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1 XXVIII CONCURSO LITERARIO JUVENIL DE PAMPLONA 2018 Y Poesía Narración breve
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Poesía Narración breve · “EL LINDO FRENESÍ DE LA ESCRITURA” 1er PREMIO: Jorge Nanclares Salmón Me aparté por séptima vez del portátil, cerrándolo con ira, con rabia,

Jul 22, 2020

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XXVIIICONCURSO LITERARIO JUVENIL

DE PAMPLONA 2018

YPoesíaNarraciónbreve

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EDITAAyuntamiento de PamplonaIruñeko Udala

MAQUETACIÓNGráficas Castuera

ILUSTRACIÓN Maitane Unanua

IMPRIMEGráficas Castuera

DL NA2294-2018

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NARRATIVA

POESÍA

14-16 AÑOS

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14-16 AÑOS

17-18 AÑOS

17-18 AÑOS

1er PREMIO:“Lindo frenesí de la escritura” - Jorge Nanclares Salmón

2º PREMIO:“307 Oscuridades” - Ksawery Trzeciak

3er PREMIO: “Ayuda” - Ignacio Romera Calvo

1er PREMIO:“Atmósfera artificial” - Amaiur López Martínez

2º PREMIO:“Sensaciones” - Uxue García Uriaque

3er PREMIO: “Llenos de vacío” - Lucía Franco Goyena

1er PREMIO:“Secretos de familia” - Edurne Hualde Ballaz

2º PREMIO:“Buenos días” - Maite Artieda Bayona

3e PREMIO:“El guardián” - Mariano Tejada Baca

1er PREMIO:“Árbol de papel” - Mariano Tejada Baca

2º PREMIO:“Soy” - Maialen de Carlos Sola

3e PREMIO:“¿El todo por la nada o la nada por el todo?”- Nicole Guaman Malla

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14-16 AÑOSNarrativa

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“EL LINDO FRENESÍ DE LA ESCRITURA”

1er PREMIO:

Jorge Nanclares Salmón

Me aparté por séptima vez del portátil, cerrándolo con ira, con rabia, con resentimiento. Una vez más, había borrado todo lo escrito hasta el momento, eliminando párrafos a mi paso, como el Atila de la escritura. Una vez más, cerré los ojos y me recosté en mi silla, dejando laxo mi cuerpo, repasando, meditando, buscando… Una vez más, me incorporé, conecté los auriculares al móvil, inundando mi cerebro con la música, apartando todo lo que no fuera el relato de mi mente… familia, instituto, amigos, problemas livianos y no tan livianos… todo quedó fuera. Y repentinamente, como un torrente de agua bajando por la ladera de la montaña, acompañando la cúspide de la canción, inundando todo mi ser, llegó la luz, la iluminación, la idea… borbotones de personajes, de conexiones, de desenlaces, de actos de heroísmo, de traiciones, de romances… todo se derramó en páginas de papel en mi mente, creando una historia, dándole forma, proponiendo mil y un acontecimientos, mil y un paisajes, mil y una aventuras. Febrilmente, como un inexperto alfarero, comencé a encauzar la tremebunda cantidad de información, sometiéndola a mis deseos, dejando algunos espacios vacíos, dubitativo sobre como proseguir, pero siempre buscando formar la espina dorsal de la trama, un argumento sólido, compuesto, detallado, adictivo, entretenido, profundo, inspirador… El tiempo se desparramó en su reloj de arena una y otra vez, y ahí seguía yo, como un enfermo en sus delirios, soñando despierto, imaginando… creando. Y al fin, tan rauda como empezó, la inspiración desveló mis ojos, envueltos en la niebla de su creatividad, dando por terminada mi obra. Me mostró lo escrito… y por primera vez en mucho tiempo, lo que leí, me gustó. Y helo aquí, ante tus ojos, querido lector, el humilde escrito de este humilde estudiante, fruto del frenesí de la escritura.

El puerto de Quíos se asemejaba a un enjambre de atareadas abejas, que entraban y salían constantemente, depositando sus valiosas

cargas en tierra firme, tras semanas de azul infinito y vaivén incesante. Apoyado en la ventana, a la derecha de la tosca mesa de madera, el griego se mesaba las barbas, inquieto. Los borrones de color otrora fueron trirremes de afilados cascos, las luces difusas otrora fueron las antorchas de los barcos que se hacían a la mar al atardecer, aprovechando la marea alta. Las vagas manchas blancas en la bahía otrora fueron sus habitantes: marineros que bajaban besando el suelo tras sortear los peligros de la mar, comandantes de navío que supervisaban la descarga de sus

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mercancías, curiosos que se arremolinaban ante los nuevos llegados, ansiosos por encontrar alguna riqueza entre sus cargamentos. Pero ya no podía distinguirlos, no encontraba en esos bultos donde estaba un brazo y donde una pierna. Se estaba quedando ciego, la mayor maldición para un escritor, para un poeta. Por fortuna, seguía conservando cierta visión si pegaba la nariz al papel, por lo que de momento podría proseguir en su labor. Miró al cielo, en una muda súplica a Zeus, a Apolo, a Asclepio, a quien fuera que le escuchase. Solo quería terminar su obra, la obra, toda su vida concentrada en esos papiros enrollados. Era su destino, su misión, su sentido en ese mundo. Recogió el pincel de su tintero, y suavemente, fue trazando finos pero rectos trazos sobre el primer tomo, donde iría su título. Contempló su obra, apartándose un poco para ver si el trazo era rectilíneo. Al comienzo del papiro, “Ἰλιάς” se encontraba escrito, “La Ilíada”.

Cuando finalmente acudió el esclavo, portando entre sus manos la pesada jofaina y una toalla, el poeta se levantó de su curulis con un resoplido de impaciencia, introdujo las manos, manchadas de la sangre del combate, de su combate, del duelo a muerte entre su imaginación y el papiro, entre el cálamo y su obra, aún no redactada, pero viva ya en su mente, vivo ejemplo de la batalla librada entre sus ideales y los tabúes sociales. En todo ello, la tinta que impregnaba sus manos era fiel testigo de la fiera lucha mantenida entre estos dos titanes, dando un día más la victoria al escritor. Este despidió al esclavo tras haberse secado con fruición, y suspirando de cansancio, miró a su alrededor. El tiempo comenzaba a pesar sobre sus hombros, llevaba años haciéndolo ya, pero se sentía cansado, tan cansado. Las imágenes de Trebia, del lago Trasimeno, los gritos, las blasfemias, el espantoso sonido del acero al salir de la carne… experimentó otra vez los años empujando la rueda del molino, día tras día, sin sentido alguno, sin meta… dedicándose a vivir. Y de repente, esa obra, su obra, la gran obra. Giró sobre sí mismo y se encaminó hacia los estantes plagados de papiros, pero de ellos extrajo un pergamino enrollado de máxima calidad, regalo del procónsul Publio Cornelio Escipión, apodado Africanus. Lo desenrolló con ternura y desprecio a partes iguales, porque aunque apreciaba el regalo, procedía no solo de un patricio, sino de uno de los hombres más poderosos de Roma. Y Roma le había dado dolor y gloria a partes iguales. Lo leyó de pie, mientras la oscuridad se imponía sobre la Urbe Eterna. No se percató de ello, ni de las lámparas de aceite que encendieron los esclavos. Finalmente llegó al final, a su firma, y sonrió, con la sonrisa burlesca que le caracterizaba, con la sonrisa del mayor poeta de Roma, con la sonrisa del hombre que escribió “La Asinaria”, con la sonrisa de Tito Macio Plauto.

Kumarajava cesó un momento en su redactar, posando el pincel, de finas hebras, y dejándolo empapar dentro del tintero de bambú.

