontrar la forma más rápida de salir. El pozo seabría hacia un túnel pequeño, oscuro, y no habíaforma de trepar: la pared era demasiado empinada.

Estaba atrapada. Jadeando para recuperar elaliento, di unos pasos hacia la boca del túnel. Memordí los labios para no chillar cuando algo crujiócon estrépito bajo mis pies. Retrocedítambaleándome y el coxis me bramó de dolor.Seguí alejándome, pero mi mano tocó algo suave yduro y lo levanté: vi un brillo blanco.

A pesar de los dedos embarrados reconocíperfectamente la textura. Era un hueso.

Me agaché y toqué el suelo, moviéndomedespacio a gatas hacia la oscuridad. Huesos,huesos, huesos de todas las formas y tamaños, y

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ahogué un grito cuando me di cuenta de lo que eraese lugar. Solamente cuando apoyé la mano en lacurva suave de un cráneo salté sobre mis pies.

Tenía que salir de allí. En ese mismo instante.—Feyre. —Oí la voz distante de Amarantha

—. ¡Estás arruinando la diversión de todos! —Lodecía como si yo fuera una mala compañera dejuegos—. ¡Sal de ahí!

No pensaba hacerlo, pero ella me había dicholo que necesitaba saber. El gusano no sabía dóndeestaba, no conseguía olerme... Tenía unos segundospreciosos para escapar.

Mientras adaptaba la vista a la oscuridad dela guarida del gusano, vi brillar montones ymontones de huesos, pilas incontables en lapenumbra. El color blancuzco de ese barro debíade ser por las capas y más capas de huesos endescomposición. Pero tenía que salir en esemomento, tenía que encontrar un lugar donde

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esconderme que no fuera una trampa mortal. Salíde la guarida tropezando, haciendo sonar loshuesos al chocar con ellos.

Una vez en el aire más abierto del pozo, tratéde subir por una de las paredes empinadas. Variosinmortales de caras verdes me gritaron insultos;los ignoré mientras intentaba escalar la pared.Avanzaba cinco centímetros y me deslizaba otravez hasta el suelo. No podría salir sin una soga ouna escalera, y meterme más en la guarida delgusano para ver si había otra salida no era unaopción. Pero estaba segura de que tenía que haberuna puerta de atrás. Toda guarida animal tiene dossalidas, pero no iba a arriesgarme a entrar en esaoscuridad y a prescindir por completo de mi únicay pequeña ventaja.

Necesitaba un camino hacia arriba. Volví atratar de escalar la pared. Los inmortales seguíanmurmurando su descontento. Mientras ellossiguieran haciéndolo, significaba que la cosaestaba bien. Volví a arrojarme contra la

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resbaladiza pared, cavé en el barro maleable. Loúnico que conseguí fue que el barro congelado seme metiera bajo las uñas, y volví a caer al suelo.

El olor del lugar había impregnado micuerpo. Contuve una náusea y lo intenté una y otray otra vez. Los inmortales se reían.

—Un ratón en una trampa —dijo uno.—¿Necesitas escalones? —se burló otro.

Escalones.Me di la vuelta y miré las pilas de huesos,

después metí la mano con fuerza en la pared.Parecía firme. El material de base de ese lugarestaba hecho de barro apelmazado, y si esacriatura se parecía en algo a sus hermanos máspequeños, más inofensivos, suponía que el olor, ypor lo tanto el propio barro, era lo que quedaba delo que fuera que había pasado por su sistemadigestivo después de que hubiera limpiado toda lacarne de los huesos de sus presas.

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No seguí pensando en ese horror. Me aferré aesa brizna de esperanza y cogí los dos huesos másgrandes, más fuertes que encontré después de unabreve búsqueda. Los dos eran más largos que mispiernas y pesados..., muy pesados, cuando losclavé en la pared. No sabía qué comía esacriatura, pero ese hueso tenía por lo menos eltamaño de una vaca.

—¿Qué está haciendo esa cosa? ¿Qué planea?—siseó uno de los inmortales.

Tomé un tercer hueso y lo hundí con fuerza enla pared, lo más alto que pude. Tomé un cuarto, unpoco más pequeño, y me lo metí en el pantalón,sujetándolo sobre mi espalda. Probé la estabilidadde los tres huesos tirando de ellos, respiré hondo,ignoré a los inmortales que charlaban, y empecé asubir por mi escalera. Mis escalones.

El primer hueso aguantó bien. Si no hacíanada mal, funcionaría. Funcionaría, sí, tenía quefuncionar. Me dejé caer otra vez al barro; los

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inmortales me miraron y murmuraron su confusión.Saqué el hueso atado a la espalda y, con unaprofunda inspiración, lo quebré sobre la rodilla.

La pierna me ardía de dolor, pero ahora teníaentre las manos dos astillas grandes acabadas enpunta. Sí, iba a funcionar.

Si Amarantha quería verme cazar, yo cazaría.Caminé hasta la mitad del pozo, calculé la

distancia y hundí los dos trozos de hueso en elsuelo. Volví a las pilas de huesos y busquépedazos agudos y duros. Cuando mi rodilla ya nosoportó más que la usara como yunque, rompí loshuesos con los pies. Uno por uno, los clavé en elsuelo fangoso del pozo hasta que, salvo unpequeño espacio, toda el área estuvo llena deaguzadas lanzas blancas.

No supervisé lo que había hecho, tendría quedar resultado o yo terminaría en ese suelo, entreesos huesos. Una única oportunidad, eso era lo queyo tenía. Mejor que no tener nada.

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Subí con rapidez mi escalera de huesos eignoré el dolor de las astillas en los dedosmientras trepaba hasta el tercer hueso, donde meequilibré para clavar un cuarto en la pared.

Y así, despacio, subí hasta el borde del pozo,y casi lloré de alegría cuando estuve otra vez en lasuperficie, al aire libre.

Aseguré los tres huesos que había llevado enmi cinturón —su peso era un consuelo—, y corríhasta la pared más cercana. Tomé un poco de barromaloliente y me embadurné la cara. Los inmortalesmurmuraron, pero volví a hacerlo, y esa segundavez me pringué el pelo, y después el cuello.Aunque me había acostumbrado ya a aquel hedorinsoportable, me escocieron un poco los ojos.Incluso me tomé un momento para revolcarme enel suelo. Tenía que cubrir cada centímetro de micuerpo. Cada centímetro.

Si la criatura era ciega, entonces confiaba enel olfato... y el olor sería mi mayor vulnerabilidad.

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Me froté con el barro hasta que estuve segurade que ya no se distinguía más que un par de ojosentre azules y grises. Volví a cubrirme una últimavez las manos, tan resbaladizas que casi noconseguían sostener los huesos cuando los saquédel cinturón.

—¿Qué hace esa cosa? —Gimió de nuevo elinmortal de cara verde. Esta vez le contestó unavoz profunda, elegante:

—Está construyendo una trampa —dijoRhysand.

—Pero el middengard...—El middengard confía en el olfato —

contestó Rhysand, y yo le lancé una miradaespecial cuando dirigí la vista al borde de latrinchera y lo descubrí sonriéndome—. Y Feyreacaba de volverse invisible.

Los ojos de color violeta parpadearon. Lehice un gesto obsceno antes de ponerme a correrdirecta hacia el gusano.

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Coloqué los huesos que me quedaban encurvas especialmente cerradas, sabiendo muy bienque no podría girar a la velocidad que necesitaríapara alcanzarme. No me llevó mucho tiempoencontrar al gusano, porque había una multitud deinmortales azuzándolo, pero tenía que llegar allugar adecuado..., tenía que elegir mi campo debatalla.

Aminoré la velocidad y por último caminédespacio y me aplasté contra una pared mientrasoía a lo lejos el ruido del deslizamiento y loscrujidos del gusano. La masticación.

Los inmortales que miraban al gusano —diez,con una piel de color azul congelado y ojos negroscon forma de almendra— rieron bajito. Supuse queestaban aburridos de mí y habían decidido vermorir a alguna otra cosa.

Lo cual era maravilloso, pero solo si elgusano seguía con hambre, solo si, a pesar de todo,reaccionaba al cebo que yo le iba a ofrecer.

La multitud volvió a murmurar, a gruñir.

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Giré al llegar a una curva y estiré el cuello.Estaba demasiado cubierta de su olor para queconsiguiera olfatearme, así que el gusano siguiócomiendo, y estiró su cuerpo bulboso hacia arribacuando uno de los inmortales dejó caer algo queparecía un brazo peludo. El gusano hizo crujir losdientes y los inmortales azules rieron de nuevo ydejaron caer el brazo en la boca abierta,expectante, del animal.

Retrocedí por la curva y levanté la espada dehueso que había fabricado. Repasé mentalmente elcamino que había tomado, las curvas que habíacontado.

Sin embargo, tenía el corazón en la bocacuando apoyé el borde serrado del hueso en lapalma y me corté la piel. La sangre salióenseguida, brillante y lustrosa como una corrientede rubí. Dejé que se acumulara un poco antes decerrar la mano, convertirla en puño. El gusano loolería enseguida.

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Solo entonces me di cuenta de que la multitudse había quedado callada.

Miré al otro lado de la curva para ver algusano y casi se me cae el hueso. No. No estaba.

Los inmortales azules sonrieron.Y entonces, en el silencio, como una estrella

fugaz, una voz —la de Lucien, sí— aulló a travésde la cámara.

—¡A tu izquierda!Salté y conseguí separarme unos metros de la

pared antes de que el barro volase en pedazos,salpicando en todas direcciones cuando el gusanopasó a través del muro: una masa de dientescapaces de desgarrarlo todo, dientes que secerraron a apenas unos centímetros de mi cuerpo.

Empecé a correr tan rápido que las trincherasse convirtieron en un borrón marrón rojizo.Necesitaba un poco de distancia o el gusano caeríajusto sobre mí. Pero también tenía que mantenerlocerca, porque si no se detendría, y yo necesitabaque se viera arrastrado por un hambre frenética.

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Tomé la primera curva cerrada y me aferré alhueso que había metido en la pared. Lo usé paragirar sin disminuir la velocidad, apoyándome paraimpulsarme, para darme unos pocos segundos deventaja respecto al gusano.

Una a la izquierda. El aliento era unallamarada que me quemaba la garganta. La segundacurva se precipitó hacia mí muy pronto y volví ausar los huesos para volar a través de la curva.

Me crujieron las rodillas y los tobillos yluché por no resbalar en el barro. Únicamente unacurva más. Después, una carrera recta...

Di la vuelta a la última curva y el rugido delos inmortales cambió de tono, de naturaleza. Elgusano era una fuerza rabiosa, desatada, detrás demí, pero mis pasos eran firmes cuando volé por elúltimo tramo.

Llegué a la boca del pozo, recé una últimaplegaria y salté.

Tan solo aire oscuro, un aire que se extendíapara devorarme.

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Estiré los brazos cuando caí, buscando ellugar que había planeado. El dolor recorrió mishuesos y me llegó a la cabeza cuando choquécontra el suelo fangoso y rodé. Me doblé en dos yaullé cuando algo me mordió el brazo, cortándomela piel.

Pero no tuve tiempo de pensar, de mirar; mepuse en pie y corrí lo más rápido que pude hacia laoscuridad de la guarida del gusano. Me aferré aotro hueso y giré cuando el gusano se precipitó enel pozo.

El animal golpeó el suelo y retorció elenorme cuerpo a un costado, anticipándose alataque que iba a lanzar para matarme, peroentonces un ruido húmedo, desarticulado, llenó elaire.

Y el gusano dejó de moverse.Me quedé allí, en cuclillas, tragando el aire

que me ardía por dentro, mirando el abismo de esaboca capaz de deshacer cuerpos, esa boca todavíaabierta para devorarme. Me llevó algunos

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instantes darme cuenta de que el gusano ya no iba aengullirme y unos pocos más entender que elanimal había quedado destrozado, empalado en laslanzas de hueso. Muerto.

En realidad no oí los jadeos, ni después losgritos; no pensé ni sentí nada mientras pasaba juntoal gusano y volvía a subir despacio, con la espadade hueso en la mano.

En silencio, todavía sin palabras, tropecé denuevo por el laberinto. Me latía el brazoizquierdo, pero el cuerpo se me estremecía tantoque ni siquiera me daba cuenta.

Apenas vi a Amarantha sobre la plataformaen el borde de las trincheras cerré la mano libre enun puño. Probar mi amor. El dolor me estalló en elbrazo pero lo aguanté. Había ganado.

Levanté la vista hacia ella y no me controlécuando le mostré los dientes. Sus labios estabantensos, apretados, y ya no tenía la mano sobre larodilla de Tamlin.

Tamlin. Mi Tamlin.

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Cerré la mano con fuerza alrededor del huesolargo que sostenía. Estaba temblando..., metemblaba todo el cuerpo. Pero no de miedo. Ah,no. No era miedo. Para nada. Había probado miamor... y más que eso.

—Bueno —dijo Amarantha con una pequeñasonrisa de satisfacción—. Supongo que cualquierapodría haber hecho eso.

Di unos pasos rápidos y le arrojé el huesocon toda la fuerza que me quedaba.

El hueso se hundió en el barro a sus pies y lesalpicó el vestido blanco; después, se quedóclavado en el suelo, vibrando.

Los inmortales volvieron a contener larespiración y Amarantha permaneció mirando elhueso; luego intentó quitarse el barro quemanchaba la parte superior del vestido. Sonriómuy despacio.

—Eres una mala chica —dijo, y chasqueó lalengua.

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Si no hubiera habido una trinchera imposiblede salvar entre nosotras, le habría cortado lagarganta. Un día, si sobrevivía a todo eso, ladespellejaría viva.

—Supongo que te hará feliz saber que lamayor parte de mi corte ha perdido mucho dineroesta noche —dijo, y levantó un pergamino. Miré aTamlin mientras ella estudiaba su contenido. Habíamucho brillo en sus ojos verdes, y aunque tenía lacara mortalmente pálida, habría jurado que habíauna sombra de triunfo en su rostro.

»Veamos —siguió Amarantha, leyendo elpergamino mientras jugaba con el hueso del dedode Jurian que colgaba del extremo de la cadena—.Sí, yo diría que casi toda mi corte apostó quemorirías en el primer minuto; algunos dijeron quedurarías cinco y... —le dio la vuelta al documento—, y solamente una persona apostó que ganarías.

Insultante, pero no me sorprendía. No luchécuando el attor me levantó y me dejó caer al pie dela plataforma para después alejarse volando. Los

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brazos me ardieron con el impacto.Amarantha frunció el ceño mientras seguía

mirando la lista, y después hizo un movimiento conla mano.

—Llévatela. Ya me he cansado de esa caramortal. —Se aferró a los brazos de su trono contanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos—. Rhysand, ven aquí.

No me quedé lo suficiente para ver cómo seacercaba el alto lord de la Corte Noche. Unasmanos rojas me cogieron por los hombros y mesostuvieron con fuerza para evitar que resbalara.Me había olvidado del barro que me cubría comouna segunda piel. Mientras me sacaban a rastras,un dolor intenso me recorrió el brazo, una agoníaque casi me anuló los sentidos.

Entonces me miré el antebrazo izquierdo y seme retorció el estómago cuando vi la sangre quebrotaba y los tendones desgarrados, la pielarrancada y, por encima, la punta afilada de unaastilla de hueso.

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Ni siquiera conseguí mirar a Tamlin, nitampoco encontré a Lucien para darle las gracias:el dolor me consumió por completo y apenas si melas arreglé para caminar hasta mi celda.

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CAPÍTULO

37

Nadie, ni siquiera Lucien, vino a curarme el brazoen los días que siguieron a mi victoria. El dolorme invadía, me hacía gritar cada vez que tocaba elpedacito de hueso que salía de mi cuerpo y notenía otra opción que sentarme ahí y dejar que la

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herida me fuera debilitando, tratando de no pensaren el latido constante que palpitaba en mi brazo yenviaba esquirlas de rayos ardientes a todo elcuerpo.

Peor que eso era el pánico creciente..., unpánico cada vez mayor porque la herida nuncahabía dejado de sangrar. Sabía lo que significabaque la sangre siguiera fluyendo. Vigilaba la herida,en parte porque tenía cierta esperanza de que lasangre se detuviera, en parte atenazada por elterror anticipado que me daba la idea de detectarlas primeras señales de infección.

Era incapaz de comer la bazofia podrida queme llevaban. Verla me daba náuseas y ya había unrincón de la celda que olía a vómito. No meayudaba mucho seguir cubierta de barro, ytampoco el frío helador que reinabapermanentemente en la mazmorra.

Me había sentado contra la pared másalejada, saboreando la frialdad de la piedra bajola espalda. Acababa de despertarme de un sueño

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inquieto y descubrí que tenía mucho calor. Unaespecie de fuego que hacía que todo me parecieraun poco borroso. El brazo herido me colgaba a uncostado, y miré sin interés la puerta de la celda.Parecía balancearse en el aire, las líneas de metalse movían en ondas.

El calor en la cara era una especie deresfriado leve..., no era a causa de la infección.Me llevé la mano al pecho y me cayeron pedazosde barro seco sobre las piernas. Cada vez querespiraba era como si tragara vidrio roto. «Fiebreno. Fiebre no. Fiebre no. Por favor, fiebre no.»

Sentía los párpados pesados, ardientes. Noconseguía dormirme. Tenía que asegurarme de quela herida no estuviera infectada. Tenía... teníaque...

La puerta se movió despacio... No la puerta,más bien la oscuridad a su alrededor, la oscuridad,convertida en ondas. Un miedo real se me enroscóen el estómago cuando en esa oscuridad se formó

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una figura masculina; alguien se deslizó por lasgrietas que había entre la puerta y la pared comouna sombra.

Ahora Rhysand ya se había materializado porcompleto; los ojos de color violeta le brillaban enla escasa luz que conseguía atravesar la penumbra.Sonrió lentamente desde donde estaba, junto a lapuerta.

—Qué desastre de estado para la campeonade Tamlin.

—¡A la mierda contigo! —ladré, pero mispalabras no fueron más que un jadeo. Sentía lacabeza leve y pesada al mismo tiempo. Sabía quesi trataba de ponerme de pie me doblaría en dos.

Él se acercó con esa gracia felina tan suya yse dejó caer en cuclillas frente a mí, unmovimiento fácil, elegante. Olió el rincónsalpicado de vómito e hizo una mueca. Yo traté demover los pies para alejarme o darle una patada enla cara, pero sentía las piernas llenas de plomo.

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Rhysand inclinó la cabeza. Su piel pálidaparecía emitir una luz de color alabastro. Parpadeépara librarme de la niebla que me rodeaba, perono conseguí ni apartar la cara a un lado mientrassus dedos me exploraban la frente.

—¿Qué diría Tamlin —murmuró— si supieraque su amada se está pudriendo aquí abajo, quearde de fiebre? Y no porque le sea posible venir,ya que vigilan todos sus movimientos.

Mantuve el brazo escondido en las sombras.Lo último que necesitaba era que él fueraconsciente de mi debilidad.

—Fuera —le espeté, y los ojos me ardieronmientras las palabras me quemaban la garganta.Me costaba tragar. Él levantó una ceja.

—Vengo a ofrecerte ayuda ¿y te atreves adecirme que me vaya?

—Fuera —repetí. Tenía los ojos tandoloridos que me resultaba casi imposiblemantenerlos abiertos.

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—Me hiciste ganar mucho dinero, ¿sabes?Pensé en venir a devolverte el favor.

Apoyé la cabeza en la pared. Todo dabavueltas a mi alrededor..., el mundo giraba, girabacomo... Conseguí controlar las náuseas.

—Déjame ver ese brazo —dijo él con calma.Yo mantuve el brazo atrás, oculto en las

sombras..., aunque fuera solo porque pesabademasiado para levantarlo.

—Déjame verlo. —El gruñido le salió dedentro. Sin esperar mi reacción, me tomó del codoy llevó el brazo hacia la luz borrosa de la celda.

Me mordí el labio para no gritar, me mordítanto que me brotó la sangre mientras ríos de fuegoestallaban dentro de mí; la cabeza me daba vueltasy todos mis sentidos se concentraban en el pedazode hueso que me salía del brazo. No podía dejarque ellos supieran lo mal que estaba porqueusarían eso contra mí.

Rhysand examinó la herida con una sonrisa ensus labios sensuales.

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—Ah..., esto es maravillosamente espantoso.—Lo insulté y él se rio en voz baja—. Semejantespalabras en labios de una dama...

—Fuera —repetí una vez más en un suspiro.La fragilidad de mi voz era tan terrorífica como lapropia herida.

—¿No quieres que te cure el brazo? —Losdedos apretaron la zona alrededor de mi codo.

—¿Y cuál sería el precio? —le solté, peromantuve la cabeza contra la piedra; necesitabasentir esa fuerza húmeda.

—Ah..., eso. Vivir entre inmortales te haenseñado nuestras costumbres.

Traté de concentrarme en la sensación de lamano sana que tenía sobre la rodilla..., en el barroseco que sentía bajo las uñas.

—Voy a hacer un trato contigo —dijo él convoz desenfadada, y me apoyó el brazo con dulzuraen el suelo. Cuando mi extremidad se encontró conla piedra, tuve que cerrar los ojos y prepararmepara el flujo de la luz abrasadora—. Voy a curarte

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el brazo y a cambio te quiero a ti. Dos semanas almes, dos semanas que yo elegiré; esas dossemanas vivirás conmigo en la Corte Noche.Empezaremos después de este lío de las trespruebas.

Abrí los ojos.—No. —Ya era suficiente con una

negociación estúpida...—¿No? —Apoyó los brazos en las rodillas y

se inclinó hacia mí—. ¿En serio?Todo había empezado a bailar a mi alrededor.—Fuera —jadeé.—Estás rechazando mi oferta... ¿Por qué? —

No le contesté, de modo que siguió hablando—.Seguramente estás esperando a uno de tus amigos...Lucien, ¿no es así? Después de todo, él ya te curóantes, ¿no? Ah, vamos, no pongas esa cara deinocente. El attor y sus matones te rompieron lanariz. Así que a menos que tengas algún tipo demagia sobre la que no estamos informados, no creoque los huesos de los humanos se curen con tanta

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rapidez. —Le brillaron los ojos, se puso de pie yempezó a caminar de un lado a otro—. Como yoveo las cosas, Feyre, tienes dos opciones. Laprimera y la más inteligente sería aceptar mioferta. —Escupí frente a sus pies, pero él siguiócaminando y apenas si me lanzó una mirada dedesaprobación—. La segunda..., y esa, bueno, esasolamente la elegiría un imbécil, sería querechazaras mi oferta y pusieras tu vida y la deTamlin en manos de la suerte.

Dejó de caminar y me miró con dureza.Aunque el mundo bailaba y giraba frente a misojos, bajo esa mirada algo primario se quedóquieto y helado dentro de mí.

—Digamos que me voy. Tal vez Lucien vengaen cinco minutos. Tal vez en cinco días. Tal vez novenga nunca. Entre tú y yo, está procurando pasarlo más desapercibido posible desde ese estallidovergonzoso que se le escapó en la prueba.Amarantha no está..., digamos que no está contentacon él. Tamlin tuvo que romper su silencio para

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rogarle que no lo destruyera... Un guerrero tannoble, tu alto lord. Ella lo escuchó, claro..., peroantes hizo que Tamlin le administrase el castigo.Veinte latigazos.

Empecé a temblar, enferma solo de pensar enlo que habría sido para mi alto lord castigar a suamigo.

Rhysand se encogió de hombros en un gestohermoso, innato.

—Así que la cuestión es cuánto estásdispuesta a confiar en Lucien... y cuánto estásdispuesta a arriesgar por esa confianza. Ya te estáspreguntando si la fiebre que sientes no será laprimera señal de la infección. Tal vez las doscosas están conectadas, tal vez no. Tal vez todoestá bien. Tal vez el barro del gusano no está llenode suciedad y de porquería. Y tal vez Amaranthava a mandar a alguien para que te cure, y paraentonces tal vez estés muerta o tal vez tu brazo estétan infectado que tendrás suerte si te quedas conalgo por encima del codo.

