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El Complot de Los Generales

Jul 14, 2016

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Hector Neve

Complot en México en los tiempos del 68
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EL compLotLa matanza de tLateLoLco

A 40 años de la matanza del 2 de octubre, no hay demasiadas esperanzas de que haya castigo judicial contra quienes ordena-

ron la masacre de la Plaza de Tlatelolco. Pero sí hay oportunidad de que se conozcan la verdad histórica

y nuevos hechos: la matanza estudiantil de ese 2 de octubre hubo un complot entre dos de los militares con mayor rango y poder dentro del ejército: los generales Luis Gutiérrez Oropeza y Mario Ballesteros Prieto, jefes del Estado Mayor Presidencial y del Estado Mayor de la Defensa Nacional, respectivamente.

Ambos desacataron instrucciones expresas de su jefe, el secre-tario y general Marcelino García Barragán, y omitieron infor-marle que por su cuenta enviaron 10 francotiradores armados con metralletas a los edificios que rodeaban la plaza, mismos que empezaron a disparar hacia abajo y contra los estudiantes

y los soldados. De ahí las cosas ya no se detendrían. A cuatro décadas de los sucesos, el libro 1968: Todos los

culpables –cuyo autor, Jacinto Rodríguez Murguía, es integrante del equipo editorial de emeequis–, no sólo hace un

corte de caja basado en documentos que descansan en el Archivo General de la Naciòn y en testimonios de los protagonistas, sino que aporta elementos para ayudar a

esclarecer lo ocurrido.Con autorización de la editorial Random House Mondadori, bajo cuyo sello comenzará a circular esta misma semana, presenta-

mos dos fragmentos del libro en los que se cuenta esta historia.

de losgEnEraLEs

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No es la verdad jurídica, pero sí la verdad histó-rica: la matanza de estudiantes en la Plaza de Tlatelolco se produjo porque ese 2 de octubre de 1968 hubo un complot entre dos de los militares con mayor rango y poder dentro del ejército: los generales Luis Gutiérrez Oropeza y Mario Ballesteros Prieto, jefes del Estado Mayor Presidencial y del Estado Mayor de la Defensa Nacional, respectivamente.

Ambos generales desacataron las instruc-ciones expresas de su jefe, el secretario de la Defensa, Marcelino García Barragán, y le ocul-taron que sin su consentimiento enviaron a 10 francotiradores con metralletas a los edificios que rodeaban la Plaza de Tlatelolco.

Desde las ventanas del piso 12 del edificio Molino del Rey, más exactamente en los de-partamentos 1201, 1202 y 1203, en que esos francotiradores estaban apostados, surgieron los primeros disparos hacia los estudiantes y los soldados, lo que devino en la balacera que tuvo el saldo hoy conocido: decenas de muertos, entre estudiantes, niños, mujeres y algunos soldados.

De acuerdo con el libro 1968: Todos los culpables, escrito por Jacinto Rodríguez Mur-guía, miembro del equipo editorial de emeequis, existen decenas de documentos en el Archivo General de la Nación y testimonios que avalan el papel de estos dos generales en lo que el propio García Barragán llamó “una trampa al ejército”.

Eso es lo mismo que el ingeniero Gustavo Díaz Ordaz Borja, hijo del ex presidente, dijo en la única entrevista que ha concedido a medios de comunicación: “A mí papá lo engañaron”.

Y Díaz Ordaz Borja siempre ha tenido un nombre en mente: Luis Echeverría Álvarez, el ambicioso y taimado secretario de Gobernación que llegaría a ser sucesor del Presidente.

El mismo hombre, el mismo Echeverría, que mandó un equipo de cine, armado con 100 mil pies de película virgen, a filmar todo lo que ocurriera en la plaza; el mismo Echeverría, dice el libro, que emplazó a personal del mismo Estado Mayor Presidencial en el penthouse que su cuñada ocupaba en el edificio Molino del Rey.

Aunque el desenlace sangriento y la re-presión al movimiento estudiantil no sólo fue un acontecimiento del 2 de octubre, sino que había crecientes indicadores de que el régimen de Díaz Ordaz estaba a dispuesto a utilizar la fuerza para aplastar la inconformidad social.

De hecho, ese 2 de octubre hubo una reunión muy temprano por la mañana en la Secretaría de la Defensa para echar a andar los operativos policiaco-militares conocidos como “Operación Galeana”.

Y en esa operación, documenta puntual-mente el libro, el Batallón Olimpia tendría un papel relevante: detener a todos los integrantes del Consejo Nacional de Huelga que estarían en el edificio Chihuahua.

El Batallón Olimpia había participado, semanas anteriores, en la toma de Ciudad Universitaria, en la recuperación del Zócalo y en la toma de Zacatenco. En Tlatelolco, res-guardó el edificio Chihuahua, sus miembros identificados por un guante blanco.

Una lista revela el rango de algunos de los integrantes del batallón, grupo especiali-zado, integrado por militares que, actuando de civiles, ocultaban su adscripción institucional al ejército. En documentos localizados en el AGN provenientes de la Sedena se demues-tra sin dejar lugar a dudas de dónde salió el Olimpia.

Pero también que de ese batallón no salieron los primeros disparos. Ya después habría muchos, incluidos los que provenían de algunas armas pequeñas de bajo calibre que portaban algunos de los comandos estudian-tiles armados, muchos de cuyos integrantes se integrarían años más tarde a diferentes grupos guerrilleros.

Como Jorge Poo Hurtado, un estudiante del Instituto Politécnico Nacional que ese 2 de octubre tenía apenas 20 años. El coman-do al que él pertenecía se separó en cuanto surgieron las balas provenientes de dos o tres edificios.

Jorge Poo, quien compartió antes de morir ese testimonio con el autor de 1968: Todos los culpables, se desplazó hacia el edi-ficio Chihuahua para chocar contra quienes disparan desde el tercer piso. “Transcurren apenas unos instantes. Los tres miembros de su comando se encuentran a unos pasos de las escalinatas del edificio Chihuahua. A unos 50 metros de ahí, una cadena de hombres robustos con trajes oscuros, probablemente negros, o azules, con un guante blanco en la mano, apuntan… disparan.

