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Borges Ensayos Críticos

Aug 07, 2015

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Ensayos Críticos de Borges
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1. CECILIA HERNÁNDEZ DE MENDOZA, El poeta en la sombra:

Alberto Ángel Montoya. 1973.

2. AURELIO MARTÍNEZ MUTIS, Julio Flórez: su vida y su

obra. Introducción de CARLOS VALDERRAMA ANDRADE. 1973.

3. Los árboles en la poesía castellana. Antología. Selección v estudio preliminar de NÉSTOR MADRID-MALO. 1973.

4. HORACIO, Arte poética y otros poemas. Traducción y notas de ÓSCAR GERARDO RAMOS. 1974.

5. RAFAEL MAYA, El tiempo recobrado. Poemas, 1974.

6. Baladas y romances de ayer y de hoy. Selección, intro­ducción y notas de CARLOS GARCÍA PRADA. 1974.

7. EDUARDO SANTA, El mundo mágico del libro. 1974.

8. DARÍO ACHURY VALENZUELA, Palabras con azar. Glosas.

1975.

9. RAFAEL MAYA, Letras y letrados. 1975.

10. ALBERTO MIRAMÓN, La angustia creadora en Núñez y Pombo. 1975.

11. EDUARDO GUZMÁN ESPONDA, Crónicas efímeras. 1976.

12. JOAQUÍN PIÑEROS CORPAS, LOS días siempre iguales: co­

loquios del orbe nuevo. 1976.

13. JORCE ROJAS, Cárcel de amor: 1967-1976. 1976.

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14. HÉCTOR H. ORJUELA, « D e sobremesa » y otros estudios sobre José Asunción Silva. 1976.

15. JOSÉ ANTONIO L E Ó N . REY, Guayacundo. 1976.

16. GUSTAVO A. ALFARO, La estructura de la novela picaresca. 1977.

17. ALIRIO GÓMEZ PICON, Francisco Javier Caro: tronco his­pano de los Caros en Colombia. 1977.

18. JOSÉ ASUNCIÓN SILVA, Intimidades. Introducción de GER­

MÁN ARCINIEGAS. Edición, prólogo y estudio preliminar de HÉCTOR H. ORJUELA. 1977.

19 ÁLVARO LECOMPTE LUNA, Castillo y Rada, el grancolom-

biano. Prólogo de Lucio PABÓN N Ú Ñ E Z . 1977.

20. Amis y Amiles: cantar de gesta francés del siglo XIII. Traducción, introducción y notas de CARLOS ALVAR. 1978.

21. GLORIA SERPA DE DE FRANCISCO, Gran reportaje a Eduar­

do Carranza. 1978.

22. FERNANDO LORENZANA, Recuerdos de su vida. Diario de su viaje a Bogotá en 1832 y su correspondencia con el primer representante de Colombia en Roma. Los pu­blica por primera vez GERMÁN ARCINIEGAS. 1978.

23. JOSÉ ENRIQUE GAVIRIA, «Caminos en la niebla* y otras

piezas teatrales. 1978.

24. EDUARDO GUZMÁN ESPONDA, Crónicas ligeras. 1979.

25. CARLOS ARTURO CAPARROSO, Clásicos colombianos. 1980.

26. ÓSCAR ECHEVERRI M E J Í A , Las cuatro estaciones. Poemas:

1963-1964. 1980.

27. JOSÉ ANTONIO LEÓN REY, El pueblo relata... 1980.

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28. Antología de poesía latina. Traducciones y notas de ÓSCAR GERARDO RAMOS. 1981.

29. FERNANDO DE LA VEGA, Evolución de la lírica en Colom­bia en el siglo XIX. Edición, preámbulo y notas de GUILLERMO HERNÁNDEZ PEÑALOSA. Prólogo de NICOLÁS

DEL CASTILLO MATHIEU. 1981.

30. José ANTONIO LEÓN REY, Juegos infantiles del oriente cundinamarqués. 1982.

31. ABEL CRUZ SANTOS, Cinco hombres en la historia de Colombia. 1982.

32. RAFAEL ORTIZ GONZÁLEZ, El divino sonámbulo. 1982.

33. JOAQUÍN PIÑEROS CORPAS, Pasos con el pueblo. 1983.

34. JOSÉ ANTONIO LEÓN REY, Nidito de plata y otros cuen­tos. 1983.

35. CARLOS MARTÍN, Epitafio de Piedra y Cielo ... y otros poemas. Presentación de EDUARDO CARRANZA. 1984.

36. MARCO A. DÍAZ GUEVARA, La vida de Don Miguel An­tonio Caro. Presentación de MIGUEL SANTAMARÍA DÁ-VILA. 1984.

37. EDUARDO GUZMÁN ESPONDA, Variedades literarias y lin­güísticas. 1984.

38. CARLOS E. MESA, C. M. F., Cervantismos y quijoterías. 1985.

39. José ANTONIO LEÓN REY, Del saber del pueblo: adivi­nanzas, supersticiones y refranes. 1985.

40. GIOVANNI QUESSEP, Muerte de Merlín. Prólogo de FER­

NANDO CHARRY LARA. 1985.

41. JAIME GARCÍA MAFFLA, Las voces del vigía. 1986.

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42. Federico García Lorca bajo el cielo de Nueva Granada. Compilación, presentación y notas de VICENTE PÉREZ SILVA. 1986.

43. HÉCTOR H. ORJUELA, Mitopoemas: cantares y fábulas

de Yurupary. 1987.

44. JORGE ELIÉCER R U I Z , Sociedad y cultura. 1987.

45. JOSÉ ANTONIO LEÓN REY, Paisajes y vivencias. 1987.

46. JENNIE FIGUEROA LORZA, Huellas del camino: Anécdotas

de las encuestas para el "ALEC". 1988.

47. Anécdotas y poesías satíricas de Miguel Antonio Caro. - Edición, introducción y notas de GUILLERMO HERNÁN­

DEZ PEÑALOSA. 1988.

48. José Eustasio Rivera, polemista. Compilación, introduc­ción y notas de VICENTE PÉREZ SILVA. 1989.

49. NÉSTOR MADRID-MALO, Sonetos reunidos. 1989.

50 FERNANDO LLERAS DE LA FUENTE, El corazón suspenso.

Prólogo de JORGE ELIÉCER RUIZ . 1989.

51. ALFONSO LÓPEZ MICHELSEN, El quehacer literario. 1989.

52. LUIS MARÍA SOBRÓN, Poemas de la vida y la palabra.

Prólogo de CÁNDIDO ARÁUS. 1990.

53. EDUARDO LEMAITRE, Contra viento y marea. La lucha de Rafael Núñez por el poder. 1990.

54. Una visión de América. La obra de Germán Arciniegas desde la perspectiva de sus contemporáneos. Compila­ción y prólogo de JUAN GUSTAVO COBO BORDA. 1990.

55. Tomás Carrasquilla, autobiográfico y polémico. Compi­lación, presentación y notas de VICENTE PÉREZ SILVA. 1991.

56. JOSÉ ANTONIO LEÓN REY, "Cuando se muere el agua"

y otros cuentos. Prólogo de MANUEL SECO. 1991.

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57. EDUARDO SANTA, Porfirio Barba-Jacob y su lamento poé­tico (Estudio crítico). 1991.

58. OTTO MORALES BENÍTEZ, Momentos de la literatura co­lombiana. 1991.

59 JORGE ROJAS, El libro de las Tredécimas. 1991.

60. NICOLÁS GÓMEZ DÁVILA, Sucesivos escolios a un texto implícito. 1992.

61. ALEJANDRO VALENCIA VILLA, El pensamiento constitu­cional de Miguel Antonio Caro. 1992.

62. América. De lo real maravilloso. Selección de MARIO

GERMÁN ROMERO. 1992.

63. GIOVANNI QUESSEP, Antología poética. Prólogo de HER­

NÁN REYES PEÑARANDA. 1993.

64. CARLOS DUPUY, Recuento de imágenes. 1993.

65. CECILIA HERNÁNDEZ DE MENDOZA, El poeta Jorge Rojas: estudio y antología. 1993.

66. ROBERTO URIBE PINTO, Corrientes interiores y otros poe­mas. 1993.

67. Leyendo a Silva. Tomo I. Compilación y prólogo de JUAN GUSTAVO COBO BORDA. 1994.

68. Leyendo a Silva. Tomo II. Compilación y prólogo de JUAN GUSTAVO COBO BORDA. 1994.

69. ALBERTO PARRA HIGUERA, El pozo de las imágenes (Poe­mas de ausencia). 1994.

70. MARTHA L. CANFIELD, Caza de altura. Poemas, 1968-1993. 1994.

71. GUSTAVO PÁEZ ESCOBAR, Biografía de una angustia. 1994.

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72. Parnaso colombiano. Selección de poesías de los líricos contemporáneos, coleccionadas por EDUARDO DE ORY.

Prólogo del DR. ANTONIO GÓMEZ RESTREPO. Reimpresión facsimilar de la edición de 1914, con Nota Preliminar de JUAN GUSTAVO COBO BORDA. 1994.

73. ROGELIO ECHAVARRÍA, Mil y una notas (De "Carátulas . y Solapas"). Tomo I. Selección y prólogo de DARÍO

JARAMILLO AGUDELO. 1995.

74. ROGELIO ECHAVARRÍA, Mil y una notas (De "Carátulas y Solapas").Tomo II. Selección y prólogo de DARÍO JARAMILLO AGUDELO. 1995.

75. Antología de Pedro Gómez Valderrama. Prosa y poesía. Prólogo y selección por JORGE ELIECER RUIZ, 1995.

76. CARLOS MARTÍN, Vida en amor y poesía. 1995.

77. Repertorio crítico sobre Gabriel García Márquez. To­mo I. Compilación y prólogo de JUAN GUSTAVO COBO

BORDA. 1995.

78. Repertorio crítico sobre Gabriel García Márquez. To­mo II. Compilación y prólogo de JUAN GUSTAVO COBO

BORDA. 1996.

79. CECILIA HERNÁNDEZ DE MENDOZA, La poesía de Gerardo Valencia. 1996.

80. JORGE RESTREPO, Creencias de un escéptico. 1996.

81. DANIEL ARANGO, La ciudad de Is. Ensayos y notas de juventud. Docencia y política educativa. 1996.

82. Leyendo a Silva. Tomo III. Compilación y prólogo de JUAN GUSTAVO COBO BORDA. 1997.

83. LUIS PASTORI, Sonetos intemporales (99 Sonetos de Amor).1997.

84. CARLOS GERMÁN BELLI, Trechos del itinerario (1958-1997). 1998.

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85. Faunéíica. Antología poética zoológica panamericana y europea. Acopio, ordenamiento, introducción, traduccio­nes y notas de VÍCTOR MANUEL PATIÑO. 1999.

86. CARLOS RINCÓN, García Márquez, Hawthorne, Shake­speare, De la Vega & Co. Unltd. 1999.

87. JUAN GUSTAVO COBO BORDA, Borges enamorado. Ensayos críticos. Diálogos con Borges. Rescate y glosa de textos de Borges y sobre Borges. Bibliografía. 1999.

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BORGES ENAMORADO ENSAYOS CRÍTICOS

DIÁLOGOS CON BORGES

RESCATE Y GLOSA DE TEXTOS DE BORGES Y SOBRE BORGES

BIBLIOGRAFÍA

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JUAN GUSTAVO COBO BORDA

BORGES ENAMORADO ENSAYOS CRÍTICOS

DIÁLOGOS CON BORGES

RESCATE Y GLOSA DE TEXTOS DE BORGES Y SOBRE BORGES

BIBLIOGRAFÍA

SERIE «LA GRANADA ENTREABIERTA», 8 7 I N S T I T U T O CARO Y CUERVO

SANTAFÉ DE BOGOTÁ / 199 9

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© Los derechos de autor de todos los textos de Borges analizados en este libro, corresponden a María Kodama

ES PROPIEDAD

IMPRENTA PATRIÓTICA DEL INSTITUTO CARO Y CUERVO, YERBABUENA.

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LOS AMIGOS: RAZÓN DE ESTE LIBRO

En 1978, en Bogotá, Emir Rodríguez Monegal me rega­ló su biografía literaria de Borges en inglés con una dedicato­ria que dice: "A Juan Gustavo, por el entusiasmo compartido y el humor inagotable, su amigo Emir". Quisiera fechar en este lugar y ese momento mi simbólico ingreso a la secta de Borges para lo cual ya me había preparado en un largo noviciado, durante años.

Pude así recibir a Jorge Luis Borges en la Biblioteca Na­cional de Colombia en ese mismo año, en una noche feliz en que los jóvenes impacientes rompieron las grandes puertas de madera que dan a la calle 24 y detuvieron mudos su atro­pellado tropel ante la airosa figura del poeta ciego. Del ha­cedor por excelencia.

Esa noche se dialogó con fervoroso entusiasmo sobre los temas recurrentes que su obra ha propuesto y ante la pre­gunta que lo regocijó, por darse en Bogotá, sobre la figura de Enrique Banchs nos dijo que la fortuna de Banchs residía en haber sido abandonado por una mujer. Gracias a ello pudo compensar esa pérdida imaginando poemas perdura­bles. Recitó entonces el poema de Banchs sobre el espejo que concluye con premonitorios versos del sabor borgesiano:

Si hace doble el dolor, también repite las cosas que me son jardín del alma y acaso espera que algún día habite en la ilusión de su azulada calma,

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el Huésped que le deje reflejadas frentes juntas y manos enlazadas.

El libro de Banchs La urna data de 1911.

Estampó entonces el diminuto garabato de su rúbrica de ciego en un ejemplar de la Antología poética argentina que había perpetrado con Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares en 1941. Allí, por cierto, se halla seleccionado otro soneto asaz revelador del mismo Banchs por el cual se pasea un animal de músculo alevoso:

tornasolando el flanco a su sinuoso paso va el tigre suave como un verso y la ferocidad pule cual terso topacio el ojo ciego y vigoroso.

Soneto que concluye con este terceto, de relampagueante ferocidad:

Espía mientras bebe con nerviosa cola el haz de las férulas vecinas, en reprimido acecho... así es mi odio.

Volví a ver a Borges en Munich y de 1983 a 1990 viví en Buenos Aires, gracias a la generosidad del presidente Belisa-rio Betancur y del ya fallecido y siempre recordado Her­nando Pastrana Borrero.

fosé Bianco, el mítico secretario de redacción de Sur, el traductor de La cartuja de Parma, el novelista de La pér­dida del reino, fue el más cariñoso y gentil de mis amigos argentinos. Gracias a su afecto pude compartir horas inol­vidables en cercana intimidad con Borges, hasta su viaje para morir en paz, solitario y discreto, en la Ginebra de su adolescencia.

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LOS AMIGOS: RAZÓN DE ESTE LIBRO 17

En julio de 1987, con la complicidad de Darío Jaramillo Agudelo, preparé para la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá una muy amplia exposición bibliográfica sobre Borges cuyo catálogo de 145 páginas, titulado El Aleph borgiano, es ya una curiosidad bibliográfica saturada de páginas perdidas de Borges. Con su proverbial discreción María Kodama alentó mi culto por Borges y mis detectivescas peripecias en pos de sus páginas dispersas. Sin su estímulo y autorización muchos de los rescates de este libro no hubieran sido posibles.

Tres grandes libreros de Buenos Aires, el oriental Wash­ington Pereyra, fosé Gilardoni y Alberto Casares fomentaron sospechosamente mi pasión por Borges hasta convertirla en un vicio nefasto. Compruebo, no sin asombro, que tengo ahora 770 libros de y sobre Borges. Que un lector meramente colombiano haya alcanzado esa cifra demuestra, no hay duda, la proliferación maligna de la industria borgesiana1 y el ex­cesivo número de las demasiadas universidades.

Pero Ignacio Chaves, director del Instituto Caro y Cuer­vo, flamante y justo premio Príncipe de Asturias en Huma­nidades, por el cual todos luchamos y todos nos regocijamos, pensó que valía la pena compartir esas pesquisas y esas inda­gaciones con los muchos amigos que el Instituto tiene, lite­ralmente, en todo el mundo. El libro, por supuesto, será inferior a sus deseos, pero sí refleja el constante interés sos­tenido por tantos años y la felicidad inexhausta que las pá­ginas de Borges nos han dado.

Curiosamente los libros que he escrito sobre fosé Asun­ción Silva, Germán Arciniegas, Alvaro Mutis y Gabriel Gar-

1 Aunque en la literatura anterior se ha empleado con frecuen­cia la expresión "borgiano", es natural que lo propio es hablar de "borgesiano".

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cía Márquez me han permitido sentir que en alguna forma conozco su obra y puedo sintetizar sus figuras. Con Borges no. Tantos asedios, por tantos años, a partir de un texto cuyo título ya sugiere mi método crítico, "Borges en pantuflas", de 1971, aparecido en la legendaria revista ECO, de Bogotá, me dan la paradójica certeza de cómo este libro que no quie­ro terminar apenas si comienza. De que, en definitiva, no sé nada de Borges. Partí del rescate de algunos de sus textos perdidos y glosé algunas de esas sagradas escrituras. Me aproxi­mé luego a algunos de sus mejores amigos, también escritores: su padre, Adolfo Bioy Casares, Alfonso Reyes. Circundé algu­nos cuentos como El Sur y la repercusión de su obra en diver­sas latitudes. Agrupé los diálogos que sostuvimos en compañía de José Blanco. Y me fijé, más de cerca en su figura. En su bellamente contradictoria figura: el ultraísta y el académico, el seductor y el solitario, el que padeció la política y reafir­mó el individualismo. El argentino universal leído en Colom­bia y querido en el mundo.

Por ello cuando Carlos josé Reyes y Álvaro Rodríguez me invitaron a coordinar la nueva exposición sobre Borges que se ha inaugurado en la Biblioteca Nacional de Colombia el 1° de julio de 1999 para recibir de nuevo a Borges, cien años después de su nacimiento, en el mismo lugar donde lo vi por primera vez, en 1978, me estremecí con la certeza irrefutable de sus versos:

Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras: los astros y los hombres vuelven cíclicamente; los átomos fatales repetirán la urgente Afrodita de oro, los tebanos, las ágoras.

Esa noche cíclica abarcaba el año que acababa de pasar en Atenas, gracias a la simpatía del presidente Ernes­to Samper, leyendo aquellos cantos iniciales de La I liada que

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LOS AMIGOS: RAZÓN DE ESTE LIBRO 19

un gran amigo de Borges, Alfonso Reyes, había trasladado a nuestra lengua. Así que volver a Bogotá y retornar a Bor­ges era apenas inevitable. De ahí han surgido los nuevos intentos por leer a Borges.

Pero aquí no termina el catálogo inabarcable de mis gratitudes: a los seis años mi hija Paloma Cobo Díaz fue la auxiliar indispensable para actualizar las referencias bi­bliográficas sobre Borges. Apilando, en orden alfabético, las montañas de libros y recitando en voz alta la secuencia que va de la "a" a la "z" descubrimos alborozados lo que ya Borges había constatado: que todo orden es fundamental­mente arbitrario. Naturalmente su madre Griselda intentó poner un orden más razonable en el feliz desorden que fui­mos creando.

Desde ya hace varias décadas mi otra casa han sido las "Lecturas Dominicales" del periódico El Tiempo, de Bogotá, donde se han adelantado varios de estos trabajos. Roberto Posada ha sido siempre el más liberal, hospitalario y gastro­nómico de los editores. Por su parte Daniel Alberto Dessein, director de La Gaceta de Tucumán, cuyo suplemento litera­rio alcanza el más fructífero medio siglo de vida, me ha permitido sentirme partícipe de la vida intelectual en la pa­tria de Borges, al publicar allí muchas de estas tentativas y aproximaciones. Peter T. Johnson, de la biblioteca de la Uni­versidad de Princeton, conserva de la mejor forma, y sin razón aparente, los borradores de éste y todos mis libros.

Por su parte, y con el típico candor posmoderno de quienes consideran que la Red tiene algo que ver con la realidad, Marcela Anzola buscó en vano en su computador el Emanuel Swedenborg, la Clave de Baruch Spinoza, la Historia del infinito, La máscara de oro, Los amigos e incluso Los naipes del tahur de Jorge Luis Borges. Olvidó que los libros apenas soñados no pueden venderse como novedades

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de librería. De todos modos, y en contra de su formación académica, aprobó algunos párrafos de este libro.

Finalmente, José Eduardo Jiménez, el minucioso e incom­parable director de la Imprenta Patriótica de Yerbabuena mejoró, como siempre, estas páginas y les dio la dignidad tipográfica que ojalá justifique, indirectamente, su precario contenido.

Sólo resta repetir las palabras de Borges en uno de sus poemas, escrito por cierto en inglés. Al intentar seducir de nuevo a su fugitiva lectora Borges trata de sobornarla "con la incertidumbre, con el peligro, con la derrota". La esplén­dida derrota de Borges admirable incluso a través de este torpe exegeta de su magia que no tendrá fin.

JUAN GUSTAVO COBO BORDA.

Santafé de Bogotá, 24 de agosto de 1999.

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Borges a los veinte años.

LAMINA I

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I

ENSAYOS CRÍTICOS

DIÁLOGOS CON BORGES POR

JUAN GUSTAVO COBO BORDA

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LOS MIL Y UN ROSTROS DE BORGES

Su rostro irradiaba la luminosa intensidad que sus ojos ciegos parecían negarle. Pero al final de sus años había adqui­rido la libertad inquietante de quien era capaz de dirigir sus sueños y lograr que encarnasen creando otros seres. Ya no se trataba solo de El Golem ni de remotos sacerdotes mayas o magos de Babilonia.

Borges se soñaba a sí mismo y de allí emanaba el niño nacido en Buenos Aires, que descubría en la biblioteca de libros ingleses de su padre el mundo mismo y caminaba los arrabales de su ciudad, donde las calles se volvían campo, y el coraje marginal de los orilleros daba razón de ser a los cuchillos que llevaban bajo el brazo. Allí escuchó también, por primera vez, el laborioso rasgueo de una guitarra.

De su sueño surgía también adolescente, al cual, en Ginebra, lo marcaban los versos de Walt Whitman, la meta­física de Arturo Schopenhauer y la revelación fulgurante del sexo.

El joven vanguardista que en España jugaba con las metáforas y disfrutaba, hasta el amanecer, los fuegos artificiales de las tertulias literarias. El taciturno enamorado que, al regresar a su patria, intentaba decir con pudor criollo lo vasto de su pasión y el asombro ante un tiempo que se eternizaba en almacenes y tapias, patios y zaguanes.

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24 JUAN GUSTAVO COBO BORDA

También Borges soñaba al desdichado bibliotecario que padeció nueve años como auxiliar en una biblioteca muni­cipal y en tal infierno tejió laberintos, hexágonos, círculos y esferas que resumían el mundo y sus hechos en un Aleph incandescente.

El amigo que traducía, con Adolfo Bioy Casares, esoté­ricos textos fantásticos y anotaba, minucioso y puntual, a Cervantes y a Quevedo, a Chesterton y a rigurosas novelas policiales.

El paradójico director ciego de la Biblioteca Nacional, cuyo edificio, como en un cuento suyo, había sido edificado como sede de la Lotería Nacional. El hombre, tan valiente en ocasiones como arbitrario en otras, que se opuso al comu­nismo, al nazismo y al peronismo y que declaró también que las opiniones políticas eran lo más insustancial de cual­quier obra literaria.

El viajero incansable que, de Texas a Creta y de Japón a Irlanda, desconcertaba con. sus paradojas y otorgaba a sus auditorios la irrefutable sensación física de haber vislumbrado a un heraldo insomne de las lunares comarcas de la poesía.

Finalmente, Borges soñaba al cansado anciano de bastón tanteante que volvía a recobrar su juventud y su memoria en una Ginebra calvinista, donde moriría dictando un último texto sobre Venecia. Allí está enterrado bajo una runa vikinga colocada por su último amor, una mujer japonesa también nacida en Buenos Aires y llamada María Kodama.

Por este sueño llamado Borges —el mayor escritor en lengua castellana del siglo xx —, y por el amor que su obra de poeta, ensayista y cuentista ha suscitado en todo el mundo, en infinidad de traducciones y en influjo directo sobre tantos

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LOS MIL Y UN ROSTROS DE BORGES 25

otros autores, es por lo que volvemos a mirar sus páginas, sabiendo de antemano que son inagotables.

Borges ha dejado sus sueños para que otros los sigan soñando.

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BORGES, BORGES, BORGES*

7. Feliz el que no insiste en tener razón, porque nadie la tiene o todos la tienen.

14. Nadie es la sal de la tierra, nadie, en algún momento de su vida, no lo es.

50. Felices los amados y los amantes y los que pueden prescin­dir del amor.

51. Felices los felices.

Este evangelio apócrifo de Borges me lo devuelve con la imagen suya que conservo: vestido de azul, gentil y pul­cro, dispuesto siempre al diálogo; generoso con su saber ina­gotable, pero también arbitrariamente dulce en la libertad de pensamiento. Dueño de su ciudad, que son todas las ciu­dades, y dueño del mundo, que era su vereda.

Lo veo siempre sonriente. Lo veo siempre travieso detrás de las palabras. Y lo veo dándoles a ellas el sentido que ha­bían perdido.

Borges era, además de esa finura, de esa esbeltez mental un hombre valiente, erguido y ético ante los jóvenes y ante la obtusa estupidez. Era la lección que siempre en América añorábamos sobre la independencia mental que vino mucho

* Palabras pronunciadas en la sesión inaugural del Ciclo Borges, el 18 de octubre de 1995, en Casa de América, Madrid.

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más tarde de la independencia física o militar y que, en mu­chos casos, se ha perdido en otras tristes dependencias.

En ese sentido, Borges fue la mente más hospitalaria y, por ello, por su diálogo con todas las literaturas, es quien nos dio, por fin, una patria: la patria real que va más allá de las fronteras, esa patria en la cual él habitaba y moraba: la literatura.

Para todos los que la hemos leído, la obra de Borges es central. Es central porque nunca pretendió ser ejemplar en el sentido de trazarnos un camino, sino simplemente su­gerirnos una lectura.

Por eso, Borges resulta felizmente inagotable y cada vez lo redescubrimos, lo reinventamos, lo volvemos más nuestro y encontramos en esas páginas perdidas, dispersas, en esos prólogos inverosímiles a escritores inexistentes, unas lecciones de tal profundidad, de tal magia sintética, que esa obra no se agota. Crece sin pausa.

Borges es, además, el que nos otorgó la capacidad de que la lengua, que parecía envarada y enfática, se convir­tiera en esa armonía que podía ir desde lo épico hasta la más delicada ternura. Hay un Borges amoroso, hay un Borges erótico, hay un Borges sentimental y sensible que vuelve a impregnar sus páginas más allá de los tigres, de los laberin­tos y de la espada. Al final del duelo de cuchilleros aguarda la mujer ansiada.

Más allá de la humillación y el escarnio, hay otro Bor­ges, generoso en su corazón abierto; y un Borges que volvió habitable una ciudad que al parecer existe y que se llama Buenos Aires.

Sin él, esa ciudad no existiría. Sin él, muchos de noso­tros sólo seríamos esos fantasmas que en uno de sus más preciosos cuentos, « Ulrica », nos dio sentido y razón de ser.

BORGES, BORGES, BORGES 27

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28 JUAN GUSTAVO COBO BORDA

Allí, hablando con Javier Otálora, un profesor de la Univer­sidad de los Andes, de Bogotá, el personaje pregunta: "¿Qué es ser colombiano?"; Borges - Javier Otálora contesta: "Es un acto de fe". Vengo de Colombia. Soy un acto de fe y, por lo tanto, debo desaparecer ante ustedes, agradeciéndoles esta feliz cita en torno a Borges.

Publicado en Conjurados, Anuario Borgiano I, 1996, Centro de Estudios Jorge Luis Borges, Universidad de Alcalá, Franco María Ricci Editor, Milán, 1996.

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OMAR KHAYYAM:

PUENTE ENTRE BORGES PADRE Y BORGES HIJO

I

El sheikh Ghiathuddin Abdul Fath Ornar ibn Ibrahim al Khayyam al Ghag, nacido en Nishapur en el año 1015, provendría de una comunidad sufí de Balkh, y su familia, ni plebeya ni pobre, estuvo sometida a los avatares de la historia persa en tal periodo, que bien pudiera arrancar del año, 652, cuando los árabes comienzan a ser dueños de la totalidad del país, en un dominio que duraría por lo menos doscientos años bajo el régimen de los califas abasidas, sur­cado, todo ese comienzo, por matanzas y guerras civiles. En el 872 se establece la dinastía safárida sobre la mayor parte de Persia y el resto es sometido por los califas hasta la apa­rición de la dinastía buyida (933-1055), destruida por los turcos selyúcidas de Togrul Bej. Vendría luego, entre 1218 y 1224, el mongol Gengis Khan, quien arrasa sin piedad y extiende su conquista hasta el Indo, y para terminar, 1380-1393, la también impiadosa conquista de Tamerlán. Un periodo, como se ve, de incertidumbre y agitación constante.

En este mundo donde los pequeños reinos se sucedían unos a otros, y las dinastías caían, casi siempre de modo cruento, ante más vigorosos invasores, o golpes palaciegos, el poeta, que dependía del mecenazgo arbitrario de los prín-

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cipes, se veía obligado a peregrinar de una corte a otra, esmaltando sus cantos con los elogios desmesurados de las hazañas de su protector, que bien podía llenarle la boca de oro, en pago de sus versos, o resultar tacaño como le sucedió a Firdusi (¿ 932 ?-¿ 1020 ?), otro de los grandes poetas del periodo, quien sólo recibiría la anhelada recompensa en el momento de ser enterrado.

Tal era el clima profesional en que de alguna forma Ornar, astrólogo y matemático protegido por Nizam, el gran visir, vivió. Si a esto añadimos las disputas religiosas y el carácter fanático de cada facción, poseedora única de la verdad, comprendemos mejor el relativismo de todo conocimiento, que permea la obra de Khayyam, y nos ad­miramos aún más de la clara valentía expresiva con que descorrió el velo de las apariencias y dibujó, con intensidad, una verdad propia, situada más allá del abanico ilusorio de tantas verdades particulares. Como si tantos cultos y tantos dioses se fundieran ante el sol implacable de la condensa­ción poética:

Hallé una Puerta que no tiene Llave, Un Velo que no pude penetrar; Hoy hablarán un poco de nosotros Y, luego, no hablarán.

Situados ante esa última puerta comprendemos mejor a un Ornar Khayyam lejano del blasfemo borracho que pinta la leyenda. Se trata en realidad del poeta sufí que en lenguaje cifrado hizo parte de su tradición propia, enriqueciéndola, como dice Robert Graves, con "los elevados tormentos me-tafísicos de una mente apasionada". Esto sin olvidar lo que Idries Shah menciona en su libro sobre Los sufís (1964): Ornar no se representa a sí mismo sino a una escuela filo­sófica sufí.

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Comprendemos así mejor el ambiente de donde surge la poesía de Ornar Khayyam, ese protegido de príncipes que logró reformar el calendario, con un cálculo anual tan exacto que sólo adolece de un exceso de 19,45 segundos en el año. Ese académico, autor de un tratado de álgebra, que resuelve ya problemas indeterminados de primero y segundo grado, como lo recuerda Juan Vernet en La cultura hispanoárabe en Oriente y Occidente (1978). Y esa figura que, como lo ha recreado la novela histórica de Harold Lamb que lleva su nombre, anunciaba triunfos y derrotas con la inconscien­cia de quien conoce demasiado bien a los astros, y donde la leyenda es casi tan fidedigna como el documento, en el trío de amigos que jura protegerse mutuamente, de los cua­les uno de ellos, Nizam, llegará al poder y nombrará a Ornar su astrólogo, y el otro, Hassam, se rebelará dando origen, por su nombre, a la secta de los asesinos, consumi­dores de haxix, alucinógeno que también les permitía acce­der a la otra realidad.

Toda una existencia llamativa y pintoresca, donde el amor se mezcla con las ecuaciones de tercer grado y la filoso­fía de Avicena con las flechas sarcásticas de quien, al pala­dear la gloria, sólo tiene luego el consuelo de sus amargos epigramas. El desdén ácido de lo que bien pudiéramos lla­mar también, por lo lacónico de su eficacia, sus "gotas amar­gas": "Llenad la copa para ahogar en ella el recuerdo de tanta necedad".

Un matemático que desconfiaba del conocimiento, un apasionado que admitía el creciente poder del escepticismo, un sensualista que no ignoraba la presencia de la muerte, cada día, y, en definitiva, un poeta que no vacilaba en con­cretar todo ello en cuatro versos: tal la primera imagen de este hombre singular.

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I I

El árabe fluye en integración con el fluir del mundo en que hacía su vida. Algo así como un río que sintiera estarse realizando en el mar adonde va a parar y en el cauce por donde corre, existiendo integral y simultánea­mente como río y como mar. Se comprende que el mu­sulmán se interesara en la alquimia, o transmutación de los metales, en el correrse de las virtudes de los as­tros hacia las vidas de las personas, en la procesión de las ideas neoplatónicas, en la fluencia de los abiertos y reiterantes dibujos de los arabescos. No sentiría mera complacencia utilitaria cuando hacía discurrir las aguas huidizas por la línea de las acequias y almatriches, o al laborar en el continuo ir y venir de la simiente al fruto y del fruto a la simiente.

(AMÉRICO CASTRO, La realidad histórica de España, págs. 235-236).

