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Speckman Guerra-Pérez Monfort

Aug 11, 2015

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AMÉRICA LATINAEN LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA

MéxicoTOMO 3 _ 1880/1930

La apertura al mundo

KUNDACIÓNMAPFREtaurusT

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© De los textos: sus autores © De esta edición:

2012, FUNDACIÓN MAPFRE y Santillana Ediciones Generales, S. L., en coediciónSantillana Ediciones Generales, S. L.Avenida de los Artesanos, 6. 28760 Tres Cantos Madrid Teléfono 91 744 90 60 Telefax 91 744 92 24 www.editorialtaurus.comFUNDACIÓN MAPFREPaseo de Recoletos, 23. 28004 Madrid Teléfono 91 58111 31 Telefax 91 5811795 www.fundacionmapfre.com

Diseño de cubierta: Pep CarrióInteriores. Proyecto gráfico: Pep Carrió / Antonio Fernández Imagen de cubierta: Puente de Metlac (detalle), Guillermo Kahlo, 1903 Maquetación de interiores: Grupo NacionesCuidado de la edición: Paloma Castro Carro Coordinación iconográfica: Amaia Gómez Coca Asesoramiento editorial: Anunciada Colón de Carvajal

ISBN: 978-84-306-0788-4 (obra completa)978-84-306-0247-6 978-84-9844-320-2 (FU NDA CIÓN M APFRE)

Dep. Legal: M-16550-2012Impreso en España el mes de julio de 2012C.P. 908326Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de propiedad intelectual.La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sgts. Código Penal).

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AM ÉRICA LATINAEN LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA

Idea original y dirección Pablo Jiménez Burillo

Comité editorialManuel Chust Calero, Pablo Jiménez Burillo, Carlos Malamud

Rikles, Carlos Martínez-Shaw, Pedro Pérez Herrero

Cornejo asesorJordi Canal Morell, Carlos Contreras Carranza, Antonio Costa Pinto,

Joaquín Fermandois Huerta, Jorge Gelman,Nuno Gon§alo Monteiro, Alicia Hernández Chávez,

Eduardo Posada Carbó, Inés Quintero Montiel,Lilia Moritz Schwarez

Coordinador Javier J. Bravo García

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1913 Febrero. Golpe de Estado de Victoriano Huerta. Asesinato de Madero.Marzo. Proclamación del Plan de Guadalupe por Venustiano Carranza.

1914 Abril. Ocupación de Veracruz por tropas estadounidenses.

1915 Enero. Ley agraria.Octubre. Estados Unidos reconoce de facto al gobierno de Venustiano Carranza.

1917 Febrero. Promulgación de la Constitución.

1919 Abril. Asesinato de Emiliano Zapata.

1920 Asesinato de Carranza. Ascenso a la presidencia de Alvaro Obregón.

1923 Reconocimiento del gobierno de Obregón por Estados Unidos.

1924 Diciembre. Se inicia el periodo presidencial de Plutarco Elias Calles.

1926 Promulgación de la Ley Calles.Inicio de la guerra cristera.

1928 Asesinato de Alvaro Obregón, presidente electo.Ocupa la presidencia interna Emilio Portes Gil.

1929 Fundación del Partido Nacional Revolucionario.Junio. Arreglo para la reapertura de templos y fin de la guerra cristera.

1930 Septiembre. Formulación pública de la doctrina Estrada. Diciembre. Se inicia la presidencia constitucional de Pascual Ortiz Rubio.

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Las claves del periodo

Sandra Kuntz Ficker

Para los lectores familiarizados con la historia de México quizá resulte difícil aceptar que ésta puede explicarse de forma coherente a partir de una periodización como la que propone esta colección para toda América Latina. La razón es bien conocida: entre 1910 y 1917 tuvo lugar el mo­vimiento sociopolítico de mayor violencia e intensidad que se haya producido en todo el continente en la primera mi­tad del siglo xx: la Revolución Mexicana. La historiografía convencional, casi siempre sustentada en cortes de índole político-institucional, encuentra en este acontecimiento un criterio inequívoco de ruptura entre dos etapas históricas claramente distintas. No obstante, si se adopta una perspec­tiva más amplia, es posible trazar una línea de continuidad que no sólo permite explicar este periodo en la historia de México como un todo coherente, sino que además ofrece una salida a la historia estrictamente nacional que la her­mana con la del resto de América Latina y la inserta en el con- junto mayor de la historia mundial. Esa trama está confor­mada en el plano internacional por lo que se conoce como la primera globalización del mundo contemporáneo, y en el caso de América Latina se corresponde con la primera era de

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las exportaciones. Lo que marca la unidad del periodo que aquí se estudia es, pues, el modelo de crecimiento que pre­valeció en México justamente entre 1880 y 1929-

El rasgo distintivo de este periodo es la modernización económica propiciada por una creciente integración en el mercado internacional, que se produjo, en una primera etapa, en el marco de un régimen autoritario —en estos mis­mos años derrocado por la revolución arm ada— y de un entorno social y culturalmente excluyente. Entre 1880 y 1910 los procesos de modernización económica convergieron en la consolidación del Estado liberal en los ámbitos político e institucional, plasmándose así los proyectos de la élite li­beral de la Reforma. Aunque exitoso en muchas áreas, ese proceso no logró superar rasgos profundos heredados del pasado en fuerte tensión o franca contradicción con los elementos de m odernidad recién instaurados. Si bien hubo motivaciones específicas de la Revolución Mexicana que no necesariamente tuvieron que ver con esa contra­posición, es posible también que, hasta cierto punto, ese movimiento político-social pueda entenderse como la eclo­sión de esas tensiones y contradicciones subyacentes. En este sentido, el orden establecido una vez que finalizó la eta­pa armada de la revolución (1911-1917) puede verse, de mane­ra retrospectiva, como un esfuerzo por superar algunos de los elementos de contradicción a fin de proseguir y consoli­dar el proceso de modernización.

Como se ha visto en el volumen anterior, a fines de 1876 subió al poder el general Porfirio Díaz, miembro prominen­te de la corriente liberal y héroe de la guerra contra la inter­vención francesa. Aunque entre 1880 y 1884 fue sustituido en la presidencia por su compañero de armas, el general

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Manuel González, tras su regreso en 1884 fungió como pre­sidente en forma continua hasta su caída en mayo de 1911. La prolongada permanencia de Díaz en ese cargo ha llevado a designar este periodo de la historia de México como el Por- firiato. Mediante una política de alianzas y conciliación con las distintas facciones liberales e incluso con algunos secto­res conservadores, Porfirio Díaz impuso un viraje político profundo, dejando atrás medio siglo de luchas fratricidas y alcanzando el añorado sueño de la pacificación del país. Por primera vez desde la independencia, el régimen porfiris- ta logró consolidar la estabilidad política, dotar a la nación de un marco legal relativamente uniforme y reincorporarlo al concierto de naciones tras el aislamiento que padeció de­bido al desenlace de la intervención francesa.

Fue éste un régimen autoritario, de corte liberal y cre­cientemente influido por las ideas del positivismo, en el cual se respetaban las reglas formales de la democracia (cele­bración periódica de elecciones, división de poderes), pero se priorizaba la eficacia administrativa y la estabilidad a fin de promover la modernización del país, incluso al precio de contener la participación política y el ejercicio de las liber­tades civiles, y reprimir los brotes de rebelión: «orden y pro­greso», lo llamaban entonces. No obstante, contra lo que frecuentemente se ha dicho, no era éste un régimen por entero arbitrario y unipersonal, sino más bien un régimen en el que la tom a de decisiones entrañaba negociaciones y compromisos, no sin cierta dosis de discrecionalidad. Así, pese a la influencia del ejecutivo en la elección dé represen­tantes y magistrados, el Congreso desempeñó un papel cru­cial en la modernización del marco legal, y el poder judicial actuó con relativa eficacia, incluso para poner límites a las

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facultades del Estado mediante el recurso de amparo. En el plano de los gobiernos estatales existían márgenes de ac­ción para grupos contendientes que podían hacerse con el poder local, siempre y cuando no pusieran en entredicho el liderazgo de Porfirio Díaz a nivel nacional. Como era co­mún en la época, la política mexicana se encontraba en ma­nos de una élite pequeña y cerrada, la cual, con el paso del tiempo, se hizo cada vez menos permeable a la renovación. La mayor anomalía de este sistema era que no había par­tidos políticos formales, sino «clubes» y asociaciones que aparecían para apoyar cada candidatura de Díaz a la pre­sidencia y desaparecían una vez cumplido su propósito. Ello hacía de la prensa el único precario cauce para las opi­niones y diferencias políticas, pese a que esta misma vivía bajo la amenaza latente de la represión.

La modernización liberal es el componente característi­co del Porfiriato, y abarcó prácticamente varias dimensiones de la vida nacional. En el ámbito de la organización política, representó la redefinición de las relaciones entre los estados y la federación, disminuyendo su conflictividad y favorecien­do una creciente centralización. Implicó, además, el forta­lecimiento del aparato gubernamental y un ejercicio mucho más eficaz de sus funciones sustantivas de administración, integración y control del territorio. No obstante, fue ésta una forma autoritaria de modernización que puso límites estre­chos a la participación de la ciudadanía y recurrió a formas extralegales de contención y represión de las voces y los mo­vimientos de resistencia u oposición, los cuales, en ciertas coyunturas, adquirieron una mayor intensidad y una mayor respuesta. Y lo que es más, se sustentó en una compleja tra­ma de relaciones personales y clientelares que con el tiempo

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obstruyeron el necesario recambio político y generacional de la clase en el poder, lo que, a la postre, imposibilitó su trans­misión pacífica y el mantenimiento del orden social.

El logro de la estabilidad política y el fortalecimiento del aparato estatal tuvieron también una expresión hacia fuera, en las relaciones con otros países y en las formas de partici­pación en el ámbito internacional. Durante el Porfiriato se rompió un ciclo casi secular de intervenciones extranjeras. Esta época se caracterizó por la normalización de las relacio­nes diplomáticas con las grandes potencias, interrum pi­das en varios casos desde el fusilamiento de Maximiliano; por el estrechamiento de los vínculos con Estados Unidos, y, en general, por una mayor participación en el concierto de las naciones, en el que México logró proyectarse como una potencia media. Este proceso se veía favorecido en el plano internacional por el fenómeno que ahora se define como la primera globalización de la historia contemporánea, consis­tente en una mayor integración comercial y financiera de los países y una intensificación de los flujos de capitales, bie­nes y personas. Ello dio a las relaciones diplomáticas una importante dimensión económica, que el gobierno de Díaz supo aprovechar renegociando oportunamente su deuda externa y emprendiendo campañas de promoción del país, su estabilidad y sus riquezas, para consolidar su crédito y atraer capitales para la inversión productiva y la moderniza­ción económica. La continuidad y claridad de las priorida­des en el terreno de las relaciones internacionales son en parte debidas a la profesionalización del servicio exterior y a la prolongada gestión del ministro a cargo de esta cartera.

Pese a que en todo el periodo prevaleció la armonía en las relaciones con las grandes potencias, es de hacer notar que,

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tras la Guerra Hispanoamericana (1895-1898), México re- definió sus prioridades en la arena internacional, adoptando una actitud independiente respecto a las posturas de Es­tados Unidos frente a los acontecimientos regionales y otor­gando una mayor importancia al acercamiento con los paí­ses europeos, visible tanto en el ámbito diplomático como en el económico y cultural. Finalmente, cabe mencionar que, junto a la tradicional bilateralidad de los tratos diplomáti­cos, emergió en este periodo una notable multilateralidad, que se expresó, por ejemplo, en la realización de conferen­cias internacionales de alcance interamericano: las Confe­rencias Panamericanas.

En el ámbito de las instituciones económicas, la moder­nización significó el establecimiento formal de un orden li­beral cuya materialización fue ciertamente problemática y desigual, pero que apuntó a la creación de una esfera pri­vada de la economía frente a las corporaciones del antiguo régimen, a la consolidación de libertades económicas y al perfeccionamiento de los derechos de propiedad. El orden li­beral, que se introdujo en el marco institucional del país con la Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma, avanzó en las décadas que nos ocupan en espacios que abarcaron la codificación de los principales ámbitos de la actividad eco­nómica, la unificación del territorio, una mayor integración con la economía internacional y el saneamiento de las finan­zas públicas. Todo ello produjo una convergencia notable de México con los parámetros vigentes en países más avanza­dos del mundo occidental, simbolizada por la adopción de un patrón monetario basado en el oro a partir de 1905.

En el terreno material, la modernización económica se sustentó en la apertura a la inversión extranjera, gracias a la

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cual se construyeron ferrocarriles, el mayor logro material del Porfiriato, y otras obras de infraestructura que permitieron integrar un mercado interno e incorporar vastos recursos antes ociosos a la actividad productiva. Ello dio paso al sur­gimiento de un sector exportador próspero y diversificado que constituyó el motor de crecimiento de la economía du­rante todo el periodo y que proporcionó las bases para el arranque de la industrialización, que se produjo a partir de la década de 1890-

En 1910 México exportaba oro, plata, plomo, cobre y zinc, todos con algún grado de procesamiento, además de un puñado de productos agrícolas y pecuarios (henequén, café, caucho, chicle, guayule, ganado, cueros y pieles). En el mismo decenio despegaron las exportaciones de petróleo, que en algunos años dominaron la cesta mexicana de esta actividad, contribuyendo a sostener las finanzas de la revo­lución, y en los años veinte adquirieron importancia nuevos productos agrícolas como el jitomate y el plátano. Sus so­cios principales eran las grandes potencias europeas (Gran Bretaña, Alemania y Francia, principalmente) y Estados Uni­dos, quien entonces aparecía ya como socio dominante.

Como decíamos, las derramas producidas por el sector exportador y el fortalecimiento del mercado interno crearon condiciones que posibilitaron el arranque de un proceso de industrialización, impulsado por una clase empresa­rial de origen predominantemente nacional. Aunque peque­ña y concentrada —tanto en términos geográficos como pro­ductivos—, la planta industrial cubrió ramas importantes entre los bienes de consumo —textiles de algodón, papel, ta­baco, cerveza, jabón— y algunas de bienes intermedios para la producción —cemento, dinamita, vidrio—, culminando

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en el establecimiento de la primera planta siderúrgica de América Latina en los primeros años del siglo xx.

En estrecha asociación con los fenómenos descritos, du­rante el Porfiriato se produjo un mayor crecimiento de­mográfico (la población pasó de 9,5 a 15 millones entre 1880 y 1910), que, aunque temporalmente revertido por la década de guerra civil (el número de habitantes cayó a 14,3 millones en 1921), prosiguió a un ritmo aceptable durante la década de 1920. En términos generales, el crecimiento demográfi­co se logró en forma endógena, debido al incremento de los nacimientos y la disminución de las defunciones. La migra­ción extranjera alcanzó reducida magnitud, y las políticas de colonización resultaron un rotundo fracaso. Este aumen­to fue acompañado por una mayor movilidad geográfica de la población, que modificó —aunque moderadamente— los balances regionales: mientras los estados del centro conti­nuaron concentrando la mayor densidad poblacional del país, muchos trabajadores y sus familias se desplazaron al norte, que era la región más dinámica y promisoria. A un ritmo mucho más lento de lo que cabría esperar en este con­texto, se produjo un proceso de urbanización que llevó al cre­cimiento de las mayores ciudades y a la multiplicación de las que alojaban a más de veinte mil habitantes (pasaron de 28 a 79 entre 1870 y 1910). Todo esto se reflejó en una notable modernización urbana, que incluyó la dotación de drenaje, alumbrado y otros servicios públicos, la pavimentación y la construcción de hospitales, mercados, cárceles y edificios que albergaban a una creciente burocracia gubernamental y a un sector de servicios en plena expansión.

La modernización alcanzó también el ámbito social, aun­que en forma aún modesta y desigual. Aumentó considera­

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blemente el número de escuelas y empezó a disminuir el analfabetismo, se pusieron en práctica las primeras políti­cas de salubridad, higiene y vacunación destinadas a inci­dir sobre el número y la calidad de vida de los mexicanos, y se buscó poner freno al bandidaje y a la criminalidad. Sin embargo, la visión liberal de la modernización entraba en pugna con las formas tradicionales de organización de la vida económica y social. El afán de imponer las nociones de igualdad formal e individualismo se tradujo en una bata­lla contra las corporaciones y la propiedad colectiva y en la búsqueda de una uniformidad que disolviera las diferencias culturales y la cultura indígena. Estos aspectos de la «mo­dernización desde arriba» enfrentaron férrea resistencia, a veces de manera pacífica y otras mediante movilizacio­nes y rebeliones que se diseminaron por el país, particular­mente en coyunturas de crisis económica, como la de 1891.

En consonancia con estos contrastes, la cultura mexica­na osciló entre cierto tradicionalismo romántico y la idea de modernidad, en este caso identificada con los parámetros estéticos de Europa occidental, con la noción de progreso y con el positivismo. A falta de un modelo cultural propio ya consolidado —y cuya construcción se vio obstaculizada por la inestabilidad de las décadas posteriores al logro de la in­dependencia—, las élites liberales triunfantes aspiraban a una convergencia cultural con el mundo civilizado europeo y el impulso industrializador estadounidense, al mismo tiempo que fomentaban el orgullo de las aportaciones originales del mundo prehispánico y colonial mexicano a la cultura uni­versal. Pese al elitismo que caracterizaba las expresiones de la alta cultura, el Romanticismo alentó una creciente inclinación hacia lo popular, que incluyó la difusión de las tradiciones

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y la construcción de una imagen bucólica de la vida rural. Junto a estas vertientes se robustecieron corrientes literarias de inspiración europea, como el modernismo o la literatura realista, que destacó los contrastes sociales, las desventuras de las mujeres o la vida en el arrabal. Fue también en este periodo cuando empezó a cobrar fuerza el impulso por des­tacar los elementos propios de la cultura nacional, aunque este empeño alcanzaría su mayor expresión durante y des­pués de la revolución, cuando además las aportaciones del nacionalismo cultural fueron reconocidas y apreciadas in­ternacionalmente.

El positivismo constituyó una influencia importante en el plano de las ideas filosóficas, pero también en el del pro­yecto educativo e incluso en la percepción del curso que se­guía el desenvolvimiento de la nación. Las élites se veían a sí mismas como parte de una época científica, e interpretaban el progreso y la modernización económica como compo­nentes inequívocos de la marcha hacia una era superior en la civilización. Estas ideas se transmitieron a través de la Es­cuela Nacional Preparatoria, fundada al restaurarse la re­pública en 1867, y de las escuelas públicas de educación pri­maria que en un número creciente se fundaron durante el Porfiriato, que, sin embargo, fueron una salida muy pobre y ciertamente insuficiente para enfrentar el atraso educativo que prevalecía en el país. La participación de numerosos escritores en cargos importantes del gobierno facilitó la di­fusión de esas doctrinas y la progresiva construcción de una historia oficial que propiciara la unidad nacional, fenómeno que continuaría con mayor fuerza —aunque con distintas fuentes de inspiración filosófica e ideológica— después de la revolución. La multiplicación de periódicos de todo tipo

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(católicos, oficiales, liberales, satíricos), pese al control y en ocasiones la represión oficial, abrió otro cauce a la propaga­ción de las ideas de modernidad y progreso que constituían el espíritu de los tiempos.

El avance cultural se reflejó también en el establecimien­to de escuelas profesionales, observatorios, institutos y co­misiones nacionales que trabajaban en las áreas de la salud, la geografía y la historia natural, así como el conservatorio, la biblioteca y el museo que llevaban el adjetivo «nacional». Se inauguraron muchos otros museos y se construyeron nume­rosos teatros y lugares de esparcimiento (restaurantes, can­tinas, plazas de toros); se inició la edificación de algunas de las construcciones más emblemáticas del México moder­no, como el Palacio de Bellas Artes, y se inició la exploración y reconstrucción de las pirámides heredadas del México prehispánico.

Las corrientes románticas y modernistas que encontra­mos en la literatura porfiriana se extendieron también a la pintura, arte en el que destacaron el paisajismo y una ver­tiente del costumbrismo particularmente vigorosa. En la primera década del siglo xx hicieron su aparición corrien­tes críticas del clasicismo de inspiración europea, cuyos va­lores vanguardistas encontrarían un medio propicio para desplegarse en la vorágine de la revolución. La afinidad con los cánones europeos es igualmente perceptible en el cam­po de la música, ámbito en el que composiciones de corte costumbrista combinaban creativamente expresiones «cul­tas» con vertientes más populares de la cultura musical. Por su parte, diversas manifestaciones de la música popular en sentido estricto, como la llamada «canción mexicana», el co­rrido o la trova, tuvieron en esta época una gran difusión,

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que, como sucedió en otros casos, encontró su culminación después de la revolución.

Al avanzar en el periodo puede observarse que el creci­miento de las ciudades medias y los progresos en la urba­nización trajeron a sus habitantes no sólo algunas comodi­dades de las que carecían en el campo (drenaje, iluminación, mercados), sino también formas de entretenimiento más variadas, desde los paseos en los parques y los toros hasta las primeras funciones de cine y el béisbol. Y si las clases altas solían pasar sus horas de ocio disfrutando una función de teatro o de ópera, los sectores populares no carecían de di­versión en peleas de gallos, carpas o pulquerías de barrio. Otras diversiones atravesaban todo el espectro social, como el teatro de revista o las corridas de toros.

En los últimos años del Porfiriato, la vida cultural de cier­tos sectores sociales se vio influida por la difusión de corrien­tes político-ideológicas críticas con el orden establecido, ya desde el liberalismo, ya desde el anarcosindicalismo que se difundió en el seno del aún incipiente movimiento obre­ro. Asimismo, en esos días hizo su aparición una agrupación de intelectuales y escritores conocida como el Ateneo de la Juventud, cuya fama posterior debe atribuirse mucho más al calibre de los personajes que participaron en ella (nombres como los de José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Manuel M. Ponce y Diego Rivera) que a su papel en la coyuntura del ini­cio de la revolución.

La modernización económica trastocó en muchos senti­dos las formas de organización social, en un proceso que se había iniciado ya en las décadas anteriores pero que se acele­ró como resultado del crecimiento y la diversificación de la economía. Los procesos de individualización y privatización

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de la propiedad agraria transformaron el medio rural. Junto a las haciendas y las propiedades de los pueblos indígenas y mestizos se abrió un abanico amplio en tipos y dim en­siones de la propiedad, así como de formas de asociación y arrendamiento. Se constituyeron grandes latifundios al mismo tiempo que muchas tierras se subdividieron para formar ranchos y pequeñas propiedades de explotación fa­miliar. Por lo que respecta a las comunidades, su destino fue diverso: muchas se disolvieron al individualizarse la tenen­cia de la tierra, mientras otras permanecieron unidas bajo la forma de sociedades agrícolas. Otro grupo se mantuvo en resistencia o disputa permanente frente a autoridades loca­les, compitiendo con las haciendas por las tierras y otros re­cursos que solían explotarse colectivamente (el agua, los bos­ques). En cualquier caso, no sería aventurado sugerir que la desamortización trastocó las relaciones en el interior de las comunidades, afectó a la cohesión y las formas tradicio­nales de sociabilidad y desposeyó a numerosos individuos. Esta disolución de las condiciones tradicionales, conflictiva y parcial, desembocó en brotes de rebelión que en épocas de crisis de subsistencia (como la de 1891) cundieron en mu­chas zonas del país. A las motivaciones estrictamente agra­rias se sumaban otras, como la defensa de la autonomía por parte de naciones indígenas (como los yaquis y los mayos en el noroccidente del país), la oposición al aumento en las con­tribuciones o el intento de imponer autoridades e interferir en la vida municipal. Aunque estos brotes tuvieron para el régimen un coste y duración variables (por ejemplo, la gue­rra contra los yaquis se había iniciado mucho antes y con­cluiría mucho después), ninguno de ellos amenazó seria­mente la paz porfiriana, que no sólo esgrimía la legitimidad

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de procurar la estabilidad y la consolidación nacional, sino que contaba con medios materiales (un ejército pequeño pe­ro profesionalizado y un sistema de transportes que facili­taba su movilización) para sofocarlos.

Las transformaciones del campo también afectaron a las relaciones laborales, aunque no siempre en un sentido con­tractual moderno. Quienes fueron desposeídos de sus tierras como consecuencia de la desamortización o los deslindes se integraron al mercado libre de trabajo, conformando una oferta de mano de obra para las explotaciones comerciales y mineras. A ellos se sumaron muchos peones que aban­donaron las haciendas a las que se habían encontrado su­jetos por mecanismos extraeconómicos, aunque muchos otros permanecieron en ellas en la medida en que les pro­porcionaban un perímetro de seguridad frente a las contin­gencias del mercado. Por otra parte, el auge de las activida­des comerciales y de exportación incrementó la demanda de trabajadores, en un contexto de mercados fragmentados en el que la oferta y la demanda no necesariamente coinci­dían en tiempo y espacio. Los mecanismos de contratación de la fuerza de trabajo se diversificaron sin que desaparecie­ran las formas de coerción extraeconómica (el «enganche» de trabajadores o el peonaje por deudas) o la combinación de remuneraciones salariales con pagos en especie. Es proba­ble que los salarios se incrementaran en el sector agrícola orientado a la exportación, lo cual no necesariamente sig­nifica que las condiciones laborales o los niveles de vida hubieran mejorado. Fuera del sector agrario, tanto las remu­neraciones como las condiciones laborales probablemente mejoraran gracias al crecimiento económico. Sin embar­go, el sector moderno de la economía seguía siendo muy

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pequeño: en 1910, los trabajadores de minas, industrias, ser­vicios (ferrocarriles, tranvías, etcétera) y algunas ocupacio­nes urbanas sumaban 800.000 individuos, apenas el 16 por ciento de la población económicamente activa. Con todo, tomando en cuenta a sus familias, así como a los sectores que percibían remuneraciones monetarias en el campo y a las clases medias de las ciudades, el resultado fue un engra­samiento significativo del mercado interno, que sirvió de base a la incipiente industria nacional.

El crecimiento económico fue posiblemente el mayor logro del Porfiriato, particularmente destacable respecto a la trayectoria anterior de la propia economía mexicana, aun­que también en razón de la convergencia que produjo en relación a otros países de dimensiones comparables en el contexto latinoamericano. Sin embargo, alcanzó en forma muy desigual a los distintos sectores de la actividad eco­nómica y a las distintas regiones del país. Para empezar, los beneficios de la modernización económica se concentraban en las ciudades, marcando un profundo contraste con la vida en el campo. Tal consideración adquiere importancia si se piensa que, aún en 1910, el 70 por ciento de la pobla­ción seguía habitando en el medio rural, y la agricultu­ra aportaba el 60 por ciento del PIB. Fuera de una porción creciente pero todavía modesta de la actividad agrícola que poseía orientación comercial (para el mercado interno o para la exportación), prevalecían formas arcaicas de pro­ducción, sin uso de mejoras técnicas, de riego ni fertilizan­tes. Su pobre desempeño representaba un pesado lastre para el crecimiento de la economía en su conjunto.

Los contrastes regionales eran profundos. Los estados del norte, de más reciente asentamiento y en los que florecieron

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la ganadería, la minería y la industria, exhibieron el mayor dinamismo económico, aunque concentraron los menores porcentajes de población. Los del centro experimentaron una suerte desigual. Algunos mantuvieron el paso gracias a la mayor densidad demográfica y el dinamismo de los mer­cados, apuntalados por las mayores concentraciones urba­nas del territorio nacional. Otros, sobre todo en el centro- norte, experimentaron cierta divergencia en términos de crecimiento respecto a los más prósperos, ya fuera por una dotación de recursos desfavorable o debido a políticas pú­blicas erradas por parte de los gobiernos estatales respec­tivos, cuyo resultado fue atraer menos inversión. Así, por ejemplo, estados como Zacatecas y Guanajuato fueron me­nos exitosos en este periodo que Nuevo León o Coahuila.

Los estados del Golfo y la península de Yucatán se bene­ficiaron de su ubicación estratégica, que facilitaba las co­nexiones marítimas con Europa y Estados Unidos, y de la prosperidad que les acarreó el auge de las exportaciones de productos tropicales en los que tenían ventaja compara­tiva, pero, salvo algunas excepciones, no se industrializa­ron. A gran distancia de la prosperidad norteña y del mo­desto desempeño del centro se encontraban los estados del sur y sureste del país. Pese a que en algunos casos eran tam ­bién generadores de productos agrícolas para la exporta­ción, en estas entidades distintos factores confluyeron para que el éxito exportador redundara poco en términos de cre­cimiento económico y bienestar social. Por un lado, se trata de estados de muy antiguo poblamiento y mayor densidad indígena, en los que, además de existir una larga tradición de desigualdad, había usos y prácticas largamente estable­cidos que frenaban el cambio y ponían obstáculos a la movi­

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lidad de los recursos. Un ejemplo clásico de esta situación es el peonaje por deudas, pero lo mismo podría decirse del arraigo a las comunidades por parte de sus miembros, del la­tifundio o la propiedad en manos de las corporaciones. En estos casos, el éxito exportador no necesariamente condujo a una modernización de las relaciones sociales, sino a híbri­dos que combinaban los antiguos mecanismos de contra­tación y sujeción de la fuerza de trabajo (como el enganche y el endeudamiento) con las nuevas exigencias de la produc­ción para el mercado mundial. Aunque esta combinación solía tener resultados negativos en términos sociales (como una intensificación en la explotación del trabajo), la infor­mación disponible indica que, aun en estas circunstancias, la parte de la población que participaba de estas activida­des solía mejorar sus ingresos y su nivel de vida respecto a la que se mantenía en la economía tradicional.