“Jorge no piensa en nada. En la mano sostiene la pistola que carga bajo la camisa. El dedo aprieta el gatillo una y otra vez. ¡Pa, pa, pa, pa, pa, pa! No sabe cuándo se acabaron las seis balas, si mató a alguien, por qué está corriendo…”.

Poo Hurtado es uno de los protagonistas olvidados del 2 de octubre de 1968. Uno más entre las decenas de jóvenes que no arrojaron claveles a los tanques, sino que formaron bri-gadas y enfrentaron los palos con palos, las balas con balas; los que crearon comandos, esos que fueron negados durante años por los dirigentes históricos del movimiento.

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El 2 de octubre de 1968 lo único que no falló fue el informe del tiempo, que pronosticó que el alba abriría a las 6:43 horas y que la puesta del sol, los últimos instantes de luz, ocurriría a las 18:53. Así fue.

El Meteorológico previó que esa tarde llovería. Y llovió.Lo demás, todo lo demás que ocurrió ese día fue responsa-

bilidad de los hombres. Muy temprano, el presidente Gustavo Díaz Ordaz salió para Guadalajara, a su casa de descanso. Aquel día comenzó como cualquiera de esos días, aunque ninguno volvió a ser un día cualquiera.

El 2 de octubre fue miércoles. Serían exactamente 73 días de amanecer con la policía y el ejército en la calle, con los estudiantes como una sombra avanzando quién sabe hacia dónde.

Amanecía con las mismas incertidumbres. Con infor-mación contradictoria sobre reuniones y negociaciones. Se sabía que esa mañana, en una parte de la ciudad y por ahí de las 9:00 horas, se había iniciado un encuentro en la casa del rector Javier Barros Sierra entre representantes del presidente de la República –Andrés Caso Lombardo y Jorge de la Vega Domínguez– y los líderes del CNH– Luis González de Alba, Gilberto Guevara Niebla y Anselmo Muñoz–. Un intento más que no anunciaba nada para nadie.

En la víspera, algunos miembros del CNH veían en ese encuentro un buen espacio para el análisis de sus propuestas. Las señales, cuando menos así se creía entonces, no estaban del todo mal. Había que ceder un poco –esa era la naturaleza de toda negociación–. El CNH accedía a cancelar la marcha programada, de Tlatelolco al Casco de Santo Tomás, para no dar motivo a la represión.

Pero no cancelaba el mitin en la Plaza de Tlatelolco, donde se informaría sobre los avances de las negociaciones y, pre-cisamente, sobre la decisión de cancelar la marcha hacia el Casco de Santo Tomás.

Se tomaron otras medidas adicionales que pudieron in-terpretarse como señales de buena voluntad para apoyar la negociación. Entre ellas, la declaración de que el movimiento estudiantil no tenía la intención de perturbar la realización de los Juegos Olímpicos.

Pero acaso el gesto más significativo de los estudiantes para distender el conflicto fue cancelar la marcha de Tlatelolco al Casco de Santo Tomás.

En otro lado de la ciudad, al norte, en Zacatenco, en espera de los resultados de las conversaciones en la casa del rector, sesionaba un grupo del CNH.

Ahí se informa que, ante la posibilidad de iniciar la nego-ciación, se suspende la movilización prevista, para cancelar toda posibilidad de violencia y lograr, por la vía del diálogo, la salida del ejército de los terrenos politécnicos.

Pero no todas las señales apuntaban a que el conflicto

llegaría a su final. Por el contrario, las complicaban. Desde temprano, durante toda la mañana del 2 de octubre, se regis-traron movilizaciones militares y policiacas en toda la ciudad. Cuatro referencias de los acomodos estratégicos realizados esa mañana lo confirman.

Ahora sabemos lo que ocurría en otros puntos claves.Vayamos a otros puntos de la ciudad.

Al Campo Militar Número 1. Muy temprano, a la hora que impone la disciplina militar, el general de división Marcelino García Barragán se sentaba a definir las estrategias militares de ese día con el cuerpo de élite y de la Dirección Federal de Seguridad. Todos los detalles, para que nada fallara.

La táctica del general Barragán: desplazar desde ya una compañía del ejército para ocupar varios departamentos con-tiguos al edificio Chihuahua, con vista abierta a la plaza. La estrategia: detener a todos los líderes del Consejo Nacional de Huelga. Ése era su plan: acabar con el movimiento estudiantil de manera definitiva.

El mismo Marcelino Barragán relata la reunión que tuvo a primera hora con el capitán Gutiérrez Barrios: “Esta-ba en mi despacho [...] planeando la forma de terminar con el movimiento; en esos momentos llegó el capitán Barrios de quien esperábamos sus informes para completar mi plan […] Reunidos en mi despacho, escuché todos los informes y pregunté al capitán Barrios: ‘¿Podremos encontrar en el edificio Chihuahua algunos departamentos vacíos, donde meter una compañía?’”.

Cuando dice “esperábamos”, se refiere a la plana mayor de los mandos militares. Uno a uno: el general Luis Gutiérrez Oropeza, jefe del Estado Mayor Presidencial, y Mario Balles-teros Prieto, jefe del Estado Mayor de la Defensa Nacional…

Así que mientras en la casa del rector Barros Sierra se gestionaba una negociación entre civiles para resolver el conflicto, y el presidente salía a su casa de descanso en Guada-lajara, en el campo militar se estaba construyendo otra ruta, los otros ejes que desbordarían la historia en esas horas.

Al mismo tiempo que en las escuelas se planeaba el mi-tin, militares vestidos de civil iban tomando posiciones para la batalla, con armas y todo, en las azoteas, en el templo de Santiago y en los departamentos de esa multitud de edificios de Tlatelolco y Nonoalco. Cajas llenas de humanidad.