Lo que Américo Castro anota sobre el mundo árabe, se complementa con lo que Ralph Turner señala como rasgo más característico de la cultura iraní: "el trazado de jardines y huertas, ocupación que atendieron por igual nobles y cam­pesinos, y que conjugaba elementos artísticos y constructivos de la cultura urbana con el medio ambiente".

El jardín como espacio privilegiado para el erotismo y la contemplación. Para la duda incesante y el abandono febril. Para aislarse y participar, en diálogo con el mundo a través de una naturaleza ya sojuzgada al tamaño humano.

Resulta interesante, en todo caso, pensar cómo esos hom­bres del desierto, cuyo hogar era el viaje y el ritmo de los camellos en las caravanas, y que sirvieron de puente entre un Oriente remoto y un Occidente que Alejandro Magno había llevado hasta la India, se marginarán del camino y se sentarán, entre cojines, en un jardín, a medir el paso del

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tiempo y los remolinos fantasmales que suscita, gracias a meditadas copas de vino.

Cantó el vino para diluir en él la geométrica rueda de la fortuna. Y se fijó, con deleite, en la fluida sensualidad indistinta que envolvía a figuras de ambos sexos, tan pró­ximas como inconseguibles, tan concretas como evanescentes. Congelar esa fascinación que luego sólo subsiste en la música de unos versos.

Sólo que los traductores más recientes como el poe­ta inglés Robert Graves, han aclarado el carácter de esas copas de vino. No es más que una metáfora empleada por los místicos musulmanes, los sufís, y el girar de seres y sen­timientos, el vértigo incontrolable en que se hundían los derviches, entregados a su danza ritual.

Aulle afuera el Derviche sus Plegarias, De la cerrada puerta en el Umbral; No encontrará la llave de las Llaves Que el rojo vino a sus devotos da.

Los sufís, cuyo origen persa, zoroastriano e hindú, entre otros, tiene su auténtica base en el Corán. Una nueva visión del Corán, basada en la experiencia mística, y que utilizan, como dice Luce López Baralt, en su libro San Juan de la Cruz y el Islam (1985), "el vino o la viña como arquetipo de sabiduría espiritual", al añadir: "En la literatura mística mu­sulmana, tras numerosos siglos de uso, se lexicaliza la equiva­lencia del vino, entendida invariablemente como éxtasis mís­tico" (pág. 231).

Una embriaguez extática desde la cual se advierte el indetenible fluir del mundo, dentro de esa suerte de "bo­rrachera espiritual" a la cual no eran ajenas derivaciones como las que señalan otros tratadistas orientales, en defensa del amor platónico, y (para acelerar el éxtasis místico) "la

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legitimidad de observar con placer hermosos rostros de ado­lescentes. Esto, se sabe, llegó a ser práctica común entre algunos grupos de derviches sufís" (pág. 212).

Los derviches, palabra de origen persa referida a esos monjes mendicantes que se entregan a una danza febril hasta perder el sentido o que aullan hasta el delirio, en un trance comunicativo en pos de lo numinoso de la divinidad.

De este modo la figura, escéptica y epicúrea, de aquel Anacreonte persa en que llegó a convertirse Ornar Khayyam por culpa de comentaristas occidentales —el día es efímero y los placeres deben atraparse, al momento, ante la incóg­nita de un mañana oscuro— cae a tierra y retorna a su auténtico cosmos árabe.

Sin embargo, los sueños que soñó este astrónomo persa cerca del año 1100 de nuestra era han seguido su curso a través del tiempo, y siete siglos después, un inglés taciturno, Edward FitzGerald (1809-1883), logró el milagro de con­sustanciarse de tal forma con esas composiciones que venció distancias y lenguas para lograr una recreación personal, que si bien parte de Ornar Khayyam, pues de él se trata, crea, a su vez, algo nuevo y distinto, sin perder por ello la punzante conmoción vital del texto original.

Esas líneas que lograron conciliar una lánguida y, por ello mismo, más abierta disponibilidad hacia los goces de esta tierra con la dureza inconmovible de todas las postri­merías. Pero los poemas incorporaron a sus líneas tanto el rocío del goce como el polvo de las ruinas, y de este modo Edward FitzGerald, en una Inglaterra aún imperial, previó su futura y placentera decadencia tejiendo sus telarañas con "alas de libélula".

Así recuerda este proceso el ensayista italiano Mario Praz en su libro La literatura inglesa (1976):

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La versión inglesa de las cuartetas (Rubaiyat) de este poeta persa, que vivió entre los siglos XI y XII, realizada por ese caracte­rístico tipo de refinado "virtuoso" (tipo bastante frecuente en Ingla­terra) que fue Edward FitzGerald se publicó en 1859, sin éxito. Rossetti la descubrió en 1860 entre libros de lance y Swinburne se entusiasmó al extremo de modelar sobre el ritmo de esas cuartetas uno de sus más significativos poemitas, "Laus Veneris". Estos prerra-faelistas sintieron, en esa mezcla elegante de hedonismo y sereno escepticismo, expresada en sabrosos aforismos e imágenes, una es­trecha afinidad con su concepción de la vida. Ornar Khayyam, a través de la libérrima versión de FitzGerald, fue como el Lucrecio de los Victorianos. Su forma métrica — cuartetas cuyos dos primeros versos riman con el cuarto mientras el tercero permanece libre — contribuyó, indudablemente, a su éxito, ya que el último verso, que prolonga y amplía con su rima la vibración de la melodía, da la impresión de solemne fluidez de eco nostálgico. Esta cadencia, y su atmósfera exótica, constituyeron un anticipo del decadentismo. (pág. 159).

Del dejarse ir, sin atenuantes:

Como se cansa el Viento y corre el Agua Así la Vida viene, así se va.

O, más adelante:

Como el Agua y el Viento, que no saben Por qué corren y soplan y se van.

La metáfora arquetípica del agua que fluye y del hom­bre que se sumerge en ella, único y plural, se entona en la brevedad dé estas cuartetas endecasílabas, con rima asonante del segundo y cuarto versos, según la versión española. Resul­tan así pequeños rectángulos de tensión poética de los cuales brotan los interrogantes de la duda y la inquietud. Son tam­bién ellas pequeños jardines verbales en contra de la aridez que nos circunda.

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Recrean una zozobra existencial que en las copas rotas o en las piezas de ajedrez, guardadas después del juego, reiteran la perplejidad sobre lo vano de los esfuerzos y lo efímero de cualquier acción. Jugadores que un Jugador aún mayor mueve a su capricho.

Un álgebra, un nuevo calendario, un comentario a Eucli-des: la bibliografía de los otros trabajos de Ornar no parece compatible con el poeta que ve las rosas deshojarse y celebra la eternidad del instante, pero esa mente geométrica siguió su curso y en el sur del mundo, en una ciudad, Buenos Aires, que siempre se ha considerado más europea que americana, un hombre que amaba las paradojas lógicas, como las de Zenón de Elea, entre ellas la de Aquiles y la tortuga, buscó también volcar al castellano las hechiceras advertencias de aquel persa transmutado ya al inglés.

Quien emprendió tal tarea se llamaba Jorge Guillermo Borges (1874-1938), profesor de psicología, en inglés, un hombre desdeñoso del nacionalismo, que cultivaba tanto la ética como el ajedrez, y quien las vertió hacia 1914, en París y en Ginebra, durante su primer viaje a Europa, en com­pañía de sus hijos Jorge Luis, el futuro cuentista, y Norah, la pintora. Las razones de tal traducción las dio Jorge Luis Borges en las "Acotaciones" con que acompaña su primera publicación:

Dos motivos hubo en mi padre, cuya es la traducción, que lo instaron a troquelar, en generosos versos castellanos, la labor de FitzGerald. Uno es el entusiasmo que ésta produjo siempre en él, por la soltura de su hazaña verbal, por la luz fuerte y convincente de sus apretadas metáforas; otro la coincidencia de su incredulidad antigua con la serena inesperanza que late en cuantas páginas ha ejecutado su diestra y que proclama su novela El caudillo (1921) con estremecida verdad.

Inquisiciones, Buenos Aires, Editorial Proa, 1925, págs. 129-130.

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Y las amplió más tarde en estos términos:

De la fortuita conjunción de un astrónomo persa que condes­cendió a la poesía y de un inglés excéntrico que recorre, tal vez sin entenderlos del todo, libros orientales e hispánicos, surge un extraordinario poeta que no se parece a los dos. [... ] Algunos en­tienden que el Ornar de FitzGerald es, de hecho, un poema inglés con alusiones persas; FitzGerald interpoló, afinó e inventó, pero sus Rubaiyat parecen exigir de nosotros que las leamos como persas y antiguas.

Otras inquisiciones, 1952.

Así, el leve y a la vez profundo río de la poesía ha exca­vado su surco, enriqueciéndose con todas las miradas que en él se posan y reflejando, en cada ocasión, el rostro de quien lo mira y busca detenerlo en vano.

La poesía sigue su camino, secreta y poderosa, murmu­rando las bellezas del mundo y aterrándose de que ellas subsistan cuando tú, lector, ya no estés aquí para compar­tirlas. Ornar Khayyam se vuelve nuestro contemporáneo y nos recuerda que la edad de la poesía es la edad de quien la lee, en ese momento preciso de su existencia.

El autor de un Tratado de metafísica que hoy nadie consulta sintió, de seguro, que el incontenible fuego de la poesía lo quemaba por dentro, con sus acuciantes preguntas, y se rindió a sus exigencias. Por haber caído ante ellas aún perdura su nombre y se reeditan sus versos. Detrás de tantos y tan loables esfuerzos por captar la infinitesimal agudeza de sus sentimientos subsiste, como en toda poesía válida, la amorosa perplejidad de quien va más allá de lo estatuido para ofrecernos su desnuda verdad, siempre vieja y siempre renovada, la verdad humana que todo lo envuelve, en su lograda concreción verbal:

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Los Santos y los Sabios que charlaban de esto y de aquello en tono doctoral como falsos Profetas se eclipsaron. Tierra es su boca, Tierra es su verdad.

Quedaba, apenas, la tierra enardecida por el fuego del amor, y las anécdotas que acompañan a todo ser humano y que son aún más reveladoras sobre su destino que la historia o la psicología. Por ello, Ornar, hijo de un fabricante de tiendas, y quien escribió en persa, profetizó que su tumba estaría situada en un lugar donde los árboles, dos veces al año, dejarían caer sus flores. Su tumba, en Nishapur, y gra­cias a perales y melocotoneros, cumple con tal promesa. Tal la verdad rigurosa de los poetas. La misma verdad que el hijo de quien tradujo, por primera vez, a Ornar al español dejó consignada en su poema sobre las Rubaiyat. Jorge Luis Borges, como Ornar Khayyam, como todo gran poeta, nos insinúa que la primera y última causa es siempre la poesía.

Que la luna del persa y los inciertos Oros de los crepúsculos desiertos Vuelvan. Hoy es ayer. Eres los otros Cuyo rostro es el polvo. Eres los muertos.

"Rubaiyat", en Elogio de la sombra (1969).

Critica, Universidad Autónoma de Puebla, México núm. 66, mayo-junio 1997, págs. 21-28.

Es tan copiosa y abundante la bibliografía sobre Ornar Khayyam y sus celebérrimas Rubaiyat, que ella justificaría por sí sola un libro para rastrear su fortuna en lengua española y sus innumerables ver­siones, prologadas algunas por figuras como Rubén Darío, José Juan Tablada o Alvaro Melian Lafinur. Puede consultarse al respecto la versión de Joaquín V. González (Buenos Aires, Hachette, 1951, págs. 25-48), que incluye un detallado recuento hasta esa fecha.

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La anterior nota, gracias a una generosa iniciativa de Carmen Barvo, apenas buscaba acompañar las versiones del padre de Borges para una edición colombiana que no pudo llevarse a cabo.

Doy, en todo caso, algunas referencias recientes, para actualizar el estado de la cuestión. OMAR KHAYYAM, Rubaiyat, Edición e introducción de Sadeq Hedayat

Versión española de Zara Behnam y Jesús Munarriz, Madrid, Hiperión, 1993.

ADOLFO CASTAÑÓN, JOSÉ GOROSTIZA, JOSÉ JUAN TABLADA, ROBERT GRA­

VES, Cuatro ensayos sobre Khayyam incluidos en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, México, Nueva Época, núm. 165, septiembre 1984, págs. 39-56.

OMAR KHAYYAM, Rubaiyyat, Introducción y versión de Carlos Areán, Madrid, Visor, 1981.

OMAR KHAYYAM, Rubaiyat, Prólogo, traducción del árabe y notas de José Gibert, Barcelona, Plaza & Janés, 1961.

OMAR KHAYYAM, Rubaiyat, Versión parafrástica del llamado Manus­crito de Cambridge, por Ramón Rivero Caso, México, Libros de México, 1962.

OMAR KHAYYAM, Rubaiyat, Versión de Enrique Uribe White, Bogo­ta, Minerva, 1936.

Las Rubaiyat, Versión de Luis Aurelio Vergara incluida en su libro Obra poética, Santa Marta, Instituto de Cultura del Magdalena, 1993, págs. 149-174. Esta segunda versión anula, según el autor, la primera, premiada y publicada en Costa Rica, en 1936. Conocí Adrogué, el lugar donde la familia de Borges pasaba sus

vacaciones, y el Ateneo donde dictó alguna conferencia, gracias a la generosidad admirable de Roy Bartholomew, un fiel discípulo de Pedro Henríquez Ureña. Al compilar esta bibliografía me entero de que fue Bartholomew el único traductor al español de las Rubaiyat, quien las vertió directamente del original farsi. Con razón ayudó a Borges a preparar un admirable Libro de sueños (1976).

Las versiones de Jorge Guillermo Borges aparecieron en la re­vista Proa, Buenos Aires, 1924-1925. En su número 6, correspon­diente a enero de 1925, se publica la continuación de las mismas acompañada por la nota de Jorge Luis Borges titulada "Omar Jaiyam y Fitz-Gerald", págs. 61-70.

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LA NOVELA DE PADRE

A Carmen Fosadas

Jorge Guillermo Borges (1874-1938), el padre de Borges, es autor de una novela singular. Titulada El caudillo y apa­recida en Mallorca, en limitada edición, en 1921, se deja leer con agrado y sus páginas finales poseen una sorpresiva in­tensidad narrativa1.

Ese caudillo, Andrés Tavares, maneja su feudo en la provincia de Entre Ríos con los ademanes de un antiguo señor rural. Busca afiliarse a las ventajas del Progreso, la Educación y la Cultura, pero conserva muy razonables dudas sobre la adhesión a la mejor causa. Centralismo o federalis­mo. La autonomía de la provincia, al terminar siguiendo las tropas de López Jordán, "rumbo al sacrificio estéril, a la causa perdida", como dicen las líneas finales. O apoyando al Gringo, un personaje casi conradiano, en su frustrada lógica de construir un puente que diera pie a la brillante modernidad de una urbe sólo imaginaria.

De todos modos la historia romántica que vivifica este marco de adhesiones políticas, de empresas científicas que la naturaleza sepulta, y de la crueldad machista con que el caudillo disuelve el nudo de la intriga, posee una originali-

1 La novela de Jorge G. Borges, El caudillo fue reeditada en 1989 por la Academia Argentina de Letras, con un prólogo de Alicia Jurado. 155 páginas.

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dad que la salva del estereotipo. Todos los personajes termi­nan por ser más complejos, dentro de su lógica interna, de lo que sospechábamos. Empezando, como es obvio, por el supuesto antagonista del Caudillo, Carlos Dubois, hijo de un francés residente en Buenos Aires, "una aldea, chata y des­garbada".

Sensible, débil de carácter, y fracasado en sus estudios, regresa al campo paterno, colindante con el del Caudillo. Allí padecerá, literalmente, el desborde torrencial de senti­mientos, que experimenta la hija del caudillo, Marisabel, re­velándole su amor. Y obligándolo, en definitiva, a cancelar su retorno a Buenos Aires, a su novia y a su padre. Vislum­brará así esas fuerzas primitivas con que la mujer tuerce destinos y termina por hundir al amable lector de Montaig­ne y Voltaire en una tragedia absoluta: la misma muerte a manos de una cuadrilla enviada por el padre. Todo ello pa­ralelo a la creciente fuerza de una tormenta invernal que inun­da el campo y altera a los personajes. La involuntaria noche que han pasado juntos, por la creciente de las aguas y su ulte­rior unión, casi forzada, es vengada así, arrasando la casa y matando a Dubois, inerme ante la violencia que su propia pa­sividad desconcertada alcanzó a desatar en esa muchacha reprimida y ese padre autoritario.

El Caudillo terminará entonces por darles la espalda, con el frío desprecio de quien cumple con su deber, a ese cadáver y esa hija que reza a su lado, arruinada para siem­pre su existencia.

Importa destacar además cómo la novela que Jorge Luis Borges ayudó a corregir en 1919, se constituye, indirectamen­te, en un premonitorio borrador de sus obsesiones temáticas y de su estilística. Antes de fijarnos en ellas, veamos lo que el propio Borges cuenta acerca de esta colaboración con su

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padre. El mismo padre que siempre lo quiso escritor y que terminó por depositar en el hijo el cumplimiento de su vo­cación frustrada:

Fuimos a Mallorca porque era barata, hermosa y escasa de tu­ristas. Vivimos allí casi un año, en Palma y Valldemosa (una aldea en lo alto de las colinas). . . . Mi padre estaba escribiendo su novela que recordaba tiempos viejos de las guerras civiles de su Entre Ríos nativa. Yo le ofrecí mi ayuda en la forma de algunas metáforas bastante malas copiadas de los expresionistas alemanes y que aceptó por pura resignación. Hizo imprimir unos quinientos ejemplares y los trajo consigo a Buenos Aires, donde los regaló a sus amigos. Cada vez que la palabra "Paraná" (su ciudad natal) aparecía en el manuscrito, los impresores, creyendo corregir un error, la cam­biaron por "Panamá". Para no molestarlos, y pensando que así era más divertido, mi padre dejó pasar la "enmienda". Ahora me arre­piento de las juveniles intrusiones en su libro. Diecisiete años más tarde, antes de morir, me dijo que le gustaría mucho que yo volviera a escribir la novela en un estilo directo y suprimiendo toda la literatura "fina" y los pasajes retóricos2.

En la novela se hallan, entonces, su interés por el tema del eterno retorno, la figura del intelectual que vacila y pier­de la partida, arrollado por los hombres de acción, el saluda­ble hálito de anarquista consecuente que distinguió a su padre y que él comparte. Buen ejemplo de ello es la diatriba contra los abogados:

La abogacía es propia de arribistas. Se basa en lo convencional y muerto. Protege los intereses mezquinos de la sociedad, su afán de lucro y las pequeñas preocupaciones de familia, nacionalidad, estado... ¡Es más noble soñar en los caminos ! (pág. 48).

2 JORGE LUIS BORGES, NORMAN THOMAS DI GIOVANNI, Notas auto­biográficas, en Casa del Tiempo, México, núm. 96, julio-agosto 1990, págs. 15-27. La versión original en inglés de esta autobiografía apa­reció en 1970 en The New Yorker. Traducción de Sebastián Lameiras.

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En la novela, como en una nuez, se halla el futuro Jorge Luis Borges, quien jamás escribiría una novela.

Hay allí la eficacia reveladora de sus enumeraciones: "Fue crupier en Montecarlo y minero en California. Estuvo preso por deudas en Londres y estableció una agencia de cambio en la Puerta del Sol en Madrid. Lo conocieron las ciudades de Oriente, fue amigo del Khedive en El Cairo" (pág. 31). Y la capacidad sintética para reducir toda una vida a tres o cuatro escenas que bien pueden tener la impactante fuerza visual de una secuencia cinematográfica.

Y hay también la poderosa fuerza con que el crescendo de la pasión inunda y estremece a los protagonistas, en esa suerte de vértigo inmóvil donde el orgasmo, como el Aleph, termina por revelar la multiplicidad infinita del universo. La sensación ya fija y perdurable de la eternidad atisbada, por fin, en la sucesión congelada de la escritura.

El "Motivo liminar" del libro alude a esa fábula mile­naria del yacaré y el diluvio universal, conectada, sin lugar a dudas, con esos mitos ancestrales del inconsciente colecti­vo, donde "los dioses no mueren, ni olvidan, ni perdonan, son inmortales, rencorosos y crueles" (pág. 26). Otro dato más para corroborar cómo Padre e Hijo comparten un terrer no común de singulares motivos afines. Ese terreno que va desde la violencia del degüello y el hombre estaqueado en mitad de la pampa hasta los versos de Espronceda. Historia argentina y literatura universal anuncian ya aquí al futuro autor de Ficciones y La muerte y la brújula, creador de mi­tos perdurables que tocan a todos los hombres. Pero sus raí­ces naturales e intelectuales bien pueden rastrearse en esta única novela de Padre, como acostumbraba a llamarla el-joven Georgie.

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BORGES EN PANTUFLAS

Jean de Milleret es un historiador francés ya no muy joven que vive en Buenos Aires en un pequeño apartamento entre Chacarita y Colegiales, 2° piso, sin ascensor, según se encarga de precisar, con una puerta-ventana sobre un balcón donde se mezclan flores azules y rosadas. Es además otro de los contribuyentes a una de las más copiosas bibliogra­fías de la historia de la literatura, nuevo género que obvia­mente no inaugura, pero al cual confiere características propias y ciertamente insólitas: las entrevistas con Jorge Luis Borges.

Si existen infinitos Borges, esta proliferación se debe no tanto a la cortés elusividad, a la marrullera socarronería del ya casi diariamente entrevistado, sino a la multiplicidad y variedad de quienes se le acercan. Hay un Borges más o menos argentino en Victoria Ocampo y otro completamente distinto en César Fernández Moreno; uno francés en Char-bonnier y Napoleón Murat, y uno norteamericano o inglés en Irby o en Life, y no tengo que leerlas para reconocer que ese alguien que habla largamente en alemán acerca de Scho-penhauer, o que cita a Vico y a Dante en italiano, es el mismo o nadie. Borges es ya impersonal: forma parte de todos nosotros. Incluso los colombianos podemos enorgulle­cemos, no por quien lo interrogó, sino por lo que dijo: "¿Pero se lee aún la María?". Pues bien, ahora este insólito personaje, demasiado francés para mi gusto (hay una ro­tunda nota en la cual dice: "Jean Paulhan [1884]: no re-

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quiere presentación". ¿Y por qué no?), amparado en una cierta amistad que le honra y sobre todo en el afecto que a menudo le testimonia doña Leonor Acevedo de Borges, son palabras textuales, agrega uno de los más divertidos y pin­torescos capítulos a esta ya larga serie.

Excelente traductor, como se autocalifica celebrando rei­teradamente sus propios hallazgos, al criticar a Néstor Ibarra o pescar gazapos en Roger Caillois, ofrece una visión más bien sui géneris de la literatura latinoamericana y un amor desaforado y enternecedor por su propia patria: califica a París de ciudad luz, sitio donde alienta el espíritu. Y aquí comienzan las delicias. El texto original de las cinco largas entrevistas está en francés y supongo que destinado a un público de esa lengua, aun cuando no se dice nada al respec­to; la versión castellana de Gabriel Rodríguez para Monte Ávila Editores, Caracas, 1971, respeta escrupulosamente tales pormenores, y así podemos leer un libro acompañado de 103 detalladas notas en las cuales Jean de Milleret ofrece un repertorio bastante extenso de sus opiniones sobre todos los temas, lo cual él seguramente consideró indispensable para complementar la información relacionada con Borges y su mundo. O sea que el desocupado podrá aprender que la hermana de Borges, pintora muy dotada, sacrificó su ta­lento real a cierto conformismo social, que Gerardo Diego es un escritor español apreciable, que Quiroga, jefe de un grupo "federal" célebre por su ferocidad, es el tipo definido del bárbaro que cierto revisionismo histórico de moda pre­tende hacer héroe de la hagiografía nacionalista actual, que la mamá de Borges es una gran dama y un personaje fuera de serie, que lucha con constancia para preservar a su hijo de las mujeres que tratan de subyugarlo (no sobra advertir que la mamá de Borges tiene hoy día 95 años y que su hijo nació en 1899), que Aniceto el Gallo es Anicet Le Coq, que

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Eduardo Mallea es un escritor argentino que abordó todos los géneros pero se dedicó sobre todo a definir la argentini-dad, que las misiones jesuítas del Paraguay son la obra de colonización espiritual y material más extraordinaria, que es evidente que la Academia (se refiere a la francesa), por la lentitud y la insuficiencia de su diccionario, falta a su misión rectora del idioma, y que Perón... Bueno, basta. Supongo que lo anterior es suficiente como diagnóstico. De quien se trata es de Borges. Y aun cuando uno razonablemente puede deducir, a juzgar por el cúmulo de trabajos y reportajes, que quizá resulte posible formarse una idea más o menos exacta de lo que ha sido su vida, o su obra, Borges, siempre im­previsto, nos sorprende una vez más. Aun cuando repite siempre las mismas anécdotas; a pesar de que ya ha hablado varias veces de su pobreza esencial, de lo limitado de sus temas, de esa monotonía que lleva su nombre y a la cual ya se acostumbró, comprendemos que éste es otro truco, la coquetería irónica que lo lleva a ser, simultáneamente, al­guien agudo, sarcástico, de prodigiosa memoria y polemista terrible, y a la vez un ser dulce, desamparado y frágil, que escribe conmovedoras cartas a un muchacho enfermo de los ojos, como él; lleno de recónditas ternuras y habitualmente acompañado de encantadoras mujeres. "La invisible ayuda", como las califica Rodríguez Monegal: señoras amanuenses a las cuáles dicta o con las que redacta eruditos trabajos sobre las viejas literaturas germánicas o asuntos aún más exóticos. Por algo Bioy Casares, que lo conoce muy bien, lo llama "el eterno enamoradizo".

Pero todo esto es innecesario o tonto; quien de verdad nos aterra es Jean de Milleret y su nuevo método crítico. Veámoslo. La nota 79 dice así: .

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No inventé la luna. Según la costumbre de los historiadores, que hacen cuadros de conjunto, a fin de precisar gráficamente sus ideas generales con mayor claridad, hice un cuadro de la obra bor-gesiana, agregando una columna donde las combinaciones de mayúsculas (C: cuento, E: ensayo, K: crítica, F: filosofía... etc.) van acompañadas por índices que expresan los porcentajes respectivos de cada característica — analogía con los índices utilizados en psi-cotécnica para establecer el coeficiente de inteligencia y cuociente intelectual. Por ejemplo, "El zahir" aparecerá con la siguiente anota­ción: C/E-20/80, estimando que el veinte por ciento del interés de un lector medio (hipótesis personal) proviene de la curiosidad sus­citada por la naturaleza de "El zahir" (intriga-cuento) y el ochenta por ciento se relaciona con el pensamiento filosófico del ensayo... Quizás detrás de la moneda esté Dios.

Borges se limita a decir: "Estoy de acuerdo con esta clasificación... y con cualquier otra, además".

Y esto es lo reconfortante y, en últimas, casi exaltante; a pesar de los asedios, de las tesis, de los premios internacio­nales, Borges sigue siendo Borges, o sea, una inteligencia de primer orden, ávida y curiosa. Está espléndidamente vivo, y si su ya vasta lección comprende muchos aportes, quizás el más entrañable, el que le da ese tono de confidencia a toda su obra, el que hace de ella un diálogo íntimo y feliz­mente renovado con el lector, sea su magnífico humor, Bor­ges ya no requiere de glosas u homenajes, aun cuando su mundo resulta inagotable; es mejor oírlo renegar de Valle-Inclán como poeta: "Es un farsante y no muy maligno, ¿no?"; de Ortega como prosista: "Era muy inteligente, ten­dría que haberse dado cuenta de que necesitaba un negro que le redactara los libros"; de Victoria Ocampo: "Piensa y escribe todo en francés"; de sus colegas: "Sábato, me han dicho, es un escritor respetable cuyas obras pueden estar en manos de todos sin ningún peligro", etc. O sea que a pesar de los descubrimientos críticos de Milleret, el aporte de este

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libro es innegable; no sólo por el reiterado placer de volver a oír hablar a Borges, sino quizás por la imagen coloquial, casi íntima, que nos depara. Se trata de un Borges en pan­tuflas que dice tranquilamente: "Quisiera mostrar mis lagu­nas, mis insuficiencias, a fin de ser tal cual soy, simplemente, con sinceridad, y no como un personaje fabricado por la publicidad o deformado por la crítica amistosa". Y éste es el tono general que predomina a lo largo de las cinco char­las. Si bien aparecen nuevos datos: la primera versión del "Hombre de la esquina rosada" se publicó en una revista bajo el título de "Noticia policial"; también se habla de los salarios que ganaba en 1938 (comenzó con 180 pesos al mes, que luego fueron 240, de los cuales, aún se acuerda, sólo le daban 220) trabajando más bien poco en esa biblioteca pú­blica de la cual era director Francisco Luis Bernárdez, que si bien "fue muy bueno conmigo... no iba muy seguido". Si aparecen las bromas: esos versos que exhumó Guillermo de Torre de su renegada época ultraísta, manteniendo en el olvido los suyos; o los chistes de amigos: Alfonso Reyes, que un día, ante un intelectual ibérico, afirmaba que debería transformarse el nombre de Bernard Shaw en Bernardo Sa­bio y el de Jean Cocteau en Juan Coqueto; igualmente anota, por intermedio de Milleret, cómo Emecé no le envió ni si­quiera un ejemplar de la reciente edición de su Obra poética 1923-1966 y se vio obligado a comprarla en una librería. O cómo su madre, proveniente de una familia, los Acevedo, "de ignorancia inconcebible", le reprocha el escribir sobre temas subalternos: sus milongas. Si brinda consejos editoria­les: "la única manera de hacer una revista es contar con un grupo de personas que compartan las mismas convicciones, los mismos odios"; si rememora, con lúcida ironía, "la ten­tativa ridicula de empezar a leer en alemán con La crítica de la razón pura, que no puede leerse en ninguna lengua,

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creo"; si lanza sus paradojas graves y honestas, ya como él mismo advierte: "digo mi verdad": "los galicismos son la única contribución seria de España a la cultura occidental", o sus definiciones tajantes: "los cocteles, esa organización de la incomodidad", "la hipérbole, que no es sino una for­ma de la indiferencia", asimismo asoma, sentimental y pudo­roso, apasionado e incorregible, el hombre que casi se mata, al golpearse en 1938 contra una ventana, por no llegar tarde a una comida con "una hermosa joven chilena". De ahí "Pierre Ménard, autor del Quijote", de ahí "El Sur". El mismo hombre que dice: "Pero yo estaba muy enamorado y era demasiado joven; en consecuencia era romántico".

La tentación de citarlo todo, justificada por el mismo Borges, resulta irresistible. Detengámonos sabiéndolo, pues él lo ha dicho: "Las pruebas de que somos mortales son de carácter estadístico; entonces puede ocurrir que con nosotros se inaugure una generación de inmortales".

Las tácitas complicidades, las adhesiones fervientes y so­litarias que suscitaba, y que seguramente prefería, son hoy generalizadas y mundiales. Cuando su imagen parece diluirse en tantos rostros, el cauto y reticente, el sabio y arbitrario, el hombre que conquistó la libertad y la audacia imaginativa para la literatura latinoamericana, vuelve a su lugar, a sus clases de anglosajón ante un grupo de hermosas y aleladas niñas en la Biblioteca Nacional, al bar St. James donde apura todos los días su vaso de leche en dos rápidos sorbos, al cementerio de La Recoleta, "el lugar en que han de enterrar­me", según sus propias palabras, y a Maipú 994, sexto piso; su casa, su hogar: Buenos Aires, que es como decir todas las cosas, que es, como en El Aleph, "el inconcebible universo".

Eco, Bogotá, núms. 138-139, octubre-noviembre 1971, págs. 747-752.

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BORGES EN MUNICH

Silba un viento frío por las calles de Munich, pero algu­nas muchachas todavía lo combaten con el rojo de sus mini-faldas. Los hombres, en cambio, prefieren el calor de las tabernas, con sus altos vasos de cerveza. Pero ni unas ni otros dan el tono de la ciudad bávara. Éste lo marcan las diminutas viejas de abrigo verde y sombrero pizpireto, que en los tranvías se la pasan parloteando con sus amigas, tam­bién embufandadas en seda, también llevando un perrito faldero. Ellas son las reinas. Mucho más abajo, en la pirá­mide social de los que carecen de automóvil, están los hom­bres de plumita en la cinta del sombrero, que reclaman con voz de cañonazo y ademanes de soldados las sillas asignadas para los inválidos en trenes y autobuses. Pero ni ellos ni los punks ni los estudiantes ni los anodinos ejecutivos de siem­pre, cuentan mucho. Sólo las viejitas, a quienes los galanes encorvados ayudan a descender en la parada. Ellas son las dueñas.

Entre las quinientas personas que en la noche del 29 de octubre de 1982 se apretujaban en el único ascensor o corrían, escaleras arriba, por los anchos mármoles de los cuatro pisos de la Academia Bávara de Bellas Artes, para ver a Borges, el ciego, había varias de ellas, además de dos docenas de latinoamericanos, más ruidosos que el resto de los asistentes. Con traje claro y corbata marrón llegó Borges, con media

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hora de retraso, al gran salón de paredes azules y ventanas blancas, ya totalmente colmado, del brazo de su lazarillo, María Kodama, una joven argentino-japonesa de largo pelo grisáceo. Viejo cuento oriental, acerca de la joven anciana que guía al ciego.