Otro conjunto de factores tenía que ver con la falta de ca­pitales para la inversión fuera de las áreas de exportación, con la ausencia de políticas públicas integradoras o mínima­mente redistributivas a nivel estatal, y con una menor aten­ción del gobierno federal —por ejemplo, en términos de inversión en infraestructura de ferrocarriles, puertos y es­cuelas— respecto a otras zonas del territorio nacional.

Además de haber sido desigual, el crecimiento econóV mico de este periodo no mejoró significativamente las con­diciones de vida de la mayor parte de la población. Los cam­bios en la propiedad agraria produjeron una gran variedad de formas de tenencia de la tierra, pero propiciaron también su concentración; los ingresos y las condiciones laborales fueron pobres para la mayor parte de la población trabajado­ra, y la desigual distribución de la riqueza, de largo arraigo

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en el país, no se revirtió. Los avances en materia de alfabeti­zación y de salud, aunque notables respecto a la trayectoria anterior de la sociedad mexicana, fueron escasos para los estándares internacionales, incluso latinoamericanos, y con­tinuaron siéndolo en los años siguientes a pesar de que México había atravesado por una revolución social.

Pese a las fisuras y debilidades que exhibía la moderni­zación porfiriana, no es fácil identificarlas como causantes de la revolución. La Revolución Mexicana refleja ciertamen­te las oposiciones contenidas en ese proceso, aunque no ne­cesariamente es una consecuencia directa de ellas. Proba­blemente estalló como resultado directo de la rigidez del sistema político, que literalmente impidió la transición pa­cífica a un nuevo gobierno, pero en su curso incorporó mu­chas otras contradicciones de un proceso incompleto de transformación, así como el desaliento provocado por las expectativas no realizadas que ella misma había hecho sur­gir. Este fue el caso de la mayor parte de los líderes de la revolución, muchos de ellos representantes de las clases me­dias o el empresariado emergente que veían obstruida su posibilidad de participar en la tom a de decisiones o acce­der a las altas esferas del aparato político. Las excepciones más notables a ese patrón de liderazgo fueron las de los lí­deres campesinos Francisco Villa, en el norte, y Emiliano Zapata, en el sur. En cuanto a los individuos que conforma­ron los ejércitos revolucionarios, muchos grupos que no habían encontrado cauces de expresión en el régimen porfi- rista participaron, en formas y grados distintos, en la contien­da armada: trabajadores del campo y de las minas, obreros y empleados de servicios, maestros, desempleados, pobla­ción móvil del norte. Otros se abstuvieron o incluso intentaron

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resistir el avance del movimiento: sobre todo en los estados del sur y sureste y en la mayor parte de las ciudades. En for­ma acaso contradictoria, los grupos más pobres, los sujetos a las formas más arcaicas de explotación, los que habita­ban los estados menos favorecidos por la modernización económica, no se levantaron en armas. Es el caso de los peo­nes acasillados o enganchados en las plantaciones de taba­co en Oaxaca o en las fincas cafetaleras de Chiapas, o de los trabajadores de las haciendas henequeneras de Yucatán, incluidos aquellos que habían sido llevados por la fuerza desde el valle del Yaqui en la década de 1900. En ninguno de esos estados «prendió» la revolución.

En rigor, el fenómeno que ha pasado a la historia como la Revolución Mexicana es la suma de varios movimientos, sólo algunos coincidentes en el tiempo, y sólo algunos coinciden­tes en las metas y propósitos. La primera fase de ese proce­so, encabezada por un miembro de una próspera familia de empresarios norteños, Francisco I. Madero, se proponía el objetivo, sólo en apariencia modesto, de abrir el aparato político a la participación de los ciudadanos e instaurar un régimen democrático. No esgrimía banderas sociales ni aspiraba a modificar el rumbo económico del país. En par­te por ello, no comprendió los agravios que impulsaron a los pueblos campesinos del estado de Morelos a tomar las armas bajo un programa agrarista que exigía sencillamen­te el reparto de tierras. Este movimiento, liderado por Emi­liano Zapata, es único en su género, pese a las coincidencias más o menos profundas que pudo encontrar con otros que se desarrollaron durante la revolución.

El experimento democrático de Madero fracasó vícti­ma de un golpe militar. Los otros movimientos surgieron

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para combatir al gobierno usurpador de Victoriano Huerta, victimario de Madero y de la revolución democrática, pero en el camino se olvidaron de la meta original, la democracia. Aunque el programa básico del llamado «movimiento cons- titucionalista» no anunciaba propósitos muy elevados (fue­ra del restablecimiento del orden legal), con énfasis diversos sus líderes se fueron haciendo de causas como el nacionalis­mo, la reforma agraria y la justicia social. Una vez derrota­da la dictadura de Huerta, los distintos movimientos, que habían estado unidos tácticamente en torno a ese propósi­to común, se dividieron. Las razones de esta fractura deben buscarse tanto en el origen social de los líderes y la compo­sición socio-económica de los ejércitos como en la noción que cada uno se fue formando acerca de los contenidos y pro­pósitos de la lucha. Mientras los líderes revolucionarios de clase media (Venustiano Carranza, Alvaro Obregón) trata­ban de encauzar el movimiento hacia los objetivos nacio­nalistas y de consolidación estatal, los líderes populares (Pancho Villa, Emiliano Zapata), cada vez más distanciados de aquéllos, se volcaban en pos de metas más claramente de­cantadas por la reforma agraria como una forma elemental de realizar la justicia social. La visión nacional y el acceso a recursos para financiar la guerra dieron cierta ventaja a los primeros en el terreno de las armas, pero éstos no podían triunfar sin hacer propias, aunque matizadas, las causas más caras del movimiento campesino radical. Fue así como la Revolución Mexicana acabó por definirse como un movi­miento nacionalista, agrarista y popular.

La guerra civil significó el rompimiento del orden políti­co establecido y de sus instituciones, e implicó una intensa movilización social con serios efectos demográficos y econó­

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micos. Su resultado tangible, la Constitución de 1917, com­binaba en extraña mixtura preceptos no cumplidos del or­den económico liberal concebido por la Constitución de 1857 (como la libertad de trabajo) con otros que representaban un giro radical respecto a ella (como la intervención del Estado en la economía). En ese documento fundacional se liqui­dó el peonaje por deudas, se estableció la propiedad origi­naria de la nación sobre los recursos del suelo y el subsuelo, se establecieron condiciones laborales mínimas y se procla­mó la educación laica. Aunque de orientación nacionalista e intervencionista, era todavía un producto híbrido, cuyos contenidos se definirían, y no en una forma lineal, en el cur­so de las siguientes décadas.

Con todo, el impacto de la revolución no fue inmediato ni uniforme en los distintos ámbitos de la vida nacional. En lo social, la lucha armada fue el principio del fin de la oligar­quía terrateniente y el inicio de un prolongado proceso de reformas que producirían una profunda transformación en la estructura de la propiedad agraria, en las condiciones la­borales y en la organización de los sectores subalternos de la sociedad. En lo político, pese a la continuidad inicial de la clase política —sobre todo durante el maderismo—, pron­to condujo a su sustitución por una nueva, reclutada entre las clases medias provincianas, que debían contar con la anuencia o la participación de las masas para sostenerse en el poder. Las relaciones internacionales de México, que ha­bían atravesado por una larga fase de estabilidad, se vieron nuevamente sacudidas a raíz de la generalización de la gue­rra civil, y cobraron un cariz especial en los años en que ésta coincidió en el tiempo con la I Guerra Mundial. La guerra ci­vil significó el derrumbe del servicio diplomático mexicano

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y el deterioro temporal de todos los vínculos con el exterior. En fin, el estallido de la revolución no conllevó una transfor­mación inmediata en el terreno cultural. Aunque la sátira pe­riodística, algunas composiciones musicales pioneras del nacionalismo y el realismo literario llevado a sus expresiones más crudas sentaron algunos precedentes de lo que serían expresiones de la cultura revolucionaria, los cambios cultu­rales se fueron dando en forma más reactiva que «proactiva». Por ejemplo, el género conocido como «novela de la Revolu­ción Mexicana» adquiriría fama y renombre apenas en la década posterior, cuando también se consolidaría la vertien­te del costumbrismo que asumió temáticas revolucionarias y nacionalistas. Fenómenos similares pueden apreciarse en la pintura y la música, como se verá más adelante.

Las potencias no podían mantenerse indiferentes fren­te a lo que sucedía en México, compitiendo por imponer sus prioridades estratégicas en la región. En particular el gobierno de Estados Unidos interfirió en los asuntos do­mésticos, adoptando además posturas intervencionistas. El gobierno de ese país tuvo una presencia conspicua en va­rios eventos del decenio de 1910: su embajador auspició en forma apenas velada el plan para derrocar el gobierno legí­timamente constituido de Madero; su fuerza naval desem­barcó en Veracruz y su ejército invadió el territorio nacional en persecución de Francisco Villa, quien había atacado una población del país vecino. No obstante, tras el golpe de Esta­do de Victoriano Huerta (y la llegada a la presidencia de Woodrow Wilson en Estados Unidos), la política de Washing­ton se decantó progresivamente a favor de los revoluciona­rios, mientras que las potencias europeas otorgaban su re­conocimiento al general golpista. La entrada de Estados

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Unidos a la contienda mundial creó una nueva fuente de tensiones con México, que agravaban una situación ya ti­rante debido a las reclamaciones de ciudadanos afectados en sus propiedades por la guerra civil. En este contexto, el go­bierno de ese país buscaba forzar la pacificación de Méxi­co y la neutralidad en la conflagración mundial, mientras que Alemania impulsaba una posible alianza estratégi­ca mediante ofrecimientos —reales o supuestos— dirigidos a la facción carrancista. Las tensiones interimperialistas co­braron así una dimensión regional en el contexto de la Re­volución Mexicana. Pese a los amagos de interferencia ex­tranjera y las presiones de todo tipo, la postura adoptada por México a partir de 1916, en el sentido de sustentar la so­beranía en principios doctrinarios, en la no intervención y en la solución negociada de las controversias (doctrina Ca­rranza), terminó por prevalecer y sentó un precedente que se habría de consolidar en los decenios venideros.

En 1917, tras obtener garantías del pago de reparaciones y de la neutralidad de México en el conflicto mundial, Es­tados Unidos otorgó su reconocimiento de iure al gobierno de Venustiano Carranza (lo había reconocido de facto desde 1915). Al mismo tiempo, el gobierno carrancista fue progre­sivamente capaz de centralizar los esfuerzos diplomáticos, que se habían fragmentado e «informalizado» durante los años de la guerra civil, delineando las prioridades y las me­tas del nuevo gobierno, y de reconstruir sobre nuevas bases el servicio exterior mexicano. Aun cuando las dificultades di­plomáticas terminaron por sortearse más o menos satis­factoriamente, el conflicto armado impuso una cuota de marginación de la comunidad internacional para el nuevo gobierno. El contenido nacionalista de la Constitución de

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1917 y la fragilidad de la situación interna alimentaban las campañas de desprestigio en la prensa internacional, y la situación de insolvencia en la que México emergió de la con­tienda (el pago de la deuda externa se suspendió desde el régimen de Huerta) aumentó el descrédito de la nación. De hecho, México fue originalmente excluido de la Sociedad de Naciones, y sólo participó de esta organización interna­cional a partir de los años treinta. Otras fuentes de grave tensión diplomática —con Estados Unidos— fueron las re­clamaciones de ciudadanos dañados en sus intereses por la revolución y la actitud del gobierno frente a las empresas petroleras, sustentada en el artículo 27 de la Constitución.

Al iniciarse la década de 1920, el panorama internacio­nal se había transformado en forma drástica. El hecho de que Estados Unidos emergiera como la potencia dominante y primer acreedor a nivel mundial poseía para México una significación especial, en la medida en que ese país era tam­bién su vecino y su principal socio económico, con predomi­nio absoluto sobre el comercio y las inversiones en el país. No era, por ello, poca cosa que el gobierno estadouniden­se regateara su reconocimiento a Alvaro Obregón, presidente electo tras la revuelta que llevó a la muerte a su antecesor. El reconocimiento se postergó hasta abril de 1923, tras la firma de los acuerdos de Bucareli, en los que México se compro­metía a no hacer retroactiva la legislación en materia de pe­tróleo, a atender las reclamaciones y a llegar a un acuerdo para reanudar el pago de la deuda externa. Las relaciones con Europa estuvieron necesariamente trianguladas por Estados Unidos, de manera que la completa normalización del trato oficial con los socios tradicionales debió esperar a que Washington otorgara su reconocimiento al gobierno

36' Las claves del per iodo

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de Obregón. Las relaciones exteriores volvieron a tensar­se con motivo de la guerra cristera, que implicó la expulsión de sacerdotes (sobre todo españoles) del país. La plena rein­serción de México en la comunidad internacional era tanto más importante por cuanto en ella se jugaba también, hasta cierto punto, la legitimidad del régimen revolucionario en el interior. Ello explica que, además de procurar las relacio­nes con Europa y Estados Unidos, los gobiernos de Obregón y Calles desplegaran considerables esfuerzos para contra­rrestar la propaganda contra México y para reforzar las re­laciones del país con Centro y Sudamérica y alimentar su nueva autoridad moral en el contexto latinoamericano.

En ciertos ámbitos, el orden surgido de la contienda ar­mada no representó una ruptura radical respecto al orden que sustituyó. Se mantuvieron tanto el modelo de crecimien­to sustentado en las exportaciones como el papel central de la inversión extranjera. Además, el nuevo régimen mostró pronto continuidades notables con el que había derribado. Aunque a partir de entonces ya no fue posible la reelección de un solo individuo en el poder y la nueva clase política di­señó sobre la marcha mecanismos institucionales para su transmisión pacífica (como la creación del Partido Nacio­nal Revolucionario en 1929), el ejercicio del poder político siguió siendo marcadamente autoritario. Además, tan pron­to como se alcanzó cierta estabilidad, y tras algunos años de intensa fragmentación de la autoridad, prosiguió el fenó­meno de centralización política e institucional iniciado cin­cuenta años atrás a costa de los poderes estatales y regiona­les, acaso en buena medida porque formaba parte del más amplio proceso de consolidación de un Estado nacional mo­derno. La reforma agraria, adoptada como elemento central

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de un proyecto nacional integrador, fue aún limitada: no des­poseyó a los grandes latifundistas y, sobre todo, siguió con­cibiendo la propiedad individual de carácter privado como la principal forma de propiedad. Si bien se liquidó por ley la antigua institución del peonaje, los salarios y las condicio­nes de trabajo siguieron siendo pobres en la mayor parte del país, aunque, en la nueva situación, la movilización obrera y campesina podía ejercer una presión efectiva a favor de su mejoramiento. En el corto plazo, los desequilibrios en el proceso de desarrollo y la desigualdad en la distribución de riqueza no se superaron, y los avances en educación y salud fueron apenas más consistentes que en el Porfiriato.

Todo ello no debe llevar a subestimar los grandes cam­bios que se inauguraron entonces, aunque algunos de ellos aparecieran aún en forma titubeante. La Revolución Mexi­cana terminó por liquidar a la oligarquía terrateniente y por excluirla definitivamente del poder político. Reivindicó el nacionalismo económico, la intervención del Estado y la participación de nuevos grupos y sectores sociales en la to­ma de decisiones. La mayor novedad en este terreno fue la emergencia de las organizaciones y la política de masas, que transformaron los mecanismos de legitimación del poder y las formas de participación política. Si bien no desapa­reció el ánimo de integración de todos los grupos étnicos y so­ciales, hubo una mayor apertura al pluriculturalismo, y más cabida a los distintos grupos y sus demandas, al tiempo que se abrió paso a una mayor participación femenina en to ­dos los ámbitos.

En el terreno cultural se advierten dos tendencias con­trastantes a partir de los años veinte. Por un lado, un claro afán reivindicativo de la cultura nacional y local frente a las

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modas internacionales y una elevación de la cultura popular al rango de cultura nacional. Por el otro, la confrontación del nacionalismo cultural por parte de algunos grupos de intelectuales y artistas que adoptaron una postura cosmo­polita para sumarse a las tendencias temáticas y estilísti­cas que se suscitaban en otras partes del mundo. La primera encontró su máxima expresión en el arte pictórico con el muralismo mexicano, que se plasmó en las paredes de los edificios públicos, aunque también se manifestó en corrien­tes literarias (la novela de la revolución y el costumbrismo nacionalista antes mencionados) y musicales. La segunda adquirió notoriedad bajo el nombre de «Los Contemporá­neos» (por la revista que publicaron entre 1928 y 1931), y aunque sus integrantes fueron en su momento criticados y marginados de la cultura oficial, su universalismo y su ori­ginalidad los dotaron de una vigencia duradera y profunda.

Sin embargo, la mayor transformación cultural provoca­da por la revolución tuvo lugar sin duda alguna en el terre­no de las expresiones populares y su reivindicación oficial, que las potenció y elevó al rango de cultura nacional. El pro­yecto educativo de Vasconcelos contemplaba su difusión, en el marco de una concepción con fuerte acento humanista (y menos científico) y respetuosa de la diversidad (de len­guas, de tradiciones y costumbres). La nueva cultura na­cional retomaba la música vernácula y las expresiones artís­ticas menores y las dotaba de una dignidad nunca antes conocida, al tiempo que difundía internacionalmente una imagen de la mexicanidad que permanecería con pocas modificaciones a lo largo de todo el siglo xx. Sin embargo, al definirse el ámbito de lo que debía constituir una cultura popular que fuera de alcance nacional, el régimen surgido

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de la revolución inevitablemente centralizaba su cons­trucción y simplificaba sus contenidos, alejándola en esa medida de sus orígenes y reduciéndola progresivamente a unos cuantos estereotipos cuyas imágenes se eterniza­rían en los clásicos del cine nacional.

Estas son, a grandes rasgos, las claves del periodo que nos ocupa. En los capítulos que conforman este volumen se de­sarrollan con mayor profundidad.

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La vida política

Nicolás Cárdenas García

En 1880 Porfirio Díaz terminó su primer periodo presiden­cial y entregó pacíficamente el cargo al general Manuel Gon­zález, uno de sus más cercanos seguidores. Con ello cumplía su compromiso de no reelegirse, pero pronto fue claro que no deseaba retirarse a la vida privada. En 1884 volvió a la presidencia, sin oposición alguna, y continuó en el cargo hasta 1911, cuando la revolución encabezada por Francis­co I. Madero lo obligó a renunciar. A partir de ese momento el país entró en un periodo de gran conflicto político; el régi­men liberal autoritario porfirista fue derribado pero no fue fácil encontrarle sustituto. Para 1917, los revolucionarios norteños triunfantes habían logrado establecer un nuevo marco para el juego político (la Constitución de 1917), a la vez que un gobierno viable. Sin embargo, la nueva; coali­ción dominante y las nuevas estructuras políticas tarda­ron varios años en consolidarse. La década de 1920, por ello, fue un periodo en que los actores políticos lucharon por hacerse un lugar en el nuevo orden mientras ensaya­ban, probaban y afinaban esas nuevas reglas. El proceso no estaba completo para 1930, pues, aunque ya había si­do fundado el Partido Nacional Revolucionario (PNR), la

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de barreras proteccionistas en los principales países com­pradores, acentuando hasta cierto punto el vuelco de la eco­nomía mexicana hacia dentro, que empezaba a ser más per­ceptible. Como resultado de esta situación y de su impacto sobre las finanzas públicas, en 1927 se suspendió el progra­ma de construcción de carreteras y de obras hidráulicas, lo que contribuyó al estado crecientemente depresivo de la actividad económica. La salida de capitales provocada por la desinversión en el sector petrolero agravó la situación. Ante el declive del sector exportador, la actividad industrial tuvo un desempeño relativamente más favorable, con el apo­yo de medidas proteccionistas por parte del gobierno. En el caso de México, la crisis de 1929 golpeó a una economía que se encontraba ya en un proceso de recesión, pero también de lenta transición hacia un nuevo modelo de crecimiento, la cual se aceleró a partir de entonces.

226' El proceso económico

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Población y sociedad

Elisa Speckman Guerra

La sociedad experimentó múltiples transformaciones entre 1880 y 1930; entre ellas, un aumento demográfico sin prece­dente (a pesar del retroceso registrado durante los años de lucha armada), crecimiento y modernización de las ciuda­des, mayor presencia de las clases medias, disminución en el número de artesanos y aumento en el número de obreros, ataques a las comunidades campesinas e indígenas, multi­plicación de escuelas y amplia difusión de los periódicos, creación de instituciones hospitalarias y carcelarias y, gracias al ferrocarril, un acortamiento de las distancias y un crecien­te intercambio de mercancías, personas e ideas.

Los cambios se vieron favorecidos por factores diversos. En el Porfiriato, la continuidad institucional —gracias a ella pudieron implementarse reformas que se venían gestando desde el siglo xvm o que obedecían al programa liberal, su­madas a las exigencias de la época y el afán de moderniza­ción—, el proyecto de las élites y el impacto del positivismo, el desarrollo económico, el ferrocarril y la urbanización, así como la llegada de ideas y modas extranjeras. Tras el estallido de la revolución, incidieron el relevo político e ideológico, el surgimiento de nuevas élites y el reacomodo social, la ruptura

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de las estructuras y las instituciones porfirianas, la intensa movilización de la sociedad y la inclusión en leyes y políticas públicas de las demandas de obreros, campesinos y otros actores sociales.

Sin embargo, no todo se transformó y la modernización fue parcial. Algunos elementos permanecieron y otros sólo mutaron a largo plazo, e incluso, algunos cambios genera­dos por la revolución y contemplados en la Constitución de 1917 no fueron inmediatos y no se notaron hasta después de 1930. Por tanto, fue una etapa de transformaciones, pero también de permanencias, pudiendo mencionarse puntos como la sobrevivencia del espíritu de cuerpo y de la propie­dad comunal, la fe en la educación como vehículo de integra­ción, la falta de higiene y la preocupación por la salud, o la desigual distribución de la riqueza. También hubo conti­nuidad en proyectos, pues finalmente se trata de una etapa que se inscribe en un proceso amplio: la construcción de un Estado moderno (soberano, estable, regido por leyes e insti­tuciones) y el intento por lograr una sociedad secularizada y una integración por individuos (no por cuerpos) unidos por lazos culturales y de identidad.

El capítulo pretende ahondar en los cambios y continui­dades de la sociedad entre 1880 y 1930. Sería más correcto hablar de sociedades, pues existían profundas diferencias regionales y sectoriales, que no se superaron en esta etapa. Lo mismo puede decirse de las distancias entre grupos so­ciales. Por tanto, también se señalarán en el texto diferencias en regiones y grupos, buscando dar cuenta de la marcada pluralidad social, reflejada en la variedad de visiones, aspira­ciones, demandas, experiencias, realidades y actores.

228 Población y sociedad

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El Porfiriato

Población y salud pública

Hacia 1880 México tenía alrededor de 9,5 millones de habi­tantes. Estaban distribuidos de forma desigual. Alrededor de un 36 por ciento vivía en el centro del país, en entidades que, en conjunto, únicamente ocupaban la décima parte del territorio nacional: el Distrito Federal (con una densidad de 226 habitantes por kilómetro cuadrado), Tlaxcala (33 ha­bitantes), Morelos (31), Estado de México (28), Guanajuato (27), Puebla (20), Hidalgo (19) y Querétaro (15). Otros esta­dos densamente poblados fueron Jalisco, Michoacán y Oaxaca; contaban entre 7 y 11 habitantes por kilómetro cua­drado y en cada uno de ellos habitaba entre el 7 por ciento y el 10 por ciento de los mexicanos. En cambio, los seis estados del sureste, Yucatán (7 habitantes por kilómetro cuadrado), Chiapas y Tabasco (3) y Campeche (2), estaban habitados por aproximadamente un 7 por ciento de la población na­cional. Menos poblados estaban los estados del norte (Baja California, Sonora, Chihuahua, Coahuila, Nuevo León y Ta- maulipas), que ocupaban casi la tercera parte del país, pero sólo alojaban al 8 por ciento de sus habitantes y en prome­dio tenían un habitante por kilómetro cuadrado.

Los gobernantes buscaron aumentar el número de mexi­canos y mejorar su salud. En la época, una población nume­rosa y sana era vista como signo de prosperidad; además, era necesario colonizar las regiones menos pobladas y hacer­las producir. Una forma de aumentar la población era atraer extranjeros, opción que resultaba especialmente atractiva a quienes deseaban «blanquear» el país, es decir, a quienes querían que disminuyera la presencia indígena. Este anhelo

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se nota en diversos textos; todavía en 1910, el tribuno Es­teban Maqueo Castellanos lamentó en Algunos problemas nacionales: «Si en vez de once millones de indios esparci­dos en el campo y la montaña tuviéramos la misma suma de emigrantes extranjeros de cualquier nacionalidad, sería­mos un país trein ta veces más rico, más respetado, más fuerte». Sin embargo, países como Estados Unidos o Argen­tina ofrecieron mejores oportunidades a los migrantes, y a México llegaron pocos extranjeros: en 1895 lo habitaban alrededor de 50.000, en 1910 eran 100.000. A grandes ras­gos, radicaron principalmente en la ciudad de México o en los estados de Chiapas, Sonora, Puebla y Veracruz; se trata­ba de empresarios, profesionistas, empleados de compañías foráneas y, entre los trabajadores, un contingente de inmi­grantes chinos.

Otra forma de aumentar la población era combatir las enfermedades epidémicas y pandémicas. En el mundo oc­cidental, el cuidado de la salud y la higiene se habían vuel­to prioritarios, y México no fue la excepción. La labor es­tuvo encabezada por el Estado y apoyada decididamente por los médicos. Se promulgaron códigos sanitarios que re­gulaban el ejercicio de la medicina, la distribución de me­dicamentos y alimentos, y la higiene de los espacios pú­blicos. Sin embargo, la batalla contra las enfermedades fue larga y difícil. Las epidemias asolaban el país: fiebre amarilla en zonas tropicales y calientes, tifo en el centro, vi­ruela y tuberculosis en todo el territorio. Resultaban más vulnerables las regiones densamente pobladas, las zonas con escaso desarrollo económico y carencia de alimentos, los puertos y fronteras, los grupos más pobres, los ancia­nos y los niños.

230 Población y sociedad

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Mapa 2. Mortalidad infantil en 1900

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Algunos médicos concluyeron que las enfermedades se transm itían a través de miasmas que emanaban de agua estancada y basura; otros culparon a microorganismos o gérmenes, invisibles pero presentes en todos lados, y que eran transmitidos por los enfermos. Por ello, para evitar la propagación se siguieron varios caminos: limpiar espacios, inculcar hábitos de higiene, evitar el contagio y vigorizar a la población. El Consejo Superior de Salubridad, máxi­ma autoridad sanitaria del país, fue muy activo, sobre todo bajo la dirección de Eduardo Liceaga. La higiene individual se incluyó dentro de los programas escolares, se distribuye­ron manuales y se organizaron exposiciones. Para evitar en­fermedades en los recién nacidos se buscó que los partos fue­ran atendidos por médicos (en lugar de parteras) y que la leche de vaca, que podía estar adulterada o contaminada, se cambiara por leche materna. También se cuidó la alimen­tación infantil. Finalmente, se buscó erradicar el consumo de alcohol, pues se creía que debilitaba al individuo y lo ha­cía proclive a la enfermedad.

De forma paralela, se buscó la limpieza de los espacios, que era vista, además, como signo de modernidad y progre­so. Depósitos de basura, aguas sucias o animales muertos podían encontrarse en ambientes rurales y urbanos, pero el problema era más grave en los segundos. En ciudades como México y Puebla se apilaban los desechos, las calles se inun­daban y el agua se llenaba de desperdicios; tampoco estaba limpia el agua que la gente bebía y que se obtenía de fuen­tes o se distribuía mediante tubos contaminados, pues eran permeables y corrían paralelos al desagüe. Según la descrip­ción de Angel de Campo en su novela La Rumba, publica­da en 1890, la fuente del barrio estaba llena de «ollas rotas,

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zapatos irreconocibles, inmundicia, hasta ramos de flores marchitas de la parroquia se hacinaban en aquella fuente, de la que surgía una cruz de piedra, que conservaba peda­zos de papel dorado, colgajos de papel de china, y una podri­da guirnalda de ciprés, restos quizá de alguna fiesta, des­truidos por la lluvia, el viento y la intemperie»; para continuar, «los perros se encarnizaban en los montones de basura; uno que otro pordiosero los espantaba para buscar hilachos, re­moviendo los montones y haciendo relampaguear los fon­dos de botellas; insensibles al olor de la inmundicia calci­nada y los gatos muertos achicharrados por el sol».

En las principales ciudades del país, para lograr que el aire circulara se derrumbaron murallas (como en Veracruz), los callejones fueron sustituidos por calles amplias y buleva­res (como el paseo de la Reforma en la capital y el Montejo en Mérida) y se crearon jardines (en Oaxacay otras ciuda­des las plazas fueron desalojadas de vendedores ambulan­tes y dotadas de áreas verdes). Se instalaron mingitorios y se mejoraron los servicios de limpia, se prohibió que de­sechos o aguas se arrojaran en la calle, y se sacaron a las afueras cementerios y negocios insalubres, como tocine­rías o curtidurías. Además, en los últimos años del siglo xix y los primeros del xx, para eliminar el agua estancada y sucia se invirtió en pavimentación y sistemas de desagüe y drenaje, y para transportar agua potable se realizaron obras de entubado.