(De acuerdo con una tarjeta hallada en el Archivo General de la Nación, el teniente Salcedo, del Estado Mayor Presi-dencial, se encontraba en el penthouse 1301, del piso 13, del edificio Molino del Rey, donde vivía la cuñada del secretario de Gobernación Luis Echeverría, Rebeca Zuno de Lima.)

Todo se movía y se preparaba de la mano del sigilo. Para-petados en ese silencio y en esa secrecía, en el piso 19 de la Torre de Relaciones Exteriores, en el lado sur de la Plaza de Tlatelolco, un equipo de filmación acomodaba cámaras, arrastraba cables, todo bajo la mirada de un grupo de agentes de la DFS.

Culpable, el ejército mexicanoPor Jacinto Rodríguez Munguía

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Ahí estaba Servando González, director de cine, consen-tido del gobierno de Díaz Ordaz, y su ayudante Cuauhtémoc García Pineda.

La orden había salido una noche antes: “Váyase mañana a Gobernación, a las siete en punto, y no haga preguntas”, le habría dicho Servando a García Pineda.

Cuando llegó Pineda, vio cómo Servando dirigía la ins-talación de tres cámaras Arriflex frente a los ventanales de la espaciosa oficina del piso 19. Estaban preparados para una larga filmación; llevaban una larga cola de película de más de 100 000 pies de cinta. No era la primera vez que Servando hacía grabaciones sobre el 68.

Como empleado, pero sobre todo como amigo del secre-tario de Gobernación, Luis Echeverría Álvarez, había tenido acceso privilegiado a lugares y momentos claves del movi-miento: mítines, enfrentamientos, manifestaciones, todo. Pero la de ese 2 de octubre tendría que ser especial. Para eso llevaba seis equipos de cine.

No solamente sabía Gobernación de la filmación. García Pineda habría recibido la orden de Ángel Bilbatúa, quien traba-jaba en Presidencia de la República: “¿Y yo qué tengo qué hacer en Gobernación?”, preguntó. “Usted vaya”, le respondieron sin más explicación.

Al final los ojos de las cámaras miraban hacia la Plaza de Tlatelolco apenas por la rendija de la unión de las cortinas.

Cuántas miradas del poder oteaban desde las azoteas y las ventanas de los edificios, cuántos ojos de metralletas y pistolas apuntaban hacia la plaza.

A esa misma hora, mientras se dialogaba en la casa del rector Barros Sierra y en Zacatenco y se anunciaba la cance-lación de la marcha al Casco de Santo Tomás, salió la orden del campo militar:

“¡Que comiencen los operativos militares y policiacos en las zonas seleccionadas y repórtense con la instrucción con regularidad, cuando menos tres veces al día!”

Las movilizaciones habían comenzado. La gente que ve pasar las columnas de tanques sabe que va a comenzar otra batalla, una más de las que han arrancado el sueño a muchos ciudadanos en los últimos 70 días. Los tanques van armando sus murallas.

Todas las corporaciones han entrado en un estado de alerta.

Los siguientes son los sitios de la ciudad donde comen-zaron a atrincherarse militares, agentes del Servicio Secreto, de la Dirección Federal de Seguridad, de Policía y Tránsito, los granaderos… todos:

• El Reloj Chino, a unos pasos de las oficinas de Luis Echeverría Álvarez, secretario de Gobernación.

• El edificio del Sindicato Mexicano de Electricistas.• Zacatenco, terrenos politécnicos.• Casco de Santo Tomás, también territorio politécnico.• Ciudadela, donde empezó toda esta locura.• Ciudad Universitaria, la casa de la UNAM.• Y, por supuesto, la Plaza de las Tres Culturas.

Al mediodía del 2 de octubre, a las 14:00 horas, comienzan a llegar los primeros estudiantes al mitin de Tlatelolco, donde ya los esperan los militares en el edificio Chihuahua, en el del ISSSTE, etcétera.

A las 14:00 horas la ciudad ha sido cercada por el ejército y comienzan a correr la película.

Gómez Tagle, el del Batallón Olimpia, narra su papel en esa coyuntura:

Aproximadamente a las 15:30 horas salí con el personal en autobuses particulares hacia la Plaza de Tlatelolco; descendimos a dos o tres cuadras de distancia, y en forma dispersa, pero en grupos que no llamaran la atención, fuimos acercándonos a los puestos destinados a cada unidad.

Todo esto se logró llevar a cabo sin ningún contratiempo ni causar asombro, alerta o cualquier otro tipo de desasosiego entre la aún poca gente que veíamos.

Una vez que dejé colocadas las unidades en sus respecti-vas zonas de acción, yo, con mi grupo de comando (un mayor médico, dos oficiales y un cabo de transmisiones con aparato de radio en forma por demás disimulada) me dirigí al edificio de Relaciones Exteriores, al cual entré y, tomando el elevador, alcancé el tercer piso. Hago la aclaración de que todavía no llevábamos puesto el guante blanco, el cual sería usado a partir del momento que se iniciara la operación.

En el tercer piso del edificio de Relaciones Exteriores hay grandes ventanales hacia el centro de la Plaza de Tlatelolco. Me dirigí a la oficina del jefe, quien, al vernos entrar, desconocidos, sin pedir permiso, sin una advertencia, sorprendido, trató de incorporarse, pero lo contuve con un gesto y le dije que no se preocupara, que no pasaría nada, que sólo íbamos a observar. Su actitud cambió y se mostró atento y sumiso, fingiendo entre-garse al trabajo, pero sin perder detalle de las observaciones que hacíamos con gemelos sobre el tercer piso del edificio Chihuahua que se encontraba a nuestra misma altura.

La Operación GaLeana 16:30 hOras.Miles, todo el miedo del Estado ha salido a las calles; el miedo, el tamaño del miedo, se traduce en números. De qué tamaño era ya su zozobra para atreverse a sacar entre 5 000 y 10 000 soldados que comienzan a inundar todas las calles de Tla-telolco. De qué dimensión era su desasosiego para tomar la decisión de establecer un cerco verde olivo, como una red de alambre de púas para que nadie escapara. Una ola de militares, civiles y personal de todos los cuerpos policiacos para asfixiar Tlatelolco y a los estudiantes.