Se encontraba sereno, tranquilo, con ánimo imperturbable. Ya había mantenido esa misma calma durante sus dieciséis años como prisionero

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del general Li Kuang. Finalmente, Yao Hsing le concedió acabar su travesía a Chang-an, nombrándole además maestro de su nación. Poco le importaban a él los cargos, pues solo conllevaban complicaciones y dolores mundanos, pero el suyo le permitía traducir las enseñanzas en las que él posaba su vida. Le permitía extenderlas al mundo, y a los pobres ignorantes de la corte, demasiado cegados por el orgullo y la riqueza, viciosos, corrompidos por dentro, con un espíritu más débil que las hojas de los árboles en otoño, cuando con solo rozarlas ya se descomponen en mil y un fragmentos broncíneos. Solo la traducción y la meditación le apartaban de esa oscuridad, solo en ellas encontraba reposo y descanso. Había descubierto un pequeño risco, escolta de un tranquilo arroyo de aguas cristalinas, a las afueras de la ciudad. Allí había fijado su residencia, en una pequeña cueva en la base, y allí meditaba durante días, ajeno al exterior, firme roca de voluntad y austeridad. Releyó la última frase que, esmeradamente, había grabado en el largo pergamino: “una enseñanza fuerte y afilada como un diamante que corta a través de los malos juicios y la ilusión”. Así como Buda había dicho a su discípulo Subhati, así lo transcribiría él.

Los golpes en la puerta interrumpieron el escribir del hombre, de facciones marcadas, pómulos elevados, acosado por la alopecia, en parte suplida por el prominente bigote y la afilada perilla, ambos dominados por las canas. Entró una mujer menuda, de prominentes senos, ataviada con un sencillo vestido del color de las infinitas arenas del desierto, que posó suavemente un plato de madera en la burda mesa, dejando a su lado cubertería y una jofaina de cristalina agua. Con una breve inclinación, salió de la sala, dejando al escritor a solas con sus devaneos. No podría decirse que “amor” fuera la palabra que describiera su relación con su cónyuge, pero se había preocupado de que no les faltase nada, dentro de su delicada situación económica, tanto a ella como a su hija y sus hermanas. A veces, le gustaría poder imitar al personaje que ahora protagonizaba su obra: armarse estrambóticamente, sin temor a juicios ajenos, y montado en un rocín flaco, con la adarga antigua firmemente sujeta en su brazo izquierdo, salir en busca de aventuras por tierras españolas. Desgraciadamente, la realidad era completamente distinta. Primero, no podría sujetar la adarga, debido a la bala de algún maldito turco, traicioneramente disparada desde alguna de sus galeras. Aún así, no se arrepentía de haber estado en tamaña batalla, luchando por la gloria de la Cruz, por la defensa de la Cristiandad, y por la gloria de España. Volvió a mojar la pluma de bronce en el tintero, y se sumergió en las profundidades de su novela, en cuya primera hoja aparecía escrito: Las ingeniosas aventuras del hidalgo Don Quijote de la Mancha.

La festividad de San Jorge tenía una gran importancia para el hombre que, encorvado en su escritorio, garabateaba frenéticamente en la hoja de papel, parando repentinamente, con el ceño fruncido, para luego iluminar su cara y volver a hundirse en su escrito. El candelabro a su lado ya solo mantenía encendidas dos de su docena de velas, mientras que la cera

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de las otras yacía ya desparramada por la tallada mesa de roble, como lágrimas de un moribundo al saber que su vida, su luz, se apaga ya, y que toca a su fin su tiempo entre los vivos. De ese tema trataba ahora lo que el poeta escribía con fruición, casi con delirio, con obsesión. Apartó el papel solo para continuar en el siguiente, con esa letra apretada, de trazos finos como patas de araña, que le caracterizaba. Profirió un grito, y levantó los ojos al techado de la habitación, arrojando la pluma por los suelos. Se llevó las manos a la cara, mientras la última vela se consumía y la noche, profunda ya, lo acunaba cariñosamente, estrechándolo entre sus brazos, como una madre con su hijo, recostándolo en la butaca en la que se había sentado hacía ya días, sin apenas levantarse. Murmurando ya, en ese estado del subconsciente entre el sueño y la realidad, el viento le oyó susurrar: “Hamlet, oh Hamlet”. Inglaterra dormía, al igual que dormía el Bardo.

El jefe de la editorial sonrió al oír la historia que contaba su hijo. Al parecer, la misteriosa novela que Susan había traído consigo un

día, era de una calidad suprema. Y realmente lo era, pues ¿Cómo sino un mero escrito, redactado para goce del propio autor y su círculo más íntimo, podía albergar tamaña vastedad de mundo, de personajes, de territorios, de historias? Cuando acabó de escuchar al primogénito, y lo despidió dándole las buenas noches, se arrellanó en el cómodo butacón, estratégicamente colocado junto a la chimenea, cuyas brasas agonizaban ya. ¿Quién era capaz de sacar de la nada tamaña historia? Tras haber leído trozos de la novela, había quedado rápidamente prendado de su fluidez, de su encanto, de sus humorísticos giros y de sus profundas reflexiones. Tamaña obra de arte, tamaño David de la escritura no podía quedar oculto, sería una herejía, un pecado contra la humanidad. Mañana daría orden de publicar el libro, y avisaría a su autor, originario de Orange, veterano del Somme, según le habían contado. Su libro alcanzaría fama universal, no podía ser de otra manera. Allá adonde viajara, fuera la época que fuera, todos habrían oído hablar de “El Hobbit”.

La lámpara tembló por decimoséptima vez aquella tarde, interrumpiendo con su parpadeo la lectura del hombre. Este levantó la cansada vista,

veterana en desentrañar los escritos más densos, experta en reconocer los puntos neurálgicos de los artículos más técnicos, entrenada para adelantar al propio pensamiento en la comprensión de los textos. Cuando el cansado lector levantó la vista de la pantalla, se percató de que las sombras reinaban ya en su barrio, en voraz combate contra el alumbrado público. Los datos recorrían todas las capas de su pensamiento, entremezclándose, sobresaliendo unos segundos antes de volver a zambullirse en la vorágine de cifras, nombres, mapas... El escritor movió el cuello, rotándolo en círculos, rompiendo el agarrotamiento en el que habían caído sus músculos, estirándose como si de un gato se tratara. En su móvil, apoyado en la mesa de estudio minimalista, sonaba de fondo marchas de guerra ya olvidadas por las calles y gentes que

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un día, en otra época ya pasada, otra época de guerra y dolor, vieron a sus jóvenes marchar al frente entonando tales canciones. Descansó un momento, pausó la reproducción y miró a su alrededor: pilas de libros se amontonaban en completo caos por todo su escritorio, pesados tomos de tapas de cuero, livianos panfletos informativos, espesos textos académicos… todos habían sido leídos, resumidos, subrayados, y en algún arranque de frustración, arrojados por la sala. El cansancio comenzaba a vencer en el combate diario, y la sola idea de volver a sumergirse en su infinita tarea producía un rechazo espantoso en su ser. Si su escrito era el mítico Bucéfalo, tenía claro que él no era ningún Alejandro para domarlo. Y aún así, tras debatir consigo mismo unos momentos, volvió a adentrarse en los titánicos archivos del pasado, preparando una fórmula, la fórmula, para comenzar su libro. Si la historia del hombre es la novela más magnífica jamás escrita, bien valían sus ojeras y su cansancio con tal de poder redactar tan solo una insignificante parte de ella.

