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No hay escapatoria y otros cuentos maravillosos TIM BOWLEY ÓSCAR VILLÁN
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No hay escapatoria y otros cuentos maravillosos

Mar 14, 2016

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Colección 7 leguas
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No hay escapatoriay otros cuentos maravillosos

TIM BOWLEY ÓSCAR VILLÁN

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TIM BOWLEY ÓSCAR VILLÁN

No hay escapatoriay otros cuentos maravillosos

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La mujer espíritu ...............................7

La herencia .......................................15

El loro hiraman ................................19

No hay escapatoria ...........................27

Piel de foca, piel de alma .................29

La muerte del jorobado ...................35

La zarina ..........................................45

Conn-Eda .........................................53

El lindorm ........................................63

El rey pastor .....................................73

Índice

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Había una vez un joven que, al morir su bella esposa, se

sentó junto a su tumba y lloró desconsolado. Sintió que no

podía vivir sin ella y decidió seguirla al reino de los espíritus,

al Mundo de los Muertos. Hizo muchos palos de oración y

espolvoreó en la tierra polen de maíz sagrado. Cogió una

suave pluma de águila y la tiñó con tierra roja y luego se sentó

junto a la tumba y esperó. Al caer la noche, el espíritu de su

esposa muerta salió de la tumba y se sentó a su lado. No pare-

cía nada triste y le dijo que no llorara, pues solo estaba aban-

donando una vida para irse a otra.

–No puedo dejarte ir –dijo el muchacho–.Te quiero tanto

que he decidido seguirte al Mundo de los Muertos.

Su mujer espíritu se horrorizó y trato de disuadirlo, pero lo

vio tan resuelto que al final lo aceptó.

–Si vas a seguirme, has de saber que mientras brille el sol

seré invisible a tus ojos, así que ata esta pluma roja a mi cabe-

llo y síguela cuando no puedas verme.

La mujer espíritu

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El joven le ató la pluma al pelo y partieron de viaje. En efec-

to, en cuanto amaneció, su esposa empezó a desaparecer de

su vista y el único rastro de ella era la pluma roja flotando en

el aire delante de él dirigiéndose siempre hacia el oeste.

Cuanto más avanzaban, más difícil le resultaba seguirla, pues

parecía flotar tranquila y fácilmente incluso atravesando el

terreno más escabroso mientras él la seguía con dificultad.

Cuando ya estaba exhausto gritó:

–¡Espera, querida esposa! No puedo seguirte más. Déjame

descansar un rato.

La pluma roja se detuvo y le esperó, pero en cuanto la alcan-

zó, salió flotando de nuevo y, aunque estaba muy agotado,

tuvo que seguirla. Continuaron viajando muchos días. El

muchacho seguía a la pluma de día y descansaba de noche.

A veces su mujer espíritu se le aparecía y le daba ánimos y

otras veces notaba su presencia de forma indefinible. Cada

día el camino se hacía más difícil. Los días se hacían más lar-

gos y las noches de descanso más cortas, y el muchacho se

fue agotando cada vez más.

Un día el camino le llevó hasta una sima que parecía no

tener fondo. La pluma de la mujer espíritu pasó flotando por

encima de la nada y desapareció al otro lado, dejando al

muchacho abandonado al borde del abismo. Desesperado

empezó a bajar por la pared vertical de roca esperando llegar

al fondo y poder escalar por el otro lado. Pronto se encontró

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inmovilizado, aferrado con las uñas a una minúscula cornisa,

incapaz de subir o bajar. Estaba resignado a una caída mortal

cuando, de repente, apareció una ardilla.

–¡Hombre imprudente! –le chilló–. Tú solo no puedes cru-

zar la sima. Espera un momento, te voy a ayudar.