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Se me encogió el estómago, convertido depronto en una bola de dolor.

—No necesito meterme en tus pensamientospara saber eso. Ya sé que te estás dando cuenta...muy despacio. —Volvió a ponerse en cuclillasfrente a mí—. Te estás muriendo, Feyre.

Me ardían los ojos y me mordí los labios.—¿Cuánto estás dispuesta a arriesgar por la

esperanza de que llegue alguna otra ayuda distintaa la mía?

Lo miré, y puse todo el odio que sentía en esamirada. Él había sido la causa de todo esto. Él lehabía dicho a Amarantha lo de Clare. Él habíahecho que Tamlin le rogara de rodillas.

—¿Qué decides?Le mostré los dientes.—Fuera. Vete a la mierda.Rápido como la luz, él se inclinó hacia

adelante, tomó el pedacito de hueso que me salíadel brazo y lo retorció. Un grito me partió en dos,y el mundo se volvió blanco, negro y rojo. Me

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retorcí y pataleé, pero él mantuvo su presa firme yapretó el hueso una vez más. Después me soltó elbrazo.

Jadeando, sollozando a medias mientras eldolor me reverberaba en todo el cuerpo, descubríque él volvía a sonreírme. Le escupí a la cara.

Se rio mientras se ponía de pie, limpiándosela mejilla con la manga oscura de la túnica.

—Es la última vez que te ofrezco mi ayuda —manifestó, de pie frente a la puerta de la celda—.Cuando salga de esta celda la oferta dejará deexistir. —Yo volví a escupirle y él negó con lacabeza—. Apuesto a que vas a escupirle a la caraa la Muerte cuando venga a buscarte...

Empezó a deshacerse en ondas negras, susilueta se desdibujó y se convirtió en nocheinfinita.

Tal vez estaba alardeando, tratando deobligarme a aceptar su oferta. Y tal vez teníarazón..., tal vez me estaba muriendo. Mi vida

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dependía de esto. Mi vida dependía de midecisión. Si Lucien no podía acudir..., o si acudíademasiado tarde...

Sí, me estaba muriendo. Hacía ya un tiempoque lo sabía. Y si Lucien había subestimado mishabilidades en el pasado..., la verdad era quenunca había entendido del todo mis limitacionescomo humana. Me había enviado a cazar al surielcon unos cuantos cuchillos y un arco. Hasta habíaadmitido las dudas que tuvo aquel día cuando gritépidiendo ayuda. Tal vez no estuviera al corrientede hasta qué punto estaba malherida. Tal vez noera consciente de la gravedad de una infeccióncomo esa. Tal vez acudiera un día, una hora, unminuto demasiado tarde.

La piel de Rhysand, blanca como la luna,empezó a oscurecerse hacia las sombras.

—Espera.La oscuridad que lo estaba consumiendo se

detuvo. Por Tamlin... por Tamlin vendería mi alma;abandonaría todo lo que tenía para que él fuera

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libre.—Espera.La oscuridad se desvaneció dejando a

Rhysand en su forma sólida, sonriendo.—¿Sí?Levanté el mentón lo más alto que pude.—¿Dos semanas solamente?—Dos semanas —ronroneó él, y se arrodilló

a mi lado—. Dos semanas, pequeñas, breves,conmigo todos los meses. Es lo único que pido.

—¿Por qué? ¿Y cuáles... cuáles son lostérminos? —pregunté, luchando contra el mareo.

—Ah —respondió él ajustándose la solapade la túnica de color obsidiana—. Si te dijera esascosas arruinaríamos toda la diversión, ¿no teparece?

Me miré el brazo herido. Tal vez Lucien nollegaría nunca, tal vez decidiría que no valía lapena arriesgar la vida por mí, ahora que lo habíancastigado por eso. Y si los que enviara Amaranthame cortaban el brazo...

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Nesta habría hecho lo mismo por mí, porElain. Y Tamlin había hecho tanto por mí, por mifamilia... Aunque hubiera mentido sobre el tratado,sobre poder salvarme de sus términos, me habíasalvado la vida aquel día frente a los naga, y me lahabía vuelto a salvar cuando me ordenó que dejarala mansión.

No podía ponerme a pensar en la enormidadde lo que iba a entregar... Si lo hacía, me negaríaotra vez. Miré a Rhysand a los ojos.

—Cinco días.—¿Vas a regatear? —Rhysand rio entre

dientes—. Diez días. —Sostuve la mirada violetacon toda mi fuerza.

—Una semana.Rhysand se quedó callado durante un largo

momento; sus ojos viajaron sobre mi cuerpo y micara antes de murmurar:

—Una semana, entonces.

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—Es un trato —dije. Un gusto metálico mellenó la boca cuando la magia se desplazó entrelos dos.

Su sonrisa se volvió un poco salvaje, y antesde que pudiera prepararme, me cogió del brazo.Hubo un dolor rápido, cegador, y el alarido queproferí me resonó en los oídos tan pronto como lapiel, el hueso y el brazo entero se rompieron.Corrió la sangre y después...

Rhysand seguía sonriendo cuando abrí losojos. No tenía idea de cuánto tiempo había pasadosumida en la inconsciencia, pero ya no tenía fiebrey noté la cabeza clara al sentarme. Y el barro... elbarro tampoco estaba; me sentía como si acabarade bañarme.

Pero entonces levanté el brazo izquierdo.—¿Qué me has hecho?Rhysand se puso de pie, se pasó una mano

por el pelo corto y negro.—Es costumbre en mi corte que los tratos se

marquen en la piel, para siempre.

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Me froté el antebrazo y la mano izquierda: lostenía cubiertos de remolinos y espirales de tintanegra. Ni siquiera los dedos estaban limpios, yhabía un ojo grande tatuado en el centro de lapalma. Era un ojo felino y la línea de la pupila memiraba directamente a los ojos.

—Quiero que me lo saques —dije, y él serio.

—Vosotros, los humanos, sois criaturassumamente agradecidas, ¿verdad?

Desde cierta distancia el tatuaje parecía unguante largo hasta el codo, pero cuando me loacerqué a la cara detecté los intrincados dibujosde flores y curvas que lo componían. Permanente.Para siempre.

—No me has dicho que iba a pasar esto.—No lo has preguntado. ¿Y ahora yo tengo la

culpa? —Caminó hasta la puerta, pero se quedóahí mientras la noche pura flotaba alrededor de sus

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hombros—. A menos que esa falta de gratitud seaporque tienes miedo de la reacción de cierto altolord.

Tamlin. Ya podía ver su cara pálida, loslabios tensos y las garras fuera de los nudillos.Casi podía oír el gruñido que se le escaparíacuando me preguntase en qué estaba pensandocuando acepté.

—Creo que voy a esperar para decírselo enel momento adecuado —manifestó Rhysand. Elbrillo en sus ojos me dijo lo suficiente. Rhysandno había hecho nada de esto para salvarme; lohabía hecho solo para hacerle daño a Tamlin. Y yohabía caído en la trampa..., había caído como elgusano cuando cayó en la mía—. Descansa, Feyre—dijo. Se convirtió en una sombra viva y sedesvaneció a través de una grieta en la pared.

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CAPÍTULO

38

Traté de no mirarme el brazo izquierdo mientrasfrotaba con un enorme cepillo el suelo del pasillo.La tinta de los tatuajes —que bajo esa luz se veíade un azul tan oscuro que parecía negro— era unanube en mis pensamientos, y estos eran bastante

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deprimentes aun dejando de lado el hecho de queyo me hubiera vendido a Rhysand. No conseguíamirar el ojo que estaba dibujado en mi palma.Tenía la sensación absurda, terrorífica, de que eseojo me vigilaba.

Metí el cepillo en el balde que me habíanarrojado los guardias de piel roja. Apenas losentendía cuando hablaban a través de sus bocasllenas de largos dientes amarillos, pero cuando medieron el cepillo y el balde y me empujaron a unlargo pasillo de mármol blanco, comprendí.

—Si no está fregado y brillante para la cena—había dicho uno de ellos, apretando los dientescuando sonrió—, tendremos que atarte al asador ydarte unas cuantas vueltas sobre el fuego.

Y diciendo eso, se fueron. No tenía idea decuánto tiempo faltaba para la cena, así que mepuse a limpiar frenéticamente. Me dolía la espalday solo había estado fregando durante unos treintaminutos. Pero el agua que me habían dado estabasucia, y cuanto más cepillaba el suelo, más

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repugnante se ponía. Cuando me acerqué a lapuerta a pedir un balde de agua limpia, descubríque estaba cerrada. No me ayudarían.

Una tarea imposible..., pensada solo paraatormentarme. El asador... Tal vez esa era la fuentede los gritos constantes en las mazmorras. Unaspocas vueltas en el asador, ¿me abrasarían la piel,me quemarían lo bastante como para obligarme aotro trato con Rhysand? Maldije mientras seguíafregando, y los pelos del cepillo susurraron ycrujieron contra las baldosas. Detrás iba dejandoun arco iris de marrones. Gruñí mientras volvía ahundirlo en el balde. El agua sucia salpicó elsuelo, manchándolo aún más.

La mugre aumentaba con cada cepillada.Respiré con desesperación, tiré el cepillo al sueloy me cubrí la cara con las manos húmedas. Bajé lamano izquierda cuando me di cuenta de que habíaapoyado el ojo contra ella.

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Respiré hondo para calmarme. Tenía quehaber una manera racional de hacer eso; tenía quehaber algún truco de ama de casa. Escupir... Tratéde escupir como un cerdo.

Tomé el cepillo del lugar en el que habíaquedado y froté el suelo hasta que me dolieron lasmanos. Pero era como si alguien hubiera esparcidobarro en ese lugar. Cuanto más frotaba, más seconvertía la suciedad en barro. Con toda seguridadterminaría rogando y pediría piedad cuando mehicieran girar en ese asador. Había visto líneasrojas en el cuerpo desnudo de Clare... ¿De quéinstrumento de tortura provendrían? Me temblabanlas manos al apoyar el cepillo. Tal vez era capazde acabar con un gusano gigante, pero fregar unsuelo..., esa sí que era una tarea imposible.

En algún lugar del pasillo se oyó el ruido deuna puerta abriéndose y salté sobre mis pies. Unacabeza rojiza me miró desde fuera. Suspiré dealivio. Lucien...

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No era Lucien. La cara que se volvió haciamí era femenina... y no llevaba máscara.

Me pareció un poquito mayor que Amarantha,pero su piel de porcelana era de un colorexquisito, las mejillas agraciadas por un ruborlevísimo y rosado. Como si el cabello rojo nohubiera sido señal suficiente, cuando sus ojospúrpura miraron los míos, supe quién erainmediatamente. Incliné la cabeza frente a la damade la Corte Otoño, y ella inclinó un poquito elmentón. Supongo que eso era honor suficiente.

—Por darle a ella vuestro nombre a cambiode la vida de mi hijo —dijo con voz tan dulcecomo las manzanas entibiadas por el sol. Imaginéque aquel día ella estaba en medio de la multitud.Señaló el balde con una mano larga, delgada—.Mi deuda está pagada. —Desapareció por lamisma puerta por la que había entrado, y habríajurado que olí el perfume de las castañas asadas yel crepitar del fuego cuando salió.

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Solo cuando cerró la puerta me di cuenta deque debería haberle dado las gracias, y después, almirar el balde, fui consciente de que había estadoescondiendo el brazo izquierdo detrás de laespalda.

Me arrodillé y metí las manos en el agua.Salieron limpias.

Temblé, permitiéndome un momento antes deechar algo de agua en el suelo y mirar cómodesaparecía toda la mugre.

Para fastidio de los guardias, había completadouna tarea imposible. Pero al día siguiente, mesonrieron cuando me empujaron hacia undormitorio enorme, oscuro, iluminado solamentepor algunas velas, y señalaron el hogar, queparecía acechar en la negrura.

—Un sirviente volcó unas lentejas en lascenizas —gruñó uno de los guardias,entregándome un balde de madera—. Limpia la

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chimenea antes de que vuelva el dueño de lahabitación o te va a despellejar.

La puerta se cerró de un golpe; se oyó elruido de la cerradura al trabarse, y me quedé sola.

Separar lentejas de las cenizas y las brasas...Ridículo, una pérdida de tiempo...

Me acerqué al hogar oscuro y no pude evitarla mueca. Ridículo, una pérdida de tiempo... Eimposible.

Miré a mi alrededor. No había ventanas,ninguna salida posible excepto la que habíanabierto para mí los guardias. La cama era enormey estaba muy bien hecha, las sábanas negras... erande seda. No había nada más en la habitación aexcepción de los muebles básicos, ni siquieraropa, libros o armas en desuso. Como si suocupante nunca durmiera ahí. Me arrodillé frenteal hogar y controlé la respiración.

Tenía buena vista, me recordé. Siempre habíadistinguido a los conejos entre los arbustos yrastreado a la mayor parte de los seres que querían

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permanecer invisibles. No debería ser tan difícilver las lentejas. Me arrastré hasta dentro del hogary empecé la tarea.

Estaba equivocada.Dos horas más tarde, me dolían y ardían los

ojos, y aunque revisé cada centímetro del hogar,siempre había más y más y más lentejas que yo nohabía visto antes. Los guardias no me habían dichocuándo volvería el dueño de la habitación, y poreso, cada ruidito del reloj que había sobre larepisa se transformaba en una campanada fúnebrepara mí, cada rumor de pasos en el pasillo mehacía buscar el atizador de hierro apoyado contrala pared junto al hogar. Amarantha nunca habíadicho que yo no pudiera defenderme..., nuncahabía especificado que eso no estuviera permitido.Por lo menos moriría peleando.

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Revolví una y otra y otra vez en las cenizas.Tenía las manos manchadas y negras, la ropacubierta de hollín. Sin duda había terminado, nopodía haber más que esas...

La cerradura hizo un ruidito, corrí hacia elatizador y me puse en pie de un salto, la espaldacontra el hogar y la lanza de hierro escondidadetrás de mí.

La oscuridad entró en la habitación, ahogandolas velas con una brisa besada por la nieve. Aferréel atizador y me apreté contra la piedra querevestía el hogar, mientras la oscuridad seacomodaba en la cama y tomaba una formafamiliar.

—A pesar de lo hermoso que es verte, Feyre,querida —dijo Rhysand, tendido sobre la cama, lacabeza apoyada en una mano—, me gustaría saberpor qué estás ahí, metida en mi hogar.

Doblé las rodillas un poco, me preparé paracorrer, para agacharme, para hacer lo que hicierafalta y llegar a la puerta que ahora parecía tan tan

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lejos.—Me han dicho que sacara las lentejas de las

cenizas... o que el dueño de la habitación medespellejaría.

—¿Ah, sí? —Una sonrisa felina se dibujó ensu rostro.

—¿Tengo que agradecerte a ti esa idea? —siseé. Él no tenía permitido matarme, no hasta quehubiera terminado mis pruebas con Amarantha,pero... había tantas otras maneras de hacermedaño.

—No, no —dijo él muy despacio—. Nadiesabe nada sobre nuestro acuerdo todavía..., y tú telas has arreglado bien para mantenerlo en secreto.¿Te está agobiando mucho la vergüenza?

Apreté la mandíbula y señalé el hogar conuna mano mientras sostenía el atizador en la otra,detrás de la espalda.

—¿Te parece lo bastante limpio?—La pregunta es por qué había lentejas en mi

hogar. —Lo miré con tranquilidad.

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—Una de las tareas de ama de casa devuestra dueña para mí, supongo.

—Mmm —murmuró mientras se miraba lasuñas—. Por lo que parece, ella o sus matonescreen que me voy a divertir contigo.

Se me secó la boca.—O quizá es una prueba para ti —me las

arreglé para decir—. Dices que apostaste a mifavor en la primera prueba. Ella no parecía muycontenta con eso.

—¿Y cuál exactamente sería la razón por laque Amarantha tendría que someterme a unaprueba?

No retrocedí frente a su mirada violeta. «Laputa de Amarantha», lo había llamado Lucien unavez.

—Le mentiste. Acerca de Clare. Conocías miaspecto a la perfección.

Rhysand se sentó con un movimiento fluido yacomodó los brazos sobre los muslos. Tanta graciacontenida en una forma tan poderosa... «Yo estaba

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matando en el campo de batalla antes de quehubieras nacido siquiera», le había dicho a Lucien.Yo no lo dudaba.

—Amarantha juega sus jueguecitos —dijocon tranquilidad—, y yo juego los míos. Día trasdía tras día aquí abajo las cosas se vuelvenaburridas.

—Ella te dejó salir la Noche de los Fuegos.Y de alguna forma te las arreglaste para poner esacabeza en el jardín.

—Ella me pidió que pusiera esa cabeza allí.Y en cuanto a la Noche de los Fuegos... —Me miróde arriba abajo—. Yo tenía mis razones para estarahí. No pienses que no tuve que pagar por eseviaje, Feyre. —Me sonrió de nuevo, pero lasonrisa no le llegó a los ojos—. ¿Vas a dejar eseatizador o espero que lo levantes contra mí encualquier momento?

Me tragué la maldición que tenía en lagarganta y lo saqué de detrás de la espalda, perono lo dejé en el suelo.

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—Un esfuerzo valiente pero inútil —dijo él.Cierto..., tan cierto... Si para meterse en la mentede Lucien ni siquiera había tenido que sacar lasmanos de los bolsillos.

—¿Cómo es que sigues teniendo tantospoderes y los otros no? Pensé que ella os habíaquitado a todos todas vuestras habilidades.

Él levantó una ceja cuidada, oscura.—Ah, claro que se llevó mis poderes...

Esto... —Una caricia de espolones contra mimente. Me estremecí, retrocedí un paso y megolpeé con la pared del hogar. La presión en elinterior de mi cabeza se desvaneció—. Esto es loque queda. Los restos que tengo para jugar. TuTamlin tiene la fuerza bruta y el cambio de forma,pero mis armas son mucho más letales.

Sabía que no alardeaba..., no cuando unsegundo antes había sentido esos espolones en lamente.

—¿Así que no puedes cambiar de forma? ¿Noes esa la especialidad de los altos lores?

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—Ah, sí, todos los altos lores hacen eso.Cada uno de nosotros tiene una bestia bajo la piel,una bestia que ruge para escapar de cualquiercontrol. Y mientras tu Tamlin prefiere la piel dellobo, yo me divierto más con las alas y losespolones.

Una caricia helada me recorrió la espalda.—¿Eres capaz de cambiar ahora, o ella se

llevó eso también?—Tantas preguntas para una humana tan

diminuta...Pero la oscuridad que flotaba alrededor de su

cuerpo empezó a retorcerse, a girar y a flamearmientras él se ponía de pie. Parpadeé y el cambioterminó.

Levanté un poco el atizador.—No una forma completa, como ves —dijo

Rhysand, haciendo entrechocar los espolonesnegros, afilados como navajas, que bruscamentehabían reemplazado sus dedos. Por debajo de larodilla, la oscuridad le recubría la piel..., pero en

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lugar de dedos también le habían salido espolonesen los pies—. No me gusta demasiado ceder a milado más bajo.

En realidad seguía siendo la cara de Rhysand,el mismo cuerpo masculino poderoso, pero ahoratambién tenía unas enormes alas negrasmembranosas..., como las de un murciélago, comolas del attor. Se las acomodó con cuidado detrásde la espalda, pero la garra que había en el ápicede cada una sobresalía por encima de sus anchoshombros. Horrendo, sorprendente..., la cara demiles de sueños y pesadillas. La parte más débilde mí tembló frente a esa visión, frente a la formaen que brillaba la luz de las velas a través de lasalas, iluminando los tendones, la forma en que sereflejaba la luz sobre los espolones.

Rhysand giró el cuello y todo se desvaneció:las alas, los espolones, las garras, dejando solo alinmortal bien vestido y sereno.

—¿No vas a tratar de halagarme?

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Había cometido un error enorme al ofrecerlemi vida. Solo le dije:

—Ya tienes una opinión suficientementeelevada de ti mismo. Dudo que los halagos de unahumana tan diminuta te importen demasiado.

Él soltó una risa grave que me recorrió loshuesos, entibiándome la sangre.

—Sigo sin decidir si debería considerarteadmirable o estúpida por ser tan directa frente a unalto lord.

Era evidente que delante de él me costabamucho mantener la boca cerrada. Así que meatreví a preguntar:

—¿Conoces la respuesta a la adivinanza?Él se cruzó de brazos.—Así que haciendo trampa, ¿eh?—Ella nunca dijo que yo no pudiera buscar

ayuda.—Ah, pero después de que hiciera que te

golpearan casi hasta la muerte nos ordenó a todosque no te ayudáramos. —Yo esperé. Pero él negó

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con la cabeza—. Aunque quisiera ayudarte, nopuedo. Ella da una orden y todos obedecemos. —Se quitó una mota de polvo de la chaqueta negra—. Es bueno que yo le guste.

Abrí la boca para seguir presionándolo...,para rogarle. Si eso significaba la libertadinstantánea...

—No pierdas tu tiempo —dijo él—. Nopuedo decírtelo..., en esta corte nadie puede. Siella nos ordenara dejar de respirar, tambiéntendríamos que obedecerla. —Frunció el entrecejoe hizo chasquear los dedos. La suciedad, el polvo,la ceniza se me esfumaron de la piel, y me sentí tanlimpia como si acabase de bañarme—. Ahí va: unregalo... por tener las agallas de preguntar...

Lo miré sin inmutarme y él hizo una señalhacia el hogar.

Ahí estaba, completamente limpio y mi baldelleno de lentejas. La puerta se abrió de par en pary vi a los guardias que me habían arrastrado hasta

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allí. Rhysand movió una mano perezosa haciaellos.

—Ya ha hecho su trabajo. Lleváosla.Me cogieron por los brazos, pero Rhysand

dejó ver los dientes en una sonrisa que eracualquier cosa menos amistosa... y se detuvieron.

—Nada de tareas como estas. Ninguna más—dijo. Su voz sonó con el dejo de una cariciaerótica. Los ojos amarillos perdieron su brillo, losdientes agudos parecían menos peligrosos y a ellosse les aflojó la cara—. Decídselo a los otrostambién. No os acerquéis a su celda y no latoquéis. Si lo hacéis, vais a tener que sacarvuestras propias dagas y destriparos. ¿Entendido?

Hipnotizados, asintieron como atontados, ydespués parpadearon y se enderezaron. Disimulémi temblor. Hechizos, control de mentes... Fuera loque fuese, había funcionado. Me hicieron ungesto... pero no se atrevieron a tocarme.

Rhysand me sonrió.

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—De nada —ronroneó cuando yo salía de lahabitación.

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CAPÍTULO

39

Desde ese momento, todas las mañanas y todas lastardes me llevaban una comida caliente a la celda.La engullía entera, pero maldecía el nombre deRhysand. Encerrada en ese lugar húmedo, no teníaotra cosa que hacer que pensar en la adivinanza de

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Amarantha..., de lo cual, por lo general, no sacabaotra cosa que un fuerte dolor de cabeza. La repetíuna y otra y otra vez, y nada.

Pasaron los días y no vi ni a Lucien ni aTamlin; Rhysand no acudió ni una sola vez aprovocarme. Estaba sola, completamente sola,encerrada en silencio, aunque los gritos de lasmazmorras seguían oyéndose día y noche. Cuandoel sonido se volvía insoportable y no conseguíadejar de oírlo, me miraba el ojo tatuado en lapalma. Me preguntaba si lo habría hecho pararecordarme a Jurian..., una bofetada cruel,mezquina, que me decía que tal vez estaba encamino de pertenecerle a él como el antiguoguerrero humano pertenecía ahora a Amarantha.

De vez en cuando le decía algunas palabras altatuaje..., y después me maldecía, me llamabaestúpida. O maldecía a Rhysand. Pero habríajurado que una noche, cuando me estaba quedandodormida, el ojo parpadeó.

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Si había contado bien el horario que memarcaban las comidas, unos cuatro días despuésde haber visto a Rhysand en su habitaciónacudieron dos altas fae a mi celda.