Querido lector, espero hayas comprendido el mensaje de este relato, espero te hayas dejado llevar por él, como las barcas se dejan llevar por la tranquila corriente del Támesis. Espero hayas meditado acerca del significado profundo de este texto. Este no es mi relato, es el relato, es el continuo escribir de millones de hombres y mujeres que, como Plauto, Shakespeare y Tolkien, mantienen vivo el mayor arte existente, que permiten al hombre y a su complejidad desfogarse, explicarse, lamentarse y alegrarse. Es la continuación de todos estos humildes lectores y escritores que gozan del magnífico don del habla escrita aflorando en su alma, que saben que, allá donde vayan, allí donde se encuentren, sea lo que sea que enfrenten, tendrán una salida en la escritura, que podrán sumergirse en sus insondables abismos, sacando a la luz leyendas que, imperturbables al paso del tiempo, siguen siendo ensalzadas y leídas con avidez. Esto es, sencillamente, mi modo de gratitud por todas esas horas con la nariz pegado al libro, disfrutando de otros mundos, otros lugares, otras épocas… es mi homenaje a todos esos héroes que, en su mayoría desconocidos, siguen plasmando en papel sus ideas, sus relatos… es mi reverencia al lindo frenesí de la escritura.

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“307 OSCURIDADES”

2º PREMIO:

Ksawery Trzeciak

Nací hace mucho tiempo en el bosque de Orgi. Era un árbol noble y majestuoso, destacaba sobre los demás robles de estas tierras, todos me contemplaban con admiración, me sentía el rey del mundo.

Pero un día la gente había dejado de venir a verme, pero... ¿por qué?, yo era el más grande, yo era el más bonito, todos estaban a mis pies, pero ahora, estaba solo. Fue con esta soledad con la que aprendí a pasar el tiempo. Comencé a contar las veces que aparecía la oscuridad, 53.

Y pensé que serían muchas más, hasta que un día unos hombres llegaron al bosque, y allí es cuando vi que los árboles de mi alrededor empezaron a caer, los hombres, con extraños artefactos, pronto se acercaron a mí y comenzaron a clavarme estos objetos, noté una extraña sensación, pronto me percaté de que se trataba, ya que caí al suelo con fuerza.

Me llevaron fuera del bosque, nunca pensé que habría más mundo más allá de este. Fue la primera vez que estaba en movimiento, pude ver muchas cosas. Fue un momento feliz, aunque muy confuso. Llegué a un lugar donde volvió la oscuridad. De pronto volvió la luz, algo comenzó a cortarme, no pude soportarlo, perdí la consciencia. Cuando la recuperé estaba diferente. Oí a un hombre decir “silla”, y al parecer era eso en lo que me había convertido, de un majestuoso roble, a una simple silla, una más de entre los cientos que había a mi alrededor.

La oscuridad se llegó a convertir en mi amiga. Antes siempre prensaba que está era la ausencia de luz, pero me he dado cuenta de que tiene una identidad propia, siempre le hablaba, ella siempre me escuchaba.

Estuve con ella durante mucho tiempo, aunque pronto a esta se le sumó un ligero balanceo al que con el tiempo me acabé acostumbrando. De vez en cuando se oían voces de algunos hombres. Muchas veces escuchaba sus conversaciones, hablaban sobre algo llamado béisbol, unos decían que los mejores eran los “Yankees”, otros que los “Red Socks”. También mencionaban muy a menudo el nombre de “Kennedy”. De pronto noté un movimiento, y, después de muchísimo tiempo vi la luz del sol. Pero no estaba en mi bosque, estaba muy lejos de allí. Había una gran cantidad de hombres, un grito sobrepasó el monótono murmullo de la gente: ¡Bienvenidos a Nueva York!

Era un lugar inmenso. Me llevaron a una sala donde había más sillas además de diferentes objetos. Permanecí allí durante poco tiempo ya que un varón entró y preguntó al hombre que me trajo:

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–¿Cuánto es?

A lo que él respondió:

–50 dólares, señor.

Fue un largo trayecto que culminó con un gran letrero en el que ponía: Dallas. El hombre me llevó a una habitación, en frente de un aparato que era una especie de ventana que te permitía ver otros mundos, llamado: “televisión”. Había más objetos en la sala, cuyos nombres desconocía.

El hombre, llamado Lee, tenía una mirada fría, los ojos del color de la madera, su cabello, como la oscuridad más tenebrosa, era de carácter silencioso, aunque muy impulsivo con la mujer con la que vivía, ésta, se llamaba Marina, no era como las demás mujeres, sus ojos, me recordaban al cielo que contemplaba cada día cuando era un árbol, tenía una mirada de incomprensión, ni siquiera con el bebé que cuidaba era capaz de mostrar cariño, no era feliz con Lee. Había continuas discusiones entre ellos, que no solían acabar en su favor. Lee solía pasar la mayoría de los días escribiendo, aunque tras las primeras 27 oscuridades dejó de pasar tanto tiempo en la sala, y solo venía a esta cuando la luz del sol nos abandonaba. 87 oscuridades pasaron así, durante las cuales Lee apenas visitaba la habitación. Tras esto, estuvo un tiempo sin abandonar el cuarto, aunque pronto volvió a pasar casi todo el día fuera de la sala. Así, pasaron 161 oscuridades más, en las que todo parecía normal. Durante este periodo muy a menudo le visitaban unos hombres cuya lengua no entendía, solo conseguía distinguir 2 palabras: Walker y Kennedy. Con el tiempo las visitas se volvían cada vez más frecuentes, los hombres hablaban, discutían y escribían. Durante 12 oscuridades las visitas se habían convertido en una estancia y tras esto Lee no volvió. La oscuridad se volvió permanente.

Pensé que nunca volvería a ver la luz, la misma, que, tras mucho tiempo, me hizo volver a la realidad. Era Lee, esta vez sin su mujer ni su hijo, pasó allí 12 oscuridades, solo. Durante 7 oscuridades más comenzó a recibir visitas de los hombres del idioma extraño, esta vez sonaba cada vez más y más el nombre de “Kennedy”.

Ese día, aparentemente normal, Lee encendió la televisión y se fue, esa fue la última vez que le vi. Al salir tenía un rostro frio e inexpresivo, y una severa calma. Estuve viendo la televisión y de pronto el programa fue interrumpido. Kennedy asesinado. Al momento supe quién fue el que cometió esta atrocidad.

Poco después, unos hombres entraron en la habitación. No recuerdo más, solo oscuridad y balanceo. Pronto, vi una luz diferente, una luz familiar. Un hombre me llevó a una sala que daba vista a un bosque, el bosque donde nací. Leí que Lee fue asesinado al poco tiempo, pero tampoco fue declarado culpable ya que no había pruebas suficientes. Unas pruebas, que nunca se conocerán, que sólo permanecen en mis recuerdos, los recuerdos de una silla.

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“AYUDA”

3er PREMIO:

Ignacio Romera Calvo

Abro los ojos. Me pica el derecho; creo que tengo una legaña. Acerco el dedo índice de mi mano izquierda y me la quito. Parpadeo rápidamente. El picor se desvanece.

Salgo de la cama y me apresuro a recoger los libros de la tarea de ayer. Me detengo mirando el de historia. Nunca me gustó su portada; en ella flota un busto con el rostro de la reina egipcia Nefertiti mirando al infinito. No dice nada, ninguna expresión que me dé pistas de lo que siente. Impasible, demasiado seria, indiferente. Definitivamente no me gusta, no. Todos sentimos, todos sufrimos.

Me quito el pijama y descubro mi cuerpo, me fijo en mi antebrazo izquierdo, como cada mañana, y observo, como si fuera la primera vez, esas líneas cicatrizadas en perpendicular al brazo. Me recuerdan mi ignorancia. Debía haber hecho los cortes de forma transversal para ponerle fin a todo. Lástima que no lo supe cuando tuve la ocasión. Ahora con mamá siempre encima no tendría la posibilidad de brindarme un segundo intento.