La gente se puso de pie para aplaudir mientras Borges, recién cortado el cabello, bambolea agradecido su cabeza, y trastabillando se sienta, las largas manos recubriendo por fin la empuñadura del bastón. Luego comienza por negar, con cabeceante gentileza, la cascada de elogios que el presi­dente del Pen-Club vierte sobre su figura, tan erguida y a la vez tan desamparada. Tan elegante, siempre, y siempre tan inerme. La mano tantea sobre la mesa buscando en vano el vaso con agua. Se topa, en cambio, con el micrófono, que grazna como un pájaro de mal agüero. Los porteros, que os­tentan en sus gorras la palabra Kontrolle, no logran, a pesar de tan evidentes signos de autoridad germánica, regular el caudal humano que invade los pasillos y se acomoda satisfe­cho en el quicio de las ventanas. Y son estos jóvenes, con toda razón, quienes primero se aburren del pesado señor que continúa hablando de Wagner y de la forma como Bor­ges previó el nacionalsocialismo. Algunos aplausos, a des­tiempo, contribuyen a acelerar su monótona página sobre el inventor mítico de Buenos Aires. Éste, al lado de un intér­prete mediocre (se cree más importante que el propio Bor­ges y casi no deja escucharlo), y de dos traductores suyos al alemán (Curt Meyer Clason y Peter Hamm), escucha luego contento la lectura en alemán de "Borges y yo", casi pala­deando cada una de las recónditas ironías de este texto abis­mal, en una lengua que si bien no habla, sí es la de sus amados Heine y Hölderlin, como no deja de señalarlo, con sincera cortesía, leídos varias veces. Luego, con garganta resquebrajada, reza algunas de las estrofas de su poema so-

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bre sus ancestros portugueses, derramando por toda la sala esa conmovedora ceniza, aún ardiente, que es su voz. Voz de sacerdote y oráculo, de viejo vate que mantiene intacto el rescoldo de la fe poética. Así lo entiende el público, que aplaude con ganas. Así lo acepta Borges, acostumbrado ya a estos ritos. Los que lo rodean en la mesa y cerca de ella parecen en cambio tan nerviosos como monaguillos inex­pertos. La atmósfera se ha vuelto religiosa y por encima del idioma la comunión se da, plena.

Borges ha sentido esto y, quizá para rebajar un tanto la tensión, acepta dialogar con sus traductores y el público en general. Reina al comienzo el desorden, pero luego se afinan las preguntas y Borges, que mezcla nostalgia y precisión, co­nocimiento de sí y entereza acerca de ciertas convicciones que le vienen de toda la vida, vuelve a repetir el catecismo de verdades únicas que sus lectores nos hemos acostumbrado a leer en libros, revistas, e incluso a oír en encuentros si­milares. Sólo que ahora suenan mucho más conmovedoras y antiguas, escuchadas lejos de su Buenos Aires natal o de la dilatada patria que es su idioma. Su Buenos Aires que "co­mo es natural comencé a querer cuando estaba lejos de él, en Ginebra, y que ahora no es más que una suma de nostalgias".

"Me siento un buen europeo que ha modificado, con respetuosa timidez, los muchos libros que he leído. Como dice Manuel Mujica Láinez, los latinoamericanos somos me­jores europeos que los propios habitantes de estas tierras: queremos más a Europa". Así inicia sus respuestas, ganán­dose al auditorio, y despejando desde el inicio el terreno. Ante la lerda pregunta por el "compromiso", aclara con fir­meza: "Pocas cosas me interesan menos que la biografía po­lítica, y la que menos me interesa de ésta, es la propia política. El solo nombre de Perón me parece algo obsceno".

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Nadie puede llamarse a engaño. Con dignidad de argen­tino viejo, agrega: "Sin embargo, he logrado, por ejemplo, que varios jóvenes, en mi país, me perdonen mi vejez y ven­gan a conversar conmigo. Mientras estamos vivos, todos somos contemporáneos".

A partir de allí ya puede internarse en su océano litera­rio. Reafirmar, por ejemplo, su convicción, sesenta años des­pués, acerca del expresionismo como el más importante de los "ismos", "el más vasto y humano", y pese a que no cono­ce bien a Gottfried Benn sí admira, y mucho, a Ángelus Silesius, de quien acaba de traducir varios textos para la Editorial Universitaria de Chile.

Ángelus Silesius, superior a cualquiera, y Ernst Junger — "sentí una gran emoción al leerlo, antes de quedar cie­go"— conforman parte de la guirnalda de autores alemanes con que retribuye a este público su entusiasmo. A ellos, cómo no, añade el tantas veces citado Schopenhauer, y la conocida anécdota sobre su lectura de El mundo como voluntad y representación. La delicia de escuchar a Borges es volverle a oír lo mismo. Como en todo gran libro, lo importante son las relecturas.

Canceladas las interrupciones técnicas, y suprimidos los camarógrafos, Borges se siente más a sus anchas, y enrique­ce cada pregunta con sus respuestas. En ellas mezcla el nombre de Walt Whitman —"ese periodista de Brooklyn, luego el mito, y como tercera persona de esa Trinidad, cada uno de nosotros, cuando lo leemos"—, con sus opiniones acerca del hecho poético: "Indudablemente un don, pero vago. Uno siempre debe buscar las palabras que lo expre­sen: y cuando las descubre, uno encuentra que en verdad es un don", añadiendo: "El acto estético es anterior al acto in­telectual. Antes de entender un poema, uno siente si es bue-

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no. En poesía no hay un tema general. Un poema son rit­mos, entonaciones, imágenes muy concretas".

Responde como escribe: dictando. Cuida cada palabra, acentúa un matiz, goza con el juego infinito que de allí nace, borra cualquier énfasis: "Además, siempre me contradigo. Empecé siendo barroco, por timidez; ahora, cuando los años me han dado confianza, me atrevo a ser simple".

Pero no hay solo ironía; una seriedad, más grave, ahonda el eco de sus frases: "La ceguera me parece algo noble. Cla­ro está que hubiera sido más interesante cantar las cosas sin haberlas visto...".

Autor de un manual de budismo que, como dice con sor­na, ha sido traducido al japonés, "lo cual no garantiza que sea bueno", sí certifica su interés por otras tierras. El hecho de desplazarse todavía por el mundo, con el alma abierta, mientras su cuerpo, en andas casi, parece zarandeado sin compasión por quienes lo llevan de un sitio a otro. Pero no es el cuerpo el que cuenta, sino el alma: "He tenido dos experiencias místicas, en el sentido de estar fuera del tiempo, pero ellas sólo puedo comunicarlas por medio de metáforas".

Él, que seguramente soñó cuando joven, como sus mayo­res, con ser guerrero, ahora acepta que sólo le han quedado las palabras: "Las guerras, con el tiempo, pueden ser La litada o la Canción de Rolando; cuando suceden, son terribles".

Elogiando a Alfonso Reyes —"su español era el mejor de éste y del otro lado del Océano"—, dando consejos — "todo esquema ayuda a escribir, pero lo más difícil es el verso libre"—, alabando Cien años de soledad y el reciente Nobel a García Márquez; resignado a ser Borges y no Que-vedo; comentando, con malicia, que quizá en el Brasil toda­vía haya gauchos, pero no en Buenos Aires, Borges emociona a la audiencia con su elogio del individualismo: "El Estado

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es el mayor enemigo del individuo; como proponía Spencer hay que hablar del individuo contra el Estado", finalizando la sesión con la lista de sus actuales trabajos: "Un libro de poemas cuyo título aún no me ha sido revelado; uno de cuen­tos llamado La memoria de Shakespeare; un prólogo a una antología del cuento argentino; y una versión de la Edda Menor, hecha en compañía de-María Kodama".

Infatigable, el hombre físicamente desgastado se despi­de diciendo: "Y quizás, muy seguramente, este viaje por Alemania será el motivo de un nuevo libro".

(Octubre de 1982)

Incluido en J. G. COBO BORDA, Visiones de América La-

tina, Bogotá, Tercer Mundo, 1987, págs. 95-99.

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DE SARMIENTO A BORGES

I

El siglo XIX en Latinoamérica es una larga secuencia de anarquía, guerras civiles y conflictos internacionales. Separarse de España no garantizaba la felicidad. Por el contrario, los caudillos locales se repartían el martirizado cuerpo que, en vano, los libertadores habían querido mantener unido.

La realidad caótica de ese momento se intensificaba por la rapaz presencia de países como Inglaterra y Francia que sacaban partido de la derrota española, bien en la cuenca del Plata o en México; y por la emergencia, también pugnaz y ávida, de unos Estados Unidos que, de México a Panamá, buscaban ya controlar el Caribe. Hacerlo suyo, en lo que luego sería la socorrida metáfora del "patio interno".

Fue, como puede verse, un siglo confuso y lleno de tentaciones que inciden en la creación literaria, y dentro del cual se modifican las fronteras, sea hacia fuera, al salir del canal excluyente de comunicación que regulaba la corona española; sea hacia dentro, buscando recomponer un mapa erizado de roces y dilatados pleitos, que llegan hasta hoy.

Dentro de tal escenario se sitúa un libro como Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento, donde toda esta dialéctica en­tre iconoclastas y reformistas, entre quienes rompen fronteras y entre quienes las recomponen para enmarcar espacios vitales, se da con la nitidez analítica que es proverbial desde los pri-

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Jorge Luis Borges dialoga con Juan Gustavo Cobo Borda, autor de este libro en la Biblioteca Nacional de Colombia. Bogotá, 1978.

LAMINA II

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meros capítulos del libro. Allí, donde el campo argentino es visto a través de figuras tan propias como legendarias. El rastreador, el baquiano, el gaucho malo, el cantor, y la descripción, luego, de la figura de Facundo, con esa fascina­ción indudable con que alguien diagnostica el monstruo que lo aterra.

Las hazañas de Facundo, si es lícito emplear tal término, son las referidas a sus excesos, a sus crueldades, a sus intui­ciones primitivas y a sus desmesuras salvajes.

Pero a medida que Sarmiento se interna en esa sicología, por campesina compleja, por elemental tortuosa, va surgiendo el elemento en realidad incomprensible y que representa el mal sin subterfugios. Ése no es otro que Juan Manuel de Rosas, el estanciero-dictador que desde la capital supera en malignidad a la figura inclemente y cruda que era Facundo.

El mismo Facundo que al final enfrentándose solo e inerme a la muerte que todos le presagian, parece adquirir el aire de quien se arroja sobre su destino, cumpliéndolo de modo consciente, pero haciendo de esa muerte merecida una sórdida injusticia que a él, tan cruel, semeja redimirlo y manchar a quien la decretó desde la sombra: el ubi­cuo Rosas.

Hay allí, en ese final, un crescendo dramático, no por sabido menos inquietante, que nos revela la verdadera razón de ser de esta biografía que es también panfleto político, historia, o tratado sociológico, borrando en el interior com-partimentado de los géneros las mismas fronteras oscilantes que existen entre campo y ciudad, civilización y barbarie, o la frontera del desierto, en el paulatino exterminio indí­gena, las cuales pautan con toda su ambivalencia este período.

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Sarmiento se había preocupado tanto por su figura, había convivido tanto con ella, rastreado documentos, con­versado en torno a la animalidad eléctrica de su magnetismo, que su interés por esa víbora que baila delante suyo y le atrae, por ese enemigo que ha llegado a diagnosticar y casi comprender, convierte la página en el duelo fascinante con que una inteligencia busca vencer, en palabras, a quien le es ajeno del todo, pero con quien se halla sin remedio identificado. Como lo dijo Carl Schmitt en Ex captivitate salus (1950): "Solamente puede conquistar quien conozca mejor a su presa que ésta a sí misma".

Sarmiento conocía mejor a Facundo y a Rosas que éstos a sí mismos y por ello su prosa terminaría por derrotar, en otro nivel, a aquél sobre quien recaen todos los dicterios y quien conjuga, en su acción u omisión, los terribles peligros que amenazan a la patria con males sin cuento. Rosas, vuelto ya una obsesión, llevó a Argentina a la desgracia, pero antes de que eso sucediera, también convendría preguntarse por qué ordenó asesinar a Facundo y elaboró esa farsa final de rendirle todos los honores, dignos de un héroe asesinado con vileza y a traición. Ese maquiavelismo es el que, a mi modo de ver, mejor pinta Sarmiento con toda su carga trágica.

Las delimitaciones se han borrado, porque ya no es posible la inocencia.

No es lícito lo blanco o lo negro sin atenuantes. Ahora sólo es posible esa novela que otros imprecisos llaman historia.

La explicación es sencilla y la dio, hace algunos años, Emir Rodríguez Monegal. Recurro a sus palabras:

Inspirado en la historiografía romántica y con algunos toques de la narrativa de la frontera en USA, Sarmiento levanta los distintos

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tipos de gauchos y los sitúa en su vasto y desolado habitat El panfleto político se dobla de biografía y de vasto panorama sociogeográfico. Hay más, sin embargo: es tan vivida la capacidad narrativa de Sarmiento al evocar personajes y contar anécdotas, que Facundo adquiere características de novela. No es insensato, hoy, leerla como una novela histórica, la más brillante y viva de todas las que se han intentado en la América hispánica1.

A la afirmación de Rodríguez Monegal conviene añadir que, como novela resulta muy irónica, ya que su empecina­miento crítico con la figura de Rosas, tan polémica, tan controvertida, tan usada y tan puesta en duda por tirios y troyanos hoy, por rosistas y unitarios ayer, no encuentra en la realidad referente al cual remitirse: los hitos se han borrado. Nuevos historiadores, ecuánimes e informados, como David Bushnell y Neill Macaulay en ese libro tan recomen­dable sobre nuestro siglo XIX que se titula El nacimiento de los países latinoamericanos (1988), terminan su matizado balance de Rosas en estos términos:

Aunque pasó algún tiempo desde su derrocamiento hasta con­vertirse en objeto de un culto nostálgico al héroe desaparecido, debe destacarse, como resumen de su mandato, que sus realizaciones son considerablemente más importantes que el simple hecho de haberse enfrentado con éxito a los franceses y a los ingleses. Después de todo, fue el primer político postindependentista que gobernó real­mente sobre toda la Argentina. Se le puede considerar, mucho más que a ningún otro, el arquitecto de la unidad nacional argentina, incluso aunque no llegase a crear formalmente instituciones nacio­nales. Más aún, la relativa estabilidad que proporcionó su régimen, independientemente de los métodos que empleó para conseguirla,

1 EMIR RODRÍGUEZ MONEGAL, "Hispanoamérica: El nacimiento

de un mundo ", en Historia Universal de la literatura. Fascículo 12. Bogotá. La Oveja Negra, 1982.

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favoreció la expansión económica continuada de la provincia de Bue­nos Aires, así como el progreso, pero no tan pronunciado, y más desigual, en las provincias del interior. Sus vencedores, por consiguien­te, tuvieron una tarea mucho más fácil: tenían que reorganizar, simple­mente, una nación que él había tenido que crear (pág. 144).

Qué profunda ironía; el padre de la patria resulta ser la inquietante figura flagelada y desenmascarada, años atrás, por cada uno de los certeros párrafos de Sarmiento. El odio no lo cegó del todo, le permitió ver, en la importancia desmesurada que cobró el objeto de sus desvelos, el papel que adquiriría en la posteridad, sólo que con el signo con­trario. La literatura borra así las fronteras temporales y traspasa los límites del presente. Algo de Rosas ha de haber en Sarmiento, del mismo modo que El otoño del patriarca es la autobiografía de Gabriel García Márquez.

Y así subsisten, disociadas y mezcladas, como siempre, novela e historia, refutándose, poniéndose en duda, man­teniendo una tensión crítica.

Por un lado la (aparente) ceguera de quien desmonta, en las falacias de la práctica, un mito que semeja actuar de modo negativo; y la perspicacia visionaria de ese propio crítico, vuelto creador, que nutre, con el calor perdurable de su ira, el otro mito, el contra-mito vivo y fluctuante que es su novela-ensayo. La ironía no conoce fronteras, ya que ella surge de inteligencias libremente oscilantes que concillan y discrepan, unen y trazan rayas en la fluyente superficie de esa agua verbal que se crea y recrea a sí misma, en su per­petuo flujo de imágenes. No la carencia de valores sino el valor que encarna y se transforma en una palabra abierta a todos los hipotéticos e hipócritas lectores.

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Son muchos los sucesivos espejismos que tantos lectores, desde 1845 hasta siglo y medio después, construimos a partir de Facundo. Rosas no existe o apenas si existe en la historia para comprender aún mejor un presente que, cómo no, tam­bién se nos escapa. Pero la sordidez del didactismo y las lec­ciones para la posteridad se ven contrarrestadas por el rayo inmisericorde de la mirada literaria al atisbar las dos, tres, cuatro, cinco caras del asunto. No civilización o barbarie, sino civilización y barbarie. Facundo es ahora el héroe atroz que un Rosas más atroz aún ordenó matar y que sirvió, con éste, para que Borges escribiera un poema y los trascendie­ra a todos.

Como lo vió muy bien Germán Arciniegas al iniciar una certera semblanza de Sarmiento en su libro América

mágica (1959): "Era Sarmiento un bárbaro que creía en la civilización". Un hombre originario de esas provincias desu­nidas, donde imperaban los caudillos rurales, y desde las cuales parecía imposible pensar la unidad de un país. Pero al apostar por los libros, por la pedagogía y por la inmigra­ción europea, como antídoto contra esc vacío que lo oprimía, Sarmiento no estaba haciendo nada distinto a superar las limi­taciones de su origen, esfuerzo explicado en prosa magnífica:

He nacido en una provincia ignorante y atrasada. .. He nacido de una familia que ha vivido largos años en una mediocridad muy vecina a la indigencia... Cada familia es un poema, ha dicho Lamartine, y el de la mía es triste, luminoso y útil, como aquellos faroles de papel de las aldeas que con su apagada luz enseñan el camino a los que vagan por los campos.

Por ello en Facundo, su mejor obra, él sería fiel a esos campos, y no pudo negarse a asumir, de frente, esa violencia

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inmisericorde que resurge, cada cierto tiempo, en nuestras historias, y que aflora, cada tanto, como el borbotón incon­tenible del degüello, para recordarnos que el hombre no está hecho aún, y que quizás sólo mediante la cultura, en el afán positivo (y positivista) con que Sarmiento apostó a la educación y al progreso como antídotos, era posible encauzar ese río de sangre y ponerlo al servicio de una sociedad aún incipiente, que buscaba esclarecerse a sí misma en el complejo y especular ámbito de esas páginas que se dejan leer como si aún no concluyeran, del todo, las rea­lidades que les dieron origen.

Un poema de Borges titulado "Sarmiento" resume e)

activo papel de esta figura.

Es él. Es el testigo de la patria, El que ve nuestra infamia y nuestra gloria, La luz de mayo y el horror de Rosas Y el otro horror y los secretos días Del minucioso porvenir. Es alguien Que sigue odiando, amando y combatiendo.

Para concluir

Sarmiento el soñador sigue soñándonos.

El otro, el mismo, 1964.

Pero la contracara de esa figura, su lado oscuro, tam­

bién sigue viva.

I I

En su primer libro, Fervor de Buenos Aires, fechado en 1928, Borges incluye un escueto poema titulado "Rosas".

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Y lo cierra con estos versos, donde conviven, aún indsocia­

bles, las sangres concretas y el t iempo, "esa inmortalidad

infatigable", como lo llama, que las alivia y trasciende.

Concluye el poema, en consecuencia, con esta apelación a

un olvido fructífero:

No sé si Rosas fue sólo un ávido puñal como los abuelos decían: creo que fue como tú y yo, un hecho entre los hechos que vivió en la zozobra cotidiana y dirigió para exaltaciones y penas la incertidumbre de otros. Ahora el mar es una larga separación entre la ceniza y la patria. Ya toda vida, por humilde que sea, puede pisar su nada y su noche. Ya Dios lo habrá olvidado y es menos una injuria que una piedad demorar su infinita disolución con limosnas de odio.

Dios quizá lo haya olvidado. Borges no. En una nota

que acompañó la reedición del libro, en el año 1969, dejó

consignado lo siguiente:

Al escribir este poema, yo no ignoraba que un abuelo de mis abuelos era antepasado de Rosas. El hecho nada tiene de singular, si consideramos la escasez de la población y el carácter casi inces­tuoso de nuestra historia.

Hacia 1922 nadie presentía el revisionismo. Este pasatiempo consiste en "revisar" la historia argentina, no para indagar la verdad sino para arribar a una conclusión de antemano resuelta: la justifi-

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cación de Rosas o de cualquier otro déspota disponible. Sigo siendo, como se ve, un salvaje unitario.

La historia como asunto de familia. La épica como paso previo a la ironía. La fragilidad de los hechos contrarrestada por la caparazón protectora de la poesía, que los conserva y esencializa, pero también los deforma y modifica.

Y la apelación directa al lector, involucrando ese yo

que habla con ese tú que escucha, y que sin ser argentino

ni conocer bien a fondo, como es mi caso, lo que Rosas

significó, bien puede extraer de allí lecciones de universal

validez; presos como estamos entre la zozobra cotidiana y

la incertidumbre de los otros, tan común como la nuestra.

Tal el destino del poeta, como bien lo ha señalado el filósofo

colombiano Danilo Cruz Vélez:

Apoyándose en el formidable poder expresivo del lenguaje me­tafórico y la música de las palabras, y operando con símbolos y mitos, la poesía también es capaz de producir pautas para interpretar el mundo y la vida humana, análogas a los conceptos y categorías de la filosofía y la ciencia.

Claro está que éstas últimas poseen el rigor y la exactitud que le falta a la poesía. Pero el lenguaje poético puede, a su manera, sacar a la luz de la palabra estructuras, figuras y procesos de la realidad y situaciones y estados, acciones y formas de comportamiento de la existencia humana individual y colectiva inaccesibles al pen­samiento filosófico y a la investigación científica.

Por otra parte, el poeta posee el poder de captar el relumbrar instantáneo de lo individual y de fijar en el verso su presencia efímera y fugaz, lo que no logran el filósofo y el científico, que van siempre en pos de lo universal y lo abstracto propios de la idea platónica y de la ley, válidas para una pluralidad (El misterio del lenguaje, Bogotá, Planeta, 1995, pág. 93).

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Sólo que la literatura de Borges posee el rigor y la exactitud que les faltan a la filosofía y la ciencia. Tiene el rigor de la duda y la exactitud del matiz. Habla de realida­des inaprensibles ya —una sensación, un sentimiento, un fervor colectivo, la conclusa peripecia de un muerto — y nos las reabre frescas para cada lector, en la edificación paulatina de un mito. Ese mito llamado Buenos Aires y esa ficción conocida con el nombre de Borges. Que cantó a su patria, construyéndola con palabras, y logró con dicha afirma­ción borrarse, poco a poco, hasta ser sólo una escritura, plural e inagotable, que aún no hemos descifrado del todo.

El Borges que habló de Rosas, y que recreó su fi­gura, en polémica siempre abierta, manifestó, en alguna ocasión, la posibilidad de prever la literatura futura mediante la entonación con que se leerá cualquiera de las hipotéticas páginas del porvenir. Las modulaciones de una voz nos anunciarán el tiempo que vendrá, y ese tiempo, ese futuro, ahora lo pienso, será Borges.

Estará compuesto por una voz que modula con lentitud las estrofas, consciente del inexorable peso de una tradición —la tradición española con sus pompas y oropeles, con su fúnebre retórica, pero también con la limpidez mágica de Garcilaso y San Juan de la Cruz. Así este poema, por ejemplo:

EWIQKEIT

Torne en mi boca el verso castellano a decir lo que siempre está diciendo desde el latín de Séneca: el horrendo dictamen de que todo es del gusano. Torne a cantar la pálida ceniza, los fastos de la muerte y la victoria de ésta reina retórica que pisa los estandartes de la vanagloria.

5

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No así. Lo que mi barro ha bendecido no lo voy a negar como un cobarde. Sé que una cosa no hay. Es el olvido; sé que en la eternidad perdura y arde lo mucho y lo precioso que he perdido: esa fragua, esa luna y esa tarde.

El otro, el mismo, 1964.

En estos 14 versos hay un descenso admirable: pasa­mos del latín de Séneca a un arrabal de Buenos Aires. Disfrutamos de la magnífica crítica de la retórica, hecha con una aún mejor retórica, y en medio de la estructura formal, compuesta por alguien impregnado hasta los huesos de mucha (y muchas) literaturas, brota ese latido conmovedor de quien ha amado, no claudica y pretende mantener intac­to ese fuego que aún arde: el de una tarde, a diferencia de otras tardes, bendecida por la revelación, tan común como íntima, del amor y la belleza. De ese milagro, como los versos, que vuelve al formularlo unos nuevos labios.

Borges es, entonces, el que percibe la, belleza en lo cotidiano y en lo inesperado. En Jo trivial de cada día y en el asombro más sutil. Así, por ejemplo, en un texto del año 1931 "Una vindicación del falso Basilides", un heresiarca, nacido cien años después de Cristo, en Alejandría, y cuya doctrina gnóstica predica una creación casual y fatigada, un mundo edificado por demonios inferiores. Al llegar al punto central de su explicación, jalonada por Padres de la Iglesia y libros en alemán, hay como un llamado ancestral, que lleva a Borges a tornarse diáfano y a explicar lo impensable con una metáfora sólo concebible en un argentino.

Dice así este párrafo:

Falta considerar el otro sentido de esas invenciones oscuras. La vertiginosa torre de cielos de la herejía basilidiana, la proliferación

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de sus ángeles, la sombra planetaria de los demiurgos trastornando la tierra, la maquinación de los círculos inferiores contra el pleroma, la densa población, siquiera inconcebible o nominal, de esa vasta mitología, miran también a la disminución de este mundo. No nuestro mal, sino nuestra central insignificancia, es predicada en ellas. Como en los caudalosos ponientes de la llanura, el cielo es apasionado y monumental y la tierra es pobre (Discusión, pág. 243).

En medio de ese melodrama cósmico sólo un argentino podía encontrar la metáfora de la pampa para esclarecer un intrincado misterio teológico. Sólo un hombre de los már­genes y las orillas, de ese extremo occidental del mundo, podía acceder al centro, desde una periferia mucho más enriquecedora que el infinito provincianismo de los países fatuamente autodenominados centrales. Cioran, en una pá­gina memorable de 1976, declaraba al respecto:

¿Para qué celebrarlo cuando hasta las universidades lo hacen? La desgracia de ser conocido se ha abatido sobre él. Merecía algo mejor, merecía haber permanecido en la sombra, en lo imperceptible, haber continuado siendo tan inasequible e impopular como lo es el matiz. Ése era su terreno. La consagración es el peor de los castigos — para el escritor en general y muy especialmente para un escritor de su género. A partir del momento en que todo el mundo lo cita, ya no podemos citarle o, si lo hacemos, tenemos la impresión de aumentar la masa de sus "admiradores", de sus "enemigos".

Para concluir:

Es la nada suramericana lo que hace a los escritores de aquel continente más abiertos, más vivos y más diversos qué los europeos del Oeste, paralizados por sus tradiciones e incapaces de salir de su prestigiosa esclerosis2.

2 E. M. CIORAN: "El último delicado", en Ensayos sobre el pensamiento reaccionario y otros textos, Barcelona, Montesinos, 1985, págs. 137, 139-140.

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De este modo Borges, con sólo glosas y notas a pie de página, con sólo reseñas cinematográficas y bibliográficas, con apenas cuentos y poemas que puede memorizar un ciego, con apenas milongas, y sin incurrir jamás en la novela, rcvitalizó la literatura occidental, y las otras; las puso a pensar sobre ellas mismas, en una reflexión incesante. A través de una creación que parece arbitraria y personal, más fruto de la erudición que de la simple imaginación, pero que ha estado nutrida a todo lo largo de su dilatada tra­yectoria, de 1899 a 1986, por el hilo áureo de la poesía.

Si he elegido tres puntos extremos en la tarea borgesia-na —Borges y la historia a través de Rosas; Borges y la tradición literaria, a través de ese poema donde enriquecía la herencia con su toque personal; y Borges, el argentino cosmopolita que ilustra con metáfora de la pampa un secreto rincón de la teología esotérica— es para sugerir, apenas, cómo su mundo, inabarcable y abisal, tiene un centro diá­fano, de una claridad deslumbrante. Nada mejor que oírselo mencionar a él mismo, en un poema de los años 80, incluido en su libro La cifra (1981):

NOSTALGIA DEL PRESENTE

En aquel preciso momento el hombre se dijo: Qué no daría por la dicha de estar a tu lado en Islandia bajo el gran día inmóvil y de compartir el ahora como se comparte la música o el sabor de una fruta. En aquel preciso momento el hombre estaba junto a ella en Islandia.

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Qué eficaz la poesía —qué concreta. Y cómo actúa e incide sobre los seres. Su centro, Buenos Aires, está en todas partes, en Islandia como en Persia. Su lenguaje barroco, arracimado en volutas que se superponían unas a otras, cuando quería ser un escritor español del siglo XVII, se ha despojado hasta llegar a la compleja sencillez de estas líneas, tan transparentes como un enigma.

Y el hombre que fue, como todos nosotros, miles de se­res en uno solo, se mira ciego en el poliédrico espejo de un Aleph infinito. Allí está quien exaltó la secta del cuchillo y el coraje, por los últimos arrabales, en duelos donde conta­ba más la alegría misma del combate que el sospechoso énfasis del vencedor. Allí está el hombre que, como Sarmien­to, y en ese cuento perturbador llamado "El sur", trató también de dilucidar la fascinación ancestral por una vio­lencia que estremece con su perdurabilidad, del mismo modo que conturba con su magnetismo.

Allí está el irónico caballero que sacó de quicio a todos, con su humor revulsivo, camuflado bajo los moda­les más ortodoxos. Y está también el hombre que sabe cómo los únicos paraísos no vedados son los paraísos perdidos. En ese paraíso perdido, la buena literatura, mora Borges. Desde allí nos reitera la estremecedora humanidad de su canto, implorando siempre lo inasible:

Qué no daría yo por la memoria de que me hubieras dicho que me querías. Y de no haber dormido hasta la aurora. Desgarrado y feliz.

Feliz y desgarrado, contradictorio y único, muchas pa­trias tiene el mundo. Borges sólo hay uno. Él, con Sar­miento, son nuestros auténticos libertadores. Nos enseñaron

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a pensar con independencia y osadía. Por ello trazaron las auténticas fronteras de un país, aquéllas que superan los límites físicos y se truecan en utopías compartidas.

Desdeñosos del nacionalismo, su humildad es la de quienes se pierden, felices en la ejecución de su obra, exentos de réditos y recompensas. Como Sarmiento, también Borges, el vacilante, fue un viajero empedernido, que siempre retornaba a esa mala costumbre, Buenos Aires. Ambos civi­lizaron nuestra prosa y remozaron nuestra poesía.

Pero sobre todo, y ejemplarmente, nos depararon la complicidad de un habla que sólo puede ser americana y la trascendieron hasta tornarla universal, sin remedio. Es grato repetir sus versos:

Debo alabar y agradecer cada instante del tiempo. Mi alimento son todas las cosas. El peso preciso del universo, la humillación, el júbilo. Debo justificar lo que me hiere. No importa mi ventura o mi desventura. Soy el poeta.

Con motivo del 185° aniversario de la Revolución de Mayo el Embajador de Argentina en Colombia, HERNÁN MASSINI EZCURRA, invitó a una conferencia, "De Sarmiento a Borges", dictada por JUAN GUSTAVO COBO BORDA, Asesor Cultural de la Presidencia de la República y Miembro de Número de la Academia Co­lombiana de la Lengua, la cual se llevó a cabo el 23 de mayo de 1995 en los salones de la Fundación Santilla-na para Iberoamérica, presidida por el expresidente Belisario Betancur.

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BORGES: EL DUELO ORIGINARIO

El jueves 24 de agosto de 1899 nace Jorge Francisco Isi­doro Luis Borges Acevedo en Buenos Aires. Su árbol genea­lógico lo entronca con ilustres familias argentinas que tomaron parte activa en la independencia de su país.

Uno de ellos, Francisco Narciso de Laprida, preside el congreso de Tucumán y firma el acta de independencia. Muere asesinado por los montoneros de Aldao y Borges le dedica en 1943 su "Poema conjetural".

Allí ya se advierte esa tensión entre el fuego de las armas y el álgebra de las letras. Entre un hombre de libros y leyes y los gauchos bárbaros, quienes lo cercan con "el duro hierro". Ya con "el íntimo cuchillo en la garganta" descubre "un júbilo secreto. / Al fin me encuentro / con mi destino sudamericano".

Surge también allí el recurrente tema del laberinto y la convicción borgesiana acerca de cómo todos los pasos que da el hombre sobre la tierra resultan vagamente inexplicables y como envueltos en el elusivo ropaje del sueño.

Salvo en el momento de la muerte, cuando todo se acla­ra, ofreciéndonos la clave eludida hasta el momento. "La letra que faltaba, la perfecta/forma que supo Dios desde el principio". Las dubitaciones del azar y de la libertad apa­rente se cierran con ese "mi insospechado rostro eterno".

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Lo que el doctor Laprida piensa, en ese estremecedor y sin embargo aquiescente monólogo último, traza una pa­rábola donde emoción y reflexión reviven una gesta histórica que Borges siente como suya y que aún late en su sangre.

Se considera un criollo viejo, partícipe de una historia que, si bien es corta y termina por resultar de entre casa, se erigirá como una contraseña ante esa "plebe ultramarina", como Leopoldo Lugones definió la gran masa migratoria europea que pobló la Argentina en los siglos XIX y XX.

John King, en su libro sobre la revista Sur, anotó: "Para Borges, como para Victoria Ocampo, la historia de Argentina era asunto de familia, un conflicto entre la civilización de su familia paterna, equiparada con libros y con la lengua ingle­sa, y la barbarie del linaje de su madre, sinónimo de los hombres de acción y de la lengua española"1.