Aparecieron a través de las grietas y seformaron a partir de astillas de oscuridad, comohabía hecho Rhysand. Pero él se había convertidoen una forma tangible, sólida, y estas inmortalespermanecieron todo el tiempo como sombras, susrasgos apenas discernibles, excepto la ropa suelta,flotante, fabricada con telas de araña. No dijeronnada mientras me cogían de los brazos. No peleécontra ellas..., no había nada contra que pelear yningún lugar adónde correr. Las manos que mesujetaban por los antebrazos eran frías perosólidas, como si las sombras fueran una capa, unasegunda piel.

Sirvientas de su Corte Noche, con todaseguridad las había enviado Rhysand... Podríanhaber sido mudas porque no me dijeron nada, seapretaron contra mi cuerpo y pasamos físicamente

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a través de la puerta cerrada como si esta noestuviera ahí. Como si yo también me hubieraconvertido en sombra. Las rodillas, mientrascaminábamos a través de las mazmorras oscuras,con el aire lleno de gritos, se me doblaron con lasensación de arañas paseando por mi espalda ymis brazos. Ninguno de los guardias nos detuvo...,ni siquiera miraron en nuestra dirección. Sin dudanos habían hechizado; solo un destello deoscuridad para el ojo del observador accidental.

Las inmortales me llevaron por escaleraspolvorientas y pasillos olvidados hasta quellegamos a una habitación inclasificable donde medesnudaron, me bañaron sin demasiadosmiramientos y después, para mi espanto,empezaron a pintarme el cuerpo.

El contacto con los pinceles era insoportable,frío, me hacía cosquillas, y las manos de ellas eranfirmes cuando yo me retorcía. Las cosasempeoraron cuando me pintaron partes másíntimas, y tuve que hacer un gran esfuerzo para no

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patearles la cara. No me dieron ningunaexplicación, ninguna señal de si eso era otratortura enviada por Amarantha. Aunque pudieraescapar, no había ningún lugar en el querefugiarme..., no sin hacerle más daño a Tamlin.Así que no pedí respuestas, no luché más y lasdejé terminar con su tarea. Desde el cuello haciaarriba mi aspecto era regio: tenía la caramaquillada con cosméticos, carmín en los labios,una mancha de polvo dorado en los párpados, unalínea negra en los ojos y el pelo enroscadoalrededor de una diadema dorada incrustada conun lapislázuli. Pero desde el cuello hacia abajo erasolamente el juguete de un dios pagano. Habíancontinuado el diseño del tatuaje que tenía en elbrazo, y una vez que se secó la pintura, mepusieron un vestido de gasa blanca.

Si es que se lo podía llamar vestido. No eramucho más que dos largas tiras de telaraña sutil, lobastante anchas para cubrirme apenas los senos,ajustadas a cada hombro con broches de oro. Las

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dos partes flotaban hasta un cinturón enjoyado queme colgaba bajo, sobre las caderas, y allí se uníany seguían hasta el suelo entre mis piernas. Apenassi me cubría algo, y por el frío que sentía sobre lapiel me di cuenta de que la mayor parte de miespalda y mi trasero estaban al descubierto.

La brisa fría que me acariciaba la piel fuesuficiente para encender mi ira. Las dos altas faeme ignoraron cuando les pedí que me pusieran otracosa; sus caras permanecían impasibles, veladaspara mí, pero me sostuvieron los brazos confirmeza en el momento en que traté de arrancarmelas dos telas.

—Yo no haría eso —dijo una voz profunda,cantarina, desde el umbral. Rhysand estabareclinado contra la pared, los brazos cruzadossobre el pecho.

Debería haber sabido que era cosa de él,debería haberlo sabido por los diseños que mecubrían el cuerpo.

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—Nuestro arreglo no ha empezado todavía —ladré. El instinto que me había dicho una vez queno me enfrentara a Tam y a Lucien me fallabacompletamente cuando veía a Rhysand.

—Ah, pero es que tengo que llevarte a lafiesta. —En los ojos de color violeta brillabanestrellas—. Y cuando pensé en ti en esa celda,toda la noche, sola... —Hizo un gesto y lassirvientas inmortales se desvanecieronatravesando la puerta que quedaba a nuestrasespaldas. Esbocé una mueca cuando pasaron através de la madera, sin duda una habilidad queposeía toda la Corte Noche, y Rhysand soltó unarisita—. Tienes exactamente el aspecto queesperaba que tuvieras.

De entre las telarañas de mi memoria recordépalabras similares, las que me había susurradoTamlin en el oído alguna vez.

—¿Es necesario todo esto? —dije, haciendoun gesto hacia la ropa y la pintura.

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—Claro —respondió él con voz fría—. Si no,¿cómo sabría si alguien te toca?

Se acercó y tensé el cuerpo cuando me pasóun dedo por el hombro: la pintura se emborronó.Apenas el dedo abandonó la piel, la pintura serecompuso y los dibujos volvieron a ser lo queeran.

—El vestido no va a mancharse y tampoco teva a costar moverte —dijo, con la cara muy cercade la mía. Los dientes estaban demasiadopróximos a mi garganta para mi gusto—. Y me voya acordar del lugar donde yo ponga las manos.Pero si alguien te toca, alguien que no sea yo,digamos cierto alto lord que ama la primavera...,voy a saberlo enseguida. —Me tocó la nariz—. Y,Feyre —agregó con un murmullo dulce—, no megusta que toqueteen lo que me pertenece.

Algo se me congeló en el estómago. Él seríami dueño durante una semana cada mes.Aparentemente, suponía que eso se extendíatambién al resto de mi vida.

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—Vamos —dijo Rhysand, y me hizo un gestocon la mano—. Ya llegamos tarde.

Caminamos por los pasillos. Los sonidos de lafiesta llegaron al cabo de poco desde el sitio alque nos dirigíamos. Me ardía la cara cada vez queme lamentaba por la tela demasiado fina delvestido. Por debajo de ella cualquiera podíaverme los senos; la pintura casi no dejaba nada ala imaginación, y el aire frío de la cueva me poníala piel de gallina. Con las piernas, los costados yla mayor parte del vientre al aire excepto por esosdos pedazos de tela, tenía que mantener los dientesapretados para que no castañetearan por el frío. Seme congelaban los pies descalzos. Esperaba quefuera cual fuese el lugar al que íbamos, hubiera unfuego gigantesco. Una música extraña, carente dearmonía, pasaba a través de dos grandes puertasde piedra que reconocí enseguida. El salón deltrono. No. No, cualquier lugar menos ese.

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Los inmortales y los altos fae se quedaroncon la boca abierta cuando cruzamos la entrada.Algunos se inclinaron frente a Rhysand, otrospermanecieron inmóviles. Vi a varios de loshermanos de Lucien reunidos ahí, cerca de lapuerta. Las sonrisas que me dedicaron eranmaliciosas.

Rhysand no me tocó, pero caminaba lobastante cerca de mí como para que fuera obvioque yo estaba con él, que le pertenecía. No mehabría sorprendido si me hubiera puesto un collaral cuello y una correa. Tal vez lo haría en algúnmomento, ahora que estaba atada a él, con lanegociación marcada en la piel.

Hubo susurros que se oyeron por debajo delos gritos de la celebración y hasta la música sedetuvo mientras la multitud se separaba paradejarnos pasar hasta la tarima donde estabaAmarantha. Levanté el mentón; el peso de ladiadema hacía que se me clavara en el cráneo.

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Había ganado a la reina en la primera prueba.La había ganado también en las tareas sin sentido.Podía llevar la cabeza en alto.

Tamlin estaba sentado junto a ella en elmismo trono, vestido con la ropa de siempre, sinarmas encima. Rhysand había dicho que queríadecírselo en el momento oportuno, que queríahacerle daño a Tamlin revelando el intercambioque yo había aceptado. Hijo de puta. Un hijo deputa astuto, malvado.

—Feliz mitad del verano —dijo Rhysand, yse inclinó frente a Amarantha. Ella llevaba puestoun vestido lujoso de tonos púrpura y lavanda,como una orquídea, sorprendentemente modesto.Yo era una salvaje frente a esa belleza tan biencuidada.

—¿Qué has hecho con mi prisionera? —preguntó ella sonriendo, aunque la sonrisa no se lereflejaba en los ojos.

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La cara de Tamlin era como de piedra...,excepto por la fuerza que hacían sus manos sobrelos brazos del trono, con los nudillos en blanco.No había garras a la vista. Por lo menos conseguíamantener a raya esa señal de su temperamento.Había cometido una gran estupidez al aceptar laoferta de Rhysand. Rhysand, con las alas y losespolones por debajo de esa superficie hermosa,perfecta; Rhysand, capaz de deshacer una mentepor completo. «Lo hice por ti», quería gritarle yo.

—Hicimos un trato —respondió Rhysand.Compuse una mueca cuando él me apartó unmechón de pelo de la cara. Me pasó los dedos porla mejilla... en una caricia suave. La habitación deltrono estaba en completo silencio cuandopronunció las siguientes palabras, dirigidas aTamlin solamente—: Una semana conmigo en laCorte Noche todos los meses como intercambiopor mis servicios de curación después de laprimera prueba. —Me levantó el brazo izquierdopara mostrar el tatuaje, cuya tinta no brillaba tanto

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como la del resto de la pintura que llevaba sobreel cuerpo—. Para el resto de su vida —agregó contono desenfadado, pero ahora miraba con fijeza aAmarantha.

La reina de los inmortales se enderezó unpoquito; hasta el ojo de Jurian estaba fijo en mí, enRhysand. «Para el resto de su vida...», había dichoél, como si ese tiempo fuera a ser largo, muy largo.Rhysand pensaba que yo iba a pasar las pruebas.

Lo miré de perfil: la nariz elegante, los labiossensuales. Juegos..., a Rhysand le gustaban losjuegos, y fuera cual fuese el que estaba jugando enese momento, supuse que yo iba a ser una piezaclave.

—Disfruta de mi fiesta —fue la únicarespuesta de Amarantha, que seguía toqueteando elhueso que le colgaba del cuello. Rhysand me pusouna mano sobre la espalda para llevarme al centrode la estancia, para alejarme de Tamlin, que seguíaaferrado al trono.

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La multitud se mantuvo a una prudentedistancia de nosotros y yo no pude hacerle un gestoa nadie: tenía miedo de tener que volver a mirar aTamlin, o tal vez de encontrarme a Lucien..., decontemplar la expresión de su cara cuando él meviera.

Mantuve el mentón en alto. No dejaría quenadie notase mi debilidad, no iba a dejar que nadiesupiera cuánto me había costado que meexpusieran así frente a todos, que los símbolos deRhysand estuvieran ahí, pintados sobre mi piel,sobre cada parte de mi cuerpo, que Tamlin meviera tan humillada. Rhysand se detuvo frente auna mesa cargada de comida exquisita. Los altosfae que la rodeaban acabaron con todorápidamente. Si había otros sirvientes de la CorteNoche alrededor, ninguno arrastraba ondas deoscuridad como hacían Rhysand y sus sirvientas, yninguno se atrevió a acercársele. La música

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aumentó de volumen, lo suficiente como parapensar que había un baile en algún punto de laestancia.

—¿Vino? —preguntó él, y me ofreció unacopa. La primera regla de Alis. Negué con lacabeza.

Él sonrió y volvió a ponerme la copa delante.—Bebe. Vas a necesitarlo.«Bebe», repitió mi mente, y se me movieron

solos los dedos en dirección a la copa. No. No,Alis había dicho que no bebiera el vino de eselugar..., que ese vino era distinto del vino alegre,liberador, del solsticio.

—No —repetí, y algunos inmortales queteníamos a nuestro alrededor soltaron una risita.

—Bebe —ordenó él, y mis dedostraicioneros se acercaron a la copa.

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Me desperté en la celda, metida todavía en esepañuelo que él llamaba «vestido». Todo giraba entorno a mí con tanta fuerza que casi no llegué alrincón para vomitar, una y otra vez. Cuando vaciéel estómago, me arrastré hasta el rincón opuesto dela celda y me dejé caer.

El sueño me vino en rachas mientras elmundo seguía dando vueltas con violencia a mialrededor. Estaba atada a una rueda que giraba ygiraba y giraba y giraba...

No es necesario decirlo, pero estuvedescompuesta casi todo el día. Acababa de comeralgo de la cena caliente que había aparecido hacíaunos momentos cuando crujió la puerta y surgióuna cara dorada de zorro acompañada de un ojo demetal entrecerrado.

—Mierda —exclamó Lucien—. Sí que hacefrío aquí.

Cierto, pero yo estaba demasiado dominadapor las náuseas para darme cuenta. Levantar lacabeza me costaba mucho y no vomitar la comida,

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todavía más. Él se sacó la capa y me la pusoalrededor de los hombros. El calor pesado se colódentro de mí.

—Mira eso —dijo dirigiendo la vista a lapintura. Por suerte, estaba toda intacta, exceptounos pocos lugares en la cintura—. Hijo de puta.

—¿Qué pasó? —conseguí decir, aunque noestaba segura de querer una respuesta. Mirecuerdo era un borrón oscuro de música salvaje.

Lucien retrocedió.—No creo que quieras saberlo.Estudié las pocas manchas en mi cintura,

como si unas manos me hubieran sostenido por ahí.—¿Quién me hizo eso? —pregunté con voz

tranquila, los ojos sobre la pintura emborronada.—¿Quién te parece?Mi corazón se encogió y miré al suelo.—¿Tam..., Tamlin lo vio?Lucien asintió.—Rhys lo hacía para eso, para que él se

enfureciera, únicamente para eso.

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—¿Y sucedió? —Yo seguía sin poder mirar aLucien a la cara. Sabía que, por lo menos, no mehabían violado: solo me habían tocado el costado.Era lo que decía la pintura.

—No —respondió Lucien, y yo sonreí.—¿Qué..., qué es lo que hice? —Me acordé

de la advertencia de Alis. Lucien soltó un suspiroy se pasó una mano por el cabello rojo.

—Hizo que bailaras para él casi toda lanoche. Y cuando no estabas bailando, te sentabasobre sus rodillas.

—¿Qué tipo de baile? —seguí insistiendo.—No el que bailaste con Tamlin en el

solsticio —dijo Lucien, y a mí me ardió la cara.Desde el barro de mis recuerdos de la últimanoche, me acordé de la cercanía de cierto par deojos de color violeta..., unos ojos que brillabancon malicia mientras me miraban.

—¿Frente a todo el mundo?

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—Sí —contestó Lucien, con mayoramabilidad de la que yo le hubiera oído jamás. Amí se me tensó el cuerpo. No quería su lástima.Suspiró y me cogió el brazo izquierdo paraexaminar el tatuaje.

—¿En qué estabas pensando? ¿No sabías queyo iba a venir en cuanto pudiera?

Aparté el brazo con brusquedad.—¡Me estaba muriendo! Tenía fiebre...,

apenas si conseguía mantenerme consciente...¿Cómo se supone que sabría que ibas a venir?¿Que comprenderías la rapidez con la que muerenlos seres humanos de esas cosas? Me dijiste quedudaste el día de los naga...

—Le juré a Tamlin...—¡No tuve opción! ¿Crees que voy a confiar

en ti después de lo que dijiste en la mansión?—Arriesgué el cuello por ti en la prueba. ¿No

es eso suficiente? —El ojo de metal zumbó consuavidad—. Tú dijiste tu nombre para salvarme...,

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a pesar de lo que te dije, de todo lo que te hice,dijiste tu nombre. ¿No pensaste que yo iba aayudarte después de eso? ¿Con juramento o sin él?

No me había dado cuenta de que esosignificara tanto para Lucien.

—No tuve alternativa —reconocí de nuevo enun jadeo.

—¿No entiendes lo que es Rhys?—¡Claro que sí! —ladré. Después suspiré—.

Sí —repetí y miré el ojo que tenía dibujado en lapalma—. Pero está hecho. Así que no tienes quecumplir el juramento que le hiciste a Tamlin, eljuramento de protegerme..., no tienes que sentirque me debes nada por salvarte de Amarantha. Lohabría hecho solo para borrar la sonrisa de lascaras de tus hermanos.

Lucien chasqueó la lengua, pero el ojo que lequedaba brilló con fuerza.

—Me alegro de ver que no le vendiste aRhysand tu espíritu humano, tan vivo, tan hermoso,ni tampoco ese empecinamiento.

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—Una semana de mi vida cada mes.Solamente eso.

—Sí, bueno..., veremos si será así cuandollegue el momento —gruñó él, y el ojo de metal sedesvió hacia la puerta—. Tengo que irme. Está apunto de cambiar la guardia.

Dio un paso para irse, y entonces le dije:—Lo lamento..., lamento que ella te castigara

por ayudarme en la prueba. Oí... —Se me cerró lagarganta—. Oí que hizo que Tamlin te aplicara elcastigo... —Él se encogió de hombros y agregué—: Gracias. Por ayudarme, quiero decir.

Él fue hasta la puerta y por primera vez notéque se movía con mucha tensión en el cuerpo.

—Por eso no pude venir antes —dijo él, y letemblaba el cuello—. Ella usó... nuestros poderespara que no se me curase la espalda. No he podidomoverme hasta hoy.

Se me hizo difícil respirar.

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—Toma —dije, y le devolví la capa mientrasme ponía de pie. El frío súbito me puso la piel degallina.

—Quédatela. Se la he quitado a un guardiacuando venía hacia aquí. —En la escasa luzbrillaba el símbolo bordado de un dragóndormido. El escudo de armas de Amarantha. Hiceuna mueca pero me la volví a poner—. Además —agregó Lucien—, con ese vestido ya he visto losuficiente de ti como para que la imagen me duretoda la vida. —Enrojecí cuando él abrió la puerta.

—Espera —dije—. ¿Tamlin...? ¿Está bien?Quiero decir... el hechizo que le lanzó Amaranthapara que no hable...

—No hay ningún hechizo. ¿No se te ocurrióque Tamlin actúa así para que Amarantha no sepacuál de los tormentos a los que te somete lo afectamás?

No, no se me había ocurrido.

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—Está jugando un juego peligroso, eso sí —manifestó Lucien mientras salía por la puerta—.Todos estamos en eso.

A la noche siguiente me volvieron a pintar y mellevaron a la habitación del trono. No era un baileesta vez..., solamente un poco de entretenimientonocturno. Y al parecer, el entretenimiento era yo.Después de tomar el vino, sin embargo, ni siquierame di cuenta de lo que pasaba. Una suerte.

Noche tras noche me vistieron de la mismaforma y me hicieron acompañar a Rhysand hasta lasala del trono. Así me convertí en el juguete deRhysand, en la puta de la puta de Amarantha. Medespertaba con vagos rastros de recuerdos..., debailar entre las piernas de Rhysand mientras él sequedaba sentado en una silla y reía, de sus manosmanchadas de azul por los lugares en que metocaba la cintura, los brazos, pero de alguna forma,

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nunca más que eso. Hacía que yo bailara hasta queme descomponía, y cuando cesaba de vomitar, medecía que siguiera bailando.

Me despertaba enferma y exhausta todas lasmañanas, y aunque la orden de Rhysand a losguardias seguía vigente, las actividades nocturnasme dejaron absolutamente agotada. Me pasaba losdías durmiendo para tratar de digerir el vino delos inmortales, dormitando para escapar de lahumillación que sufría. Cuando podía, pensaba enla adivinanza de Amarantha, le daba vueltaspalabra por palabra... Nada.

Y cuando volvía a entrar en esa sala deltrono, me permitían solamente una mirada rápida aTamlin antes de que me dominara la droga delvino. Y todas las veces, todas las noches, en esaúnica mirada, yo dejaba ver el amor y el dolor queme subían a los ojos cuando se encontraban conlos suyos.

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Estaban terminando de pintarme y de vestirme —esa noche, la tela transparente y sutil era de uncolor entre sangre y naranja— cuando entróRhysand en la habitación. Como siempre, lassirvientas de sombra atravesaron las paredes ydesaparecieron. Pero en lugar de hacerme un gestopara que me acercase, Rhysand cerró la puerta.

—Tu segunda prueba es mañana por la noche—dijo con voz neutra. El hilo dorado y plata de latúnica negra brillaba bajo la luz de las velas. Élnunca usaba otro color de ropa.

Fue como si me hubieran golpeado con unaroca en la cabeza. Había perdido la cuenta de losdías.

—¿Y?—Tal vez sea la última —dijo él; se reclinó

contra el marco de la puerta y cruzó los brazossobre el pecho.

—Si me estás provocando para que juegueotro de esos jueguecitos tuyos, pierdes el tiempo.

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—¿Me vas a rogar que te conceda una nochecon tu amado?

—Ya voy a tener esa noche y todas las que lasigan cuando pase la tercera prueba.

Rhysand se encogió de hombros, después mededicó una sonrisa mientras se impulsaba con loshombros para separarse de la puerta y daba unpaso hacia mí.

—Me pregunto si tenías tantas espinas conTamlin cuando fuiste su prisionera.

—Él nunca me trató como a una prisionera...,o una esclava.

—Claro que no... ¿Cómo iba a hacer eso? Nocon la vergüenza que siente por la brutalidad de supadre y sus hermanos, esa vergüenza que pesasobre él, pobre, noble bestia. Tal vez si se hubierapreocupado por averiguar una cosa o dos sobre lacrueldad, sobre lo que significa ser un alto lord,habría impedido la caída de la Corte Primavera.

—Tu corte también cayó.

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La tristeza parpadeó en sus ojos de colorvioleta. No la habría notado si no la hubierasentido... muy en el fondo de mi ser. Mi miradapasó al ojo que él me había tatuado en la palma dela mano. ¿Qué clase de tatuaje era ese? Pero enlugar de ello, pregunté:

—Cuando te movías libremente en la Nochede los Fuegos, durante el rito, dijiste que eso tehabía costado mucho. ¿Fuiste uno de los altoslores que vendieron su alianza a Amarantha acambio de no vivir aquí abajo?

La tristeza que había en sus ojos, provinierade donde proviniese, desapareció, y solo quedóuna titilante calma fría. Habría jurado que unasombra de alas enormes se dibujaba en la pareddetrás de él.

—Lo que yo haga o no por mi corte no es detu incumbencia.

—¿Y qué ha estado haciendo ella en losúltimos cuarenta y nueve años?¿Teniéndoos atodos en su corte y torturando a cualquiera como le

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place? ¿Para qué? —«Cuéntame algo sobre laamenaza que significa esto para la especie humana—quería rogarle en realidad—. Cuéntame lo quesignifica todo esto, dime por qué han tenido quepasar tantos horrores.»

—La Dama de la Montaña no necesitaexcusas para sus actos.

—Pero...—Las celebraciones nos esperan. —Rhysand

hizo un gesto hacia la puerta detrás de él.Sabía que estaba pisando terreno peligroso,

pero no me importaba.—¿Qué quieres de mí? Además de molestar a

Tamlin.—Molestarlo es el mayor de mis placeres —

dijo él con una reverencia burlona—. Y en cuantoa tu pregunta, ¿por qué necesitaría un macho decualquier especie razones para disfrutar de lapresencia de una hembra?

—Me salvaste la vida.—Y a través de tu vida, salvé la de Tamlin.

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—¿Por qué?Él me guiñó un ojo y se pasó una mano por el

pelo entre negro y azul.—Esa, Feyre, es la cuestión, ¿verdad? —Y

diciendo eso, me sacó de la habitación.Llegamos a la sala del trono y me preparé

para que me drogaran y me humillaran nuevamente.Pero todos miraban a Rhysand entre la multitud...,era a Rhysand al que vigilaban los hermanos deLucien. La voz de Amarantha llamándolo se oyócon claridad por encima de la música.

Rhysand hizo una pausa y miró a loshermanos de Lucien, que caminaban hacia nosotroscon la atención puesta en mí. Ansiosos,hambrientos..., malvados. Abrí la boca; no meimportaba el orgullo, estaba dispuesta a pedirle aRhysand que no me dejara sola con ellos mientrasél se encargaba de Amarantha, pero me puso unamano en la espalda y me condujo al interior de lasala.

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—Quédate cerca y mantén la boca cerrada —me murmuró al oído mientras me llevaba por elbrazo. La multitud se separó como si estuviéramosenvueltos en fuego y nos dejó ver lo que teníamosfrente a nosotros.