Ya estoy vestida. Bajo a la cocina. No está papá, mamá tampoco, aunque eso ya lo sabía. Tenía ella hoy viaje de negocios. Lo de papá es más llamativo, se habrá ido a por algo, pienso. No le doy más importancia.

Me tomo un vaso de leche de soja, que engorda menos que la normal, y engullo vertiginosamente una tostada con pechuga de pavo “light” que me dejé ayer en la cena. Me doy prisa para salir, llego tarde al “bus”.

Han pasado veinte minutos, ya estoy en la parada. He llegado a tiempo, pero, no entiendo, no hay nadie esperando, ni en la calle. ¡Qué raro!

Me siento en un banco y dejo que los pensamientos que me azotaban desde anoche invadan mi mente.

Estoy muy cansada de todo, y en concreto, de todas esas víboras que me esperan en el instituto, con sus “cuerpos de diez” y sus modelitos de Tintoretto. Yo tengo granos, no tengo su figura, y ni mucho menos, la facilidad que ellas poseen para llamar la atención. De hecho, desde lo que pasó hace unos meses, trato de pasar inadvertida. Así me lo recomendó el orientador escolar.

Han pasado otros diez minutos y el autobús sigue sin pasar. Decido ir a pie.

Tardo cerca de una hora. No me encuentro con nadie por la calle. El

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instituto está vacío. No entiendo. Miro a los lados, nadie.

¿Había huelga hoy?

No creo, de haber sido así me habría enterado, además no oía nada por ningún sitio. Andando absorta en mis cosas no era consciente de lo que pasaba; no obstante, el silencio que me rodeaba ahora era escalofriante. Como si el mundo estuviese muerto, como si alguien hubiera pulsado el botón de silenciado de la realidad. No hay nadie.

Empiezo a estresarme. No es posible, no tiene sentido. Es una situación irreal, de película, no puede estar pasando realmente, y menos a mí. Nunca he sido protagonista, no sé qué hacer.

Grito.

Grito con todas mis fuerzas, sin intención de transmitir, no llego a decir nada. Siento que mis cuerdas vocales se desgarran. No enuncio, solo emito. Un sonido, un ruido, un llanto cuyo fin se funde con el silencio actual de la urbe.

Pruebo otra vez, mi intención es pedir ayuda. Las palabras no salen de mi boca. No soy capaz de decir nada.

Rompo a llorar desconsoladamente, me duele el pecho. Siento ese nudo en la garganta que siempre me tiene atada a las lágrimas. Me siento vacía, sin sentido. No puedo asumir que esto sea real. Es muy fuerte.

La soledad es lo más duro que alguien puede sentir, la experiencia me lo ha enseñado. Somos seres sociales las personas, y si no mantenemos contacto con otras, acabamos perdiendo la cordura.

En ocasiones me he sentido inexistente de cara a los de mi alrededor, como si no estuviera realmente ahí cuando les hablaba, y por ello no respondían nunca. He podido experimentar lo desagradable que es la noción de ser ignorada o maltratada.

En casa nunca llegué a decir nada. Mis padres tenían tiempo para todo menos para mí. En el instituto me sentía mucho peor; era un infierno constante. Algunos días no existía para los demás, otros, simplemente servía como centro de burlas.

No tenía ningún apoyo, era una caída diaria en la que inútilmente buscaba aferrarme a algo y terminaba no encontrando nada, dándome de bruces con el suelo cada noche.

Un día no aguantaba más, y con demasiada seguridad y poco conocimiento me recosté en la bañera de mis padres. La llené hasta arriba de agua caliente e intenté desesperadamente cortarme las venas.

No podía soportar el dolor tras el tercer corte. Perdí el conocimiento, por el dolor, o por la impresión de ver la sangre tiñendo de rojo mi cuerpo, o ambas.

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Horas después me desperté atada a una camilla; fin del intento, vuelta al mundo de cada día.

Fue un momento que marcó un antes y un después. Desde entonces he estado bajo terapia, papá se enfadaba menos conmigo por las notas y mamá se convirtió en un monstruo sobreprotector, se me quedaron tres marcas en el antebrazo, y el resto de cosas…

Bueno, el resto seguía todo igual.

“Todo sigue igual” repetí dentro de mi cabeza. Sola. Igual que ayer, que anteayer, y que el primer día que entré en el colegio. Solo que ahora la soledad era también física.

–Dale la vuelta, de todo se puede sacar una parte positiva.

Me sobresalté al darme cuenta de que había dicho esto en alto. Me había salido involuntariamente esa frase. Probablemente fruto de haberla oído constantemente en las sesiones con el psicólogo.

Pienso que se merece una oportunidad, a lo mejor sirve de algo pensar así.

Miro a mi alrededor, veo una tienda al otro lado de la calle. Me decanto por aproximarme, estaba ya notando el característico cosquilleo previo al hambre de mediodía.

No hay nadie en el mostrador. Doy rienda suelta a mi apetito, me tomo 2 bolsas de patatas, un paquete de cookies y me siento en la esquina. Con el atracón me he olvidado de beber. Tengo sed.

Justo a mi derecha se encuentra la sección de bebidas alcohólicas. Puedo hacer lo que quiera, me argumento a mí misma.

Alargo el brazo y tomo con gran cautela la botella de ginebra, era lo más suave que iba a encontrar en ese apartado del local. Miro a los lados. No tiene sentido, no hay nadie, pero lo hago. Es un simple acto reflejo, me digo, para justificar la inutilidad de ese acto.

Le quito el tapón. Lo tiro al suelo. Beso la cabeza de la botella al mismo tiempo que me inclino hacia atrás y comienzo a pegarle grandes tragos. El líquido está frío, pero en la garganta arde. Es un calor indescriptible, una sensación que me quema, pero no duele, no. Esto no duele.

Libre albedrío en estado puro. Hago lo que decido. Hago lo que quiero hacer. Por primera vez en mucho tiempo sonrío, me siento feliz. A lo mejor era lo que necesitaba, quedarme sola de verdad.

Definitivamente estoy segura de que era lo mejor que me podría haber pasado. Ahora puedo cantar, bailar, gritar lo que pienso, y, lo más importante: Puedo ser yo misma.

En estos instantes mi amor propio comenzaba a resurgir, a renacer como un ave fénix de sus cenizas, como un vago recuerdo que había deseado

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no emerger hasta ahora. Yo me quiero como soy. Puedo estar sola, al fin y al cabo no ha cambiado nada, estoy acostumbrada a este sentimiento.

Me entran unas ganas tontas de reír y llorar al mismo tiempo. No lo impido, pasan unos minutos hasta que detengo este vergonzoso espectáculo del que solo yo soy consciente.

Quiero salir. Dar una vuelta. Hacer algo que antes no pude. Ver pelis gratis en el cine. O mejor, ir al concesionario y conducir ese Range Rover que desde pequeña me ha encantado.

Es media hora de paseo que dedico al culto de mis pensamientos, pienso: ¿Qué implica estar sola?

Me respondo a mí misma. Sinceramente, ahora mismo lo que implica es una liberación de la que nunca fui partícipe, el abrir las alas y comenzar a volar. Cortar las ataduras de la presión social, el desprecio y el bullying del que he sido víctima.

La soledad implica una paz infinita, la certeza, de que nada ni nadie pueden intervenir en lo que hago. Implica ser dueña de mí misma, si antes ya lo era, ahora más que nunca. Implica que puedo llevarme bien conmigo misma, porque ya no tengo que intentarlo en vano con otros. Antes era la implicaba la única salida del sufrimiento. Ahora implica la felicidad, la libertad.

Llego al concesionario, diviso mi coche, corro hacia él. Las llaves están puestas, es automático, teóricamente más fácil. Golpeo las paredes al intentar salir, lo consigo. Salgo a la calle. Doy un par de vueltas a la manzana con él. Es suficiente para aprender a manejarlo, empiezo yendo despacio, no quiero abollarlo.