Pastores protestantes, de un lado; militares argentinos y uruguayos, de otro: en ese cruce de caminos surge Borges.

Bisnieto del coronel Suárez, vencedor en Junín, Borges le dedica en 1953 un poema donde el tumulto de la batalla, ese instante único de alucinada gloria —"la luz, el ímpetu y la fatalidad de la carga"— se enmarcan entre un presente degradado, de vejez y pobreza, y una resistencia civil, en los tres últimos versos, que suele atribuirse al reiterado rechazo de Borges en contra del peronismo:

La batalla es eterna y puede prescindir de la pompa de visibles ejércitos con clarines; Junín son dos civiles que en una esquina maldicen a un tirano, o un hombre oscuro que se muere en la cárcel.

1 JOHN KING, Sur. Estudio de la revista argentina y de su papel en el desarrollo de una cultura, 1931-1970, México, Fondo de Cultura Económica, 1989, pág. 189.

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La historia está viva. El pasado cobra una insospechada pertinencia ante el afligente recurrir de males que parecen inamovibles pero que sin embargo nos tocan con el agudo dolor de lo inmediato.

La poesía cura las heridas pero también las reabre para así esclarecer su sentido, oculto tras la pugnacidad del com­bate. "La poesía comienza por la épica; su primer tema fue la guerra", como señala Borges en su diálogo con Victoria Ocampo2, donde también admira "El coraje desinteresado" de los orilleros.

Esa historia patria, poblada de caudillos y degüellos, trai­ciones y guerras civiles, será uno de sus temas básicos, con previsibles derivaciones.

Los guerreros se trocarán en cuchilleros y el duelo indi­vidual sustituirá los múltiples enfrentamientos de las batallas. Pero esa secta del cuchillo y del coraje no parece tener otra referencia que su propio orgullo viril. Como lo recuerda Borges: "Un caudillo de Palermo me decía: '¡Quién no debía una muerte, en mi tiempo! Hasta el más infeliz. . . '"8 .

Admira a esos guapos que no permitían siquiera que sus hermanos los superasen en el número de muertos. "Mi­longa de la garganta / tajeada de oreja a oreja", dice, con delectación escalofriante, pero no por ello ignora el reverso de la moneda, como lo expresó en su relato "La otra muerte": "Un hombre acosado por un acto de cobardía es más com­plejo y más interesante que un hombre meramente animoso".

Supo, en todo caso, trascender esos dilemas. Como dice Elena Rojas, el personaje de Los orilleros, el guión cinema-

2 VICTORIA OCAMPO, Diálogo con Borges, Buenos Aires, Sur, 1969, pág. 21.

3 JORGE RUFINELLI, "Borges juzga a Borges", en Borges. El últi­mo laberinto, Montevideo, Librería Linardi y Risso, 1987, pág. 355.

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tográfico que urdió en compañía de Bioy Casares: "Para ustedes, los hombres, sólo hay cobardía y valor. Hay otras cosas en la vida".

De ahí que toda esa mitología del arrabal, de las sórdi­das noticias policiales, mantenga una continuidad y un eco fúnebre con esa historia mayor, donde Juan Manuel de Ro­sas manda asesinar al general Facundo Quiroga en la deso­lada escena que Borges recreó en su libro de 1925, Luna de enfrente, y que luego perfiló y corrigió con este final tan alucinante como desgarrador:

Ya muerto, ya de pie, ya inmortal, ya fantasma, se presentó al infierno que Dios le había marcado, y a sus órdenes iban, rotas y desangradas, las ánimas en pena de hombres y caballos.

La valentía de la gesta había quedado reducida a una fantasmagoría. Todo podía convertirse otra vez en literatura, para así exorcizar la sangre y dar otra vez entidad y carácter a esos rostros que el olvido desdibuja, implacable. Pero la obsesión por Rosas y la violencia que este encarna sigue intacta.

Escribir la propia muerte

Pero quizás lo decisivo humana, literariamente, resida en el momento en que Borges prescinda de esas antiguas máscaras militares o de esos guapos de barrio y se vea a sí mismo a través de un personaje más cercano, todo él armado con rasgos autobiográficos. Ya no la historia, con mayúscula, sino su historia.

Con razón Borges considera "El Sur" (1953) como su mejor cuento y lo explica de este modo. Su personaje, el

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extranjero Juan Dahlmann, quizá sólo había venido a buscar su muerte en ese duelo. Y añade:

Cuando escribí ese cuento acababa de leer a Henry James, y había descubierto que se pueden contar dos o tres historias al mismo tiempo. "El Sur" es ambiguo. También se puede pensar que se trata de un sueño, el de un hombre que muere en el hospital y que hu­biera preferido morir en la calle con un arma en la mano. O el de Borges, que preferiría morir como su abuelo, a caballo, y no' en la cama 4.

Recordemos el cuento. Nieto de un pastor protestante, Juan Dahlmann elige, "en la discordia de sus dos linajes", la muerte romántica y hondamente argentina de su abuelo materno, lanceado por los indios.

Estamos en 1939, y este hombre de libros, secretario de una biblioteca municipal (Borges estuvo nueve años en la Biblioteca Municipal Miguel Cané como auxiliar tercero) no puede reprimir su emoción al haber conseguido un ejem­plar de las Mil y una noches de Weil.

Impaciente, afanoso, sube la escalera sin esperar el ascen­sor, y un batiente abierto lo hiere en la cabeza. De ahí la fiebre y el delirio de una septicemia, en el hospital, donde llega al aborrecimiento de sí mismo y a desear la muerte.

El cuento, como bien lo ha señalado Emir Rodríguez Monegal 5, transforma un episodio real, sucedido en la No­chebuena de 1938, cuando Borges invitó a cenar a su casa a una muchacha chilena y padeció ese mismo percance.

4 MILTON FORNARO, "El otro, el mismo Borges", en Borges. El último laberinto, pág. 326.

5 JORGE LUIS BORGES, Ficcionario, Una antología de sus textos, edición, introducción, prólogo y notas por Emir Rodríguez Monegal, México, Fondo de Cultura Económica, 1981, pág. 465. Otras lecturas del mismo cuento pueden verse en ARIEL DORFMANN, "Borges y la

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Llegó a sentir que había perdido la razón y para probarse a sí mismo escribió el que considera el primero y quizás más complejo de sus relatos: "Pierre Ménard, autor del Qui­jote" (1939).

En esta ocasión el viaje de Dahlmann hacia una estancia suya, en el sur, para recuperarse, tiene también algo de in­mersión hacia un pasado ancestral. Por ello el viaje en tren de este convaleciente fatigado adquiere el ritmo de un ritual donde varios datos dispersos, sabiamente intercalados, nos sugieren que todo esto bien puede ser un sueño, o un anhelo, entre las alucinaciones, dolores y pesadillas del hospital. Pero en ese viaje, que es también un viaje hacia la salud y el reconocimiento de su paisaje ("cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir"), un compadrito de cara achinada lo pro­voca, injuria y desafía a duelo. Ya no podrá esconderse más detrás del libro, pues el patrón del destartalado almacén sabe su nombre y al hacerlo público su honor queda en entredicho.

Un viejo gaucho, "inmóvil como una cosa", "una cifra del Sur (del Sur que era suyo)", le tira una daga desnuda y sin saberla manejar sale a la llanura, sin esperanza pero también sin temor, "para justificar que lo mataran".

"Ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado". Casi una década después de haberlo publicado Borges,

entrevistado por James Irby, desmonta interioridades del mismo:

Todo lo que sucede después que sale Dahlmann del sanatorio puede interpretarse como una alucinación suya en el momento de mo­rir de la septicemia, como una visión fantástica de cómo él hubiera

violencia americana", en su libro Imaginación y violencia en Améri­ca, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1970, págs. 59-61, y en BEATRIZ SARLO, Borges, un escritor en las orillas, Buenos Aires, Ariel, 1995, págs. 100-108.

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querido morir. Por eso hay leves correspondencias entre las dos mitades del cuento: el tomo de las Mil y una noches que figura en ambas partes; el coche de plaza, que primero lo lleva al sanatorio y luego a la estación; el parecido entre el patrón del almacén y un empleado del sanatorio; el roce que siente Dahlmann al hacerse la herida en la frente y el roce de la bolita que le tira el com­padrito para provocarlo. Por lo demás, "El Sur" es un cuento bas­tante autobiográfico, al menos en sus primeras páginas. El abuelo de Dahlmann era alemán; mi abuela era inglesa. Los antepasados criollos de Dahlmann eran del sur; los míos, del norte. El abuelo materno de Dahlmann peleó contra los indios y murió en la fron­tera de Buenos Aires; el mío paterno hizo lo mismo, pero murió en la revolución del 746.

La engañosa transparencia del cuento se nos va volvien­do una caja china y cada línea se carga de espejeantes alu­siones. Cada nueva lectura lo ahonda y nos brinda una imagen más tan inaprensible como fascinante. Sin embargo, toda la violencia gratuita, petulante y bravucona, que se alberga en esas figuras de borrachos sobreactuados e inmó­viles esfinges, no hace más que coadyuvar para que el des­tino se cumpla. Para que el fatum ejerza su imperio: "Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptase el duelo". La necesaria muerte para que la indagación hallase su término — un término que finalmente se nos escapa —. Es la propia tierra la que ha ordenado este final donde también los hombres son "casuales, como sueños de la llanura". Ese vértigo horizontal donde Borges acostumbra a colocar los peones de su ficción, él mismo incluido. Al escribir su muer­te, al elegir la que preferiría, Borges se encuentra con su destino sudamericano y cierra el arduo laberinto recorrido por esa gota de sangre que es la suya, prefiriendo a la opción

6 JAMES E. IRBY, "Encuentro con Borges", en Encuentro con Borges, Buenos Aires, Galerna, 1968, pág. 34.

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intelectual la del hombre de acción. "Vida y muerte le han faltado a mi vida", dijo en alguna ocasión, pero sólo quien ha trajinado con letras y símbolos, toda la vida, será capaz de encarnar en forma tan persuasiva los dilemas de tantas muertes, en el mismo impulso reiterado con que

yo, Francisco Narciso de Laprida, cuya voz declaró la independencia de estas crueles provincias, derrotado, de sangre y de sudor manchado el rostro, sin esperanza ni temor, perdido, huyo hacia el Sur por arrabales últimos.

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BORGES, PLANETA INEXPLORADO *

I

No hace mucho tiempo, en la casa de Ed Shaw en Bue­nos Aires, almorzábamos con María Kodama. Ella acababa de pasar un mal fin de semana, dedicada a la lectura de ex­pedientes judiciales y enterándose de cómo abusivos turistas habían profanado la tumba de Borges, en Ginebra, al querer hurtar algún recuerdo. Le dije entonces que pensábamos rendirle un homenaje a Borges, en Bogotá, a un año de su muerte, y exponer libros, revistas, textos suyos. Un home­naje no demasiado académico. Un Aleph borgesiano en el centro de una hermosa biblioteca.

Con su gentileza de alma, su rostro cambió de inmediato. La sonrisa se hizo franca y entusiasta. Sí: libros y revistas: ésa era la mejor forma de homenajear a Borges. Leyéndolo, y en una biblioteca. Eso la reconciliaba un poco con el mun-

* Las anteriores páginas constituyen el texto del catálogo de la exposición "El Aleph borgiano" que se inauguró en la Biblioteca Luis Ángel Arango, de Bogotá, en julio de 1987. Dicho catálogo incluía los textos de Borges aparecidos en Síntesis y las reseñas bi­bliográficas correspondientes a autores latinoamericanos, aparecidas en Sur. Ahora, para este libro, incluyo sus "Palabras finales" a la Antología de la moderna poesía uruguaya, de Ildefonso Pereda Val-dés, 1927, y 15 reseñas de libros, aparecidas en Sur, entre 1938 y 1948.

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do. Después de tan generoso espaldarazo, proseguí en el empeño. He aquí los resultados.

I I

Durante muchos años, y sin ningún prurito bibliográfico, había intentado reunir todo cuanto Borges publicaba, o ha­bía publicado. No para coleccionarlo: para disfrutarlo. No para tener primeras ediciones: sí para descubrir un esotérico texto suyo que me hacía falta. Pero Borges, hay que decirlo, es un planeta todavía inexplorado. Este catálogo lo atestigua con creces. Veamos por qué.

Si bien allí se registra, en forma más o menos canónica la trayectoria de Borges, esta exposición, fiel al autor al cual rinde homenaje, también quisiera deparar algunas pequeñas sorpresas. El deslizarse en nuestra irrealidad, de algunos otros sorpresivos objetos borgesianos. Tlön fue obra de varios.

Aquí están y no, por supuesto, en primeras ediciones, aunque haya varias, casi todos los libros de Borges. Los mis­mos que Emir Rodríguez Monegal, por ejemplo, registra en su "Bibliografía" de Ficcionario (1985). Poesía, poesía y prosa, autoantologías, ficción, ensayo, obras en colaboración, antologías de otros autores efectuadas por Borges, otras pu­blicaciones, ese rótulo tan servicial, y obras sobre Borges. Pero, dentro de ese rigor tan apreciable ¿dónde podría tener cabida, para traer a cuento una sola referencia que Rodríguez Monegal no registra, un breve libro de arte sobre Figari que sólo acoge un texto de Borges y el resto lo constituyen re­producciones del pintor uruguayo? Podría incluirse bajo un nuevo rótulo: Borges, ¿crítico de arte? O quizá bajo el más coloquial de: Borges, ¿gustador de Figari? Los expertos

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dirán lo que corresponde. A mí, en cambio, me gusta citar a Borges:

De los diversos géneros literarios, el catálogo y la enciclopedia son los que más me placen. No adolecen, por cierto, de vanidad. Son anónimos como las catedrales de piedra y como los generosos jardines.

Esto lo escribía Borges en el prólogo a la exposición que la Biblioteca Nacional de Madrid realizó acerca de su obra, en 1986. Hay que seguirlas considerando válidas y dejar que el catálogo, arte impersonal, permita que sus lectores se in­ternen en su racional laberinto de fichas y entrecruzadas referencias para de allí devanar el hilo de su propia madeja. El laberinto es personal y no requiere de guías. Al final, el Minotauro, o el Unicornio, aguarda ansioso. Siempre nos deslumhrará, o nos hará reír, con un prólogo o un epílogo aún no registrado.

Acepté entonces la sugerencia de Alfonso Reyes, formu­lada hace tantos años: todo cuanto Borges ha escrito es digno de leerse y conservarse. Así me dediqué a fatigar li­brerías de viejo, en Buenos Aires, en busca de El Dorado. Como lo decía R. L. Stevenson, tan amado por Borges, en uno de los ensayos de su Virginibus puerisque, precisamen­te llamado "El Dorado": "Una aspiración es un goce perpe­tuo. Poseer muchas aspiraciones es ser espiritualmente rico. Viajar llenos de esperanza es mejor que llegar, y el verdade­ro éxito está en esforzarse por conseguirlo. Sólo hay un de­seo realizable sobre la tierra: sólo una cosa que se puede alcanzar a la perfección: la muerte. Y por una variedad de circunstancias no tenemos a nadie que nos diga si vale la pena alcanzarla". Las frases que había subrayado el 6 de marzo de 1982, cuando leí por primera vez el libro de Ste­venson, volvían ahora, cerrando este primer tramo de mi

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periplo borgesiano. Allí mismo, aguardando cinco años, o aún más, desde 1881, cuando Stevenson fechó el prólogo, estaba la anécdota, el necesario epígrafe para explorar aunque fuera una mínima parte del inexplorado planeta borgesiano. Con­taba Stevenson:

Un joven amigo terminó recientemente las obras de Thomas Carlyle, concluyendo, si no recuerdo mal, con los diez libros de notas sobre Federico el Grande. "Cómo —gritaba consternado — ¿no tiene ya más obras Carlyle? ¿Sólo me quedan los periódicos?".

Afortunadamente no nos quedan tan sólo los periódicos. Nos queda también Borges, reseñista secreto.

I I I

Borges, reseñista secreto

Lo bueno con Borges es que nunca termina. Había reu­nido ya unos 300 libros de y sobre su obra para esta exposi­ción y cuando intentaba -descansar de la pesquisa yéndome un domingo por la mañana a la plaza Dorrego, de turista, allí estaban, al bajar de la plaza a la calle, en el piso, los cuatro grandes tomos empastados que por vieja deformación profesional no tuve más remedio que revisar, en cuclillas.

Se trataba de una vieja revista, aparecida en Buenos Aires y llamada Síntesis, cuyo primer número data de junio de 1927. Desde allí, como el proverbial tigre, Borges saltó de nuevo camuflado bajo el disfraz, en apariencia inocente, de comentarista de libros. Sonreí ante mi destino, cargué con estos primeros doce números y me dije: Como Dios, Borges también está en todas partes. No es posible eludirlo. Un

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BORGES, PLANETA INEXPLORADO 83

Dios que exhalaba buen humor, perspicacia e ironía, en cada una de sus notas.

Notas dedicadas a escritores como Alfonso Reyes, Ricar­do Molinari, Eduardo González Lanuza, Norah Lange, Raúl González Tuñón, el uruguayo Francisco Espíndola o la anto­logía de poesía argentina de Juan Vignale y César Tiempo. Y a otros, al menos para mí, ignorados del todo, que adqui­rían la súbita inmortalidad de haber suscitado la atención del juvenil crítico: Osvaldo Horacio Dondo, Ricardo Sáenz Hayes, Domingo Sasso, Alfredo Mario Ferreiro, Francisco Soto y Calvo o Juan Carlos Welker.

Sus transparentes iniciales, J. L. B., y su estilo, que por entonces pagaba un alto peaje al criollismo, resultaban in­confundibles. Como él mismo lo diría, hablando de González Tuñón, no se trataba del "suburbio sentimentalón y forajido de los saínetes, sino el discutidor y medio letrado que se sur­te de insatisfacciones en los quioscos de la avenida Caseros o de Gaona" (núm. 7, pág. 116). En definitiva "la tertulia de la gran muchachada de Buenos Aires (que) está en el crucé de Caseros y Santa Fe. Nadie o casi nadie ha faltado y Macedo-nio Fernández es el más frecuente autobiógrafo de los reuni­dos", como escribía hablando de la "Exposición de la actual poesía argentina" (núm. 4, set. de 1927, pág. 146).

Lo más humano es la gramática

El único ensayo suyo, en estos primeros doce números de Síntesis (junio de 1927, mayo de 1928) se titulaba "Inda­gación de la palabra" (núms. 1 y 3) incluido luego en El idioma de los argentinos, un libro de 1928 que Borges nunca permitió reeditar y comenzaba así: "Quiero repartir una de mis ignorancias a los demás: quiero publicar una muy Vol­vedora indecisión de mi pensamiento a ver si algún otro

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dubitador me ayuda a dudarla y si su media luz compartida se vuelve luz. El sujeto es casi gramatical y así lo anuncio para aviso de aquellos lectores que han censurado (con in­tención de amistad), mis gramatiquerías y que solicitan de mí una obra humana". Ya desde entonces, la trivial crítica.

Añade luego Borges: "Yo podría contestar que lo más humano (esto es, lo menos mineral, vegetal, animal y aun angelical) es precisamente la gramática, pero lo entiendo y así les pido su venia para esta vez. Queden para otras pági­nas mi padecimiento y mi regocijo, si alguien quiere leerlos" (núm. 1, pág. 69).

Analizando la primera frase del Quijote, y citando a Cro-ce, Montoliu y Spiller, su Indagación concluía de este modo: "No de intuiciones originales —hay pocas— sino de varia­ciones, casualidades y travesuras, suele alimentarse la len­gua". Resignarse a la resignación, "confesar (no sin algún irónico desengaño) que la menos imposible clasificación de nuestro lenguaje es la mecánica de oraciones de activa, de pa­siva, de gerundio, impersonales y las que restan". Tal lo que pensaba aquel Borges; el mismo que creía que "ascender a letras de molde es la máxima realidad de las experiencias".

Pero su verdadero talante (y talento) no estaba tanto allí, en las grandes letras de molde de los artículos, sino en el tipo más pequeño, correspondiente a las reseñas bibliográ­ficas. Hablando, por ejemplo, de Alfonso Reyes y su Reloj de sol, Borges reivindicaba la anécdota: "Hay que interesarse por las anécdotas. Lo menos que hacen es divertirnos. Nos ayudan a vivir, a olvidar por unos instantes: ¿hay mayor pie­dad?", para reconocer luego cómo "lo abstraído, lo general es cosa impoética". Se condolía luego de las palabras veni­das a menos o aplebeyadas y, más grave aún, del "abarata­miento de los elogios". El párrafo tiene vigencia aún: "¿Qué decir de la inmortalidad terrible de Dios, si la piedra que

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perdura muchos años ya es cosa eterna? ¿Qué adjetivación será propia de la divinidad si un jarrón de barro es divino? Para el gacetillero español no hay sacerdote sin su virtuoso, no hay comerciante sin su probo, no hay señorita sin su be­llísima, no hay auditorio sin su numeroso y selecto. Esta constancia casi homérica de los epítetos no es tampoco una seña de exaltación: es alargamiento inútil de las palabras" (núm. 1, pág. 113).

A la simulación de las alabanzas corresponde, simétrica, la mezquindad de las injurias. Realiza entonces un modesto borrador de su Arte de injuriar, reconociendo de antemano lo convencional de tales escaramuzas: "Hay literato en Groen­landia que, cuando dice Fulano de tal es un degenerado y plagiario, lo que quiere decir es: Fulano de tal no frecuenta la misma confitería que yo, y así se lo entienden". Ya Bor-ges sabía que hablar de Groenlandia era hablar de . . . Amé­rica Latina.

La pregunta con que terminaba su reseña de Reyes resul­taba definitoria: se la formulaba tanto a sí mismo como al propio autor: ¿Creerá de veras en la venerabilidad de las le­tras, en la perfección durante dos horas? La respuesta muy borgesiana, traicionaba su convicción: "Hay quien descree del arte —Quevedo, barrunto, fue uno de sus mayores incré­dulos— y quien aparenta negarlo y sin embargo firma libros y corrige pruebas y reivindica para sí una prioridad, como los dadaístas. Reyes bien puede asemejarse a Quevedo. Esos miramientos con Góngora, esa su piadosa tertulia de 'Los amigos de Lope', ¿no están insinuándonos que le interesa más la pregustada [posgustada] realidad de esos escritores que la de su' tan laureada escritura?" (núm. 1, pág. 114).

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La exigente dialéctica: Libros y amigos

Borges repitió, varias veces, que la gran pasión argentina era la amistad. La amistad incluso en las letras. Hablando del libro de Sáenz Hayes, Los amigos dilectos, dirá: su tema es "la amistad entre literatos, vale decir, entre gente que se preconoce espectáculo de la posteridad y cuyos días y horas y minutos saben están en trance de gloria. Vale decir, entre los esforzados por una absoluta codicia —por la de ser los únicos de algo— y para quienes los demás son etcéteras". (núm. 2, pág. 122).

¿Quiénes eran ellos? Hablando de González Tuñón, dirá Borges: "Nadie fue mejor alacrán que yo de la serie 'Tangos', libro primigenio de Enrique. Esa rapsodia —lo diré para mi justificación y para mi defensa— sólo fue pen­sada a medias por él y tal vez a tercias o a cuartas: se trataba de una llorosa prosificación de lloronas letras de tango, em­presa comercial o diariera que disfrazó de libro y que atolon­dradamente firmó" (núm. 7, pág. 116).

Así, criticando a los amigos, o elogiando, con toda razón y recto criterio, los primeros trabajos de Ricardo Molinari o Norah Lange, el buen lector que era Borges se forjaba, en estas notas, no condescendiendo nunca con lo que consideraba erró­neo. Escribía, por ejemplo: "Francisco Soto y Calvo —que no alcanzan entre los tres a uno solo— acaba de simular otro libro, no menos que los treinta ya seudopublicados por él y que los cincuenta y siete que anuncia. No exageró: el nunca usado Soto es peligroso detentador de un cajón vacío, en el que cincuenta y siete libros nos amagan. Todos los géneros literarios, desde el ripio servicial hasta el plagio fiel y erudito, han sido cometidos por este reincidente sin fin" (núm. 4, págs. 143-144).

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El tono presagiaba a Bustos Domecq, y nos hacía año­rar un ademán semejante en medio de la insipidez genera­lizada que aqueja hoy en día a la crítica latinoamericana. Así que continué luego en la pesquisa de los otros números de Síntesis, dirigida primero por Xavier Bóveda y luego por Martín Noel, y que había durado del 27 al 30, al alcanzar los 41 números, y concluir en octubre de 1930*. Pero esa es otra historia. Lo importante fueron los primeros doce, deparados por el azar. La magia, o el propio Borges, al bajar tres o cuatro escalones de la plaza Dorrego.

Otros dos artículos suyos —"La penúltima versión de la realidad", y uno sobre "El lado de la muerte" en Güiral-des—, y varias notas, como la dedicada a Alberto Hidalgo, con quien había participado en el Índice de la nueva poesía americana (1926), que llevaba prólogos de Huidobro, Hidal­go y el propio Borges, muestran la estrecha vinculación de Borges con la revista. Su activa participación en ella. Allí también, en Síntesis, apareció el célebre trabajo de Néstor Ibarra sobre sus tres primeros libros de poemas: uno de los textos pioneros dentro del corpus crítico sobre Borges.

Como los lectores de Sherlock Holmes que pidieron y obtuvieron su resurrección, así fue el inicio de mi cruzada, dedicada al detectivesco rescate de sus textos dispersos en Síntesis, y en tantas otras partes. He aquí esta primera pie­dra. Borges nunca acaba.

I V

Si las reseñas y artículos de Síntesis nos dan una imagen muy cabal y hasta ahora secreta de cómo era el Borges de

• El consejo directivo lo integraban: Coloriano Iberini, J. Rey Pastor, Emilio Avignani, Carlos Ibarguren, Martín S. Noel, Arturo Capdevilla y Jorge Luis Borges.

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1927-1930, el mismo que ya circulaba a través de libros como los comentados por Ibarra, o como El idioma de los argenti­nos (1928) o Evaristo Carriego (1930), había también, y cu­riosamente a partir de los años treinta, otro rostro de Borges que se había perdido. O, por lo menos, traspapelado entre las páginas, también en letra menuda, de las reseñas biblio­gráficas del Sur, la mítica revista fundada por Victoria Ocam-po en el verano austral de 1930-1931.

Buena parte de la obra mayor de Borges, desde "Pierre Ménard, autor del Quijote" hasta "El Aleph", desde "Las ruinas circulares" hasta "La lotería de Babilonia", vieron la luz en Sur. Pero sin pretender, ni mucho menos, ser exhaus­tivo, la elaboración de una mínima lista de sus reseñas bibliográficas aparecidas en Sur resultaba apabullante. Se convertía en una incitante tentación para futuros lectores, e inevitables editores.

Allí convivían las novelas policíacas y John Donne, la historia de la literatura alemana, Pascal y el libro de George S. Terry sobre el sistema duodecimal de numeración, cuya reseña concluía así:

Hace más de doce años que Xul Solar predica (vanamente) el sistema duodecimal de numeración; más de doce años que todos los matemáticos de Buenos Aires le repiten que ya lo conocen, que jamás han oído un dislate igual, que es una utopía, que es una mera practicidad, que es impracticable, que nadie escribe así, etc. Quizá este libro (que no es obra de un mero argentino) anule o atem-pere su negación.

Siempre Borges, feliz y alerta, sumergiéndonos en Sha­kespeare, Kipling y Wells, o en un místico persa llamado Attar. En tales reseñas se encuentra el taller en el cual fraguaba sus armas. Sus futuros asaltos a la razón con­vencional. En los libros que puntual y jocosamente rese-

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ñaba se encuentra también la delicia de su prosa y el entu­siasta fervor de su mirada irónica. Hay que agruparlas, todas, y además sus opiniones, como las aquí reproducidas sobre "Lolita" o al polemizar en torno al peronismo con Ezequiel Martínez Estrada. En todas ellas está Borges de cuerpo entero.

Aún más: recuerdo todavía el alegre goce con que José Bianco me mostraba una broma que él y Borges habían per­petrado, en el "Calendario" de Sur, sin firma, contra ciertos estentóreos católico-franquistas-argentinos. Toda revista es vida, polémica y travesura. Hoy, cuando Sur ya se halla ca­nonizada y es pasto de investigadores, de todas partes, bien vale la pena releerla con ojos frescos y risueños. Con ojos de Borges.

Para comenzar, y como botón de muestra de lo que nos aguarda, hemos reproducido aquí un buen puñado de rese­ñas sólo sobre autores latinoamericanos: el siempre entraña­ble Bioy Casares y su mujer Silvina Ocampo, María Luisa Bombal, Bianco, Silvina Bullrich, Manuel Peyrou y otro tex­to sobre "Don Segundo Sombra", que prosigue, altera, mo­difica y enriquece las primeras observaciones suyas aparecidas en Síntesis. Eco de espejos: diálogo de textos.

Los tontos que acusaban a Borges de anglicista mental y de babélico bibliotecario bizantino extraviado en Buenos Aires se sorprenderán, si es que pueden hacerlo, de la aten­ción que Borges le prestaba a las primeras novelas de . . . Silvina Bullrich; y a tantos otros temas y autores, de aquí, y de todas partes.

V

Pero no nos olvidemos de que Borges era Borges: su dis­curso de ingreso a la Academia Argentina de Letras versó sobre... los celtas. Ahora, cuando los talleres de escritores

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proliferan como la peste, bien vale la pena repasar las exi­gencias a que eran sometidos aquellos aprendices de vate para alcanzar la profesional condición de poetas. Es ésta la mejor, y más personal, de las academias. O escuchar sus pa­labras ante la tumba de Macedonio Fernández o sus últimas y vigorosas opiniones sobre la carrera de filosofía y letras, folklore, sociolingüística, y temas conexos. Todo cuanto Bor-ges dijo, escribió, o pensó, valía la pena. Sus exabruptos re­sultan tan sanos y estimulantes como sus aparentemente sosegadas opiniones. Que, en consecuencia, este Aleph de textos borgesianos, armado para acompañar una muestra de sus libros, a 2.600 metros sobre el nivel del mar, conserve en algo el eco de sus emocionantes carcajadas cuando cenamos jun­tos en el Hotel Dorá, con María Kodama y José Bianco. Ella estará de acuerdo conmigo: su risa, su alegría, eran par­te esencial de aquello que lo hacía inolvidable.

Al suspender por un momento, este diálogo con Borges, sólo me resta repetir sus palabras: "Pese a mis reiterados viajes, soy un modesto Alonso Quijano que no se ha atre­vido a ser Don Quijote y que sigue tejiendo y destejiendo las mismas fábulas antiguas. No sé si hay otra vida; si hay otra deseo que me esperen en su recinto los libros que he leído bajo la luna con las mismas cubiertas y las mismas ilustraciones, quizá con las mismas erratas, y los que me depara aún el futuro".

Hay que agacharse, entonces, para contemplar mucho más de cerca este Aleph borgesiano. No sabemos qué puede pasar, pero el riesgo bien vale la pena. Aquí nos aguarda el incesante universo, en forma de reseña bibliográfica.

Incluido en J. G. COBO BORDA, Visiones de América La­tina, Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1987, págs. 99-109.

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Borges era generoso: entregaba su sabiduría a manos llenas. Lo atestiguan miles de entrevistas, dispersas por el mundo. Lo confirman, también, los innumerables pró­logos que redactó. Un volumen, Prólogo con un prólogo de prólogos (Buenos Aires, Torres Agüero Editor, 1975, 174 págs.) reúne 38 de ellos, que en realidad serían 40, pues prologó tres veces el Martín Fierro.

Pero ésta es sólo una parte de su trabajo como prolo­guista. El cual, por cierto, no se reduce tampoco a los 66 prólogos que acompañaron su Biblioteca Personal y que hoy se hallan reunidos en el volumen J. L. Borges: Biblioteca Personal (Prólogos) (Buenos Aires, Alianza Editorial, 1988, 132 págs.). Hay más.

Las bibliografías canónicas sobre Borges (Barrenechea, 1957, Nodier Lucio y Lydia Revello, 1961; Becco, 1973) y los catálogos (Gilardoni, Borgesiana, 1923-1989) registran la mayor parte de ellos, pero siempre hay sorpresas. Añadiría­mos ahora el exhaustivo volumen de Nicolás Helft: Jorge Luis Borges, bibliografía completa, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1997, con más de 2.700 entradas.

En esta ocasión, al ordenar mi Aleph borgiano (o bor-gesiano), he vuelto a comprobar lo vasto de su producción dispersa y lo estimulante de muchas de esas páginas, hoy un tanto perdidas o imprecisas. Resulta fascinante contribuir al rescate dé un Borges que va de las Señoras de Buenos Aires (té, literatura inglesa) a las agudas reflexiones filosó-

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ficas sobre William James y el pragmatismo, todo ello sin olvidar los libros de cuentos para niños, vía Óscar Wilde, o sus siempre enérgicas y heterodoxas opiniones sobre Enri­que Heine o Carlos Gardel. Increíble Borges aún brindando lucidez y entusiasmo. Incluso la más convencional de estas páginas ofrece un rasgo propio.

He releído, en consecuencia, algunos de ellos, que van desde los años 30 y que muestran los vaivenes de su trayec­toria: modos de pensar y estrategias literarias.

