Detente Bala

e l detente Bala

SANTIAGO MATA

RELATOS 5º de 5

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2 Santiago Mata www.santiagomata.com

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Al enterarme de que Javier cumplía cuarenta años, me sentí impulsado a hacer algún regalo a mi querido paisano. Pero no era fácil acertar con algo adecuado.

Vino en mi ayuda la consideración de que nuestro joven homenajeado había estudiado historia. A lo mejor podía encontrar alguna curiosidad que provocara en él la sonrisa y la certeza de que, desde los lares palentinos, seguimos acordándonos de los que pasan calor en la capital.

Metíme a rebuscar en archivos parroquiales de los pueblos de Palencia, con la esperanza de que mil años de historia dieran de sí lo suficiente para entretener al festejado durante unos minutos. Encontré muchos papeles eruditos; los más incomprensibles, pocos interesantes. Todos aquellos a quienes consulté, convinieron en que esos documentos no servían para el fin pretendido.

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Ya desesperaba cuando, consultando unos libros de bautismos, cayó de un legajo el relato que ahora resumiré. Omito su procedencia, en parte por respeto a las personas implicadas, aunque hace ya tiempo que murieron, en parte para dejar un poco de sitio a las artes investigadoras del homenajeado, de modo que, si quiere comprobar los extremos del relato, busque por su cuenta. Yo me limitaré a añadir informaciones colaterales que he podido ir obteniendo, y sobre todo a despojarlo del farragoso estilo en que está escrito, pues su lectura literal hubiera sido más mortificación que regocijo, y por tanto fuera de lugar.

Me he visto tentado de cambiar los nombres de los protagonistas, que se llamaron Nicanor y Juana. Tratándose de una historia de amor, hubiera sido más apropiado llamarlos Romeo y Julieta, pero estoy seguro de que, a pesar de estar dedicado a un conocedor de la literatura anglia, me será disculpado, e incluso elogiado, que respete unos nombres de tan rancio sabor meseteño.

Ya va para un siglo que transcurrieron los hechos que paso a relatar. Debo hacer un último paréntesis para excusar que sea también una historia de guerra. No son los nuestros tiempos que gusten de ellas, pero qué le voy a hacer: no he

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encontrado nada mejor. Procuraré, eso sí, evitar detalles morbosos e innecesarios que puedan herir la sensibilidad del oyente o del lector.

Como ya habrá adivinado el público sagaz, nuestro Nicanor fue enrolado para la guerra de Cuba. Las circunstancias bélicas no son fundamentales en este caso, y no es cuestión de agriar una jornada festiva recordando otras luctuosas. Digamos simplemente que eran tiempos difíciles, y que Nicanor no pudo quedar al margen de ellos ‐léase que no tenía medios económicos para librarse del reclutamiento‐, de modo que un día se encontró con una pareja de la Guardia Civil que lo reclamaba. Ya me he excusado lo suficiente, pero vaya de nuevo una protesta llena de afecto cívico hacia la Benemérita, que al fin y al cabo no hace más que cumplir órdenes.

Volvía Nicanor de las labores del campo, cuando se encontró con sus ineludibles obligaciones patrias, como otros muchachos de la aldea o ciudad, que no diré lo que era para no dar pistas. Se le concedió un tiempo para hacer su hatillo, así como para despedirse de sus seres queridos. Él lo empleó en una visita a su novia, la susodicha Juana.

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El documento en que me baso ‐perdón si no lo he dicho‐ es anónimo, pero no cabe duda de que nuestro relator no era andaluz, porque omite cualquier detalle meloso de la despedida: bien puede ser que no los hubiera, ya que nuestros protagonistas tampoco debían ser personas de corazón muy cálido. Ambos intercambiaron promesas de mutua fidelidad, pero Nicanor no tenía objeto material con que obsequiar a su novia, por una disculpable falta de previsión. La moza, en cambio, fue suficientemente ágil como para dar a su novio undetente bala que había llevado un bisabuelo suyo en la primera guerra carlista: por cierto, el bisabuelo era carlista. Juana le dio, además, un paquete de tabaco y papel de fumar. Este segundo regalo era de su padre, de donde se deduce que la chica no empleó todos sus ahorros en la despedida.