La ardilla se sacó del moflete una semilla, la humedeció con

saliva y la metió en una grieta de la roca. Luego empezó a

cantar y, de repente, brotó de la semilla una planta que rápi-

damente echó un vástago fuerte que cruzó hasta el otro lado

del abismo. El muchacho se colgó de la planta y cruzó el foso

sin fondo.

Cuando llegó al otro lado encontró a la pluma esperándole,

flotando de arriba abajo. Pero en cuanto la alcanzó, salió dis-

parada a un ritmo tan vertiginoso que el joven sintió que le

reventaban los pulmones tratando de seguirla. Por fin llega-

ron a la orilla de un lago y la pluma saltó al agua y desapare-

ció. Entonces supo que el Reino de los Espíritus estaba en el

fondo del lago, pero ¿cómo podía seguirla? Esperó en la orilla

día tras día, pero su esposa no apareció hasta que al final,

totalmente desesperado, se echó a llorar.

Entonces oyó una voz que decía suavemente:

–Hu-hu-hu.

Sintió a su espalda un ligero batir de alas. Al mirar hacia arri-

ba vio un enorme búho suspendido en el aire sobre él.

–Muchacho, ¿por qué lloras?–preguntó el búho.

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–Porque mi amada esposa está en el fondo del lago en el

Mundo de los Muertos y no puedo seguirla hasta allí –con-

testó.

–Ah, ¡pobre hombre! –dijo el búho–. Ya sé. Ven a mi casa en

las montañas y te diré qué hacer. Si sigues mi consejo todo irá

bien y te reunirás con tu amada.

El búho lo guió hasta una cueva en las montañas. En la cueva

había muchos hombres y mujeres búho que lo recibieron

calurosamente y le invitaron a comer y descansar. El viejo

búho que lo había llevado hasta allí se quitó su ropaje de búho

y reveló que era un espíritu humano. Cogió del muro un

paquetito y dijo:

–Te daré esto, pero antes he de decirte lo que debes y no

debes hacer.

El muchacho estiró ansioso las manos hacia el paquetito,

pero el hombre búho lo apartó rápidamente y dijo:

–¡Hombre imprudente, joven impetuoso! Si no puedes apren-

der a esperar, incluso esta medicina no te servirá de nada.

–Lo siento –dijo–, prometo ser paciente.

–Muy bien –dijo el hombre búho–, escúchame bien. Esta es

medicina del sueño. Cuando la tomes caerás en un sueño pro-

fundo y cuando despiertes te encontrarás en otro lugar.

Camina hacia la Estrella de la Mañana y sigue ese sendero

hasta que te encuentres con tres hormigueros. Encontrarás a

tu esposa espíritu junto al del medio. Cuando el sol salga,

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despertará y te sonreirá. Entonces se levantará y ya no será un

espíritu, sino de carne y hueso, y podréis vivir juntos felices.

Pero debes recordar ser paciente. No puedes abrazarla ni

tocarla de forma alguna hasta que lleguéis a tu pueblo natal

porque, si lo haces, la perderás para siempre.

En cuanto pronunció estas palabras, el hombre búho sopló

y espolvoreó la medicina sobre el rostro del muchacho que se

quedó instantáneamente dormido. Luego, todos los espíritus

búho se pusieron sus ropas de búho, levantaron al muchacho,

lo llevaron volando hasta el principio del camino que llevaba

al hormiguero del medio y lo depositaron bajo un árbol. Des-

pués fueron al lago y, con la ayuda de la medicina del sueño

del viejo hombre búho y los palos de oración, nadaron hasta

el fondo y entraron en el Mundo de los Muertos. Durmieron

a los guardianes de ese mundo misterioso con el polvo del

sueño y pusieron reverentemente los palos de oración en el

altar del Inframundo. Enseguida encontraron a la esposa del

muchacho y la llevaron a la superficie del lago. Una vez en

el mundo exterior, la colocaron sobre sus alas y la llevaron

al lugar donde yacía su esposo dormido.