En el primero de ellos, Zenner, 1931, temas caros a Borges hacen ya su aparición: el pudor en lo biográfico, la vasta presencia de la muerte, la función de la elegía, el olvido benévolo que suaviza "una memoria infinitesimal, incesante": la misma, quizás, de Funes, el memorioso. Y el flagrante afecto del Borges enamoradizo por la "niña de intensidad y pasión" que redactó tales versos: Wally Zenner. La misma mujer a quien le prologara otro libro de poemas: Antigua lumbre, 1949, y a quien estará dedicado su cuento "El zahir" incluido en El Aleph (1949).

Pero si estos dos prefacios integran una luminosa poética, el dedicado a Jauretche, 1934, abre otra perspectiva: no la muerte individual de un ser querido sino la muerte colec­tiva, de muchos hombres anónimos, en una batalla política. "Relato gaucho de la última rebelión radical" es el subtítulo y esa patriada se convierte, según Borges, en "uno de los pocos rasgos decentes de la odiosa historia de América". Los bobalicones que siempre le reprocharon su intelectualis-mo comprobarán de nuevo, en su precisa firmeza, lo atento que estuvo Borges al mundo y a la historia, esa otra forma de la ficción.

Pero si las señoras fueron su drama, no todas, por cierto, escribían versos: algunas llegaron hasta la novela. Del pró-

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logo a Elvira de Alvear, 1934, a la introducción a la nou-velle de Susana Bombal, 1957, es factible recorrer tal camino. Más apasionadamente aún si advertimos cómo a ellas dedica dos de sus más hermosos poemas. El de Elvira de Alvear incluido en El Hacedor (1960) y el de Susana Bombal re­cogido en El oro de los tigres (1972). Doble lectura, entonces. Doble afecto. Recordemos los versos iniciales del primero:

"Todas las cosas tuvo y lentamente/Todas la abandona­ron". Todas, claro está, salvo una: "La generosa cortesía/la acompañó hasta el fin de su jornada". Igual podría decirse del propio Borges. Del prólogo al poema, de la sociedad a la amistad: la vida de Borges se fue haciendo, también, en esos salones donde una charla inteligente hace olvidar la llegada del crepúsculo y las finas maneras no obstruyen sino acrecientan, por el contrario, la intensidad de la pasión. Pero el Borges que los frecuentaba y que fue siempre fiel a hermosas amistades como la de las hermanas Mariana y Adela Grondona era el mismo que embellecía su rutina diaria y su modus vivendi de bibliotecario con numerosos trabajos editoriales.

También ellos eran trabajos de amor y de reflexión: sobre Argentina o sobre el cine, a libros de viajes o a traduc­ciones, teatro o exposiciones de libros. Es pretencioso glo­sarlos: hablan por sí solos. Reunidos en la mente, nos traen de nuevo su mente hospitalaria. El encanto, nunca lán­guido, de sus palabras. Borges no ha muerto: continúa intacto en cada una de sus páginas. En cada uno de sus otros prólogos no agrupados hasta hoy en libro, pero todos ellos dicientes y reveladores. Ni la negligencia ni la rutina mancharon jamás sus párrafos. Por ello he querido hablar hoy de Borges Enamorado.

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En 1945 la Editorial Interamericana de Buenos Aires publicó las Cartas de Musset y George Sand. Es un pequeño volumen de 216 páginas que formaba parte de la colección "Cartas", dirigida por la novelista argentina Sylvina Bullrich Palenque, otra de las musas de Borges a quien dedicó su poema "La noche cíclica" y quien muchos años después haría destempladas y agresivas declaraciones sobre su rela­ción con Borges. En aquel 1945 este libro, prologado por Borges, parece una obra de amor. Las cartas de Musset a George Sand fueron traducidas también por Borges y las de George Sand a Musset por José Bianco. Los buenos amigos se unían en una tarea común. Con un informativo prólogo de S. Rocheblave el libro resulta un Arte de amar, un deli­cioso breviario de iniciación pasional. Pero es también un libro borgesianamente saturado de literatura, hasta el fin. Son figuras públicas que se ofrecen a través de sus cartas, cons­cientes del escándalo que todo ello acarrea y que resumió muy bien Saint Beuve en el primer artículo que escribió sobre Musset, en 1850:

Llegó, pues, un día en que Alfredo de Musset amó. Demasiado lo ha dicho y repetido en sus versos, tuvo su pasión sobrada publi­cidad, lo han. proclamado ambas partes con bastante exceso y en todos los tonos, para que yo no tenga el derecho de consignarlo aquí en sencilla prosa. Por otra parte, no fue deshonor jamás para ninguna mujer el haber sido amada y cantada por un gran poeta, aunque éste al cabo parezca maldecirla. Esta misma maldición es un postrer homenaje. Un confidente avisado pudiera muy bien decirle: "¡Todavía la amas! (SAINT BEUVE, Grandes Escritores, Buenos Aires, E. M. C. A. 1944, pág. 520).

Tímido, discreto, pudoroso, Borges bien pudo vivir vica­riamente los trémolos arrebatados e imprecisos de Musset,

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y las puntualizaciones amorosas, mucho más concretas, de una escritora que bien se podía entregar, unos años mayor, al éxtasis, pero que no por ello dejaba de redactar sus novelas, horas y horas. Al fin y al cabo, debían pagar el dinero prestado por el editor para emprender ese viaje a Venecia, realizado con el permiso explícito de la madre de Musset, obtenido por la misma George Sand, convencida y convincente.

Qué suntuoso melodrama el que se desplegaba delante de este prologuista y traductor, que podía dejar atrás la flema anglosajona para entregarse a esos desafueros me­diterráneos.

Musset redacta, conmovido, y Borges lo traduce, también afiebrado: " H a habido un momento en tus brazos cuyo recuerdo me ha impedido hasta hoy y me impedirá por largo tiempo aún, acercarme a otra mujer".

Tendré, sin embargo, otras amantes: los árboles, ahora se cubren de verdor y llega en ráfagas hasta mí el perfume de las lilas; todo renace y el corazón se estremece a pesar de tí. Soy joven aún, la primera mujer que posea será joven también, no podría tener con­fianza alguna en una mujer hecha. El que te haya encontrado, es una razón para no querer buscar (págs. 68-69).

Y luego recaía, en las caprichosas ondas del rechazo que se tornaba petición:

Sí, tengo 23 años, y ¿para qué los tengo, para qué estoy en el apogeo de la juventud, si no para volcar mi vida y que la bebas tú en mis labios? Esta noche, a las diez, y ten por seguro que estaré antes.

Ven cuando puedas: |ven para que me arrodille, para que te pida vivir, amar, perdonar! Esta noche, esta noche, (págs. 123).

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Musset, que llegaría a llamarla luego soñadora, tonta y religiosa, hasta calificarla como "el hastío personificado", se entregará, como lo ha contado John Charpetier en La vida atormentada de Alfredo de Musset (Buenos Aires, Ediciones del Tridente, 1944) a los placeres malsanos de una Venecia incitante y caerá en una suerte de delirium tremens, por casi dos semanas, durante las cuales George Sand lo cuida como la madre que siempre fue para ese niño-poeta. Sólo que esa madre se enamorará, al lado del lecho del enfermo, del médico italiano que le ayuda en tal trance: Pietro Pagello. Qué trío locuaz. Qué opereta desatada y todo el tiempo pensando en la escritura. Cartas, poemas, billetes, novelas, crónicas de viaje. Musset, aún enfermo, une las manos de los dos nuevos amantes y les pide que se quieran y que tam­bién lo amen. Pero tan sublimes actitudes no se man­tienen y todo termina, como debe ser, entre lágrimas y amenazas de suicidio, para luego pedirse las cartas y tomar precisas disposiciones para su ulterior publicación.

Por ello George Sand le escribirá, el retorno de esa caliginosa temporada veraniega:

¡Dios mío, a qué vida te entrego! ¡La embriaguez, el vino, las prostitutas, todavía y siempre! Mas si nada puedo para preservarte de ella, ¿es necesario prolongar esa vergüenza para mí y ese supli­cio para ti mismo? Mis lágrimas te irritan. ¡Tus locos celos a propósito de todo, en medio de todo! Más celoso te vuelves mientras más pierdes el derecho a serlo! Es como el castigo de Dios sobre tu pobre cabeza. Pero mis propios hijos... ¡Oh! ¡Mis hijos, mis hijos! ¡Adiós, adiós, desgraciado, mis hijos, mis hijos!... (pág. 213).

El telón ha caído. El curioso incesto, tal como los mis­mos protagonistas lo definen, ha dejado abundantes pruebas escritas y es hora de sacar conclusiones. De modo magistral Borges lo hace en su prólogo.

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Lleva toda esa confusión de sentimientos a una depurada síntesis, en la que dice:

El amor suele ser un convenio tácito cuyas partes se comprometen a hallarse indispensables y milagrosas. Juzgar que otra persona es milagrosa es una operación harto fácil ya que todos vivimos en el anhelo de hallar personas milagrosas: avenirnos a que nos juzguen milagrosos no es mucho más difícil, ya que nadie se juzga por su conducta ni aún por sus palabras y pensamientos, sino por la partícula de inmediata divinidad que lo impulsa a vivir, lo que se denomina voluntad en el lenguaje de Schopenhauer.

También el prólogo, como era de prever, desmonta tantos signos de admiración con las afiladas tijeras de su humor :

Los amores de George Sand fueron numerosos, pero sucesiva­mente "únicos" e indiscutiblemente sinceros. ¡Mi corazón es una tumbal le escribía a Saint-Beuve. Más bien una necrópolis, corrigió después Jules Sandeau.

Y como era natural, la cita perfecta de Swinburne sin­tetiza con exactitud todo el asunto:

Alfred era voluble y George no se condujo como un perfecto caballero.

Borges, sin embargo, y en las cuatro breves páginas en que resume el asunto, logra, como siempre, ir más allá de las superficiales apariencias, y acceder a su preocupación cen­tral. A ese núcleo secreto que determina su tarea: la literatura, como el más personal y específico de los universales. Como el diálogo entre papel, corazón y mente. Concluye, enton­ces, así:

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Tales fueron las circunstancias de la aventura. Pero lo verdadero en toda aventura no son las circunstancias concretas, es la general y abstracta pasión. Esa pasión que quiere comprender y abrazar todas las relaciones humanas y hace que en el "Cantar de los Can-tares", el rey le diga a la sulamita hermana mía, esposa mía y que en estas cartas enamoradas, Alfred de Musset acaricie, a George Sand con los nombres de la hermana, de hija y de madre. Esa pasión impersonal que hace que toda carta de amor parezca redactada por nosotros, dirigida a nosotros.

Octubre, 1995.

Biblioteca de México, núm. 31, enero-febrero 1996, págs. 22-28. Director: Jaime García Terrés.

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UN BURGUÉS LLAMADO BORGES

"Le agradaba pertenecer a la burguesía, atestiguada por su nombre. La plebe y la aristocracia, devotas del dinero, del juego, de los deportes, del nacionalismo, del éxito y de la publicidad, le parecían casi idénticas": en el epílogo a sus Obras completas Borges se caracteriza a sí mismo, con el refrescante humor de quien suavizaba su feroz inteligencia aplicándola a ese personaje un tanto ajeno y conocido popularmente co­mo "Jorge Luis Borges, escritor argentino autodidacta, 1899-1986".

En este juego era fundamentalmente sincero. Conside­raba que su fama, ese equívoco, era otra prueba más de la decadencia de la época y sentía la íntima discordia entre su profundo conocimiento de las grandes obras literarias y la intrínseca modestia de sus contribuciones. Esos borradores. Esas notas a pie de página. Esos resignados escolios. Esas parodias envenenadas.

Por ello no dudaba, con infinita coquetería, en conside­rarse como un impostor. Alguien que algún día sería des­cubierto y cuyos trucos resultarían expuestos, sin misericordia, a la dura luz pública. Más de doscientos libros de crítica sobre sus libros y una docena de biografías no han hecho más que acentuar los equívocos.

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Borges y las mujeres

Su figura tenía la elegante altivez de los poseídos por una verdad más fuerte y avasalladora que la de la rutinaria vida diaria. Esa verdad, infierno y cielo, era literaria. Por ello llegaba a considerar su vida como una larga cadena de fra­casos, torpezas y humillaciones, como lo reconoció en forma tajante al recibir en 1945 el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores: "Mi vida de hombre es una imperdonable serie de mezquindades; yo quiero que mi vida de escritor sea un poco más digna".

Curiosamente hoy la escisión entre el hombre y la obra se atempera en la sabia luminosidad cálida de ese conjunto único donde la obra de Borges termina por dar sentido a la vida que sirvió para crearla, con todas sus limitaciones incluidas.

Si repasamos los testimonios de tres mujeres que estu­vieron cerca suyo, María Esther Vázquez, Estela Canto y Alicia Jurado, vemos cómo el impaciente, devoto y posesivo Borges, traspasado por la fiebre inclemente de su búsqueda perpetua, padecía de una quemante avidez por lo que con­sideraba su felicidad, en ese momento.

Podía tratarse de la egiptología, la antigua China, una mujer, la filosofía de Baruch Spinoza o el danés antiguo. Todo lo emprendía con fervor. Incluso, como cuenta Bioy Casares, los personajes imaginarios que fabricaba llegaban a tener más espesor que los seres que lo rodeaban. Traía noticias frescas de ellos cada día.

"Parecía y era tan vulnerable, tan desarmado y al mismo tiempo tan inteligente y tan admirable", dice María Esther Vázquez. Por su parte Estela Canto asegura: "La actitud de Borges hacia el sexo era de terror pánico, como si temiera

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la revelación que en él podía hallar. Sin embargo toda su vida fue una lucha por hallar esa revelación".

Por su parte Alicia Jurado dirá: "Jamás hablará de sí mismo, ni siquiera de su trabajo como escritor; tampoco del trabajo literario de sus amigos, cuyos libros no lee para evitar la obligación de opinar sobre ellos. Jamás insinuará una confidencia y se defenderá con un pánico casi infantil de recibir alguna: jamás confesará un sufrimiento suyo y también se negará a admitir la realidad del sufrimiento ajeno. No la insensibilidad, sino un pudor casi inconcebible lo cerca y lo separa del mundo", para concluir en estos tér­minos: "este ser extrañísimo, terriblemente introvertido, bas­tante maniático, en muchos aspectos contradictorio y no pocas veces desconcertante, despierta también un gran afecto".

Pero quien tenía en realidad poderes visionarios, Silvina Ocampo, lo caló a fondo: "Borges tiene corazón de alcachofa. Il aime les jolies femmes. Especialmente si son feas porque así puede inventar más libremente sus rostros". El ciego di­bujaba su paraíso imaginario pero como sucedió cuando a los 67 años se casó por primera vez con Elsa Astete Millán éste se degradaba muy pronto. El hecho de que ella no soñara contribuyó a apresurar el divorcio.

Pero unas palabras de Borges, en una entrevista, redon­dean mejor el tema: "Las mujeres fueron las únicas que me hicieron pensar en el suicidio; cuando una no me quería ya estaba dispuesto a matarme". Pero, evidentemente, no lo hizo nunca, observa el reportero. "Es que siempre tenía que ter­minar algún cuento o algún poema, y mientras tanto llegaba otra mujer".

Cuando una distinguida cuentista "oriental", Carmen Posadas, fue informada del título del libro que escribía sobre Borges y que publicaría el Instituto Caro y Cuervo: Borges

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enamorado, se sorprendió: "¿Enamorado de quién?". "De todas", respondí. "Ahhh, de ninguna", fue la certera respuesta.

Pero esa cadena de mujeres irremplazables y únicas pa­rece congelada en una imagen absorbente: la de la madre, rectora de su destino. Cuando Borges, ya mayor, asumió la responsabilidad de sus Obras completas y estampó su firma en la dedicatoria sólo pensó en su madre y en esta límpida y estremecida declaración de amor:

A Leonor Acevedo de Borges. Quiero dejar escrita una confesión, que a un tiempo sea íntima y general, ya que las cosas que le ocu­rren a un hombre le ocurren a todos. Estoy hablando de algo ya remoto y perdido, los días de mi santo, los más antiguos. Yo recibía los regalos y yo pensaba que no era más que un chico y que no había hecho nada, absolutamente nada, para merecerlos. Por supuesto, nunca lo dije: la niñez es tímida. Desde entonces me has dado tan­tas cosas y son tantos los años y los recuerdos. Padre, Norah, los abuelos, tu memoria y en ella la memoria de los mayores ( . . . ) tu prisión valerosa, cuando tantos hombres callábamos ( . . . ) las com­partidas claridades y sombras, tu fresca ancianidad, tu amor a Dickens y a Eça de Queiroz, Madre, vos misma. Aquí estamos hablando los dos, et tout le reste est littérature, como escribió, con excelente li­teratura, Verlaine.

La literatura había triunfado en toda la línea. El hombre al cual la revista Time ya en 1962 declaró "el mayor escritor vivo de la lengua española" había convertido todo, lo que lo hería y lo que amaba, en perdurable literatura.

Un detonante polemista

Pero este hombre austero y sencillo, de carcajadas ho­méricas, que almorzaba casi siempre sopa de arroz, un bife muy hecho, dulce de membrillo y queso, y grandes cantidades de agua, y que en el tranvía 76, que lo llevaba a la Biblioteca

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Municipal Miguel Cané en el barrio Almagro durante nueve años, tuvo la revelación de la Divina comedia y el Orlando furioso, logró convertir esa existencia anodina en una fulgu­rante obra de arte.

Dubitativo e hipersensible, la cautelosa muralla de aisla­miento que pareció edificar en torno suyo —una literatura erudita, una ceguera progresiva—, terminaría por conquistar un vasto reino de libertad íntima. Un sólido fuero imaginativo.

Llegó a ser dulce y arbitrario, a mecerse feliz en las caprichosas olas de una opinión voluble, a detonar las más sorpresivas cargas de dinamita bajo los pies de lo establecido: "Creo que con el tiempo mereceremos que no haya gobier­no". "Hablar de arte social es como hablar de geometría vegetariana o de repostería endecasílaba".

En una Argentina obsesionada por sus orígenes, los mi­litares y el fútbol, se burló de los tres, sin temor a ser incomprendido. Se opuso al nacionalismo, al nazismo, al comunismo, a Fidel Castro, a los antisemitas y al peronismo. Y padeció durante muchos años, incluso hasta el fin de sus días, el terco rechazo de quienes lo consideraban un ser ex­travagante y absurdo, desligado de la realidad. Sólo que su realidad era mucho más profunda.

El poeta Ignacio Anzoátegui, en 1933, no vacilaba en escribir: "Un día Borges publicó un artículo sobre el Infierno, que era indigno del cerebro de un pollo. Estoy hablando como católico, es decir, como gente". También sufrió la habitual acrimonia española ejemplarizada en Amado Alonso quien le negó una cátedra en Estados Unidos considerándolo "un enemigo profesional de la literatura española". A él, quien mejor había penetrado en el enigma de Cervantes y en las tortuosas complejidades de Quevedo. Pero la intoleran­cia de sus detractores terminó por encontrar rivales dignos

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de su altura. El caso del poeta Pablo Neruda quien diría: "Hemos tenido grandes escritores, pero uno universal, como Borges, es una rareza en nuestros países. Pelear con Borges eso nunca lo haré. Si él piensa como un dinosaurio eso no tiene nada que ver con mi pensamiento. No entiende lo que está sucediendo en el mundo y cree que yo tampoco lo en­tiendo. Por lo tanto, estamos de acuerdo".

Perplejos en un mundo feroz que terminó por volver irrelevantes sus utopías —el comunismo en el caso de Ne­ruda, la supresión del Estado, en el caso de Borges— sólo la denodada lucha por una palabra auténtica y reveladora une a estos dos aparentes rivales ideológicos. El tiempo ter­minó por confirmar, para ambos, la sagaz observación de Borges en el sentido de que la parte más equívoca y delez­nable de toda gran obra literaria son las opiniones políticas del autor. En todo caso, y para el primer centenario del na­cimiento de Borges, nos queda el consuelo inagotable de volver a leer las 1.145 páginas de sus Obras completas. Allí se halla condensado el infinito universo.

JORGE LUIS BORGES: BIOGRAFÍAS

ALIFANO, ROBERTO, Borges, biografía verbal, Barcelona, Plaza & Janes, 1988, 235 págs.

BARNATÁN, MARCOS RICARDO, Borges, biografía total, Madrid, Te­mas de Hoy, 1995, 518 págs.

CANTO, ESTELA, Borges a contraluz, Madrid, Espasa Calpe, 1989, 286 págs.

JURADO, ALICIA, Genio y figura de Jorges Luis Borges, Buenos Aires, Eudeba, 1964, 191 págs.

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RODRÍGUEZ MONEGAL, EMIR, Borges. Una biografía literaria, Mé­xico, Fondo de Cultura Económica, 1987, 471 págs.

SALAS, HORACIO, Borges. Una biografía, Buenos Aires, Planeta, 1994, 300 págs.

TEITTELBOIM, VOLODIA, LOS dos Borges. Vida, sueños, enigmas, Santiago de Chile, Editorial Sudamericana, 1996, 341 págs.

VACCARO, ALEJANDRO, Georgie, 1899-1930. Una vida de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, Editorial Proa-Alberto Casares, 1996, 447 págs.

VÁZQUEZ, MARÍA ESTHER, Borges, esplendor y derrota, Barcelo­na, Tusquets, 1996, 355 págs.

WOODALL, JAMES, La vida de Jorge Luis Borges, El hombre en el espejo del libro, Barcelona, Gedisa, 1998, 377 págs.

Otras fuentes

BIOY CASARES, ADOLFO, Memorias, Barcelona, Tusquets, 1994.

OCAMPO, SILVINA, "Images de Borges", en Jorge Luis Borges, L'Herne, París, 1964, págs. 26-30.

UN BURGUÉS LLAMADO BORGES 105

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EL INFORME DE BORGES

Borges fue un escritor. Un hombre de letras. Colaboró ávidamente en los periódicos de su ciudad natal, Buenos Aires: Crítica, La Prensa, La Nación, Clarín. Participó con entusiasmo en infinidad de revistas literarias, algunas de las cuales fundó. (Ultra, Proa, Martín Fierro, Nosotros, Síntesis, Anales de Buenos Aires, Sur). Trabajó como bibliotecario. Tradujo libros memorables: La metamorfosis, de Kafka; Bartleby, el escribiente, de Melville; Hojas de hierba, de Walt Whitman; Orlando y un cuarto propio, de Virginia Woolf; Las palmeras salvajes, de William Faulkner; Un bárbaro en Asia, de Henri Michaux; Perséfona, de André Gide.

Compiló antologías célebres, como una de literatura fan­tástica, con sus amigos Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casa­res; y otras menos conocidas de poesía y de literatura argentina, esta última en colaboración con Pedro Henríquez Ureña. Fue un conferencista asiduo, cuyo repertorio podía ir de la poesía gauchesca a las sagas de Irlanda, de Baruch Spinoza al Golem o la Cábala.

Dirigió colecciones de libros como la muy conocida de novelas policiacas "El séptimo círculo" y dos, ya en su vejez, donde se hallan reunidas sus filias y fobias de lector incura­ble: la Biblioteca de Babel, con 33 títulos; y la Biblioteca Personal Jorge Luis Borges con 70 títulos, todos ellos atina­damente prologados por él. Prólogos que se añaden a los centenares que prodigó, con generosidad, erudición y humor,

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de Cervantes a Quevedo, de Carlyle a Swedenborg, de En­rique Heine a Wilkie Collins.

No sobra añadir dos docenas de libros de entrevistas y diálogos con Borges que por primera vez en la historia han añadido al corpus propiamente dicho de su obra, este subgé­nero de infinitas ramificaciones. Todo lo anterior no puede hacernos olvidar su obra misma: poemas, cuentos, ensayos, reseñas bibliográficas, críticas de cine, guiones cinematográ­ficos, milongas y nunca una novela.

Además existen sus obras en colaboración, más que todo con mujeres que lo acompañaron en sus aventuras intelec­tuales y sentimentales, y. en el desamparo progresivo de su ceguera a partir de los años cincuenta. En primer lugar, claro está, su madre, ilustre traductora ella misma de D. H. Lawrence, Aldous Huxley, Katherine Mansfield. William Saroyan y Herbert Read. Y Alicia Jurado, María Esther Váz­quez, Margarita Guerrero, Delia Ingenieros, Silvina Bullrich, Bettina Edelberg, Luisa Mercedes Levinson. Y su mujer, María Kodama, con la cual realiza una Breve antología anglosajona.

Las infinitas imágenes

Algo de todo esto es lo que subsistirá de tan fecunda trayectoria. De su devoción incancelable por la letra impresa. Además de su imagen, que el tiempo perfila y cambia, de manera incesante. Como Homero, como Shakespeare, como Cervantes. Borges también ha quedado fijado en una figura tan inolvidable como en ocasiones tan estereotipada. Es, no hay duda, uno de los iconos de nuestro tiempo. Representa a la literatura pero también a los dilemas de la misma en un mundo obsesionado por la política. . .

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Algunos tienden a verlo como el poeta ciego que perdió el Premio Nobel de Literatura por haber visitado al enton­ces presidente de Chile, general Augusto Pinochet. Soslayan sus contradictores que el Premio Nobel se ha otorgado, en varias ocasiones, sólo por razones políticas a escritores de iz­quierda o a disidentes canonizados por los avatares de la guerra fría y que Borges, miembro de familias patricias ar­gentinas y afiliado al partido conservador por escepticismo, visceralmente antiperonista, repudió la violencia revolucio­naria que propugnaban grupos próximos al general Perón como el de los montoneros.

Además, el círculo de amistades en torno suyo y de su madre, con la cual vivió hasta los 99 años en que ella falle­ció, vio la llegada de los militares al poder como una forma de recobrar el astillado orden que crujía por todos lados. Esto no fue óbice, por supuesto, para su tajante rechazo a la farsa de la guerra de las Malvinas, su alborozado respaldo a la renacida democracia, con Raúl Alfonsín, y su dolor perple­jo, como me consta personalmente, ante las sucias crueldades en que incurrieron las dictaduras militares en el Cono Sur, y concretamente el caso de los desaparecidos en la Argentina.

Borges no necesita, por supuesto, justificaciones extem­poráneas por haber estado en alguna ocasión con Videla o Pinochet. Era una figura pública, zarandeada por los medios de comunicación; llevada y traída, y abusivamente utilizada por los bandos en pugna. Pero su obra y un conocimiento más amplio de su trayectoria nos brindan una coherencia ética mucho más sólida que estas maniobras reductoras.

Todo el asunto lo resumió de manera muy clara y com­prensiva Octavio Paz en 1986:

Sus opiniones políticas fueron juicios morales e, incluso, capri­chos estéticos. Aunque los emitió con valentía y prohidad, lo hizo

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sin comprender lo que pasaba verdaderamente a su alrededor. A veces acertó, por ejemplo, en su oposición al régimen de Perón y su rechazo al socialismo totalitario; otras desbarró y su visita a Chile en plena dictadura militar y sus fáciles epigramas contra la demo­cracia consternaron a sus amigos. Después se arrepintió. Hay que agregar que siempre, en sus aciertos y en sus errores, fue coherente consigo mismo y honrado. Nunca mintió ni justificó el mal a sa­biendas, como lo han hecho muchos de sus enemigos y detractores. Nada más alejado de Borges que la casuística ideológica de nues­tros contemporáneos 1.

Aun cuando la política parece afectar más a quienes in­tentan alejarse de ella, la obra de Borges, en definitiva, asume y refleja todas las tensiones de los malos tiempos en que, como a todos los hombres, le tocó vivir.

Un ámbito humano

Pero el fresco milagro de su prosa y la renovada exalta­ción de su poesía terminan por traspasar las nostalgias esté­riles de los fracasados proyectos revolucionarios y su muy terrible dolor humano y nos sitúan en otro ámbito también humano por excelencia: el de la literatura y los sueños que la acompañan.

Nada hay comparable al gusto de su estilo: "Los rumo­res de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ám­bito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente".

Ese tiempo disecado y conservado mágicamente es el que ahora subsiste en los anaqueles con sus libros, latiendo ex-

1 OCTAVIO PAZ, "El arquero, la flecha y el blanco (Jorge Luis Borges)", en Convergencias, Bogotá, Seix-Barral, 1992, págs. 60-74.

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pectantes ante el ojo del lector que sepa ponerlo en marcha. "Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar". Se han cumplido las profecías y ese "objeto eterno" que iba ingresando paulatinamente en el mundo ha alcanzado su objetivo. La realidad cedió en to­dos los puntos y Borges reina omnímodo.

Veamos lo más banal: la actualidad. Umberto Eco, Ha-rold Bloom, Norman Mailer, George Steiner, Claudio Ma-gris, John Updike, Cees Nooteboom se han confesado, por escrito, sus admiradores. Igual lo han hecho Octavio Paz, Marguerite Yourcenar, Julio Cortázar, Guillermo Cabrera Infante, Mario Vargas Llosa. Anthony Burgess los resumió a todos al decir: "Sus Ficciones, tan delicadas, enigmáticas y metafísicas, se encuentran entre las más exquisitas explo­raciones de la realidad que ha producido la literatura de nuestro siglo" 2. ,

2 HAROLD BLOOM, "Borges, Neruda y Pessoa: un Whitman hispano-portugués", en El canon occidental, Barcelona, Anagrama, 1995, págs. 473-485.

GEORGE STEINER, "LOS tigres en el espejo", en Extraterritorial, Barcelona, Barral Editores, 1973, págs. 37-51.

CLAUDIO MAGRIS, "Borges o la revelación que no viene", en Itaca y más allá, Madrid, Huerga y Fierro Editores, 1988, págs. 159-168.

CEES NOOTEBOOM, El desvío a Santiago, Madrid, Siruela, 1993, págs. 232-236. Las páginas que Nooteboom dedica a la muerte de Borges terminan con esta hermosa petición: "Alguien tendría que bautizar una estrella con su nombre. Es el único escritor con el que quedaría realmente bien, y entonces habría otra cosa que se llamaría Borges".

ANTHONY BURGESS, Prólogo a Un diccionario borgiano, de Eve-lyn Fishburn y Psiche Hughes, Buenos Aires, Torres Agüero Editor, 1995, pág. 11.

ÉMILE CIORATJ. "El último delicado", en Ensayos sobre el pensa­miento reaccionario, Barcelona, Montesinos, 1985, págs. 137-140.

JULIO CORTÁZAR, "The smiler with the knife under the cloak", en La vuelta al mundo en ochenta días; México, Siglo Veintiuno Edi­tores, 1967, pág. 41.

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Una bella página de Cioran — "El último delicado" — puso las cosas en su sitio: "¿Cómo celebrarlo si hasta las universidades lo hacen? Así hemos visto cómo sonoras nuli­dades académicas consideran decisivo recopilar sus trivialida­des sobre Borges. A eso hemos llegado".

Pero Borges resiste bien tales miserias. Los profesores no lograrán rebajar su agudeza ni alcanzarán la altura de su juego creativo: rumiarán vacíos. Porque en realidad Borges, el más literato de los literatos, el escritor para escritores, el hombre contaminado de literatura que todo lo veía a través del prisma de las metáforas, las parábolas y las citas, puso en cuestión a la literatura misma y la desdobló obligándola a mirarse en el espejo de su anhelo infinito. De su trunco apetito por resumir el mundo en una línea. Ese tapiz donde se entretejen todas las influencias para crear una obra nueva, original y pura. Así sucede con la tarea de volver a reescribir el Quijote, palabra por palabra, punto por punto, tres siglos después de haber sido, publicado por Miguel de Cervantes, como sucede en el .famoso "Pierre Ménard, autor del, Quijo­te" que cambió nuestra concepción de la lectura y, por con­siguiente, de la crítica literaria.

Lo expresó muy bien Maurice Blanchot, ya desde 1959, en Le livre a venir:

Ficciones, Artificios, tal vez sean éstos los nombres más honestos que pueda recibir la literatura; y reprochar a Borges escribir rela­tos que correspondan en demasía a esos títulos, significa reprocharle

CARLOS FUENTES, "La constitución borgiana", en La nueva novela hispanoamericana, México, Joaquín Mortiz, 1969, págs, 23-26.

MARGUERITE YOURCENAR, "Borges o el vidente", en Peregrina y extranjera, Madrid, Alfaguara, 1989.

CLAUDE MAURIAC, "Jorge Luis Borges", en La aliteratura contem­poránea, Madrid, Guadarrama, 1972, págs. 186-198.

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ese exceso de franqueza sin el cual la mistificación se toma torpe­mente en serio3.

El infinito cosmos de los libros

Quisiera destacar, entonces, el hecho decisivo de cómo acceder a la obra de Borges es internarse en la totalidad de la literatura a través de la perspectiva de un lector único, tan arbitrario como razonable. En su umbral se hallan La litada y La Odisea, La Biblia, Dante y Shakespeare, asimilados, recreados, nuevamente prologados por Borges, como pilares ineludibles. Pero también su mundo nos depara un elástico cosmos donde conviven, excéntricos y singulares, figuras que si no fuera por Borges dudo mucho que subsistieran en vir­tud de sus solos méritos intrínsecos.

Es obvio que Macedonio Fernández o Rafael Cansinos Assens ocupan un nicho en las literaturas argentinas o espa­ñolas pero su relieve sería indudablemente mucho más tenue si no llevaran el título de maestros verbales de Borges. Su obra su escritura propiamente dicha, es una curiosidad, un caso. La excentricidad que Borges siempre buscaba propiciar para subvertir el canon establecido. El haber estado cerca del joven Borges, el ser rescatados por su remembranza añorante, los salva del naufragio.