En la prevención de enfermedades como la viruela tam ­bién fue importante la vacuna. En la década de 1880 se ins­talaron oficinas de vacunación en los /estados, pero a veces la policía debía intervenir, pues, por tem or a que la apli­cación trajera la enfermedad, los adultos se resistían o las

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madres escondían a sus hijos. A la prevención siguió la lucha contra el contagio. En ocasiones, agentes sanitarios reco­rrían calles y casas para localizar enfermos, algunos eran trasladados (por ejemplo, se construyeron caserones especia­les al noroeste de Toluca), sus viviendas eran cerradas y sus bienes quemados. Además, se crearon institutos de inves­tigación médica nutridos de los adelantos europeos, y se abrieron consultorios y hospitales públicos, como el Gene­ral de México o el Civil de Toluca. También funcionaron ins­tituciones hospitalarias a cargo de la beneficencia privada y, a pesar de la secularización de hospitales decretada en 1861, también de algunos sectores de la Iglesia, como las congregaciones femeninas de vida activa, que siguieron el modelo de las Hermanas de la Caridad.

Sin embargo, la mayor parte de las viviendas carecían de agua y la mayoría de los habitantes no podían comprar ja­bón y menos medicamentos. Asimismo, hospitales, médi­cos, enfermeras y vacunas resultaban insuficientes y no lle­gaban a todo el país. Por tanto, los avances en la higiene y la medicina beneficiaron principalmente a las ciudades y a los sectores con más recursos económicos.

Sin ignorar lo anterior y teniendo presentes las desigual­dades regionales, puede decirse que, en conjunto, la paz, los adelantos médicos, la limpieza de los espacios, la prosperi­dad económica y la oferta de alimentos hicieron posible el incremento de la natalidad o el descenso de la mortalidad. La tasa media de crecimiento demográfico, que hasta 1880 había sido inferior al 1 por ciento, a partir de entonces reba­só la unidad y la población aumentó: en 1895 el país tenía poco más de 12,5 millones de habitantes, en 1900 uno más y en 1910 rebasó los 15 millones.

23+ Población y sociedad

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El aumento de la población no estuvo acompañado por una mejor distribución. La migración modificó porcenta­jes, pero no terminó con el problema de la concentración en el centro de la república y en la ciudad de México. Estados del centro (México, Guanajuato, Jalisco, Puebla, Michoacán, Hidalgo, Zacatecas y San Luis Potosí) expulsaron a campe­sinos, mineros y trabajadores hacia el Distrito Federal (pri­vilegiado por su ubicación comercial y su industria, en 1910 alcanzó una densidad de 481 habitantes por kilómetro cua­drado), hacia puertos como Veracruz y Tampico y, en gene­ral, hacia la zona norte, que, en pleno desarrollo económico, ofrecía mejores oportunidades y salarios que el resto del país (los seis estados fronterizos, que antes concentraban el 8 por ciento de la población, rebasaron el 11 por ciento en 1910, y en promedio llegaron a 2,5 habitantes por kilómetro cua­drado). Además, la corriente migratoria traspasó la fronte­ra nacional y muchos mexicanos salieron a Estados Unidos.

Por otra parte, en su mayoría, los mexicanos seguían ha­bitando localidades rurales con menos de 2.500 o incluso de 500 habitantes (al principio del Porfiriato el 80 por ciento y en 1910 el 71 por ciento aproximadamente), pero aumen­tó el número de citadinos y se registró una primera etapa de crecimiento urbano. Algunas ciudades nacieron en es­tos años, como Torreón y Gómez Palacio, pues, ubicadas en el paso del ferrocarril hacia Estados Unidos, atrajeron casi 50.000 habitantes. Además, casi todas las urbes vie­ron crecer su población: en números aproximados, Puebla pasó de 65.000 habitantes en 1877 a 96.000 en 1910, San Luis Potosí de 34.000 a 68.000, Guadalajara de 65.000 a 120.000, M onterrey de 14.000 a 79.000 y la ciudad de México de 220.000 a 470.000. El cambio también se

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observa comparando el número de ciudades que contaban coi i más de 100.000,50.000 y 20.000 habitantes.

Tabla 4. Habitantes y crecimiento de las ciudades

Ciudades que Ciudades que Ciudades quetenían más de tenían más de tenían más de

100.000 habitantes 50 .000 habitantes 20 .000 habitantes

1878 Ciudad de México

Guanajuato, Guadalajara y

Puebla

28(10 de éstas eran

capitales de los estados)

1900 Ciudad de México y Guadalajara

Puebla, Monterrey, León y San Luis

Potosí

68

1910 Ciudad de México y Guadalajara

Puebla, Monterey, León, San Luis Potosí y Mérida

79(19 de éstas eran

capitales estatales)

Fuentes: Las cifras (al igual que todas las del Porfiriato) se tomaron de censos (1895,1900 y 1910) y Estadísticas Sociales del Porfiriato. Cabe señalar que, en el caso de las ciudades con más de 20.000 habitantes, las fuentes sólo coinciden en el número de las capitales de los estados. El dato de 1900 se tom ó de Estadís­ticas Sociales, el censo incluye 11 más, es decir, incluye 79 ciudades (posiblemen­te registró la población del municipio o distrito en que la ciudad estaba ubicada). Para 1910 la cifra se tom ó de Estadísticas Sociales, el censo sólo registra 20.

Igualdad y determ inism o orgánico

Al obtener la independencia, los legisladores mexicanos bus­caron sustituir una sociedad conformada por cuerpos (con diferente jerarquía y regidos por diferentes derechos) por una sociedad integrada por individuos iguales ante la ley y partícipes de la cultura y los valores occidentales. Así, adop­taron la igualdad jurídica, terminaron con derechos especia­les y con «usos y costumbres», unificaron la enseñanza, des­conocieron la propiedad comunal y fomentaron la propiedad individual. A pesar de ello, todavía en el Porfiriato, los mexi­

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canos no se sentían iguales ni actuaban de forma individual; por el contrario, conservaban su espíritu de cuerpo y se iden­tificaban como parte de una comunidad, parroquia, barrio o gremio. La idea de igualdad chocaba con prácticas y tradi­ciones, así como con ideas y prejuicios.

Como ejemplo, la visión y situación de los indígenas. Obedeciendo el principio de igualdad, los censos naciona­les no incluyeron categorías raciales. Sólo se conservaron en informes o memorias estatales: en los primeros años del Por­firiato reportaban un 60 por ciento de indígenas en el Esta­do de México, un 78 por ciento en Oaxacay un 24 por ciento en Michoacán. No obstante, los censos nacionales siguieron incluyendo cifras relativas a la lengua; según el de 1895 ha­blaba exclusivamente una lengua indígena el 17 por cien­to de los mexicanos, el 13 por ciento según el de 1910; pero los porcentajes eran mucho más elevados en Campeche, Chiapas, Oaxacay Yucatán.

Por tanto, el país seguía teniendo una fuerte presencia de indígenas, e igualmente presente estaba el prejuicio hacia ellos. Se notaba menos cuando se hablaba de comunidades rurales o dedicadas a la artesanía (que se equiparaban, en cierta medida, a los indígenas del pasado), pero era claro cuando se hablaba de «indios salvajes» (rebeldes del sures­te o noroeste, vistos como primitivos, sanguinarios y bárba­ros), o de los que vivían en ciudades y que eran descritos por diversos políticos, intelectuales y médicos como resignados, indiferentes, taciturnos, lentos, desconfiados, serviles, hipó­critas, mentirosos, flojos e incapaces de adecuarse al progre­so y la civilización.

Algunos pensaron que se trataba de un problema de he­rencia. Se basaban en la teoría poligenista, que sostenía que

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la humanidad tenía orígenes múltiples y la diversidad racial se manifestaba en caracteres físicos, costumbres y cultura. Bajo la influencia del darwinismo social (teoría difundida por Herbert Spencer, con considerable difusión en Europa, y que suponía que, al igual que en la naturaleza, en la socie­dad existían grupos e individuos superiores y más aptos pa­ra la vida en comunidad), muchos mexicanos hablaron de una raza indígena y la consideraron como inferior. Sostuvie­ron que era una raza degenerada en lo físico y lo moral. El médico poblano Antonio Martínez Baca afirmó que el cráneo de los indígenas era similar al de los primeros pobladores del continente y que estaban cerca de extinguirse por el alcohol y la enfermedad. También el escritor Rafael de Zayas Enríquez sostuvo que los indígenas tendían al alcoholismo, al vicio y la criminalidad, y lo interpretó como signo de degeneración. Por tanto, rechazaron la posibilidad de integración.

La idea de que los indígenas vivían en el atraso y que de­bían incorporarse a la economía y a la cultura occidental era compartida por la mayor parte de los intelectuales de la época. Sin embargo, no todos coincidían en que se trata­ba de un problema de raza o de herencia. De acuerdo con el monogenismo, suponían que la humanidad tenía un origen único y pensaban que la mejora material y educativa termi­naría con las diferencias. Por ello, hombres como Justo Sie­rra clamaron por la educación del indígena, una educación que debía terminar con sus costumbres y cultura para caste­llanizar y occidentalizar, es decir, homogeneizar. Así, la ho­mogeneidad cultural se sumaría a la uniformidad legal, que ya había sido adoptada.

El determinismo orgánico también se empleó para expli­car otras diferencias, como las que separaban al criminal de

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los hombres honrados. En contra de una explicación que concebía al delincuente como un hombre igual a todos, con la misma posibilidad de apegarse a la ley o de violarla, y que consideraba que las acciones dependían de la voluntad del individuo, los simpatizantes de la escuela de antropología criminal (fundada en Italia por Cesare Lombroso y con gran aceptación en Europa y América Latina) pensaban que el criminal actuaba impulsado por factores determinantes u anomalías que se localizaban en su organismo y que reci­bían por herencia. Como ejemplo, el estudio que en 1892 publicó Antonio Martínez Baca, en que enlistó las anoma­lías físicas que caracterizaban a los delincuentes mexicanos.

Los factores orgánicos también fueron utilizados para explicar las diferencias de género o justificar la diferencia­ción social de conductas, trabajo y formas de vida entre hombres y mujeres. Según dictaban sermones, manuales de urbanidad, revistas de asociaciones filantrópicas u obras literarias, los varones estaban encargados del ámbito públi­co (político, profesional y laboral), mientras que a las muje­res les tocaba el espacio privado (el hogar y el cuidado de los hijos). La diferencia de tareas se justificó con argumentos biológicos: se decía que el hombre era fuerte, valiente, inteli­gente; mientras que la mujer era intuitiva, sensible y abne­gada, poseía un organismo frágil, un sistema nervioso irrita­ble y una masa encefálica reducida. Se creía que todo ello la hacía apta para la maternidad, pero no para otras acti­vidades. Además, existía una doble moral: en los hombres se toleraban las relaciones extramaritales, en cambio a ellas se les exigía ser vírgenes antes de casarse, fieles al mari­do y castas en la viudez. El honor masculino dependía del estatus, inteligencia, valentía, honorabilidad u honradez,

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mientras que el femenino descansaba en la honra; y mien­tras que el deshonor masculino no afectaba a las mujeres de la familia, la deshonra femenina sí manchaba a sus parien­tes. En consecuencia, la educación femenina era limitada, se les enseñaba a leer y escribir, hacer cuentas y «labores muje­riles». Así se reproducía el patrón, que estaba cuidado por familia, comunidad, Iglesia o Estado. En el derecho canóni­co y civil, el matrimonio era indisoluble y el adulterio era más sancionado si lo cometían las esposas. Además, como su­cedía en otras naciones que habían seguido el ejemplo del Código civil francés, las mujeres no podían votar ni ocupar puestos públicos, debían contar con autorización del mari­do para manejar bienes comunes y comerciar, y debían aca­tar sus decisiones respecto a los hijos.

Sobra decir que el modelo no se cumplía. Las mujeres eran propietarias y comerciaban (uno de cada cinco comerciantes era mujer), trabajaban en el campo, fábricas y oficinas públi­cas (ocupaban un 2 por ciento de la nómina), y constituían el contingente mayor en el área de preparación de alimentos y el servicio doméstico (en este último, un 70 por ciento); ade­más, paulatinamente ganaron espacios en la educación su­perior y el ámbito cultural, y en los últimos años incluso en tareas profesionales.Sociedad rural

El ámbito rural fue testigo de la aplicación de las leyes de desamortización y el deslinde de tierras baldías. Los pueblos habían poseído y trabajado en común los terrenos que ser­vían para sufragar los gastos de la colectividad (que habían ido pasando a los ayuntamientos), las parcelas que cada fa­milia recibía en usufructo (tierra de común repartimiento)

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y las aguas, pastizales y bosques (el ejido). La ley de 1856’ afec­tó a las tierras de común repartimiento y obligó a los pueblos a otorgar títulos individuales a los antiguos usufructua­rios, pero no tocó a los ejidos. A partir de 1867 los estados dictaron sus propias leyes de desamortización, que ape­nas había iniciado debido a los años de guerra civil. El pro­ceso, todavía inconcluso, prosiguió en los primeros años del Porfiriato. Los ejidos fueron afectados y los comuneros, aho­ra propietarios particulares, perdieron el acceso a agua, bos­ques o pastos, y se aceleró un proceso que se había venido dando: muchos se endeudaron hasta perder su propiedad.

Paralelamente, con el fin de poner a trabajar tierras incul­tas, a partir de 1863 se estableció la posibilidad legal de «de­nunciar» las tierras baldías para adquirirlas en propiedad privada. Más tarde, en 1883, se contrató a compañías deslin- dadoras, que se encargarían de reconocer, medir y deslindar los terrenos baldíos a cambio de un tercio de la extensión deslindada; el resto pasaría a manos del gobierno para su venta y privatización. Los terrenos privatizados por ese me­dio no podían exceder las 2.500 hectáreas; el límite se du­plicó en 1893 y se eliminó en 1894. Para 1903, cuando se suspendió el deslinde de baldíos, millones de hectáreas habían sido privatizadas, algunas no eran baldías y pertene­cían a comunidades o individuos que no contaban con título de propiedad, pero la mayoría no estaban trabajadas y se localizaban en zonas poco pobladas de la frontera norte, el Golfo de México y selvas del sur.

Como resultado, se dieron diversas formas de propie­dad. Por una parte, crecieron viejas haciendas y surgieron nuevas. Hubo extensas propiedades, algunas de más de100.000 hectáreas, en Durango, Guerrero, Chihuahua y

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Sonora, Michoacán, Jalisco y Veracruz; de más de 50.000 también en México, Morelos y Nuevo León. Sin embargo, la mayoría tenía menos de 10.000 hectáreas. Los hacenda­dos acostumbraban a vivir en las ciudades. Muchos moder­nizaron sus haciendas y tenían inversiones en otras ramas de la economía. Se trataba de élites regionales, ligadas por vínculos políticos, familiares, de compadrazgo y amistad, y con inversiones e influencias múltiples. Por ejemplo, en Chihuahua, la familia Terrazas Creel controlaba entre cin­co y siete millones de hectáreas y tenía inversiones en mine­ría, industria y banca; o bien, en Yucatán, las 20 o 30 fami­lias que formaban la «casta divina» controlaban la política y la economía de la entidad.

Además, existió la mediana propiedad y subsistió la co­munal. La desamortización no sólo benefició a los hacen­dados, pues caciques o campesinos prósperos adquirieron terrenos y algunos comuneros conservaron tierras fértiles o de producción comercial. Surgieron ranchos y propieda­des de mediano tamaño en estados como Oaxaca, Sonora, Hidalgo, Tlaxcala o Guerrero. Por otra parte, si bien no ha po­dido establecerse de forma clara la extensión de la desamor­tización, algunas cuestiones han quedado establecidas. Pol­lo general, las comunidades que poseían las tierras más fér­tiles, productoras de artículos para la exportación, o cerca­nas a las vías de ferrocarril perdieron tierras; sin embargo, las comunidades más alejadas y menos productivas fueron respetadas. O bien, diversas comunidades fraccionaron y so­licitaron la titulación individual con el fin de conservar sus tierras. Hubo repartos más o menos conflictivos, pues las co­munidades y las tierras comunales no eran homogéneas y se suscitaban conflictos por las mejores tierras. También hubo

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diferentes soluciones: en ocasiones, fraccionaron, pero si­guieron trabajando de forma comunal; en otras se crearon «condueñazgos», sociedades agrícolas en que cada propie­tario poseía un porcentaje del total, que podía venderse o heredarse. Los dueños de las propiedades medianas o, al menos, fértiles poseían también animales e instrumentos de labranza, gozaban de una relativa tranquilidad económica y de influencia en su localidad. Buscaron el apoyo de los cam­pesinos para convertirse en representantes e, incluso, los re­presentaron en su lucha por la tierra. Existió, así, una clase media rural, a la que se sumaron los administradores y em­pleados de confianza de las haciendas, los individuos encar­gados de arrendar las tierras de los ranchos, profesionales y dueños de comercios.

Por debajo de la pirámide estaban los campesinos sin tierra. Algunos recibían tierra a cambio de una parte de la cosecha y otros trabajaban por un salario; algunos estaban ligados a sus patrones por lazos exclusivamente salariales, otros por extrasalariales o deudas. Las condiciones variaban según la región: el norte ofrecía trabajo en minas, campo e industria y los trabajadores podían cruzar a Estados Uni­dos; dada la competencia, los campesinos recibían mejo­res sueldos y pagaban menos por las tierras arrendadas. La situación contrasta con otras regiones, sobre todo en el su­reste: en las haciendas henequeneras de Yucatán o las taba­caleras del Valle Nacional en Oaxaca, los peones vivían en pésimas condiciones.

La limitación de la autonomía de los municipios (progre­siva al paso del tiempo, pues paulatinamente aumentó el centralismo del régimen porfirista), la pérdida de tierras y la uniformidad jurídica trajeron como resultado movimientos,

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resistencias o rebeliones. Se practicó una resistencia pasiva, que se manifestaba en acciones cotidianas o actos simbóli­cos. También una lucha legal: amparados en viejos títulos de propiedad, los campesinos, con o sin éxito, solicitaban a jueces y autoridades la revisión de linderos o la restitu­ción de tierras. Se dieron actos como bandolerismo, invasio­nes de tierra, robos o incendios de haciendas, que eran fá­cilmente reprimidos por las autoridades. Y, por último, se suscitaron alzamientos armados. Los rebeldes luchaban por tierras, por defender su cultura y/o preservar la autonomía de la comunidad, por lograr una democracia agraria (elegir a los representantes del municipio y participar en la elección del resto de las autoridades) o una especie de socialismo agra­rio (influido por el socialismo utópico, pero con reminiscen­cias de propiedad y trabajo comunal). Por otra parte, algu­nas rebeliones tomaron un tinte regional, y en ocasiones los campesinos se aliaron con mineros, artesanos o pequeños co­merciantes, o con las jerarquías más bajas del ejército, lo que ampliaba el carácter de las demandas.

Las rebeliones estuvieron presentes a lo largo de todo el siglo xix, y el Porfiriato no fue la excepción. Continuaron en rebeldía comunidades como los yaquis y mayos de Sonora y Sinaloa, los mayas de Yucatán, los tzotziles y tzeltales de Chiapas, los tarahumaras de Chihuahua y los coras y huicho- les de Nayarit. Todas ellas poseían una fuerte identidad cul­tural y pugnaban por preservar su independencia, conserva­da gracias a la lejanía de los centros de poder. Sin embargo, a principios del siglo xx fueron duramente reprimidas. Tam­bién se presentaron rebeliones en el centro del país, donde la población indígena no era dominante. Los campesinos del centro estaban más abiertos a la parcelación individual,

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pero con la conservación de tierras y recursos comunales. Por otra parte, habían abandonado las pretensiones de autonomía política, pero luchaban por contar con fuerza militar y elegir libremente a los miembros del ayuntamien­to. En esta región los movimientos proliferaron entre 1877 y 1885, pero disminuyeron como resultado de la consolida­ción y la fuerza del régimen, el fusilamiento o atracción de líderes y la prosperidad económica. Resurgieron en los años previos a la revolución, pues en el contexto de la lucha anti- rreeleccionista ganó espacios la batalla por la democracia agraria y la autonomía municipal.Ám bito urbano y movim iento obrero Las ciudades atrajeron gran parte del presupuesto nacional y del esfuerzo modernizador. Gozaron de alumbrado, prime­ro de gas y más tarde eléctrico (en la capital en 1881), o trans­porte, también primero movido por animales y más tarde por electricidad (en la capital, en 1900 los tranvías eléctricos comunicaban el centro con los pueblos foráneos, por lo que la metrópolis se integró y creció). Además, contaron con im­ponentes edificios, museos o teatros inspirados en la arqui­tectura europea. Asimismo, en México, Mérida y Oaxaca se crearon fraccionamientos o colonias para diferentes secto­res, mientras que los cascos centrales fueron abandonados por los grupos acomodados y sirvieron al comercio, aunque también alojaban casas de vecindad. Por tanto, la estructura urbana reflejaba la estructura socioeconómica.

En la cúspide de la pirámide social estaba una élite indus­trial, comercial y bancaria, ligada a la agraria, y con vínculos con el poder político; la integraban propietarios, empre­sarios, grandes comerciantes, profesionales, funcionarios

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o empleados de alta jerarquía. La seguía, en nivel de ingresos y calidad de vida, una clase media que creció notablemente con la modernización económica y la ampliación de los ser­vicios, y que estaba formada por pequeños comerciantes, profesionales menos exitosos, empleados públicos o de al­macenes, maestros, artesanos, etcétera. Mención especial me­recen los artesanos. Maestros, oficiales y aprendices traba­jaban en talleres, utilizaban instrumentos rudimentarios, elaboraban el producto completo y lo vendían terminado. Su calificación los hacía merecer el aprecio del público y, al tener control sobre la venta del producto, podían incidir en los precios. Sin embargo, se vieron muy afectados por el an- ticorporativismo y sucumbieron ante la competencia con talleres manufactureros y nacientes fábricas, que, gracias a la división del trabajo, la maquinaria y los bajos salarios, podían vender productos a menor precio.

En el siguiente escalón estaban los trabajadores: obreros, empleados domésticos, vendedores ambulantes. Todos ellos vivían una situación económica muy precaria. Por otra parte, al igual que los indígenas, eran blanco de recelos y prejui­cios. En múltiples opiniones —influidas nuevamente por el darwinismo social y por la idea de la superioridad e inferio­ridad de ciertos grupos, que se notaba tanto en la posición económica como en la conducta y la cultura—, la miseria se ligaba con la enfermedad y la criminalidad, es decir, se decía que los pobres eran más proclives a contraer y transmitir en­fermedades, o bien, a cometer actos amorales y delitos. Así, el criminólogo Julio Guerrero afirmó que, entre los trabajado­res, el «raterismo» era tan frecuente que «los talleres debían contar con empleados que los registraban al salir», y las sir­vientas, de «moral relajadísima», sostenían «amores simultá­

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neos o sucesivos con los mozos de la casa», y para obsequiar a sus amantes hurtaban a sus patrones y en caso de embarazo abortaban, o peor, mataban o abandonaban al recién nacido.

Pasando a otro punto, diversos motines estallaron en res­puesta a medidas económicas percibidas como injustas y que afectaban al poder adquisitivo de los grupos menos privile­giados. Como ejemplo, la protesta de 1883 en la ciudad de México por la adopción de la moneda de níquel, pues su va­lor nominal era superior al valor intrínseco del metal y los comerciantes la rechazaban o la aceptaban a un menor va­lor. Los manifestantes avanzaron hacia el Palacio Nacional rompiendo faroles, atacando comercios y protestando frente a las casas de diputados. Las autoridades exigieron a los co­merciantes aceptar moneda de níquel y a cambio les com­praron una parte de la mercancía en plata, y establecieron sistemas de vigilancia sobre la calidad de productos bási­cos como el pan. En 1892 el catalizador fue la reelección de Díaz, pero los hechos se desarrollaron de forma similar: los manifestantes aceptaron el liderazgo de periodistas y es­tudiantes, en el centro de la protesta se levantaban reclamos contra el abasto de productos básicos, y el blanco de la ira fueron los comerciantes españoles, por lo que sus comer­cios fueron atacados. El trasfondo político explica la reacción gubernamental y la represión de los manifestantes.

Para terminar, al hablar de los grupos de trabajadores es preciso tratar a los obreros fabriles. Su número aumentó con el desarrollo de la manufactura y la industria, pero toda­vía eran pocos. Se concentraron en México, Puebla, Mon­terrey y Veracruz. Algunos estaban cualificados, muchas veces eran antiguos artesanos, otros sólo realizaban un paso de la producción. Los menos eran retenidos por sistemas de

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endeudamiento, pero se trataba, más bien, de un núcleo que se movía en busca de mejores condiciones de trabajo y que tenía diferentes niveles de educación, conciencia de clase y politización. La legislación perm itía la asociación, pero prohibía toda forma de presión sobre la libre fijación del salario y, por tanto, vetaba la huelga. Las jornadas de trabajo podían llegar a 14 horas diarias, los trabajadores podían ser despedidos sin indemnización ni causa justificada (eran comunes los despidos por enfermedad y accidente), los salarios eran bajos y raramente se recibían completos (pues se efectuaban descuentos por servicios escolares, médicos o religiosos, y el trabajador era multado por defectos en la producción o deterioro de herramientas), para que una fa­milia se sostuviera debían trabajar las mujeres y los niños, a quienes se les pagaba menos.

Desde mediados del xix se crearon asociaciones mutua- listas, cuyos miembros, frecuentemente artesanos u obreros calificados, aportaban una cuota mensual que se empleaba para ayudar a enfermos, desempleados, viudas y huérfanos. Organizadas de forma democrática, algunas crearon coope­rativas de consumo, fondos de crédito o escuelas, pues exis­tía una preocupación por educar y moralizar a los traba­jadores y sus familias. Con un discurso de armonía social, defendían el hábito del trabajo y la honorabilidad, y di­fundían los principios republicanos y liberales.

En 1872 se fundó el Gran Círculo de Obreros de México, que pretendía congregar asociaciones mutualistas de tra­bajadores de diferentes ramas y alcanzar nivel regional o nacional. Perdió presencia al no apoyar a Porfirio Díaz en las elecciones de 1876 ni a Manuel González en las de 1880. Pero don Porfirio y los mutualistas se arreglaron. El presi­

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dente necesitaba legitimarse, y para ello resultaba provecho­sa la asistencia de los trabajadores a las ceremonias cívicaso su adscripción a los círculos porfiristas; además, le intere­saba restar fuerza a las organizaciones obreras radicales y mermar las protestas urbanas, algunas con tintes antirreelec- cionistas. Atrajo al Segundo Congreso Obrero y reorganizó la Convención Radical, que, a partir de entonces, agrupó nu­merosas asociaciones. A cambio, concedió diputaciones y puestos a los líderes, medió en conflictos laborales y entregó locales, escuelas y créditos a las mutualidades.

Fuera del trato quedaron los sindicatos, un poco más tar­díos que las asociaciones mutualistas y encabezados por personajes como el griego Plotino Rhodakanaty, Santia­go Villanueva, Benito Castro o Hermenegildo Villavicencio, vinculados con la Asociación Internacional de Trabajadores. Algunos compartían las propuestas del socialismo utópico, mientras que otros se inclinaban por el socialismo de cor­te marxista o por el anarquismo y, por tanto, buscaban cam­bios en el sistema económico y político. Asumían una acti­tud crítica frente al régimen y no dudaban en recurrir a la huelga en su lucha por una jornada máxima y un salario mí­nimo. Estallaron huelgas en todo el periodo, pero se mul­tiplicaron en algunos años: 1889 a 1891,1895,1900 y 1905 a 1907- En este último periodo se suscitaron dos movimien­tos importantes: Cananeay Río Blanco. Los mineros de Cananea, Sonora, buscaban mejorar las condiciones de los trabajadores mexicanos, peores que las de los estadouni­denses, y fueron reprimidos por policías rurales y volunta­rios llegados de Estados Unidos. Por su parte, los obreros textiles del oriente del territorio crearon el Círculo de Obre­ros Libres, integrado por más de 30.000 trabajadores y con

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ligas en Veracruz, Puebla, Querétaro, Tlaxcala, Oaxaca, Hi­dalgo y el Distrito Federal. Los empresarios redactaron un reglamento de trabajo que seguía contemplando extensas jornadas y descuentos salariales, y los obreros propusieron un contra-reglamento que reducía la jornada a 12 horas, in­cluía descanso dominical y abolía los descuentos y las tien­das de raya. La huelga estalló a principios de diciembre de 1906'. Los huelguistas solicitaron la mediación de Díaz, pero éste concedió poco y les pidió que levantaran el paro; los de Río Blanco se negaron y fueron reprimidos, algunos traba­jadores murieron y muchos fueron encarcelados.Delincuencia e instituciones de control

El programa de reforma social incluía la moderación de con­ducta y hábitos; se buscaba que los mexicanos fueran tra­bajadores, ahorrativos, racionales y moderados. De nueva cuenta, el consumo de alcohol y específicamente de pulque (ligado a las clases populares) se presentaba como uno de los principales enemigos que debían vencerse, pues, según se de­cía, los bebedores derrochaban su salario en bebida, se con­ducían impulsivamente y, frecuentemente, cometían actos criminales. El supuesto vínculo entre pulque y criminalidad se sustentó en estudios médicos y estadísticos, como los de Francisco Serralde y Roque Macouzet. Ellos concluyeron que los domingos, día en que más se bebía, aumentaban las de­tenciones en las comisarías, que descendían drásticamente cuando descarrilaba el tren que llevaba la bebida a la ciudad. En consecuencia, se reglamentó el consumo de pulque.

También preocupaban las diversiones públicas que po­dían despertar los bajos instintos del espectador, como, se­gún El Bien Social, lo hacían las corridas de toros.

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La capa y la espada son los estandartes de la sociedad mexicana; los restos de las prácticas medievales su mejor distracción. A ninguno como al pueblo gustan los últimos remedos de la bar­barie; ninguno como él goza de semejantes cuadros que debie­ran suprimirse para dar lugar á otros saludables é instructivos.