Todo para evitar la huida de los manifestantes estable-ciendo un doble cerco; uno exterior, para bloquear los accesos, a cargo del ejército, y otro interior, de militares vestidos de civil, pertenecientes al Batallón Olimpia, cuya misión especial y única era capturar a los dirigentes del CNH.

Primer grupo, apostado en la avenida Manuel González e Insurgentes: Primer Batallón de Fusileros Paracaidistas, Segundo Escuadrón Blindado de Reconocimiento del Decimo-segundo Regimiento de Caballería Mecánica, Primer Batallón de Infantería de Guardias Presidenciales, todos al mando del coronel de caballería Alberto Sánchez López.

Segundo grupo, apostado en el Monumento a la Raza: Cuadragésimo Batallón de Infantería, Decimonoveno Batallón de Infantería (dos compañías), Segundo Escuadrón Blindado de Reconocimiento, todos al mando del general brigadier diplomado del Estado Mayor, José Hernández Toledo.

Tercer grupo, apostado en la Estación Buenavista: Cua-

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A esas horas, en los hospitales y en

las cárceles se había dado la orden

de alerta. Se liberaron pabellones de

cárceles para acoger a los eventuales

detenidos y de hospitales para

atender posibles emergencias

dragésimo Tercer Batallón de Infantería, Cuadragésimo Cuarto Batallón de Infantería y un escuadrón blindado de reconoci-miento, todos al mando del coronel de infantería Armando del Río Acevedo.

Y la reserva, el Batallón Olimpia, al mando del coronel de infantería Ernesto Gutiérrez Gómez Tagle.

El secretario de la Defensa Nacional había dispuesto que la Segunda Brigada de Infantería Reforzada montara la Operación Galeana, la cual estaría al mando del general de brigada Crisóforo Mazón Pineda.

El despliegue incluía todo el equipo militar: cerca de 300 tanques ligeros, unidades de asalto, jeeps y transporte militar, con lo que la plaza y los estudiantes quedarían totalmente envueltos, atrapados por los anillos militares. El puño del poder que se cierra, que aprieta. Todo estaba listo.

A esas horas, en los hospitales y en las cárceles también se había dado la orden de alerta. Algo iba a pasar. Se tiene información de que se liberaron pabellones de diferentes cár-

celes para acoger a los eventuales detenidos y de instituciones hospitalarias para atender posibles emergencias.

A esas horas, decenas de elementos militares y agentes de la DFS habían sido infiltrados en los departamentos claves y entre la misma masa de estudiantes.

El Batallón Olimpia fue tomando posiciones en el edificio Chihuahua, desde donde pronunciaría su discurso el pleno del CNH.

Habían esperado ese momento más de 70 días.Lo primero que se anunció fue que la marcha programada

hacia el Casco de Santo Tomás después del mitin quedaba suspendida.

A las 17:30 horas arrancó formalmente el mitin. Para entonces, la asistencia se calculaba entre 10 000 y 15 000 personas.

Era un mitin bien organizado. El número era superior al de otras concentraciones realizadas en la misma plaza. De los cuatro oradores programados, habían hablado dos durante unos 45 minutos.

Hasta ese momento nada parecía alterar las cosas.Ya había dicho su discurso Florencio López Osuna, y lo

haría después Sócrates Campos Lemus… hasta que el ruido de un helicóptero desgarró el cielo, y en un instante, unas luces de bengala estallaron sobre sus cabezas, se fragmentaron, se escurrieron por el vacío… aterrizaron, y cuando las cenizas alcanzaron a tocar las lajas de la plaza…

esas maLditas benGaLasA las 18:15 horas estallan las luces de bengala. Eso no lo cambia nadie. Lo que no sabemos con certeza es de dónde salieron. Escojamos una de las dos versiones que existen. Una, que provinieron del edificio de Relaciones Exteriores, en la cara sur de la plaza; dos, que fueron lanzadas desde el helicóptero que sobrevolaba la plaza en ese preciso momento. Aunque pueden ser ciertas ambas versiones. Fue Gómez Tagle o el helicóptero, o ambos, los que las lanzaron.

Fueron verdes o rojas, o de ambos colores. Lo que no cam-

bia es que a esa hora un racimo de luces de bengala irrumpía extraño sobre las cabezas de los estudiantes y los militares. Irrumpía en la historia.

Apenas los hilos de las bengalas han caído, alcanzando el suelo, una ráfaga de balas escupe su plomo sobre todos y sobre nadie en especial. Alguien ha apretado el gatillo, ha dado un jalón a la historia. Nadie sabe cuántas balas han salido del cañón, ni a dónde han ido a dar; si han dado en algún blanco, si había algún objetivo concreto.

El caso es que una, solamente una de esas quién sabe cuántas balas, fue a incrustarse en el cuerpo del general José Toledo Hernández, precisamente en la cabeza del militar, general y jefe de uno de los agrupamientos desplazados a la Plaza de las Tres Culturas.

La silenciosa orden de ataque había sido transmitida con ese disparo del francotirador y todos los cuerpos di-luidos, infiltrados, clavados en el cemento de Tlatelolco y entre los estudiantes, comienzan a moverse. Se levantan como un grito.

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Salen de sus escondites, se mueven lentas y eficaces, raudas y violentas, todas las compañías de militares sem-bradas estratégicamente en cada una de las piezas del rom-pecabezas.

Ha sido abierta la puerta de la violencia.Es la hora del corte de caja histórico, el definitivo. Es el

instante en que las balas del ejército se estrellan contra la es-palda, las cabezas, los brazos, las piernas; es una lluvia ácida. Lluvia y plomo caen sobre Tlatelolco. Los meteorólogos no se equivocaron: esa tarde llovería. Ya nada detendrá el ataque.