La soledad, con el mundo a mis pies, me proporciona la capacidad de decidir sobre él. ¿Me hacía dueña de mí misma? Corrijo: me hace dueña del mundo. Llegada a esta situación me doy cuenta de que puedo hacer cuanto desee.

Puedo decidir.

Decido ir más rápido. La carretera está vacía.

El poder definir lo que pasa en cada momento, es algo que antes no habría podido hacer. Yo no existía antes para ellos.

Ahora ellos no existen para mí.

Decido aumentar la velocidad, decido lo que quiero. Voy por encima de la velocidad permitida.

Quiero más, quiero demostrarme que puedo más. La aguja marca los 170 kilómetros por hora.

Pienso en lo que he estado viviendo estos últimos años. Se me salen

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las lágrimas. ¿Cómo puede ser la gente tan cruel? ¿Qué hice yo para merecer vivir esto?

Piso el acelerador. Ya voy a 190.

Llega a mi cabeza una idea, comienzo a reírme. Me llena de una tranquilidad plena: si estoy sola nadie puede detenerme, nadie puede impedirme un segundo intento. Crecí sintiéndome sola y ahora moriré estando sola.

Supero los 220 km/h, sigo riéndome con fuerza.

Antes no podía decidir, ahora sí.

Ya no volveré a sufrir, nunca jamás.

Unos segundos, y dejaré de sentir. Me desplazo velozmente, la sensación es como si volara. Soy Ícaro. Sigo avanzando, quiero algo, pero no sé el qué.

De repente empiezo a pensar en mamá, en papá. ¿Dónde estaban hoy? Pienso también en el resto de personas. No tiene sentido lo que ha pasado hoy. Carece de toda explicación lógica. Quiero creer que es real. ¿Por qué dudo? ¿Realmente es tan raro el haberme quedado sola en el mundo? A lo mejor los demás no han desaparecido. A lo mejor siguen ahí. Ya no me río, empiezo a llorar. No entiendo nada, no le encuentro una solución al problema. Delante de mí veo un edificio. Sigo avanzando, estoy muy cerca. Del hormigón. Del frío. Estoy muy cerca. Oigo el sonido de un claxon. No estoy sola realmente. Miro a mi derecha y hay coches, miro a mi izquierda y hay gente conduciéndolos. Miro delante.

Adiós.

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17-18 AÑOSNarrativa

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“SECRETOS DE FAMILIA”

1er PREMIO:

Edurne Hualde Ballaz

“Las campanas de mi pueblo resonaban a deshoras, las campanas de mi pueblo resonaban a deshoras, las campanas de mi pueblo...” Mi abuela Mayte arrastraba los pies por el pasillo mientras repetía esa frase una y otra vez. Hablaba en bajo, casi susurrando, pero me bastó con entender la palabra “campana” para saber qué decía.

Todos los vecinos de mi pueblo conocían esa frase. La frase con la que comenzaba el libro que hizo que todo el país supiera donde está mi pequeño pueblo de 300 habitantes. “Nuestro libro” afirman con orgullo las señoras mayores para referirse a él; “el libro ese del pueblo”, suelen decir los jóvenes. En mi casa, simplemente se habla del libro del abuelo Fernando. Mi abuelo había escrito varias novelas a lo largo de su vida, pero esa sin duda era la más famosa.

Casi todo lo que sé de mi abuelo es lo que oigo en casa y lo que me han contado, en especial mi abuela Mayte. Siempre le ha gustado contarme cosas sobre nuestro pueblo, nuestra familia, sus anécdotas Pero sobre todo, me ha hablado del abuelo Fernando. Yo siempre he tenido mucho interés en saber detalles de su vida porque no pude conocerlo y además era una persona relevante en el pueblo. Aunque puedo hacerme una pequeña idea de cómo era, ya que he releído una y otra vez todas sus novelas.

Es verdad que últimamente mi abuela no me cuenta tantas cosas: muchas las ha olvidado o las recuerda a medias. Ya nada es como era desde que le diagnosticaron alzheimer hace ya unos meses. Ella decía que se encontraba bien, pero a mí no me lo parecía. Por eso decidí ir todas las tardes a su casa a hacerle compañía.

Tan pronto entraba en su casa, mi abuela llamaba a gritos a su cuidadora: “Fany sácale algo para merendar a la chica”. Yo intentaba explicarle que tenía dos manos y que sabía hacerme un bocadillo perfectamente, pero a veces era mejor no llevarle la contraria. ¡Menudo carácter tiene mi abuela!

Entonces, lo que hacía era ir a la cocina y ayudar a Fany a preparar las cosas. Al principio, se me hacía raro que una extraña estuviera en casa, pero con el tiempo me acostumbré a ella y a nuestras conversaciones. Fany venía de Perú y me contaba cosas de su tierra que a mí me llamaban mucho la atención. Supongo que a ella le pasaría lo mismo con las que nosotros le contábamos del pueblo.

“Ayer tu abuela me pidió que le alcanzara el libro que escribió de joven”, me dijo Fany una tarde. “Cada día se le va más la cabeza”, le contesté.

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“Ese libro lo escribió mi abuelo”. “Sí, eso le dije porque lo vi en la portada, pero tu abuela no paraba de decir que era su libro, que había dejado de dormir muchas horas cuando sus hijos eran pequeños por escribirlo y que estaba un poco cansada de que todos los méritos se los llevara su difunto esposo”.

“Definitivamente la abuela ha perdido el juicio”, le dije a mi madre cuando llegué a casa y le conté toda la historia. Mi madre suspiró y siguió haciendo la cena. Esa noche, mientras mis hermanos y yo veíamos la tele, se levantó, se acercó a la estantería y cogió el libro del abuelo. Fue pasando páginas con la mirada perdida; leía frases sueltas y de vez en cuando se detenía, golpeando suevamente con el dedo índice en alguna palabra. Al cabo de un rato, guardó el libro y volvió al sofá sin decir nada. “Otra que se ha vuelto loca”, pensé yo.

Al día siguiente, fui a visitar a mi abuela como de costumbre. Esta vez quería darle una sorpresa, así que entré sigilosamente. Oí murmullos en su cuarto, me acerqué y reconocí la voz de mi madre. “Me contó Ainara que le pediste a Fany el libro del papá, pero que le dijiste que lo habías escrito tú...”, “¡Vaya tontería! ¡Yo no he dicho eso!”, le contestó mi abuela enfadada. Siguieron con el tema un par de minutos hasta que les interrumpí: con lo cabezonas que son las dos se podrían pasar toda la tarde discutiendo.

Cuando se fue mi madre, noté a mi abuela decaída, triste... Como siempre, me dijo que no le pasaba nada, pero no le creí. Para que se animase le pedí que me contase historias de cuando era joven, del pueblo, del abuelo… Pero esta vez no quiso, me dijo que estaba cansada y que se iba a acostar. Jamás me había dicho que no. Esto despertó en mí cierta sospecha, algo no me cuadraba, no entendía...

Antes de irme me dirigí al despacho de mi abuelo sin saber muy bien por qué, como si mi instinto me guiara. No estaba prohibido entrar ahí, pero casi nunca lo hacíamos. Todo estaba tal como lo dejó mi abuelo: encima de la mesa, su famosa máquina de escribir; su estantería, llena de libros y, en un rincón, su butaca, en la que descansaba, reflexionaba... y se fumaba un puro cada tarde. En la parte baja del armario se encontraba una caja algo polvorienta, con la palabra “RECUERDOS” escrita en rotulador y algo corrida.