Del mismo modo los hijos de Borges, sus discípulos in­directos y flagrantemente próximos, han quedado señalados por ese fuego voraz con que la obra de Borges marca a quien se sitúa en sus cercanías. ¿No son acaso Juan José Arreola, Augusto Monterroso, Pedro Gómez Valderrama o Alejandro

3 MAURICE BLANCHOT, El libro que vendrá, Caracas, Monte Ávila Editores, 1969, págs. 110-112.

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Rossi, para citar cuatro ejemplos ilustres, glosas, notas a pie de página o variaciones en torno a una partitura dictada por Borges? Así lo creo, sin disminuir en nada su encanto.

¿Por qué Borges?

El asunto debe considerarse entonces a partir de lo que Mario Vargas Llosa afirmó en un texto de 1988: Borges es "lo más importante que le ocurrió a la literatura en lengua española moderna y uno de los artistas contemporáneos más memorables"4. ¿A qué se debe ello?

¿Quizás a la diabólica capacidad iluminadora de un es­tilo cristalino donde pensamiento y sensibilidad se aúnan, y donde las ideas y las emociones se compaginan en páginas tersas y no por ello menos hondas? ¿O será por la alquimia tan personal entre exótico cosmopolitismo y arraigo en un definido escenario de color local y personajes que la distancia temporal ha vuelto míticos? ¿Seres de leyenda y tango? ¿Guerreros de Roma o La Pampa?

¿Podría pensarse también en una erudición tan esotérica como apócrifa o en una adjetivación siempre reveladora? ¿O en una ironía reversible y una emoción tan dulce como pudorosa? ¿O en una crueldad inmisericorde, que tiene todo el rigor bíblico, como bien podemos percibir en relatos como "La intrusa" o "El Evangelio según Marcos? Pero in­tuyo, en realidad, que incluso sus cuentos más geométricos parten de una pasión que busca expresarse, tímida y a la vez arrolladora. El rostro de una mujer que no cedió a los requerimientos de un admirador libresco, quien ahora se venga, inmortalizando en la prosa y en el verso, esas som-

4 MARIO VARGAS LLOSA, "Las ficciones de Borges", en Contra viento y marea III, México, Seix Barral, 1990, págs. 463-476.

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bras amadas que lo hirieron en su momento, despóticas e inolvidables. El ejemplo más perfecto se encuentra en el ya clásico comienzo de El Aleph:

La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de ciga­rrillos rubios, el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero no yo, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin espe­ranza, pero también sin humillación.

La mujer y el tiempo: a partir de esas dos coordenadas Borges ha creado su propio personaje. La risueña parodia de un ser ligeramente extraviado en la tierra que se persigue a sí mismo sin pausa y ve cómo todas las realidades se le desvanecen entre las manos. La literatura devora la vida y lo deja convertido en un resignado habitante de la ciencia ficción o la biblioteca de Babel. Pero, paradoja última, esta figura casi invisible a fuerza de irrealidad, es capaz de escri­bir los poemas más desgarradores sobre esa larga secuencia de adioses y agonías en que la vida termina por convertirse. El poeta de los límites es el poeta de los dones. Quien señala las ausencias también reconoce los innumerables frutos. Así lo dijo en Los conjurados (1985), uno de sus últimos libros:

Sólo el que ha muerto es nuestro, sólo es nuestro lo que perdi­mos ( . . . ) Todo poema, con el tiempo, es una elegía. Nuestras son las mujeres que nos dejaron, ya no sujetos a la víspera, que es zozo­bra, y a las alarmas y terrores de la esperanza. No hay otros paraísos que los paraísos perdidos ("Posesión del ayer").

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El horror y el encanto

Quizás otra razón de su atractivo pueda residir en el aba­nico de sus obsesiones temáticas: la refutación del tiempo, la identidad que nos da la memoria y a la vez el horror ina­gotable que una memoria total suscita en quienes la ven ejercerla, no en quien la padece. El patético Funes requiere de un día entero para recordar el día que ya ha pasado, incapaz de discriminar la importancia de cada suceso. Hay de todos modos en Borges algo monstruoso: aquél puntó límite donde la razón exasperada se trueca en delirio.

También el tema del doble y su desdoblamiento infinito en tantos duelos físicos y mentales, explícitos o callados, que varios antagonistas sostienen, como una constante dentro de su narrativa. Desde escuetos asesinos hasta tortuosos profe­sores de historia que vencen apelando a una idea de Scho-penhauer como sucede en "Guayaquil" donde las figuras de Bolívar y San Martín se replican y prolongan degradados en esa cámara de ecos que termina por distorsionar y a la vez esclarecer, de modo indirecto, un encuentro, ayer Como hoy indescifrable. Un mundo donde los libros y los puñales usan a los hombres para sus secretos y arbitrarios designios Un mundo donde las cosas durarán más que quienes creen usarlas.

También está allí esa perpetua reescritura de la historia y la inquietante ambigüedad de esa verdad que nunca se fija del todo y que cada nuevo hecho, cada nuevo hombre enriquece y modifica, no sólo hacia el futuro sino alterando el inagotable pasado. Así los cobardes pueden cambiar sus vacilaciones y los vencidos sugerir otra hipótesis. La infinita plasticidad del pasado acogerá nuevos intereses e imprevistos afanes. Como lo dice el redactor del informe sobre "Pierre Ménard, autor del Quijote", esa rectificación a una injusticia:

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El texto de Cervantes y el de Ménard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza.)

En dicha ambigüedad bien podría residir la proliferante riqueza sugestiva que prodiga la obra de Borges, atestiguada por tantas y tan contradictorias interpretaciones. Desde aque­lla remota de Drieu la Rochelle del 6 de enero de 19345, hasta aquella con la cual Michel Foucault abre Las palabras y las cosas (1966).

A partir de dicha ambigüedad bien podemos continuar analizando cómo ese doble y ese duelo, ese hombre frente al espejo que lo revela como el otro, se suscita el inagotable laberinto donde a la vez que nos escondemos anhelamos ser encontrados, persiguiendo los duales caballos platónicos de nuestros sueños.

Razón y violencia, hombres a la vez que animales, y esa zona informe y pululante donde las bestias no terminan por acceder a la condición humana y los hombres recaen en el salvaje primitivismo de los animales en medio de un entra­mado de instituciones arbitrarias, lenguajes equívocos y ciu­dades atroces que Borges ha desnudado en algunos de sus relatos más estremecedores como "El inmortal" o "El infor­me de Brodie". Fichas de una lotería que alguien juega por nosotros.

Como lo dijo en "El libro de arena" refiriéndose a ese volumen que es tan absurdo, abigarrado e incomprensible como el mismo universo: "Sentí que era un objeto de pesa­dilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad".

5 PIERRE DRIEU LA ROCHELLE, "Georges-Louis Borges", en Sur les écrivains, París, Gallimard, 1964, págs. 119-120.

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Corromper la realidad, alterarla, finalmente destruirla: Borges también ha escrito sus "Hojas para la supresión de la realidad", y con la fuerza de su nihilismo idealista ha intentado no sólo desestabilizar las convenciones sino también la figura arquetípica de la cual emanan fatigadas todas las cosas. He restituido a la metafísica su auténtico carácter de literatura fantástica. Lo vio muy bien Ana María Barrenechea al escribir: "Borges es un escritor admirable empeñado en destruir la realidad y convertir al hombre en una sombra".

Los muchos que somos, el poder subversivo de los sueños y las pesadillas en esa membrana porosa conocida como vida diaria, el borroso extranjero que viene a desdibujar aún más un entorno que pensábamos confiable, esos mundos distor­sionados donde Adolfo Hitler bien puede terminar siendo un filántropo, la denuncia que los espejos establecen contra una figura que se pretendía sólida, los insensibles desliza­mientos entre un lugar estatuido y el hirviente territorio don­de los presagios del azar o el absurdo de la lógica corroen poco a poco los límites sinuosos. Como se ve, Borges es un practicante sistemático del único sistema filosófico que con­sidera válido: el sistema de la perplejidad aplicada, como un ácido, no sólo contra el mundo sino contra sí mismo. Pero al desnudarse, exasperado y autodestructivo, termina por hallar su auténtico fundamento: el humor y la ternura. Aquél que le lleve a reivindicar el siempre novedoso y mi­lenario "Arte de injuriar" y a intercalar en esa irrisión desa­justada del universo que es "El congreso", un texto de 1955, este melódico poema de amor:

De su boca nació la palabra que yo no me atrevía a decir. Oh noches, oh compartida y tibia tiniebla, oh el amor que fluye en la sombra como un río secreto, oh aquel momento de la dicha en que cada uno es los dos, oh la inocencia y el candor de la dicha,

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oh la unión en Ja que nos perdíamos para perdernos luego en el sueño, oh las primeras claridades del día y yo contemplándola.

Esa perpleja ambigüedad, ese humor y esa ternura 6 , ese afán de nombrar se ejerce primordialmente en un terreno movedizo por excelencia: el del lenguaje. El. lenguaje refleja, refuta o salva la realidad, y crea otra realidad más consis­tente y perdurable: ¿la realidad de ese libro que entre todos hacemos y en el cual finalmente nos vislumbramos? ¿Somos apenas ese escribiente que funge como amanuense de un Demiurgo mayor? ¿De una Musa aun más remota e ina­prensible que ya previo todas las jugadas posibles en un ajedrez infinito que se extiende por la tierra y el "tiempo? Como lo vio bien Jaime Rest en "Borges y el espacio literario":

Su frecuentación de la mística europea y oriental, su interés por la cábala, su erudición filosófica y sus vastas lecturas de toda especie se resuelven, acaso, en un propósito único: hallar la metáfora que, valga la paradoja, sirva exactamente para sugerir la compleja, múl­tiple e insustituible perfección de lo concreto e individual.

Con razón una de las más sutiles y hermosas páginas de Borges, "Borges y yo", rompe la cadena infinita de con­trapuntos entre la realidad y el lenguaje, y sin dejarse anona­dar por ninguno de los dos, funda el mundo en que podemos vivir. Ya lo dijo en Opas inquisiciones: "Una literatura di­fiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída; si me fuese otorgado leer cualquier página actual — ésta, por ejemplo — como la leerán el año

6 JULIO. ORTEGA, "Borges, fundador", en La contemplación y la fiesta, Caracas, Monte Ávila Editores, 1969, pág. 234. Allí dice Or­tega: "la ironía y el humor son formas de la piedad, instrumentos de la inteligencia paradójica".

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dos mil, yo sabría cómo será la literatura del año dos mil". La literatura del año dos mil es Borges, sin lugar a dudas. Oigámosla ancestral y siempre renovada:

Nada me cuesta confesar que he logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no se pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y solo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que al­guien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y el infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.

No sé cuál de los dos escribe esta página.

Bogotá, junio 1999.

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BORGES: LA INTELIGENCIA SENSIBLE

"No escribo para una minoría selecta, que no me importa, ni para ese adulado ente platónico cuyo apodo es la Masa. Descreo de ambas abstracciones, caras al demagogo. Escribo para mí, para los amigos y para atenuar el curso del tiempo".

(J. L. BORGES, contratapa de El libro de arena, 1975).

Ese hombre universal que apreciaba el escueto laconismo de las sagas irlandesas como el sigiloso carácter cabalístico de las letras hebreas está sustancialmente unido a una ciudad llamada Buenos Aires. Una ciudad, en definitiva, que él ayudó a crear.

Interminable a orillas del gran río color dulce de leche (aunque otros, más altisonantes, lo califican como "melena de león") Borges y Buenos Aires han terminado por conju­garse en una férrea unidad. Entroncado, en alguna forma, con los fundadores también gente de su sangre contribuyó a liberarla del dominio español.

En todo caso esa grande e ilimitada superficie de una Pampa que parecía no tener fin, pletórica de mieses y ga­nados, sirvió de retorta para unir, fundir y transformar el más caudaloso alud migratorio que Europa haya vertido so­bre ese extremo occidental del mundo. Allí conviven italia­nos y españoles, o napolitanos y gallegos, alemanes y judíos de todas partes. Los ingleses aportaron polo y fútbol y centro Europa y los Balcanes su ya de por sí compleja mixtura de

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Borges con su madre, Leonor Acevedo de Borges.

LÁMINA III

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pueblos y razas. Todavía en la Plaza de San Telmo, era factible ver los domingos a un fascista francés que vendía los panfletos antisemitas de Louis F. Céline: Bagatelas para una masacre.

Sin olvidar, cómo no, griegos y galeses, y una cuota in­dígena que aún mana del paupérrimo sur de Bolivia y un caudal negro que como el indio es soslayado por las capas blancas, siempre presuntuosamente europeizantes.

Esperanzados en crear un Nuevo Mundo que fuera ex­clusivamente suyo, y no de la realeza o los tortuosos árboles genealógicos (Borges, a la entrada del apartamento suyo en la calle Maipú, tenía uno dibujado por Manuel Mujica Lái-nez), estos emigrantes, estos "gringos", terminan por verse enfrentados a sus cada día más delgadas y fantasmales nostalgias.

Quizá por ello la ciudad se halla poblada de librerías de viejo y anticuarios y la viveza recursiva de quien busca lucrarse, ante todo, y edificar rápido un destino para sí y sus hijos, se vea recubierta por la patina de un baño cultural que promueve academias (del tango, del lunfardo) ateneos, sociedades de apoyo mutuo y bibliotecas públicas, donde esas colonias encuentran, otra vez, sus perdidas patrias y sus cada vez más remotas tradiciones.

Antes de la llegada de los editores españoles, víctimas de la diáspora que suscitó la guerra civil, ya los anarquistas italianos habían promovido editoriales y revistas para divul­gar su credo. Para leerse a sí mismos y hallar un sentido en esa tierra de nadie. Lo supo muy bien un singular escri­tor nutrido en esas canteras marginales, capaz de percibir el genio de los novelistas rusos en medio de las más incom­petentes traducciones. Un cuento de Roberto Arlt, "Escritor fracasado", de su libro El jorobadito (1933) muestra muy bien el clima depresivo contra el cual reaccionaría enérgica-

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mente Borges, quien con razón decía: "Me atreví a no ser realista, a no ser político, a soñar".

Por ello no es de extrañar que la obra de este cosmopo­lita, acorde con su ciudad, esté poblada de parsimoniosos caballeros ingleses, crueles y sentimentales alemanes, elusivos hijos de las tribus del Éxodo o jóvenes afrancesados que despertaban "ese incomparable rencor que sólo causan la in­teligencia, la gracia y la pedantería francesa", como anota, sarcástico, en "El impostor inverosímil Tom Castro", de His­toria universal de la infamia (1935). Un libro donde comien­za a volver suyos todos los aportes. Donde todo se amalgama, patíbulos y piratas, pistoleros y predicadores, no como el exotismo que muchos críticos superficiales le reprocharon y reprochan sino como la verdadera recreación transforma­dora de un mundo que su desmesurada voracidad de lector total ha convertido en memoria simultánea y escritura abso­luta. Borges volvió argentino cuanto tocaba y hoy todo el mundo se reconoce en ese poeta que mantuvo hasta el final de sus días una curisiodad sonriente y un humor tan incle­mente como piadoso que refutaba, precisamente, cualquier exaltación nacionalista, incluida la muy alta que los propios argentinos proclamaban triunfantes.

En la Argentina sicoanalizada Borges encontró a Freud "trivial y desagradable" y se resignó, con cierto asombro, a convertirse en un simple adjetivo, definiéndose apenas en estos evasivos términos: "He sido un viejo anarquista spen-ceriano, inofensivo desde luego. Ahora, a los 84 años y ciego, soy más bien un escéptico".

En realidad no era tan inofensivo como quería presen­tarse. Un demoledor -artículo suyo publicado en 1931 en la revista Sur y titulado "Nuestras imposibilidades" enuncia el melancólico catálogo de quien formula "sin alegría estas que-

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jas", advirtiendo "Hace muchas generaciones que soy ar­gentino".

Los males que denuncia son básicamente dos: 1) . la penuria imaginativa y 2) el rencor, "la fruición incontenible de los fracasos". Esa pulsión de muerte y complacencia en el mal ajeno que también el cuento de Arlt visualiza en los envidiosos entresijos del medio literario.

Por ello Borges propuso, dentro de una narrativa infor­me que pretendía competir con el catálogo naturalista, la serena alegría de un orden mental que transformaba el in­cipiente caos urbano en cristalinos silogismos de refinada arbitrariedad. "Como si lo real fuera lo que sale en los diarios".

En un libro suyo de 1932, Discusión, agrupó sus. ensayos de aquella época. El sólo índice es asombroso en su versatili­dad: incluye trabajos sobre la poesía gauchesca, la Cábala, el cine, el escritor argentino y la tradición, las versiones homé­ricas, Whi tman y Flaubert. Allí también hay un ensayo fe­chado en 1930 y titulado "La supersticiosa ética del lector". En su página final Borges razona así:

La preferida equivocación de la literatura de hoy es el énfasis. Palabras definitivas, palabras que postulan sabidurías angélicas o resoluciones de una más que humana firmeza —único, nunca, siem­pre, todo, perfección, acabado— son de comercio habitual de todo escritor. No piensan que decir más una cosa es tan de inhábiles como no decirla del todo, y que la descuidada generalización e in­tensificación es una pobreza y que así lo siente el lector. Sus impru­dencias causan una depreciación del idioma.

Para concluir en estos términos: "Ignoro si la música sabe desesperar de la música y si el mármol del mármol, pero la literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiem­po en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin".

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Borges modificaba así el ángulo de enfoque, riéndose incluso de sí mismo al subrayar en su escritura las propias fallas que reprochaba y compartiendo con Bernard Shaw aquella observación acerca de como "toda labor intelectual es humorística".

Por los mismos años en que una literatura honesta y animada de buenas intenciones, o patética y tremendista, o simplemente panfletaria, pretendía modificar el mundo, Bor­ges hacía que la literatura se mirase a sí misma y gracias a ello cambió el mundo. Nuestras letras se volvieron eficaces. A la suma de protestas, quejas y llantos, se oponía ahora la resta donde imperaban el humor como el pudor, el juego y la ironía, la erudición creativa.

La literatura latinoamericana ya no se agotaría más en la servidumbre de la denuncia sino que se trocaba en el sue­ño lúcido de una escritura que dejaba atrás las triviales dis­tinciones entre prosa y poesía y se transformaba en una palabra tan despojada como tumultuosa, tan exacta como reveladora. Ahora sí, mediante el nuevo idioma que Borges había forjado, ese "ilustre dialecto del latín que es el español", echaba a andar de nuevo. De arriba a abajo la realidad se enriquecía con su mirada ciega. En 1988, en Londres, en una charla en The Royal Society of Arts y titulada "My dinners with Borges", Guillermo Cabrera Infante lo reco­nocía en forma certera: "Borges es la mejor cosa que le ha sucedido a la literatura escrita en español desde la muerte de Calderón, en 1681".

Por su parte Gabriel García Márquez en sus charlas con Mario Vargas Llosa: La novela en América Latina (1967) se debatía entre sus férreas convicciones políticas y su admi­ración por la prosa de Borges, sin lograr en ese momento una conciliación. Comenzaba diciendo García Márquez:

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Con Borges a mí me sucede una cosa: Borges es uno de los autores que yo más leo y que más he leído y el que tal vez menos me gusta. A Borges lo leo por su extraordinaria capacidad de arti­ficio verbal; es un hombre que enseña a escribir, es decir, que enseña a afinar el instrumento para decir las cosas. ( . . . ) Yo creo que Borges trabaja sobre realidades mentales, es pura evasión; en cambio Cortázar no lo es (pág. 36),

Para concluir su juicio sobre Borges, en estos términos:

Le tengo una gran admiración, lo leo todas las noches. Vengo de Buenos Aires y lo único que compré en Buenos Aires son las Obras completas de Borges. Me las llevo en la maleta, las voy a leer todos los días, y es un escritor que detesto... Pero en cambio, me encanta el violín que usa para expresar sus cosas. Es decir, lo necesitamos para la exploración del lenguaje, qué es otro problema muy serio. Yo creo que la irrealidad en Borges es falsa también; no es la irrealidad de América Latina (pág. 40).

Sólo que a partir de la Argentina la irrealidad de Borges se volvió la irrealidad del mundo y sin Borges, como es obvio, Cortázar no existiría.

Relatos fantásticos, enigmas policiales, poemas orientales, especulaciones teológicas, paradojas filosóficas: un inquie­tante haz de reflejos parece distorsionar nuestra prisión con­sabida y llevarnos a un orbe más estricto. Allí donde el rigor de la lógica nos sumerge en escalofriantes abismos. Donde se demuestra que todo orden puede devenir perverso y las situaciones se repiten, inexorables.

Logra con ello que el pensamiento incida en nuestros hábitos rutinarios y nos deslumbre con el cotidiano asombro de una sorpresa siempre próxima, siempre inadvertida, siem­pre deslumbrante; que nos toca, como la cercanía del mar:

Cuentan que Ulises, harto de prodigios, Lloró de amor al divisar su Itaca

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Verde y humilde. El arte es esa Itaca de verde eternidad, no de prodigios.

También es como el río interminable Que pasa y queda y es cristal de un mismo Heráclito inconstante, que es el mismo Y es otro, como el río interminable.

Todo ello nos lleva a preguntarnos si en realidad gravi­tamos consistentes sobre la tierra o son simplemente las per­cepciones de la mente las que traman esos bultos de sombras que vanamente desfilan sobre un escenario edificado en el viento. Fábulas, representaciones, de las cuales bien podemos enamorarnos hasta llegar incluso a palpar su consistencia de fantasmas. Una vez que la gracia pasa todo se vuelve polvo, tiempo y nada.

Como lo vio bien Marguerite Yourcenar en un compren­sivo ensayo de 1987 titulado "Borges o el vidente", incluido en Peregrina y extranjera (1989), una buena parte de sus cuentos

son cuentos epistemológicos ( . . . ) ; es decir, consagrados a la vez al examen de los métodos y al de la validez de nuestro conoci­miento (pág. 277).

Pero esta reflexión que ha dilatado los estrechos márge­nes de la transcripción de lo que existe y la verosimilitud de lo que vemos no desdeña por ello los sólidos (aparentemen­te) escenarios realistas. Él "vive de un modo cómodo: en tercera persona", como dice con su siempre aguda perspicacia refiriéndose a Sherlok Holmes. Así el narrador que explora las disidentes y marginales herejías cristianas también, vislum­bra en los peones del campo o en los resignados profesionales del coraje la posibilidad de afrontar la construcción de esa escena que nunca es, en realidad, la definitiva versión que

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imaginamos. El epígrafe de "La intrusa", por ejemplo, ¿no nos proyecta, a partir de la Biblia, hacia un ámbito homo­sexual silenciado?

Con razón en un texto de 1952, "El pudor de la historia", Borges buscó recopilar esos momentos casi inadvertidos don­de el mundo definitivamente cambió pero sus habitantes no percibieron la modificación sustancial aparentemente in­trascendente.

Aplicándolo a la totalidad de la obra de Borges uno de los hallazgos allí registrados bien puede revelarnos su defi­nitiva importancia. Se trata de la aparición, por primera vez, y en una tragedia de Esquilo, del segundo actor. Anota Borges:

Con el segundo actor entraron el diálogo y las infinitas posibi­lidades de la reacción de unos caracteres sobre otros. Un espectador profético hubiera visto que multitudes de apariencias futuras lo acompañaban: Hamlet y Fausto y Segismundo y Macbeth y Peer Gynt y otros que todavía no pueden discernir nuestros ojos.

Ese cortejo de espectros más sólidos que la realidad, que hacen reír y llorar y vencen al tiempo, suscitando en cada nueva generación renovadas preguntas, hacen más interesan­te y sugestivo el gran teatro del mundo. Allí donde la me­moria se dilata hacia un pasado inagotable que siempre es­tamos reescribiendo y el texto se abre hacia un futuro sin fin donde tantos miles de jóvenes lectores, en Bogotá y Me-dellín,' en Buenos Aires y Atenas, sienten que en La cifra o en Literaturas germánicas medievales hay algo que les concierne y los afecta directamente.

Sorpresivo Borges que jamás se dirigió a los jóvenes ni a nadie disfrazado con la túnica cómplice del profeta o del Mesías. "La política es una frivolidad peligrosa, pues juega con las ilusiones de las personas", dijo en alguna ocasión.

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Acorde, quizá, con la familia de su abuela, de predicadores metodistas, prefirió la sobriedad de la duda, el examen de conciencia, el no mentirse y engañarnos, sino asumir sus falencias y convertirlas en música y metáforas incomparables.

Pero también conservó, hasta el fin, el alma abierta ha­cia ese juego inagotable de la existencia, donde si bien reco­noce haber sido artífice de su desdicha no por ello dejo de agradecer la abrupta felicidad que de golpe nos invade y ale­lados nos deja levitando. Si siempre fuéramos poetas todo sería un milagro.

Una de sus tankas, estrofa japonesa, dice simplemente:

Alto en la cumbre Todo el jardín es luna, Luna de oro. Más precioso es el roce De tu boca en la sombra.

De esos instantes únicos y conmovedores se nutre una obra que parece dispersa, fragmentaria, y proyectada hacia todos los rincones del universo. Pero su corazón central, que termina por unificarla, se halla en la poesía, aun cuando sus preferencias fueran "la literatura, la filosofía y la ética". Ese Borges ahincado en su parcela del Universo, en su ba­rrio de Palermo, en sus calles del Sur; el Borges que comen­zó por dedicarse a la creación de una religión de los burdeles y arrabales, con sus Dioses y sus Mitologías, con su Gaucho y su Compadre, y cuya tarea terminó por conferirle una impronta metafísica a su intuiciones y emociones. Como lo dijo en uno de sus primerizos poemas, "Amanecer": "esta numerosa urbe de Buenos Aires ( . . . ) no es más que un sueño / que logran en compartida magia las almas".

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Entre todos edificamos el mundo y bien pueden ser unos pocos seres razonables y justos quienes lo sostienen.

Pero esta tarea cotidiana, más decisiva aún que gestas y batallas, también puede tener consigo "el elemental sabor de lo heroico", de la valentía y el coraje, y alzar y engrandecer así mismo lo que fuera "el antiguo alimento de los héroes", que todos los hombres comparten: "la falsía, la derrota, la humillación".

Con los deleznables ingredientes que conforman al hom­bre, Borges alcanza su primer siglo, y supera las negligen­cias del olvido con la íntima, marcial, dubitativa, épica música de su variadísima obra. Ese conjunto de vasos comu­nicantes que ha terminado por configurar una poética. Una ética y una estética. Análisis de la metáfora; paso de la ale­goría (fábula de abstracciones personificadas) a la novela (fábula de individuos), exploración de las literaturas ingle­sas, norteamericanas y portuguesas, en la Enciclopedia Jack-son, análisis pormenorizado de obras específicas, como El Quijote o la Divina comedia, estudios comparativos del pa­pel del traductor, que también ejerció con fortuna, definición del libro clásico, del papel de la tradición, del idioma, de la novela policial... y del arte de injuriar: Borges compuso la más amable, original y mejor ejemplarizada de las pre­ceptivas literarias.

Un arte de narrar que engloba desde la magia primitiva del conjuro hasta las permutaciones de ese palimpsesto que ya integran todos los libros en todas las lenguas y que hallan su símbolo en ese vetusto templo laico de las bibliotecas don­de lectores que se proponen la lucidez en una era bajamente romántica resultan iluminados por ese lector único que les permite recobrar el sabor maravilloso de la inocencia.

Donde el centinela que se vigila a sí mismo, con odio minucioso, turbiamente complacido con la degradación que

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los años producen, y que sabe muy bien cómo la celda circu­lar de sus hábitos (léase: mentiras) no le permitirá escapar ni siquiera a través de aquel suicidio que también Borges intentó, desesperado y fallido, de ese otro yo del cual no puede escindirse, pues "en la sombra ulterior del otro reino estaré yo, esperándome".

Nos ha dado así a todos sus lectores la posibilidad de romper los muros de la prisión egoísta y cancelar los dudosos cantos de sirena de las utopías colectivas, para intentar ser sólo como Borges un simple individuo. Ese individuo que cuenta pocas historias, siempre las mismas, y que él reduce a cuatro: 1) la ciudad sitiada y defendida por hombres va­lientes, 2) el hombre que retorna luego de una búsqueda, 3) la búsqueda misma y 4) el sacrificio de un Dios.

Ese hombre que se opuso siempre al reinado obtuso de la estupidez y preservó las palabras de la tribu sin nunca permitir que se rebajaran al simple reproche sino que, por el contrario, las enalteció hasta la reveladora luz humana de quien se sabe conviviente simultáneo, en la ironía y en la dulzura, de "los libros y la noche".

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ALFONSO REYES JORGE LUIS BORGES:

UNA AMISTAD LITERARIA

¿Qué momento puede ser más decisivo para un escritor joven que aquél cuando uno de sus maestros lo reconoce? Borges (1899-1986) recibió tal don de Alfonso Reyes (1889-1959) y nunca olvidó su respaldo. Así cuenta Ulises Petit de Murat el hecho:

Un día llegó a mi casa Jorge Luis Borges. Tenía una gloriosa desazón y necesitaba explayarse con alguien. Había ido a una confe­rencia de Reyes. Y Reyes, sorpresivamente, lo había nombrado. Creo que fue el primer gran estímulo que ese escritor de excepción reci­bió en su vida 1.

Pero en ese momento glorioso había estado precedido por otros estímulos no menos decisivos aunque quizás más sigilosos. Cuando Reyes llegó por primera vez a Buenos Aires como Embajador de México (julio de 1927 a marzo de 1930) sus libros lo habían precedido y la alegría de Borges debió ser indudable: se encontraría con el corresponsal que había elogiado su primer libro, Fervor de Buenos Aires (1923), en una carta fechada en Madrid el 26 de septiembre de 1923.

1 ULISES PETIT DE MURAT, "Recuerdo argentino de Alfonso Re­yes", en Páginas sobre Alfonso Reyes (1946-1957), vol. II, Monterrey, Universidad de Nuevo León, 1957, págs. 437-440. Ver también ALI­CIA REYES, Genio y figura de Alfonso Reyes, Buenos Aires, Eudeba, 1976, pág. 164.

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Hay de seguro muchos testimonios de la amistad entre estos dos hombres a los cuales separaban diez años, pero éste tiene un valor emblemático. Se trata de cuatro páginas de propaganda, en tenue papel rosado, donde la Sociedad Edi­torial Proa reúne algunas opiniones sobre el autor de Inqui­siciones (1925) "a propósito de su primer libro Fervor de Buenos Aires".

Hay allí conceptos de Ramón Gómez de la Serna, Enri­que Díez Canedo, Evar Méndez y Macedonio Fernández, entre otros, que inauguran el voluminoso corpus crítico sobre Borges. Y seis líneas de Alfonso Reyes que dicen, a la letra:

Bello libro que llega, para nuestra América, en hora oportuna, cuando ya hacía falta concertar la novedad con la sobriedad, descu­briendo disciplinas a la nueva respiración del alma.

Me conmueve al pasar el libro, esa ascendencia de abuelos y bisabuelos soldados... Yo también... 2.

Borges mismo, sin lugar a dudas, había seleccionado estas líneas de una carta de Reyes y lo que en todos los otros casos eran fragmentos de reseñas aparecidas en los diarios y revistas de la época —la Revista de Occidente, por ejemplo, donde publicó la suya Gómez de la Serna— reseñas firmadas y fechadas, en éste único se convertía en una confidencia que era casi una infidencia. El vínculo estaba creado y habría de robustecerse en un mutuo interés por los textos del otro.

2 El bisabuelo de Borges, el coronel Suárez, ganó la batalla de Junín. Su abuelo participó en la batalla de Caseros. Ver la entre­vista de María Esther Gilio con Borges: 'Yo quería ser el hombre invisible", incluida en el libro de la primera: Personas y personajes, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1974, págs. 87-108. El padre de Reyes, el general Bernardo Reyes, había sido ministro de la guerra del gobierno de Porfirio Díaz y murió en el asalto al Palacio Nacio­nal el 9 de febrero de 1913.

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Borges, el menor, no sólo lee a Reyes, el mayor, y escribe sobre él. También Reyes continuará poniendo en letras de molde su simpatía por Borges.

Borges lee a Reyes

Borges comenzó por reseñar el tercer libro de poemas de Reyes: Pausa (París, 1926) en dos páginas de la revista Va­loraciones de La Plata (Argentina). Se trata del núm. 11, correspondiente a enero de 1927, págs. 145-1463.

El comienzo ya dice todo: "Difícil cosa es razonar una admiración". Luego de llamarlo "poeta habilísimo", capaz de combinar variadas formas, Borges caracteriza a Reyes de modo original: "Reyes —como los buenos novios— es ar­monía del pudor y de la pasión". Lo considera luego "el hombre de la confidencia cortés", quiere ser "su contertulio callado", y reconoce su capacidad para hacer de su elegía a Amado Nervo el retrato de alguien "que era un yo como tantos otros, mejorable, imperfecto, pero insustituible. Por eso puntualmente, por esa perdición de algo idiosincrásico y único, es única tragedia el morir".

Finaliza su reseña admirando la maestría de quien logra expresar la pasión con recatada alegría. "Es señor de toda la cortesía que rinde el mundo. Cortesía, flor de bondad".

3 Uno de los animadores de dicha revista, vinculada a la Uni­versidad de La Plata y al filósofo Alejandro Korn, era Pedro Henrí-quez Ureña, figura capital en la formación tanto de Reyes como de Borges. La dedicatoria que Borges puso en uno de sus libros, al entregárselo a Pedro Henríquez Ureña, es reveladora: "A. P. H. U., con admiración, con respeto, con miedo". Ver el articulo de Enrique Zuleta Álvarez: "Alfonso Reyes y la Argentina", incluido en Cuader­nos hispanoamericanos. "Los complementarios/4", octubre 1989, págs. 41-66, volumen colectivo dedicado a Reyes.