La opinión fue compartida, y en varios estados (Chihuahua, Michoacán, Guanajuato y Jalisco) se regularon las corridas de toros, así como las peleas de gallos. Al mismo tiempo, se promovieron la música, el teatro y los deportes.

Vagos y mendigos contravenían el modelo de conducta, pues violaban las exigencias de productividad; además se pensaba que manchaban la imagen de progreso de las ciu­dades. Fueron encarcelados o enviados al ejército, pues se les aplicaba la pena de deportación. Con el mismo objetivo se creó la colonia penal en las islas Marías, que también recibía a prostitutas y delincuentes menores. Diverso trato recibían los mendigos verdaderos, impedidos para trabajar, como ancianos y niños. Para evitar que vivieran de la limosna y durmieran en la calle se creó una serie de establecimientos. Al igual que los hospitales, algunos dependían del Estado, otros de la beneficencia particular y otros fueron fundados por comunidades religiosas. Destacan nuevamente las insti­tuciones de las congregaciones femeninas de vida activa, también asociaciones de seglares, como las Conferencias de San Vicente, que eran 400 en 1910 y tenían fuerte presencia en Jalisco.

En cuanto a los criminales, los delitos más comunes eran el homicidio y las lesiones, generalmente como resultado de riñas en pulquerías, calles, vecindades o sitios de trabajo. Las mujeres eran frecuente blanco de la violencia, muchas

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veces por parte de su pareja o de los hombres de su familia. Los delitos sexuales eran poco penados y menos castigados, pues las víctimas se enfrentaban a la incredulidad de poli­cías y jueces; por ello y por los humillantes exámenes que debían soportar, raras veces denunciaban. Los seguía en importancia el robo: en el campo privaba el abigeato, en la ciudad eran más comunes los robos sin violencia, el carteris- mo y el timo, o pequeños hurtos cometidos por empleados o, en ausencia de sus dueños, en habitaciones o casas. Los de­litos relacionados con el honor tenían poca representación numérica, pero la defensa del honor pesaba mucho en el imaginario y en los tribunales. El mejor ejemplo de ello es el duelo: muchos enfrentamientos se llevaron a cabo, pero en la capital sólo los participantes de dos duelos fueron proce­sados y sólo unos fueron condenados. Por otra parte, el con­tingente de criminales varones era mucho más alto que el de las mujeres (80 por ciento) y los índices de criminalidad fue­ron en aumento a lo largo del Porfiriato, sobre todo en el Distrito Federal, Veracruz, Hidalgo y Zacatecas.

A mayor ritmo que la criminalidad real creció el espacio que se le concedió en obras especializadas, literatura e im­presos; además, con el interés de atraer lectores, surgió el reportaje policial y aumentó la extensión de la nota roja (página dedicada a los crímenes, actos de sangre y robos). La pretensión de control estuvo vinculada a la pretensión de explicación, pero las explicaciones fueron múltiples: al­gunos explicaron la delincuencia como resultado de la se­cularización y la relajación de la moral (las revistas católi­cas), o tro s com o re su lta d o de la m o d ern id ad y la degradación de las costumbres (las revistas filantrópicas y algunas novelas), otros lo atribuyeron al determinismo o al

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fatalismo (explicación común en novelas realistas y en es­critos de especialistas).

A medio camino entre la protesta social y la delincuencia se ubica el bandido, quien de forma real o simbólica actua­ba como vengador y benefactor de los oprimidos; en ocasio­nes lo hacía castigando acciones injustas y repartiendo el botín entre los pobres (el más cercano a esta imagen fue Jesús Arriaga, Chucho el Roto), mientras que en otras sim­plemente desafiaba a las autoridades y humillaba a los po­derosos (como Heraclio Bernal, El Rayo de Sinaloa; Jesús Malverde; Santana Rodríguez, Santanón, e incluso Jesús Ne- grete, El Tigre de Santa Julia). Estos bandidos asaltaban caminos y vías férreas, atentaban contra el comercio y con­tra el orden, se convertían en figuras legendarias y atraían la simpatía de la comunidad. A todos ellos se les atribuyó (en su tiempo o más tarde) una historia común: empezaron a delinquir a causa de una injusticia, fueron perseguidos por los padres de la novia raptada, acusados injustamente de robo, maltratados por hacendados o militares. Algunos lu­charon por un cambio político-social: Bernal pugnó por la destitución de Díaz, el respeto a las elecciones y el reparto de tierras alas comunidades despojadas; Santanón luchó con los primeros revolucionarios; por último, al paso del tiem­po y en películas que se filmaron en la segunda década del siglo xx, El Tigre se ubicó en la revolución y combatió a militares y policías corruptos. Capturarlos fue difícil, pues las comunidades los protegían. Así pasó con El Rayo y con El Tigre (en la segunda película, filmada en 2001); sólo fueron atrapados con engaños (un policía disfrazado de ci­vil enamoró a la mujer que el El Tigre más quería, lo hizo quedarse con ella el tiempo suficiente para tenderle una

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trampa y sorprenderlo defecando detrás de una nopalera) o con recompensas (por dinero, uno de sus hombres traicionó a El Rayo). Algunos fueron fusilados (El Tigre), otros ahor­cados a escondidas (Malverde), otros muertos por sus cap­tores (Santanón) y otros murieron en circunstancias poco claras (Chucho el Roto, enfermo en San Juan de Ulúa). So­bra decir que el mito fue creciendo a lo largo del tiempo: todos ellos han sido protagonistas de corridos, novelas y películas, mientras que a Malverde, en Sinaloa, se le solicitan y atribuyen favores y milagros.

Fue la época de profesionalización de la policía. La vi­gilancia no se encargaba ya a ciudadanos, sino a agentes pagados por el Estado, organizados, uniformados y encar­gados de tareas múltiples: desde la captura de los criminales hasta el cumplimiento de su vieja misión, preservar el or­den, la limpieza e incluso la moral. También se reforzó la policía rural, creada en 1861 y que funcionó hasta 1914. En un intento por contar con una policía leal y manejada por el gobierno federal, Porfirio Díaz extendió su presencia (an­tes limitada al centro del país), su número (los rurales pa­saron de 900 en 1876 a 2.662 en 1911) y sus funciones (les encargó también la disidencia social). Efectivamente, fue­ron leales al ejecutivo y constituyeron un buen esfuerzo por contar con una policía centralizada, además de ser un fac­tor importante en el control del bandidaje. Sin embargo, si en el imaginario y la leyenda resultaron claves en la preser­vación del orden, estudios recientes han mostrado cómo ni los cuerpos rurales ni el ejército (reducidos en número y pre­supuesto) habrían bastado para preservar a un régimen que, como ya se dijo, tam bién debió mucho al desarrollo económico, al ferrocarril, la cooptación y la negociación.

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Por otra parte, se consumó el proceso de codificación. Al inicio del Porfiriato, el Distrito Federal y 14 estados conta­ban con códigos penales, mientras que sólo Veracruz te­nía uno procesal; al final, todas las entidades federativas contaban con ambos, que fijaban una pena para cada de­lito, regulaban los procesos y contemplaban los derechos de sospechosos, procesados y sentenciados. Por último, la justicia se fue profesionalizando, es decir, quedó someti­da a la ley y se confió a jueces profesionales. Sin embargo, quedaron abiertos algunos resquicios a los jueces legos y a los ciudadanos: los jueces de paz, encargados de proce­sar faltas o delitos leves, no debían contar con título pro­fesional; asimismo, en algunos estados se instituyó el jura­do popular, en el cual participaban ciudadanos comunes y corrientes.

A los delincuentes se les impusieron diversos castigos. Fue común la leva y el reclutamiento forzoso de opositores y líderes campesinos, vagos y delincuentes menores. Por otra parte, persistió la pena capital, aunque restringida. Sin embargo, la pena preferida por teóricos y legisladores fue la prisión, pues prom etía reeducar y reintegrar a los transgresores. Se remodelaron y adaptaron viejos edifi­cios, instalándose en ellos talleres y escuelas: es el caso del ex convento de Belem en la capital o del de Santa Cata­lina en Oaxaca. Además, se construyeron nuevas peniten­ciarías en diversas ciudades, como por ejemplo Guadala- j ara, Coahuila, Chihuahua o Salamanca. La más simbólica es Lecumberri, edificada con el sistema panóptico, que permite a un solo individuo, ubicado en el centro, vigi­lar constantemente a los prisioneros distribuidos en las extremidades.

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La Revolución Mexicana

En 1910 estalló la revolución, producto de factores políticos, económicos y sociales. En el aspecto social, pueden tomar­se en cuenta la concentración de la propiedad, la pérdida de tierras, la pobreza en el campo, las malas condiciones laborales y la precariedad de los salarios de los obreros, el desplazamiento de los artesanos, la imposibilidad de as­censo y la frustración de los sectores medios y, en general, la desigualdad económica y social. Así, participaron diversos grupos. El movimiento de Madero estuvo encabezado por hacendados liberales —como Francisco I. Madero y José María Maytorena—, además de miembros de las clases me­dias urbanas. Más tarde, durante la lucha contra Victoriano Huerta, a la dirección de las diferentes facciones revolucio­narias, zapatistas, villistas y carrancistas, se incorporaron intelectuales, profesionistas, periodistas, maestros, ranche­ros, campesinos prósperos, voceros de los pueblos y artesanos. La movilización fue intensa: para 1915 los ejércitos revolu­cionarios tenían entre 80.000 y 100.000 hombres, de diver­so origen. Los zapatistas estaban integrados en su mayoría por habitantes de los pueblos o campesinos libres, con una mí­nim a presencia de peones acasillados o que vivían en las haciendas. En el norte, las tropas villistas y carrancistas tu­vieron una composición más heterogénea: en estas últimas hubo obreros y trabajadores del mundo artesanal, ferroca­rrileros y mineros que se vieron muy afectados por la crisis económica de 1907; también hubo campesinos e indígenas yaquis y algunos peones de hacienda, pero la presencia cam­pesina fue mayor en los ejércitos de Villa, nutridos por va­queros y jornaleros agrícolas.

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En suma, la composición social de las facciones revolu­cionarias fue diferente, y también lo fueron sus demandas. Puede incluso decirse que no hubo una revolución sino va­rios movimientos revolucionarios. En conjunto, trastocaron las bases de la sociedad porfirista y dibujaron una sociedad que se asentaría sobre cimientos diferentes.La lucha y las aspiraciones campesinas Desde sus orígenes, en el movimiento armado estuvieron presentes los campesinos y sus demandas, aunque también participaron de forma activa otros grupos y sectores. El Plan de San Luis, promulgado por Francisco I. Madero, contempló la restitución de tierras arrebatadas arbitra­riamente a sus propietarios, pero indemnizando a los nue­vos dueños y buscando promover la pequeña o mediana propiedad individual. Además, el gobierno puso un límite a la extensión del latifundio; el excedente sería entrega­do a quienes solicitaran y pudieran pagar las tierras, que recibirían créditos y tendrían acceso a obras hidráulicas. En estos años se fraccionaron alrededor de 130.000 hectá­reas en estados como Baja California, San Luis Potosí, Vera- cruz, Tabasco y Chiapas.

Quedaron desatendidas las exigencias de reforma agraria en regiones de fuerte tradición comunal. En Morelos, Emi­liano Zapata se levantó en armas por la restitución de tierras a los pueblos. El 1911 el Plan de Ayala, al igual que el de SanI ,tiis, contempló la restitución de tierras a sus legítimos pro­pietarios, que debían exhibir el título legal. Pero también introdujo la dotación. Considerando que «la inmensa ma- y< >ría de los pueblos y ciudadanos mexicanos no son más dueños que del terreno que pisan, sufriéndolos horrores de

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la miseria sin poder mejorar su condición social ni poder dedicarse a la industria o a la agricultura por estar monopo­lizados en unas cuantas manos las tierras, montes y aguas», se comprometió a expropiar un tercio de los latifundios para repartirlos a los campesinos, que podrían poseerlos y admi­nistrarlos en común. Así, a diferencia de Madero, Zapata defendió la propiedad colectiva.

Por su parte, en 1913 Francisco Villa ordenó expropiacio­nes de grandes propiedades, sin indemnización, y que pri­mero serían administradas por el gobierno para sostener a su ejército y después serían repartidas entre veteranos y sus viudas; sólo el excedente sería dedicado a restituir a propie­tarios despojados. Por tanto, tomó las haciendas y las admi­nistró, sin proceder al reparto. Dos años más tarde se habló también de restituir o dotar a campesinos que no poseían o habían poseído propiedades.

Al derrotar a Victoriano Huerta, villistas y zapatistas con­trolaban importantes regiones del país y habían empezado a dividir latifundios y repartir tierras. Por tanto, habían co­menzado a desmantelar a la vieja oligarquía rural, y un nue­vo tejido social se dibujaba. El proyecto de reforma agraria se consolidó en la Convención Revolucionaria, celebrada en Aguascalientes en octubre de 1914, a la que asistieron villis­tas, zapatistas y carrancistas. El carrancismo, hasta ese mo­mento, no tenía un program a social, pero debió formular­lo al romper su alianza con los dos primeros grupos y por la necesidad de ganar apoyo campesino. En diciembre de 1914 se publicaron las adiciones al Plan de Guadalupe, y en enero de 1915, una ley agraria (casi al mismo tiempo que se pacta­ba con la Casa del Obrero M undial, como se verá más ade­lante). Tanto la adición com o la ley estaban comprometidas

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con la restitución y la dotación, y contemplaban la división del latifundio, previa indemnización y concediendo a los propietarios la posibilidad de ampararse judicialmente. Ca­rranza habría querido postergar las confiscaciones, pero los gobernadores de Veracruz (Cándido Aguilar) y Yucatán (Salvador Alvarado) las iniciaron. El segundo dispuso que las haciendas henequeneras sólo conservarían 50 hectáreas, el resto se repartiría entre los peones, quienes podrían uti­lizar las desfibradoras de henequén de la hacienda hasta comprar las suyas.

Tras dos años de cruenta lucha entre las facciones, los constitucionalistas se impusieron y se reunió el Congreso Constituyente. Según el artículo 27 de la Constitución, las tierras expropiadas quedarían en poder de la nación, pro­pietaria original del suelo. Cada estado fijaría la máxima extensión de la propiedad (en general, no más de 150 hectá­reas); el resto sería restituido o entregado a los campesinos mediante ejidos inalienables, que podían heredarse pero no venderse, y que podían trabajarse en común. Por tanto, se optó por un modelo mixto, que combinaba la pequeña pro­piedad individual con la comunal.Los trabajadores y la legislación laboral

Bajo la presidencia de Madero se crearon sindicatos inde­pendientes, de diversas ideologías e influencias, desde la tradición mutualista hasta el anarcosindicalismo, con im­portante presencia del catolicismo social, que a partir de 1891, con la publicación de la encíclica Rerum Novarum, había ganado peso entre los trabajadores. Una de las orga­nizaciones más importantes fue la Casa del Obrero M un­dial (COM), inaugurada en 1912, que coordinó a diversos

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sindicatos de la capital. Asimismo, para regular los conflic­tos entre patrones y trabajadores se estableció el Departa­mento del Trabajo. Sin embargo, a pesar de que Madero favoreció la obtención de derechos laborales, no pensó en cambios radicales. Por lo anterior, y en un contexto de lucha revolucionaria y esperanza de transformación, de debili­dad de los empresarios, de recesión económica, de inflación y carestía, las huelgas se multiplicaron. Durante los gobier­nos maderista y huertista, los obreros reaccionaban a los mismos problemas que sus antecesores, pues ni leyes ni condiciones laborales habían cambiado. En sus últimos meses, Huerta endureció su política, reprimió las huelgas y declaró ilegal a la COM (Casa del Obrero Mundial).

Las demandas obreras fueron recogidas en la Conven­ción Revolucionaria. Los gobernadores carrancistas no se quedaron atrás y en México, Aguascalientes, San Luis Po­tosí, Puebla, Tlaxcala, Tabasco y Veracruz contemplaron la existencia de salario mínimo y jornadas máximas (entre 8 y 10 horas). Se aliaron con la COM y reiteraron el compro­miso contraído en las adiciones al Plan de Guadalupe, a saber, «mejorar por medio de leyes apropiadas la condición de los trabajadores», y elaboraron un proyecto de legislación laboral que se recogió en la Constitución de 1917- Por su par­te, los obreros, «con el fin de acelerar el triunfo de la revolu­ción constitucionalista e intensificar sus ideales en lo que afecta a las reformas sociales», formaron batallones rojos, que lucharon por el triunfo del carrancismo.

Efectivamente, las victorias carrancistas fueron acompa­ñadas de medidas que respondían a las exigencias de los trabajadores, aunque la relación no estuvo exenta de tensio­nes, sobre todo en el año 1916, pues ante las difíciles condi­

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ciones económicas y algunas resoluciones de los constitucio- nalistas, los obreros buscaron desvincularse de la lucha política para centrarse en la lucha de clases. Carranza di­solvió la Casa del Obrero Mundial, pero un nuevo acerca­miento con los obreros se hizo patente en los resultados de la Constitución, que fijó la jornada máxima en 8 horas (6 para menores de 16 años, con pago de horas extras), garanti­zó el descanso dominical, prohibió el trabajo de menores de 12 años, permitió la huelga y creó el Tribunal Federal de Conciliación y Arbitraje para que mediara en los conflictos.Las mujeres en la revoluciónLas mujeres participaron de múltiples formas en la lucha revolucionaria. Desde mujeres de clase media que cuidaban a los heridos y organizaban a las enfermeras, hasta soldade­ras, militares que dirigieron tropas o intelectuales que cola­boraron en la formulación de proyectos.

Las soldaderas acompañaban a sus hombres, prepara­ban alimentos, atendían a los heridos. Muchas fueron obje­to de maltrato y abuso sexual; en general, la violencia revo­lucionaria acrecentó la ya existente violencia contra las mujeres, que se convirtieron en botín de las tropas. Otra ima­gen presentan los corridos que se les dedicaron; famoso es el de Adelita, «la mujer que el sargento idolatraba, que ade­más de ser valiente era bonita, y hasta el mismo coronel la respetaba». O un corrido cantado en la época:

Ese día por la mañana comenzaron a bajar

heridos por todas partes y el cañón a disparar.

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Andaban las pobres «juanas» empinadas de los cuerpos recogiendo a los heridos

y rezándole a los muertos.

Unas eran de la sierra Las más de las poblaciones

Eran todas muy bonitas Y de muchos pantalones...

(Esparza Sánchez)

Otras mujeres sobresalieron en el combate y obtuvieron grados militares. Entre los zapatistas, la coronela Amelia Robles, cuando se indultó en 1918 comandaba 315 hombres y siguió activa por muchos años, apoyó a Alvaro Obregón en su batalla contra Adolfo de la Huerta y defendió la candida­tu ra de Almazán. Por otra parte, en las postrimerías del Porfiriato las mujeres militaron en el frente antirreeleccio- nista, para más tarde participar en la revolución. Como ejemplo, la maestra Dolores Jiménez y Muro y la tipógrafa Juana Belén Gutiérrez de Mendoza, que formaron parte de clubes liberales, fundaron asociaciones que lucharon por la democracia y se incorporaron a las filas del zapatismo. Tam­bién debe mencionarse la importancia de Hermila Galindo, secretaria particular de Carranza, enviada como represen­tante y difusora del constitucionalismo en países latinoame­ricanos. Todas ellas pugnaron por que la revolución social fuera acompañada por un cambio en la situación de la mu­jer y por que el discurso igualitario de los revolucionarios se hiciera efectivo para las mujeres.

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En la Convención Revolucionaria de 1914 se tomaron dos acuerdos: se permitió la investigación de la paternidad, prohibida en el código de 1884, y, siguiendo una propuesta zapatista, se aprobó el divorcio, que no estaba permitido, pues hasta entonces era el único contrato indisoluble acep­tado por la ley y sólo se admitía la «separación de cuerpos». En el mismo año Carranza se sumó a la adopción del divor­cio. Para algunas feministas, la medida resultaba más favo­rable al hombre, pues la ley seguía reflejando una doble moral, más permisiva para el esposo, y se temía que su apli­cación propiciara el abandono de las mujeres. Poco des­pués, la Ley de Relaciones Familiares de 1917 mitigó algu­nas desigualdades de la mujer en el matrimonio: amplió los derechos que las madres tenían sobre sus hijos, contem­pló la igualdad de los cónyuges en la administración de los bienes mutuos y otorgó a la esposa la libertad de manejar los propios sin autorización del marido; asimismo, retomó el divorcio y dispuso una igual penalización para el adulte­rio cometido por ambos (antes se penaba más el femenino) y le dio el mismo peso como causa de separación (antes pe­saba más el femenino).

En 1916 se celebraron en Mérida los dos primeros con­gresos feministas. Contaron con el apoyo del gobernador, Salvador Alvarado, quien tomó medidas que favorecían la educación y el trabajo femeninos y protegían a las prostitu­tas. Además de la igualdad en la familia y la educación, las delegadas demandaron el derecho al voto municipal, que por esos años obtenían las sufragistas inglesas y estado­unidenses. Hermila Galindo llevó la demanda al Congreso Constituyente; sin embargo, en la Constitución de 1917 el sufragio siguió siendo masculino.

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El anticlericalismo revolucionarlo

Porfirio Díaz adoptó una política de conciliación con la Igle­sia, y las leyes que la afectaban fueron aplicadas de forma laxa; gracias a ello, el clero recuperó espacios de acción so­cial. Se habló ya de la expansión del catolicismo social y su impacto en las organizaciones obreras, así como de las con­gregaciones de vida activa, que en el Porfiriato se multipli­caron: se establecieron más de 20 comunidades, dedicadas a la enseñanza, al cuidado de enfermos y menesterosos, y tu ­vieron edificios que alojaban a las religiosas y a sus estableci­mientos. Madero siguió con esta política y, además, abrió juego a la participación política del clero; en 1911 se creó el Partido Nacional Católico (PNC), que en las elecciones de 1912 obtuvo gubernaturas y escaños en el Congreso.

Cuando Madero fue derrocado, un diario católico publi­có un desplegado del Vaticano felicitando a Huerta por ha­ber restablecido el orden. Los carrancistas culparon al clero mexicano de haberse sumado a la aclamación y de haber apoyado al régimen huertista, así como de haberle presta­do dinero. Tomaron represalias. El PNC se disolvió, muchos templos fueron saqueados, edificios propiedad del clero fue­ron expropiados, y algunos gobernadores o jefes militares, como Salvador Alvarado en Yucatán y Joaquín Amaro en Michoacán, expulsaron a sacerdotes extranjeros y se opu­sieron a la educación religiosa, que estaba prohibida en instituciones públicas, pero permitida en establecimientos privados. En 1916 la ley electoral excluyó la participación de partidos con denominación religiosa.

La Constitución siguió esta tendencia. Prohibió a los sa­cerdotes asociarse con fines políticos y votar, ratificó la pro­hibición de que el clero tuviera bienes o los administrara, la

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laicidad de la educación pública y privada, y la seculariza­ción de los hospitales y la beneficencia.Las consecuencias dem ográficas o el millón de muertos

En 1921 el primer censo efectuado al final de la etapa arma­da registró casi un millón menos de mexicanos. Algunos murieron en batalla o fueron fusilados, otros perecieron por hambre o enfermedad, otros migraron a Estados Unidos; además, se interrumpió el ritmo de natalidad, lo que frenó el crecimiento poblacional.

La lucha revolucionaria trastocó las instituciones, generó diversas formas de violencia cotidiana, acentuó la movilidad de la población, interrumpió la producción y con ello provo­có el desabastecimiento de alimentos y el hambre. Las enfer­medades proliferaron; incluso las que estaban hasta cierto punto controladas, como la viruela, cobraron nuevos bríos. Una de ellas, la influenza española, en 1918 y 1919 afectó a todas las regiones, edades y sectores sociales; según el médi­co y bacteriólogo estadounidense E. Oakes Jordán, ocasionó la muerte de medio millón de mexicanos. Los escasos hospi­tales que permanecían abiertos se vieron excedidos, por lo que se crearon instituciones de emergencia: a la Cruz Roja, creada en los últimos años del Porfiriato, se sumaron la Verde y la Blanca, además de la Azul, de los villistas, que atendía en carros de ferrocarril. Por ello, las medidas tomadas para evi­tar la propagación de enfermedades fueron más drásticas que antes. En el centro del país, entre 1915 y 1916, para dete­ner el tifo, que era transmitido por piojos, los individuos que los tenían fueron rapados, los enfermos llevados a la fuerza a los hospitales, y se prohibió la realización de velorios.

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Sin embargo, como en otros aspectos, al hablar de des­censo de la población hay que marcar diferencias regionales. M ientras que Durango, Nuevo León, San Luis Potosí, Zacatecas, Aguascalientes, Guanajuato, México y Morelos perdieron más del 10 por ciento de la población, otros per­dieron menos pobladores o se vieron beneficiados por la llegada de personas que huían de la violencia y el hambre, como Baja California Norte, Colima, Coahuila, Tamaulipas y Tabasco, y el Distrito Federal, que contaba con 720.000 pobladores en 1910, llegó a 906.000 en 1921.

La década de 1920

Al caer Carranza ascendieron al poder dos revolucionarios sonorenses: Alvaro Obregón y Plutarco Elias Calles. En esta década la intensidad de la lucha fue menor que en la ante­rior, pero no fueron años de paz: hubo rebeliones militares y la guerra cristera asoló el centro del país. Por otra parte, fue­ron años de reacomodo social, producto del desplazamiento de la oligarquía porfirista, la emergencia de nuevos actores y una primera fase en la aplicación de los cambios contem­plados por la Constitución (aunque los efectos, en diversos aspectos y regiones, sólo se notarían al paso del tiempo).

Se había derrumbado la estructura social, sobre todo en el campo. Los miembros de la oligarquía porfirista ha­bían salido al exilio y algunos estaban regresando. Entre la élite urbana hubo quienes lograron conservar bienes y for­tunas, pero no sucedía lo mismo con la rural. Se estaba gestando un relevo de las élites, no sólo a nivel político sino también económico, pues la revolución carrancista había

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permitido a sus militares, originarios de las clases medias, obtener poder y dinero. Además, surgían nuevos actores y grupos en el campo y la ciudad. Fue una etapa de inten­so activismo por parte de campesinos, trabajadores, maes­tros, estudiantes, inquilinos, mujeres. La revolución abrió paso a una nueva estructura de propiedad y cambió las re­glas de las relaciones entre obreros y patrones, y con los años siguieron atendiéndose demandas sociales y contemplando medidas para favorecer a los trabajadores y a los grupos populares. Gobernadores como los de Michoacán (Fran­cisco Múgica y Lázaro Cárdenas), Veracruz (Adalberto Te- jeda), Tabasco (Tomás Garrido Canabal), Yucatán (Felipe Carrillo Puerto) y San Luis Potosí (Saturnino Cedillo) fue­ron receptivos a las demandas y se convirtieron en pun­tas de lanza en el terreno laboral, agrario, educativo y re­ligioso. Sin embargo, no todos los logros de la revolución se notaron de forma inmediata; además, los cambios fue­ron conflictivos. El reacomodo social, la reforma agraria y las concesiones a obreros y grupos populares estrecharon los vínculos de los grupos beneficiados con el proyecto re­volucionario y sus líderes, pero generaron descontentos entre los sectores que quedaron al margen, que no vieron satisfechas sus demandas o que tenían intereses, ideas o visiones alternativas.

Por tanto, en la década de 1920 el tejido social porfiria- no se había transformado y el nuevo todavía se estaba te­jiendo; en palabras del periodista y literato M artín Luis Guzmán, el país había roto sus viejos moldes, pero todavía no encontraba moldes nuevos «en que derramar su con­tenido vital». Fue un periodo de búsquedas, acomodos y re­diseño social.

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Reforma agraria y conflic to en el campo

Según dispuso la Constitución, tocaba a los legisladores es­tatales fijar el límite del latifundio y la extensión de las par­celas que podía recibir cada familia. Las solicitudes debían enviarse a los gobernadores; para auxiliarlos debía crear­se en cada estado una Comisión Agraria. Podían beneficiarse pueblos, rancherías, congregaciones, condueñazgos y comu­nidades, ya sea que solicitaran una restitución y pudieran demostrar que habían sido despojadas después de 1856', o que solicitaran una dotación y demostraran que necesitaban las tierras para subsistir. Además de las parcelas en usufruc­to, recibirían pastos y bosques indivisibles y de uso colectivo.

En 1917 Carranza entregó 90.000 hectáreas, pero la can­tidad disminuyó drásticamente en los años siguientes. Para­lelamente, devolvió algunas haciendas intervenidas. La re­forma agraria debió esperar al gobierno de los sonorenses, aunque las cantidades y condiciones de tierras entregadas cambiaron en los diferentes periodos presidenciales.

Alvaro Obregón se alió con los antiguos zapatistas, y el Partido Nacional Agrarista fue el pilar de su gobierno. Ello explica que iniciara la repartición a mayor escala, sobre to­do en sus primeros meses de gobierno y en los últimos, tras la rebelión de Adolfo de la Huerta, pues en ambos momen­tos buscó el apoyo campesino. La Ley de Ejidos, promulga­da en 1920, fijó el límite de la propiedad privada inafectable por el reparto agrario en 50 hectáreas, aunque se hicieron muchas excepciones justificadas por la «racionalidad econó­mica» de explotaciones de mayor extensión. Dos años des­pués se fijó el límite de la propiedad que se repartiría a cada familia: de tres a cinco hectáreas en terrenos de riego y de cuatro a seis de temporal.