Frente a nosotros no; me corrijo: frente aRhysand.

Un alto fae de piel marrón sollozaba en elsuelo ante la tarima. Amarantha sonreía como unavíbora..., con tanta intensidad que ni siquiera mededicó una mirada. Junto a ella, Tamlin, del todoimpasible. Una bestia sin garras.

Rhysand me miró fugazmente con el rabillodel ojo, una orden silenciosa para que me quedaradonde empezaba la multitud. Lo obedecí, y cuandodirigí la atención a Tamlin, deseé que me mirara,que me mirara solo..., pero él no lo hizo, estabapor completo concentrado en la reina y en elmacho que había frente a ella. Entendí.

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Amarantha se acarició el anillo mientrasmiraba cada movimiento de Rhysand, que se leacercaba.

—Un súbdito de la Corte Verano —dijorefiriéndose al macho que se encogía a sus pies—trató de escapar por la salida que da a la CortePrimavera. Quiero saber por qué.

Había un alto fae atractivo, de gran estatura,de pie al borde de la multitud, el pelo casi blanco,los ojos de un azul cristalino que rompía elcorazón, la piel de un color caoba intenso,hermoso. Pero tenía la boca tensa y su atenciónpasaba de Amarantha a Rhysand. Ya me habíafijado en él durante la primera prueba. El alto lordde la Corte Verano. Antes brillaba, casi emitía unaluz dorada; ahora estaba mudo, apagado. Como siAmarantha le hubiera extraído hasta la última gotade poder mientras interrogaba a su súbdito.

Rhysand se metió las manos en los bolsillos yse acercó al macho que estaba en el suelo.

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El inmortal de Verano se encogió aún más, lacara brillante de lágrimas. A mí se me revolvió elestómago de miedo y vergüenza cuando el machose mojó los pantalones delante de Rhysand.

—P-p-por favor —tartamudeó.La multitud estaba sin aliento, el silencio era

sobrecogedor.Con la espalda vuelta hacia mí, Rhysand tenía

los hombros relajados, ni un centímetro de la ropafuera de lugar. Pero apenas el macho dejó detemblar en el suelo, supe que sus espolones sehabían hundido en la mente del inmortal.

El alto lord de Verano se había quedadoquieto también..., y era dolor, dolor real y miedolo que brillaba en sus ojos azules, sorprendentes.Verano era una de las cortes rebeldes, recordé. Asíque este era un alto lord nuevo, sin experiencia,que todavía tenía que aprender a tomar decisionesque costaban vidas.

Después de un momento de silencio, Rhysandmiró a Amarantha.

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—Quería escapar. Llegar a la CortePrimavera, cruzar el muro y huir al sur, a territoriohumano. No tuvo cómplices, ni ningún motivoexcepto su propia cobardía patética. —Hizo ungesto con la cabeza hacia el charco de orina bajoel macho. Pero con el rabillo del ojo vi cómo elalto lord de Verano se relajaba un poco..., losuficiente para hacer que me preguntara... quéclase de decisión había tenido que tomar Rhys enel momento en que había hurgado en la mente delmacho.

Sin embargo, Amarantha puso los ojos enblanco y se acomodó sobre el trono.

—Quiébrale la mente, Rhysand. —Movió lamano hacia el alto lord de la Corte Verano—.Después puedes hacer lo que quieras con elcuerpo.

El alto lord de la Corte Verano se inclinó,como si le hubieran otorgado un regalo, y miró asu súbdito, que se había quedado quieto y

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tranquilo en el suelo, abrazado a sus rodillas. Elinmortal macho ya estaba listo..., aliviado incluso.

Rhys sacó una mano del bolsillo y la movió.Podría haber jurado que veía unos espolonesfantasmales cuando los dedos se le curvaronlevemente.

—Me estoy aburriendo, Rhysand —dijoAmarantha con un suspiro, jugueteando de nuevocon el hueso. No me había mirado ni una sola vez,demasiado concentrada en su presa.

Los dedos de Rhysand se curvaron hastaformar un puño.

Los ojos del macho se abrieron mucho,después se pusieron vidriosos mientras caía decostado en el charco de sus propios líquidos. Lesalió sangre de la nariz, de las orejas y corrió porel suelo frente a nosotros.

Así de fácil..., así de rápido, con esairreversibilidad... Muerto.

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—Te he dicho que le destrozaras la mente, noel cerebro —ladró Amarantha. La multitudmurmuró, se removió inquieta. Lo único que queríaera desaparecer de nuevo en ella, arrastrarme devuelta a mi celda y quemar el recuerdo de lo quehabía visto. Tamlin no se había inmutado, no habíamovido un músculo. ¿Qué horrores habría visto ensu larga vida si ni siquiera eso había roto suexpresión distante, su control?

Rhysand se encogió de hombros y volvió ameter la mano en el bolsillo.

—Perdón, mi reina. —Dio media vuelta sinque ella le dijera que podía retirarse y no me mirómientras se dirigía hacia la parte de atrás de lasala del trono. Me puse a su lado, controlé eltemblor, traté de no pensar en el cuerpo tendidoque quedaba ahí detrás, o en Clare..., que seguíaclavada a la pared.

La multitud no se nos acercó, sino que sealejó mucho para dejarnos pasar.

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—Puta —sisearon algunos cuando pasóRhysand—. Puta de Amarantha. —Pero muchos leofrecieron sonrisas vacilantes y palabras elogiosas—: Has hecho bien en matarlo. Bien por matar altraidor.

Rhysand no se dignó a mirar a ninguno, conlos hombros todavía relajados, andando sin prisas.Me pregunté si alguien, excepto él y el alto lord dela Corte Verano, sabía que esa muerte había sidoun acto de piedad. Estaba dispuesta a apostar quehabía habido otros involucrados en ese plan dehuida, tal vez hasta el alto lord de la Corte Verano.

Pero quizá guardar esos secretos era algo quese había hecho solamente para jugar los juegos quetanto le gustaban a Rhysand. Tal vez ayudar a esemacho inmortal matándolo en lugar de quebrarle lamente y dejarlo como un tonto lleno de baba habíasido solo otro movimiento calculado.

En ese largo camino por la sala del trono,Rhysand no se detuvo ni un instante, pero cuandollegamos a la comida y el vino al final de la

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estancia, me dio una copa y se tomó otra él. Nodijo nada. Después, el vino me llevó al olvido.

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CAPÍTULO

40

Y llegó mi segunda prueba.Con los dientes brillantes, el attor me sonrió

cuando me puse de pie frente a Amarantha. Otracaverna..., más pequeña que el salón del tronopero lo suficientemente grande para ser algún tipo

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de espacio dedicado al entretenimiento. No habíadecoración, ningún mueble; nada excepto lasparedes doradas. La reina estaba sentada en unasilla tallada en madera y Tamlin permanecía de piejunto a ella. No miré demasiado al attor, quedescansaba al otro lado de la silla de la reina; lacola delgada reposando en el suelo, lista paramoverse como un látigo. La bestia sonreía solopara ponerme nerviosa.

Y realmente estaba funcionando. Ni siquieramirar a Tamlin conseguía calmarme. Apreté lasmanos a los costados cuando Amarantha sonrió.

—Bueno, Feyre, ha llegado el día de tusegunda prueba. —Sonaba tan prepotente, tansegura de que mi muerte flotaba sobre nosotros...Había sido una tonta por negarme a morir entre losdientes del gusano. Ella cruzó los brazos y apoyóel mentón en una mano. Dentro del anillo, el ojo deJurian dio media vuelta..., sí, dio media vueltapara mirarme, la pupila dilatada en la tenue luz—.¿Ya has resuelto mi adivinanza?

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No me digné a contestar.—Qué mal —dijo ella con una mueca—.

Pero hoy me siento generosa. —El attor soltó unarisita y varios inmortales lo imitaron detrás de mí;unas risas que se deslizaron como serpientes pormi espalda—. ¿Qué te parece si antes practicamosun poco? —continuó Amarantha, y me obligué amostrar una expresión neutra. Si Tamlin jugaba a laindiferencia para mantenernos a salvo, yo haría lomismo.

Pero en ese momento me atreví a mirarrápidamente a mi alto lord, y descubrí que teníalos ojos clavados en mí. Si pudiera abrazarlo,sentir su piel por un momento..., olerlo, oírlo decirmi nombre...

Un siseo reverberó en un eco a través de laestancia y mi mirada se desvió. Amarantha fruncíael entrecejo; tenía los ojos fijos en Tamlin. No mehabía dado cuenta de que habíamos estadomirándonos. La caverna estaba sumida en unsilencio profundo.

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—¡Ahora! —ladró Amarantha.Antes que pudiera prepararme, un temblor

sacudió el suelo.Se me doblaron las rodillas y balanceé los

brazos para mantenerme de pie mientras laspiedras que formaban el suelo se hundían despacioy me bajaban hacia un pozo grande, rectangular.Algunos inmortales profirieron brevesexclamaciones, pero descubrí otra vez la miradade Tamlin y la sostuve hasta que me hundí tantoque su cara desapareció más allá del borde delpozo que se estaba formando.

Miré las cuatro paredes a mi alrededor,busqué una puerta, cualquier señal que mepermitiera adivinar lo que vendría a continuación.Tres de las paredes estaban hechas de una únicalámina de piedra suave, brillante..., demasiadopulida y lisa para trepar por ella. La otra pared noera un muro, sino una reja de hierro que dividía lacámara en dos, y a través de ella...

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El aliento se me quedó atravesado en lagarganta.

—Lucien.Lucien estaba encadenado en el centro de la

otra mitad de la cámara, el ojo púrpura tan abiertoque parecía rodeado de blanco. El de metal girabacomo si se hubiera vuelto loco; la brutal cicatrizdestacaba mucho sobre su piel pálida. Amaranthahabía vuelto a convertirlo en un juguete, en unacosa que ella pensaba atormentar. No habíapuertas, ninguna forma de llegar a ese lado amenos que trepase sobre la reja. La división teníaagujeros tan grandes, tan anchos, que seguramentepodría utilizarlos para encaramarme y saltar alotro lado. Pero no me atrevía.

Los inmortales empezaron a murmurar y oí elsonido de oro sobre oro. ¿Habría apostadoRhysand por mí de nuevo? Entre la multitudvislumbré un brillo rojizo, cuatro cabezas de pelorojo, y me erguí tanto como pude. Sabía que loshermanos estarían regocijándose con la situación

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de Lucien, pero ¿dónde se encontraba la madre?¿Y el padre? Seguramente estaría presente el altolord de la Corte Otoño. Miré a la multitud. Nohabía señales de ellos. Solo Amarantha, quemiraba hacia abajo, de pie con Tamlin en el bordedel pozo. Ella inclinó la cabeza en mi dirección ehizo un gesto elegante con una mano señalando lapared que tenía bajo los pies.

—Aquí, querida Feyre, encontrarás tu prueba.Lo único que tienes que hacer es contestar a lapregunta seleccionando la palanca correcta, y coneso ganas. Selecciona la equivocada y será tu fin.Como no hay más que tres opciones, creo que teestoy dando una ventaja injusta. —Hizo sonar losdedos y se oyó el gruñido de algo metálico—. Esdecir —agregó—, si resuelves el rompecabezas atiempo.

Desde un lugar no muy por encima de dondeyo me hallaba, empezaron a bajar hacia la cámaralas dos parrillas de metal que yo había creído queeran candeleros...

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Me di la vuelta para mirar a Lucien. Esa erala razón por la que la reja dividía la cámara endos: para que yo tuviera que ver mientras élsangraba, para que él pudiera verme mientras yomoría aplastada. Las puntas de metal que habíanestado sosteniendo las velas y antorchas brillabanal rojo vivo... e incluso desde lejos vi las ondasdel calor alrededor de ellas.

Lucien sacudió las cadenas. Esa no sería unamuerte limpia. Y entonces me volví hacia la paredque me había señalado Amarantha. Había unalarga inscripción en la superficie pulida, y pordebajo de ella tres palancas de piedra grabadascon los números I, II y III.

Empecé a temblar. Apenas reconocía laspalabras básicas..., palabras inútiles como «la» y«pero» y «fue». Todo el resto era un amasijo deletras que yo no conocía, letras que tendría querepetir lentamente o intentar recordar para podercomprender.

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La parrilla de metal seguía descendiendo.Ahora estaba al mismo nivel que la cabeza deAmarantha y pronto no tendría ninguna posibilidadde salir del pozo. Ya podía notar el calor delhierro candente, y empecé a sentir cómo el sudorme recorría las sienes. ¿Quién le había dicho aella que yo apenas sabía leer?

—¿Algún problema? —Amarantha levantóuna ceja. Puse toda mi atención en la inscripción ymantuve la respiración lo más firme que pude. Enningún momento había mencionado que leer fueranecesario..., se habría burlado de mí si hubierasabido que yo era analfabeta. El destino..., sí, unajugarreta cruel, feroz, del destino.

Las cadenas sonaron al entrechocar, y Lucienmaldijo en cuanto vio lo que bajaba hacia él. Mevolví para mirarlo, pero cuando le vi la cara supeque estaba demasiado lejos para leer la frase envoz alta para mí; no lo lograría ni siquiera con lospoderes del ojo metálico. Si hubiera podido

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conocer la pregunta tal vez habría tenido unaoportunidad..., aunque las adivinanzas nuncafueron mi punto fuerte.

Iba a morir bajo una parrilla de puntas al rojovivo, ardientes, y después me aplastaría contra elsuelo como a una uva.

La parrilla pasó junto al borde del pozo sindejar ningún resquicio..., no había ninguna esquinadonde ponerse a salvo. Si no contestaba lapregunta antes de que la parrilla pasara junto a laspalancas...

Se me cerró la garganta y leí y leí y leí perolas palabras no llegaron. El aire se puso espeso yempezó a oler a metal..., no el olor de la magiasino el del acero ardiente, implacable, que seacercaba a mí centímetro a centímetro.

—¡Contesta! —gritó Lucien con voz aguda.Los ojos me ardían. El mundo era solamente unborrón de letras burlándose de mí en sus trazos, ensus formas.

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El metal gruñó cuando rozó la piedra pulidade la cámara y los susurros de los inmortales sevolvieron más frenéticos. A través de los agujerosde la parrilla me pareció ver reírse al hermanomayor de Lucien. Calor..., un calor intolerable...

Iba a dolerme..., esas agujas eran grandes yde punta roma. No sería rápido. Se necesitaríafuerza para que me destrozaran el cuerpo. Se medeslizó el sudor por el cuello y la espalda mientrasmiraba las letras, los números I, II y III, que, dealguna forma, se habían convertido en mi línea devida. Dos opciones acabarían conmigo..., latercera detendría la parrilla.

Busqué números en la inscripción..., tenía queser una adivinanza, un problema lógico, unlaberinto de palabras peor que cualquier laberintode gusano.

—¡Feyre! —gritó Lucien, jadeando mientrasmiraba las puntas que descendían. Las carasalegres, encendidas, de los altos fae y los

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inmortales inferiores se burlaban de mí por encimade la parrilla.

Tres... salta... saltamon... saltamontes...La parrilla no quería detenerse y ya no había

siquiera un cuerpo entero de distancia entre micabeza y la primera de las puntas. Habría juradoque el calor devoraba el aire del pozo.

... estaban... sel... sal... ton... tan...saltando...

Debería despedirme de Tamlin. Ahora. Ya.Ese era el final de mi vida..., esos eran misúltimos momentos, había llegado el final, lasúltimas respiraciones, los últimos latidos delcorazón.

—¡Elige una! —gritó Lucien, y algunos en lamultitud rieron... Las de sus hermanos seguramenteeran las risas más estruendosas.

Levanté una mano hacia las palancas y mirélos tres números que aguardaban más allá de losdedos temblorosos, tatuados.

I, II, III.

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No significaban nada para mí excepto la viday la muerte. Tal vez me salvara la suerte, pero...

Dos. Dos era el número de la suerte porqueera como Tamlin y yo, solo dos personas. Unotenía que ser malo, porque uno era comoAmarantha y como el attor..., seres solitarios. Unoera un número muy feo y tres era demasiado...,eran tres hermanas apretadas en una pequeñachoza, odiándose hasta que se ahogaban en el odio,hasta que el odio las envenenaba. Dos. Tenía queser el dos. En ese momento era capaz de creervoluntaria, fanática, alegremente en un Caldero oen el destino si ellos me protegían. Creía en eldos. Dos.

Me estiré para coger la segunda palanca, peroun dolor muy fuerte me atenazó la mano antes deque pudiera tocar la piedra. Jadeé mientrasretrocedía. Abrí la palma y miré el ojo tatuado.Este se entrecerró. Con toda seguridad estabaalucinando.

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La parrilla estaba a punto cubrir lainscripción, a apenas dos metros por encima de micabeza. No podía respirar, no podía pensar. Elcalor era demasiado fuerte y el metal crujía, muycerca de mis oídos.

Traté de coger otra vez la palanca del medio,pero el dolor me paralizó los dedos.

El ojo había vuelto a su estado natural.Extendí la mano hacia la primera palanca. Dolorde nuevo.

Busqué la tercera. No hubo dolor. Mis dedosse encontraron con la piedra y levanté la vista: laparrilla estaba a un metro de mi cabeza. A travésde ella vi una mirada de color violeta, una miradasalpicada de estrellas.

Volví a probar con la primera. Dolor. Perocuando busqué la tercera... La cara de Rhysandseguía siendo una máscara de aburrimiento. Elsudor me corrió por la frente, me ardió en los ojos.

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No me quedaba otra posibilidad que confiar en él;ninguna otra que entregarme de nuevo, obligada aaceptar por mi impotencia.

Ahora que estaban cerca, las puntas parecíanenormes. Si levantaba el brazo por encima de lacabeza me quemaría las manos.

—¡Por favor, Feyre! —gimió Lucien.Me estremecí tanto que casi no conseguí

quedarme de pie. El calor de las puntas bajabahacia mí.

La palanca de piedra estaba fresca cuando latoqué con la mano. Cerré los ojos, incapaz demirar a Tamlin, preparándome para el impacto y laagonía, y tiré de la tercera palanca.

Silencio.El calor pulsante dejó de acercarse.

Después..., un suspiro. Lucien.Abrí los ojos y vi mis dedos tatuados, mis

nudillos, blancos por debajo de la piel alrededorde la palanca. Las puntas flotaban a centímetros demi cabeza.

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Sin movimiento..., detenidas. Había ganado...Había...

La parrilla chirrió mientras se elevaba haciael techo de la cueva, el aire fresco inundó lacámara. Lo aspiré en jadeos desacompasados.

Lucien estaba ofreciendo algún tipo deplegaria, besando el suelo una y otra y otra vez. Elsuelo que había bajo mis pies empezó a elevarse, yme obligué a soltar la palanca que me habíasalvado mientras me arrastraban de nuevo hacia lasuperficie. Me temblaban las rodillas.

No sabía leer y eso casi me había matado. Nisiquiera había ganado limpiamente. Me dejé caersobre las rodillas, permití que la plataforma mesubiera y me cubrí la cara con manos temblorosas.

Las lágrimas cálidas me entibiaron el rostro,y después me llegó el dolor en el brazo izquierdo.Nunca pasaría la tercera prueba. Nunca podríaliberar a Tamlin ni a su pueblo. El dolor mesacudió los huesos, y detrás de la niebla de una

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histeria cada vez mayor oí las palabras quesonaron dentro de mi cabeza, unas palabras que medetuvieron en seco.

No dejes que ella te vea llorar.Pon las manos a los costados y levántate.Yo no podía. No podía moverme.Ponte de pie. No le des la satisfacción de

verte rota.Las rodillas y la columna, que no era capaz

de dominar del todo, me obligaron a ponerme depie, y cuando el suelo dejó de moverse, levanté lavista hacia Amarantha con los ojos sin lágrimas.

Bien —me dijo Rhysand—. Mírala. Sinlágrimas..., espera a estar en la celda.

La cara de Amarantha estaba tensa y blanca,los ojos negros, como de ónice, cuando me miró.Le había ganado; yo debería estar muerta. Deberíaestar aplastada, mi sangre convertida en un charcoen el suelo.

Cuenta hasta diez. No mires a Tamlin.Mírala a ella solamente.

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Lo obedecí. Era lo único que impediría querompiera en los sollozos que sentía atrapadosdentro del pecho, los sollozos que pugnaban porsalir. Me obligué a mirar a Amarantha a los ojos.La de ella era una mirada fría y llena de maliciaantigua, pero se la sostuve. Conté hasta diez.

Buena chica. Ahora vete. Gira sobre timisma..., con los talones, eso. Camina hacia lapuerta. Mantén el mentón alto. Deja que todos teabran camino. Un paso y después otro.

Lo escuché, dejé que me mantuvieracontrolada en la cordura mientras los guardias meescoltaban de vuelta a la celda..., aunque no se meacercaron. Las palabras de Rhysand eran un eco enmi mente, me conservaban en una sola pieza.

Pero cuando se cerró la puerta de mi celda,Rhysand se calló y me dejé caer al suelo y lloré.

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Lloré durante horas. Por mí, por Tamlin, por elhecho de que debería haber estado muerta y, sinembargo, había sobrevivido. Lloré por todo lo quehabía perdido, por cada herida que había recibido,por cada daño, físico o de cualquier otro tipo.Lloré por la parte más insignificante de mí misma,una vez tan llena de alegría y de color..., ahorahueca, oscura y vacía.

No conseguía detenerme. No conseguíarespirar. No iba a ganar a Amarantha. Ese día ellahabía ganado, había ganado y no lo sabía.

Había ganado. Solamente haciendo trampashabía podido sobrevivir. Tamlin nunca sería librey yo moriría de la peor forma. No sabía leer..., erauna tonta humana, una humana ignorante. Miserrores, mis fallos me habían vencido y este lugarsería mi tumba. Nunca volvería a pintar; nuncavolvería a ver el sol.

Las paredes se cerraron a mi alrededor, eltecho bajó hacia mí. Quería que me machacaran,quería que me ahogaran, quería morir. Todo

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convergía, todo me aplastaba, todo me robaba elaire. No conseguía permanecer dentro de mipropio cuerpo. Las paredes me estaban sacando deél. Me aferré a él, pero tratar de mantener laconexión me dolía demasiado. Lo único que habíaquerido..., lo único que me había atrevido a quererera una vida tranquila, fácil. Nada más que eso.Nada extraordinario. Pero ahora... ahora...

Sentí la ola de oscuridad sin tener quelevantar la vista y no retrocedí frente al paso suaveque se me aproximó. No me molesté en esperarque fuera Tamlin.

—¿Sigues llorando?Rhysand.No me saqué las manos de la cara. El suelo

se elevó hacia el techo que bajaba..., pronto noquedaría nada de mí. No había color, no había luzahí dentro.

—Acabas de superar la segunda prueba. Laslágrimas son innecesarias. —Lloré más y él se rio.Las piedras reverberaron cuando se arrodilló

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frente a mí y, aunque peleé con fuerza, me cogiócon firmeza y me separó las manos de la cara.

Las paredes no se movían y la celda no habíaencogido. No había colores, solo tonos deoscuridad, de noche. Únicamente esos ojos violetasalpicados de estrellas tenían brillo, color, luz. Mededicó una sonrisa perezosa antes de inclinarsehacia delante.

Me aparté, pero sus manos eran comogrilletes de metal. No pude hacer nada cuando suboca me tocó la mejilla y lamió una lágrima. Sentíla lengua caliente contra la piel, tan alarmante queno pude moverme mientras él lamía otro arroyo deagua salada, y después otro. Se me tensó todo elcuerpo y al mismo tiempo se me aflojó, y sentí queardía, sentí escalofríos en las extremidades.Solamente cuando la lengua tocó los bordeshúmedos de las pestañas retrocedí.

Soltó una risita cuando me alejé tropezandohacia un rincón de la celda. Me sequé la cara y lomiré con furia.