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Una buena aproximación al Reyes poeta y a su civilizada actividad.

Luego Borges, en el primer número de Síntesis (Buenos Aires, junio de 1927) redactó una nota sobre Reloj de sol, un libro de Reyes aparecido en Madrid en 1926. Si la primera nota cayó en el olvido, ese vasto y diciente olvido borgesiano que ahora buscamos rescatar4 la segunda fue incorporada a la primera edición de El idioma de los argentinos (1928) aquel libro que junto con Inquisiciones (1925) y El tamaño de mi esperanza (1926) constituyen la prehistoria autocensu-rada de Borges.

"El reloj de sol: el que da las horas con modestia". In­cluido ahora en el volumen IV (1956) de sus Obras comple­tas el libro de Reyes conserva el encanto de su variedad y de un sostenido tono menor. Breves páginas, a la usanza de aquellas con las cuales tantos años más tarde Borges armaría El hacedor (1960) en este de Reyes conviven anécdotas y recuerdos de la vida literaria española (Gómez de la Serna, Azorín, Maeztu, Valle Inclán) con discursos y páginas de "casi crítica" como las llama el propio Reyes, que sin des­cuidar la seriedad de su exploración, tampoco omiten dos de los rasgos distintivos de Reyes: la referencia personal y el hu­mor. Rasgos, por cierto, que Borges no deja de admirar y asimilar.

4 J. G. COBO BORDA, El aleph borgiano, Bogotá, Biblioteca Luis Ángel Arango, 1987, 146 págs. Allí se rescatan páginas de Síntesis, Sur, y otras. J. G. COBO BORDA, "J. L. Borges: 15 reseñas en Sur (1938-1948)", incluido en Visiones de América Latina, Bogotá, Ter­cer Mundo Editores, 1987, págs. 109-139.

J. G. COBO BORDA, "Epílogo borgiano", incluido en La narrativa colombiana después de García Márquez, Bogotá, Tercer Mundo Edi­tores, 1989, págs. 301-340. Allí se rescatan páginas aparecidas en La Nación, de Buenos Aires y en el Boletín de la Academia Argentina de Letras.

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He aquí la primera nota que Borges subraya: "Gratísimo libro conversado es éste de Reyes, sin una palabra más alta que otra y cuyo beneficio más claro es el espectáculo de bien repartida amistad que hay en su cuarentena de apuntes".

Al involucrarse en el texto, como testigo-personaje, Reyes amplía las fronteras del juego literario: es partícipe no sólo de lo que ocurrió sino de lo que está siendo contado. Sus cómi­cas dificultades con un par de botas pueden llegar a interesar a todo el mundo ("Un recuerdo de año nuevo"). Las anéc­dotas, los recuerdos, se vuelven así fábulas y mitos.

Una página de Reyes como "El gimnasio de la Revista Nueva", que aún nos divierte, no podía menos que hacer reír a Borges, en saludable y ancha carcajada. El Borges que había residido en España entre 1919 y 1921 tenía sobrados motivos para disfrutar a fondo el libro de Reyes: conocía el contorno y todas las alusiones le eran claras.

Cada frase burlona —"Valle Inclán, que aún tenía un brazo de sobra"— cada expresión destinada a minar la gra­vedad del asunto —"La Revista Nueva apareció el 15 de febrero de 1899 y duró los nueve meses de rigor"— corro­boraban en el Borges tímido e incipiente una forma de asu­mir la vida signada por los libros. No como misión profética, de ángeles redentores o demonios críticos, sino como la nor­mal existencia de quien realiza su trabajo y disfruta con él. Reyes le ha concedido a Borges una mayor libertad verbal y espiritual para decir lo que siente y piensa, todo ello en español.

Otra lección importante: no hay trabajo menor. En la página más circunstancial y efímera se debe estar presente, de cuerpo entero. Borges aprendió cómo se hace un libro: páginas que día a día parecen endebles y que reunidas se defienden entre sí formando un todo perdurable. Páginas que no hay que temer publicarlas de acuerdo con el epígrafe

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de Reyes que Borges pondría al comienzo de Discusión (1932): "Esto es lo malo de no hacer imprimir las obras: que se va la vida en rehacerlas". Reyes: Cuestiones gongorinas.

El mito del Gran Libro es puesto en duda por la reali­dad de la práctica diaria. Si el Gran Libro existiera éste no sería otro que el conjunto de poema, reseña, conferencia, artículo, discurso o carta. Detrás de esa fragmentación uni­versal late un pulso unánime o, para usar metáforas borgesia-nas, el recuento del mundo termina por dibujar las líneas del propio rostro.

Ante los excesos juveniles de Borges, retorcido por dema­siadas cosas qué decir y además deslumhrado por el color local, el estilo fresco, claro, de Reyes, lo obliga a despojarse.

Reyes hablaba de quienes había conocido, trazaba su re­trato, anotaba sus locuras, ponía en duda los méritos de la sospechosa actualidad y mencionando libros y libreros, siem­pre libros y libreros, citaba a Maurras y repetía: "la inteligen­cia no debe aspirar al poder". "Su destino superior es pensar, no gobernar". El anarquista Borges, el spenceriano Borges, enemigo de todo Estado, advertiría cómo cada una de las páginas de Reyes era un guiño de complicidad, respaldo y aliento para transmitir lo suyo propio.

El repaso de la prehistoria auto-censurada de Borges, con sus lecturas de Quevedo y Góngora, con sus filosóficas dis­quisiciones a la sombra de Macedonio Fernández para abolir aún más esa nadería que es toda personalidad, sus fervores criollistas, trátese de Ascasubi, Ipuche o Silva Valdés o sus vagabundeos cosmopolitas, de Joyce al expresionismo alemán, pasando por su amistad con Cansinos Assens5 halló un pris­ma reductor en Reyes.

5 Ver el prólogo de Borges a la novela de Cansinos-Assens: El candelabro de los siete brazos, Madrid, Alianza Tres, 1986, págs. 9-14.

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La mirada inquieta se fue tornando voz personal y el ávido despliegue de fervores resultó filtrado a través de una palabra más sencilla y exacta. Rodríguez Monegal lo vio bien, al decir:

Fue Reyes el que lo ayudó a salir de la fase expresionista y ba­rroca, ya agotada en los años veinte, y lo llevó hasta el clasicismo de su mejor periodo. Fue en Reyes donde encontró Borges los se­cretos de una sintaxis invisible a fuerza de precisa, de esa ironía que es tan sutil que apenas se reconoce, de esa elegancia que no tie­ne igual 6.

Dos observaciones finales. El libro de Reyes incide en Borges como estímulo para sus propias obsesiones. Lo lleva a plantear, en la reseña, los problemas que él mismo intentaba poner en claro. Se apropia de él y termina usándolo como pretexto. Primer problema: su relación con la literatura española.

Con su típica actitud iconoclasta Borges comienza por decir que es mucho más prudente frecuentar las noticias que Reyes transmite sobre Valle Inclán que al propio Valle In-clán con sus párrafos "orondos y pendulares".

Líneas más adelante la emprende contra la haraganería mental de una adjetivación que había reducido toda frase a lugar común. Yendo más allá de Reyes, Borges promulga su rechazo:

6 EMIR RODRÍGUEZ MONEGAL, "Alfonso Reyes en mi recuerdo", en La Gaceta, México, Fondo de Cultura Económica, núm. 220, abril 1989, pág. 116. En este número monográfico sobre Reyes se encuentran también dos textos de Borges sobre Reyes, uno de ellos fechado en Buenos Aires el 8 de diciembre de 1955, donde dice: "Reyes es hoy el primer hombre de letras de nuestra América. No digo el primer ensayista, el primer narrador, el primer poeta; digo el primer hombre de letras, que es decir el primer escritor y el pri­mer lector". El segundo es tomado del libro de Roberto Alifano. Ver infra.

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Para el gacetillero español, no hay sacerdote sin su virtuosismo, no hay comerciante sin su probo, no hay señorita sin su bellísima, no hay auditorio sin su numeroso y selecto. Esta constancia casi ho­mérica de los epítetos no es tampoco una seña de exaltación: es alargamiento inútil de las palabras.

Entre los muchos problemas que debe resolver todo es­critor hispanoamericano uno, nada fácil, es el de su relación con España. Este primer Borges, lector de Manrique, Cer­vantes y San Juan de la Cruz, Torres Villarroel y Quevedo, Unamuno y Gómez de la Serna, consideraba que "la perfec­ción de un idioma postularía un gran pensamiento o un gran sentir, vale decir una gran literatura poética o filosófica, fa­vores que no se domiciliaron nunca en España", como anota en "El idioma de los argentinos". Allí también expresa: "La riqueza del español es el otro nombre eufemístico de su muerte. Abre el patán y el que no es patán nuestro dicciona­rio y se queda maravillado frente al sin fin de voces que están en él y que no están en ninguna boca" (pág. 171).

Afán por aligerar un español vuelto rutina. Era ésta una exigencia generalizada desde el modernismo que Borges re­toma y que Ventura García Calderón, en sus breves memo­rias generacionales tituladas Nosotros (1946) ha descrito muy bien. Memorias, por cierto, que comienzan recordando la picaresca sonrisa de Reyes.

Ventura García Calderón habla de cómo todo europeo mental es criollo sentimentalmente, "de ejemplo ha de ser­virnos siempre Darío", y como para todos ellos tanto "Cam-poamor el prosaico y Núñez de Arce el campanudo no satisfacen ya instintivamente al juvenil lector de Verlaine", ni, añadiríamos, al de Quincey y Jorge Bernardo Shaw, como Borges lo llamaba. Finalmente, García Calderón dirigiéndose

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a Lugones le dirá: "Aborreces a España, y sólo quieres ser español. Muy sudamericano todo esto"7.

El Borges que se resignaba a escribir en español y que lleva tal idioma a su máxima eficacia, no podía prescindir de estas simpatías y diferencias: sólo poniendo en duda su instrumento, debatiéndolo desde dentro, era factible que éste recobrara su vigencia.

La segunda reseña que Borges ha hecho de un libro de Reyes concluye con esta pregunta: ¿Creerá de veras Reyes en la venerabilidad de las letras, "en la perfección durante dos horas"? Haciendo un paralelo Quevedo-Reyes —ambos bien pueden descreer del arte— ¿sus páginas no están insi­nuándonos, en el caso de Reyes, que le interesa más la pre­gustada (posgustada) realidad de esos escritores que la de su tan laureada escritura?

Los sucesivos Reyes de Borges

A partir de allí la presencia de Reyes será constante en la obra de Borges. Aparece en "Tlön, uqbar, orbis tertius" (1941) como uno más de los amigos reales que pesquisan la imaginaria enciclopedia, con estas palabras: "Alfonso Re­yes, harto de esas fatigas subalternas de índole policial, pro­pone que entre todos acometamos la obra de reconstruir los muchos y macizos tomos que faltan: ex ungue leonera. Calcu­la, entre veras y burlas, que una generación de tlonistas pue­de bastar".

Y aparecerá ya metamorfoseado luego de su muerte, en uno de los más hermosos poemas de Borges: "In memoriam A. R.", incluido en El hacedor. El poema, fervoroso y con-

7 VENTURA GARCÍA CALDERÓN, Nosotros, París, Casa Editorial Garnier Hermanos, s.f., 148 págs. Tiene una advertencia preliminar de 1946 y un prólogo de 1936.

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movido, no sólo distingue a Reyes como renovador de la prosa castellana: nos transmite la imagen de un hombre que se aplica "dichoso y desvelado" a descifrar enigmas con la gracia de un estilo surcado de "vividos y delicados resplandores".

El trashumante Reyes que pasaba de un país a otro y estaba íntegramente en cado uno, será también analizado en prosa, en una nota de Borges aparecida en Sur (Buenos Aires, núm. 264, mayo-junio 1960) aún no recogida en libro. Allí insinúa Borges lo que consideraba la clave de su obra: "maneja una cultura que le es ajena y en la cual no le cuesta innovar, con buen escepticismo y sin supersticioso temor".

El análisis es exacto: a Reyes le tocó una zona sensible a la gravitación del inglés, una época que aún no había per­dido la costumbre de las letras francesas, vivió en España, el ayer de su sangre, su curiosidad lo hizo ahondar en el latín y el griego y fue contemporáneo del modernismo. Con todo ello y las tres armas de Stephen Dedalus, silencio, des­tierro y destreza, culminó en su obra, singularmente en la prosa, la renovación modernista. Algo que Borges promete analizar en el futuro: en sí misma y en su carácter de ins­trumento legado a quienes manejan el idioma. "Básteme hoy declarar con felicidad lo mucho que debo a su ejemplo". He aquí su mérito: manejar la cultura europea "sin exceso de reverencia".

Reyes había sido un ejemplo vivo y así lo recordaría Borges en todo momento: "Fue muy bueno conmigo. Yo no era nadie, un desconocido, y sin embargo él me invitaba a comer todos los domingos en la Embajada de México. Es­taba don Alfonso, su mujer, su hijo y yo. Hablábamos de literatura hasta la una de la mañana"8.

8 "Reportaje a Borges", Revista Ambiente, Buenos Aires, núm. 40, febrero 1984, pág. 32.

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No sólo hablaban. Reyes, editor de revistas y libros en cualquier país que estuviere, fundó en Buenos Aires los Cua­dernos del Plata. Dirigidos por él y como número 2 aparece en 63 páginas y 250 ejemplares publicados por Editorial Proa en 1929 el Cuaderno San Martín, tercer libro de poemas de Borges que incluye su conocido texto "La fundación mito­lógica de Buenos Aires". Las correcciones que Reyes sugirió y que Borges no hizo las aceptaría luego Borges recordando las palabras de Reyes ante su inicial rechazo: "Bueno, la estética de lo arbitrario"9. El arbitrario se había vuelto clá­sico: aceptaba con agrado la sugerencia del amigo en pro de una obra más despojada. Trabajarían, además, juntos en di­chos cuadernos, al editar a Macedonio Fernández, Güiraldes y La ciudad sin Laura, de Francisco Luis Bernárdez; Moli-nari y Gilberto Owen. Tales tareas los unirían aún más: maestro y discípulo se habían vuelto camaradas.

Por ello en la segunda embajada de Reyes en Argentina (julio de 1936 a diciembre de 1937) Borges pudo pagar, en la misma moneda, la generosidad indudable de Reyes. Junto con Bioy Casares publicaría en sus secretas ediciones Des­tiempo el trabajo de Reyes: Mallarmé entre nosotros (1938). También ambos, Reyes y Borges, se unirían para respaldar a los más jóvenes: los cuadernos Bitácora, dirigidos por Da­mián Bayón y L. M. Rinaldi, deberían su nombre a Reyes y encabezarían sus entregas I y II (abril 1937, junio 1937) con colaboraciones del mexicano y el argentino 10 convertidos ambos en referencia indispensable para quienes se iniciaban.

9 ROBERTO . ALIFANO, Borges, biografía verbal, Barcelona, Plaza y Janes, 1988, págs. 76-79.

10 Los cuadernos aparecieron cuatro veces, entre abril de 1937 y enero de 1938. Además de Reyes y Borges, los otros dos escritores consagrados que colaboraron fueron Ramón Gómez de la Serna y Ricardo Molinari. El poema de Reyes se titula "La canción del equi-

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Los individuos que hacen la literatura forman parte de una empresa colectiva: ahora Reyes y Borges fluían juntos dentro del infinito río de la lengua. Un ciclo se había cum­plido. Es hora, entonces, de mirar la otra cara del tema. A Reyes, lector de Borges.

Reyes lee a Borges

Borges también es perceptible dentro de la obra de Reyes desde una fecha tan temprana como 1926 cuando Reyes re­gistra en las Cuestiones gongorinas un trabajo incluido en El tamaño de la esperanza. Mera referencia bibliográfica. Luego en 1928 cita un párrafo de Borges en la que quizás fue la conferencia que recuerda Ulises Petit de Murat: "Sa­bor de Góngora". Igual en 1929, en "Góngora y América". Menciones apenas.

Quizás sólo en 1932, en una cómica página sobre "Estor­nudos literarios" la presencia de Borges se hace inconfundi­ble y notoria: le escribe a Reyes, quien se halla en Río de Janeiro, sobre un estornudo célebre aparecido en La Odisea, que complementa el estornudo sublime de Zarathustra re­gistrado por Reyes. (A lápiz, Obras completas, vol. VIII, 1958); diversión erudita. Regocijo de cómplices.

Antes Borges publicaba las cartas de Reyes. Ahora Reyes lo hace con las de Borges. Y ambos, gozosos, contribuyen al censo de los grandes estornudos literarios.

En 1941, en "La historia y la mente", Reyes sugiere, en contra de Borges autor de "La lotería en Babilonia", que quizás el azar no es todo y la historia tiene un sentido. "Lo que sucede —agrega— es que el destino del hombre no

paje"' y se encuentra en sus Obras completas. El ensayo de Borges, "Inscripciones", se reproduce como anexo.

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se realiza en el individuo sino — por encima del individuo — en la total especie humana".

En 1942, en La experiencia literaria, aquel disfrutable breviario de iniciación literaria, la autoridad de Borges, trá­tese de los "kenningar", metáforas escandinavas, de las jitan-jáforas o de la simple y argentina "macana" es invocada.

Finalmente, en 1943 tres páginas de Reyes sobre Borges superan las meras citas e intentan un retrato global del per­sonaje. Se titulaban "Misterio en la Argentina" y hoy se hallan incluidas en Los trabajos y los días (Obras completas, vol. IX, 1959).

Comienza por llamarlo "uno de los escritores más origi­nales y profundos de Hispanoamérica" y lo caracteriza así:

Borges ha escrito ya una buena docena de libros entre versos y prosa. En el verso huye de lo que él llama la manía exclamativa o la poesía de la interjección, y en la prosa, cuando opera con su propio estilo, sin caricatura costumbrista, huye de la frase hecha. Su obra no tiene una página perdida. Aun en sus más rápidas notas biblio­gráficas hay una perspectiva original. Fácilmente transporta la crítica a una temperatura de filosofía científica. Sus fantasías tienen algo de utopías lógicas con estremecimientos a lo Edgar Alian Poe. Su cul­tura en letras alemanas e inglesas es casi única en nuestro mun­do literario.

Luego de la obra, la persona. Reyes la describe en esta forma:

Borges es algo miope y su andar parece el de un hombre medio naufragado en el mundo físico. Con todas las condiciones para ser un exquisito, se orienta de modo singular, cuando quiere, por entre los bajos fondos de la vida porteña y el lenguaje del arrabal, en el que ha logrado unas páginas de factura admirable y verdaderamente quevediana, dando dignidad al dialecto. ¡ Lástima que estas páginas — de extraordinario valor— resulten inaccesibles al que no ha prac­ticado aquellos ambientes de Buenos Aires!

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La salvedad de Reyes se aplica a los Seis problemas para don Isidro Parodi (1942) de Borges y Bioy Casares, con el cual "la literatura detectivesca irrumpe definitivamente en Hispanoamérica y se presenta ataviada en el dialecto porteño". Analiza el libro en cuestión y concluye: "amén de su interés de enigma, el libro adquiere un valor de testimonio social, aunque iluminado fuertemente por las luces poéticas".

Este divertimento de Biorges, como lo llamaba Rodrí­guez Monegal, le ha servido a Reyes para trazar una precisa ficha de su contertulio porteño. La coda final, Borges, mago de las ideas, que "transforma todos los motivos que toca y los lleva a otro registro mental", enumera los argu­mentos de los otros cuentos de Borges: Tlön, Ménard, La Lotería de Babilonia, e insinúa así la vasta riqueza de su obra.

Otra mención: la que hace de "el admirable Borges", como lo llama en El deslinde (1944) autor de "narraciones trascendentales", cuyas "fantasías van mucho más allá del humorismo y tienen un valor de verdaderas investigaciones sobre las posibilidades epistemológicas" (Obras completas, vol. XV, pág. 137).

El diálogo continuaba. Cada uno estaba atento al otro, lo seguía y no dejaba de señalarlo 11.

11 Véase JOAN QUERALT, "Conversación con Borges", Revista de Occidente, Madrid, núm. 96, marzo 1971, págs. 267-284. Allí cuen­ta Borges: "Yo hice todo lo posible, dentro de mis limitados medios, para que le diesen este premio (él Nobel) a Alfonso Reyes. Fui a ver muchos escritores y les dije: Alfonso Reyes es quizás el mejor prosista que la lengua española ha tenido, es un gran hombre y tiene una obra que es una generosidad, un interés hacia todo lo que ocurre en el mundo. Al final resultó que las únicas personas listas a votar aquí por Reyes eran Victoria Ocampo, Adolfo Bioy Casares y yo. Todos los demás dijeron con un criterio nacionalista miserable: ¿Có­mo vamos a pedir un premio para un mexicano?. . . En todos los países encontramos la misma resistencia. En Chile querían que fuera

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La intimidad epistolar

Si hemos visto en las dos primeras partes, la faz pública de las relaciones Reyes-Borges, leyéndose y dejando constan­cia firmada, en revistas y libros, de estos encuentros, ahora algunos ejemplos extractados de sus cartas nos revelan otros ingredientes de esta amistad literaria. Afecto y entusiasmo. Un ejemplo insólito en estos países quisquillosos.

Reyes a Borges

México, marzo 8 de 1936 "Ahora descubro que yo les pertenezco a ustedes mucho

más de lo que suponía, que ya era mucho. No me olviden, por favor".

México, 19 de agosto de 1942 "Mi querido y siempre recordado Jorge Luis: No podría en breves líneas decirle con cuánto agrado he

leído sus Caminos que se bifurcan y con cuánto interés busco todo lo que usted publica. Lo desearía siempre a mi lado".

Neruda; en el Uruguay tenían una candidata que era una poetisa, Juana de Ibarborou, que en su propio país es de segundo orden y creo que en el mundo, más o menos, será invisible. Cada país tenía su candidato..." (pág. 277).

Y en 1976, en el prólogo a La moneda de hierro, recordará: "El prólogo tolera la confidencia: ha sido un vacilante conversador y un buen auditor. No olvidaré los diálogos de mi padre, de Macedo-nio Fernández, de Alfonso Reyes y de Rafael Cansinos Assens".

Habrá, de seguro, en entrevistas y diálogos, otras menciones de Reyes hechas por Borges. En todo caso los textos firmados por Bor­ges y referentes a Reyes que James Willis Robb incluye en su Re­pertorio bibliográfico de Alfonso Reyes (México, Unam, 1974, 295 págs.) son tres: el de Valoraciones (1927), el titulado "Alfonso Re­yes", en México en la cultura, Buenos Aires, núm. 21 (octubre-di­ciembre 1955), pág. 11 y el de Sur (1960). Además de la carta sobre "Estornudos literarios" recogida en A lápiz.

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México, 24 de mayo 1944

"Mi querido Jorge Luis:

En estos tristes tiempos la antología poética de usted ha sido una de mis más ciertas alegrías. Volví a pasar por las avenidas conocidas y entré por las nuevas, fascinado. Gracias de todas veras. Me ha gustado mucho ver el cuento de Ches-terton convertido ya en un ente estético independiente de los casuales traductores12 y he apreciado como buen gustador los finos retoques. Gracias otra vez.

Pronto llegará un libro espantoso que estoy por sacar: El deslinde. Por favor, considérenlo con piedad. El hijo mons­truoso es el que se lleva nuestra ternura. Saludos y abrazos".

Septiembre 27 de 1949

"Estoy deleitado con El Aleph. Acaso por culpa de mis obligaciones didácticas me siento harto de los libros. Usted me reconcilia con las letras. ¡Qué lástima no poderlo tener a mi lado para que me devolviera una poca de fe!". .

12 Reyes insistió en varias ocasiones en el papel de Borges como escritor que estaba dando "carta de naturalización al género (la no­vela policial) en la literatura hispanoamericana" ("Sobre la novela policial", 1945) junto con Bioy Casares. Reyes quien había traducido de Chesterton El candor del padre Brown en 1921 y El hombre que fue jueves en 1922 podía apreciar así en su carta los méritos de Bor­ges y comprobar su propio aporte, tal como lo señaló Jaime García Terres: "nos aproximó (antes de Borges) a figuras como Chesterton y Stevenson". Ver la lograda semblanza de García Terres: "Los días de Alfonso Reyes", en El teatro de los acontecimientos, México, El Colegio Nacional, Era, 1988, págs. 26-33.

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Borges a Reyes

Buenos Aires, marzo 14/57

"Querido maestro y amigo:

Le envío un ejemplar del primer número de La biblio­teca, inferior, como todas las obras humanas, a nuestras espe­ranzas, pero que anhela mejorarse y salvarse con una colabo­ración suya, de cualquier extensión y carácter. En estos días le mandaré un ejemplar del trabajo didáctico sobre Lugones que hice con Bettina Edelberg.

El país y yo lo extrañamos minuciosamente. Mis ojos no me dejan escribir y tengo que dictar esta carta y borra­jear, acaso ilegiblemente, esta firma.

Posdata: La lectura de su obra es una de mis grandes alegrías".

Diciembre 19/1959 "Como yo no puedo hacerlo, me leen su Filosofía he­

lenística". En el mismo año que Reyes moría Borges continuaba

siendo su lector-oyente más devoto. Conmovedor testimonio de fidelidad artística y humana.

Imagen final

Quizás Alfonso Reyes no ha logrado la fama que merece porque a un escritor le conviene que se lo vincule con un libro, aunque ese libro no sea el mejor de los suyos. El nombre de Goethe, por ejem­plo, está unido al de Fausto, el de Cervantes al Quijote. Reyes está, como Quevedo, diseminado a través de toda su obra. Yo pienso ahora en El deslinde o en Ijigenia cruel, dos textos suyos admirables, pero creo que ninguno de esos libros es la cifra de Alfonso Reyes 13.

13 ROBERTO ALIPANO, Ibid., pág. 77.

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Reyes, laborioso, diligente, no parece haber dejado, según las propias palabras de Borges, una obra sola que lo indivi­dualice y haga perdurable. Su obra son todas las obras. Bor­ges, en cambio, más imprevisible, mucho más arbitrario, termina por convertirse en su mejor obra. Estaba dotado de un ímpetu creativo quizás menos consciente de sí mismo. Menos razonable. Todo, como en un sueño arduo, le era dado. Y su dispersa generosidad editorial, además de sus dos volúmenes de Obras completas, anda todavía por allí, en periódicos, revistas precarias o como prólogos a libros inve­rosímiles.

Reyes, nuestro primer hombre de letras, tiene en su ade­mán algo pedagógico: una voluntad de esclarecimiento di­dáctico. De orden. De corregir y revisar lo escrito hasta integrar una totalidad sin resquicios. Puede mostrar, en una disección científica, la suma de los impulsos que inciden en la creación de una obra y crea, cómo no, con la puntualidad fecunda de una abeja laboriosa. Pero Borges, en definitiva, que también sabía cumplir con las arideces de la enseñanza o el decoroso rigor de un trabajo mercenario (véanse sus páginas sobre literatura portuguesa en la Enciclopedia ]ack-son) parece estar más cerca de la auténtica vocación creadora. Su poroso desorden se ha vuelto hoy en día mucho más necesario.

El frágil, el ciego balbuceante, resulta ahora mucho más sólido que el rollizo y gentil diplomático. Que el correspon­sal puntual y cálido. Que el pensador, con Pedro Henríquez Ureña, de la utopía americana. Sus obras se parecen bastante, pero los poemas, cuentos y ensayos de Borges dan el salto que Reyes no dio, como si la labor previa de Reyes le hubiese permitido a Borges ir mucho más allá de su querido y re­cordado maestro. Este ya había roturado el terreno, de Grecia a Goedie y de España a América. Así que Borges podía an-

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dar solo, enfrentado a su mejor interlocutor: ya no Reyes, el amable, el civilizado, sino "Borges y yo", el que se perdía para encontrarse o, como en El libro de arena (1975), a "El otro", ese adolescente y ese viejo que seguían conviviendo dentro de una misma mente a la vez dulce y tensa y en de­finitiva implacable.

Al otro Borges es a quien le sucedían las cosas: cosas tan terribles como para perder la razón. Aun así pudo escri­birlas. Lo hizo gracias a una prosa que podría resultar inex­plicable sin Reyes pero que ya era solo de Borges o de nadie. Había llevado la herencia mucho más allá del lugar en que la recibió. El ciego de la calle Maipú veía en la sombra. La elogiaba. En el otro extremo del continente la Capilla Alfon­sina rendía culto a los muchos libros y a un corazón inta­chable. Reyes era todos los libros. Borges se convirtió en El Libro. Borges, por ahora, tiene la última palabra. Sólo Amé­rica puede producir seres tan singulares. Fantasmas tan reales. Así lo vio a Reyes, en una nota, el periodista mexicano José Alvarado:

Si sólo hubiera escrito sus ensayos de imaginación, sería un pro­sista sutil de carne y hueso; si nada más los poemas, un poeta sin­gular; si los estudios helénicos, un sabio grato; si las investigaciones literarias, un erudito luminoso; si las exposiciones históricas, un profesor; si las travesuras, un frivolo; si las páginas sobre América, un americanista; si las Memorias de cocina y bodega, un cronista sensual; si sobre México, un nacionalista. Pero él tuvo la culpa. Es­cribió toda su vida, sobre todo lo que puede amar y entender un hombre. Es un humanista, es decir un fantasma 14.

14 JOSÉ ALVARADO, "El fantasma de Alfonso Reyes", Escritos, Mé­xico, Fondo de Cultura Económica, 1976, págs. 123-126 (Archivo del Fondo 52-53).

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Bien lo sabía Borges que compartió también su destino de convertirse en fantasma15 pero este mutuo reconocimien­to los exalta a ambos. Se había cumplido en el caso de estos dos amigos la definición que Reyes dio de la crítica: "La crítica es este enfrentarse o confrontarse, este pedirse cuentas, este conversar con el otro, con el que va conmigo". Ahora, varios años después, continúan vivos y unidos. Sin ellos re­sultaría impensable nuestra cultura. Constituyen ambos "la total circunferencia" de nuestro universo literario en un mo­mento dado.

Buenos Aires, noviembre 1989.

15 En lo referente a la prehistoria autocensurada de Borges he manejado las siguientes ediciones, por las cuales cito:

J. L. BORGES, Inquisiciones, Buenos Aires, Editorial Proa, 1925, 126 págs. (Ejemplar núm. 122 de una edición de 505).

J. L. BORGES, El tamaño de mi esperanza, Buenos Aires, Edito­rial Proa, 1926, 156 págs.

J. L. BORGES, El idioma de los argentinos, Buenos Aires, M. Glei-zer Editor, Colección índice, 1928, 185 págs. Allí se incluye la reseña de Reloj de sol (págs.. 124-131) que está también reproducida en El aleph borgiano (1987).

Las cartas Reyes-Borges fueron exhibidas en el Museo de Arte Decorativo de Buenos Aires durante la exposición de homenaje a Reyes organizada por la Embajada de México en Argentina en sep­tiembre-octubre de 1989.

A raíz del primer centenario del nacimiento de Reyes se le han dedicado varias publicaciones de interés: 1) Culturas, núm. 208. Diario 16, Madrid, mayo 1989 sobre el tema de Reyes y el exilio. 2) Revista Aleph, Manizales, Colombia, núm. 69, abril-junio 1989, 77 págs. 3) Vuelta, México, núm. 154, septiembre 1989.

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J O R G E L U I S B O R G E S : T R E S N O T A S

Alfonso Reyes. Pausa. París, 1926

Difícil cosa es razonar una admiración. La que los versos de don Alfonso Reyes ahora me exigen, no brotó de una sola vez: fue acabándose en intimidad gradual de lecturas.

Reyes es poeta habilísimo, es un don doctor de trovar, según la locución propuesta por el narbonense Riquier a otro Alfonso, al tocayo — nombre y sabiduría — de este mejica­no. (Mejicano no, mexicano: la equis es rezago español y cómo no ortografiar como la gongorina sor Juana Inés de la Cruz: a cuyas plantas excelsas, del Águila mexicana son ba­sas las dos cabezas.) Tan habilidoso escritor es Reyes que cada poesía suya es muchos regalos. Hay quien es noticiero de hechos poéticos (Whitman cuando no está en el comité, Fernández Moreno); hay quien les añade un halago para el oído; hay quien mira a un solo ambiente con sus palabras y procura que un aire de familia las unifique (Carriego con las palabras caseras, Guido Spano con las endebles, Andrade con las agigantadas); hay quien opone adrede palabras de ambiente contradictorio (Laforgue, Chesterton, alguna vez Enrique Heine, siempre Cocteau); hay ¡por fin! quien hace esas muchas y todas cosas y encima, para que no nos mo­lestemos en admirarlo, se hace el pobrecito y ese es Alfonso Reyes. Reyes —como los buenos novios— es armonía del pudor y de la pasión. Es el hombre de la confidencia cortés.

No quiero mentir discordia en sus páginas, desnivelán­dolas con reparticiones escolares de buena, no tan buena, me-

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jor. En cada una, acecha un aguinaldo distinto y para el avisado lector, todos los días (y aún todos los minutos) pue­den ser de pascuas de navidad. Dicho sea con otras palabras: siempre la voz de Reyes me gusta. En prosa o verso, hasta que las velas no ardan, qué más quiero que ser su contertulio callado. El mismo Valle Inclán me es posible, si quien está aludiéndolo es Reyes.