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Plutarco Elias Calles no detuvo el proceso; por el contra­rio, bajo su gobierno aumentaron las hectáreas entregadas. Estaba preocupado por reanudar la producción agraria y por la seguridad jurídica de los propietarios; de hecho, habría preferido la vía de la propiedad privada. Las leyes expedidas bajo su gobierno respondieron a dichas preocupaciones. En 1925, con el fin de estimular a los usufructuarios a introdu­cir mejoras en su propiedad y buscar el máximo rendimien­to de su parcela, se expidió la Ley de Patrimonio Ejidal, el ejido se dividió en parcelas y se garantizó la posesión le­gal. Más tarde, en 1927, se amplió a 150 hectáreas la exten­sión de las propiedades inafectables. Por otra parte, para do­tar de agua a los campesinos se fundó la Comisión Nacional de Irrigación y se expidió una ley de irrigación. Además, se creó el Banco Nacional de Crédito Agrícola, que brindaría a los ejidatarios y comuneros la posibilidad de adquirir crédi­tos para semillas y maquinarias, contrataría obras y fomenta­ría empresas de producción y comercialización. Para el re­parto agrario durante estos años (ver Tabla 5).

La reforma agraria generó diversos conflictos. Los cam­pesinos que habían sido despojados de sus tierras en años anteriores denunciaban las grandes propiedades y presiona­ban la restitución; para ello invadían predios. Los agraristas, campesinos beneficiados por el reparto, quedaron ligados al gobierno y le eran leales, reclutándose en las tropas cuando había rebelión. Sin embargo, muchos campesinos queda­ron fuera de la reforma agraria, que hasta 1930 fue limitada: para ese año, el porcentaje de tierras ejidales correspondía a un 10 por ciento de las tierras privadas, y sólo las había re­cibido aproximadamente el 18 por ciento de la población que vivía de la agricultura. Además, en muchos casos, las tierras

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entregadas eran de mala calidad y poco fértiles, los usufruc­tuarios no tenían agua, semillas o maquinaria y las cultiva­ban con técnicas atrasadas. Por tanto, no se había producido una mejora en las condiciones de vida del campo.

Tabla 5. Reforma agraria, 1917-1928

Periodo Hectáreasrepartidas

Proporción respecto a la superficie del

país

Campesinosbeneficiados

Proporción respecto a

la población dedicada a la

agricultura

Promedio de hectáreas

Carranza(1917-1920) 134.240 0.1 % 40.068 1.1 % 3,4

De la Huerta (1920) 33.696 46.398 1.3 % 5,3

Obregón(1920-1924) 1.133.813 0,6 % 181.196 5,1 % 8,4

Calles(1924-1928) 2.972,876 1,5 % 478,624 13,3 % 10,6

Portes Gil (1828-1930) 171.577 4,7% 10

Fuente: James W. Wilkie, La Revolución Mexicana 0910-1976). México, FCE, 1967.

Hubo muchas inconformidades. Las de los propietarios despojados, por supuesto. Muchos nunca fueron indemni­zados. Algunos latifundistas recurrieron al amparo, otros dividieron la tierra entre familiares y prestanombres con el fin de conservar su propiedad, y otros, para impedir la divi­sión, negociaron con los militares revolucionarios (excepto en las zonas antes ocupadas por el zapatismo) o crearon guardias privadas para enfrentarse a los campesinos e inti­midarlos (como la Mano Negra en el centro de Veracruz). También medianos y pequeños propietarios perdieron tie­rras, bien por restitución o dotación, o por invasiones por parte de ejidatarios. Además, muchos grupos quedaron fuera

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del reparto; no tenían en esos años derecho al reparto los peones acasillados, que incluso se veían perjudicados, pues al dividirse tierras de las haciendas perdían su fuente de tra­bajo o las parcelas que rentaban.

El descontento y la tensión afloraron durante la guerra cristera, que fue el conflicto más extendido en el área rural. El problema central fue el asunto religioso, pero el conflicto convocó a diferentes segmentos de la sociedad, principalmen­te en el campo. Los enfrentamientos recientes entre gobier­no y clero se remontan a la revolución y encuentran antece­dente inmediato en la Constitución y su carácter anticlerical, así como en la oposición del clero a los ordenamientos cons­titucionales. Bajo el gobierno de Obregón, observando las prescripciones, se clausuraron conventos femeninos, semi­narios y templos. Continuó la expropiación de edificios que pertenecían al clero para donarse a organizaciones obreras y campesinas, y sacerdotes que violaban las leyes fueron expulsados, entre ellos el delegado papal por violar la ley que prohibía celebrar actos religiosos fuera de los templos, pues encabezó la masiva ceremonia realizada en el Cerro del Cubilete en 1923 en honor de Cristo Rey. Además, hubo manifestaciones de anticlericalismo, apoyadas por sindica­tos obreros. Se suscitaron ataques a templos, y en 1921 se colocó una bomba en la Basílica de Guadalupe. En respues­ta, los católicos realizaron manifestaciones en desagravio y, cuando el delegado papal fue expulsado, decenas de hom­bres y mujeres, vestidos de negro, se dieron cita en las esta­ciones por donde pasaba el ferrocarril. La tensión aumentó hasta llegar al conflicto armado. Los estados fijaron el núme­ro máximo de sacerdotes: si Jalisco contempló uno por cada5.000 habitantes, Sonora uno por cada 10.000 y Tabasco,

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el más radical, uno por cada 30.000. En 1925, el líder sindical Luis Morones pretendió fundar una iglesia cismática mexi­cana. Como reacción, se fundó la Liga de Defensa Religiosa. Un año después, la Ley Calles fijó sanciones penales a la vio­lación de los preceptos constitucionales que regulaban igle­sias y cultos. La Iglesia declaró la suspensión del culto públi­co, los seglares organizaron protestas y boicots económicos, y se produjeron los primeros levantamientos armados.

El lema de los alzados era «Viva Cristo Rey», por eso el conflicto se conoce como «guerra cristera». Contó con una enorme participación de hombres y mujeres básicamente en zonas rurales, primero en Jalisco, Zacatecas, Guanajuato y Michoacán, luego en casi todo el centro del país, con excep­ción de las grandes ciudades. Entre 1926' y 1929 el culto se practicaba clandestinamente, al igual que los sacramentos, en casas de particulares. El conflicto terminó con un acuer­do de convivencia pacífica, los rebeldes recibieron una am­nistía y se abrió una nueva etapa de conciliación o laxa apli­cación de las leyes que afectaban al clero.Movimiento obrero y sindicalismo

El movimiento obrero estuvo dividido. En la convención que se celebró en Tampico en 1917 se pusieron de manifiesto dos tendencias. Por una parte, estaba el grupo representado en la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM), crea­da en 1918, en la tercera convención, bajo el liderazgo de Luis Morones, que dominó en los años siguientes, sobre to­do a partir de 1924, y que estaba dispuesto a colaborar con el gobierno a cambio del respeto a las leyes laborales y la me­diación en los conflictos. Por otra parte, el sector representa­do en la Confederación General del Trabajo y poco después

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por el Partido Comunista Mexicano, que agrupaba a los sin­dicatos más combativos e independientes, y optó por el anarcosindicalismo, la lucha del proletariado y la modifica­ción de las relaciones de producción y distribución.

En la etapa de Obregón se realizaron 962 huelgas, sin precedente por el número de participantes y por su alcance geográfico. La mayoría se desencadenó por motivos salaria­les o despidos injustificados.

Tabla 6. Huelgas y resultados, 1920-1929

Año Huelgas Trabajadores que participaron

Resoluciones favorables a los

obreros

Resoluciones favorables a los

patrones

1920 173 88.536 33% 22%

1921 310 100.380 13% 24%

1922 197 71.382 46% 6%

1923 146 61.403 28% 13%

1924 136 23.988 50% 23%

1925 51 9.861 50% 34%

1926 23 2.977 39% 34%

1927 16 1.005 25% 25%

1928 7 498 77% 14%

1929 14 3.473 85% 35%

Fuentes: Censo y anuario del Departamento de la Estadística Nacional.

Como puede observarse en el cuadro anterior, la mayor parte de las decisiones favorecieron a los obreros. Se prepa­raba el acercamiento, que se consumó con el ascenso de Plutarco Elias Calles a la presidencia, quien buscó en la CROM y el Partido Laborista su fuente de apoyo. En 1924 el dirigente obrero Luis Morones fue nombrado ministro de

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Industria, Comercio y Trabajo. La CROM dispuso que nin­gún sindicato podía declarar huelgas sin su aprobación; el resto fueron declaradas ilegales o inexistentes, así el nú­mero de protestas —reales o registradas— bajó notablemen­te en los siguientes años: entre 1925 y 1928 sólo se registra­ron 97, en las que participaron unos 14.000 trabajadores; el año más bajo fue 1928, con 7 huelgas y menos de 500 par­ticipantes. En el descenso de huelgas, además del control de la CROM y la cooptación de líderes, o incluso de una altera­ción en el registro de los movimientos, pudo haber pesado una mejor voluntad de las autoridades y un mayor cumpli­miento de las leyes, pero no hubo una mejora en el nivel de vida. Según el Departamento de Estadística Nacional, en 1924 el salario de los trabajadores de la industria del vestido era en promedio de 2,63 pesos diarios, en 1925 de 2,24 y en 1928 de 2,36; por tanto, no aumentó y, considerando la in­flación en términos reales, decreció.

Además del conflicto obrero, de dimensión nacional, hubo movimientos locales. Destaca en 1922 la protesta de inquilinos en Veracruz en contra de los abusos de admi­nistradores y propietarios, dirigida por Ilerón Proal, que logró el congelamiento de rentas. O bien, en la ciudad de México, la lucha encabezada por la Federación de Estu­diantes a favor de la autonomía universitaria, que se obtu­vo en 1929.Viejas diferencias, ¿nuevas igualdades?

El censo de 1921 incluyó el componente racial: registró un 59 por ciento de mestizos (alrededor de 8,5 millones) y un 29 por ciento de indígenas (poco más de 4 millones), pero en algunos estados la proporción de estos últimos era mayor,

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en Chiapas el 48 por ciento, en Puebla y Tlaxcala el 55 por ciento y en Oaxaca el 69 por ciento.

El indigenismo fue un ingrediente importante del dis­curso y la política oficial. La exaltación del pasado prehispá- nico y el rescate de sitios arqueológicos continuaron; por ejemplo, Manuel Gamio coordinó a un amplio grupo de in­vestigadores en Teotihuacan, y más tarde Alfonso Caso se interesó por Monte Albán. A ello se sumó el interés y la reva­lorización de los indígenas del momento. La Dirección de Antropología promovió la música, la danza, los rituales y las artesanías de indígenas de diferentes regiones del país; a una visión única de lo indígena contrapuso la pluralidad cultural, que vió como parte esencial de la cultura nacional, es decir, del presente mexicano. Además, se consideró que los indígenas podrían convertirse en ciudadanos y formar parte del desarrollo político, social y económico. Sin embar­go, bajo una postura paternalista, la integración seguía su­poniendo el mejoramiento de los indígenas (a través de la eugenesia, la alimentación, la salud), la educación (en caste­llano) y la incorporación al mercado y la producción (bus­cando que sus productos llegaran al mercado).

La educación de los indígenas y, en general, la educa­ción fueron prioritarias. La Constitución permitió la inter­vención del gobierno federal en la educación estatal, el presupuesto federal destinado a la educación excedió por mucho al que había tenido antes y se creó en 1921 la Secre­taría de Educación Pública (SEP), que recibió gran impul­so bajo la dirección de José Vasconcelos. La federación abrió muchas escuelas: si en 1925 sostenía 2.523, en 1930 eran 7.071 (mientras que el número de escuelas de estados y mu­nicipios permaneció estable, entre 9-000 y 10.000, y las

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particulares pasaron de 1.629 en 1925 a 3.904 en 1928). Hubo una gran preocupación por la alfabetización de niños y adultos, sobre todo por los que habían quedado margina­dos, como campesinos, indígenas o mujeres adultas.

Se crearon la Casa del Estudiante Indígena, internado para niños que, presumiblemente, al salir transmitirían lo apren­dido a sus comunidades, y las Misiones Culturales, que, se­gún declaró la SEP, perseguían los siguientes fines:

Cada misión será una escuela ambulante que se instalará tem­poralmente en los centros de población en que predominen los indígenas, ocupándose en el mejoramiento profesional de los maestros, en ejercer influencia civilizadora sobre los habi­tantes de la región, despertando interés por el trabajo, creando capacidad necesaria para explotar oficios y artes industriales que mejoren su situación, enseñando a utilizar los recursos lo­cales e incorporándoles lenta pero firmemente a nuestra civi­lización.

Las misiones, que estaban integradas por voluntarios dispuestos a llegar a los sitios más aislados, tuvieron pre­sencia en todo el país y aumentaron paulatinamente: en 1925 eran 77, en 1938 eran 150. Además, se creó la Dirección de Cooperativas Agrícolas, que buscaba promover formas co­munales de producción. Por tanto, al igual que antes, la in­tegración seguía condicionada a la aculturación y la moder­nización, aunque se nota un mayor respeto por la cultura indígena y formas tradicionales de organización.

Tratar el tema de los criterios de igualdad y diferencia con­duce también a las mujeres y al género. La concepción de gé­nero no cambió e incluso se buscó reforzarla: como ejemplo,

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el contenido de la educación impartida en las escuelas voca- cionales, pues se formaba a las alumnas para el cuidado del hogar y, dada la influencia de la eugenesia, se les transmitían conocimientos de puericultura. O la celebración del Día de la Madre, importante a partir de 1922. Sin embargo, la re­volución sentó las bases de un cambio legal que marchaba hacia la igualdad y que permitió a las mujeres incursionar en el espacio público.

La participación de las mujeres en la lucha social conti­nuó en esta década: en 1920 se realizó el Congreso de Obre­ras y Campesinas, y las mujeres participaron en sindicatos mixtos o femeninos. Además, siguieron ganando sitios en el mundo profesional: Guadalupe Zúñiga de Morales se convirtió en la primera juez de un tribunal de menores; ha­bría que esperar para que ocuparan un sitio en juzgados pe­nales o civiles. Por otra parte, continuó la lucha por eliminar las restricciones legales en el ámbito político. Muchas femi­nistas se afiliaron al PCM. Además, lucharon por obtener el voto y, en general, la igualdad jurídica respecto a los hom­bres. En 1918 Hermila Galindo, aprovechando que la Cons­titución no explicitaba la exclusión de las mujeres, se pre­sentó a elecciones como diputada y ganó, pero el colegio electoral no la reconoció. El estado de Yucatán siguió sien­do pionero: en 1922 el gobernador Felipe Carrillo Puerto concedió a las mujeres el derecho de votar y ser votadas. Un año más tarde se celebró el Primer Congreso Nacional Fe­minista; fue un año clave para la participación política y los derechos de la mujer: se brindó a las viudas la posibilidad de obtener la restitución o la dotación de tierras; se les conce­dió el voto en San Luis Potosí; además, en Yucatán, tres mujeres fueron elegidas como diputadas, entre ellas Elvia

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Carrillo Puerto, hija del gobernador, mientras que Rosa To­rres fue la primera regidora de Mérida.

También en Yucatán, se emprendió una política de con­trol de la natalidad, que difundía los métodos anticoncepti­vos de una médica feminista de Estados Unidos, Margaret Sander. No sólo se cuestionaba el vínculo entre felicidad y extensión de la familia, sino que se consideraba como in­moral que las madres trajeran al mundo niños que crece­rían abandonados, desnutridos y enfermos; incluso se habló del derecho de las mujeres sobre su cuerpo. Por vez primera, el crecimiento de la población no se asoció con el progre­so de la nación. Por otra parte, una ley de divorcio contempló la separación por mutuo consentimiento; llegaron muchos estadounidenses a divorciarse, pues se distribuyeron folle­tos que reproducían la ley y ofrecían arreglos para el viaje. Se recibieron más demandas de maridos, pues, en la prácti­ca, las esposas, como le sucedió a la mujer de Carrillo Puerto, obtenían sentencias desfavorables.

A la muerte de Carrillo Puerto otros estados tomaron la batuta. En Tabasco y Chiapas se concedió el voto a las muje­res; en 1929, en su declaración de principios, el Partido Na­cional Revolucionario (PNR) ofreció ayudar a las mujeres en su acceso a la política, pero el derecho al voto federal de­bió esperar todavía varios años.

Mientras esto sucedía, se modernizaba un sector de mu­jeres urbanas, de clases acomodadas o medias. Cambió su imagen, difundida por el cine mudo. Lo nuevo era la delga­dez, el pelo corto, el abandono del corsé y el uso de vestidos sueltos y collares largos. Sin embargo, el cambio no fue fácil. Mujeres modernas como Antonieta Rivas Mercado o Frida Kahlo enfrentaron destinos trágicos, las «pelonas» fueron

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objeto de burlas y agresiones. El cambio en la situación de las mujeres y su imagen debía vencer la oposición masculina y, en general, la resistencia cultural.La dictadura sanitaria y la recuperación demográfica

En el Congreso Constituyente de 1916 y 1917, la salud, ahora vista como derecho de los mexicanos y responsabilidad del Estado, fue un tema central. La decidida intervención de las autoridades durante la etapa de la lucha armada había de­jado huella, y hombres como José María Rodríguez, com­pañero de armas de Carranza, defendieron la denomina­da «dictadura sanitaria» o la facultad del gobierno federal para impedir la propagación de enfermedades y dictar me­didas para todo el país, pues antes el presidente y el Congre­so sólo tenían injerencia en el Distrito y territorios federales. Algunas voces se alzaron en defensa de la autonomía estatal, pero triunfó la federalización y en 1917 se creó el Departa­mento de Salud Pública (DSP), cuyas disposiciones debían ser acatadas en los estados y estaba dotado de facultades extraordinarias en caso de epidemias y catástrofes.

El gobierno federal combatió enérgicamente la enferme­dad. Lo hizo a través del DSP y sus diferentes instancias: la edu­cación higiénica, antes confiada a los médicos y que sólo en momentos de emergencia cobraba importancia, quedó a car­go de la Comisión de Propaganda y Educación. Se crearon tam­bién la Escuela de Higiene, el Cuerpo de Policía Sanitaria, el Servicio de Higiene Industrial y de Higiene Infantil. Todos ellos —y ésta es otra diferencia respecto a la etapa anterior— pusie­ron especial interés en el ámbito rural, antes menos atendido.

Por otra parte, su política se apoyó en la eugenesia, co­rriente que sostenía que la salud de la población podía

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mejorarse si se impedía la herencia de taras y se vigilaba el embarazo y la lactancia. Por ello, al igual que se había he­cho en los últimos años del Porfiriato y al igual que se hacía en diversas naciones, como Estados Unidos, se reguló la en­trada al país de enfermos o locos, se buscó controlar el al­coholismo para impedir la degeneración y la transmisión de patologías físicas y morales, y se vigiló la nutrición de las madres y los recién nacidos.

Asimismo, se siguió trabajando en la prevención de las enfermedades y su contagio. Los programas de vacunación se ampliaron y se dictaron medidas para garantizar que la población se vacunara; entre ellas, se prohibió a los sacerdo­tes de la catedral metropolitana que confirmaran a los niños no vacunados. También se autorizó la inspección higiéni­ca en escuelas públicas y privadas, los médicos recetaban a los enfermos y las enfermeras visitaban su casa para verifi­car que las indicaciones se cumplieran. Se registró una gran preocupación por la alimentación, sobre todo por la infantil. A ella respondieron programas como «La gota de leche»: con el fin de evitar la transmisión de enfermedades por par­te de las nodrizas, recomendaron la lactancia artificial; para cuidar la calidad de la leche, las autoridades vigilaron su producción, manejo y distribución, clausuraron establos y lecherías y decomisaron miles de litros.

Por último, se luchó contra las enfermedades venéreas, sobre todo la sífilis. El reglamento de la prostitución seguía exigiendo la inscripción de las mujeres y un examen semanal, pero su incumplimiento o el ejercicio clandestino merecían sanciones más severas. A ello se sumó una novedad: el con­trol se extendió a otros sectores de la población, como los mi­litares, también obligados a realizarse exámenes periódicos;

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además, como había propuesto Carranza, para contraer ma­trimonio se exigieron certificados de salud prenupcial.

México contó con la ayuda de organismos extranjeros. También el gobierno de Díaz se había adherido a tra ta ­dos internacionales, pero en los años veinte la integración fue mayor y fue muy notable la presencia de la Fundación Rockefeller, dedicada a la filantropía científica y humanita­ria en países de América y Asia y que, rechazada original­mente en la década de 1910, inició sus trabajos bajo el go­bierno de Obregón.

La disminución de la violencia, la reanudación de las actividades productivas y las campañas de salud permitie­ron que se recuperara el crecimiento poblacional: si en 1921 fue del 3,1 por ciento, en 1925 fue del 3,4 por ciento y en 1930 del 4,9 por ciento. En 10 años la población aumentó en casi dos millones, y el censo de 1930 reportó alrededor de 16,5 millones de mexicanos. Seguían distribuyéndose de forma desigual, sin variar tampoco las tendencias migra­torias. La sociedad seguía siendo mayoritariamente rural, aunque en menor proporción (en 1921 era el 69 por ciento y en 1930 el 66 por ciento). Además, las cifras varían de re­gión en región: en 1921, en el norte habitaba en zonas ru­rales el 69 por ciento de la población, en el centro el 65 por ciento, en la zona del Golfo el 70 por ciento y en los estados del sur del Pacífico el 80 por ciento. Por otra parte, el norte siguió atrayendo pobladores, los estados fronterizos alcan­zaron una densidad de tres habitantes por kilómetro cuadra­do y muchos migrantes llegaron hasta Estados Unidos, so­bre todo a principios de la década, por las vacantes laborales que dejaron los soldados que lucharon en la I Guerra Mun­dial. Lo mismo sucedió con el Distrito Federal, que alcanzó

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una densidad de 830 habitantes por kilómetro cuadrado, contra los 481 que tenía en 1910. Y continuó el crecimiento de las ciudades; fueron especialmente activas Monterrey (que pa­só de 88.000 habitantes en 1921 a 134.000 en 1931), Ciudad Juárez (de 19.000 a 40.000) y, sobre todo, la ciudad de Méxi­co, que con 615.000 pobladores en 1921 fue la primera en rebasar el millón hacia 1930.Criminalidad, justicia y castigo

Durante la década de 1910 proliferaron los saqueos, la vio­lencia, el bandidaje y los actos criminales. En 1914 la policía rural dejó de existir, y para ese año las policías urbanas esta­ban seriamente disminuidas, los gendarmes eran agredidos por las tropas, desertaban o eran reclutados a la fuerza; re­nunciaron jueces y fiscales, interrumpiéndose carreras que, en algunos casos, habían durado más de una década; los tribunales cesaron labores; al dejar una población, los sol­dados acostumbraban a abrir las puertas de las cárceles. Los mandos militares, de todas las facciones, expidieron le­yes extraordinarias, que contemplaban juicios sumarios y pena capital para los delincuentes, incluyendo a ladrones de poca cuantía. Era necesario el respeto a la legalidad y las garantías, y reanudar el funcionamiento de juzgados e insti­tuciones de castigo.

Las estadísticas de esta década registran una baja en la criminalidad: si en 1890 casi 20.000 individuos fueron sen­tenciados en los juzgados del país, en 1926 sólo fueron 11.000; la disminución es más marcada en el Distrito Fe­deral, pues si en 1910 fueron alrededor de 15.000 (el 2 por ciento de los pobladores), en 1929 fueron sólo 3.000 (0,3 por ciento). A la cabeza del listado seguían estando los

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homicidios y las lesiones, en su mayoría resultado de ri­ñas. El duelo estaba desapareciendo en la práctica y en la ley: el último, registrado por Ángel Escudero en su obra El duelo en México, data de 1926, y no lo incluyó el código penal promulgado en 1929 en el Distrito Federal. En gene­ral, el honor estaba a la baja, y también disminuyeron los delitos de injuria, calumnia y difamación, que, además, en el nuevo código estaban menos penados. Hubo también una mayor preocupación por las mujeres: se inició un proceso que se caracterizó por el aumento de la penalidad y la seve­ridad de los jueces ante estupradores y violadores. A los deli­tos contra las personas los seguían los delitos contra la pro­piedad, que presentaban las mismas modalidades que antes, pero se notaba una mayor violencia, ya sea en los robos co­metidos en caminos (como en el asalto de Rosalie Evans, ase­sinada por sus asaltantes en 1921) o en ciudades (como en el asalto del pulquero Tito Basurto, en 1928, asesinado jun­to con sus tres empleadas domésticas por Luis Romero Ca­rrasco y sus cómplices). Además, en la etapa armada había surgido un nuevo tipo de criminalidad, que se desarrolló en esta década: las bandas de gánsteres, semejantes a las que, por la misma época, surgirían en Estados Unidos y a la Ban­da del Automóvil Gris de la ciudad de México. Sus miem­bros portaban armas modernas y viajaban en coche, vestían lujosamente, al igual que las mujeres que los acompaña­ban, frecuentaban sitios caros y daban cuantiosos golpes en casas-habitación.

En cuanto a la visión de la criminalidad, a diferencia de lo ocurrido en el Porfiriato, en que la escuela positivista de derecho penal tenía fuerza entre los teóricos, pero poco impacto en la ley, ahora ésta perdía terreno como corriente

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interpretativa, pero lo ganaba entre los legisladores. Se re­dactaron códigos que, como el del Distrito Federal, presen­taban la influencia del determinismo orgánico y, sin termi­nar con la igualdad jurídica garantizada por la Constitución, buscaron graduar las penas para considerar la diferente pre­disposición al crimen y peligrosidad de cada delincuente.

Por otra parte, el Congreso Constituyente, con el fin de terminar con los abusos cometidos por jueces y garantizar su autonomía, se inclinó por la inamovilidad de los cargos. No terminó con el jurado popular, por el contrario, amplió su competencia. Sin embargo, los ataques al tribunal no cesaron. En la década de 1920 fueron absueltas varias muje­res que mataron a sus esposos o amantes, entre ellas María Teresa Landa. Sus fiscales esperaban que los miembros del tribunal las condenaran buscando que el castigo sirviera de ejemplo al resto de las mujeres, pero no fue así. El veredic­to del jurado pudo deberse a la habilidad del defensor Que­rido Moheno, al peso de sus argumentos y a un cambio en la visión del honor femenino; lo que resulta claro es que estas y otras absoluciones se sumaron a los argumentos de los de­tractores del jurado, y la institución no sobrevivió a la déca­da de los veinte.

Tampoco sobrevivió la pena de muerte, al menos no en todos los estados que la contemplaban: Michoacán la supri­mió en 1924 y el Distrito Federal en 1929- La pena de rele­gación persistió, pero si las islas Marías fueron creadas para recibir a delincuentes menores, ahora alojaban a criminales peligrosos y disidentes políticos; allí fueron enviados m u­chos cristeros, entre ellos la Madre Conchita (Concepción Acevedo de la Llata), condenada por su complicidad en el asesinato de Obregón. No obstante, la cárcel seguía siendo

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considerada como la mejor de las penas, y el fracaso de las cárceles se atribuía a la ineficacia de los funcionarios y la corrupción, es decir, se creía que sólo era necesario asegurar que los reglamentos se cumplieran.

En suma, además de contemplar derechos individuales, la Constitución de 1917 consideró derechos sociales, entre otros, introdujo derechos laborales y permitió la huelga. Asi­mismo, cambió el concepto de propiedad y aceptó la comu­nal, y abrió la posibilidad del reparto agrario y la redistri­bución de la tierra. Esas y otras medidas permitieron que, a largo plazo, se diera un reacomodo social y una nueva es­tructura de la propiedad, además de que cambiaron las re­glas del juego político y se amplió la participación social. Por otra parte, el México posrevolucionario otorgó mayor cabi­da al corporativismo y al pluriculturalismo, aunque no desa­pareció la intención de aculturación del indígena y su inte­gración en el mercado, ni se retomaron formas tradicionales para la resolución de los conflictos. En todos estos puntos, fue diferente a la etapa porfiriana, más comprometida con el desarrollo económico y el apoyo a los inversionistas, la igual­dad y el individualismo, la batalla contra las corporaciones y la propiedad comunal, y la homogeneidad cultural.

Sin embargo, hubo proyectos comunes a ambas épocas, entre ellos, el deseo de incrementar la población y colonizar regiones poco pobladas, reducir la mortalidad y combatir las enfermedades por medio de la higiene de ambientes e indi­viduos, la profesionalización y los adelantos de la medicina, y el fortalecimiento de los mexicanos. O bien, la moderniza­ción de las ciudades, la educación uniforme y uniformadora, la integración de los indígenas y la moderación de conduc­tas. Como último ejemplo, puede hablarse del diseño de una

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justicia autónoma y apegada a la ley, e instituciones de cas­tigo igualmente respetuosas de las garantías y capaces de reformar al reo gracias a la educación y al trabajo. La con­tinuidad en las metas revela la persistencia de problemas, también comunes a toda la época tratada. Hasta 1930, a pe­sar de los cambios introducidos con la revolución y la Cons­titución, la distribución de la riqueza y la propiedad seguía siendo desigual, y poco habían mejorado las condiciones de vida de campesinos y trabajadores. Asimismo, a pesar de, entre otras cosas, el sostenido crecimiento de la población (que sólo se detuvo y se revirtió en los años de lucha revo­lucionaria) y los avances de la medicina, persistían las altas cifras de mortalidad y la baja esperanza de vida, en la prác­tica muchos policías y jueces se apartaron de la ley, las cárce­les fracasaban en su misión, y el analfabetismo seguía siendo alto, sobre todo en zonas rurales e indígenas.