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Él hizo una mueca, sentado contra una pared.—Supuse que eso haría que dejaras de llorar.—Asqueroso. —Me volví a secar la cara.—¿En serio? —Levantó una ceja y señaló en

su propia palma el lugar donde estaba el ojo en lamía—. Por debajo de ese orgullo y eseempecinamiento tuyos habría jurado que hedetectado algo diferente. Interesante.

—Fuera.—Como siempre, tu gratitud es

impresionante.—¿Quieres que te bese los pies por lo que

has hecho en la prueba? ¿Quieres que te ofrezcaotra semana de mi vida?

—No a menos que te sientas obligada —respondió él, los ojos refulgiendo como estrellas.Ya era bastante malo que mi vida estuviera enmanos de ese fae..., pero tener un lazo por el cualél era capaz de leerme con libertad los

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pensamientos y sentimientos y comunicarse...—.¿Quién habría pensado que la muchacha humana,tan orgullosa, no sabía leer?

—No se te ocurra decírselo a nadie.—¿Yo? Ni siquiera soñaría con decirle eso a

alguien. ¿Por qué perder esa información enchismes mezquinos?

Si hubiera tenido fuerza, habría saltado sobreél y lo habría destrozado a golpes.

—Eres un hijo de puta.—Voy a tener que preguntarle a Tamlin si fue

este tipo de halago el que ganó su corazón. —Ronroneó mientras se ponía de pie; un ruido suave,profundo, que le salía desde el fondo de lagarganta y que viajó a través de mis huesos. Losojos de color violeta se encontraron con los míos yél sonrió lentamente. Le mostré los dientes y casigruñí para rechazarlo.

—Voy a disculparte de tus deberes comoescolta mañana —dijo, encogiéndose de hombrosmientras caminaba hacia la puerta de la celda—.

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Pero la noche siguiente espero que estés mejor quenunca. —Me sonrió como diciendo que mi «mejorque nunca» no sería nada impresionante. Se detuvojunto a la puerta pero no se disolvió en laoscuridad—. Estuve pensando en formas deatormentarte cuando vengas a mi corte. Mepregunto algo: ¿exigirte que aprendas a leer teresultaría tan doloroso como parecía hoy?

Desapareció en las sombras antes de quepudiera lanzarme contra él.

Caminé arriba y abajo por la celda, mirandocon furia el ojo en la palma de la mano. Escupítodos los insultos que recordaba, pero no huborespuesta.

Me llevó mucho tiempo darme cuenta de que,lo supiera o no, Rhysand había impedido que medestrozaran por completo.

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CAPÍTULO

41

Lo que siguió a la segunda prueba fue una serie dedías que no quiero recordar. Una oscuridadpermanente se asentó sobre mí y empecé a desearel momento en que Rhysand me daría esa copa devino de inmortales y podría perderme durante unas

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horas. Dejé de pensar en la adivinanza deAmarantha..., era imposible. Sobre todo para unahumana analfabeta, ignorante.

Pensar en Tamlin hacía que las cosasempeoraran. Ya había pasado dos de las pruebasde Amarantha, pero sabía, lo sabía muy dentro demi corazón, que la tercera sería la que me llevaríaa la muerte. Después de lo que le había pasado asu hermana, de lo que había hecho Jurian, no medejaría salir de ese lugar con vida. No era que yono la entendiera. Pasaran los siglos que pasasen,dudaba que pudiera olvidar o perdonar nadaparecido a eso si lo hubieran sufrido Nesta oElain. Pero eso no significaba que fuera a salir deeste subterráneo con vida.

El futuro que había soñado era solamente eso:un sueño. De todos modos, envejecería y mesecaría mientras él seguiría siendo joven durantesiglos, tal vez milenios. En el mejor de los casos,pasaría algunas décadas con él y después moriría.

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Décadas. Por eso era por lo que estabapeleando yo: un relámpago en el tiempo paraellos..., una gota en la laguna de los eones de losinmortales.

Así que bebí el vino con ansia; dejé depreocuparme por mi identidad y por lo que mehabía importado alguna vez. Dejé de pensar en elcolor, en la luz, en el verde de los ojos deTamlin..., en todas esas cosas que había queridopintar y nunca pintaría.

No iba a salir viva de esa montaña.

Caminaba hacia la cámara en la que me vestían lasdos sirvientas de sombra de Rhysand, mirando lanada y pensando en menos que nada, cuando oí unsiseo y el batir de unas alas en el aire desde unacurva más adelante. El attor. Las inmortales queiban conmigo se pusieron tensas pero levantaronun poquito el mentón.

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Nunca me había acostumbrado al attor, perohabía llegado a aceptar esa presencia maligna. Vercómo se ponían tensas mis dos escoltas despertóen mí un miedo dormido y se me secó la bocacuando nos acercamos a la curva. Aunqueestábamos veladas y cubiertas por la sombra, cadapaso me acercaba más a ese demonio alado. Lospies se me volvieron de plomo.

Después se oyó el gruñido de una voz gutural,grave, en respuesta al siseo del attor. Ruido degarras sobre la piedra. Mis escoltasintercambiaron miradas, me empujaron a un nichoen la pared y un tapiz que un segundo antes noestaba ahí cayó sobre nosotras; las sombras seprofundizaron, se solidificaron. Tuve la sensaciónde que si alguien separaba el tapiz de la paredsolamente vería piedra y oscuridad.

Una de ellas me tapó la boca con la mano yme sostuvo con fuerza contra ella; las sombras sedeslizaron por encima de nuestros brazos. Olía a

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jazmín... Nunca había notado eso antes. Despuésde todas esas noches, seguía sin saber susnombres.

El attor y su compañero aparecieron delante,en la curva, y siguieron hablando... en voz baja.Solo cuando conseguí entender sus palabras me dicuenta de que estábamos haciendo mucho más queescondernos.

—Sí —estaba diciendo el attor—, desdeluego. Ella se va a sentir muy feliz cuando sepaque por fin están preparados.

—¿Los altos lores van a contribuir con susfuerzas? —preguntó la voz gutural. Habría juradoque resoplaba como un cerdo.

Se acercaron y siguieron acercándose, perono advirtieron nuestra presencia. Mis dos escoltasme apretaron más, tanto que de pronto me di cuentade que estaban reteniendo el aliento. Sirvientas... yespías.

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—Los altos lores van a hacer lo que se lesordene —afirmó el attor relamiéndose, y su colase movió como un látigo en el suelo, no una sinovarias veces.

—Oí decir a los soldados de Hybern que elalto rey no está contento con esta situación.Amarantha hizo una negociación muy tonta. Laúltima vez, ella le costó la guerra por esa locuraque tenía con Jurian; si ahora le vuelve la espaldade nuevo, el rey no va a estar tan dispuesto aperdonarla. Robarle sus hechizos y tomar unterritorio para ella es una cosa. No ayudarlo en lacausa que a él le interesa y por segunda vez esotra.

Hubo un siseo alto y me estremecí cuando elattor le mostró los dientes a su compañero.

—Milady no negocia cuando los acuerdos noson ventajosos para ella. Les deja teneresperanzas, pero en cuanto la esperanza se rompe,se convierten en sus cómplices, cómplicessometidos por completo.

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En ese momento seguramente pasaban frenteal tapiz.

—Espero que así sea —replicó la vozgutural. ¿Qué clase de criatura era esa cosa paraestar tan poco amedrentada frente al attor? Lamano de sombras de mi escolta me apretó la bocay el monstruo pasó despacio frente a nosotras.

«No confíes en tus sentidos», repitió el ecode la voz de Alis en el interior de mi cabeza. Elattor ya me había atrapado una vez cuando yopensé que estaba a salvo.

—Y será mejor que domines esa lengua —advirtió el attor—. O Milady la va a dominar porti..., y sus pellizcos no son amables.

La otra criatura resopló como un cerdo.—Estoy aquí con la inmunidad del rey. Si tu

lady cree que está por encima de él porque es lareina de esta tierra destrozada, se va a acordarmuy pronto de alguien que puede arrebatarle todossus poderes..., sin hechizos ni pociones.

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El attor no contestó..., y una parte de mí deseóque contestara, que ladrara una respuesta. Pero no,se quedó en silencio y el miedo me golpeó elestómago como una piedra que alguien tira a unpozo.

Tuviera el rey de Hybern los planes quetuviese, esos planes por los que había estadotrabajando largos años, por lo que yo acababa deoír ya no pensaba esperar más en su campaña paravolver a tomar el mundo mortal. Tal vezAmarantha recibiría pronto lo que tanto deseaba:la destrucción de mi reino.

Se me enfrió la sangre. Nesta... Ah, confiabaen que Nesta se llevase a mi familia, en que losprotegiera.

Las voces se desvanecieron y pasó un largominuto hasta que las dos sirvientas se relajaron. Eltapiz desapareció y volvimos a seguir nuestrocamino por el pasillo.

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—¿Qué ha sido eso? —pregunté, mirándolasmientras las sombras se aclaraban a nuestroalrededor... aunque nunca del todo—. ¿Quién eraese? —quise saber.

—Problemas —contestaron las dos al mismotiempo.

—¿Rhysand lo sabe?—Lo sabrá pronto —afirmó una de ellas.

Volvimos a caminar en silencio hacia la habitacióndonde me vestían.

De todos modos, no había nada que pudierahacer con respecto al rey de Hybern..., no mientrasestuviera atrapada en Bajo la Montaña, no cuandoni siquiera había podido liberar a Tamlin y muchomenos a mí misma. Y con Nesta preparada parahuir y llevarse a mi familia, no había nadie más aquien enviar una advertencia. Así que los díassiguieron pasando y mi tercera prueba se fueacercando más y más.

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En ese tiempo, creo que me hundí tanto en mímisma que fue imposible que pudiera volver asalir a la superficie. Estaba mirando el baile levede la luz a lo largo de las piedras húmedas deltecho de mi celda —como la luz de la luna sobreel agua— cuando un ruido viajó hasta mí, pasó através de las piedras, ondeó sobre el suelo.

Estaba tan acostumbrada a las extrañasflautas y tambores de los inmortales que cuando oíesa melodía cantarina pensé que era otraalucinación. A veces, si miraba al techo el tiemposuficiente, se convertía en una vasta extensión decielo nocturno y me sentía una cosa pequeña, pocoimportante, que se dejaba arrastrar por el viento.

Miré el pequeño agujero de ventilación en elrincón del techo; de ahí provenía la música. Suorigen tenía que estar muy lejos porque erasolamente un movimiento leve de notas, perocuando cerré los ojos la oí con mayor claridad. Lavi..., sí, la vi. Como si fuera una pintura grandiosa,un mural viviente.

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Había belleza en esa música..., belleza ybondad. La música se plegó sobre sí misma comouna pasta que cae desde un bol, una nota sobre laotra, fundiéndose para formar un todo, elevándose,llenándome por dentro. No era música salvajepero había una violencia apasionada en ella, unaalegría y una pena que se alternaban y crecían. Mellevé las rodillas al pecho porque necesitaba sentirla fortaleza de mi propia piel a pesar de la mugrede la pintura que quedaba sobre ella.

La música construyó un sendero, un pasajesostenido por arcos de color. La seguí, caminé ysalí de la celda, atravesé capas de tierra, subí ysubí hacia campos llenos de flores, y más aún, porencima de las copas de los árboles, hacia el cieloabierto. El pulso de la música era como el latidode unas manos que me empujaban con dulzurahacia adelante, guiándome a través de las nubes.Nunca había visto nubes como esas..., en los ladosdiscerní caras llenas de pena y caras hermosas. Se

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desvanecieron antes de que pudiera verlas condemasiada claridad, y entonces miré a la distancia,hacia el lugar desde el que me llamaba la música.

Era una puesta o una salida del sol. Sus rayosllenaban las nubes con colores magenta y púrpura,y se fundieron con mi sendero y formaron unabanda de metal brillante oro y naranja.

Quería desvanecerme en ella, quería que laluz del sol me quemara, me penetrara, queríallenarme de una alegría tan inmensa que terminaríapor convertirme en un rayo de sol. Esa no eramúsica para bailar..., era música para adorar,música para llenar las grietas del alma, parallevarme a un lugar en el que no había dolor.

No me di cuenta de que estaba llorando hastaque la tibieza húmeda de una lágrima me cayó enel brazo. E incluso entonces me aferré a la música,me agarré a ella como a un borde de piedra queimpedía que me cayera. No me había dado cuenta

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de lo mucho que deseaba no caer en esa oscuridadprofunda, de lo mucho que necesitaba quedarmeahí, entre las nubes, el color y la luz.

Dejé que los sonidos me conquistaran, queme recorrieran el cuerpo con sus tambores y mellenaran de paz, de tranquilidad. Arriba, arriba,subiendo hacia un palacio en el cielo, un pasillode alabastro y piedra de luna donde todo lo queera hermoso, dulce y fantástico vivía en paz.Lloré..., lloré por estar tan cerca de ese palacio,lloré por la necesidad que sentía de estar ahí. Todolo que yo quería estaba ahí..., aquel al que yoamaba estaba ahí.

La música era de los dedos de Tamlin, queme tamborileaban sobre el cuerpo; era el oro desus ojos verdes, la curva de su sonrisa. Era surisita susurrante y la forma en que decía esas dospalabras. Sí, esa era la razón por la que yoluchaba, eso era lo que yo había jurado salvar.

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La música se elevó, más fuerte, másgrandiosa, más rápida, fuera cual fuese el lugar enel que la estuvieran tocando, una onda suave quese convirtió en una nota aguda y quebró lapenumbra de la celda. Un sollozo tembloroso serompió dentro de mí cuando ese sonidodesapareció. Me quedé ahí sentada, temblando yllorando, la piel expuesta, desnudada por lamúsica y el color que me habían abierto la mente.

Cuando las lágrimas se detuvieron (aunque eleco de la música seguía ahí), me acosté sobre eljergón de paja y escuché mi propia respiración.

La música se filtró a través de mis recuerdos,los unió unos con otros, los convirtió en una mantaceñida a mi alrededor, una manta que me entibiólos huesos. Miré el ojo en el centro de la palma demi mano, pero lo único que hizo el ojo fuedevolverme la mirada..., sin moverse en absoluto.

Dos días más hasta la prueba final. Solamentedos días y entonces sabría lo que tenían planeadopara mí los remolinos del Caldero.

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CAPÍTULO

42

Era una fiesta como cualquier otra..., aunqueseguramente sería la última para mí. Losinmortales bebían y bailaban, y se paseaban, sereían y cantaban canciones etéreas y obscenas. Nocapté ningún atisbo de anticipación sobre lo que

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podría ocurrir conmigo al día siguiente, lasposibilidades que tendría de alterar algo paraellos, en su mundo. Tal vez sabían que iba a morir.

Me quedé a un costado, cerca de una pared,olvidada por la multitud, esperando a que Rhysandme llamara y me ordenara beber el vino y mepusiera a bailar e hiciera lo que él quisiera, fueralo que fuese. Llevaba puesta mi ropa de siempre,tatuada del cuello para abajo con esa pintura azulnegra. Esa noche, mi vestido de tela de araña erade un tono rosado parecido a la puesta de sol,demasiado brillante y femenino contra losremolinos de pintura que me cubrían la piel.Demasiado alegre para lo que me esperaba al díasiguiente.

Rhysand se estaba tomando más tiempo queotras veces para llamarme, aunque probablementeeso era por la inmortal de cuerpo sutil que teníasentada en las rodillas y que le acariciaba el pelocon dedos largos y verdosos. Muy pronto secansaría de ella. No me molesté en mirar a

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Amarantha. Era mejor fingir que no estaba ahí.Lucien nunca me hablaba en público, y Tamlin...En los últimos días se me había hecho difícilmirarlo.

Lo que quería era que todo terminase, soloeso. Quería que el vino me llevara a través de esaúltima noche y me arrastrase hasta mi destino.Estaba tan concentrada en anticipar la orden deRhysand que no noté que alguien estaba junto a míhasta que el calor de su cuerpo se hizo notar en elmío.

Me puse rígida cuando olí el perfume a lluviay a tierra y no me atreví a darme la vuelta haciaTamlin. Nos quedamos uno al lado del otro,mirando a la multitud, tan quietos como estatuas.

Sus dedos rozaron los míos, y me atravesóuna línea de fuego, quemándome con tanta fuerzaque se me llenaron los ojos de lágrimas. Deseé...deseé que no me tocara la mano marcada, que susdedos no tuvieran que acariciar los contornos delmaldito tatuaje.

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Pero vivía en ese momento, y durante lospocos segundos en que nuestras manos se tocaron,mi vida se convirtió en algo hermoso de nuevo.

Mantuve la cara en una máscara fría. Él dejócaer la mano y, con tanta rapidez como habíallegado, desapareció, abriéndose camino a travésde la multitud. Solo entonces me miró por encimadel hombro e inclinó la cabeza tan levemente quelo comprendí.

El corazón me latía con mayor velocidad quedurante las pruebas y me obligué a parecer lo másaburrida posible antes de dejar de apoyarme en lapared para enderezarme y caminar tras él comopor casualidad. Tomé una ruta diferente perosiempre hacia la pequeña puerta medio escondidadetrás de un tapiz donde él me estaba esperando.Solo tenía unos minutos antes de que Rhysandempezara a buscarme, pero un momento a solascon Tamlin sería suficiente.

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Me acerqué más y más a la puerta; casi no meatreví a respirar cuando pasé junto a la tarima deAmarantha, junto a un grupo de inmortales muertosde risa... Tamlin desapareció por la puerta másrápido que el relámpago y yo caminé más despaciohasta marchar a un ritmo muy lento. En esos díasnadie me prestaba mucha atención hasta que meconvertía en el juguete drogado de Rhysand. Casicon demasiada rapidez, la puerta estuvo frente amí y se abrió sin ruido para dejarme entrar.

La oscuridad me rodeó. Vi solo un rayo decolor verde y oro antes de que el calor del cuerpode Tamlin me cayera encima y nuestros labios seencontrasen.

No conseguía besarlo con suficiente fuerza,no conseguía estrecharlo con suficiente pasión, nopodía tocarlo lo suficiente. Las palabras no erannecesarias.

Le abrí la camisa, necesitaba sentir la pieldebajo de la ropa por última vez. Tuve que ahogarel gemido que surgió en mí cuando me tomó los

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pechos con las manos. No quería que fuera dulceconmigo..., lo que yo sentía por él no era así. Loque sentía era salvaje y duro y ardiente, y así fueél conmigo ahora.

Arrancó los labios de los míos y me mordióel cuello, me mordió como lo había hecho en laNoche de los Fuegos. Tuve que apretar los dientespara no gemir. Tal vez esa era la última vez que lotocaba, la última vez que podríamos estar juntos.No quería malgastarla.

Se me enredaron los dedos con la hebilla delcinturón y entonces su boca volvió a encontrar lamía. Nuestras lenguas bailaron..., no un vals ni unminué, sino una danza guerrera, una danza demuerte al ritmo de tambores de hueso y flautasaullantes.

Yo lo deseaba..., lo deseaba allí, en esemomento.

Le puse una pierna alrededor del cuerpo,necesitaba acercarme, y él apretó más los dientescontra los míos, me aplastó contra la pared

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congelada. Desabroché la hebilla, liberé el cuero,que se movió como un látigo, y Tamlin me gruñó sudeseo en el oído..., una especie de ruido bajo quegiraba a su alrededor y que me hizo ver en rojo yen blanco y en relámpagos encendidos. Los dossabíamos lo que pasaría al día siguiente.

Tiré el cinturón al suelo y empecé adesabrocharle los pantalones. Alguien tosió.

—Vergonzoso —ronroneó Rhysand, y los dosnos dimos la vuelta en redondo y lo encontramosahí, iluminado por la luz que entraba por elumbral. Pero él estaba más bien detrás denosotros, en el pasillo, no en la puerta. No habíallegado allí desde el salón del trono. Con esahabilidad suya, seguramente había atravesado lasparedes—. Vergonzoso, sí... —Siguió caminandohacia nosotros. Tamlin se quedó donde estaba,abrazándome—. Mira lo que le has hecho a mimascota.

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Los dos jadeábamos, ninguno dijo nada. Peroel aire se convirtió en un beso congelado sobre mipiel..., sobre mis senos expuestos.

—Amarantha se sentiría muy pero muyofendida si supiera que su guerrero está jugandocon una sirvienta humana —siguió diciendoRhysand mientras cruzaba los brazos—. Mepregunto cómo te castigaría. O tal vez haría lo quehace siempre y castigaría a Lucien. Después detodo, él todavía tiene un ojo que perder. Quizá selo pondría en un anillo...

Muy despacio, Tamlin levantó las manos quehabía apoyado en mi cuerpo y dio un paso atráspara separarse de mi abrazo.

—Me alegra ver que eres razonable —dijoRhysand, y Tamlin se puso rígido—. Ahora, sé unalto lord inteligente y arréglate el cinturón y laropa antes de salir.

Tamlin me miró, y para mi horror hizo lo quele pedía Rhysand. Mi alto lord nunca dejó demirarme mientras se acomodaba la túnica y el pelo

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y después volvía a abrocharse el cinturón. Lapintura en las manos y la ropa, esa pintura quehabía salido de mi cuerpo, desapareció.

—Disfruta de la fiesta —susurró Rhysand,señalando la puerta.

Los ojos verdes de Tamlin temblaronmientras me seguía mirando.

—Te amo —dijo con suavidad, y se fue sinsiquiera mirar a Rhysand.

Por un instante quedé cegada por el brillo queentró en la habitación cuando abrió la puerta y sedeslizó hacia fuera. No se volvió para mirarme, lapuerta se cerró con un clic y la oscuridad nosrodeó de nuevo.

Rhysand soltó una risita.—Si necesitas tanto aliviarte, deberías

habérmelo dicho a mí.—Cerdo —le escupí, y me cubrí los senos

con los pliegues del vestido. Con unos pocospasos, cruzó la distancia entre nosotros y me pusolos brazos contra la pared. Me crujieron los

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huesos. Habría jurado que los espolones desombras se hundían en las piedras junto a micabeza.

—¿Realmente piensas someterte a mivoluntad o eres tan estúpida como pareces? —Suvoz irradiaba una ira sensual capaz de quebrarhuesos.

—No soy tu esclava.—Eres una estúpida, Feyre. ¿Tienes idea de

lo que podría haber pasado si Amarantha oshubiera encontrado a los dos aquí? Tamlin podránegarse a ser su amante, pero ella lo tiene todo eltiempo a su lado porque conserva la esperanza dequebrar su resistencia..., de dominarlo, como legusta hacer con los de nuestra especie. —Mequedé callada—. Sois dos estúpidos —murmuróél, con la respiración agitada—. ¿Pensaste quenadie iba a notar que no estabais en la fiesta?Deberías agradecerle al Caldero que losdeliciosos hermanos de Lucien no te estuvieranmirando.

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—¿Qué te importa a ti? —ladré, y me apretócon tanta fuerza las muñecas que creí que se meiban a romper los huesos.

—¿Que qué me importa? —jadeó él, y larabia retorció sus rasgos. Se le desplegaron en laespalda las alas..., esas alas de gloria,membranosas, fabricadas por las sombras quehabía detrás de él—. ¿Me estás preguntando a míqué me importa?

Pero antes de que pudiera seguir hablando,volvió la cabeza hacia la puerta y después otra vezhacia mí. Las alas desaparecieron con tantarapidez como habían aparecido y de inmediato suslabios se apretaron contra los míos. Su lengua meabrió la boca, se metió dentro de mí a la fuerza, enel espacio en que yo todavía sentía el sabor deTamlin. Lo empujé y me defendí, pero él semantuvo firme; la lengua me tocó el paladar, losdientes, me reclamó la boca entera, me reclamó...

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La puerta se abrió de par en par y la figurasinuosa de Amarantha llenó todo el espacio.Tamlin... Tamlin estaba con ella, los ojos muyabiertos y los hombros tensos cuando vio que loslabios de Rhys seguían apretados contra los míos.

Amarantha se rio y una máscara de piedracayó de golpe sobre la cara de Tamlin,bruscamente vacía de sentimiento, vacía decualquier cosa parecida, aunque solo hubiera sidopor unos instantes, al Tamlin que se habíaentregado a mí poco antes.