El primero en despertar fue el marido. Cuando abrió los ojos

primero vio a la Estrella de la Mañana; luego, el hormiguero

del medio y después a su bella esposa tendida junto a él.

Cuando despertó, le sonrió y le dijo:

–Tu amor por mí es grande, más grande de lo que ha sido

nunca el amor, porque, si no fuera así, no estaríamos aquí.

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Enseguida empezaron su viaje de regreso a casa y el mucha-

cho no olvidó la advertencia del hombre búho de rehuir todo

deseo hasta que estuviesen a salvo en el pueblo. Viajaron du-

rante cuatro días, cada vez más cerca de su mundo, más cerca

de la seguridad.

Cuando estaban a punto de ver su pueblo, la esposa se detu-

vo y dijo:

–Esposo mío, estoy tan agotada que no puedo seguir adelan-

te. Tendámonos a descansar un rato y entremos al pueblo

cuando estemos frescos.

Su marido accedió y ella se acostó y se quedó dormida. Esta-

ba tan hermosa allí tendida que le venció el deseo y, sin pen-

sar, alargó la mano para acariciarla. En cuanto su mano la

hubo tocado, ella despertó sobresaltada y gritó:

–¿Qué has hecho? Me querías, pero no lo suficiente pues,

de lo contrario, habrías esperado. Ahora tendré que morir de

nuevo.

Ella se desvaneció ante sus ojos y él cayó al suelo desespera-

do mientras que el viejo búho ululaba:

–¡Qué lástima! ¡Qué lástima! ¡Qué lástima!

Desde entonces, el joven recorrió la tierra como un fantas-

ma, con los ojos fijos, la mente perdida, inconsolable.

Si tan solo hubiese controlado su deseo un poco más, si tan

solo no la hubiese tocado, si hubiese sido paciente unas pocas

horas más, se habría vencido a la muerte, no solo para su

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esposa, sino para toda la humanidad y no habría duelo por el

fallecimiento de los seres queridos.

Pero, por otra parte, si no existiera la muerte, el mundo esta-

ría tan lleno de gente que no habría sitio para moverse y

habría disputas por cada pulgada de espacio y cada migaja de

comida.

Así que lo que ocurrió quizá fuese para bien.

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Había una vez un granjero que, de joven, había hecho un

viaje nadie sabe a dónde. A su regreso había algo en él que

hizo pensar a todo el mundo que, a pesar de llevar una vida

sencilla, había traído consigo un gran tesoro. El granjero tenía

un hijo que no mostraba ningún interés por la granja ni por

ningún otro tipo de trabajo. Este creía los rumores sobre cier-

to oro enterrado y estaba seguro de que su tacaño padre le

diría dónde estaba antes de morir. Y así vivía en una villa cer-

cana esperando el día en que le correspondiera recibir su

herencia.

Por fin le llegó la noticia de que el viejo estaba en su lecho

de muerte y pedía verlo. Lleno de esperanza, el joven corrió a

la ruinosa granja, subió a saltos las escaleras que llevaban a la

habitación de su padre y le tomó la mano con la mejor expre-

sión de afecto que pudo poner. El viejo abrió con dificultad

los ojos y consiguió darle un débil apretón de mano a su hijo.

Con un último y tremendo esfuerzo, le dijo:

La herencia

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–Hijo, el oro está enterrado…

Y murió sin decir ni una sola palabra más.

En cuanto terminó el funeral, el muchacho empezó a buscar

el oro. Lo más probable es que estuviera en la casa, y es por

donde comenzó a mirar. Arrancó las tablas del suelo, rompió

a golpes el yeso de las paredes, buscó en el desván y en el

sótano, pero no encontró nada. Cuando acabó, la casa era una

escombrera y sus vecinos fisgones murmuraban a sus espal-

das o le preguntaban a la cara qué estaba haciendo. Temía

que si les decía que estaba buscando el oro, intentaran robár-

selo, así que les dijo que estaba arreglando la casa, que que-

ría un sitio decente donde vivir y por eso se veía obligado a

gastar el poco dinero que tenía en hacer obras. Curiosamen-

te, descubrió que le gustaba bastante ese trabajo y que tenía

un talento insospechado, tanto es así que al poco tiempo

vivía en una casa que, si bien no era exactamente lujosa, sí

había mejorado considerablemente y era muy cómoda.