Por tanto, hubo muchas transformaciones, producto de nuevas ideas y visiones, cambios económicos, demandas y movilizaciones, proyectos de reforma y anhelos de moder­nización, pero persistieron experiencias, prácticas y visiones tradicionales. No hay que olvidar, además, que algunas zo­nas y algunos grupos cambiaron más que otros. Así, no de­saparecieron las desigualdades regionales y sociales que existían al iniciar el Porfiriato, algunas se acentuaron, otras incidieron en el estallido de la revolución, y otras subsisten hasta nuestros días.

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La cultura

Ricardo Pérez Montfort

Modernidad y nacionalismo

A partir de los años ochenta del siglo xix la cultura mexi­cana se orientó por senderos que tiraban por una parte hacia el tradicionalismo y por otra hacia la modernidad, representada ésta por la industrialización, los modelos del arte occidental y el positivismo. La inestabilidad de las épocas anteriores había complicado la creación de una cul­tura propia y vigorosa. Si bien ya se perfilaban propuestas que reconocían algunas aportaciones nacionales y regio­nales, los patrones europeos y occidentales marcaron las pautas del quehacer cultural en las principales ciudades del país. El mundo político y académico tenía su mirada pues­ta en las corrientes de pensamiento que se desarrollaban en el Viejo Continente, y sobre todo en los centros de irra­diación cultural más avanzados, como Francia y Alemania en materia científica y filosófica, Inglaterra en cuestiones tecnológicas y empresariales, Italia en las modas musica­les, España en la literatura y el teatro, y, en general, Occi­dente como parámetro de belleza en las artes plásticas y la arquitectura.

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Las aportaciones nacionales y regionales al universo cultural fueron reivindicadas por pequeños grupos de in­telectuales y artistas y, si bien parecían desdeñadas por el reconocimiento internacional, mostraron ser bastante signi­ficativas hacia finales del Porfiriato y buena parte del perio­do revolucionario. Si bien algunos periodistas y literatos, ciertos pintores, diversos músicos y gente de teatro ya adver­tían la relevancia de las vertientes culturales populares y tra­dicionales, no fue sino hasta bien avanzada la revolución y, sobre todo, durante el largo trayecto posrevolucionario cuando estas vertientes adquirieron particular relevancia. Los nacionalismos culturales fueron sello distintivo de las expresiones artísticas e intelectuales a partir de los años veinte del siglo xx y marcaron de manera indeleble las con­tribuciones mexicanas a las vanguardias mundiales. De esta manera, a lo largo de los 50 años que van de 1880 a 1930 puede apreciarse claramente el surgimiento de un afán rei- vindicativo de la cultura nacional y local frente a las modas internacionales y la necesidad de incorporar a México al concierto de la modernidad.

Historia y literatura

La idea de que la sociedad mexicana avanzaba hacia una era superior a las vividas anteriormente, tal como lo interpreta­ban las élites intelectuales, cabía en la horma positivista, que fue adoptada como parámetro filosófico del régimen porfi- riano sin mayores aspavientos. De manera muy esquemá­tica, una combinación del mundo civilizado europeo y el impulso industrializador estadounidense caracterizaba esa

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etapa venidera. El pueblo mexicano se dirigía hacia allá, co­mo sino ineludible en su búsqueda de libertad. Así lo vieron los autores del primer gran compendio de la historia na­cional que se llamó contundentemente México a través de los siglos. Esta obra, coordinada por el militar y escritor Vicente Riva Palacio y publicada en 1880, escrita con la participación de los historiadores Alfredo Chavero, Juan de Dios Arias, Enrique de Olavarría y Ferrari, José María Vigil y Julio Zára- te, fue sin duda la piedra de toque de la interpretación po­sitivista de la historia de México, la misma que buscó inser­tar a la joven nación en la modernidad occidental.

Sin embargo, cierto reconocimiento de las técnicas, el sa­ber y las expresiones culturales del mundo popular y local mexicano también se perfilaba, sobre todo en temáticas que sirvieron de inspiración para las artes, la literatura, la músi­ca y algunas aportaciones científicas. El romanticismo deci­monónico volteó hacia los espacios y las tradiciones de lo que entonces se empezaba a identificar como «pueblo» o «ple­be», y esta tendencia se nutrió con el orgullo nacional y la especificidad de lo propio frente alo extranjero. Un nacio­nalismo germinal pretendió, así, contribuir con algunos valores mexicanos al mundo de la cultura universal. La his­toria colonial y ciertas remanencias de las civilizaciones prehispánicas sirvieron de temas recurrentes en relatos lite­rarios, óperas, piezas teatrales y no pocas obras plásticas.

Múltiples muestras de esa especificidad mexicana regre­saron a Europa en manos de viajeros, artistas y literatos. Así contribuyeron a que la cultura y el paisaje de este territorio fueran vistos como algo «exótico» en muchos ámbitos, rela­cionándolo indirectamente con las formas de entender el mundo que los europeos empleaban cotidianamente para sí.

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Desde los primeros informes de Alexander von Humboldt sobre las riquezas de la entonces Nueva España, hasta las pinturas y litografías de Edouard Pingret, Moritz Rugen- das o Frederick Catherwood que mostraban la naturaleza, los edificios y los tipos mexicanos, se contribuyó a que en el Viejo Continente se difundiera la idea de que México no sólo ya no era un mundo «salvaje», sino que ya se perfilaba por los senderos de la modernización. Las fotografías de Abel Briquet, Teobert Maler, Frederick Starr y varios más aportaron mucho en este mismo sentido.

Para muchos extranjeros, en ese tránsito del siglo xix al siglo xx, México era una combinación de mundos, des­de el más antiguo representado por las civilizaciones prehis- pánicas hasta uno de los más modernos, identificado por las grandes obras de ingeniería del puerto de Veracruz o del Ferrocarril Transístmico, pasando por los inicios de lo co­lonial y el barroco de sus siglos xvn y xvm y desde luego lo agreste y a la vez romántico de sus paisajes. Así, tradición y modernidad permearon el desarrollo de la vida cultural mexicana a lo largo de este periodo.

Desde mediados del siglo xix la literatura contó con un par de generaciones muy sensibles hacia la historia recien­te y remota del país, que por una parte veía la necesidad de reivindicar los triunfos recientes del liberalismo, y de paso fo­mentaba el orgullo de las aportaciones originales del mun­do prehispánico y colonial mexicano a la cultura universal.

Reforzando la tendencia costumbrista y la descripción de tradiciones populares, otra literatura también mostró una fuerza particularmente «mexicanista». Pantaleón To- var, José Tomás de Cuéllar, Manuel Payno y Luis G. Inclán integraron aquella doble generación que buscó describir

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cómo era la vida en el México del siglo xix, tanto en ambien­tes urbanos como sobre todo en el mundo rural. En la colec­ción de crónicas aparecidas en La Linterna Mágica (1889- 1890) o en la noveleta Ensalada de pollos (1871) de Cuéllar, así como en El fistol del diablo (1846-1891) o en Los Bandín dos de Río Frío (1889-1891) de Payno, las descripciones de las costumbres de la ciudad de México, sus alrededores y algu­nas otras localidades resaltaban la idiosincrasia de los mexi­canos. El propio Cuéllar insistía en que en su obra «£...)] todo es mexicano, todo es nuestro, que es lo que nos impor­ta, y dejando a las princesas rusas, a los dandis y a los reyes en Europa nos entretendremos con la china, con el lépero, con la polla,, con la cómica, con el indio, con el chinaco, con el tendero y con todo lo de acá £.-0». Lo mismo hizo Payno con las crónicas del tránsito del puerto de Veracruz hacia la ciudad de México y sus paisajes, las ferias de Aguascalien- tes o los caminos de herradura de Morelos, mientras narra­ba las aventuras de individuos que ya podían identificarse como típicos de estas latitudes.

En cuanto a la vida campirana, Luis G. Inclán haría los primeros esbozos de personajes populares que no tardarían en convertirse en referencias mexicanistas por excelencia. Su novA&Astucia (1865) sería referencia fundacional en la apa­rición de los charros mexicanos que no tardaron en conver­tirse en representantes de la cultura «nacional».

Otra vertiente literaria que también contemplaría esa tesitura, pero con un tratamiento menos romántico e iden­tificada con el realismo, dio lugar a una nueva generación de escritores, entre los que destacaron Federico Gamboa, Ra­fael Delgado, Porfirio Parra y Ángel de Campo (Micros). Estos autores escribieron sobre peones, hacendados, damas

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abnegadas, trabajadores, prostitutas, curas, comerciantes, periodistas, indigentes y miserables. Las desventuras de las mujeres fueron narradas en La Calandria (1890) de Delga­do, en La Rumba (1890) de Micros y desde luego en Santa (1903) de Gamboa. En cambio, la conflictiva vida rural fue tratada en La bola (1887) de Emilio Rabasa y en La parcela (1889) de José López Portillo y Rojas. Si bien este realismo podía inspirarse en el naturalismo francés de Emilio Zola o en Guy de Maupassant, pudo servir como antídoto fren­te al nacionalismo romántico de la generación anterior. Los asuntos del mundo barriobajero y miserable mexicano aflo­raron en muchas de estas obras, que abonaron a favor de las influencias y modas literarias europeas del momento.

La literatura del Porfiriato sacó a flote algunos elemen­tos de la sociedad mexicana que no parecían congeniar con las intenciones de modernizar al país. Sin embargo, esa mis­ma literatura hizo las veces de diagnóstico nacional y llamó la atención sobre los múltiples problemas que aquejaban al pueblo de México. Destacó en este derrotero la novela Pa­cotillas (1900), con la que el médico, pedagogo y filósofo positivista Porfirio Parra ilustró las andanzas de un persona­je que vivió en su «carne y hueso» las contradicciones de la sociedad porfiriana.

Otras corrientes literarias insistieron en el romanticismo y la cita de clásicos, haciendo a un lado la realidad y sus pro­blemas. En algunas revistas literarias como El Mundo ilustra­do, El Semanario Literario y la muy cosmopolita Revista Mo­derna, los poetas Manuel Gutiérrez Nájera, Luis G. Urbina, Amado Ñervo y Juan de Dios Peza hicieron gala de su fuerza literaria con textos sobradamente románticos o incluso con traducciones realizadas por Joaquín D. Casasús de poetas

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latinos como Cayo Valerio Catulo y Quinto Horacio Flaco. La revista Azul, que apareció en 1894, haría del modernismo su divisa y, siguiendo a Charles Baudelaire, corroboró la existencia de una bohemia mexicana que «embriagada de vino y de poesía» parecía sentirse en algunas cantinas de la ciudad de México como si estuviera en París. Hacia finales del Porfiriato convivían así, a grandes rasgos, estas vertientes li­terarias que miraban hacia objetivos y horizontes distintos.

Función pública y literatura

Escritores como Ignacio Manuel Altamirano, Ignacio Ra­mírez (El Nigromante), Manuel Payno, José López Portillo y Rojas, Federico Gamboa, Manuel Gutiérrez Nájera, LuisG. Urbina y muchos otros ocuparon puestos de relativa im­portancia en los gobiernos de la República Restaurada y del Porfiriato, consolidando así un perfil que no fue ajeno a la tradición de aquellos tiempos. Tal vez la personalidad más célebre entre los literatos-funcionarios fue Justo Sierra, quien ocupó primero la Subsecretaría de Instrucción Públi­ca, el puesto más alto en materia de educación porfiriana, y en 1905 fundó y dirigió la Secretaría de Instrucción Públi­ca y Bellas Artes. Desde ahí no sólo obtuvo una particular notoriedad como historiador, sino que influyó de manera decisiva en los destinos del mundo intelectual mexicano. Uno de sus mayores logros fue la reinauguración de la Es­cuela de Altos Estudios, que en poco tiempo sería la Univer­sidad Nacional de México. Sus textos sobre Historia Uni­versal, pero sobre todo su Evolución política del pueblo meodcano, publicada entre 1900 y 1902, marcaron hitos en

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la historiografía nacional y mundial para lectores en lengua castellana. Un positivismo ecléctico caracterizaba sus obras, tal como lo expresó en la afirmación de que México, a princi­pios del siglo xx, se encontraba ya en un «£...^ periodo de disciplina política, del orden, de la paz, si no total, sí predo­minante y progresiva para acercarse así a la solución de los problemas económicos que preceden, condicionan y con­solidan la realización de los ideales supremos: la libertad, la patria £...]!]». Mal que bien, Sierra fue uno de los más pre­claros defensores del Porfiriato, como funcionario-literato- historiador que ocupaba magistralmente su lugar de inte­lectual asociado al poder, y figura clave de aquel grupo heterogéneo que llegó a identificarse como «los científicos».

Pero volviendo a los demás miembros de aquella genera­ción de hombres ilustrados-funcionarios, es lógico suponer que desde sus respectivos puestos lograran dar seguimiento a muchos acontecimientos de la vida del país y del extran­jero. Esto lo hacían a través de los principales diarios que circulaban en las capitales y ciudades medianas, pero espe­cialmente en la de México. En sus páginas, sus nombres aparecían con frecuencia, tanto como autores de editoria­les y crónicas, como protagonistas de noticias relevantes.

Para la década de los años ochenta del siglo xx había más de 70 periódicos en la capital mexicana y cerca de 250 en el resto del país. Los había clericales como El Tiempo, La Voz de México, El Heraldo y El Nacional. Y eran los periódicos y se­manarios liberales los que marcaban la evolución hebdoma­daria más relevante. Sus nombres destacaban su condición política, y no pocos se convirtieron en aliados del régimen, insistiendo en el empuje modernizador y el proceso de pa­cificación porfirista. El Siglo xix, El Pabellón Nacional, El

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Renacimiento, El Diario Oficial, El Municipio Libre, El Dia­rio del Hogar y El Monitor del Pueblo fueron los más leídos.

Sin embargo, no fue sino hasta 1896 cuando surgió el diario emblemático del Porfiriato tardío: ElImparcial. Mo­delo de periodismo moderno, fundado por Rafael Reyes Spíndola, incorporó todos los adelantos tecnológicos y mer- cadotécnicos hasta convertirse en sólida empresa, capaz de avasallar a sus competidores, poniendo diariamente sus ho­jas en manos de los lectores por un centavo.

Sin embargo, de los más de 12 millones de habitantes con los que contaba el país hacia fines del siglo xix, sólo el 17 por ciento sabía leer y escribir. La lectura no era ni con mucho un hábito generalizado, y la educación todavía se mostraba muy deficiente y escasa. Los primeros grandes esfuerzos es­tatales a favor de la instrucción pública eran relativamente recientes y magros. No fue hasta 1888 cuando se promulgó una ley de instrucción obligatoria y la enseñanza pública empezó a adquirir visos de proyecto prioritario. Al año si­guiente se llevó a cabo el Gran Congreso Nacional de Ins­trucción, y la llamada «evangelización pedagógica» trató de imponer en buena parte del territorio nacional los rasgos fundamentales de la educación im partida por el Estado. Muchos establecimientos de instrucción para niños y jóve­nes todavía estaban en manos privadas, muy ligadas, por cierto, a instituciones eclesiásticas. El clero católico mante­nía una presencia decisiva en la educación privada y su in­fluencia no era poca en las esferas familiares tanto de secto­res populares como de las emergentes clases medias.

En 1891 se celebró un Segundo Congreso Nacional de Instrucción, en el cual se hicieron algunas precisiones a los programas estatales, aunque ya se veía la necesidad de que,

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además de las letras y los números, había que impartir otras materias relevantes, entre las que destacaba la historia de México. Esto se hacía con el fin de generar una identidad pro­pia y de integrar el país en relación con el acontecer de otras naciones del mundo. La enseñanza de la historia pretendía «C-..3 conseguir la unidad nacional, por el conocimiento de que todos los mexicanos formamos una gran familia £...]]».

Había que homogeneizar una variedad extraordinaria de esferas socioculturales inmersas en la multiplicidad étnica y mestiza mexicana, y también era necesario establecer un principio de valoración de lo propio, que a su vez debía tener el impulso de las naciones modernas. En esto congeniaban pedagogos y literatos, así que un gran esfuerzo por impulsar al sector educativo racional y modernizador se vivió durante la segunda mitad del Porfiriato. Según uno de sus grandes promotores, Ezequiel A. Chávez, las cifras fueron las siguien­tes: para 1874 había en todo el territorio nacional 8.103 escuelas primarias registradas; en 1910 esa cifra aumentó a 12.418. Mientras que para el primer año el número de maes­tros era de aproximadamente 8.000 individuos, para finales del régimen de Díaz había aumentado a 22.009-

En cuanto a las preparatorias y escuelas especializadas, para 1902 ya existían en el territorio nacional 33 prepara­torias oficiales. Destacaba la existencia de varias escuelas profesionales, entre las que se contaban la Escuela Nacional de Jurisprudencia, la de Medicina, la de Minería, la de las Bellas Artes, la de Artes y Oficios, el Conservatorio Nacional y las Escuelas de Comercio y Agricultura. Durante este pe­riodo no pocas mujeres aprovecharon las oportunidades que les brindó la instrucción para continuar con estudios pro­fesionales y avanzar en sus procesos de superación e indi­

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vidualización, sobre todo en las escuelas de Jurispruden­cia y Medicina. Y en efecto, aun cuando la orientación de la educación para mujeres tendía hacia la propia enseñanza, fomentada por la existencia de 21 escuelas normales y 14 secundarias para señoritas, fue durante el Porfiriato cuan­do se graduaron las primeras abogadas y doctoras en México.

En materia educativa también se fomentó la difusión de las ideas a través de publicaciones como El Instructor, El Mosaico Mexicano y La Revista de Instrucción Pública. Destacó en este rubro la labor de Enrique Rébsamen, quien desde la dirección de la Escuela Normal de Xalapa, Vera- cruz, impulsó la educación laica y moderna con nuevos recursos pedagógicos y la publicación de la revista México Intelectual.

Instituciones y cultura porfirianas

Como resultado de los incipientes apoyos al quehacer cien­tífico de México durante los últimos años del siglo xix, en varias ramas del saber descollaron tanto instituciones co­mo personalidades, según ellos mismos, «C.. J capaces de competir con los sabios de Europa». Entonces había en México dos observatorios: el Meteorológico Central y el As­tronómico; tres comisiones nacionales: la Geográfica y Ex­ploradora, la de Historia Natural y la Geodésica; varios ins­titutos relacionados con la salud, entre los que destacaban el Patológico y el Instituto Médico Nacional. El Instituto Médico fue sin duda una de las instancias pioneras en el es­tudio de la farmacopea mexicana y su uso terapéutico. Tam­bién siguió en funciones el Consejo Superior de Salubridad,

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que promovió hábitos higienistas en la población, dio apo­yo a hospitales y clínicas y trató de restringir la venta de ve­nenos y drogas nocivas.

La Biblioteca Nacional, ubicada en el antiguo templo de San Agustín, era, según Manuel Payno, «C--3 una de las mejores del mundo, no tanto por los libros que encierra, si­no por el grandioso edificio en que se estableció C-..3». Po­seía 150.000 volúmenes, dos terceras partes de los cuales procedían de antiguos conventos y parroquias suprim i­das durante la Guerra de Reforma. Fue inaugurada en 1884 y logró convertirse, en efecto, en una de las más importantes del mundo castellano y latino, compartiendo su importan­cia con las bibliotecas de las escuelas Preparatoria, de Ju­risprudencia y de Ingenieros.

Para esas mismas fechas el país contaba con 26 museos en toda la república, de los cuales sin duda el más importan­te era el Museo Nacional, que se encontraba en la calle de Moneda. Fue entonces cuando dicha institución adquirió la condición de baluarte del nacionalismo cívico y patrióti­co. La versión oficial de la historia guió el orden de sus salas, objetos, vitrinas, cuadros y cédulas. En el aire de sus amplias naves se respiraba una especie de paradigma mexicanista.

Plasta 1909 el Museo Nacional también incluía algunos salones dedicados a la historia natural que mostraban fósi­les, minerales, animales disecados y escaparates repletos de fauna y flora nacional. Sin embargo, en sus galerías el mayor peso lo cargaron la historia, la etnología y la arqueología mexicanas. Desde finales del siglo xix dicho museo publica­ba sus imprescindibles Anales, y la colección de objetos museográficos más relevante estaba en manos de su depar­tamento de Historia y Arqueología.

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A partir de 1907 se inició su transformación. Genaro Gar­cía, su subdirector, implantó la separación de la Historia Na­tural, la misma que se llevaría al Museo del Chopo, para concentrar en el Museo Nacional sólo aquello que se refirie­ra a «C...Ü3 la Historia, Arqueología, Etnología y Arte Indus­trial Retrospectivo de México».

Después de su reestructuración, en agosto de 1910 se re­abrió y, poco tiempo antes del inicio de las Fiestas del Cen­tenario de la Independencia, el presidente Porfirio Díaz, acompañado por el ministro de Educación, Justo Sierra, y el subsecretario de Instrucción Pública y Bellas Artes, Eze- quiel A. Chávez, junto con una pequeña comitiva formada por profesores y empleados del Museo Nacional, recorrió sus salas para verificar que el mensaje que emanaba de ahí no era otro que el de la exaltación patriótica y nacionalista.

El primer impacto de la «grandeza mexicana» que reci­bían los visitantes sucedía en la sala de los monolitos azte­cas. Ahí, entre la Coatlicue, la Piedra del Sol, el Ocelotl y al­gunos fragmentos de atlantes, cabezas de serpientes, aros de juego de pelota, etcétera, se establecía el origen de los mexica­nos bajo la premisa de una existencia grandiosa previa a la lle­gada de los españoles. La arqueología demostraba que en el territorio mesoamericano se estaba a la altura del primer mundo, puesto que se poseían innumerables tesoros y sitios arqueológicos dignos de admiración. La Piedra del Sol se con­vertiría en símbolo nacionalista, y muchos visitantes distin­guidos no perdieron la oportunidad de retratarse a su lado. Y en las salas de historia, el nacionalismo mexicano deci­monónico se afirmó con vehemencia. El énfasis museográ- fico se puso en la gesta de la independencia y en el conflicti­vo desarrollo de la primera mitad del siglo xix, para concluir

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con la Reforma, el triunfo sobre el Segundo Imperio y la ele­vación de la figura de Benito Juárez.

Los objetos expuestos en las salas del Museo Nacional promovían el culto a los héroes y las grandes batallas, y tam­bién proponían ciertos valores estéticos asociados a los mis­mos. Si bien estos últimos se regían por cánones más europeos que mexicanos, la tendencia de la museología enfatizaba los valores propios. Se destacaba a los creadores nacionales, a los fabricantes locales y los objetos con claro sello regio- nalista, frente a aquellos que acusaban tendencias extran­jerizantes.

La defensa y el cuidado del patrimonio arquitectónico prehispánico adquirieron entonces también una particular atención. Desde 1885 Leopoldo Batres fue el encargado de dirigir el Departamento de Inspección y Conservación de Monumentos Arqueológicos de la república. Se emprendió la reconstrucción de las inmensas pirámides del Sol en Teo- tihuacán, de las Serpientes en Xochicalco y de Cuicuilco en el sur del valle de la ciudad de México. También se explora­ron algunos sitios en Oaxaca, como Mitla y Monte Albán, así como Palenque y Chichen Itzá, en el sureste del país. Poco a poco, el descubrimiento y el control de dichas zonas arqueológicas recibieron la atención del Estado porfirista.

Pero la vida académica de México no se circunscribía tan sólo a la literatura y la historia. Otras ramas del saber y el arte también recibieron cierto impulso. Destacaron diversos gremios disciplinarios que se agruparon en las academias de Medicina, Legislación y Jurisprudencia, Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, en la Sociedad Científica Antonio Alzati y en la muy prestigiosa Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística. Casi todas eran dirigidas por personalidades

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muy ligadas al régimen, de tal manera que podía pensarse que el mundo académico ejercía una especie de «despotis­mo ilustrado» de la misma manera que el gobierno se osten­taba como «dictadura necesaria y benévola», según Justo Sierra. Estas academias y sociedades funcionaban muy al estilo de las asociaciones europeas y estadounidenses, sesio­nando con cierta regularidad, otorgándoles prestigio y rela­ciones a sus agremiados.

Las Bellas Artes

El mundo de las disciplinas artísticas siguió una pauta se­mejante. En la Academia de las Bellas Artes, también cono­cida como San Carlos, privó asimismo la influencia europea, bajo la batuta de cinco figuras: Antonio Fabrés, Leandro Izaguirre, Pelegrín Clavé, Germán Gedovius y Eugenio Lan- desio. Siguiendo los patrones del retrato clásico de burgue­ses y notables, así como de cierto paisajismo romántico, es­tos maestros influyeron decisivamente en sus discípulos más destacados: Luis Coto, José Jiménez, Javier Alvarez, Grego­rio Dumaine y Salvador Murillo. Clavé y Landesio cuidaron sobre todo al joven José María Velasco, que pronto se con­vertiría en el gran pintor de fines del siglo xix mexicano. Sus paisajes y dibujos confirmarían que una escuela mexicana de pintura empezaba a asomar su rostro, aunque fuera con cierto halo romántico y no poca inclinación mística.

Cierto que no se había abandonado la temática religiosa, pero sí se tendió mayoritariamente a producir arte que re­mitía al mundo civil y a sus proximidades seculares. Manuel Serrano, Primitivo Miranda, Manuel Ocaranza y Agustín

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Arrieta, entre otros, siguieron cierta línea costumbrista; sin embargo, con un estilo muy vigoroso, sin ocultar sus in­fluencias españolas y francesas, otros artistas renovaron las tendencias vigentes. Destacaron Saturnino Herrán y Joaquín Clausell. El primero, en sus inicios, utilizó su paleta para apoyar al Museo Nacional de Historia y después, ya en ple­na Revolución Mexicana, quiso presentar algunos persona­jes y situaciones más «típicos» o regionales, como las chinas, las tehuanas, las ofrendas o los bailes del jarabe. También buscó el sentido de los antecedentes plásticos prehispánicos inmersos en el mundo contemporáneo en su malogrado conjunto de paneles conocido como «Nuestros dioses». Es­tos se iban a incorporar a los muros del nuevo Palacio de Bellas Artes, encargado al arquitecto Adamo Boari. La con­clusión de este recinto tardó tanto que ya no incluyó las pro­puestas de Herrán, quien falleció muy tempranamente, en 1918. Clausell, en cambio, siguió más claramente la influen­cia del impresionismo francés y produjo obras que toca­ron ciertas líneas de vanguardia. Su obra trascendió al Por­firiato y logró enclavarse en la transición hacia una escuela revolucionaria. Junto con Gerardo Murillo (Dr.Atl), Clausell se convertiría en el gran renovador de la pintura paisajista mexicana. Otros artistas como Salvador Ferrando, Alber­to Fuster y Angel Zárraga siguieron por el modernismo, quedándose los primeros a caballo entre las últimas ten­dencias del siglo xix y las primeras del siglo xx, y el tercero mucho más ligado al acontecer europeo.

La Escuela Nacional de Bellas Artes fue un semillero de creatividad, pero también de problemas. Las pugnas entre con­cepciones artísticas y grupos de poder agitaron sus ánimos con frecuencia, y su director a partir de 1903, el arquitecto Anto­

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nio Rivas Mercado, fue confrontado por la rebeldía y la in­conformidad de sus alumnos en múltiples ocasiones. Hacia finales del Porfiriato, una generación, entre la que destaca­ron Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Si- queiros, Fermín Revueltas, Gabriel Fernández Ledesma, Roberto Montenegro y Adolfo Best Maugard, entre otros, quiso romper con las ataduras que imponía el clasicismo afrancesado y junto con la revolución logró apuntalar diver­sas tendencias vanguardistas, como se verá más adelante.

Un tanto lejos de la academia varios pintores populares recuperaban las temáticas locales y tradicionales siguiendo lineamientos poco ortodoxos. Si bien durante aquel perio­do su obra no fue muy reconocida, después de la revolución resultaron ampliamente valorados. Tal vez el más famoso fue José Guadalupe Posada, cuyos grabados estaban íntima­mente ligados a las expresiones artísticas del mundo popu­lar a lo largo de los años porfirianos y, después, durante la propia revuelta. Además de Posada, quien sería ampliamen­te valorado por los pintores de la escuela revolucionaria, otros artistas como Ernesto Icaza, Hermenegildo Bustos y Francisco Goitia continuaron con sus trabajos, convirtién­dose en representantes de otras escuelas mexicanas de pin­tura un tanto lejanas al reconocimiento oficial.

Por su parte, la música de concierto igualmente se dejó guiar por las escuelas italianas, alemanas, polacas y france­sas, y así satisfacer el deseo de modernidad que se respiraba en los principales ambientes urbanos. Desde 1866 la Socie­dad Filarmónica Mexicana creó el Conservatorio Nacional. Esta sociedad se había propuesto llevar a cabo un concier­to cada fin de semana con obras de compositores consagra­dos como Haendel, Bach, Haydn, Clementi, Mozart, Dussek,

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Beethoven o Mendelssohn. Si esta intención no pudo cum­plirse cabalmente, por lo menos dejó clara su afinidad con las experiencias musicales europeas y así trató de fortalecer el desarrollo cultural de los pudientes mexicanos.

Durante aquellos años, sin embargo, también se dio pie para que la música popular encontrara una vía de sustento en la creatividad regional, respondiendo menos a los estí­mulos externos y más a las antiguas vertientes locales mesti­zas y criollas. Algunos géneros regionales como los sones, los corridos y las canciones «mexicanas» lograron una difusión importante, porque en ferias y mercados pudo hacerse una amplia permuta de instrumentos y variantes musicales gra­cias al puntual desarrollo de las vías de comunicación.