Rhys me soltó con gesto despreocupado ypasó la lengua sobre mi labio inferior justo cuandoaparecía una multitud de altos fae detrás deAmarantha. Todos se rieron con ella. Rhysand lessonrió también, una sonrisa perezosa,autoindulgente; después hizo una reverencia. Peroalgo ardía en los ojos de la reina cuando miró aRhysand. La puta de Amarantha, lo llamaban.

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—Yo sabía que era cuestión de tiempo —dijoella, y puso una mano sobre el brazo de Tamlin.Levantó la otra para que el ojo de Jurian viera loque pasaba mientras decía—: Vosotros loshumanos sois todos iguales, ¿verdad?

Mantuve la boca cerrada aunque sentía queme moría de vergüenza, aunque me hubieragustado explicarme. Tamlin tenía que entenderlo.

Sin embargo, no tuve el privilegio de saber siTamlin lo entendía, porque Amarantha chasqueó lalengua y dio media vuelta llevándose a todos losque estaban allí con ella.

—Típica basura humana. Esos corazonesinconstantes, aburridos —dijo como hablándose así misma. Una gata satisfecha.

Rhys me cogió del brazo y me arrastró detrásde ellos hacia la sala del trono. Solo bajo la luz dela estancia vi las manchas y los borrones de lapintura..., borrones en los senos y el vientre, y lapintura que había aparecido de forma misteriosaen las manos de Rhysand.

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—Estoy cansado de ti por esta noche —dijoeste empujándome levemente hacia la salidaprincipal—. Vete a tu celda. —Detrás de él,Amarantha y su corte sonrieron, todavía con mayorsatisfacción cuando vieron la pinturaemborronada. Busqué a Tamlin, pero él seencaminaba a su lugar de siempre en la tarima. Enese momento me daba la espalda. Como si nopudiera soportar mirarme.

No sé qué hora era, pero un buen rato más tarde oípasos cerca de mi celda. Me senté de un salto yRhys salió de una sombra.

Aunque me había lavado la boca tres vecescon el agua del balde de la celda, todavía sentía elcalor de sus labios contra los míos, eldeslizamiento suave de su lengua dentro de miboca.

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La túnica de Rhysand estaba abierta, y sepasó una mano por el pelo oscuro antes deapoyarse sin palabras contra la pared frente a mí yresbalar lentamente hasta quedar sentado en elsuelo.

—¿Qué quieres? —quise saber.—Un momento de paz y quietud —murmuró

él frotándose las sienes.—¿Para descansar de qué? —pregunté

después de un buen rato.Él se masajeó la piel pálida del rostro y lanzó

un suspiro.—De este lío —respondió.Me incorporé un poco sobre el montón de

paja. Nunca lo había visto tan sincero.—Esa perra de mierda está haciéndome sudar

la gota gorda —afirmó; se apartó las manos de lacara y apoyó la cabeza contra la pared—. Tú meodias. Imagínate cómo te sentirías si yo te utilizaraen mi dormitorio. Soy alto lord de la CorteNoche..., no su puta.

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Así que era cierto lo que se decía. Meimaginaba con facilidad lo mucho que lo odiaría...,lo que significaría ser esclava de alguien así.

—¿Por qué me cuentas esto?La pedantería y la grosería habituales en él

habían desaparecido.—Porque estoy cansado y estoy solo, y tú

eres la única persona con la que puedo hablar sinponerme en peligro. —Soltó una risa baja—. Quéabsurdo: un alto lord de Prythian y una...

—Si vas a insultarme, vete.—Pero es que soy tan bueno para eso... —Me

dedicó una de sus sonrisas. Yo lo miré con furia,pero él suspiró—. Un movimiento en falsomañana, Feyre, y estaremos todos condenados.

La idea hizo sonar un acorde tan terrible enmi interior que de pronto me pareció que no podíarespirar.

—Y si fallas —siguió él, más para sí mismoque para mí—, entonces Amarantha va a ser reinapara siempre.

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—Si le arrebató una vez el poder a Tamlin,¿por qué no puede hacerlo de nuevo? —Era lapregunta que nunca me había atrevido a pronunciaren voz alta.

—Ahora él no se va a dejar engañar con tantafacilidad —dijo, y miró al techo—. La mayor armade Amarantha es que mantiene contenidos nuestrospoderes. Pero no puede acceder a ellos, no deltodo..., aunque sí nos controla con ellos. Por esonunca conseguí destrozarle la mente..., por esotodavía no está muerta. Apenas rompas lamaldición de Amarantha, la rabia de Tamlin va aser tan grande que no habrá fuerza en el mundo quele impida destrozarla, desparramarla por lasparedes.

Sentí un escalofrío.—¿Por qué crees que hago todo esto? —Me

señaló con una mano.—Porque eres un monstruo.Se rio.

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—Cierto. Pero soy un monstruo pragmático.Hacer que Tamlin se vuelva loco de furia es lamejor arma que tenemos contra ella. Verte en unanegociación de tontos con Amarantha fue una cosa,pero cuando Tamlin descubrió mi tatuaje en tubrazo... Ah, deberías haber nacido con mishabilidades aunque no fuera más que para sentir larabia que se filtraba desde su mente...

No quería pensar demasiado en esashabilidades.

—¿Y quién puede decir si Tamlin no va aaplastarte también a ti?

—Tal vez lo intente..., pero tengo lasensación de que primero va a matar a Amarantha.A eso se reduce todo, de todos modos, ya que ellaes la responsable del hecho de que tú hayasterminado sometida a mí. Así que Tamlin va amatarla mañana, y yo voy a ser libre antes de queél pueda empezar una pelea conmigo, una pelea

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que podría reducir a escombros nuestra montaña,que antes fue sagrada. —Se miró las uñas—. Ytengo otras cartas que jugar.

Levanté las cejas en una pregunta sinpalabras.

—Por el amor del Caldero, Feyre, yo tedrogo, pero ¿nunca te has preguntado por quénunca te toco más que la cintura o los brazos?

Hasta esa noche..., hasta ese beso maldito.Apreté los dientes, pero incluso poseída por esarabia se me aclaró el panorama.

—Es la única prueba que tengo de miinocencia —dijo él—. Lo único que va a hacerque Tamlin se lo piense dos veces antes de meterseen una batalla conmigo, una batalla que causaría lapérdida de un número enorme de vidas inocentes.Es la única forma en que puedo convencerlo deque estaba de tu lado. Créeme, nada me hubieragustado más que disfrutar de ti..., pero hay cosasmás valiosas en juego, mucho más importantes quellevarme a la cama a una humana.

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Sabía la respuesta, pero de todos modospregunté:

—¿Qué, por ejemplo?—Mi territorio —respondió él, y se le

llenaron los ojos de una mirada lejana que yonunca le había visto—. Por ejemplo, lo que quedade mi pueblo, esclavizado por una reina tiranacapaz de acabar con sus vidas con una solapalabra. Supongo que Tamlin te dijo cosasparecidas. —No, Tamlin no lo había hecho, no deltodo. La maldición se lo había impedido.

—¿Por qué Amarantha te ha hecho esto? —me atreví a preguntar—. ¿Por qué te convirtió ensu puta?

—¿Además de las razones obvias? —Hizo ungesto señalando su cara perfecta. Como yo nosonreí, soltó el aire en un suspiro—. Mi padremató al padre de Tamlin... y a sus hermanos.

Me enderecé bruscamente. Tamlin nunca mehabía dicho..., nunca me había contado que laCorte Noche fuera la responsable de eso.

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—Es una larga historia y no me siento conganas de recordarla, pero digamos tan solo quecuando ella nos robó nuestras tierras decidió quequería castigar sobre todo al hijo del asesino de suamigo..., decidió que me odiaba lo suficiente porlos hechos de mi padre como para hacerme sufrir.

Hubiera tendido una mano hacia él, tal vez lehabría ofrecido mis disculpas, pero se me habíansecado todos los pensamientos. Lo que le habíahecho Amarantha...

—Así que —dijo él agotado—, aquí estamos,con el destino de todo nuestro mundo inmortal enlas manos de una humana analfabeta. —Su risa fuedesagradable, y él bajó la cabeza, se apretó lafrente con una mano y cerró los ojos—. Quédesastre.

Una parte de mí buscó palabras para herirloen su vulnerabilidad, pero la otra parte recordó loque él acababa de decir, lo que había hecho, laforma en que su cabeza se había desviado mirandohacia la puerta antes de besarme.

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Sabía que Amarantha estaba a punto de llegar.Tal vez lo había hecho para darle celos, pero talvez...

Si no lo hubieran visto besándome, si no noshubiera interrumpido, yo habría vuelto a esa saladel trono con la pintura manoseada. Y todo elmundo, sobre todo Amarantha, se habría dadocuenta. No habría costado mucho descubrir conquién había estado, sobre todo cuando vieran lapintura sobre el cuerpo de Tamlin. No quería nipensar en el castigo que podría habernos caído.

Más allá de sus motivos y de sus métodos,Rhysand me estaba manteniendo con vida. Y lohabía hecho mucho antes de que yo llegara a Bajola Montaña.

—Ya te he explicado demasiado —declarómientras se ponía de pie—. Tal vez deberíahaberte drogado primero. Si fueras inteligente,encontrarías una forma de usar todo eso contra mí.Y si tuvieras mi estómago para la crueldad, irías adonde está Amarantha y le contarías la verdad

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sobre su puta. Tal vez ella te entregaría a Tamlin acambio de esa información. —Se metió las manosen los bolsillos de sus pantalones negros, peromientras se disolvía en las sombras, algo en lacurva de sus hombros me obligó a hablar.

—Cuando me curaste el brazo... no tenías porqué negociar conmigo. Podrías haberme exigidotodas las semanas del año. —Yo tenía el ceñofruncido cuando se dio la vuelta para mirarme,consumido a medias por la oscuridad—. Todas lassemanas y yo habría dicho que sí. —No era unapregunta en realidad, pero necesitaba la respuesta.

Una media sonrisa apareció en sus labiossensuales.

—Lo sé —dijo, y desapareció.

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CAPÍTULO

43

Para la última prueba me entregaron mi viejatúnica y mis pantalones..., manchados, rotos ymalolientes, pero a pesar del olor mantuve elmentón en alto cuando me escoltaron hacia la saladel trono.

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Las puertas estaban abiertas de par en par yel silencio que reinaba en la estancia me abrumó.Esperaba las burlas y los gritos, el brillo del oroque los apostadores intercambiaban, pero esta vezlos inmortales solo me miraron; los que estabanenmascarados lo hicieron con una intensidadespecial.

El mundo descansaba sobre mis hombros.Rhys lo había dicho. Pero no me pareció que loque se veía en esos rasgos fuera únicamentepreocupación. Tuve que tragar saliva con fuerzacuando varios se llevaron los dedos a los labios ydespués me extendieron las manos, un gesto paralos caídos, un adiós a los muertos que se honran.No había nada malicioso en su gesto. La mayoríade esos inmortales pertenecían a las cortes de losaltos lores, habían pertenecido a esas cortesmucho antes de que Amarantha tomara esas tierrasy con ellas sus vidas. Y si Tamlin y Rhysandjugaban para mantenernos con vida...

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Avancé por el sendero que me dejaron libre,directa hacia Amarantha. La reina sonrió cuandome detuve frente a su trono. Tamlin estaba en sulugar de siempre, a un lado, pero no quise mirarlo,todavía no.

—Ya has superado dos pruebas —comenzóAmarantha mientras se sacaba una mota de polvodel guante de color rojo sangre. Le brillaba elcabello, una oscuridad brillante que amenazabacon tragarse la corona dorada—. Queda solo una.Me pregunto si no será peor fracasar ahora...,cuando estás tan cerca. —Me hizo un pucheroburlón y las dos esperamos la risa de losinmortales.

Pero solamente sisearon algunos de losguardias de piel roja. Todos los demáspermanecieron en silencio. Hasta los miserableshermanos de Lucien. Incluso Rhysand, si es queestaba entre la multitud.

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Parpadeé para aclararme los ojos, que meardían. Tal vez, como en el caso de Rhysand, losjuramentos de alianza y las apuestas contra mi viday la grosería no habían sido más que unespectáculo para ellos. Y tal vez ahora, que elfinal era inminente, también querían afrontar miposible muerte con la dignidad que les quedase.

Amarantha les dirigió una mirada furibunda,pero cuando sus ojos se posaron de nuevo en mí,sonrió con una sonrisa amplia, dulce.

—¿Alguna palabra que quieras decir antes detu muerte?

A mí se me ocurrió una plétora de insultos,pero miré a Tamlin en lugar de dar rienda suelta amis deseos. Él no reaccionó..., tenía los rasgoscomo de piedra. Deseé verle la cara aunque fuerasolo un momento. Aunque lo único que necesitabaver en realidad era ese par de ojos verdes.

—Te amo —dije—. No importa lo que elladiga al respecto, no importa que sea solo con esteinsignificante corazón humano. Aunque me quemen

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el cuerpo, voy a seguir amándote. —Me temblabanlos labios y se me nublaron los ojos, y despuésunas lágrimas tibias se deslizaron por mi caracongelada. No me las limpié.

Él no reaccionó..., ni siquiera apretó confuerza las manos alrededor de los brazos del trono.Yo supuse que era su manera de aceptarlo aunqueeso me hiciera sentir que se me rompía el corazón.Aunque su silencio me matara.

Amarantha dijo con insidiosa dulzura:—Vas a tener mucha suerte, querida, si queda

algo de ti para quemar.Le dediqué una mirada larga y dura. Pero no

hubo burlas, sonrisas ni aplausos entre la multitud.Solamente silencio.

Ese fue un regalo que me dio coraje, que mehizo apretar los puños, que me hizo aceptar eltatuaje en el brazo. Hasta entonces yo era lavencedora, de forma justa o no, y no me sentiríasola cuando muriera. No moriría sola. Era lo únicoque podía pedir.

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Amarantha apoyó el mentón en una mano.—No pudiste resolver mi adivinanza,

¿verdad? —No le contesté y ella sonrió—.Lástima. La respuesta es tan hermosa...

—Terminemos —gruñí. Amarantha miró aTamlin.

—¿No tienes unas últimas palabras para ella?—preguntó levantando una ceja. Cuando él nocontestó, la reina sonrió—. Muy bien, entonces. —Dio un par de palmadas.

Una puerta se abrió de par en par y losguardias arrastraron hasta nosotros a tres figuras,dos machos y una hembra; los tres tenían la cabezacubierta con bolsas. Las caras ocultas se movían aun lado y a otro mientras trataban de discernir lossusurros que recorrían el salón del trono. Se medoblaron un poco las rodillas cuando los viacercarse.

Con empujones brutales y dolorososaguijonazos, los guardias de piel roja obligaron alos tres inmortales a ponerse de rodillas ante la

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tarima, pero no frente a Amarantha, sino frente amí. Los cuerpos y las ropas no revelaban nadasobre sus identidades.

La reina volvió a dar unas palmadas yaparecieron tres sirvientes de negro que secolocaron al lado de cada uno de los inmortalesarrodillados. En las manos largas, pálidas,llevaban una almohada oscura de terciopelo. Ysobre cada almohada había una sola daga demadera pulida. La hoja no era de metal, sino demadera de fresno. Fresno porque...

—Tu última prueba, Feyre —dijo Amaranthacon lentitud mientras hacía un gesto hacia losinmortales arrodillados—. Clavarle la daga en elcorazón a cada uno de estos infortunados.

La miré y abrí la boca con horror.—Son inocentes..., aunque eso no debería

importarte —siguió diciendo ella—, porque no teimportó el día que mataste al pobre centinela deTamlin. Y tampoco le importó al querido Juriancuando asesinó a mi hermana. Pero si es un

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problema para ti..., bueno, siempre puedes negarte.Claro que a cambio de eso tendré que arrebatartela vida, pero un trato es un trato, ¿verdad? Segúnmi opinión, dado tu historial de asesina de nuestraespecie, te estoy haciendo un regalo.

Negarse y morir. Matar a tres inocentes yvivir. Tres inocentes a cambio de mi futuro. Por mifelicidad. Por Tamlin y su corte y la libertad deuna tierra entera.

La madera de las dagas, afilada como unanavaja, estaba pulida con tanta precisión quebrillaba bajo los candeleros de cristal de colores.

—¿Y bien? —dijo ella. Levantó la mano paraque el ojo de Jurian nos echara una buena mirada amí y a las dagas de fresno, y ronroneó—: Noquerría que te lo perdieras, viejo amigo.

No. No podía. No podía hacerlo. No eracomo cazar; no era para sobrevivir ni paradefenderme. Era asesinato a sangre fría..., elasesinato de aquellos tres infortunados y el de mipropia alma. Pero por Prythian, por Tamlin, por

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todos los de ahí dentro, por Alis y sus chicos...,deseé saber el nombre de alguno de nuestrosdioses olvidados para pedirle que intercediera,deseé conocer una plegaria cualquiera que meayudara a pedir consejo, a pedir absolución.

Pero no sabía ninguna plegaria ni los nombresde nuestros dioses olvidados, solamente los deaquellos que quedarían esclavizados si yo no hacíalo que me pedían. Recité esos nombres en silenciomientras me tragaba el horror de lo quesignificaban los que estaban arrodillados frente amí. Por Prythian, por Tamlin, por este mundo y porel mío... Estas muertes no serían en vano, aunque amí me harían maldita para siempre.

Me acerqué a la primera figura arrodillada...,el paso más brutal y más largo que hubiera dadonunca. Tres vidas a cambio de la liberación dePrythian..., tres vidas que yo no tomaría en vano.Sí, era capaz de hacerlo. Era capaz aunque Tamlinme estuviera mirando. Era capaz de esesacrificio..., de sacrificarlos...

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Me temblaban los dedos cuando la primeradaga me saltó a la mano, la empuñadura fresca ysuave; la madera de la hoja era más pesada de loque había esperado. Había tres dagas porqueAmarantha quería que yo sintiera la agonía delevantar el cuchillo una y otra y otra vez. Queríaapurar mi sufrimiento hasta el final.

—No tan rápido —dijo Amarantha riendo, ylos guardias que sostenían a la primera figura lesacaron la capucha de la cabeza.

Era un hermoso joven, un alto fae. No loconocía, nunca lo había visto antes, pero sus ojosazules me rogaban que no lo hiciera.

—Así está mejor —continuó la reina agitandola mano de nuevo—. Procede, Feyre, querida.Disfrútalo.

El inmortal tenía los ojos del color de uncielo que no volvería a ver si me negaba amatarlo, un color que nunca podría sacarme de lamente, que no olvidaría jamás aunque lo pintaracientos y cientos de veces. Negó con la cabeza con

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desesperación y sus ojos se hicieron tan grandesque vi el blanco alrededor de sus pupilas. Éltampoco volvería a ver el cielo. Y tampoco losdemás, si yo fallaba.

—Por favor —susurró. Aquellos ojos azulespasaban la mirada del fresno de la daga a mi cara—. Por favor.

La daga tembló entre mis dedos y la agarrécon más fuerza. Tres inmortales... eran lo únicoque había entre la libertad y yo, lo único quefaltaba para que Tamlin quedase libre deAmarantha. Y si él era capaz de destruirla...

«No va a ser en vano —me dije—. No va aser en vano.»

—No —volvió a rogar el joven cuandolevanté la daga—. ¡No! —Respiré hondo, loslabios me temblaron y perdí el ánimo. Decir «lolamento» no era suficiente. No había tenido laposibilidad de decírselo a Andras..., y ahora...ahora...

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»¡Por favor! —suplicó, y los ojos se lellenaron de plata.

Alguien en la multitud empezó a llorar. Iba aseparar a ese joven de alguien que seguramente loamaba tanto como yo a Tamlin.

No debía pensar en eso, no debía pensar enquién era él, no debía pensar en el color de susojos, en nada de eso. Amarantha sonreía con unaalegría salvaje, triunfante. Matar a un inmortal,enamorarse de un inmortal, después tener quematar a otro para mantener vivo ese amor. La ideaera brillante y cruel, y ella lo sabía.

La oscuridad ondeó cerca del trono yRhysand apareció allí, con los brazos cruzados...,como si hubiera cambiado de lugar para ver demás cerca. Su cara era una máscara de desinterés,pero a mí me tembló la mano. «Hazlo», me gritó eltemblor.

—No —gimió de nuevo el joven inmortal.Empecé a menear la cabeza. No soportaba oírlo.Tenía que hacerlo ahora, antes de que él me

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convenciera de otra cosa—. ¡Por favor! —La vozse convirtió en un grito.

El sonido me desgarró tanto por dentro queme lancé hacia adelante y, con un sollozodesesperado, le hundí la daga en el corazón.

Él aulló, se soltó de las manos de losguardias cuando la daga cortó la carne y el huesolimpiamente, como si fuera de metal y no defresno; la sangre, caliente y espesa, me lloviósobre la mano. Sollocé, saqué la daga de nuevo yel roce de los huesos contra la hoja me dolió en lamano.

Los ojos del inmortal, llenos de muerte yodio, se quedaron fijos en mí hasta que él sederrumbó, maldiciéndome, y la persona que anteshabía gemido en la multitud dejó escapar unaullido profundo.

La daga llena de sangre rebotó sobre el suelode mármol cuando retrocedí trastabillando variospasos.

—Muy bien —dijo Amarantha.

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Quería salir de mi cuerpo; necesitaba escapardel horror de lo que había hecho; tenía que huirde... No toleraba la sangre que me cubría lasmanos, esa tibieza pegajosa entre los dedos.

—Ahora el próximo. Ah, no te derrumbes,Feyre. ¿No te estás divirtiendo?

Me enfrenté a la segunda figura, que seguíaencapuchada. Una hembra, esta vez. La inmortal denegro me tendió el almohadón con la daga sin usary los guardias que sostenían a la que iba a morir learrancaron la capucha.

Tenía una cara agradable y el pelo entremarrón y dorado, como el mío. Le corrían laslágrimas por las pálidas mejillas y los ojos debronce siguieron a mi mano ensangrentada cuandotomé la segunda daga. La limpieza de la hoja demadera parecía burlarse de la sangre que teníaentre los dedos.

Quería ponerme de rodillas y pedirle perdón,decirle que su muerte no sería en vano. Quería...,pero ahora había una grieta tan grande abierta en

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mí que apenas si sentía las manos, el corazónhecho pedazos. Lo que había hecho...

—El Caldero me salve —empezó a susurrarella con voz hermosa y firme..., como música—.Madre, sostenme —siguió, recitando una plegariasemejante a la que ya había oído en una ocasióncuando Tamlin ayudó a morir a aquel inmortalinferior en la mansión. Otra víctima de Amarantha—. Guíame hacia Ti. —No podía levantar la daga,no conseguía dar el paso que anularía la distanciaque había entre las dos—. Ayúdame a pasar entrelas puertas; déjame oler esa tierra inmortal deleche y miel.

Lágrimas silenciosas corrieron por mismejillas y el cuello y mojaron el borde sucio de mitúnica. Mientras ella hablaba, sabía que a mí meprohibirían para siempre la entrada a esa tierrainmortal. Fuera quien fuese la Madre a la que ellarezaba, nunca me abrazaría. Para salvar a Tamlindebía condenarme a mí misma.

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No podía hacerlo. No podía volver a levantarla daga.

—Sálvame de todo mal —jadeó, mirándomefijamente, hasta lo más profundo del alma que seme partía en pedazos—. No sentiré dolor.

Un sollozo se escapó de mis labios.—Lo lamento —gemí.—Recíbeme en la eternidad —suspiró la

joven.Lloré porque entendía. «Mátame ahora —

estaba diciendo ella—. Hazlo rápido. Que no meduela. Mátame ahora.» Los ojos de color broncepermanecían firmes y tristes. Y eso erainfinitamente peor que el ruego del inmortal quehabía dejado muerto a un lado.

No podía hacerlo.Pero ella me sostuvo la mirada... y asintió.Cuando levanté la daga de fresno algo se

fracturó tan completamente dentro de mí que supeque no había esperanza de arreglarlo, ni entonces

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ni nunca. Pasaran los años que pasasen, fuerancuantos fuesen los intentos que hiciera de pintaresa cara...