Todavía no termina de extinguirse la imagen de las ben-galas en el cielo, cuando el ejército comienza a asfixiar la plaza, cerrándose como un brazo de metal. Los rostros de los mili-tares tallados en piedra, armados todos, tensan las quijadas. La maquinaria verde olivo va triturando los cuerpos que se atraviesan a su paso. El rugido de los tanques excita el mie-do, y estudiantes buscan las salidas; pero todo está cercado, amurallado. No hay escapatoria y sin embargo todos corren, dirigiéndose hacia ningún lugar.

Varios individuos se mueven sobre el techo del templo de Santiago Tlatelolco. Apostados en la azotea, saliendo de la iglesia, corriendo por el costado poniente del convento. Cuando son detenidos por un grupo de soldados, se identifican y los militares les permiten huir. La operación está funcionando.

De una de las ventanas cercanas al balcón donde los ele-mentos del Consejo Nacional de Huelga presidían el mitin, y donde también se hallaban maestros, periodistas y fotógrafos nacionales y extranjeros, se disparan armas, por lo que de inmediato los elementos del ejército se ponen a la defensiva y toman posiciones de combate.

Cuando estallan las bengalas, desde el balcón del tercer piso del edificio Chihuahua suena un disparo. El movimien-to de la gente parece un rumor. Muchas voces incitaban a los jóvenes a que no corrieran. Pero la gente seguía huyendo despavorida. El instinto se había desbordado.

Alguien alcanzó a gritar: “México, México” y hacía la V de la victoria. Pero paulatinamente fue perdiéndose el sen-tido del tiempo y el espacio. Los pies no alcanzaban a salvar a todos y los cuerpos comenzaban a caer, a desvanecerse, a estrellarse sin vida en el suelo, mientras que la noche iba envolviendo a Tlatelolco.

La hOra deL bataLLón OLimpiaAl momento de comenzar la balacera, como preludio del asedio de la plaza, el Batallón Olimpia ocupa los accesos del edifi-cio Chihuahua sin permitir la entrada ni la salida a nadie. A partir de que se producen los primeros disparos se generaliza rápidamente una intensa balacera.

El Batallón Olimpia había participado, semanas anterio-res, en la toma de Ciudad Universitaria, en la recuperación del Zócalo y en la toma de Zacatenco. En Tlatelolco, resguarda el edificio Chihuahua, sus miembros identificados por un guante blanco. Las señas ya las había confirmado Gómez Tagle.

Las partes del ejército actúan en coordinación perfecta: los elementos del Batallón Olimpia, todos armados, unos con ametralladoras Thompson y metralletas, y otros con pistola calibre .45.

Está en marcha la operación encomendada al Batallón

Olimpia: la captura de los dirigentes del movimiento. Por eso fueron aglutinados en torno al edificio Chihuahua, donde se encontraban muchos dirigentes del CNH. Nadie sabía cuál era su tarea hasta el momento de la acción final, y ésta había llegado. Ahí estuvieron los militares, confundidos con los estudiantes, con la población.

La acción del Batallón Olimpia estaba en perfecta sincronía con todas las demás maniobras que se ejecutaban en la plaza, en una estrategia militar global.

La dirigencia del CNH fue aprehendida.Una de las tres agrupaciones del ejército avanzó hacia

el centro de la plaza, hacia los edificios de frente, de donde provenían las detonaciones. Quienes realizaban estos disparos fueron reportados como francotiradores.

Hay tres versiones acerca de quiénes eran estos franco-tiradores: la que los identifica como integrantes del Batallón Olimpia y del grupo especial formado por el capitán Gutiérrez Barrios; la que señala que eran elementos del Estado Mayor Presidencial, y la que asegura que eran estudiantes y población civil, oriundos de Tlatelolco.

Los manifestantes se movilizaron precipitada y desorde-nadamente intentando salir de la plaza y de la zona aledaña. Los agresores, ejército y francotiradores, dispararon contra los manifestantes. Van cayendo los primeros heridos, los primeros muertos.

Los grupos uno y tres del ejército, encargados de cercar el área, sólo permiten que salga de la zona de fuego la gente que ellos determinan, previa identificación. Hay documentos fehacientes que comprueban que algunos soldados pedían dinero, relojes y alhajas para que la gente pudiera salir de la zona y salvara su vida (…)

Ahora vemos algunas de las imágenes que han ido apa-reciendo después de 40 años: las imágenes de la soberbia, de la humillación que infligieron a los detenidos.

Ahí no sólo fueron detenidos los dirigentes; además, el ejército cobró cada una de las consignas que los jóvenes les lanzaron en el rostro; cobró, palmo a palmo, su osadía, su rebeldía.

Hay varias fotografías que irrumpen en la conciencia. Aquella en la que decenas de jóvenes detenidos, con la sangre escurriendo por los rostros, son colocados en columnas contra los muros de los edificios. Alguien dio la orden de despojarlos de sus pantalones, de arrancarles las camisas. Quienes no tienen las manos atadas a la nuca, las llevan colgando, sin sangre ni nervios, sin palpitaciones. Es el símbolo de la derrota. Miran sin ver a la cámara que una y otra vez los atrapa. Y uno se pregunta cada vez que mira esas fotos: ¿qué pasaba por su cabeza en ese momento si es que pasaba algo? Seguramente ni ellos lo sabían. La masacre en su plenitud.

La tormenta de balas ha escampado. Cuando la tropa ha tomado el control de la zona –edificios, pasillos, departamen-tos–, se encuentra con algo inesperado. Entre los detenidos hay elementos de otras corporaciones militares de las que no sabían que participarían en la operación, por lo que los apresan.

Aproximadamente a las 19:30 horas, el general Barragán recibe una llamada del Campo Militar Número 1. Es la voz del general Luis Gutiérrez Oropeza, jefe del Estado Mayor Presidencial, quien le informa:

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Mi general, tengo varios oficiales del Estado Mayor Pre-sidencial apostados en algunos departamentos, armados con metralletas, para ayudar al ejército, con órdenes de disparar a los estudiantes armados; ya todos abandonaron los edificios, sólo me quedan dos que no alcanzaron a salir, y la tropa ya va subiendo y como van registrando los cuartos temo que los vayan a matar. ¿Quiere usted ordenar al general Mazón que los respeten?