Lo que más impresionó a Nicanor fue que su novia le prometiera que iba a escribirle todos los días. Llevado por un comprensible deseo de corresponder, aseguró que también él escribiría todos los días. Al menos partía con la ventaja de conocer las señas de Juana, mientras que no pudo dar a la chica ninguna referencia de dónde iba a estar él.

Con el detente bala al pecho, el tabaco en el bolsillo, y su hatillo al hombro, Nicanor marchó a

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la guerra. Pasó la noche en la caja de reclutas de la capital y no tuvo especial problema en redactar una primera misiva a Juana, donde le indicaba el regimiento al que había sido asignado. Como no sabía escribir, se sirvió de las artes de un compañero llamado Emiliano. Compró una plumilla y tinta, para el caso en que se separara de su escribiente.

Fue una sorpresa para Nicanor encontrarse con carta de Juana la mañana siguiente, antes de ponerse en marcha. No le decía en ella nada de particular, aparte de que ya lo echaba de menos. En días sucesivos, tuvo lugar el viaje de los reclutas hacia un puerto y su embarque. Hasta llegar a Cuba, no tuvo Nicanor especial problema para escribir su carta diaria.

Estaba comenzando el año 1898. La guerra que comentamos, la última de Cuba, había comenzado tres años antes. Cuando Nicanor llegó al Caribe, sólo hacía unos meses que la isla gozaba de una Constitución inspirada, a la vez, por el miedo al nuevo presidente norteamericano, Mac Kinley, por la muerte del jefe de gobierno peninsular, Cánovas del Castillo, y por el pacifismo que suponía la sucesión del general Weyler por el general Blanco al frente de las tropas españolas en Cuba. Todo esto se escapaba al reducido

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universo mental de Nicanor, y también nosotros lo dejaremos de lado.

La compañía de Nicanor desembarcó en Santiago de Cuba, al sureste de la isla, pero estaba destinada a reforzar la guarnición de Matanzas, cerca de La Habana, al noroeste. De donde se deduce que tuvieron que cruzar la isla casi de parte a parte, atravesando las empalizadas que separaban las distintas trochas en que los españoles habían dividido la isla. Durante las jornadas de marcha, Nicanor, siempre auxiliado por Emiliano, pudo escribir cada tarde a Juana, dando por supuesto que era correspondido por su novia, o más bien que no hacía sino corresponder a las cartas que ella debía estarle enviando, pero que él ya no recibía. Al llegar a Matanzas, el recluta dejó un buen paquete de cartas y se despidió de Emiliano, pues les correspondían destinos diferentes.

Incluso para un viajero experimentado, un viaje a través de Cuba sería del máximo interés. Cuánto más para un labriego que nunca había salido del yermo. El caso es que no tenemos la suerte de haber leído sus cartas, que sin duda llegaron a manos de Juana con un retraso notable. Mientras tanto, la novia escribía a diario: al principio, haciendo todo tipo de preguntas; después, cansada de escribir siempre lo mismo,

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limitándose a contar los sucesos de las anodinas jornadas del invierno castellano, o leonés, que sobre esta cuestión, discutida durante siglos, no me pronuncio. Nicanor, por su parte, encontró un compañero en Matanzas que sabía escribir y con el que pudo conectar por ser casi paisanos.

Zeferino era de un pueblo de Palencia y en los pocos días en que coincidieron puso a Nicanor al corriente de los acontecimientos. Le contó montones de historias de guerra, increíbles las más, que Nicanor escuchaba atónito. Le previno de los peligros de la fiebre amarilla y le contó las cosas que decían los soldados enfermos en sus delirios. En descargo de Zeferino y de esas historias que hoy nos parecerían inverosímiles, hay que decir que en aquella época los médicos desconocían el mecanismo de transmisión de la fiebre amarilla.