Muchos otros inmortales lloraban a nuestroalrededor: su familia, sus amigos. La daga mepesaba en la mano, recubierta aún de la sangre delprimer inmortal. Sería más honorable negarse...,morir en lugar de asesinar inocentes. Pero... pero...

—Recíbeme en la eternidad —repitió ellalevantando el mentón—. Sálvame de todo mal —susurró, para mí tan solo—. No sentiré dolor.

Tomé con la mano ese hombro delicado,huesudo, y le hundí la daga en el corazón. Ellajadeó y la sangre salpicó el suelo como lluvia.Cuando volví a mirarle la cara, sus ojos ya sehabían cerrado. Se desplomó en el suelo y dejó demoverse.

Hui a algún lugar lejos, lejos de mí misma.Los inmortales se movían..., muchos

susurraban y lloraban. Dejé caer la daga y el ruidodel fresno contra el mármol rugió en mis oídos. Si

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solamente quedaba una persona entre la libertad yyo, ¿por qué seguía sonriendo Amarantha? Dirigíuna mirada a Rhysand, pero su atención estaba fijaen la reina.

Un inmortal... y después seríamos libres. Unmovimiento más del brazo.

Y tal vez uno más después..., tal vez uno más,arriba y adentro y hacia mi propio corazón.

Sería un alivio..., un alivio terminar por mipropia mano, un alivio morir en lugar deenfrentarme con lo que había hecho.

El sirviente inmortal me ofreció la últimadaga, e iba a cogerla cuando el guardia sacó lacapucha del macho que estaba arrodillado a milado.

Las manos me cayeron, flojas, a los costadosdel cuerpo. Unos ojos de color verde y ámbar memiraron.

Todo cayó sobre mí, capa tras capa, todo sehundió, se destrozó y se derrumbó.

Era Tamlin.

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Volví la cabeza hacia el trono levantado juntoal de Amarantha, ocupado todavía por mi altolord, y ella se rio mientras chasqueaba los dedos.El Tamlin que estaba junto a ella se transformó enel attor, que me miraba con una sonrisa malvada.

Engañada..., engañada por mis propiossentidos otra vez. Lentamente, mientras el alma metemblaba por dentro, me volví hacia Tamlin. Solohabía culpa y pena en sus ojos; di un paso atrás yme alejé trastabillando. Casi me caí cuando se meaflojaron las rodillas.

—¿Algo va mal? —preguntó Amaranthamientras inclinaba la cabeza hacia un lado.

—No... no es justo —conseguí decir.La cara de Rhysand se había puesto pálida...,

muy muy pálida.—¿Justo? —musitó Amarantha, jugando con

el hueso de Jurian—. No sabía que vosotros, loshumanos, conocierais ese concepto. Tú matas a

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Tamlin y lo liberas. —La sonrisa de su cara era lacosa más horrible que hubiera visto en mi vida—.Y después lo puedes tener para ti sola.

Perdí el control de mi boca y mecastañetearon los dientes.

—A menos —siguió Amarantha— que creasque sería más apropiado sacrificar tu propia vida.¿Qué sentido tiene? ¿Sobrevivir solamente paraperderlo? —Sus palabras eran como veneno—.Imagínate todos esos años que pensaste quepasarías con él..., juntos, y ahora estarías sola.Trágico, sí. Aunque hace apenas unos mesesodiabas a nuestra especie lo suficiente como paraasesinarnos..., así que supongo que podrás seguiradelante. —Tocó con un dedo el ojo del anillo—.La amante humana de Jurian lo hizo.

Todavía de rodillas, los ojos de Tamlinbrillaban desafiantes.

—Así que —continuó Amarantha, pero yo nola miraba—. ¿Qué vas a decidir, Feyre?

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Matarlo y salvar a su corte y mi propia vida,o matarme y dejar que todos vivieran comoesclavos de Amarantha, dejar que ella y el rey deHybern desataran la última guerra contra el reinohumano. No había nada que negociar..., ningunaparte de mí que vender para evitar esta decisión.

Miré la daga de fresno sobre el almohadón.Alis tenía razón: ningún humano que entraba en eselugar volvía a salir. Yo no era la excepción. Si erainteligente, me hundiría la daga en el corazón antesde que pudieran atraparme. Por lo menos moriríacon rapidez..., no soportaría la tortura que meesperaba, posiblemente un destino como el deJurian. Alis tenía razón. Pero... Alis... Alis habíadicho algo más..., algo para ayudarme. Una partefinal de la maldición, una parte que no podíanrevelarme, una parte que me ayudaría... Lo únicoque había podido decirme era que escuchara. Lodijo como si yo ya supiera todo lo que me hacíafalta saber.

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Poco a poco volví a mirar a Tamlin. Losrecuerdos se precipitaron sobre mí, uno tras otro,borrones de color y palabras. Tamlin era alto lordde la Corte Primavera... ¿En qué me ayudaba eso?El Gran Rito que se llevó a cabo... No.

Me había mentido sobre todo..., sobre porqué me habían llevado a la mansión, sobre lo queestaba pasando en sus tierras. La maldición... Nole era posible decirme la verdad, pero no fingióque las cosas estaban bien, eso no. No... Me habíamentido y lo había explicado todo lo mejor que leestaba permitido, y me lo dejaba dolorosamenteclaro cada vez que podía: algo iba mal, muy mal.

El attor en el jardín..., escondiéndose de mícomo yo me escondía de él. Pero Tamlin me dijoque me quedara en la casa y después llevó al attordirecto hacia mí, hizo que yo escuchara laconversación.

Eligió dejar las puertas del comedor abiertascuando hablaba con Lucien acerca de la maldición,aunque yo no me había dado cuenta en ese

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momento. Quería que yo lo oyera.Porque quería que supiera, quería que

escuchara..., porque ese conocimiento...Rememoré cada conversación, les di vueltas a laspalabras como si fueran piedras. No habíaentendido una parte de la maldición, una parte queno podían decirme de forma explícita, pero Tamlinnecesitaba que yo lo supiera... «Milady no negociacuando los acuerdos no son ventajosos para ella.»

Ella nunca mataría lo que más deseaba..., nosi deseaba a Tamlin tanto como yo. Pero si yo lomataba... O ella sabía que yo no lo haría o estabajugando un juego muy muy peligroso.

Una conversación tras otra, una tras otra enmi memoria, hasta que oí las palabras de Lucien ytodo se detuvo. Y ahí fue cuando lo supe. No podíarespirar, no respiré mientras volvía a rememorarel recuerdo, mientras repasaba la conversaciónque había oído. Lucien y Tamlin en el comedor, lapuerta abierta para que todos oyeran..., para que

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yo pudiera oírlo: «Para alguien con un corazón depiedra, el tuyo parece estar muy blando estosdías».

Miré a Tamlin, clavé los ojos sobre su pechoun instante mientras me volvía otro recuerdo: elattor en el jardín, riéndose. «Aunque tengáis uncorazón de piedra, Tamlin —decía—, hay miedoen él.»

Amarantha nunca se arriesgaría a que yo lomatara... porque sabía que no podría hacerloaunque quisiera.

Ninguna hoja podía atravesar ese corazón. Nosi alguien lo había convertido en piedra.

Miré a Tamlin a la cara buscando un indicio,cualquier señal de la verdad. Únicamente encontréesa rebeldía valiente en la mirada.

Tal vez me equivocaba..., tal vez era solo unaforma de hablar de los inmortales. Pero lasocasiones en que había abrazado a Tamlin... nunca

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había sentido el latido de su corazón. Había estadociega hasta que ahora todo había vuelto a mí, agolpearme la cara, pero esta vez no lo haría.

Así era como ella lo controlaba, cómocontrolaba su magia. Cómo controlaba a todos losaltos lores, dominándolos y reteniéndolos con unacorrea, de la misma manera que tenía el alma deJurian atada a ese ojo y ese hueso.

«No confíes en nadie», me había dicho Alis.Pero yo confiaba en Tamlin..., y más que eso,confiaba en mí misma. Confiaba en que había oídocorrectamente..., confiaba en que Tamlin habíasido más inteligente que Amarantha, confiaba enque lo que yo había sacrificado no sería en vano.

Toda la estancia estaba en silencio, pero teníapuesta mi atención en Tamlin, en él tan solo. Larevelación debió de hacerse evidente en mi caraporque su respiración se volvió un poco másrápida y levantó el mentón.

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Di un paso hacia él, después otro. Era así.Tenía que ser así. Respiré hondo mientras cogía ladaga del almohadón. Tal vez me equivocaba..., talvez me equivocaba de forma trágica, dolorosa.Pero había una leve sonrisa en los labios deTamlin cuando me puse frente a él, la daga defresno en la mano.

El destino existía..., porque el destino sehabía asegurado de que yo estuviera ahíescuchando cuando ellos hablaban en privado,porque el destino le había susurrado a Tamlin quela chica fría, empecinada, que él había arrastradoa su mansión sería la que rompería el hechizo,porque el destino me había mantenido con vidasolo para llegar a ese punto, solo para ver si yohabía estado escuchando.

Y ahí estaba él..., mi alto lord, mi amado,arrodillado frente a mí.

—Te amo —dije, y le clavé la daga.

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CAPÍTULO

44

Tamlin gritó cuando la daga le cortó la piel y lerompió el hueso. Durante un momento terrible,cuando su sangre me cubrió la mano, pensé que ladaga de fresno lo había traspasado.

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Pero entonces noté un golpe leve y unareverberación ardiente en la mano en el instante enque la daga tocó algo duro. Tamlin se tambaleóhacia delante, pálido, y arranqué la daga de supecho. La sangre se escurrió de la madera pulida,y en ese momento levanté la hoja.

La punta se había ondulado, se había dobladosobre sí misma. Tamlin se aferró el pecho mientrasjadeaba. La herida ya se estaba curando. Rhysand,a los pies de la tarima, sonreía abiertamente.Amarantha se había puesto de pie con esfuerzo.

Los inmortales murmuraban. Dejé caer ladaga y la oí rebotar varias veces sobre el mármolrojo.

«¡Mátala ahora!», quería gritarle a Tamlin,pero él no se movía, con la mano sobre la heridafrenando la sangre que salía a borbotones.Demasiado despacio..., se estaba curandodemasiado despacio. La máscara no se caía de surostro. «Mátala ahora.»

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—La humana ha ganado —dijo alguien entrela multitud.

—Libéralos —fue el eco de otro.Pero la cara de Amarantha palideció, los

rasgos se le retorcieron hasta que realmentepareció una serpiente.

—Los voy a liberar cuando lo creaconveniente. Feyre no especificó cuándo tenía queliberarlos..., solo que tenía que hacerlo... en algúnmomento. Tal vez lo haga cuando estés muerta —rugió con una sonrisa feroz—. Creíste que cuandodije «libertad instantánea» en cuanto a laadivinanza se aplicaba también a las pruebas, ¿noes cierto? Humana estúpida. Humana imbécil.

Retrocedí cuando bajó de la tarima. Susdedos se curvaron en garras..., el ojo de Jurian sevolvió loco dentro del anillo, la pupila se dilató yse encogió.

—Y tú —me siseó—, tú. —Los dientes lebrillaron y se volvieron puntiagudos—. A ti te voya matar.

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Alguien gritó, pero no podía moverme, nisiquiera traté de apartarme cuando algo me golpeó,algo mucho más violento que un relámpago, y caíal suelo pesadamente.

—Voy a hacerte pagar por tu insolencia —siseó Amarantha, y proferí un grito que me dejó lagarganta en carne viva cuando un dolor comoninguno que hubiera sentido nunca me atravesó elcuerpo.

Se me quebraban los huesos y mi cuerpo sealzó en el aire y volvió a caer golpeando el suelo;otra oleada de agonía tortuosa.

—Admite que no lo amas y te dejaré ir —jadeó Amarantha, y a través de los ojos anegadosde dolor la vi inclinarse hacia mí—. Admite labasura humana cobarde, mentirosa e inconstanteque eres.

No quería hacerlo. No iba a decir eso aunquesu poder me convirtiera en un charco de sangre enel suelo.

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Pero algo me estaba destrozando desdedentro hacia fuera y pataleé, incapaz siquiera degritar para aliviar el dolor.

—¡Feyre! —rugió alguien. No, no alguien...,Rhysand. Pero Amarantha seguía acercándose.

—¿Crees que eres digna de él? ¿De un altolord? ¿Crees que eres digna de algo, humana? —Se me dobló la columna y se me rompieron lascostillas, una por una.

Rhysand aulló mi nombre de nuevo..., aullócomo si yo le importara. Me desmayé, pero ellame hizo recobrar la conciencia para asegurarse deque lo sintiera todo, para asegurarse de quechillara cada vez que me rompiera un hueso.

—¿Qué eres tú? ¿Qué, más que barro yhuesos y carne de gusanos?—siguió Amaranthafuriosa—. ¿Qué eres comparada con nuestraespecie para creer que eres digna de nosotros?

Los inmortales empezaron a gritar, gritabanque eso era hacer trampa, que tenía que liberar aTamlin de la maldición. La llamaban mentirosa,

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tramposa. En medio de la niebla que me cegaba, via Rhysand agachado junto a Tamlin. No paraayudarlo..., sino para coger la...

—Y vosotros, vosotros sois todos cerdos...,cerdos sucios y traidores.

Yo sollozaba y gritaba cada vez que su pie mepateaba las costillas rotas. Otra vez. Y otra.

—Tu corazón mortal no es nada, nada paranosotros.

Rhysand estaba de pie, el cuchilloensangrentado entre las manos. Se lanzó haciaAmarantha, rápido como una sombra, con la dagade fresno dirigida directamente a su garganta.

Ella levantó una mano, ni siquiera se molestóen mirar, y él retrocedió, empujado por una paredde luz blanca.

Pero el dolor se detuvo durante un segundo,lo suficiente para que lo viera ponerse de pieapenas tocó el suelo y volverse contra ella con losespolones al descubierto. Se estrelló contra la

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pared invisible que había levantado Amaranthaalrededor de sí misma, y mi dolor disminuyócuando se volvió hacia él.

—Traidor, basura —le espetó a Rhysand—.Eres tan malo como esas bestias humanas. —Unopor uno, como si los empujase una mano poderosa,los espolones volvieron a meterse bajo la piel ydejaron un rastro de sangre en el camino. Él lamaldijo en voz alta, una maldición feroz—. Loestuviste planeando todo el tiempo...

La magia de Amarantha lo lanzó contra elsuelo de nuevo y volvió a golpearlo, con tantafuerza que su hermosa cabeza se estrelló contra elmármol y el cuchillo se le cayó de los dedosflácidos. Nadie hizo ni un solo movimiento paraayudarlo y ella volvió a golpearlo con su enormefuerza. El mármol rojo se resquebrajó y las grietasllegaron hasta mí. Esgrimiendo oleada tras oleadade poder, ella siguió su castigo. Rhys gruñó.

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—Basta —dejé escapar con la boca llena desangre mientras trataba de alcanzar los pies de ellacon las manos—. Por favor, basta.

Los brazos de Rhys se doblaron cuandointentó levantarse y la sangre le brotó de la nariz,manchando el mármol. Los ojos de color violeta seclavaron en los míos.

El lazo entre los dos se tensó. Pasé de micuerpo al suyo y me vi a través de los ojos de él,sangrando y sollozando, rota.

Volví de repente a mi propia mente cuandoAmarantha volvió a mirarme.

—¿Basta? ¿Basta? No finjas que él teimporta, humana —susurró con voz cantarina, ydobló un dedo. Yo arqueé la columna, sentí queiban a rompérseme las vértebras, y Rhysand aullómi nombre cuando perdí la conciencia.

Después empezaron los recuerdos..., unacolección de los peores momentos de mi vida, unahistoria completa de desesperación y oscuridad.Llegó la última página y lloré, sin sentir del todo

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la agonía de mi cuerpo mientras veía a ese jovenconejo que sangraba en el claro del bosque, micuchillo en su garganta. Mi primera presa, elprimer animal que había cazado en mi vida.

Estaba hambrienta, desesperada. Y sinembargo, después, cuando mi familia terminó dedevorar el conejo, volví al bosque y lloré durantehoras, sabiendo que acababa de cruzar una línea,que ahora mi alma estaba manchada.

—¡Dime que no lo amas! —gritó Amarantha,y la sangre de mis manos se convirtió en la sangrede ese conejo, se convirtió en la sangre de lo quehabía perdido.

Pero no quise decirlo. Porque amar a Tamlinera lo único que me quedaba, lo único que nopodía sacrificar. Un sendero en rojo y negro seabrió a mi visión. Descubrí los ojos de Tamlin,muy abiertos cuando se arrastró hacia Amarantha,mirándome morir, incapaz de salvarme mientras laherida se le curaba lentamente, mientras ellaseguía en posesión de su vida y su poder.

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Amarantha nunca me hubiera dejado ir convida, y no iba a dejarlo a él tampoco.

—Basta, Amarantha —le rogó Tamlin sinlevantarse, a sus pies, mientras se sujetaba laherida abierta en el pecho—. Basta. Lo lamento...,lamento lo que dije de Cynthia hace ya tantos años.Por favor.

Amarantha lo ignoró, pero yo no podía dejarde mirar. Los ojos de Tamlin eran tan verdes...,verdes como las colinas de su tierra. Un tono deverde que se llevaba los recuerdos que merecorrían, que empujaba y alejaba de mí esa fuerzamalvada que me quebraba los huesos, uno por uno,que me partía en dos. Aullé de nuevo cuando se metensaron las rótulas de las rodillas como si fuerana romperse, pero vi el bosque encantado, vi latarde en que habíamos estado ahí, tumbados en lahierba, vi la mañana en que habíamos disfrutadode la salida del sol, cuando, durante un momento,un instante apenas, había conocido la verdaderafelicidad.

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—Di que no lo amas —escupió Amarantha, ymi cuerpo se retorció más y más—. Admite lainconstancia de tu corazón.

—Por favor, Amarantha —gimió Tamlin, y susangre salpicó el suelo—. Prometo que voy ahacer todo lo que quieras que haga...

—Luego me ocuparé de ti —le ladró ella, yme envió otra vez a un feroz pozo de dolor.

Yo no iba a decirlo, nunca dejaría que ella looyera de mis labios. No, aunque me matara. Y siese había de ser mi final, que lo fuera. Si midebilidad iba a suponer mi muerte, la aceptaríacon todo mi corazón. Si eso era...

Porque aunque mis golpes, todos, dan siempre enel blanco,cuando mato, lo hago muy muy despacio...

Así habían sido esos últimos tres meses...,una muerte lenta, horrible. Lo que yo sentía porTamlin era la causa de todo. No había cura...; ni el

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dolor, ni la ausencia, ni la felicidad.

... pero si me desprecian, me convierto en unabestiadifícil de vencer.

Podía torturarme todo lo que quisiera, perojamás destruiría lo que yo sentía por él. Nuncaharía que Tamlin la deseara a ella..., nuncaaliviaría el dolor que le causaba el rechazo delalto lord de Primavera.

El mundo se oscureció a los costados de mimente y se llevó con eso el filo del dolor.

Pero bendigo a todos los que tienen el coraje deintentarlo.

Durante tanto tiempo había corrido paraalejarme de él... Pero abrirme a Tamlin, a mishermanas..., eso había sido una prueba de coraje

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tan difícil de superar como mis tres pruebasletales.

—Dilo, bestia asquerosa —siseó Amarantha.Tal vez había mentido al negociar conmigo, perohabía jurado otra cosa con la adivinanza...:libertad instantánea, más allá de su voluntad comoreina.

La sangre me llenó la boca, estaba tibiacuando se derramó entre los labios. Miré la caraenmascarada de Tamlin una vez más.

—Amor —jadeé mientras el mundo sederrumbaba en una negrura sin fin. Una pausa en lamagia de Amarantha—. La respuesta... a laadivinanza... —conseguí decir, ahogándome en mipropia sangre— es... amor.

Los ojos de Tamlin se abrieron cada vez más,y después algo se me quebró para siempre en lacolumna.

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CAPÍTULO

45

Estaba lejos pero seguía viendo..., veía a través deunos ojos que no eran míos, los ojos de unapersona que se levantó despacio desde el sueloagrietado, ensangrentado.

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La cara de Amarantha pareció aflojarse conbrusquedad. Ahí estaba mi cuerpo, postrado, lacabeza a un costado en un ángulo horrendo yabsolutamente imposible. Un reflejo de pelo rojoen la multitud. Lucien.

Las lágrimas brillaban en el ojo que lequedaba cuando levantó las manos y se sacó lamáscara.

La cara marcada de forma brutal seguíasiendo hermosa, los rasgos angulosos y elegantes.Pero la persona que yo habitaba continuabamirando a Tamlin, que poco a poco se acercó a micuerpo exánime.

Su cara, todavía enmascarada, se retorció,transformándose en algo verdaderamente lobunocuando levantó los ojos hacia la reina y le mostrólos dientes. Se le alargaron los colmillos.

Amarantha retrocedió..., un paso y otro y otro,cada vez más lejos de mi cuerpo. Solo susurró:

—Por favor. —Después estalló la luz dorada.

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La reina salió despedida por el aire, arrojadacontra la pared más lejana, y Tamlin soltó unrugido que sacudió la montaña mientras se lanzabacontra ella. No conseguí ver el momento en que setransformó en su forma de bestia...: pelo, garras ymúsculos poderosos.

No había acabado de estrellarse contra lapared cuando él la cogió del cuello, y el suelocrujió cuando la aplastó bajo una pata llena degarras.

Amarantha pataleó y se sacudió, pero no pudohacer nada contra el ataque brutal de la bestia enque se había convertido Tamlin. La sangre corriópor el brazo peludo del alto lord en el lugar en queella le hundió las garras.

El attor y los guardias se precipitaron haciala reina, pero muchos otros inmortales y altos fae,ya sin máscaras, saltaron hacia ellos y losaniquilaron. Amarantha gritó, pateó a Tamlin, le

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arrojó su magia negra, pero ahora una capa de orole cubría el pelo de lobo como una segunda piel.Ella no consiguió tocarlo.

—¡Tam! —gritó Lucien, y su voz se oyó porencima del caos. Una espada cruzó el aire, unaestrella fugaz de acero.

Tamlin la atrapó con una garra enorme. Elalarido de Amarantha se interrumpió bruscamentecuando él le clavó la espada en la cabeza, laatravesó y se hundió en la pared de piedra quehabía detrás.

Y entonces le cerró las garras sobre el cuelloy se lo desgarró. El silencio inundó la estancia.

Solo cuando volví a mirar mi cuerpo roto medi cuenta de quién eran los ojos que yo habíaestado habitando. Pero Rhysand no se acercó a micadáver; se oyeron pasos sobre el suelo, despuésun relámpago de luz, y unos sonidos llenaron elaire. La bestia ya no estaba.

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La sangre de Amarantha ya no estaba en sucara ni en su túnica cuando Tamlin se dejó caer derodillas frente a mí.

Estudió mi cuerpo flácido, roto, me acunócontra el pecho. No se había sacado la máscara,pero vi las lágrimas que caían sobre mi túnicamugrienta, y oí los sollozos que hacían estremecersu cuerpo mientras me acunaba, me acariciaba elpelo.

—No —jadeó alguien. Era Lucien, con laespada colgando de la mano. Muchos altos fae ytambién muchos inmortales miraban con los ojoshúmedos la ternura con que Tamlin me sosteníaentre sus brazos.

Yo quería ir hacia él. Quería tocarlo, rogarleque me perdonara por lo que había hecho, por losotros cuerpos en el suelo, pero estaba demasiadolejos.

Alguien apareció junto a Lucien: un hombrealto, agraciado, de pelo castaño, con una caraparecida a la suya. Lucien no miró a su padre,

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aunque se tensó cuando el alto lord de la CorteOtoño se acercó a Tamlin y le tendió la manocerrada.

Tamlin solo levantó la vista en cuanto el altolord abrió los dedos y le tocó la mano. Una chispabrillante cayó sobre mí, la chispa emitió una luz ydesapareció cuando me tocó el pecho.