Ahora que estaba seguro de que el oro no estaba en la casa,

empezó con el jardín. Cavó día tras día esperando siempre oír

un cling al chocar su pala contra el cofre que seguro estaría

allí enterrado. Cavó cada centímetro de tierra alrededor de la

casa, pero no encontró nada.

–Tengo que plantar unas verduras –le dijo a los vecinos–. No

sé cómo el viejo dejó que esto se abandonase tanto.

Una vez sembrado el huerto, sacó el arado del granero y lo

enganchó al viejo caballo.

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–Es hora de sembrar el trigo –le dijo a los vecinos, que asintie-

ron sabiamente y siguieron arando y sembrando sus campos.

En el primer campo no encontró nada. En el segundo, nada,

y tampoco en el tercero y cuarto de los campos que aró, ca-

vó y sembró encontró lo que buscaba.

Llegó el día en que había arado hasta el último rincón del

último campo y ya no le quedaba ningún lugar donde mirar.

Caminó arrastrándose derrengado hacia la casa, preguntán-

dose una y otra vez dónde habría podido enterrar su padre el

tesoro. Al llegar se lavó el sudor del día y se puso ropa lim-

pia, se sirvió una bebida fresca hecha de unas bayas que había

recogido ese mismo día y salió a la terraza que había construi-

do cuando había arreglado la casa y el jardín. Daba al oeste y

era un sitio estupendo en el que sentarse al final del día. Cayó

rendido sobre el banco con un suspiro de satisfacción. Era

extraño, pero, ahora que ya había buscado por todas partes,

no sentía desesperación, sino cierta sensación de bienestar

por todo el trabajo que había hecho. Vio en la huerta toda la

fruta y verdura lista para cosechar. Miró más allá y vio sus

terrenos bien cuidados que se extendían a su alrededor.

Cuando el sol empezó a ponerse en el horizonte, sus rayos

cayeron sobre el trigo maduro que había plantado al principio

y, de repente, todo el campo brilló con el resplandor del oro.

Entonces comprendió. Sonrió con ironía; luego rió entre

dientes y levantó el vaso a la salud de su difunto padre, que

le había engañado y a la vez le había salvado.

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Título original en inglés: The Master, the Servant and the Death and other tales

Colección SIETELEGUAS

© del texto: Tim Bowley, 2009

© de las ilustraciones: Óscar Villán, 2012

© de la traducción: Casilda Regueiro, 2012

© de esta edición: Kalandraka Ediciones Andalucía, 2012

Avión Cuatro Vientos, 7 - 41013 SevillaTelefax: 954 095 [email protected]

Diseño de los logotipos de la colección: Óscar Villán

Impreso en Gráficas Anduriña, PoioPrimera edición: junio, 2012ISBN: 978-84-92608-60-7DL: SE 2905-2012Reservados todos los derechos

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Tim Bowley es uno de los grandes contadores

que recorre los pueblos y ciudades de España y Portugal.

Lo lleva haciendo desde hace años y su repertorio ha quedado grabado

en la memoria de muchas personas, mayores y pequeños.

En este libro nos presenta una selección de sus mejores cuentos,

que no nos dejarán indiferentes.

El humor, la ternura, el miedo y el terror, pero también la alegría,

están presentes en cada una de estas historias que nos permiten viajar

por todo el mundo: bosques enmarañados, valles profundos,

montañas altísimas, aventuras trepidantes, personajes inauditos...

Cuentos maravillosos, cuentos del mundo que nos regalan sabiduría.