Cuando Nicanor salió de Matanzas, estaba a punto de entrar en el vecino puerto de La Habana un acorazado que se haría famoso. El Maine, en efecto, se hundiría a mediados de febrero, después de una explosión cuyo origen pasa por ser aún hoy desconocido, pero cuyas consecuencias iba a sufrir muy pronto el protagonista de esta historia.

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Un sólo protagonista atrae ahora nuestra atención, aunque suponemos que Juana seguía escribiéndole diariamente, y que de seguro ninguna de esas cartas llegó a su destinatario, puesto que el relato no las vuelve a mencionar. Nicanor estaba convencido de que Juana le escribía, pero ya no contaba con la ayuda de su paisano para responder. Tras un día de marcha agotadora, llegó a su destino: la guarnición de una caseta que vigilaba la empalizada de una trocha entre Matanzas y La Habana.

Al llegar a la casamata, Nicanor tomó contacto con aquellas historias que le había contado Zeferino. Junto a la empalizada, se elevaba una especie de hórreo de madera, pintado por sus cuatro costados de rojo y gualda, y con la palabra "ESPAÑA" todavía legible en alguna de sus caras. Dentro había cinco soldados sanos y otros tantos, o más, enfermos de fiebre amarilla. Aunque habían venido quince en el relevo, cinco se volvieron con los relevados, para ayudar a transportar los enfermos en improvisadas camillas.

Regía el grupo un sargento, acompañado de un solo cabo, porque el otro había marchado con los enfermos. Aquella noche, Nicanor no pudo encontrar quién le escribiera una carta a su novia, o no tuvo ánimo para buscarlo. Seguramente

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imaginó que aquella gente tenía cosas más importantes en qué pensar.

Emiliano y Zeferino habían enseñado a Nicanor algunos rudimentos de escritura. Así que, ni corto ni perezoso, arrancó uno de los papeles de fumar que le había regalado su novia. Escribió la fecha y, por todo texto: "Juana y Nicanor", y pegó el papel en el fondo de una caja de munición vacía que encontró por el suelo de la caseta.

No ofrecieron especiales novedades los dos meses siguientes, aparte de la que he mencionado relativa al Maine. Nicanor no supo que los Estados Unidos ofertaron una suma de trescientos millones de dólares por la isla, más un millón para el político que se prestara a firmar el traspaso. Hoy nos resulta incomprensible que no se encontrara en toda la península un solo político dispuesto a firmar tan ventajoso acuerdo. Son cosas de los tiempos: en los nuestros, como estará pensando nuestro celebrante, lo difícil sería encontrar uno que no firmara gozoso con una mano mientras ponía la otra bajo la mesa para recibir el justo pago de sus servicios.

Todos los días, antes del anochecer, Nicanor arrancaba su papel de fumar, ponía la fecha y las tres palabras de siempre, y lo pegaba en el fondo de la caja. Pronto se le acabó la provisión que le

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había regalado su novia, pero no le fue difícil ir mendigando a sus compañeros, en días sucesivos, papeles con que redactar su peculiar carta. Claro que los soldados se extrañaban de que les pidiera papel de fumar uno que no fumaba, pero no le dieron mayor importancia.

Abril llegó y, con él, un alto el fuego que no sirvió para nada, como sucede con todos los que se firman sólo por miedo, que es lo que pasa en Croacia y Bosnia, y permítaseme que barra un poco para casa, hablando de un asunto que, por cierto, hace un siglo también era noticia. Ya declinaba el mes cuando regresaron de Matanzas los cinco soldados que habían acompañado a los enfermos. Se ve que habían estado ocupados, pero nadie les reprochó su tardanza, puesto que venían con una noticia impresionante: los jingoístas habían exigido la retirada española de la isla, y el gobierno peninsular había declarado la guerra a los Estados Unidos.