A juzgar por las abundantes referencias literarias y perio­dísticas sobre las fiestas y músicas populares de aquellos tiempos, es posible afirmar que los géneros vernáculos no sufrieron demasiados cambios. Más bien al contrario: a pesar de la postración económica en la que se encontraba una am­plia mayoría de la población, tanto melodías como bailes encontraron un ambiente bastante propicio para su cultivo. En Veracruz: los sones jarochos y huastecos; en Guanajua- to, Jalisco, Querétaro y Michoacán: los corridos, las valonas, los sones de tierra caliente y de los altos, los jarabes y las can­ciones vernáculas; en Oaxaca y Guerrero: las chilenas y los sones valseados; en Yucatán: las jaranas y el cancionero ro­mántico también conocido como la trova; en fin, en toda la república, la música popular también supo beneficiarse de la paz porfiriana.

Pero, volviendo a las ciudades y a los ambientes de las élites, la asistencia a conciertos y verbenas musicales poco a poco se convirtió en moda. Si bien en los teatros o salones

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privados no faltaron las interpretaciones y composiciones de músicos mexicanos como Felipe Larios, Luis Baca, Ricardo Castro, Tomás León, Felipe Villanueva o Ernesto Elorduy, también hubo frecuentes visitas de intérpretes y composi­tores europeos. Pablo Sarasate, Eugenio d’Albert o Bertha Marx tuvieron temporadas muy exitosas en la ciudad de México durante la última década del siglo xix. Además de los compositores europeos ya mencionados, los repertorios em­pezaron a incluir obras de algunos más contemporáneos como Schumann, Chopin, Liszt y Fauré.

Las compañías de ópera y opereta españolas, italianas y francesas encontraron en México un público no demasia­do numeroso, pero bastante entusiasta, que disfrutó de los lugares comunes operísticos del momento. Aun cuando al­gunos compositores —como Aniceto Ortega con su ópera Guatimotzin, estrenada en 1871, o Ricardo Castro con su opereta^4fó¿m6a, interpretada por primera vez en 1900— incorporaron temas con notables referencias mexicanas, el estilo italiano fue la moneda corriente. Las óperas de Verdi, Donizetti, Puccini y Bizet eran las predilectas de la aristo­cracia porfiriana, a juzgar por la gran cantidad de represen­taciones que tuvieron en aquellos últimos años del siglo xix.

Pero la música académica mexicana contaba ya con una sólida generación de compositores en la que destacaban fi­guras como las ya mencionadas, junto con otras como Gus­tavo E. Campa, Carlos J. Meneses, Rafael J. Tello. Además, no tardarían en aparecer tres músicos que serían de vital importancia para el quehacer musical mexicano del siglo xx: Julián Carrillo, Manuel M. Ponce y José Rolón.

Siguiendo las pautas del costumbrismo, los miembros de aquella generación se acercaron a la música popular, con

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interpretaciones muy personales o incorporando los «aires nacionales» a sus composiciones. Aunque esto ya había sucedido parcialmente con músicos pertenecientes a ge­neraciones anteriores, no fue sino hasta principios del si­glo xx cuando los entonces jóvenes Manuel M. Ponce y José Rolón combinaron sus aficiones musicales académicas con su gusto por lo popular. Pero fue durante esos años finales del Porfiriato cuando algunos veneros de las músicas popu­lares mexicanas tuvieron un auge inusitado. Una multitud de registros de música vernácula o popular apareció en edi­ciones y publicaciones periódicas. Se trató fundamental­mente de sones, jarabes, corridos y algunas canciones que empezaron a llamarse genéricamente «mexicanas».

Tanto el son como el corrido contaban con una larga tra­yectoria en territorio nacional, y ambos estaban muy li­gados a los festejos y las líricas populares. En algunos luga­res como Veracruz o Jalisco los sones y sus zapateados eran el corazón de los fandangos y las fiestas vernáculas. Como parte central de la fiesta, los sones y los jarabes se fueron alejando de las élites, aunque éstas no ignoraban que se trataba de músicas y bailes particularmente atractivos. El poeta José Antonio Plaza, el 2 de febrero de 1889, en ple­na fiesta de la Virgen tlacotalpeña de la Candelaria escribió, por ejemplo:

Fuera del tem plo y llenando / de rum or la alegre plaza, el pueblo form ando coro / se entrega libre a la danza. ¿Q uién a los bailes de sones / no va a dar una m irada, donde con lascivas notas / puebla el aire la guitarra?

Allí no penetra nunca / la tie rna exquisita d am a que en los tranquilos hogares / es reina en virtud y gracia £...]]

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El son, quedándose en el ambiente popular, le cantó al amor y al paisaje, al baile y a las labores del campo, tal como lo había hecho desde el siglo xvn. Su zapateado y sus agita­dos rasgueos mostraban sus hondas raíces que difícilmente se desprendían del ánimo festivo local. El mismo Porfirio Díaz presentó, durante la visita a México del secretario de Estado estadounidense Elihu Root en 1907, a un grupo de sones de mariachi como ejemplo de la típica música mexicana. Si bien estos sones fueron menospreciados por los ambientes aristocráticos urbanos y europeizantes, no tardarían en ser revalorados por los afanes nacionalistas de la revolución para convertirse en músicas imprescindi­bles del repertorio mexicano.

El corrido, por su parte, conoció, durante esas épocas, una gran aceptación popular. Como digno heredero de las formas narrativas y épicas hispanas, se fortaleció combinán­dose con la producción de coplas satíricas, políticas y religio­sas, tan abundantes durante las guerras y las invasiones de la primera mitad del siglo xix. Utilizando formas jugueto­nas e incisivas en muchas ocasiones, tanto conservadores como liberales lo emplearon para acceder a los gustos popu­lares. En sus cuartetas de rima prácticamente libre, escri­tores-políticos como el ya mencionado Vicente Riva Palacio o el cultivador de la musa popular por excelencia, Guiller­mo Prieto, narraron acontecimientos y situaciones naciona­les logrando identificar a los mexicanos entre sí y en contra de los enemigos externos.

Como aleccionador moral y noticiero musical, el corrido cantó las glorias de quienes se opusieron al régimen porfi- riano, aunque también es cierto que no cejó en sus alaban­zas al poderoso. Impresos en hojas de papel de china, con

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grabados de José Guadalupe Posada, de Manuel Manilla o de algún artista anónimo, la mayoría de los corridos se re­ferían a acontecimientos que despertaban el interés popular. Si bien los héroes o heroínas de las «tragedias», «mañanas» o «bolas» no solían ser actores de trascendencia nacional, el corrido mantuvo informada a buena parte de la población acerca de personajes como Macario Romero, Heraclio Ber­nal y Demetrio Jáuregui. El corrido se convirtió así en un recurso más de la crónica y la mitología regional y popular. Por ello era natural que adquiriera tal relevancia durante la revolución de 1910, convirtiéndose en la lírica indispen­sable del movimiento armado.

La «canción mexicana», a diferencia del son o del corri­do, se determinó a través de su connotación emotiva. Su antigüedad se perdía entre la tonadilla escénica y los can­tos a «lo humano» o los villancicos, sus precursores inciertos de los siglos xvn y xvm. Su dimensión romántica la fue ad­quiriendo a través de cierta combinación de la lírica novo- hispana con la tradición operística italianizante y los giros amorosos de las zarzuelas españolas. Aunque en el espacio popular lo italiano y lo zarzuelero se sustituyeron por el sa­bor criollo y mestizo, los amores y sus dolores cantados per­manecieron en piezas de fuerte raigambre rural. Durante la segunda mitad del siglo xix, la «canción mexicana» provino por lo general del centro u occidente de la república para dar lugar a la arquetípica canción ranchera.

Piezas como Las mañanitas, Cuiden su vida o A la orilla de un palmar, todas bien identificadas bajo el rubro de «canciones mexicanas», tuvieron una gran difusión en el México porfiriano, aunque para algunos autores el patroní­mico sólo debió aparecer hasta 1901 con la canción Perjura

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del maestro Miguel Lerdo de Tejada, quien, por cierto, no tardaría en fundar y dirigir la Orquesta Típica de la ciudad de México.

Por otra parte, la vena romántica de aquellos años en­contró una de sus formas musicales más representativas en el vals, logrando salvar ciertas distancias entre lo popular y lo aristocrático. Llegado a las costas mexicanas junto con los modelos importados del Viejo Mundo, el vals se paseó por los salones y teatros, bajó hacia los fondos populares y allí encontró algunos de sus cultivadores más reconoci­dos. Compositores de origen muy humilde como Juventino Rosas, Macedonio Alcalá y Abundio Martínez crearon mu­chas de sus clásicas piezas confundiéndose entre los dis­tintos estratos sociales. Al evocar aquella época, las notas que la identifican responden al «un, dos, tres; un, dos, tres...» característico del inevitable vals Sobre las olas de Juven­tino Rosas o del cadencioso Dios nunca muere de Macedo­nio Alcalá. Combinando el sonido lánguido de las orquestas de cuerda con la textura marcial de las bandas de metales, los valses representaron esa doble dimensión de la músi­ca del Porfiriato: por una parte, su estructura rígida y altiva y, por otra, su dimensión romántica y su tinte nostálgico.

El teatro siguió también los lincamientos que sus men­tores españoles —el género grande, el zarzuelero o el género chico— dictaron en la moda de los escenarios urbanos. Si bien algunos autores franceses como Renard o Delavigne se representaron en el Teatro Principal, el Iturbide, el Arbeu, el Merced Morales, el María Guerrero y el Hidalgo, las come­dias interpretadas por compañías españolas se llevaban la palma. En 1905 se demolió el Gran Teatro Nacional para dar lugar a la continuación de la calle 5 de Mayo en la ciudad

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de México, lo que repercutió negativamente en la actividad escénica. Sin embargo, no tardó en recuperarse. Un cronis­ta del auge teatral porfiriano diría que «C---3 en una no­che de gala en cualesquiera de los teatros, por la belleza de las damas que concurren, por el gusto de sus trajes, por las valiosas alhajas que ostentan y por la corrección y modo de conducirse de toda la concurrencia, cualquier extranjero, aún del gusto más difícil, no extrañaría ningún teatro de París o Madrid £...)]».

Si bien existía una preferencia por los autores europeos, piezas de mexicanos como José Rosas Moreno, Juan de Dios Peza, Miguel José Othón y José Peón Contreras tuvie­ron también bastante aceptación. La crítica teatral fue ejer­cida igualmente por algunas de las principales plumas del momento, como Ignacio Manuel Altamirano y Manuel Pe- redo en un principio, y después por Amado Ñervo y Luis G. Urbina. Los actores Antonio Castro y Rosa Peluffo ocupa­ron los escenarios un poco antes de que las muy consagradas Virginia Fábregas y Mimí Derba cosecharan los aplausos del respetable.

La actividad teatral fue bastante nutrida durante aquel Porfiriato tardío y diversos foros se abrieron en las capitales de los estados y en algunos poblados con cierta capacidad económica. Fueron célebres los teatros que a raíz de las fies­tas del Centenario de la Independencia en 1910 se inaugura­ron en muchas ciudades de la república, destacando los de Guanajuato, Oaxaca, Guadalajara, Puebla, Mérida, Queré- taro y Aguascalientes. En poblaciones más pequeñas como El Oro, Estado de México, Tepic, Nayarit, o de reciente auge como Torreón o Coahuila, la actividad teatral también pudo llevarse a cabo gracias a sus pequeños y cómodos foros.

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Por cierto que la arquitectura también tuvo un auge par­ticular durante aquellos años porfirianos. Si bien los estilos neoclásicos y las citas afrancesadas estuvieron a la orden del día, con abundancia de guirnaldas, cariátides y atlantes, cierto eclecticismo pudo verse en exteriores, mientras la mo­dernización se adueñaba de los interiores. Las instalaciones eléctricas y sanitarias se fueron acomodando en salones, dormitorios y baños; y las estructuras metálicas y los dise­ños avanzados consolidaron su presencia en los edificios públicos y privados. Los clásicos ejemplos fueron el Palacio de Correos, el Museo del Chopo, las Fábricas de Francia, el Hospital de la Castañeda, la Cárcel de Lecumberri y el que sería después el Palacio de las Bellas Artes.

Si bien el art nouveau, el neogótico o el estilo arrogante de las mansardas inglesas acusaban una clara admiración hacia los modelos europeos, también en la arquitectura y el diseño urbano hubo muestras de cierto nacionalismo ro­mántico. Tres ejemplos bastarían: el monumento a Cuauh- témoc que diseñó Francisco M. Jiménez en 1877, coronado con su escultura afrancesada de Miguel Noreña; el Pabellón Mexicano de la Exposición Universal de París de 1889, rea­lizado por Antonio M. Anza y Antonio Peñafiel, represen­tando un antiguo teocalli, y los llamados Indios Verdes, que son los reyes Ahuízotl e Iztcóatl, erigidos por el escultor Ale­jandro Casarín al principio del paseo de la Viga en 1900.

Al igual que las otras artes y ciencias, la arquitectura y la ingeniería contaron con un grupo importante de personali­dades muy ligadas al poder, que contribuyó a embellecer las ciudades, los parques, los edificios públicos y el incipien­te ordenamiento urbano. También aportaron sus conoci­mientos para agilizar la industrialización y la comunicación

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interna y externa del país. Empresarios, ingenieros y ar­quitectos de la talla de Emilio Dondé alternaron con Emilio Bernard y el temerario Weetman Pearson, realizando algu­nas de las obras más destacadas de construcción, ordena­miento urbano e infraestructura del Porfiriato. Además de los edificios ya mencionados, obras fundamentales como el dragado y construcción de los puertos de Veracruz, Coat- zacoalcos y Mazatlán, la pavimentación de muchas ciudades del país, los edificios públicos de capitales como Guadala­jara, Oaxaca y Puebla, múltiples construcciones de fábricas, hospitales e incluso de haciendas e iglesias corrieron a car­go de técnicos y artistas cuyos testimonios arquitectónicos todavía se encuentran a la vista.

Diversiones públicas y privadas

Hacia fines del siglo xix el mundo del ocio presentaba una mediana variedad de actividades y distracciones capaces de ocupar los días y las noches de la mayoría de «los despreocu­pados habitantes» de las ciudades y pueblos. La asistencia a bailes y a funciones de teatro, al circo, a los toros o a los gallos formaba parte de una cotidianidad construida a lo largo de la extendida historia colonial e independiente, que desembocaba en un estilo a la vez cosmopolita y ranchero. Las luchas entre el pasado y el presente y sus proyecciones hacia un futuro promisorio también aparecían en el mundo de la diversión pública y en el quehacer obsequioso de las horas muertas. Mientras los paseos o los combates de flo­res remitían a las remembranzas de cierto provincianismo de antaño, ir a una sala de cine o asistir a un match de béisbol

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mostraban una disposición particular hacia lo actual y ur­bano. En el interior de las casas aristocráticas o pequeñobur- guesas, la interpretación de piezas musicales, los juegos de mesa o la lectura constituyeron pasatiempos que ocuparon largas horas que eliminaron el tedio y el aburrimiento. El espacio público ofrecía, sin embargo, un mundo a cual más atractivo, tanto por sus propuestas positivas como por sus lacras y claras muestras de miseria humana.

Recorrer las calles de las principales ciudades, un tanto pueblerinas y otro tanto afrancesadas, implicaba tarde o tem­prano entrar en contacto con sus fuentes de estimación eli­tista o de recreación popular. El primer impacto bien podía ser una portada eclesial barroca o el pestilente umbral de un callejón repleto de «pelados» y «putarronas».

Sin embargo, lo que también emparentaba el mundo del ocio mexicano con el extranjero eran sus múltiples contras­tes. Así como la magnificencia se manifestaba en los exte­riores para la degustación de los visitantes de alcurnia, en sus interiores quizás el panorama no era tan halagador; en las cantinas de barrio bajo, las pulquerías y demás pique­ras merodeaban la pestilencia y la podredumbre.

Durante el Porfiriato, las autoridades locales se empeña­ron en mejorar la imagen del país haciendo particular gala de los edificios públicos y las construcciones coloniales. Las grandes avenidas, las casas solariegas y el ornato público fueron cuidadosamente expuestos ante los ojos de los visi­tantes. Una primera aproximación al disfrute de las ciuda­des eran sus parques y paseos. Ir a la Alameda o a Chapul- tepec los días de asueto, a escuchar los conciertos públicos de bandas militares o tan sólo a ver quién se encontraba paseando era parte de la diversión pública por excelencia.

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Dar la vuelta por aquellos lugares resultaba un llamado al recreo de la pupila y el alma. Sin embargo, la cosa cambia­ba cuando las caminatas se alejaban de los primeros cuadros y se acercaban a los barriales o las goteras de las ciudades. Ahí la desigualdad social estaba a flor de piel.

El disfrute del tiempo libre en los sectores medios y aco­modados, incluyendo no pocos distinguidos visitantes, ya se había consolidado con diversas instituciones dedicadas es­pecíficamente al recreo y al solaz a cielo abierto, bajo una manta o un techo firme. El circo, los teatros, las carpas, los toros, los primeros cines, una que otra sala de conciertos, el frontón, los hipódromos de Peralvillo y de Indianilla, cien­tos de cantinas, decenas de restaurantes y cafés formaban parte de aquel repertorio. Y para el resto de la población es­taban las calles de los barrios bajos, los jaripeos, los fandan­gos y sobre todo las pulquerías.

Por tratarse de un espectáculo a cual más popular, el cir­co moderno contó con la empresa de los hermanos Orrin. Esta compañía americana levantó en la plazuela de Villamil un edificio de madera y hierro con el nombre de Circo-Teatro- Orrin. Ahí el payaso Ricardo Bell integró un repertorio que hizo reír a propios y extraños a lo largo de tres generaciones, alternando con trapecistas, domadores de fieras y magos.

En el teatro popular el quehacer de las partiquinas y da­mas ligeras de ropa demostraría que, en el mercado de la escena, el crédito femenino tenía bastante que decir y decidir a la hora del reparto general del público y de las ganancias. Ahí estarían para demostrarlo cientos de divas, coristas y co- mediantas que desde fines del siglo xix hasta entrados los años treinta del siglo xx poblaron las pasarelas y los corri­llos de las farándulas nacionales. Rosario Soler, «La Patita»;

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EmiliaTrujillo, «LaTrujis»; Lupe Rivas Cacho, «La Pingüi- ca»; Celia Padilla y tantas más dieron al teatro de revista un tono particularmente atractivo para el público masculino.

La combinación de canciones y cuplés con ciertas aven­turas escénicas se convirtió en una especie de moda en los ambientes recreativos de todo el país. Presentando las can­ciones más populares del momento, no fueron pocos los escri­tores de teatro que se inventaron diálogos o situaciones ad hoc capaces de servir de introducción para inmediatamen­te después dar lugar a la interpretación musical y el canto. Canciones como El abandonado o El Pico, sazonadas con alguna dosis de buen hum or en medio de la tragedia que narraban, hacían los goces de un público ávido de reconocer sus piezas favoritas y sus situaciones cotidianas.

Una de las diversiones públicas más populares de finales del siglo xix, que por cierto ya tenía una larga trayectoria nacional, fue la fiesta brava. A ella acudía un amplio espec­tro social, desde la aristocracia política hasta los secto­res más golpeados, pasando sobre todo por la creciente clase media, que cada domingo se daba cita en la tarde de toros. En varios cosos taurinos de la ciudad de México, como el San Rafael, el Huizachal o el Bucareli, o en las famosas pla­zas de Aguascalientes, Querétaro, Guadalajara o Morelia, los aficionados podían pasar las tardes domingueras admi­rando los capotazos de Luis Mazzantini y Eguía, de Rafael Guerra, Guerrita, y de tantos otros. Pero sobre todo de quien se decía era el Díaz más popular del momento, que no el más reconocido, pues éste era Porfirio: se trataba de Poncia- no Díaz, el torero bigotón, también identificado como «el charro Ponciano», dueño de la plaza de toros Bucareli de la ciudad de México. Dicha plaza, inaugurada el 15 de enero

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de 1888, fue el escenario de algunos de los momentos más ilustres del toreo mexicano, ya que el mismo Ponciano los promovía combinando la charrería con el toreo de a pie.

A fines del siglo xix también fueron notables las corridas con toreras como Angela Yagés, Angelita, o Dolores Pretel, Lolita. Las dos tuvieron un éxito notable a pesar de que mu­chos no estuvieran de acuerdo con que en una fiesta de machos destacaran las mujeres. Pero la falta de ortodoxia no se daba tan sólo en asuntos de género. Más bien el desorden campeaba en la fiesta de los toros de manera constante.

En los primeros meses de 1898, por ejemplo, se expidió un reglamento de corridas en la ciudad de México que in­cluía mandamientos como la prohibición de tocar el himno nacional, la venta de bebidas embriagantes y que los espec­tadores arrojaran objetos al ruedo. Los desmanes tanto del público como de los representantes de las empresas taurinas eran pan de cada día, ya que, además de las corridas de to­ros, no era raro que en el coso se llevaran a cabo muchos ti­pos de diversiones como palos encebados, fuegos artificiales o maromeros.

Otra diversión pública también bastante común en otros lugares del orbe, pero que podría representar al Porfiriato, fueron los espectaculares globos aerostáticos de Joaquín de la Cantollay Rico. Este ilustre personaje se pasó poco más de 50 años realizando vuelos en sus enormes dirigibles esfé­ricos y logró que sus famosos Moctezumas I y II y sobre todo su Vulcano se convirtieran en referencia urbana del Méxi­co de fin del siglo xix. La popularidad de los globos de Can- tolla se podría medir con distintas varas. Una sería la de la cantidad de piedras o silbidos que provocaban la frustración de sus ascensos mal avenidos. Pero otra era la peculiaridad

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del personaje creado por el propio Joaquín, que quedó regis­trado en múltiples referencias nostálgicas al México porfi- riano. Los globos de Cantolla inspiraron zarzuelas, cancio­nes y obras cinematográficas.

Por su parte, el cine ya había conseguido su carta de ciu­dadanía, ya fuese a partir de los populares kinetoskopios, con todo y sus «vistas picantes», o el ritual de asistir a un salón de proyecciones. Aun cuando en sus primeros años el quehacer cinematográfico en México se caracterizó por la trashumancia, ya para 1906' la capital contaba con 16 salo­nes que proyectaban las novedades de la casas Pathé, Edi­son, Meliés, Gaumont, Urban Trading, Warwick, Mutasco- pe y Poliscope.

En los salones en los que se proyectaban «fotografías en movimiento» se reunían distintos sectores sociales de la ca­pital y de las ciudades medias del interior. Damas elegan­tes, fifí es y lagartijos se combinaban con palurdos, sirvientas y genízaros. Esta mezcla pareció intolerable para los espíri­tus aristocráticos. Lejos se estaba de permitir y ver con bue­nos ojos el intercambio de sectores sociales dentro de las salas de cine, que no sólo satisfacían a los espectadores con proyecciones, sino que incluían en las sesiones algún baile, alguna cupletista y hasta suertes de prestidigitación. Aun así, el cine se fue incorporando al mundo de la recreación ur­bana promoviendo también la división social y aplicando las leyes del mercado. Las funciones caras y exclusivas, para «el highlife de México», se llevaban a cabo en el cine Pathé o en el Teatro Principal, mientras que en el Salón Rojo y en el Montecarlo bien se podía colar algún pelado o alguna sir­vienta. El mundo intelectual, curiosamente, vio con muy malos ojos la rápida popularización del cine, aunque poco

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a poco se fue acostumbrando a él y terminó incorporándo­lo a su repertorio de recreos y esparcimientos.

Las impresiones de quienes asistían a otros espacios de diversión a cielo abierto, como las peleas de gallos o las ca­rreras de caballos, no resultaban tan distintas. Ambas eran claros ejemplos del gusto ciudadano por las apuestas y el juego. Aun cuando diversos juegos de azar, billares o car­tas eran mucho más socorridos en los casinos, clubes y círcu­los como el Casino Español, el Alemán, el Club Angloame­ricano o el Jockey Club, no cabe duda de que el correr envites era mucho más popular entre gallos y caballos. Co­mo diversiones públicas, estas justas se remontaban has­ta los siglos coloniales, pero a finales del xix los palenques y los hipódromos tuvieron momentos de gran lucimiento, contando con la asistencia tanto de mestizos y criollos co­mo de indígenas.

Pero por más tradicionalista que pretendiera ser la aris­tocracia afrancesada o proyanki de fines del siglo xix y prin­cipios del xx, no se podía ocultar que tenía los ojos puestos en diversiones un tanto más modernas y cosmopolitas. An­dar en bicicleta, organizar carreras de automóviles, elevar­se en los primigenios aeroplanos, ir al frontón, jugar al golf, cricket o polo, incluso asistir al box, ya formaban parte de la ocupación del tiempo ocioso. Y la admiración por el mun­do anglosajón tuvo mucho que decir en el proceso de im­plantación de una de las diversiones que notoriamente in­fluiría en el ánimo mexicano andando el tiempo: la afición por el fútbol.

A la vuelta del siglo esto ya se advertía en el ambiente. Miembros de las colonias inglesa y estadounidense impul­saron la moda futbolística nacional. La cosecha muy a la

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estadounidense fue descrita magistralmente por el pe­riodista y escritor de teatro de revista José F. Elizondo en el siguiente epigrama:

Presume de hablar inglés / el futbolista Romay y en vez de «¿por qué?» usa «why?» /

y en vez de «sí» dice «yes» £...]] pero no sale de «ay»Es más bestia que un mamut / y ayer decía en plena «Street»—Cuando me duelen los «feet» / no puedo jugar al «fut»— y creyó haber dicho un «hit» / ¡Mire usted si será «brut»!

En aquellos tiempos apenas se atisbaba el enorme influ­jo y la responsabilidad que los medios de comunicación tendrían en la masificación y la homogenización paulatina de esa cultura popular que pretendió ser cada vez más urba­na y moderna.

Por cierto que el mismo Elizondo fue el autor de una zarzuela emblemática del teatro de revista porfiriano que dio pie a una larga trayectoria de piezas de género chico, cuyo esplendor se vio durante los años revolucionarios hasta avanzada la década de los años treinta del siglo xx. En 1904 este autor estrenó la pieza Chin-Chun-Chan, que logró más de 1.000 representaciones, mostrando las tribulaciones de un visitante chino en la ciudad de México. La complejidad del entramado urbano de fines del Porfiriato, de sus diver­sos estratos y ocupaciones, sus espacios físicos y espiritua­les, sus características morales y estados anímicos aparecía con gran claridad, entre ocios y oficios, pero lo que sobresa­lía eran las grandes contradicciones sociales y económicas que no tardarían en evidenciar su conflictividad.

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El remolino que se «alevantó»

La Revolución Mexicana de 1910-1917 trajo consigo un re­planteamiento de los valores y la cultura tanto de los secto­res sociales pudientes y acomodados como de aquella plebe intelectual o «pueblo bajo». Una muestra de que la crítica tam bién formaba parte de aquel m undo porfiriano fue la organización hacia 1908 de la Sociedad de Conferencias y Conciertos, que derivó a fines de 1909 en el encuentro de jóvenes intelectuales y literatos un tanto más maduros, co­nocido como el Ateneo de la Juventud. Formado por un pe­queño grupo de escritores, filósofos y artistas entre los que destacaban José Vasconcelos, Antonio Caso, Pedro Henrí- quez Ureña, Martín Luis Guzmán, Julio Torri, Alfonso Re­yes, Enrique González Martínez, Manuel M. Ponce y Diego Rivera, el Ateneo fue menos relevante en su momento de lo que muchos de sus integrantes posteriormente blasona­ron. Una vez insertos en las camarillas y grupos intelectuales posrevolucionarios, la mayoría estuvo de acuerdo con que el Ateneo había sido una especie de detonador intelectual y cultural revolucionario. Sin embargo, fue mucho más im­portante la labor cultural de otros grupos políticos como los anarcosindicalistas, los liberales o los demócratas. De cual­quier manera, durante las sesiones de aquel cenáculo de pen­sadores y artistas se criticó acremente el positivismo, se di­fundieron las ideas de Bergson, de Nietzsche, de James y de Croce, y se debatió sobre temas como la pertinencia de la noción de raza o la importancia de la literatura grecolatina. El Ateneo sesionó hasta septiembre de 1912, cuando algu­nos de sus miembros decidieron salir del país, unirse a algún movimiento revolucionario o de plano retirarse a sus casas.

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Durante los primeros años de cambio político maderista, tanto la literatura como el arte plástico de grandes preten­siones, junto con la música académica, la arquitectura y las actividades científicas, siguieron los lincamientos genera­les de los últimos años porfirianos. En materia literaria, algunos brotes incipientes de novelística revolucionaria se fueron gestando con piezas tan tempranas como Tomochic de Heriberto Frías, publicada en 1893; Viva el amo (1910), una obra teatral de Marcelino Dávalos, y Fracasados (1908), Malayerba (1909) o Andrés Pérez Maderista (1911) de Ma­riano Azuela. Este último se convertiría en el novelista de la revolución por excelencia, al publicar a partir de 1915 su famosa novela Los de abajo. El proceso revolucionario se reflejó en las letras mexicanas hasta avanzada la década de los años veinte, cuando la «novela de la Revolución Mexi­cana» adquirió fuerza suficiente con los textos clásicos de Martín Luis Guzmán, José Vasconcelos, Mauricio Magda- leno y varios más. La temática revolucionaria y el costumbris­mo se hermanarían en el mundo literario en una vertiente nacionalista que tuvo como representantes a escritores como José Rubén Romero, Rubén Salazar Mallén, José Mancisi- dor y la extraordinaria narradora Nellie Campobello.