Se acercaron dos figuras más..., ambosjóvenes y hermosos. A través de ojos que no eranmíos, los reconocí instantáneamente. El de pielmarrón llevaba puesta una túnica azul y verde ysobre la cabeza, entre blanca y rubia, unaguirnalda de flores...: el alto lord de la CorteVerano. Su compañero, de piel clara, vestido deblanco y gris, llevaba una corona de hielobrillante. El alto lord de la Corte Invierno.

Con el mentón levantado, los hombros haciaatrás, los dos dejaron caer las gotas brillantessobre mí, y Tamlin inclinó la cabeza en un gesto degratitud.

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Después se acercó otro alto lord y depositóuna nueva gota de luz. Brillaba por encima detodas las demás, y por el vestido dorado y rojosupe que era el alto lord de la Corte Amanecer.Después fue el alto lord de la Corte Día, envueltoen blanco y oro, la piel oscura resplandeciente consu propia luz interior. Él también me ofreció suregalo y sonrió con tristeza a Tamlin antes dealejarse.

Después llegó Rhysand, que llevaba lo quequedaba de mi alma consigo, y descubrí queTamlin me miraba..., nos miraba.

—Por lo que ella entregó —dijo Rhysand, yextendió el brazo—, le damos lo que nuestrospredecesores otorgaron solamente a unos pocos.—Hizo una pausa—. Ahora estamos en paz —agregó, y yo sentí una pizca de su humor cuandoabrió la mano y soltó la semilla de la luz sobre mí.

Con ternura, Tamlin me apartó de la cara elpelo enmarañado. Su mano brillaba como el solnaciente, y en el centro de la palma se formó ese

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brote extraño, intenso.—Te amo —susurró, y me besó mientras me

ponía la mano sobre el corazón.

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CAPÍTULO

46

Todo estaba oscuro y tibio... y espeso. Como tinta,pero bordeado de oro. Yo nadaba, pataleaba parallegar a la superficie donde me esperaba Tamlin,donde me esperaba, sí, la vida. Arriba, arriba,desesperada por respirar aire. La luz dorada se

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hizo más fuerte y la oscuridad se transformó envino burbujeante, más fácil de atravesar. Lasburbujas danzaron a mi alrededor y...

Jadeé, el aire me entró por la garganta.Estaba en el suelo duro. No había dolor..., ni

sangre, ni huesos rotos. Parpadeé. Encima de mícolgaba un candelero...; nunca había notado lointrincados que eran los cristales, cómo rebotabaen ellos el eco, la respiración contenida de lamultitud. Una multitud... Yo seguía en la habitacióndel trono y no..., no estaba muerta. Había... habíamatado a los... Había... La habitación daba vueltasa mi alrededor.

Dejé escapar un gruñido y me apoyé en elsuelo con las manos, preparándome para ponermede pie, pero... cuando me vi la piel me quedé fría.Brillaba con una luz extraña y los dedos parecíanmás, sí, más largos, quietos sobre el mármol. Mepuse de pie. Me sentía... me sentía fuerte y rápiday bien. Y... Y me había convertido en una alta fae.

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Me puse rígida cuando sentí a Tamlin detrásde mí, olí ese perfume a lluvia y a colina deprimavera, más denso que nunca antes. No podíadarme la vuelta para mirarlo..., no podía moverme.Una alta fae... una inmortal. ¿Qué me habíanhecho?

Oí cómo Tamlin retenía el aliento... y lo oísoltarlo. Oí la respiración, los susurros, laslágrimas y la celebración tranquila de todos en esesalón, de todos los que todavía seguíanmirándonos..., seguían mirándome a mí. Algunossalmodiaban el poder glorioso de los altos lores.

—Era la única forma de salvarte —dijoTamlin con suavidad. Pero entonces miré a lapared y me llevé la mano a la garganta. Me olvidéde la multitud por completo.

Allí, bajo el cuerpo descompuesto de Clare,estaba Amarantha, la boca abierta y la espadaclavada en la frente. Ya no tenía garganta... y lasangre le empapaba la parte delantera de la túnica.

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Amarantha había muerto. Ellos eran libres.Yo era libre. Tamlin era... Amarantha habíamuerto. Y yo había matado a esos dos altos fae, yohabía...

Meneé la cabeza despacio.—¿Estás...? —La voz sonaba demasiado

fuerte en mis oídos cuando retrocedí frente a esapared negra que amenazaba con tragarme.Amarantha había muerto.

—Míralo tú misma —respondió él. Mantuvelos ojos en el suelo mientras me daba la vuelta.Ahí, sobre el mármol rojo, había una máscaradorada que me miraba con los ojos vacíos—.Feyre —dijo Tamlin, y me tomó el mentón entrelos dedos para levantarme la cara con suavidad. Viel mentón que ya conocía, después la boca, ydespués...

Él era exactamente como yo había soñado quefuera.

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Me sonrió, la cara entera iluminada con esaalegría tranquila que yo había llegado a amartanto, y me apartó un mechón de pelo de la cara.Saboreé la sensación de sus dedos sobre mi piel ylevanté los míos para tocarle el rostro, para seguirlos contornos de esos pómulos altos y esa narizrecta, amada..., la frente limpia, ancha, las cejasligeramente arqueadas que enmarcaban sus ojosverdes.

Lo que había hecho para llegar a esemomento, para estar de pie ahí... Traté de apartarde mí ese pensamiento. En un minuto, en una hora,en un día, pensaría en eso, me obligaría aafrontarlo.

Puse una mano sobre el corazón de Tamlin yun latido firme encontró eco en mis huesos.

Me senté al borde de una cama, y aunque habíacreído que ser inmortal significaba un umbral másalto de dolor y una curación más rápida, hice

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muchas muecas cuando Tamlin inspeccionó laspocas heridas que me quedaban y después lascuró. Casi no habíamos tenido un momento a solasen las horas que habían seguido a la muerte deAmarantha..., en las horas que siguieron a lo queyo les había hecho a esos dos inmortales.

Pero ahora, en esa habitación tranquila..., nopodía apartar la mirada de la verdad que sonabaen mi cabeza con cada respiración.

Yo los había matado. Los había asesinado. Nisiquiera había visto cuándo se llevaron loscuerpos.

Porque había un enorme caos en la sala deltrono cuando me estaba despertando. El attor y losinmortales más malvados habían desaparecido alinstante junto con los hermanos de Lucien, lo cualhabía sido inteligente porque él no era el únicoinmortal con cuentas que saldar. Tampoco habíaseñales de Rhysand. Algunos inmortales habíanhuido, otros habían estallado en gritos decelebración y otros se habían quedado de pie,

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quietos o caminaban de un lado a otro, la miradaperdida, las caras pálidas. Como si ellos tampocosintieran que todo eso fuera real.

Uno por uno, reunidos a su alrededor, conllantos y risas de alegría, los altos fae y losinmortales de la Corte Primavera se habíanarrodillado frente a Tamlin y lo habían abrazado,dándole las gracias..., dándome las gracias. Memantuve lejos y asentí, solamente eso, porque notenía palabras que ofrecerles a cambio de esagratitud, la gratitud hacia los inmortales a los queyo había masacrado para salvarlos a ellos.

Después hubo reuniones en la frenética saladel trono..., reuniones rápidas, tensas, con los altoslores aliados con Tamlin, reuniones para decidirlos pasos que se debían seguir; más tarde conLucien y algunos altos fae de la Corte Primaveraque se presentaron como los guardias de Tamlin.Para mí todas las voces, todas las respiraciones,eran demasiado ruidosas; todos los oloresdemasiado fuertes; la luz demasiado brillante.

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Quedarme quieta mientras pasaba todo eso eramejor que moverme, mejor que adaptarme a esecuerpo extraño, fuerte, que ahora era mío. Nisiquiera podía tocarme el pelo sin que mesorprendiera la leve diferencia que sentía en losdedos.

Así fue y así siguió siendo hasta que cada unode los sentidos aumentados me dolió hasta que fuiconsciente de él, y por fin, Tamlin notó mis ojosapagados, mi silencio, y me tomó del brazo. Meescoltó a través del laberinto de túneles y pasilloshasta que encontramos un dormitorio tranquilo enun ala distante de la corte.

—Feyre —dijo Tamlin, y levantó la vista, quehabía estado fija en la inspección de mi piernadesnuda. Estaba tan acostumbrada a la máscaraque esa cara hermosa me sorprendía cada vez quela contemplaba.

Por eso..., por eso había asesinado yo aaquellos inmortales. Esas muertes no habían sidoen vano, y sin embargo... su sangre ya no me cubría

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cuando desperté..., como si convertirme eninmortal, como si sobrevivir, me hubiera hechodigna de que alguien me lavara aquella culpa.

—¿Qué? —pregunté. Tenía la voz tranquila.Vacía. Sabía que hubiera debido tratar de sonar...,sí, más alegre por él, por lo que acababa de pasar,pero...

Él me ofreció su media sonrisa. Si hubierasido humano habría tenido alrededor de treintaaños. Pero no era humano..., y yo tampoco lo eraya. Y no estaba segura de si eso era bueno o no.

Y esa era la menor de mis preocupaciones.Sabía que debería estar pidiendo perdón, rogandopor el perdón de las familias y los amigos de esosinmortales, debería estar de rodillas, llorando devergüenza por lo que había hecho...

—Feyre —dijo él de nuevo; me bajó lapierna y se quedó de pie entre mis rodillas. Meacarició la mejilla con el dorso de un dedo—.¿Cómo podría recompensarte por lo que hashecho?

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—No hace falta —le aseguré. Que las cosasquedasen así, que esa celda oscura, húmeda, sedesvaneciera, que la cara de Amaranthadesapareciera para siempre de mis recuerdos.Pero esos dos inmortales muertos..., esas dos carasnunca se me borrarían de la mente. Si alguna vezvolvía a pintar, nunca dejaría de ver esos rostros,esos rostros solamente, nunca otro color, otra luz.

Tamlin me sostuvo la cara entre las manos, seinclinó hasta quedar muy cerca de mí y después mesoltó y me cogió el brazo izquierdo, el brazotatuado. Las cejas se le levantaron mientrasestudiaba las marcas.

—Feyre...—No quiero hablar de eso —murmuré. El

trato que yo tenía con Rhysand... Otrapreocupación menor comparada con la mancha enmi alma, el pozo dentro de ella. Pero volvería aver a Rhys muy pronto, no lo dudaba.

Los dedos de Tamlin siguieron las marcas deltatuaje.

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—Vamos a encontrar una manera de salir deesto —murmuró, y su mano viajó por mi brazo y sedetuvo en el hombro. Abrió la boca y yo supe loque iba a decir..., el asunto que trataría de afrontar.

Pero yo no podía hablar de eso, no podíahablar de ellos..., todavía no. Así que susurré:

—Más tarde. —Y le rodeé las piernas conlos pies y lo acerqué a mí. Le apoyé las manossobre el pecho, sentí el latido del corazón bajoellas. Eso..., eso era lo que necesitaba en esemomento. No hubiera querido borrar lo que habíahecho... pero necesitaba que él estuviera cerca,necesitaba olerlo y tocarlo, que me recordara queera real..., que todo eso era real.

—Más tarde —repitió, y se inclinó parabesarme.

Fue suave, tierno..., nada parecido a losbesos salvajes, duros, que habíamos compartidoen la sala del trono. Volvió a posar los labiossobre los míos. Yo no quería disculpas, no queríaempatía, no quería mimos. Lo cogí de la pechera

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de la túnica y lo acerqué a mí mientras le abría laboca. Dejó escapar un gruñido profundo y elsonido me atravesó como una lanza de fuego, hizoun lago en mi corazón y lo abrasó. Dejé que elbeso me quemase y me abriera un agujero en elpecho, en el alma. Lo dejé arrasar y atravesar laonda negra que estaba empezando a presionarme, arodearme, lo dejé consumir la sangre fantasma queseguía sintiendo en las manos. Me entregué a esefuego, a él, mientras sus manos grandes merecorrían, desabrochando mis ropas.

Después retrocedí de pronto, interrumpí elbeso para mirarlo a la cara. Sus ojos estabanbrillantes, cargados de deseo, pero las manoshabían dejado de explorar y descansaban, firmes,sobre mis caderas. Con la quietud de un predador,él esperaba y vigilaba mientras yo dibujaba loscontornos de su cara y la cubría de besos.

El único sonido era la respiración quebradade Tamlin y las manos que me recorrían la espalday los costados, acariciando, buscando y

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desnudándome. Cuando le puse los dedos en laboca, él me mordió uno, lo chupó. No me dolió,pero el mordisco fue duro, lo suficiente para quevolviera a mirarlo a los ojos. Para que me dieracuenta de que él ya no esperaría... y yo tampoco.

Me puso sobre la cama, murmuró mi nombrede nuevo, me susurró contra el cuello, el lóbulo dela oreja, las puntas de los dedos. Yo le pedí más...,más rápido. Su boca me exploró la curva del seno,la parte interior del muslo.

Un beso por cada día que habíamos pasadoseparados, un beso por cada herida y cada terror,un beso por la tinta metida bajo mi piel y por todoslos días que estaríamos juntos de ahora enadelante. Días, tal vez, que yo ya no me merecía.Pero de todos modos, me entregué de nuevo a esefuego, me arrojé a él, a Tamlin, y dejé que mequemara.

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Algo me tiraba del cuerpo para arrancarme delsueño, un hilo que estaba muy dentro de mí. Dejé aTamlin en la cama, el cuerpo pesado deagotamiento. En unas horas abandonaríamos Bajola Montaña y volveríamos a casa, y yo no queríadespertarlo antes de lo necesario. Recé por poderdormir ese sueño tranquilo alguna vez.

Sabía quién me llamaba mucho antes de abrirla puerta que daba al pasillo y recorrerlo,tropezando y balanceándome mientras meacostumbraba a mi nuevo cuerpo, al nuevo ritmo ylos nuevos equilibrios. Cuidadosa, lentamente, meencaminé hacia una escalera estrecha que subía,arriba y arriba, hasta que, para mi sorpresa, vi undelgado rayo de luz de sol que caía sobre losescalones y me descubrí en un pequeño balcón quese abría en la ladera de la montaña.

Protesté por el brillo que me deslumbraba yme tapé los ojos. Había pensado que estábamos enmitad de la noche... Había perdido del todo elsentido del tiempo en la oscuridad de la montaña.

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Rhysand soltó una risita desde donde estabasentado sobre la baranda de piedra.

—Me olvidé de que para ti ha pasado muchotiempo.

Me dolían los ojos bajo esa luz, y permanecícallada hasta que conseguí contemplar el paisajesin sentir una punzada de dolor en la cabeza. Mesaludó una tierra de montañas de color violetacoronadas de blanco, pero la roca de la montañaen la que estábamos era marrón y estabadesnuda..., ni una brizna de hierba, ni un cristal dehielo brillaban sobre ella.

Por último lo miré. No vi las alasmembranosas..., metidas en la espalda, supuse,pero las manos y los pies parecían normales, sinespolones a la vista.

—¿Qué quieres? —le pregunté. No saliócomo la invectiva que yo esperaba. Recordaba conclaridad la forma en que él había peleado una yotra vez contra Amarantha, un ataque pensado parasalvarme.

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—Decir adiós, solamente. —Una brisa tibiale revolvía el cabello, mezclando ramas deoscuridad sobre sus hombros anchos—. Antes deque tu amado te robe para siempre.

—No para siempre —repliqué, y moví losdedos tatuados frente a él—. ¿Acaso no tienes unasemana cada mes? —Esas palabras, por suerte,salieron con enorme frialdad.

Rhys apenas sonrió. Las alas se movieron,crujieron y volvieron a acomodarse detrás de laespalda.

—¿Cómo iba a olvidarme?Miré su nariz, que había visto ensangrentada

apenas unas horas antes, los ojos de color violetaque habían estado tan llenos de dolor.

—¿Por qué? —pregunté.Él entendió lo que yo quería decir. Se

encogió de hombros.—Porque cuando se escriban las leyendas, no

querría que me recordaran como alguien queescurrió el bulto. Quiero que mi futuro hijo sepa

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que yo estuve ahí, que peleé contra Amarantha alfinal, aunque mis esfuerzos de poco sirvieran.

Parpadeé, y esta vez no era por el brillo delsol.

—Porque —continuó él, los ojos fijos en losmíos— no quería que pelearas sola. O murierassola.

Y durante un momento recordé al inmortalque había muerto en nuestro vestíbulo; recordé queyo le había dicho lo mismo a Tamlin.

—Gracias —dije, con un nudo en la garganta.Rhys me dedicó una sonrisa que no le llegó a

los ojos.—Dudo que digas eso cuando te lleve a la

Corte Noche.No me molesté en contestar mientras me

volvía hacia el paisaje. Las montañas seguíandurante kilómetros y kilómetros, brillantes y ensombras, y vastas bajo el cielo claro, despejado.

Pero nada en mí se movía, nada captaba la luzy los colores.

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—¿Vas a volar a casa? —pregunté. Merespondió con una risa suave.

—Por desgracia, eso me llevaría más tiempodel que tengo. Quizá otro día vuelva a surcar loscielos de nuevo.

Miré las alas metidas dentro de su cuerpopoderoso y la voz me salió ronca cuando hablé.

—Nunca me dijiste que amabas las alas... yvolar. —No, él siempre había hecho que el cambiode forma pareciera..., vulgar, inútil, aburrido. Seencogió de hombros.

—Todo lo que amo tiene tendencia adesaparecer, a que me lo roben. Muy pocos sabenque tengo alas. O que vuelo.

Algo de color había empezado a subirle a lacara blanca como la luna..., y me pregunté sialguna vez habría estado bronceado, antes de queAmarantha lo hubiera tenido bajo tierra durantetanto tiempo. Un alto lord que amaba volar

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atrapado bajo una montaña. Había sombras, que élno había creado, enredadas en esos ojos de colorvioleta. Me pregunté si alguna vez desaparecerían.

—¿Qué se siente al ser alta fae? —preguntóél... Una pregunta tranquila, curiosa.

Miré otra vez las montañas mientras pensabaen ello. Y tal vez fue porque no había nadie ahíque pudiera oírnos, tal vez porque las sombras ensus ojos estarían también en los míos parasiempre, que dije:

—Soy inmortal..., yo, que fui mortal. Estecuerpo... —Me miré la mano, tan blanca ybrillante..., una burla a lo que yo había hecho conella—. Este cuerpo es diferente, pero esto... —Mepuse la mano en el pecho, sobre el corazón—. Estosigue siendo humano. Quizá siempre lo sea. Perosería más fácil vivir con... —Se me cerró lagarganta—. Más fácil vivir con lo que hice si micorazón también hubiera cambiado. Tal vez no meimportaría tanto, tal vez podría convencerme de

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que esas muertes no fueron en vano. Tal vez lainmortalidad hubiera logrado todo eso. Y no sé siquiero que eso ocurra o no.

Rhysand me miró durante el tiempo suficientepara que yo lo mirase a los ojos.

—Agradece que tienes tu corazón humano,Feyre. Deberías sentir lástima por los que nosienten nada.

No podía explicarle el agujero que se mehabía formado en el alma..., no quería, así quesolamente asentí.

—Bueno, adiós... por ahora —dijo, e hizo ungesto con el cuello como si no hubiéramos estadohablando de nada importante. Se inclinó hasta lacintura para despedirse, las alas desaparecieronpor completo, y ya había empezado a desvanecerseen la sombra más cercana cuando se puso rígido.Sus ojos se clavaron en los míos, muy abiertos,muy salvajes, y le tembló la nariz. Una impresión

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enorme, pura, le pasó por el rostro por algo queveía en mi cara y retrocedió un paso. Y tropezó, sí,tropezó.

—¿Qué...? —empecé a decir.Y él desapareció..., desapareció, no quedó

una sombra a la vista en el aire frío.

Tamlin y yo nos fuimos como yo había llegado: através de la angosta caverna en el vientre de lamontaña. Antes de partir, los altos fae de variascortes destruyeron y después sellaron la corte deAmarantha en Bajo la Montaña. Fuimos losúltimos en irnos, y con un movimiento del brazo deTamlin la entrada a la corte se derrumbó detrás denosotros.

Yo seguía sin encontrar las palabras parapreguntar qué habían hecho con los cuerpos de losdos inmortales. Tal vez un día, pronto, preguntaríaquiénes eran, querría conocer sus nombres. Sehabían llevado el cuerpo de Amarantha, me

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dijeron, para quemarlo..., aunque el hueso y el ojode Jurian habían desaparecido. Por mucho que yola odiara, por mucho que deseaba escupir sobre lahoguera en que se quemaba su cuerpo..., entendíalo que la había dominado. Sí, entendía esapequeña parte de ella.

Tamlin me cogió la mano mientrascaminábamos por la oscuridad. Ninguno de los dosdijo nada cuando empezamos a ver la luz del sol,cuando esa luz tiñó las paredes húmedas de lacueva de un verde plateado, pero nuestros pasos seapresuraron en cuanto la luz del sol se hizo másfuerte y la cueva se entibió y los dos salimos a lahierba verde de la primavera que cubría los vallesy las colinas de las tierras de Tamlin. De nuestrastierras.

Me golpeó la brisa, el perfume de las floressalvajes, y a pesar del agujero que sentía en mediodel pecho, la mancha en el alma, no pude detenerla sonrisa que se me dibujó en la cara en elmomento en que subimos a una loma empinada.

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Mis piernas de inmortal eran mucho más fuertesque las humanas, y cuando llegamos a la cima nojadeaba como antes. Pero me quedé sin aliento alver la mansión cubierta de rosas. Nuestra casa.

Entre todas las imágenes que había evocadoen las mazmorras de Amarantha, nunca me habíapermitido pensar en ese momento, nunca me habíapermitido soñar ese imposible. Pero lo habíalogrado, sí..., nos había llevado a casa a los dos.

Apreté la mano de Tamlin mientrasmirábamos la mansión, con los establos y losjardines, unas voces infantiles que reían en algúnlugar, risas libres, auténticas. Un momento mástarde, dos figuras pequeñas, brillantes, pasaroncorriendo a toda velocidad por el jardín, gritandode alegría, perseguidas por una figura más alta quetambién reía: Alis y sus sobrinos. Al fin seguros.Ya no necesitaban esconderse.

Tamlin me pasó un brazo por los hombros yme acercó a él mientras apoyaba la mejilla en micabeza. A mí me temblaron los labios y le pasé el

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brazo por la cintura.Nos quedamos de pie, en silencio, sobre la

loma, hasta que el sol poniente cubrió de oro lacasa, las colinas, el mundo, y Lucien nos llamópara la cena.

Me escurrí entre los brazos de Tamlin y lobesé con suavidad. Mañana..., habría un mañana yuna eternidad para afrontar lo que yo había hecho,para afrontar lo que se había roto dentro de mí enBajo la Montaña. Pero por ahora..., por hoy...

—Vamos a casa —dije, y lo cogí de la mano.

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GUÍA DEPRONUNCIACIÓN

PERSONAJES OTROS

Alis: Alis Attor: AttorAmarantha:

AmaranzaSuriel: Suriiil

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Feyre: Feyra Bogge: BoguiLucien: Lushian Puca: PukaRhysand:

RiisandNaga: Neigei

(Rhys: Riis) Calanmai:Ceileinmai

Tamlin: Tamlin

LUGARES

Hybern: JaibernPrythian: Prai-ti-in

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Una corte de rosas y espinasSarah J. Maas

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni suincorporación a un sistema informático, ni su transmisión encualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico,mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin elpermiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechosmencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedadintelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) sinecesita reproducir algún fragmento de esta obra.Puede contactar con CEDRO a través de la webwww.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 0447.

Título original: A Court of Thorns and Roses

© del texto, Sarah J. Maas, 2015

© de la traducción, Márgara Averbach, 2016

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© Editorial Planeta, S. A., 2016Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)Destino Infantil &Juvenilinfoinfantilyjuvenil@planeta.eswww.planetadelibrosinfantilyjuvenil.comwww.planetadelibros.com

Primera edición en libro electrónico: mayo de 2016

ISBN: 978-84-08-15698-7

Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L.www.newcomlab.com