Me senté en el suelo y empecé a vaciarla poco a poco. Al sacar las fotos, quedaron a la vista un diario y recortes de prensa. Uno de ellos me llamó la atención: mi abuelo sonreía desde las páginas del diario local sujetando entre las manos un ejemplar de Campanas en la noche, su última novela. La crítica ponía por las nubes el libro de mi abuelo y se centraba en su cambio de estilo: “Esta obra de Fernando Herrera sorprende por un tono totalmente diferente al de sus novelas anteriores. Su manera de escribir es cercana, directa, cálida y acogedora y a través de ella podemos intuir el alma de su autor”.

Dejé a un lado los recortes y seguí husmeando en la caja. Encontré unas cuartillas amarillentas en las que reconocí la letra de mi abuela.

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Las cogí con curiosidad y comencé a ojearlas. No me lo podía creer: “Las campanas de mi pueblo resonaban a deshoras”, leí sorprendida. Sin pensarlo, me guardé en el bolso las cuartillas y el recorte del periódico y me fui a casa esperando que mi madre hubiera llegado ya de trabajar.

“¡Mamá, creo que he hecho el descubrimiento del siglo!”, le dije poniendo encima de la mesa los viejos papeles que había encontrado en casa de mi abuela. Cuando los leyó, se quedó tan sorprendida como yo. “Pero esto... ¿de dónde lo has sacado?”. “De la caja esa de recuerdos que hay en el despacho del abuelo. No sé por qué me ha dado por mirarla...Pero eso no es lo importante, mamá. Esto quiere decir que el libro del abuelo... ¡lo escribió la abuela!”. “Tranquila Ainara, no te aceleres y no saques conclusiones precipitadas”, me dijo mi madre. “Vamos a hablar con la abuela y a resolver este asunto”.

Días después, mi abuela nos puso la ocasión en bandeja. “Con esta artrosis ya no puedo ni escribir”, se quejó con rabia. “Bueno mamá- le contestó mi madre-, tampoco es que a tu edad necesites escribir mucho...”. “Igual la abuela quiere ser novelista, como el abuelo”, dije metiendo un poco de cizaña. “¡Qué sabrás tu de ser novelista, chiquita!”, refunfuñó ella. Mi madre me preguntó con la mirada si seguíamos con el tema. Asentí con la cabeza.

“Ainara, no te metas con la abuela que después de 50 años casada con un escritor sabe de lo que habla”, afirmó mi madre. “Y tanto que lo sé”, saltó mi abuela. “Escribir no es nada fácil. Hay que pasar mucho rato delante del papel, escribiendo, borrando, volviendo a escribir... ¡A ver si te crees tú que las ideas llueven del cielo!”.

“Cualquiera que te oiga pensaría que tu también escribías”, le dije a mi abuela. “Claro que escribía”, contestó mi madre sin darle tiempo a reaccionar. “Me acuerdo de levantarme por la noche a beber agua y encontrarme a tu abuela sentada en la cocina, con sus cuartillas dispersas por la mesa y un lápiz entre los dedos”.

Mi abuela le miraba sorprendida por el giro que estaba tomando la conversación. “¡Tonterías! Yo como mucho escribía la lista de la compra o cartas a mi hermano que vivía en el extranjero. Para eso no hace falta mucha ciencia”. Mi madre se levantó, se acercó a ella y, poniéndole las cuartillas en el regazo, le dijo: ”Para escribir la lista de la compra no hace falta mucho talento, pero para escribir Campanas en la noche sí”.

Mi abuela cogió los papeles con las manos temblorosas. “¿De dónde habéis sacado esto?, ¿quién os ha dado permiso para revolver mis cosas?”, dijo sin levantar la mirada. Mi madre se agachó a su lado y le acarició el brazo. “Mamá, ¿por qué nunca has dicho nada a nadie? ¡Tú escribiste el libro más famoso de papá y él siempre se llevó el mérito! ¡Eso no es justo!”.

Mi abuela le contestó: “No critiques a tu padre. Intentó que su editor publicara el libro con mi nombre, pero él se negó: que si yo era una mujer, que él ya tenía prestigio como escritor y eso había que aprovecharlo, que

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las mujeres teníamos que dedicarnos a la casa y los hijos... Por eso, nos propuso publicar el texto con la firma de Fernando y aceptamos. Eran otros tiempos, hija”.

Yo no me lo podía creer. Mis sospechas eran ciertas. Mi abuela era una gran escritora y había guardado su secreto durante décadas. “Pero abuela, ¿por qué el abuelo nunca dijo nada? ¿Por qué no lo contaste tú después de su muerte?”, le pregunté. “Pero cómo íbamos a decir algo ¡parecería que mentimos durante años!”, se defendió mi abuela. “Es verdad que alguna vez, hace años, pensé decir la verdad. Me cansé de que me invitaran a los homenajes del gran escritor y escuchar una y otra vez las felicitaciones que debían ser para mí... Pero no hice nada; simplemente, dejé de ir a esos actos”.

Mi madre, emocionada, le dijo: “Nunca es tarde para hacer bien las cosas, mamá. Tenemos que contar la verdad. Eso no va a hacer que la gente se olvide del papá, pero ya es hora de que tú ocupes el lugar que mereces”.

Un año más tarde, mi abuela, mi madre y yo acudimos juntas al primer reconocimiento a Mayte Resano por su labor como escritora. Cuando, nerviosa, tomó la palabra dijo: “A estas alturas de mi vida, ya no me esperaba ningún homenaje, pero nunca se sabe qué detalle puede cambiar el curso de los acontecimientos”.

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“BUENOS DÍAS”

2º PREMIO:

Maite Artieda Bayona

El pelo revuelto que le caracteriza me sorprende al abrir los ojos por la mañana. A contra luz, como está ahora, de lado y apoyándose en su codo, es casi trasparente. Me ciega mirar en esa dirección, e intento evitarlo dándole la espalda, pero entonces hace lo que siempre cuando intento ignorar lo que dice -menos a menudo que cualquiera en su sano juicio podría soportar- se acerca por la espalda y me empieza a acariciar. El movimiento de sus dedos se junta con su voz y no puedo imaginar una sensación mejor. Parece que estén fabricados para derretirme y hacer que me estremezca. De todos modos evito darle la cara, porque sé cómo seguirá la partida, y tengo intención de jugarla.

***

La forma de moverse de su cuerpo es fascinante. Su sonrisa, que aunque no veo sé que tiene, el adorable hoyuelo en la mejilla derecha, tienen algo que los hacen adictivos. Por eso le toco la base de la espalda, donde se curva de la manera más atractiva posible, y siento como tiemblan sus piernas, sus brazos, su voz. Porque aunque no le vea, saber que sonríe me basta, saber que es feliz por un momento es suficiente. Continúo recorriendo la forma de su espalda, llego al cuello y me acerco más. Cuando sé que no puede contener la respiración por más tiempo le susurro al oído y lamo suavemente su oreja. Sus siguientes palabras lo dicen todo, y no decimos nada más, no hace falta.

***

La luz del sol, que apenas ilumina la habitación, tiñe su mejilla de naranja. No es un naranja como el de las paredes de mi cuarto -un intento fallido de rebelión infantil contra lo preestablecido- sino un brillo tenue, que sumado a su piel pálida hace que se semeje al de un atardecer de verano. Sus pestañas, infinitas, simulan la forma de las olas del mar, y aún con los ajos cerrados, su mirada es capaz de expresar más que todas las obras de arte que devoran continuamente. Las cejas siempre peinadas, pero nunca cuidadas, enmarcan un rostro que recorro con la mirada cada mañana, cada tarde y cada noche, pero nunca es más bello que cuando faltan instantes para que despierte. Tuerce la nariz, señal de que se ha despertado, y señal de que está oliendo la almohada. Qué tendrán las mañanas que sus olores son los mejores.