Como cabía esperar, la iniciativa no fue de los peninsulares, que no tardaron mucho tiempo en verse acosados. A finales de mes, los vigilantes de la empalizada pudieron escuchar las detonaciones del bombardeo de Matanzas por los barcos del almirante Sampson. Claro que Nicanor no sabía que hubiera de por medio ningún almirante, ni menos que se llamara Sampson.

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Una noche, por fin, nuestro personaje conoció otras miserias de la guerra, aparte de la fiebre amarilla. Dije al principio que iba a ahorrar detalles morbosos, y por tanto sólo diré que entonces sólo quedaban diez soldados útiles en la casamata: los otros cinco tuvieron la fiebre, y estaban muertos o enfermos, que no lo especifica el relato. La noche de marras, dos soldados estaban vigilando y presenciaron el desembarco de dos botes en la playa. Comenzó un tiroteo y, alarmados, los que dormían salieron a enfrentarse con los recién llegados. Terminó el fregado con doce cadáveres sobre la playa: nueve insurgentes y tres soldados.

Más de un tiro debió disparar Nicanor, pero no se nos cuenta si participó en alguna escena particularmente dramática, aparte de la que siguió a la rendición. Porque cuatro de los cubanos se rindieron, y el sargento decretó que fueran pasados por las armas. Apretar el gatillo debió de resultarle especialmente duro a Nicanor en aquella ocasión, pero como por entonces no se había inventado la objeción de conciencia, digo yo que sería por eso, lo hizo sin más. Al menos, se tomaron la molestia de dar cristiana sepultura a los finados de ambos bandos. En los días siguientes, Nicanor se sintió sin fuerzas para escribir, por lo que se limitó a tomar un papel de

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fumar y añadirlo al taco que ya casi desbordaba la caja de municiones.

Poco tiempo después, volvieron a tener visita. Esta vez era por lo menos el doble de enemigos. No pudieron atacarlos ‐recordemos que apenas eran siete hombres útiles‐ y se replegaron a la caseta. Cayeron dos españoles en el tiroteo, uno de ellos el sargento. Viendo la situación desesperada, un cabo superviviente decidió rendirse.

Los cubanos aceptaron la rendición, pero les comunicaron que serían fusilados, en justa compensación por lo que había pasado con los anteriores visitantes. Ya era tarde para rectificar, sobre todo para el sargento, que dormía el sueño de los justos, o de los injustos, que en una guerra de todo hay.

Enfrentados al pelotón, los soldados se portaron valerosamente. Los cubanos también fueron caballerosos, y preguntaron su última voluntad a los condenados. Nicanor solicitó permiso para ayudar a traer a los enfermos hasta el improvisado paredón, que no era otra cosa sino la empalizada, residuo de los grandiosos planes del general Weyler, desde la que con tan poco celo habían vigilado durante los meses anteriores.

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A la voz de fuego, se produjo una descarga y los soldados cayeron al suelo. Algunos cubanos se acercaron a ellos para darles el tiro de gracia. Nicanor estaba tendido en uno de los extremos, y fue el primero al que examinaron. El cubano que lo iba a rematar vio que tenía las manos ensangrentadas y una herida en el pecho, en pleno corazón. Sin embargo, se movía. Asustado, aquel hombre llamó a sus compañeros para que examinaran el fenómeno.

No fue menor el asombro de los otros rematadores. El propio jefe del pelotón se acercó a ver qué pasaba. Alguien observó que la herida del pecho no era profunda, y otro descubrió el detente bala que Nicanor llevaba colgado. "¡Milagro!", grito uno. La bala había rebotado al pegar en la medalla. Como los cubanos, aunque rebeldes a la Corona Española, eran a fin de cuentas buenos cristianos, y quizá un poco supersticiosos, todos dieron por verdadera la explicación y pronto otras bocas fueron repitiendo la misma exclamación: "¡milagro!".