El general Barragán habló de inmediato con Crisóforo Mazón y le ordenó que apoyara a los elementos del general Oropeza. Posteriormente, Mazón le confirmó que sí, que había localizado a los dos hombres armados con metralletas, quienes aceptaron “haber disparado hacia abajo”.

Momentos antes, personal del Estado Mayor Presiden-cial había atestiguado desde el penthouse 1301, en el piso 13 del edificio Molino del Rey, que pertenecía a una cuñada de Echeverría, que en el piso 12, en los departamentos 1201, 1202 y 1203 estaban disparando armas de alto poder.

La balacera, que comenzó alrededor de las 18:15 horas, fue muy intensa durante una hora. Cesó y como a las 22:55 horas comenzó de nuevo.

El parte de Gómez Tagle:

Dieron las nueve de la noche cuando me comuniqué con el jefe del Estado Mayor para indicarle que ya no corrían ningún peligro si salían con cuidado y así pudiera remitir a los dete-nidos. Él me informó que el secretario no estaba, por lo cual esperaríamos órdenes.

A eso de las 11:30 de la noche recibimos la orden de trans-portar a los detenidos en vehículos militares que se estacionarían a un lado del edificio Chihuahua. Nos desplazamos a paso veloz y en columnas aisladas.

Por cierto, recuerdo un acto indigno de un teniente coronel, al cual tuve que exigirle –en palabras fuertes– que cesara en su actitud, pues haciendo gala de cobardía y vileza los pateaba y abofeteaba al pasar frente a él, al tiempo que les mentaba la madre.

Una vez que salieron todos, informé que deseaba incor-porarme y me autorizaron a retirarme en los mismos vehículos civiles en los que nos habían llevado.

A medianoche el ejército tenía el control.A las 4:00 horas del 3 de octubre, el equipo de cine salió

envuelto por las sombras, cargando sus 120 000 metros de película. Todavía resonaban los alaridos en los muros y en las piedras de Tlatelolco.

Alguna vez decidí ir en busca de las otras historias, esas que desarman los relatos lineales, que confirman la complejidad humana y desmienten versiones únicas. Alguna vez me encontré con aquellos que hacía varias décadas habían dejado también su adolescencia embarrada en las calles y sus utopías arrastrándose por las piedras de Tlatelolco. Un día me encontré con ellos y me contaron lo que no estaba en el guión único.

Cuando por fin rompieron sus silencios, en los que se hun-dieron durante décadas, me hablaron de sus luchas, de sus in-tentos fallidos por construir un brazo armado del movimiento. Me hablaron de lo difícil que resultaba para sus compañeros de batallas aceptar que algunos como ellos habían soñado, sí, pero que también se armaron y pelearon. Lo que sigue es sólo parte de lo que fue quedando en el recuerdo y en la libreta.

No hay información acerca de que los estudiantes, ni si-quiera los más radicales, estuvieran en condiciones de enfrentar militar o armadamente al ejército. Nunca hubiera sido posible. Hay historias de jóvenes que aspiraron a convertirse en márti-res y guerrilleros, que no son lo mismo pero en ambos casos las fronteras entre unos y otros se disuelven fácilmente.

Muchos de esos jóvenes que la noche del 2 de octubre de 1968 habían visto liquidadas sus aspiraciones revolucionarias, terminaron en las filas de grupos cuyo enemigo a muerte era el Estado. Pero esos fueron los guerrilleros, los de la 23 de Septiem-bre, los Lacandones, los enfermos de Sinaloa…

Los muchachos del 68, con todo y su loca “enfermedad”

adolescente, no podían derrocar al Estado, ni enfrentar a los militares. Y sin embargo hubo quienes creyeron que podían hacerlo. Ésta es una de esas historias.

Décadas después del 2 de octubre, ha surgido el clamor de los protagonistas olvidados del 68; de quienes no fueron gran-des líderes ni estuvieron en el Consejo Nacional de Huelga; de aquellos que no tuvieron más opción que responder, en las calles, a las piedras con piedras, a los palos con palos y a las balas con balas; de quienes, en efecto, acudieron armados con modestas pistolas a la Plaza de las Tres Culturas, aquella tarde del otoño de 1968, y dispararon, sí, algunas balas calibre .22 contra las tanquetas y los miles de fusiles automáticos del ejército.

Las luces de bengala comienzan a descender sobre las mi-les de cabezas arremolinadas en la explanada de la Plaza de las Tres Culturas, que ya se ha llenado de una confusa avalancha de sonidos. Se escuchan las botas de los soldados hundiendo las lajas, el ruido de los cuerpos de los jóvenes atropellándose unos a otros en busca de un refugio, el martilleo de las tanquetas que avanzan, el siseo de las balas, los gritos, las carreras.

Son poco más de las 18:00 horas del 2 de octubre de 1968, y de pronto, con sus 20 años de edad, Jorge Poo Hurtado se en-cuentra frente a un muro de hombres que le apuntan. Y sabe, en ese instante, que si quiere sobrevivir tiene que disparar.

En fracción de segundos, el comando al que pertenece se separa en dos grupos de tres personas. Unos corren, pistola en mano, hacia San Juan de Letrán, para enfrentar al ejército,

Culpables, esos ingenuos estudiantes armados

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mientras los otros, en el que va Jorge, se desplazan hacia el edificio Chihuahua para chocar contra quienes disparan des-de el tercer piso. En su carrera, brincan sobre los cuerpos que tratan de evitar las ráfagas que bajan de uno, dos, tres edificios. Hay que eludir también las balas del ejército, que hace fuego desde la plaza.

Transcurren apenas unos instantes. Jorge Poo nunca sabrá cuántos. Los tres miembros de su comando se encuentran a unos pasos de las escalinatas del edificio Chihuahua. A unos 50 metros de ahí, una cadena de hombres robustos con trajes oscuros, probablemente negros, o azules, con un guante blanco en la mano, apuntan… disparan.