***

Antes de abrir los ojos me he despertado, y espero que su mirada esté posada en mí como cada mañana. No siento que me observe, pero lo espero. Mi mente se relaja cuando sé que estoy a su lado y cada bocanada de aire me llena, no siento la asfixia habitual, no siento el peso continuo

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de mi respiración. La luz entra por la ventana sin obstáculos, como todo aquí. Olisqueo la almohada en busca de olores nuevos, pero no los hay, es el mismo de cada día, pero no el mismo que el de cuando nos metimos a la cama. Hay cierta belleza en los olores, ácidos, amargos, dulces, cada matiz importa, y el suyo los tiene todos. Cuando siento que no puedo estar más sin ver esos ojos suyos, abro los míos de golpe y se asusta. Cómo lo odia, todo lo inesperado le deja fuera de juego.

***

No puedo evitar sonreír cuando me asusta, pero tampoco ver que su mirada, aunque fiera, viva y alerta como siempre, tiene un matiz amargo. No lo admitirá ante nadie, y hace tiempo decidí – o más bien decidió por mí- que no sería un tema tratado en nuestras eternas conversaciones. Pero no significa que no lo vea. Desaparece por unos instantes a veces, en contadas ocasiones hasta más, y eso sólo significa una cosa en este mundo, que vuelve con más fuerza que cuando se fue, en un sólo parpadeo. La vida desaparece en sus ojos, nada parece tener sentido en su mirada, y sólo una persona sabe qué está pasando dentro de ese cuerpo, y ni siquiera es capaz de solucionarlo. Mucho me temo que lo que sí sé, es lo que viene a continuación.

***

Creo que llevo en la cama dos días, pero sólo puedo saberlo por las veces que ha venido a ver cómo estaba, y me ha abrazado, y ha disimulado su incomprensión por la situación. Si hubiera algo que pudiese hacer... pero no lo hay. Si hubiera algo que yo pudiese hacer... pero no lo hay. Si hubiera algo que alguien pudiese hacer... pero no lo hay. Me consigo dormir a ratos, y así se pasa más rápido, o al menos sin darme cuenta. Al despertarme no parece que haya transcurrido el tiempo en absoluto, todo sigue igual, sigue habiendo mucho ruido, sigue estando oscuro, sigue dando igual. Sólo que ahora hay más ruido, más oscuridad y me da más igual. Me vuelvo a dormir.

***

Cada cual en su lado de la cama, y la cama sin deshacer. La imagen más triste que puedo imaginar, y la realidad. Sé que no ha dormido, porque aunque más silenciosamente que nadie, ha llorado. La luz que entra por la ventana es blanca, gris, negra. Las nubes cubren el cielo de la forma más terrorífica y fascinante de todas, la tormenta ha pasado, y ahora vienen las horas más tranquilas. Yo no digo nada, no sé qué decir, y no es lo mío. Tampoco queda nada por decir, y eso me asusta más. Siempre nos queda algo por decir, ¿verdad? Quiero preguntarle sólo por romper el silencio. No pretendo entender lo que tenga que decir, ya lo he oído todo cuando aún no ha dicho nada.

***

No ha debido de dormir, pero tampoco ha dado señal de no estarlo. Impasible como siempre, parece que nada le afecte. Envidio y odio su impermeabilidad. Mientras me ahogo en divagaciones, resiste a flote,

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cada tormenta que me derriba, es un fenómeno natural fascinante a sus ojos. Me queda mucho por decir, pero no parece que le pase lo mismo, y eso me asusta. Ojalá gritara, llorara, gimiera y sintiera como yo. Igual así no me oiría sino que escucharía, igual llenaría el vacío que siento dentro en vez de recordarme que lo tengo. Igual entonces sería otra persona, una persona que no amaría, una persona desconocida. Y amo a esta persona. No digo nada, no puedo mejorar la situación, este barco se hunde y nadie puede pararlo, así que nos quedamos tumbados, rozándonos, sintiéndonos, en el silencio atronador de la tormenta.

***

Las nubes parecen de algodón de azúcar desde aquí. Los claros entre ellas desempalagan el cielo. Nada más lejos de la realidad. Las sábanas son menos ásperas cada día, pero siguen sin ser acogedoras. En cuanto me despierto quiero levantarme, me quiero olvidar de la cama. El peor momento del día es este, quién lo iba a decir. Frío, oscuro, desapacible y solitario. Si cierro los ojos otra vez puede que vuelva a la calidez de su sonrisa, pero no volverá. Entonces la radio del despertador suena en vano, y por fin abandono la pereza.

***

Suena el despertador por vigésima vez y por primera vez lo oigo. Esta mañana no tiene demasiado encanto, aunque al mirar por la ventana el cielo está despejado. No sé con qué fuerzas me levanto, al fin y al cabo la cama ya no ofrece mucho. Me desperezo y me estiro delante del espejo. El reflejo se dirige a mí con una mezcla de orgullo y pena. Un atisbo de culpa asoma entre la sensación del trabajo bien hecho, pero esta tiene la última palabra. No obstante, las mañanas han perdido su encanto, pero el resto del día ha recuperado cierto brillo. Buenos días...

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“EL GUARDIÁN”

3er PREMIO:

Mariano Tejada Baca

Sus acciones previas ahora están en su contra. Cree que le amenazo, pero aún no saco a lucir mis espadas. No puedo, dudo, él trae comida a casa. La rabia me pica en los huesos, me tensa las piernas y me desorienta. La mano de la ira me aprieta y suelta el corazón, masajeandolo, bombeando su malestar embriagador a todo el cuerpo. Me enfría la punta de las uñas y me dudan los sentimientos. Lágrimas de quebrando y miedo me despiertan los instintos, morder y gritar, no correr ni llorar. Se impacienta y sigue rugiendo. Cree que sus ladridos pueden contra mi mirada.

Ansioso, te abalanzas. Temeroso mas no vacilante, te espero. Sabes que si quieres pararme solo podrás hacerlo con la muerte. Te chillo a los ojos y no me matas. ¿Quién es el cobarde ahora? ¿Acaso no puedes levantar el hacha?¿Te doy miedo?¿Soy acaso el último trozo de conciencia que te queda? Dejas de ladrar pero te sigues paseando. Me miras desde arriba y amenazas. Mi amor por ella no me dejará moverme, me ata a sus pies y me da fuerzas. Me golpeas, me levanto, te ríes y las amenazas continúan.

Lobo sarnoso y sucio del alma, tú que acudes al altar de figuras y mancillas la pureza de aquellas enseñanzas de amar. Solo las mantienes para cuando sales de casa. Te miro con ojos de rabia y pena, tú me miras con falsos ojos de poder, aún ignoras que el poder es para ella. Ella reinará cuando tu marches. Ella y solo ella.

Doblan las campanas y me obligas a salir fuera contigo. El sonido de tu pecho respirando me enferma. Vas con una sonrisa que dice que eres el mejor y que eres bueno, hipócrita. Yo fuí uno de tus trabajos y no he salido acorde a tus planes. Volvemos a casa y continuamos. Ella susurrando valientemente por tu faltas y tu ladrando para acallar sus verdades.

Mientras duermes o mientras mientes a ciegos, yo afilo mis espadas. Reza inútilmente en el altar de la hipocresía. Algún día cortaré tus piernas y serás tú el que nos mire desde abajo. Abriré tu cuello y dejaré que la sangre corra. Soy demasiado bueno, la suya se queda estancada marcando tus dedos.

Hoy has vuelto a casa con olor a etanol en los labios. Ella estaba dormida y la despiertas para que te dé de comer. No había bollos. La agarras del brazo y yo te saludo pidiendo que la sueltes. Me ignoras. Lo vuelvo a intentar, casi por respeto al que me alimenta. Me ignoras y le ladras al oído. Mi alma arde en furia serena, mis rodillas y mis manos tiemblan, mi espalda nerviosa está tensa. Se acerca el verdugo. Me mira y no aparto la mirada. No está acostumbrado, su trono mal recibido se tambalea y

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le surge la necesidad de ordenar, asi que grita y grita igual que el lobo sopla y sopla.