Ya puede suponer el respetable que Nicanor salvó la vida. Los cubanos, en medio de su asombro, no se atrevieron a rematar a los demás fusilados, así que otros dos vivieron para contarlo. Los tres presos, una vez terminadas las hostilidades, fueron entregados a las autoridades españolas.

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Mientras tanto, los trataron con gran consideración y Nicanor ya no pudo ir a ningún lugar sin que lo precediera la noticia del milagro obrado por su detente bala. El suceso llegó a ser, en medio de la tristeza de la derrota, un consuelo para los españoles, puesto que parecía confirmar de algún modo aquella frase que afirman todos los ejércitos, hasta los más impíos: "Dios está con nosotros".

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Ocupando un lugar preferente en el barco, y ascendido a sargento de infantería, Nicanor regresó a la península. Cuando llegó a su localidad, todos conocían la historia del detente bala, y Juana, la primera. En cuanto la vio, lógicamente, Nicanor le devolvió el amuleto, en medio de los aplausos de los convecinos congregados en la estación de ferrocarril.

Se fue apagando el clamor del suceso y la fama de Nicanor, salvo entre sus paisanos y parientes. Los dos novios se casaron, y de vez en cuando debían comer perdices, ya que por entonces había más que ahora. Pero esto no lo dice el relato. Lo que sí dice es que Juana conservaba celosa veneración hacia el detente bala y repetía a sus hijos la historia desde mucho tiempo antes de que tuvieran capacidad para comprenderla. Una y otra vez requería a su marido para que recordara la aventura cubana. Si aquello le molestaba, Nicanor nunca lo dijo, quizá pensando que era una forma de compensar el gran esfuerzo que hiciera Juana escribiéndole todos los días.

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Es el caso que Nicanor, ya viejo, quiso dejar por escrito en la parroquia el relato que yo he consultado. No sabemos si lo escribió uno de aquellos sus paisanos, Emiliano o Zeferino, que de tanta utilidad le fueron en sus tiempos de servicio militar. En el texto se indica, por expreso deseo del protagonista, que debe permanecer secreto para su mujer y sus descendientes, y este es uno de los motivos por los que omito algunas de las referencias de lugar.

Nicanor cuenta en su confesión todo lo que hasta ahora he resumido, pero añade un detalle relativo a su fusilamiento: cuando fue a la cabaña a recoger a los heridos, buscó la caja de munición en que iba amontonando las misivas a su novia, y la llevó consigo. En el momento de la descarga, apretaba contra su pecho aquel objeto querido. Concluye Nicanor que, seguramente, junto a la empalizada, quedó olvidada la caja con una bala empotrada en el taco de papeles y que, por tanto, el proyectil no rebotó contra su detente bala.

Entre las líneas del relato se adivina la conciencia atormentada de un hombre que se considera responsable de haber engañado a muchos y que no se atreve a acabar con la mentira. Después de saber la verdad, me imagino en el lugar de aquel cubano, acercándome a Nicanor, recogiendo la caja de municiones con la bala y los papeles,

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repasándolos uno a uno, y leyendo en ellos la historia de Nicanor. Pienso que, a pesar de cuanto dice el protagonista como descargo, yo también habría gritado: ¡milagro!

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SANTIAGO MATA .

Doctor en Historia y licenciado en Periodismo. Fue redactor de la revista Mundo Cristiano (1993‐1996), corresponsal de diarios y

redactor de agencias en Bratislava (1996‐2000), de Radio Austria Internacional en Viena (200‐2004) y de la agencia Aceprensa.

Y como redactor del diario La Gaceta de los Negocios

ha publicado varias obras de investigación y divulgación histórica.

Para más información: www.santiagomata.com

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