En los disparos va toda la rabia, el miedo, la impotencia. Jorge siente que algo lo aplasta. Es un for-midable silencio interno provocado por el llanto y el caos que lo rodea. En alguien debe descargar su angustia. Tiene que ser sobre esos seres de piedra que le disparan, protegidos por sus trajes oscuros.

Jorge no piensa en nada. En la mano sostiene la pistola que carga bajo la cami-sa. El dedo aprieta el gatillo una y otra vez. ¡Pa, pa, pa, pa, pa, pa! No sabe cuándo se acabaron las seis balas, si mató a al-guien, porqué está corriendo. Siempre está corriendo. Siente como si toda la vida hubiera estado corriendo.

Jorge Poo Hurtado es uno de los pro-tagonistas olvidados del 2 de octubre de 1968. Fue uno más entre las decenas de jóvenes que no arrojaron claveles a los tanques, sino que formaron brigadas y enfrentaron los palos con palos, las balas con balas; los que crearon comandos, esos que fueron negados durante años por los dirigentes históricos del movimiento. “Había mucho miedo. Estábamos páli-dos, demacrados; no éramos nosotros. En cuestión de segundos te transformas; tu organismo recibe toda una carga de violencia que se convierte en una sensa-ción impactante por muchos años, para toda la vida.”

Esa mañana del 2 de octubre de 1968 parecía un día normal de mítines y, en el caso más grave, de una nueva confrontación con los granaderos. Los miembros de la brigada nunca imaginaron lo que ocurriría horas más tarde.

Sin plan previo, los integrantes del comando en el que participaba Jorge acordaron encontrarse en la Plaza de las Tres Culturas. La cita era a las 17:00 horas. “Cuatro llegamos en un Volkswagen que días antes habíamos robado para realizar otros operativos. Con los otros dos nos encontramos en el centro de la plaza. Los seis íbamos armados con pistolas calibre .22 y .38, y en la guantera llevábamos dos paquetes de balas”.

Al llegar notaron el desplazamiento de soldados, pero nunca se les ocurrió que se estaba urdiendo una trampa, en la que de algún modo morirían todos los asistentes. Perma-necieron en el centro de la explanada. La mancha verde olivo

del ejército se expandía y el ambiente de esa tarde con luz de otoño se tensaba.

Las palabras de los dirigentes del Consejo Nacional de Huelga saltaban por la plaza y a veces se mezclaban con el ruido del helicóptero que acechaba los edificios y la torre de la iglesia de Santiago Tlatelolco. “Eran como las seis de la tarde cuando la luz de bengala salió del helicóptero y todo cambió brutalmente. Todo se detuvo en ese instante. No había antes, ni después”.

A Jorge Poo Hurtado, entonces estudiante de la Escuela Superior de Ingeniería Mecánica y Eléctrica del Instituto Poli-técnico Nacional, el 68 lo sorprendió literalmente en la calle.

Era la tarde del 26 de julio. Había terminado el entrena-miento del equipo de fútbol americano del IPN. Con un grupo

de amigos, caminaba por la Alameda.Cuando avanzaban por San Juan de

Letrán, una estampida de jóvenes apa-reció gritando: “¡Corran, cabrones, que ahí vienen los granaderos!” Su vida y la de sus compañeros estaba muy lejos de los acontecimientos que se avecinaban. Lo de ellos era la escuela, el fútbol ame-ricano, las chicas.

Recuerda Jorge: “Nunca había teni-do en la mano un libro sobre política, y cuando lo tuve, no le entendí. Nada tenía-mos que ver con ellos, ni con las marchas de los estudiantes; pero al dar vuelta en Independencia nos cae una lluvia de ma-canazos, gases lacrimógenos, patadas”. De ese modo violento la vida los arrastró al movimiento del 68.

Los granaderos habían reprimido la marcha convocada por una organi-zación estudiantil para conmemorar el inicio de la Revolución cubana. Un día después, Jorge Poo y un grupo de 20 a 30 estudiantes del Poli, la mayoría jugadores de fútbol americano, algunos todavía con las huellas de los macanazos en el cuerpo, planeaban, en un modesto departamento de la colonia Doctores, cómo vengarse de la golpiza que les habían propinado el día anterior.

Llegaron a un primer acuerdo: con-formar una brigada de choque para enfrentar a los granaderos y a los policías. Esa tarde ocurriría el primer combate. “Mientras afinábamos los proyectos, llegó otro compañero, también del equipo de fútbol americano, y nos avisó que había un enfren-tamiento con los granaderos en una de las vocacionales; la respuesta entre los compañeros fue unánime: ‘¡Hay que ir a partirles la madre!’. Los miembros del reducido grupo se dedicaron a sumar a otros miembros del equipo de fútbol ame-ricano. Y de ahí se dirigieron a la Vocacional; así, sin otro fin que la confrontación y sin la más mínima conciencia política, respondieron con piedras y palos a la policía.

Los enfrentamientos con los granaderos se redujeron cuan-do el ejército abandonó los cuarteles y salió a las calles. Entonces, el grupo se tuvo que replegar a las escuelas de Zacatenco para

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reorganizarse, aunque siempre andaba atento para no fallar ahí donde estaban las peleas.

El tono de sus acciones subió cuando en las reuniones realizadas en agosto, en Zacatenco, deciden crear comandos de cuatro y cinco individuos para “apropiarse” de algunos autos que les servirían para desplazarse a los núcleos de confrontación, a la Escuela de San Carlos, a la Prepa 9, a la Voca 7…

Después vendrían otras tácticas. Con los automóviles “expropiados” no sólo tenían la posibilidad de contener a los granaderos y al ejército con barricadas, sino además podían rodearlos y atacarlos con bombas molotov.