Confrontando dicha introspección con una necesidad de reconocer las tendencias temáticas y estilísticas que se sus­citaban en otras partes del mundo, un grupo de literatos jóvenes rompió con el nacionalismo y decidió ser una ge­neración independiente. Este grupo, conocido como «Los Contemporáneos», reunido en torno a la revista del mismo nombre que se publicó entre 1928 y 1931, estaba integra­do por Jorge Cuesta, Javier Villaurrutia, José Gorostiza, Carlos Lazo, Salvador Novo, Jaime Torres Bodet, Gilberto

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Owen y varios más. Ellos siguieron las tendencias universa­les no sólo en materia de prosa y poesía, sino también en las artes escénicas. Algunos de sus integrantes formaron parte de una experiencia renovadora del teatro mexicano cono­cida como el Teatro Ulises. Si bien en un principio su con­frontación con la vertiente revolucionaria y nacionalista en boga les causó estigmatizaciones y críticas, a la larga dicha generación se vería como una de las más originales y pro- positivas de aquel periodo posrevolucionario.

En materia de artes plásticas ya se mencionaron las ten­dencias renovadoras de Saturnino Herrán y Joaquín Clausell, a quienes habría que añadir dos figuras particularmente relevantes durante el movimiento revolucionario: Gerar­do Murillo, también conocido como Dr.Atl, y José Clemente Orozco. Al primero se le atribuye la iniciativa que daría lu­gar al muralismo mexicano de la posrevolución, al solicitar, junto con Clausell, las paredes de los edificios públicos con el fin de que los artistas mexicanos mostraran ahí sus ideas y propuestas estéticas. El segundo, en cambio, se ejercitó en la caricatura y los retratos del mundo prostibulario, mos­trando la dimensión cruel y grotesca de la propia Revolu­ción Mexicana. Ambos militaron entre las fuerzas comba­tientes y vivieron de cerca tanto triunfos como decepciones.

En materia musical, aquella nueva generación encabe­zada por Manuel M. Ponce y José Rolón retomó los temas populares y renovó lo que ya descomponía el anquilosado repertorio porfiriano. En 1912, Ponce publicó sus 25 can­ciones mexicanas, que serían una referencia fundamental para el desarrollo del nacionalismo musical posterior. Este compositor zacatecano tomó las piezas del repertorio ro­mántico popular, las armonizó muy al estilo de su época

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y sobre todo apuntaló la vertiente que empezaba a ponerse rápidamente en boga en el mundo artístico mexicano, el nacionalismo, que en materia musical ya venía tiempo agi­tando al Viejo Continente. José Rolón, por su parte, trató de hacer algo parecido desde Guadalajara inspirándose en la vena vernácula para escribir sus poemas sinfónicos y pie­zas cortas vanguardistas.

La causa popular de la cultura mexicana poco a poco se fue vigorizando a la par que evolucionaba el conflicto revo­lucionario. Si bien durante los regímenes maderista y huer- tistalas cosas no cambiaron mucho, a partir de los años 1914 y 1915 la visión de ese pueblo y su cultura empezó a transfor­marse. Después de 1920 los esfuerzos por crear una expre­sión artística y una educación acorde con los nuevos tiem­pos entraron en una dinámica acelerada.

Para los viejos porfiristas, el hecho de que el movimien­to maderista hiciera cierto caso a demandas populares no sólo levantó al famoso «tigre» de las revoluciones populares que supuestamente ya había aplacado el propio Porfirio Díaz durante el último tercio del siglo xix, sino que propi­ció que los ánimos violentos se desataran de manera irrefre­nable. Haciendo un balance, ya en los inicios de la década de los años veinte, el historiador Francisco Bulnes recono­ció que la revolución la había hecho una «clase submedia rural», es decir, «C-.d la clase popular, clase sin pretensiones, humilde más amante de la vida de aventuras y del ban­didaje que del poder, la tribuna, la diplomacia y las solem­nidades oficiales A esta clase debían dedicarse los principales esfuerzos de reconstrucción nacional. La vía pa­ra transformar los sectores populares en ciudadanos útiles y responsables era, una vez más, la educación. Ahora se

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trataba de hacer primero un diagnóstico, antes de someter al pueblo a los modelos civilizadores.

Un esfuerzo de primera importancia relativo a la discu­sión sobre los contenidos que debían incluirse en los pro­cesos educativos revolucionarios fue publicado por Alber­to J. Pañi en su libro Una encuesta sobre educación popular. Si bien en este texto se presentaron los resultados de una re­unión de opiniones emitidas en 1912 a partir de una gran propuesta sobre la modificación de la Ley de Instrucción Pú­blica, la validez de dicha discusión se reafirmó al publicarse en 1918. Las propuestas eran muchas, desde la del porfi- riano Ezequiel A. Chávez hasta la del futuro secretario de Educación callista Manuel Puig Casauranc, pasando por el dram aturgo Marcelino Dávalos, el antropólogo Nicolás León, el periodista Félix Palavicini y el folklorista y músi­co Rubén M. Campos.

Destacaban entre sus objetivos la reivindicación de las industrias «típicas» por parte de las élites y la necesidad de una reorientación técnica y comercial para impulsar el me­joramiento económico de los sectores populares del país. Se insistía en que la diversidad social era parte de la riqueza de México y que competía a las autoridades educativas del momento convertirlas en un factor de progreso y unidad na­cional. Se enfatizaba la importancia de las industrias ar­tesanales indígenas, tales como la alfarería y cerámica re­gionales, los textiles y bordados, la orfebrería y los trabajos hechos de palma, cuero y madera. Se pensaba que, debida­mente explotada, esta creatividad bien podía servir para promover la mejora económica de estas comunidades.

En aquel tiempo existían por lo menos 42 lenguas indí­genas en México. El dato lo había arrojado el censo de 1910,

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pero se publicó completo entre 1918 y 1920. La diversidad cultural de la población, sin embargo, no parecía tan apabu­llante como su miseria y su ignorancia.

Al emprender la enorme tarea de llevar la educación a las mayorías a partir de 1920-1921, el nuevo ministro de Educa­ción, José Vasconcelos, insistió en que se trataba de una labor que debía desarrollarse en múltiples frentes. Por una parte, debía diseñarse un proyecto educativo nacional que llega­ra a todos los rincones del país, y, por otra, había que repen­sar los contenidos de dicha educación refuncionalizando los instrumentos para llevarla a cabo. También era necesa­rio fortalecer los núcleos creadores fomentando sobre todo las artes y las disciplinas humanísticas, con cierta displicen­cia hacia el mundo «científico». Este era visto más como emi­sario del pasado positivista que como motor de la trans­formación tecnológica e industrial del país. «Las nociones científicas —decía el médico, antropólogo e historiador Ni­colás León— libertarían al indio de la esclavitud que le im­pone la naturaleza de su ignorancia; pero el conocimiento de sus deberes y derechos como ciudadano lo libertará de la esclavitud que le imponen los otros hombres C-..^». Es­te planteamiento se insertaba en el estilo revolucionario del momento, y, por lo tanto, la visión destilaba más un «deber ser» que una preocupación por los requerimientos y las aportaciones concretas de quienes recibirían «los benefi­cios» del proyecto educativo estatal.

En la medida en que avanzaron los años veinte la reivin­dicación de lo propio y lo «típico nuestro» en los proyectos educativos empezó a adquirir más y más fuerza. En el Con­greso Nacional de Maestros de 1920, los jóvenes mento­res Higinio Vázquez Santa Ana y Juan Antonio Granados

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censuraron la orientación extranjerizante de la educación positivista y porfiriana. Afirmaron que la enseñanza debía te­ner una expresión propia, una modelación regional para así mejor servir a las causas revolucionarias.

Las propuestas de identificar «lo natural» con «lo nacio­nal» y esto a su vez con «lo propiamente nuestro» se man­tuvieron en casi todo el discurso nacionalista posrevolucio­nario, emparentándolo directamente con algunas vertientes ideológicas y culturales decimonónicas ligadas al costum­brismo de escritores e ideólogos como Ignacio Manuel Al- tamirano, Manuel Payno o Guillermo Prieto, como ya se ha visto.

La continuidad de la relación entre «lo natural» «lo pro­pio» y «lo nacional» indicaba la permanencia de un pensa­miento que buscaba una «esencia mexicana» identificable en los procesos histórico-culturales reconocidos por la aca­demia y el pensamiento local hasta ese momento. Sin duda, se trataba de un afán por renovar planteado por los tiempos de reconstrucción posrevolucionaria, aunque también en­cajaba claramente en el proceso de construcción de una cul­tura propia, bien diferenciada, capaz de fomentar el orgullo —genuino o simulado— de la autenticidad y la independen­cia de lo que sería llamado «el alma del pueblo».

La inmensa carga popular que trajo consigo el movi­miento revolucionario replanteó el papel que «el pueblo» desempeñaría en los proyectos de nación surgidos durante la contienda y en los años subsiguientes. El discurso político identificó a ese «pueblo» como el protagonista de la revolu­ción y destinatario de los principales beneficios de dicho movimiento. En claro contraste con el Porfiriato, los revolu­cionarios reconocieron que el pueblo era el territorio de

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«los humildes», de «los pobres», de las mayorías, más liga­das a los espacios rurales que a los urbanos y más capaces de crear que de destruir. En otras palabras: quienes llenaban el contenido de aquel «pueblo mexicano» eran los campe­sinos, los indios, los rancheros, los proletarios y ciertas cla­ses medias bajas. La cultura popular fue adquiriendo poco a poco un rango de cultura nacional, no sólo en sus ámbitos creativos, sino también en sus cotidianidades.

Intelectuales, artistas y pueblo

Durante los regímenes posrevolucionarios, el proyecto edu­cativo oficial, establecido y comandado en un principio por José Vasconcelos y después por figuras como Narciso Bas- sols y Jaime Torres Bodet, entre otros, promovió un na­cionalismo cultural que imperó en múltiples ámbitos hasta muy avanzados los años cincuenta. Definir al país y a su pueblo, estudiar, explicar y describir sus más diversas ma­nifestaciones culturales, fue una tarea que unió a artistas e intelectuales con las variadas expresiones de las mayo­rías. La identificación de tres elementos: lo popular, lo mexicano y lo nacional, quedó en manos de una élite cen­tralista y con estrechos vínculos con el poder económico y político del país. Pero justo es decir que también tales ele­mentos se fueron alejando cada vez más de esos mismos ámbitos populares para situarse fundam entalm ente en los discursos políticos.

El nacionalismo cultural que caracterizó esta primera relación entre élites y sectores populares fue cabalmente descrito por Pedro Henríquez Ureña en 1925, al hacer un

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primer balance de los aportes culturales de la Revolución Mexicana. Destacó la preferencia de los materiales nativos y los temas nacionales en las artes y en las ciencias ponien­do varios ejemplos, entre los que destacaban Diego Rivera en la plástica, Manuel M. Ponce y Carlos Chávez Ramírez en la música, y Eduardo Villaseñor y Rafael Saavedra en la lite­ratura y el teatro de inspiración campesina e indígena.

Así, el arte creado por estas élites afirmaba su condición nacionalista y sentaba las bases para repensar la historia y la cultura nacionales. Este reconocimiento, sin embargo, que­daba ligado de manera implícita a los proyectos de unifi­cación y justificación del poder de turno, cuya intención se asociaba más con la implementación de los cauces moderni- zadores e industrializadores del país. Tradicionalmente desdeñada por las academias, lo que se interpretó como cul­tura popular adquirió entonces una fuerza inusitada en los derroteros del arte y la literatura mexicanos. Y más que un saber, se estableció un «deber ser» para la cultura de ese pue­blo mexicano que rápidamente se fue separando de las es­feras de lo real para pasar al espacio de lo ideal.

En la cotidianidad lo popular también se revaloró des­pués de la revolución. A manera de ejemplo puede afirmarse que se le dio un particular reconocimiento al mole, que con el pulque y la tortilla fueron identificados «oficialmente» como los platillos «típicos» del pueblo mexicano. El mismí­simo general Alvaro Obregón, durante la primera gran fies­ta de la «mexicanidad» posrevolucionaria, la del Centena­rio de la Consumación de la Independencia en septiembre de 1921, ordenó que el banquete principal consistiera en sopa de tortilla, arroz a la mexicana y mole poblano, como un homenaje a la comida del pueblo.

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El entonces joven intelectual Daniel Cosío Villegas in­sistió en que durante estos años posrevolucionarios el mexicano había descubierto su país y, lo más importante, creía en él.

En marzo de 1921 el ministro Vasconcelos, con una comi­tiva muy ilustre, realizó una gira de reconocimiento por el Bajío, que se asumió como una región generadora de conte­nidos culturales para todo el país. Entre otros, lo acompaña­ron por Colima, Aguascalientes, Jalisco y Zacatecas nada menos que Manuel M. Ponce, Enrique y Gabriel Fernández Ledesma y Ramón López Velarde, quien era considerado el poeta mexicanista más relevante del momento. Todos ellos contribuirían a la construcción de las imágenes nacionalis­tas del habitante común de la «Suave Patria», que poco a po­co irían reforzando su presencia en los programas educati­vos a través de la música, la poesía y las actividades creativas.

Ya para 1921, en la contraportada de la revista oficial de la Secretaría de Educación Pública ElMaestro, se insistía en que «los espíritus cultos £...)] están obligados más que nadie a contribuir con su exquisita penetración a la educa­ción popular, ayudando a los más a entender y sentir lo que ha sido exclusiva ventaja de unos cuantos C-.Cl»- Dicha re­vista se convirtió en un instrumento de capital importancia para la nueva educación. Sus 47.000 ejemplares se distribu­yeron por toda la república, y para 1922 la organización de la Secretaría de Educación Pública estaba lista para recono­cer oficialmente que era mucho más cuidadosa de la cultura popular que de los altos estudios.

Pero la aportación cultural que a la larga logró uno de los mayores reconocimientos tanto nacionales como inter­nacionales fue la pintura mural. Las primeras propuestas

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del muralismo fueron un tanto contradictorias. Las impul­só y apoyó el propio Vasconcelos, otorgando las paredes de la Preparatoria, ubicada en el antiguo Colegio de San Ilde­fonso, a los artistas Diego Rivera, José Clemente Orozco, Jean Charlot y David Alfaro Siqueiros, entre otros. Con al­gunas excepciones, los temas y recursos pictóricos iniciales resultaron bastante intelectualizados, pues presentaban alegorías sobre las ciencias y las artes como las de Rivera en el Anfiteatro Simón Bolívar, o la mirada plástica de la trin­chera y el Cristo destruyendo su cruz de Orozco, la masacre del Templo Mayor de Jean Charlot, o el arribo de la primera Cruz a las costas de México de Ramón Alva de la Canal y la decoración carente de inspiración que Siqueiros realizó en el patio trasero del edificio. Cargados de simbolismo hermé­tico, estos murales estaban bastante lejos de las temáticas populares. No así la Virgen de Guadalupe pintada por Re­vueltas, los danzantes de Chalma de Fernando Leal o las caricaturas del mundo contemporáneo que Orozco pintó en el segundo piso de aquel recinto.

Poco a poco el muralismo fue encontrando sus temáticas populares. A Rivera se le encargó la decoración de las pare­des de la capilla de la Escuela de Agricultura de Chapingo. Ahí la presencia del maíz, el reparto de la tierra o los explo­tadores de los campesinos se identificaron mucho más con las demandas populares de la revolución. Más aún a la hora de pintar los murales del edificio de la Secretaría de Edu­cación en colaboración con Amado Chávez y Jean Charlot, representando las fiestas, el trabajo y las propias epopeyas del pueblo revolucionario.

La pintura mural se convirtió en la clásica representante de la escuela mexicana de pintura, aunque el apoyo estatal

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sólo le duró unos cuantos años. Paulatinamente fue que­dando en manos de los llamados «tres grandes»: Diego Ri­vera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. Aun­que el movimiento del arte plástico revolucionario contó con muchas figuras importantes como Rufino Tamayo, Ro­berto Montenegro, Julio Castellanos y varios más, con esti­los y propuestas muy diversas, cierta tendencia al protago­nismo y a concentrar los proyectos en pocas manos terminó por reconocer a los tres mencionados como las figuras más prominentes del mundo artístico posrevolucionario. Aque­lla tríada demostró una enorme capacidad de trabajo, lo que también redundó en su reconocimiento posterior. Jus­to es decir que tres mujeres destacaron en menor medida en esas lides: María Izquierdo, Frida Kahlo y Olga Costa. Re­tomando elementos de la cultura vernácula en boga, impri­miendo cada una su personalidad y sus preocupaciones en su pintura, poco a poco se fueron creando un público y un grupo selecto de coleccionistas.

El muralismo, así como la literatura, las propuestas edu­cativas y en general el movimiento cultural mexicano pos­revolucionario, llamó la atención de muchos artistas e in­telectuales del m undo entero. El país atrajo a una serie importante de escritores y artistas que pudieron participar en dicho movimiento, además de servir como propagado­res y entusiastas del mismo. Los hubo desde quienes rápida­mente se integraron al país, como Pablo O’Higgins o Luis Cardoza y Aragón, hasta quienes lo criticaron acremente, como D. H. Lawrence o Graham Greene. El acontecer cultural mexicano también trascendió sus fronteras para convertirse en una especie de agente promotor de mercados internaciona­les del arte, sobre todo en Estados Unidos, o para reconocerse

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como vanguardia latinoamericana en muchos países del Cono Sur. Una m utua influencia se reconoció a partir de una especie de intercambio diplomático cultural entre Ar­gentina, Colombia, Perú, Brasil, Venezuela y México. Por ejemplo, en febrero de 1922, la Semana del Arte Moderno celebrada en Sao Paulo irradió a las vanguardias latinoame­ricanas y, en confluencia con las expresiones artísticas posre- volucionarias mexicanas, impactó de manera indeleble el quehacer artístico de sus congéneres. Tanto en México como en el resto de América Latina se viviría una efervescencia cultural en la que lo regional se hermanaba con las propues­tas revolucionarias y vanguardistas del momento.

En el mundo de la música académica pasó algo parecido, igualmente concentrado en prácticamente sólo tres per­sonalidades: Manuel M. Ponce, Carlos Chávez y Silvestre Revueltas. Estos dos últimos figuraron en el quehacer mu­sical mexicano hacia finales de la década de los años vein­te, cuando lentamente se consolidaban las organizaciones sinfónicas del país.

En un intento por reordenar la administración públi­ca, en 1915, durante el primer gobierno constitucionalista, se fundó la Dirección General de las Bellas Artes. Desde en­tonces se pretendió impulsar el conservatorio y revivir la Orquesta Sinfónica Nacional. Pero el país todavía se estreme­cía con asonadas y enfrentamientos militares, por lo que no fue posible mantener una actividad musical con una míni­ma constancia. En plena reestructuración nacional, entre 1917 y 1919, la Orquesta Sinfónica tuvo como directores a Jesús M. Acuña y al mismo Manuel M. Ponce. Sin embar­go, la dificultad para obtener cierta estabilidad y presupues­tos era evidente. Manuel M. Ponce decidió abandonar el

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país y volvió en 1921. A partir de entonces trabajó como pro­fesor privado y en el conservatorio. También fue el editor de Música, una de las primeras revistas dedicadas exclusiva­mente a dicho arte. Sus composiciones adquirieron poco a poco prestigio internacional, hasta convertirse en uno de los compositores mexicanos de mayor fama mundial.

Otros músicos de procedencia académica que se queda­ron y que continuaron con sus labores de docencia y difu­sión lograron cierto éxito en sus actividades. Rafael J. Tello, por ejemplo, no sólo permaneció en medio de aquellas tur­bulencias sociales, sino que en 1917 fundó un Conservato­rio Libre en la ciudad de México, y José Rolón, por su par­te, trabajó arduamente en Guadalajara. En 1916 fundó la Orquesta Sinfónica de Jalisco, que, si bien no tuvo relevan­cia nacional, por lo menos permitió un mínimo cultivo de la música académica en el occidente del país. A no ser por estas excepciones es posible afirmar que el desarrollo de la música académica mexicana sufrió uno de sus más crueles descalabros durante la revolución de 1910 a 1920. Julián Carrillo, para entonces reconocido compositor e innovador musical —creador del llamado «sonido 13»—, pretendió dirigir la Orquesta Sinfónica Nacional a partir de la renova­ción educativa vasconcelista; sin embargo, la falta de recur­sos también le hizo desistir y, desilusionado, se retiró a la enseñanza privada, a la composición y a la preparación oca­sional de conciertos y audiciones.

Uno de los encargados de sacar adelante aquel mundo musical tan vapuleado fue Carlos Chávez, que abiertamente se oponía a las propuestas de Julián Carrillo y de los músicos conservadores. Si bien Chávez también participó en los pri­meros ímpetus nacionalistas encabezados por Vasconcelos,

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componiendo obras con una extraña inspiración «exotis- ta», como Fuego nuevo en 1921, durante buena parte de la década posrevolucionaria el joven polemista permaneció fuera de México. Sólo volvió en 1924 para presentar música contemporánea que por primera vez se escuchó en el país. Piezas de Hindemith, Schoenberg, Várese, Ravel y Dukas fue­ron interpretadas en México gracias a su promoción, a la cual no escapaba su propia personalidad y obra. En 1928 regresó definitivamente a dirigir la Orquesta Sinfónica Na­cional y el Conservatorio Nacional de Música. A partir de ese momento su empeño lo llevaría a convertirse en uno de los principales promotores del quehacer musical académico del país. Sus obras oscilaron entre el nacionalismo y una preten­dida vanguardia que se inclinó por la música abstracta. Du­rante los años treinta y cuarenta, al igual que algunos de sus colegas pintores y literatos, tendió a concentrar en su persona poder y prestigio. Sus posiciones a veces radicales y a veces oportunistas le valieron tanto enemistades como admirado­res; sin embargo, como compositor dejó algunos momentos importantes de la música vanguardista mexicana.

Silvestre Revueltas también permaneció buena parte de la revolución y los años posrevolucionarios fuera de México; no obstante, regresó hacia 1929 para ocupar la subdirección de la Orquesta Sinfónica. A partir de entonces se integró a una generación que consolidaría la música académica mexicana. Seguidor un tanto involuntario de lo que ya se identificaba como «nacionalismo musical mexicano», Re­vueltas fue un compositor sin par y figura creadora de un estilo muy propio, cuando los aires populares se intuían c implicaban la propuesta universal más relevante en materia musical mexicana del siglo xx.

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Los lineamientos que unían la academia con «el pueblo» también inspiraron a otros compositores que, aunque no compusieron canciones revolucionarias, sí abonaron la di­mensión popular musical. El multicitado Manuel M. Ponce, jun to con Ignacio Fernández Esperón, Alfonso Esparza Oteo y Miguel Lerdo de Tejada fueron los autores de al­gunas de sus mejores canciones mexicanas durante aque­llos años. Así lo demuestran las clásicas Borrachita de Fer­nández Esperón, Estrellita de Manuel M. Ponce y Gratia plena de Mario Talavera, sólo para mencionar tres. En el mundo de la música urbana y cosmopolita, personalida­des como Agustín Lara, Joaquín Pardavé y Manuel Castro Padilla empezaron a destacar vinculando las artes escénicas con el quehacer musical.

El paisaje y el cine

Al ponderar de manera tan insistente la cultura popular en las propuestas revolucionarias y posrevolucionarias, las autoridades educativas mostraron una clara preferencia por las expresiones de determinadas regiones de la repúbli­ca. Las manifestaciones populares del Bajío, los valles po­blanos, la meseta Tarasca, Oaxaca y particularm ente el istmo de Tehuantepec fueron consideradas como las más apropiadas para representar lo que genéricamente ya era «lo típico mexicano». En la Secretaría de Educación Públi­ca varias personalidades insistieron en que el charro, la china poblana, la tehuana y el indio tarasco eran los clásicos repre­sentantes de lo que ya recibía el nombre de «mexicanidad». Entre estas personalidades destacaban los tapatíos Gerardo

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Murillo y Roberto Montenegro, el chilango Adolfo Best Mau- gard y los hermanos hidrocálidos Gabriel y Enrique Fer­nández Ledesma. Todos ellos poseían un conocimiento particular de la cultura de occidente que poco a poco fue ganando terreno hasta convertirse en la representante de la cultura nacional.

A esta tendencia habría que sumar la labor de periodis­tas, literatos y estudiosos como José de Jesús Núñez y Do­mínguez, Fernando Ramírez de Aguilar y varios más. Cada uno tuvo su opinión sobre la charrería, las chinas, el jarabe, los «ánditos» y los rancheros, anotando lo que sabía o se le ocurría desde su espacio claramente ubicado en el centro urbano del país. Fue aquí, curiosamente, donde eventual­mente se llegó a un acuerdo sobre quienes representaban la cultura mexicana por excelencia.

El cine tuvo mucho que decir al respecto. La revolución había tenido un impacto de singular importancia en el desa­rrollo cinematográfico no sólo en México, sino a nivel inter­nacional. Fue uno de los acontecimientos históricos que mayormente se registró durante los inicios de dicha indus­tria. Tanto en documentales como en ficciones, los perso­najes revolucionarios fueron reconocidos mundialmente gracias al cine. Cineastas mexicanos como los hermanos Alva siguieron al movimiento maderista, mientras que JesúsH. Abitia se dedicó a filmar a la División del Norte para des­pués ligarse a los ejércitos de Obregón y Carranza. Pan­cho Villa también tuvo una relación bastante intensa con el cine al firmar contratos con productoras estadouniden­ses y convertirse en una especie de «estrella del celuloide». A la par de dichas personalidades la revolución fue para el cine mexicano un evento fotogénico extraordinario. Una

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estética revolucionaria cinematográfica surgió a partir de entonces, a la que también contribuyó el arte fotográfico y el reportaje periodístico. En este sentido contribuyeron con mucho los fotógrafos Agustín Cas asóla, Tomás Hurtado, Jacinto Pérez, y muchísimos más, cuyas imágenes anóni­mas dieron la vuelta al mundo en forma de postales o notas publicitarias.

En materia de cine de ficción, ya desde finales del Porfi­riato se habían dado algunas muestras de creatividad mexi­cana con Salvador Toscano, Felipe de Jesús Haro y los mis­mos hermanos Alva. La mayoría de las temáticas filmadas tenía que ver con la historia del país, aunque durante el pe­riodo revolucionario también se hicieron algunas pelícu­las románticas en las que las divas Emma Padilla y Mimí Derba resaltaban sus bellezas muy a la italiana. Sin embar­go, una película que atrajo poderosamente la atención del público durante aquellos años revolucionarios fue La ban­da del automóvil gris (1919) de Enrique Rosas, que recurrió a hechos vividos en la ciudad de México hacia 1915. La úl­tima escena, tomada del material documental sobre el fusi­lamiento verídico de aquella banda de malhechores, daba a la cinta un final muy dramático.

A partir de los años veinte el cine mexicano compitió desventajosamente con el primer gran auge de la indus­tria estadounidense, y lo hizo siguiendo en parte los linea- mientos nacionalistas. Aunque muchos actores, técnicos y directores tuvieron como modelo artístico el desarrollo de las modas hollywoodenses, incluso viajaron para en­trenarse y trabajar en aquella fábrica de estrellas califor- niana, una corriente afirmativa de los valores mexicanos también infuyó en ese cine que se realizó en México.

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La connotación nacionalista en la producción cinema­tográfica mexicana mostró un fuerte rechazo hacia la vi­sión estadounidense, con cierta identificación de opuestos, como entre el rico y el pobre, entre el lujo universal y la mi­seria nacional. La argumentación de los críticos llegaba a generalizaciones que rayaban en lo absurdo, pues al pre­sentar los clásicos escenarios mexicanos de nopales, jacales y artesanías con sus charros, sus inditos y sus chinas pre­tendían confrontar lo mexicano con lo norteamericano, que por lo general mostraba palacios lujosos «£...3 y tipos falsos, afectados, artificiosos de una absurda ingenuidad que ca­recen de contextura humana, de vitalidad de carácter prácticamente olvidando que ésa era una característica de casi todo el cine mudo. Entrados los años treinta, esta con­frontación siguió vigente, aunque reconociendo cierto fra­caso de los mexicanos a la hora de retratar al verdadero México. La experiencia del cineasta soviético Sergei Eisens- tein en México vino como anillo al dedo para quienes in­sistían en la confrontación de «lo estadounidense» frente a «lo mexicano», como una táctica para valorar lo propio. Si bien fueron pocos los que vieron los materiales de Eisens- tein, el crédito que éste recibió a la hora de representar al México «real» fue mucho mayor que el de cualquier cineas­ta estadounidense del momento.

Pero también es cierto que el cine mexicano de aquellos años posrevolucionarios ya había incorporado los estereo­tipos teatrales del mundo rural mexicano encarnado en cha­rro, chinas, inditos y tehuanas, bailando jarabes, valses istmeños o danzas autóctonas. Una vez que el sonido se in­tegró a la producción nacional, a partir de los primeros años treinta, dos temáticas abrumarían el acontecer cinemato­

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gráfico mexicano: el mundo prostibulario representado por Santa (1931) de Antonio Moreno, basado en la novela homó­nima de Federico Gamboa, y el mundo idealizado del cam­po mexicano cuyo máximo exponente sería la cinta Allá en el Rancho Grande (1936) de Fernando de Fuentes.

Así, de manera un tanto esquemática y sintética, tanto el cosmopolitismo como el nacionalismo seguirían marcando los senderos de gran parte del quehacer cultural mexica­no del siglo xx. Desde el arte plástico hasta el cine, pasando por la música, las letras y la escena, este binomio continua­ría presente en las siguientes generaciones, aportando con­tenidos y formas en las múltiples expresiones que determi­narían el devenir de la cultura mexicana.

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