Esta vez desenvaino y te grito pidiendo un duelo. Mis ojos no sueltan a los suyos, les retan, les someten, les gritan: “Perderé honor y dignidad, pero jamás pediré perdón, a ti no”.

Me mueve mi amor por ella, y por ella moriré libre y en pie, con heridas en el pecho, pero ninguna en la espalda, no huiré.

Has visto mis espadas y quiero hacerte probar mi acero. No pido permiso, esta vez yo muevo primero. Salto lo más que puedo buscando una estocada certera la cual consigo. Me lanzas fuera, pero me levanto y vuelvo al ataque. Debo ganar, por ella. Él se armó con algo de la encimera y me hiere en el costado. Ella llora y grita. Corre hacia mí y me abraza tiñéndose con mi sangre el pijama. Con la mirada le digo lo que ya sabe, que la quiero.

Me deja con sumo cuidado y se vuelve hacia él. Discuten, es la primera vez que se manifiesta. Veo como él oculta la sangre que lleva mi firma. De pronto, arremete contra ella. Intento levantarme pero no puedo. Ella se defiende con una cazuela y veo como le incrusta repetidamente el arma que a mi también me hirió. Lloro. Ella cae y sus ojos se tornan blancos. Se desvanece, pero se desvanece más rápido que yo.

Las lágrimas que caen por mis mejillas me humedecen el pelo de la cara. Creo que lloraré de rabia hasta que dé mi último suspiro. Me arrepiento de haber dudado tantos años. Me arrepiento de dudar por ser él mi amo. Me arrepiento de creer que solo era una mala época y que pasaría. Me arrepiento por pensar que quizá así eran las cosas de los humanos. Me arrepiento por haber confundido la comida con cariño, porque la verdadera amistad me la enseñó ella.

Querida amiga, creo que has marchado ya. Ojalá me esperes dónde sea que vayamos, creo que lo llamáis cielo. Espero que no sean cielos diferentes los de canes y homos. Espero que me puedas llamar alegremente para salir a jugar y para lanzarme la pelota. Espero que podamos ver juntos la televisión. Espero que podamos salir a dar largos paseos por los montes celestiales. Espero... Espero poder cumplir esta vez como tu guardián.

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“ATMÓSFERA ARTIFICIAL”

1er PREMIO:

Amaiur López Martínez

Una poeta de argón Que solo puede escribir de madrugadabajo los efectos /del insomnio/con intención de despresurizar {la cabina de su caja torácica

No ordena los muebles del jardín es indecisa ylo vomita todo con la punta de sus dedos

Mira por la ventana de su nostalgia {buscando una forma violentay se enfadacuando el universo decideque no es la palabra correcta

Una poeta haría que Mistral se estirara las ojeras /exasperada/Una poeta que no es poeta Porque los poetas sabenPlantanLadran [fuman comas y esnifan paréntesisMientras que ella no es más,solo un tercio de pulmónen el interior de un fumador pasivo

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“SENSACIONES”

2º PREMIO:

Uxue García Uriaque

Fluir de color morado.Me represento,pero no quiero.

Atravieso una lámina,una pared de cristalintrazable.

Confundo,pero recuerdo,todo.

Sentir caer,flotar rodeada denada.

Mirar mis brazos,mis manos,mis dedos.

Notar un cosquilleo,soplidos que me alborotan elpelo.

Pero nunca caer.Floto,pero sé que no vuelo.

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“LLENOS DE VACÍO”

3er PREMIO:

Lucía Franco Goyena

Como un piano nuevoque reproduce recuerdos antiguos.El color resultante,de unas teclas sin sentido.

Más allá de los cinco,de los seis contig(u)o(s)que imagino que alguien habrá establecido.

Allá donde la imaginacióntenga un límitey no entienda de comprensiónque este le permite.

Allá donde me sientosiempre en pie,porque allá voy erguidaenseguida.

Allá donde halla... halla cuando haya... Hayatanta paz como el relieve entre teclas.

Tanta guerra como la canción que interpreta. Como la cura que me agrietao la soga que me exige que sigaque me aprieta.

Como si estuviera flotandopero estando en tierra,en tierra de nadie,en la que está el resto.

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O donde fingen que están,porque busqué hasta en el más remoto desvány no encontré ningún tipo de complicidad.

Pero qué más dacoger perspectiva, amplitud visual, sensible o mental.

Llámalo de una forma casual para que la coja. Llámalo como quieras, pero si lo quieres llámalo, no como la anterior vez.... que el humo del calo se esfumó...

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“ÁRBOL DE PAPEL”

1er PREMIO:

Mariano Tejada Baca

Imagino un árbol, uno de colores, todos los colores que puedan caber en la paleta del tiempo,

ese que pinta sin prisa y sin pausa.

Imagino un árbol, uno enorme, tan enorme que pueda abarcar galaxias producto de casualidades encadenadas

que se originan después del último aleteo de una mariposa.

Imagino un árbol, uno con infinitas flores, y que cada una de ellas contenga todos los “quizás”

de todas las posibles vidas y que con cada pensamiento, traiga nuevos olores.

Imagino un árbol, uno que nunca se quede desnudo, y cada hoja caída, cada deseo frustrado,

nunca se marchite y adorne los piés del árbol, haciendo un camino a un cielo que no es cielo, solo más deseo.

Imagino un árbol, uno cuyas ramas siempre apunten a corazones enamorados y llamen a pájaros que desprendan notas con solo volar, y cuyos cantos, hagan bailar a todas la hojas al compás del silencio.

Imagino un árbol, uno dentro de una pecera, una pequeña, tan pequeña, que el ojo de una aguja le quede grande

y compita con los átomos juguetones de una mota de polvo, una pecera que contenga la inmortalidad.

Imagino dentro de la pecera, un pez jardinero que vigila con un cuidado descuidado el árbol,

que lo riega con el mimo de una madre con gotas del fuego una vez robado por Prometeo.

Imagino un árbol, un pecera y un pez. Imagino continente y contenido plasmado en todo.

Viendo la eternidad en un grano de arena, un viaje sin fin a cada segundo que pasa.

Por cada pensamiento. Por cada vuelta de página y cada libro leído.

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“SOY”

2º PREMIO:

Maialen de Carlos Sola

Soy la portavoz de todos los rebeldes sin causa.

La de las flores marchitas

y rosas que empezaron a ser azules.

La que huye por pasadizos oscuros y por desiertos inundados.

La efímera que voló por donde el cielo acaba.

La viva antítesis del ganar, y la que aún así lo hizo.

La única que conversa con la luna

porque ella me canta sus lloros, y yo los transformo en verso.

Nado por océanos sin fondo pero aun así, lo busco aun así, lo anhelo.

Soy lo que tanto odiaste

soy el amor que gritan los abandonados un epitafio de vida inacabada.

Soy yo la que derrapo

por ciudades abandonadas con rudas desinfladas y deseo inacabado.

Lo que nunca admirarás

y aún así observas con atención.

Soy.

Simplemente eso.

Soy.

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“¿EL TODO POR LA NADAO LA NADA POR EL TODO?”

3er PREMIO:

Nicole Guaman Malla

La nada siendo todo y el todo siendo nada decidieron poner nada y toda distancia para que el todo termine con nada y

la nada termine con todo, todo sintiendo nada y

nada sintiendo todo se quedó sin nada y todo con todo

porque el todo se quedó por el todo y la nada se quedó por la nada.

Todo y nada no tenían nada en común él tan todo con o, y

la nada tan nada sin o, pero todo con a, pero con la d en común

para que nada y todo tengan en común todo.