Uno de los miembros del pequeño grupo, estudiante de la Escuela Superior de Ingeniería Química e Industrias Extrac-tivas, les enseñó a hacer los explosivos sin mecha, utilizando sólo ácido sulfúrico y nitrato de potasio, que al estrellarse ex-plotaban y hacían fuego a su alrededor. “Sin hacerlo de manera consciente, empezamos a desarrollar una lucha de guerrilla urbana, el siguiente paso fue la quema de camiones, patrullas y motocicletas de la policía. Hubo ocasiones en que incluso logramos replegar a los granaderos”, cuenta Jorge Poo.

Así ocurrió, por ejemplo, durante la toma de Zacatenco, en septiembre. En la refriega lograron capturar al comandante del agrupamiento, lo golpearon, y además quemaron un camión y rompieron el cerco. “Fue impresionante. Ellos huyendo y nosotros detrás de ellos a pedradas, con palos, varillas, con bombas molotov que les caían como confeti”.

Cuando en los choques los granaderos comenzaron a uti-lizar sus pistolas, los jóvenes también tuvieron que responder con armas. Alguien de la brigada portaba un revólver y con él empezaron a asaltar a los “aguacates”, como les decían a los policías que rondaban la ciudad montados en bicicletas.

Los operativos se realizaban en comandos de tres y resul-taban relativamente fáciles. Se subían al carro previamente robado, y cuando aparecía el candidato, se detenían para pre-guntar alguna dirección o la hora. De inmediato venía el amago y se le quitaba la pistola. No había más ciencia.

Alguna vez se pusieron a practicar tiro al blanco en el es-tacionamiento de la ESIA, en Zacatenco. Más de una vez los líderes les reprocharon esas actividades. “En realidad nunca hubo una práctica formal. Más bien, la maduración ocurrió en la confrontación callejera”.

Cuando se formó el Consejo Nacional de Huelga, algunos de sus líderes sabían de la existencia de este grupo. “Pero no sabían hasta qué punto llegaban nuestras acciones”. Luego de los primeros choques con la policía y cuando el CNH se reunía en Zacatenco, Raúl Álvarez Garín, el representante de la Escuela de Físico-Matemáticas, buscó a Jorge Poo.

–Oye, ¿es cierto que tú organizaste una brigada de resis-tencia con los de fútbol americano? –le preguntó Raúl.

–Sí.–¿Por qué no nos ayudan a cuidar las reuniones del

CNH?–Órale –le respondió.“Nos encargábamos de solicitar su identificación a los

dirigentes cuando arribaban a Físico-Matemáticas, e incluso habíamos trazado un plan para el caso de que llegara la policía: salir a enfrentarla mientras los del CNH escapaban. Esto duró dos o tres semanas porque después se trasladaron a CU”.

Los dirigentes del Poli conocían a los muchachos del grupo de Jorge Poo. “Sabían de qué se trataba nuestra participación, lo que no obliga a que todo el movimiento estuviera haciendo lo que nosotros”, explica Poo.

El 7 de julio de 1998, cuando Poo presentó su testimonio ante la comisión de la Cámara de Diputados que investiga los hechos del 68, el diputado perredista Pablo Gómez, uno de los “líderes históricos” del movimiento, refutó las versiones de Poo: “¿Tú crees que estos grupos fueron los que dieron la dirección al movimiento? –No –respondió Poo–. Yo creo que la dirección la daba el CNH; pero la resistencia la dimos estos grupos”.

Poo le pidió a Pablo Gómez un poco de reflexión: “Tienes que reconocer que el 68 no fue solamente el CNH, porque ade-más de las marchas y los mítines hubo otras fuerzas dispuestas a enfrentarse a los granaderos. Ustedes siempre han preferido que quedemos como los protagonistas olvidados”.

En el tono de la voz de Pablo Gómez había enojo. Preguntó entonces a Poo si él y su grupo habían estado en la Prepa 1 cuando ocurrió el bazukazo, y si sabía cuántos muertos hubo.

La respuesta fue directa. No estuvieron porque no sabían que habría un bazukazo. En relación con el asunto de los muertos, Poo respondió que no tenían por qué saberlo: “Pensé que venía aquí a ofrecer un testimonio; no que tenía que declarar ante el ministerio público. No sé en cuántas batallas hayan andado ustedes los dirigentes; pero eran otros los que estaban dándose en la madre en la calle”.

En la Plaza de las Tres Culturas, la carrera de Poo y su comando se sigue escribiendo. Atrás, a los lados, por toda la plaza, se mueven miles de cuerpos como fantasmas en fuga. Un soldado los encuentra de frente, va con su bayoneta calada, pero no los ataca. Increíblemente, los alienta: “Córranle, por allá, sálganse por allá”.

En la huida habían perdido las armas, pero aún lograron incendiar un trolebús en la calle Abraham González. Todos salieron ilesos. “No sé cuántos metros se había desplazado el otro comando; lo único que sé es que cuando estuvieron frente al ejército ellos también vaciaron sus pistolas”.

La llegada de la noche no detiene la masacre. No hay pala-bras. Nadie pregunta a cuántos mataron o a cuántos hirieron. Nadie quiere hablar de lo que todavía no ha terminado. El silencio vuelve a aplastarlos. Están vacíos y van a casa.

“Y ahora qué”, se preguntaban mientras caminaban. Lo sabrían meses después cuando, derivado de las brigadas del movimiento estudiantil, se forma el comando armado urbano Lacandones. Jorge es uno de sus principales integrantes. Enton-ces se organizan las “expropiaciones a camionetas blindadas, a centros comerciales, a bancos”.

Esa fue la respuesta de jóvenes como Jorge Poo a ese 2 de octubre. Años después, en enero de 1971, lo aprehenden por primera vez, aunque sale libre, pues no pueden probar su participación en el secuestro del embajador de Bélgica. En 1973 vuelve a ser detenido. Esta vez permanece preso sólo 15 días, ya que es liberado para satisfacer las condiciones que puso otro grupo guerrillero para dejar en libertad al cónsul de Estados Unidos en Guadalajara, a quien había secuestrado.

Posteriormente estuvo ocho años en Cuba… pero esa es otra historia. Jorge Poo murió hace unos años. La vida le dio tiempo para contarnos su historia. ¶

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