Quiero mentar alguna composición. La elegía a la muer­te de Amado Nervo (pág. 28) muestra una bondad inusita­dísima en esa clase de lamentaciones rituales. No nos dice que el dueño de la elegía era una sublimidad, un todo en este mundo de los casi nadies, un énfasis de virtudes; nos insinúa que era un yo como tantos otros, mejorable, imper­fecto, pero insustituible. Por eso puntualmente, por esa per­dición de algo idiosincrásico y único, es única tragedia el morir. Copio la última estrofa:

EPITAFIO

Eras cosa pequeñita: vivías en una nuez. Pero es tanta la malicia de morirse de una vez, que ya parece mentira lo que nos faltas después.

Reyes (digo) es héroe de la maestría que se recata, del pudor sobre la pasión, de la alegría secreta que es como lle­var un pájaro vivo adentro del saco. Es señor de toda la cor­tesía que rinde el mundo. Cortesía, flor de bondad.

Jorge Luis Borges

Valoraciones. Revista bimestral de humanidades, críticas y polémicas. Órgano del grupo de estudiantes Renova­ción de La Plata, núm. 11, enero 1927.

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TRES NOTAS 153

Inscripciones Bitácora Cuaderno II

Las definiciones taxativas del arte literario —lo valedero es la metáfora (el finado ultraísmo), lo valedero es la metá­fora más la rima (Lugones, 1909), lo valedero es la inven­ción de extraños detalles (yo, pienso que con Josef von Sternberg), lo valedero es la sintaxis (yo también, otras no­ches)— sirven un justo fin: despejar un poco los diezmiles y los cienmiles de libros que el atolondrado tiempo acumula. Su voluntario fanatismo es análogo a la otra convención de que hay "genios"-hombres de sobrenatural calidad, que nos dispensan de estudiar o mentar la obra de sus colegas. Ahí está lo irrisorio de la disputa de modernos y antiguos: los dos consultan nuestra comodidad, el alivio de los oprimi­dos estantes.

En tiempos de reforma, la esperanza ilimitada y el asco suelen imaginar una operación que linda con Dios: el in­cendio total de las bibliotecas. Hacia 1910, los futuristas con­cibieron ese propósito y aprovecharon los diversos servicios de la Unión Postal Universal para que figurase en los dia­rios. Hacia 1650, se discutió en el Parlamento Inglés la aniquilación de cuanto pudiera recordar el orden antiguo, empezando por los archivos depositados en la Torre de Lon­dres. Dos siglos antes de la era cristiana, el rey de Tsin abolió el sistema feudal, asumió el título de Primer Empe­rador y decretó la quemazón de todos los libros anteriores a Él. Más de cuatrocientos hombres de letras fueron deca­pitados por ocultación de volúmenes de bambú, delito que importaba una infracción de ese principio artificial de la historia... Butler, en 1871, imaginó un venerable Profesor

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154 JORGE LUIS BORGES

de Mundología, que presidía también una Sociedad Para Una Más Completa Obliteración Del Pasado.

La consecuencia que derivo de lo anterior es un exceso de belleza en el mundo, así como también de fealdad.

Priva tanto la idea de que la instigación del asombro es el más urgente deber de la literatura, que ya los escritores sólo redactan lo que les produce extrañeza —id est, lo ajeno a ellos. Si un escritor destaca o interpreta un pasaje, pode­mos sin el menor peligro inferir: a) que no le agrada mu­cho, b) que le parece a primera vista insignificante, c) que prefiere cualquier interpretación a la presentada por él. Si en verdad creyera que su interpretación es 'la justa, creería que los otros lo creen así, y vindicaría la contraria— para asombrar.

Jorge Luis Borges Bitácora, Buenos Aires, núm. II, junio 1937.

Alfonso Reyes

Sur

Hacia 1919, Thorstein Veblen se preguntó por qué los judíos, pese a los muchos y notorios obstáculos que deben superar, sobresalen intelectualmente en Europa. Si no me engaña la memoria, acabó por atribuir esa primacía a la paradójica circunstancia de que el judío, en tierras occiden­tales, maneja una cultura que le es ajena y en la que no le cuesta innovar, con buen escepticismo y "sin supersticioso te­mor. Es posible que mi resumen mutile o simplifique su tesis; tal como la dejo enunciada, se aplicaría singularmente bien a los irlandeses en el orbe sajón o a nosotros, americanos del Norte o del Sur. Este último caso es el que me importa; en él descubro, o quiero descubrir, la clave de la obra de Reyes.

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TRES NOTAS 155

El inglés, el portugués y el español son las lenguas de América y la contingencia de que estas lenguas formen otras, más adecuadas a la expresión de nuestro continente, puede ser un temor o una esperanza, pero no el tema de un pro­yecto inmediato. El uso de aquellas lenguas no significa que nos sintamos ingleses, portugueses o españoles; la historia atestigua nuestra voluntad de dejar de serlo. Esa voluntad no es una renuncia; quiere decir que somos herederos de todo el pasado y no de los hábitos o pasiones de tal o cual estirpe. Como el judío de la tesis de Veblen, manejamos la cultura de Europa sin exceso de reverencia. (En cuanto a las culturas indígenas, imaginar que las continuamos es una afectación arbitraria o un alarde romántico.)

Los astros fueron generosos con Reyes. En la República Argentina hemos pasado del francés al inglés y del inglés a la incomunicada ignorancia; a Reyes le tocó una zona sensible a la gravitación del inglés y una época que no había perdido aún la costumbre de las letras francesas. Años de España lo acercaron al ayer de su sangre y una noble curio­sidad lo hizo ahondar en el ayer latino y helénico. Sabiamen­te usó las tres armas que se permitió Stephen Dedalus: silencio, destierro y destreza. Otro favor fue ser contempo­ráneo de la más diversa y afortunada revolución de las letras hispánicas; hablo, naturalmente, del modernismo. Más allá de su nombre un tanto ridículo (el presente es la única for­ma en que se da lo real y nadie vivió en el pasado o vivirá en el porvenir) el modernismo sintió que su heredad era cuanto habían soñado los siglos y así Ricardo Jaimes Freyre pudo versificar los mitos escandinavos, como Leconte de Lis­ie, y Leopoldo Lugones, en El Payador, se desvió del tema pampeano para alabar a Góngora, proscrito por los académi­cos españoles. Una de las paradojas de aquel debate fue que los individuos de la Academia negaban o ignoraban el mejor

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pasado español y reducían el arte de escribir a la repetición de los refranes de Sancho o a la juiciosa variación de sinó­nimos. Quevedo escribió irónicamente que remudar vocablos es limpieza y la Gramática de la Academia alega esa broma para recomendar su criterio estadístico del lenguaje.

Cifrar en unos pocos nombres un complejo y vasto pro­ceso es correr el albur de que se noten menos las inclusiones que las inevitables omisiones, pero entiendo que la renova­ción de la prosa cabe en el nombre de Groussac y la reno­vación del verso en el de Darío. Ambas iniciativas culminan en la obra de Reyes, singularmente la primera. De dos modos podemos considerarla: en sí misma, en sus inquietudes y encantos, y en su carácter de instrumento forjado para quie­nes manejamos hoy el idioma. Si los dioses lo quieren, en­sayaré algún día ese doble análisis; básteme hoy declarar con felicidad lo mucho que debo a su ejemplo.

La vasta biblioteca que Alfonso Reyes ha legado a su patria no es otra cosa que un símbolo imperfecto y visible. No sé si recorrió tantos volúmenes como Saintsbury o Menéndez y Pelayo, pero no será inútil recordar una diferencia que escapa al cómputo de páginas o de líneas. El campo visual de los referidos maestros no excede, en cada caso particular, el área del sujeto que trata; la memoria de Alfonso Reyes, en cambio, era virtualmente infinita y le permitía el descu­brimiento de secretas y remotas afinidades, como si todo lo escuchado o leído estuviera presente, en una suerte de má­gica eternidad. Esto se advertía, así mismo, en el diálogo.

Jorge Luis Borges

Sur, Buenos Aires, núm. 264, mayo-junio 1960, págs. 1-2.

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TRES NOTAS 157

Anexo

Borges sobre Reyes

"Pienso en Reyes como en el mejor estilista de la prosa española en este siglo, y en mi escritura he aprendido mucho de él sobre la simplicidad y la manera directa" ("Autobio­grafía", 1970).

"Para mí, Fervor de Buenos Aires prefigura todo lo que haría después. Por lo que dejaba entrever, por lo que pro­metía de algún modo, lo aprobaron generosamente Enrique Diez Canedo y Alfonso Reyes". Prólogo fechado en 1969, a la reedición de Fervor de Buenos Aires. Obras completas, pág. 13.

"Alfonso Reyes me confió que la lectura de sus libros (los de Groussac) le había enseñado de qué modo había que escribir" (J. L. B. selecciona lo mejor de Paul Groussac, Buenos Aires, Editorial Fraterna, 1981, pág. VII).

"El modernismo trajo a nuestro verso la música verbal de los simbolistas, del Parnaso y de Hugo, pero su prosa fue casual o decorativa. A Paul Groussac le cupo iniciar la re­novación. Después vendría el más ilustre de sus muchos lec­tores: Alfonso Reyes", Ibid., pág. XI.

Chesterton: "Su apología de la fe cristiana, Ortodoxia (1908), ha sido admirablemente vertida al español por Al­fonso Reyes" (J. L. B., Introducción a la literatura inglesa, Buenos Aires, Columba, 1965, pág. 58).

En la biblioteca de Reyes se guarda un ejemplar de El jardín de senderos que se bifurcan (1942), que contiene una dedicatoria manuscrita de Borges que dice: "A Alfonso Reyes, estos opacos ejercicios de imaginación razonable. Con nos­talgia de su conversación. Jorge Luis Borges". En MARCOS-RI-

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CARDO BARNATÁN, Borges. Biografía total, Madrid, Temas de Hoy, 1995, pág. 257.

Ver también Borges en diálogo. Conversación de J. L. B. con Oswaldo Ferrari, Buenos Aires, Grijalbo, 1985, el capí­tulo 15 titulado "Su amistad con Alfonso Reyes", págs. 151-158. Y Conversaciones con Borges, por Roberto Alifano, Bue­nos Aires, Atlántida, 1985, el capitulo 20: "Alfonso Reyes", págs. 161-168.

El paseante, Madrid, núms. 15-16, 1990, págs. 142-153.

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ENTRAÑABLE BIOY

(1914-1999)

En el restaurante La Biela, en la Recoleta, en Buenos Aires, siempre almorzaba con un bife de chorizo y una dama inolvidable. Cuando ella se levantaba él también se levantaba para esperarla y acercarle la silla y continuar la charla, inteligente, traviesa, grata. El niño bien que amaba el tenis y las coristas era ahora un fauno sosegado con un apartamento vasto y cómodo en la calle Posadas y una estan­cia en Pardo, Rincón Viejo.

Sus antepasados eran vascos y franceses pero él ahora podía pasar por la quintaesencia mejorada del porteño: fino, irónico, humano. Al recordar a su familia escribía:

Cuando mi padre murió, el 26 de agosto de 1962, sentí que tan­tas cosas que podían hacerme gracia, ya no iba a poder comentarlas con nadie. Soy el último Bioy. No me queda sino aburrirme y aun así, tan solo, ni vale la pena. Hablaba tanto con él. Y ahora pienso en la enorme cantidad de cosas de las que no he hablado. Uno vive tan distraído al lado de su padre.

Casado con Silvina Ocampo, una poeta excelente y una cuentista mágica, no compartía las devociones del mundo de su cuñada, la legendaria Victoria Ocampo. A Gide, Valéry, Virginia Woolf, Eliot, Tagore, Keyserling y el ilegible Waldo Frank opuso los suyos, considerando una aberración olvidar, o mejor dicho, ignorar a Wells, Shaw, Kipling, Chesterton, Georges Moore, Conrad.

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160 JUAN GUSTAVO COBO BORDA

En esta rebelión contra la directora de la revista Sur, que divulgó generosamente la obra de ambos, lo acompañaba su amigo y cómplice, Jorge Luis Borges. La primera imagen suya que perdura es aquella que Emir Rodríguez Monegal atribuyó a un único escritor bifronte llamado Biorges que amparándose en los serviciales apellidos de antepasados suyos urdieron los cuentos, crónicas y enigmas policiales de H. Bustos Domeq y B. Suárez Linch. Uno de ellos comienza con esta sabia dedicatoria: "A esos tres grandes olvidados: Picasso, Joyce, Le Corbusier".

Esa labor en equipo, que comenzó con un folleto sobre bacilos búlgaros, tuvo uno de sus momentos más fecundos cuando los tres, Borges, Bioy y Silvina, publicaron en 1940 la celebérrima Antología de la literatura fantástica que acogía hospitalaria tanto a Petronio como a León Bloy, tanto a Chesterton como a Ramón Gómez de la Serna. A partir de allí la literatura fantástica adquirió carta de ciudadanía en el continente americano y se comenzó a configurar toda una escuela en el Río de la Plata.

A ellos no era ajeno el hecho de que en el mismo año, con prólogo de Borges, apareciese La invención de Morel, la primera obra que Bioy Casares consideraba verdadera­mente suya, dejando atrás una copiosa prehistoria literaria que él pensaba hecha "a costa de los lectores".

El controlado narrador científico que, en islas abandona­das, proyecta cinematográficamente los ávidos fantasmas ena­morados de su deseo, podía ser también el exacerbado y pa­ródico coautor de La fiesta del monstruo (1947) donde una manifestación peronista les permite exacerbar su prosa hasta el más grotesco de los delirios. El inventor de ficciones per­fectas siempre tendrá un oído alerta para escuchar las modu-

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ENTRAÑABLE BIOY ( 1 9 1 4 - 1 9 9 9 ) 161

laciones y dibujar las siluetas de personajes tan graciosamente locales como compasivamente universales.

La urbana compostura de Bioy que se deleita al máximo con los descalabros amorosos que los galanes argentinos pa­decen en el extranjero va dejando atrás los artilugios cien­tíficos de sus comienzos y se entrega, intenso y a la vez travieso, a las sorpresas convincentes de elixires que otorgan poderes sobrenaturales, como sucede con el simpático taxista de Un campeón desparejo (1993), su última novela.

Entre una y otra Plan de evasión (1945), El sueño de los héroes (1954), Diario de la guerra del cerdo (1969), Dormir al sol (1973), La aventura de un fotógrafo en La Plata (1985), corroboran cómo la plana neutralidad de un tono cada vez más transparente oculta asombros, fantasías, eternos retornos y mundos paralelos. Los fantasmas van y vienen por sus páginas y un túnel en el Delta puede desembocar en una calle de Punta del Este, entre rudos contrabandistas y amo­res tan eternos como fugaces. Es un inventor nato. El cuen­tista por excelencia que alusivo, reticente, enriquece la torpe brutalidad de la vida en su estúpida labor, con destellos de inteligencia y la luz de un humor afectuoso. De ahí los va­riados e inagotables libros de cuentos, siempre profundos, siempre risueños: La trama celeste (1948), Historia prodigio­sa (1956), El lado de la sombra (1962), El gran serafín (1967), El héroe de las mujeres (1978), Historias desaforadas (1986), Una muñeca rusa (1991), Una magia modesta (1998).

Su encantador libro de ensayos La otra aventura (1968) donde anota: "todo en nosotros va envejeciendo, salvo la afición por los relatos", su Breve diccionario del argentino exquisito (1978) donde palabras como "desfasaje", "fáctico", "optimizar" y "relevante" encuentran su merecido, luego de la resignada observación en el prólogo: "El mundo atribuye

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sus infortunios a las conspiraciones y maquinaciones de grandes malvados. Entiendo que subestima la estupidez", complementan esas joyas variadas, esas misceláneas que nos deleitan, al abrirla en cualquier página: Guirnalda con amo­res (1959), y De jardines ajenos (1997).

Del primero, al azar, este "Retrato": "Conozco a una muchacha generosa y valiente, siempre resuelta a sacrificarse, a perderlo todo, aun la vida, y luego a recapacitar, a recupe­rar parte de lo que dio con amplitud, a exaltar su ejemplo, a reprochar la flaqueza del prójimo, a cobrar hasta el últi­mo centavo".

Y esta cita, del segundo, atribuida a Roger Ascham (c. 1515-1568): "Ignoro plenamente tal asunto; ni siquiera he dictado clases sobre él". Si a esto añadimos su nostálgica Memoria sobre la pampa y los gauchos (1970), sus diarios de viaje, y sus hermosas Memorias (1994) tendremos su re­trato. Quizás también él hubiese preferido, como los gauchos, que su vida se contase no por libros ni por años sino por los caballos que tuvo, las muchas mujeres que amó, o los parti­dos de tenis que pudo haber ganado. Pero quizás por ello mismo este cabal hombre de letras no vio jamás sus páginas abaratadas por el éxito ni deformadas por los compromisos políticos. Sigue siendo un ser entrañable.

La Gaceta, Tucumán, domingo 11 de abril de 1999, pág. 4.

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EN LA ÓRBITA DE BORGES

JUAN JOSÉ ARREOLA

Conocí a este juglar extemporáneo en un hotel de Bue­nos Aires. Estaba nervioso como un niño ya que iba a filmar un programa de televisión con Borges y su actitud era la del alumno desaprovechado frente al maestro insuperable. Como varios otros había sido marcado por esa presencia tu­telar pero compensaba el estigma de los elegidos con una gracia propia.

Había escuchado la poesía a través de la zarza ardiente de la belleza y había quedado marcado por tal revelación. Agitada la blanca cabellera, vibrátiles los rasgos de la cara, inatajables los compases que dibujaban sus manos, el torren­te irreprimible de la voz iba desde el soneto de Quevedo hasta el arcaísmo pedregoso de los campesinos de su tierra: Zaplotan el grande, donde nació en 1918.

La gente, siempre infame, lo acusaba de haberse vendido a la televisión y glosar con erudición griega, los juegos olím­picos de entonces. ¿Pero cómo glosar los juegos olímpicos si no era con erudición griega? Pensé en Jean Cocteau des­bordado también por el relampagueo de su ingenio, pero su escenario no eran los salones parisinos sino la misma y com­partida tierra de la rebelión cristera que arrastraba entre muertos y silencios su compadre Juan Rulfo y que comparte en textos inclementes como "El Cuervero".

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De ahí la parquedad de sus obras, su reticencia personal. La nube de neurosis y alcohol que parecía aureolar sus le­yendas paralelas. Pero si Rulfo era un paisajista del ánima, Arreola era un orfebre de la imaginación. Taraceaba sus pie­zas con primor, y las pulía hasta llegar a esa delicia incan­descente del idioma congelado a su más alta temperatura. Repasándolo, me inquietó el odio misógino que parece esca­par de esas viñetas feroces —el hombre como rinoceronte que bufa sobre el cuerpo imposible de una mujer que lo agota— pero una estudiosa catalana de su obra, María Be-neyto, a quien se lo comenté, me sugirió otra hipótesis: en realidad él busca la pareja primordial, disociada en las puer­tas del paraíso. De ahí esa rabia con que se empecina en recobrar lo perdido, escamoteado entre los simulacros terres­tres de un esplendor insuperable. Zoólogo y miniaturista, sus escenas teatrales de provincia tienen la crueldad refinada de quien se asoma a la farsa por detrás del escenario como lo aprendió de Jean Louis Barrault en la Comedia Francesa y se conduele de ver cómo los celos del marido ante los deva­neos teatrales de su mujer con el mejor amigo de la casa, llegan al delirio sumo: aquél termina por atribuirlos a una conspiración del pueblo circundante, no al irreprimible he­chizo que desvía las órbitas y produce conflagraciones tan luminosas como dramáticas. Por ello "La vida privada" como "El faro" convierten el adulterio en una mascarada bufa. A fuerza del rigor estilístico logra profundos sacudimientos morales.

Algo teatral hay en sus textos de malamor pero lo que siempre termina por salvarlos, más allá de la desenfrenada impudicia de sus lacras sentimentales, es la límpida armazón de su estructura literaria. Así esa mariposa que termina por ahogarse en el grasoso potaje de la sopa conyugal como en

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ese texto certero llamado "Metamorfosis", que con razón Octavio Paz incluyó en su antología de Poesía en movimien­to, México 1915-1966, precedido por estas palabras: "Pensa­mos que ha escrito verdaderos poemas en prosa. Fantasía, humor y el elemento poético por excelencia, el elemento ex­plosivo : lo inesperado. Tensos y violentos ( . . . ) la corriente que transmiten esas transparentes paradojas es de alto vol­taje" (México, Siglo XXI Editores, 1966, pág. 23).

Como los textos de Marcel Schomb, Papini, Julio Torri o Henri Michaux, Arreola se nutre de la historia para mos­trar mejor su descuartizado corazón. A partir, por ejemplo, del precioso poema de Garci-Sánchez de Badajoz (1450-1520) "recontando a su amiga un sueño que soñó".

Muy poco ha que pasó Solo por esa ribera, y como le vi y me vió yo quise saber quién era y él luego me lo contó diciendo: Yo soy aquel a quien más fue amor cruel, cruel que causó el dolor, c' a mí no me mató amor, sino la tristeza de él.

Esa recóndita vena de conmovida desolación lírica y que se trasluce, al máximo, precisamente en el texto que le dedica a Garci-Sánchez de Badajoz, titulado "Loco de amor":

El desierto jardín de madrugada. Allá va Garci-Sánchez de Ba­dajoz, transido de amoroso desvelo, bajo el peso de su cítara inaudita.

Va por el jardín del sueño, loco de amor, escapado de su cárcel divagada. Buscando bajo los lirios la trampa de la acequia. Mundo abajo, razón abajo. Rodando en la pendiente de dos ojos oscuros, feroces de mirada indiferente. Cayendo en el hueco de una oreja

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sin fondo. A paletadas de versos tristes cubre su cadáver de hom­bre desdeñado.

Ya Borges al referirse a Enrique Banchs hablaba de lo productivo poéticamente que puede ser la indiferencia o el rechazo. Pero el prodigio de Arreola es como su juego cul­poso con la retórica amorosa se despliega en muchas otras direcciones. Y así bien puede ir de animalescos ejercicios kafkianos como "La migala" hasta pormenorizados prospectos científicos como "Baby H. p.". "Ya tenemos a la venta el maravilloso baby H. p., un aparato que está llamado a revo­lucionar la economía hogareña" al convertir en fuerza mo­triz la vitalidad de los niños, o "El fraude" en el cual las estufas Prometeo comienzan a "fallar inexplicablemente", y la empresa fáustica del aparato perfecto se trueca en la con­vencional relación del vendedor que abandona los sueños del creador mesiánico y se entrega al simple y satisfecho de­rrumbe de la vida cotidiana con una quejosa compradora de tales artilugios.

Como lo vio muy bien Jorge Luis Borges, en el prólogo a los Cuentos fantásticos (1986) de Arreola "la gran sombra de Kafka se proyecta sobre el más famoso de sus relatos, El guardagujas, pero en Arreola hay algo infantil y festivo ajeno a su maestro, que a veces es un poco mecánico".

Arreola tiene la agilidad trashumante de quien va de la Numancia cercada por los romanos a los criminales que usó Felipe II con fines políticos para arribar a las crueldades actuales de la segregación racial en Estados Unidos, tal como lo atestigua su "juguete cómico en un acto": La hora de to­dos, como el texto incluido en Palíndroma (1971) y titu­lado "Hogares felices". En él como en "Starring all people" es el cine quien se encarga de cerrar, con fulgurantes visos apocalípticos, el recorrido de esta prosa, exacerbada en la pre-

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cisión y desquiciada por la aguda mirada que lanza sobre seres y cosas, quitándoles su soporte convencional. En su notable "Bestiario" esta descripción de los cisnes es por cier­to, un hallazgo —mira el mundo desde la literatura y así, por cierto, le otorga el frescor de una nueva vida:

Los cisnes atraviesan el estanque con vulgaridad fastuosa de frases hechas, aludiendo a nocturno y a plenilunio bajo el sol del mediodía. Y el cuello metafórico va repitiendo siempre el mismo plástico estribillo... Por lo menos hay un negro que se distingue: flota al garete junto a la orilla, llevando en una cesta de plumas la serpiente de su cuello dormido (pág. 26).

El modernismo se ha trocado en un surrealismo de bases clásicas. Arreola, lector, maestro y declamador no condescien­de con frecuencia a la escritura. Pero cuando lo hace, como lo confesó en sus memorias narradas a Fernando del Paso, debe intentar lo imposible: llegar a la perfección, a "escribir de manera excepcional" o como él mismo lo dice, en la deli­ciosa autobiografía con que se abre su Confabularlo —"un afán de perfección al servicio del resentimiento"—. Por ello el lenguaje al que aspira es el "lenguaje absoluto".

Pero Arreola, como su amigo y según creo paisano An­tonio Alatorre, el autor de ese magistral libro sobre los 1001 años de la lengua española es también "muy antiguo y muy moderno": se nutrió de la savia ancestral para esclarecer el absurdo contemporáneo. La queja de no haber servido con inalterable fidelidad a la literatura, no es válida ya que la sabia, compleja e irónica relación que ha mantenido con ella, enriqueciéndola, se torna de una sutileza conmovedora y de una apertura inabarcable gracias a la claridad vertiginosa con que sus breves poemas en prosa nos abren el calidoscopio abismal de un mundo sin fin: el de la propia literatura. Un crítico como Paul de Mann en ese elegante libro sobre la

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retórica y la ceguera en la historia de la crítica contemporá­nea, nos muestra la tortuosa dificultad, por cierto fascinante, con que Heidegger lee a Hölderlin. Leamos cualquier texto de Arreola, como aquel que dedica a la Dulcinea de Cervan­tes, para escuchar su risa lúcida. Este texto bien puede ser el "Pierre Ménard" de Arreola: un Aleph sin término, en el cual todos nos perdemos con deleite y callamos, cómplices, en el secreto compartido.

El más alto humor no hace sólo reír a carcajadas. Nos lleva a sonreír piadosamente sobre el hombre y sus quimeras imposibles. Tal la lección de Arreola. Su magistral lección de agudeza implacable y piedad recóndita. Su magistral lec­ción, nada magisterial, dentro de la serena y acogedora órbita trazada por Borges.

Conferencia inaugural del XIV Simposio Internacional de Literatura "El humor en la literatura hispánica", Medellín, agosto 5 de 1996, Universidad de Antioquia Instituto Literario y Cultural Hispánico, Westminter Ca­lifornia, Biblioteca Pública Piloto de Medellín. Publicada por primera vez en la revista Vuelta, México, núm. 243, febrero 1997, págs. 58-59.

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LAMINA IV

Borges dedica uno de sus libros

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CENAS CON BORGES Y BIANCO

Cuando yo estaba fuera del país, por ejemplo en los Estados Unidos, y alguien dijo de visitar América del Sur, yo lo he incitado a conocer Colombia, por ejemplo, o le recomiendo Montevideo. Buenos Aires, no. Es una gran ciudad demasiado gris, demasiado grande, triste — les digo— pero eso lo hago porque los otros no tie­nen derecho de que les guste. Además, generalmente lo que les agrada a los extranjeros es lo que nunca le im­porta a uno. La idea de encantarse con el estanque de Palermo, con el Obelisco o con la calle Florida es bas­tante triste. O con lugares del sur de la ciudad, que son totalmente apócrifos. "Borges igual a sí mismo".

(Entrevista con María Esther Vázquez, abril 1973, in­cluida en el libro de J. L. BORGES, Veinticinco agosto 1983, Madrid, 1983, pág. 96.)

Los turistas, ahora, también piden ver a Borges y hacia allí se encaminan, a Charcas y Maipú, a una cuadra de la calle Florida y a otra de la Plaza San Martín: una dirección, en el corazón de Buenos Aires, que muchos taxistas conocen de memoria, donde bien pueden recibir la sorpresa de su vida cuando un hombre alto, pulcro y de nudoso bastón de cam­pesino egipcio les abra él mismo la puerta del sexto piso. La charla bien puede comenzar precisamente por el bastón de

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marras, regalado en un reciente viaje suyo a la Esfinge, en compañía de su fiel lazarillo, la argentina de origen japonés María Kodama. O puede ser un bastón irlandés obtenido, no hace mucho, en un ritual peregrinaje al Dublín de Joyce. Borges, quien nació un año antes del siglo, el 24 de agosto de 1899, tras ocho meses de gestación, en una casa de la ca­lle Tucumán, entre Suipacha y Esmeralda, se muestra mu­cho más activo y andariego de lo que alguien pudiera pensar a primera vista.

Por estas fechas, verano de 1985, las vidrieras, y no las vitrinas, como se dice en Colombia, de las librerías de Bue­nos Aires ofrecen diversos títulos suyos. El más llamativo, y el más caro, lo muestra a todo color ascendiendo en un globo en compañía de María Kodama, ahora revelada como fotó-grafa. Se titula Atlas (Editorial Sudamericana) y son muy breves trozos acerca de ciudades que ha visitado más con la imaginación que con los ojos. Esos ojos que, según sus pala­bras, apenas si distinguen el color del amarillo.

Una singular guía turística donde el laberinto de Creta y la cúpula del viejo edificio de la Biblioteca Nacional bo­naerense, en la calle México, de la cual fue director varios años, se mezclan con Islandia y Venecia. Ninguna guía me­jor que ésta, fabricada por un visionario hombre ciego.

El otro título, más discreto en apariencia, pero no menos detonante en su contenido, es La alucinación de Gylfi, de Snorri Sturluson (Alianza Editorial), traducida y prologada por Borges y Kodama. Da la sensación, para los ignorantes como yo, de un delicioso pastiche, pero Borges, en el prólo­go, aclara que el libro fue creado en la remota Islandia por un hombre nacido en 1179. Este escandinavo, mediante tal fábula, expuso la mitología germánica en un ámbito a la vez tan fantástico y burlón como para que Borges se mueva den­tro de él como pez dentro del agua.

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Los otros libros parecen más un fruto de su desperdiga­da generosidad editorial que obras voluntariamente creadas por él. Aquél del cual está tomado el epígrafe de estas pá­ginas agrupa cuatro cuentos, dos de ellos ya conocidos por una edición de lujo de 1977 ("La rosa de Paracelso" y "Ti­gres azules") y la entrevista citada. Otro, Diálogos, fechado en 1983, reúne unas curiosas conversaciones suyas, casi todas sobre política, con un joven argentino: Néstor J. Montene­gro. Y uno más, En torno a Borges (Hachette), también del 83, y realizado por Justo R. Molachino y Jorge Mejía Prieto, una acertada selección de textos de y sobre Borges con la consabida entrevista final, siempre imprevisible.

Hay también otro libro más, editado por el Fondo de Cultura Económica, de México, de diálogos con Antonio Ca­rrizo, locutor y comentarista radial argentino. Y dos más — fábulas de Stevenson, poemas de Heine— prologados por él. Y uno, final, de poemas en torno a Borges, que bien parece de poemas contra Borges. Y, cómo no, con cierta regularidad artículos suyos en Clarín o poemas en La Nación y miles de entrevistas, por todos lados. No anoto estos dos datos por preci­sión erudita ni mucho menos porque pretenda reseñar tales títulos. Sólo para dar una idea del modo tan intenso como está Borges en medio de la vida argentina. Parece ser el hombre que más trabaja. El centro de esa urdimbre gracias a la cual una ciudad adquiere su perfil definitivo.

Buenos Aires es de Borges del mismo modo, supongo, que hay un París de Proust o una Bogotá de José Asunción Silva. Como decía, con compartible orgullo José Bianco, amigo de Borges y quien me introdujo ante él: "Muchas miserias de estos últimos años, en la Argentina, parecen compensarse sabiendo que hemos vivido los mismos años que vivió Borges, entre nosotros". Años de creación conti-

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nuada y de actitudes éticas siempre firmes a pesar de su pro­clamado y saludable anarquismo. O quizá por ello mismo.

"Soñando y escribiendo creo haber hecho más por la patria que varios generales", dice en el libro de Montenegro. Y allí mismo, en este delgado volumen, reitera varias de sus convicciones más íntimas. La emprende, obvio, contra su vieja bestia negra, el nacionalismo: "¿Qué pensar de una doctrina que cambia según los colores del mapa?", y luego de ironizar sobre cierta guerra y ciertos gloriosos militares que la llevaron a cabo —"se celebró la victoria cuando la batalla no había empezado"—, responde a la pregunta de si conoció el documento de las fuerzas armadas en que se justi­ficaba la lucha antisubversiva, con pausada firmeza:

Creo que en ese documento se afirma que el gobierno ha tomado como modelo a los terroristas. No sé si ese modelo es aconsejable. Se ha pasado de un terrorismo a otro. El secuestro silencioso ha sucedido a la ruidosa dinamita. No hay diferencia ética entre los dos. Ambos son indiscriminados. El que arroja una bomba ignora a quién mata; el que da muerte a un arrestado, también. La justicia debe ser pública; no puede prescindir de un juez, de un tribunal, del testimonio de testigos, de un fiscal y de un defensor. La clandes­tina ejecución de un solo ciudadano es un crimen. Se habla de 25.000 desaparecidos. No importa la estadística. Cristo murió en la cruz una sola vez (pág. 48).

Borges, inmerso siempre en la actualidad de su patria; definido, y a la vez apasionado ante ella, como todos los hombres, tiene la virtud de recordarnos que este tiempo, el nuestro, es el único que tenemos, y que la injusticia parece superar las edades confundiendo el asesinato de Kennedy con el de Lincoln. Por ello, quizás, se hace más urgente com­batirla. Concluyamos este apartado, citándolo:

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La invasión fue aprobada cuando se la creyó una victoria; cuan­do se reveló que era una derrota fue condenada. Debemos obrar de un modo ético; de las consecuencias nada sabemos (pág. 20).

I I

Por Ricardo (Güiraldes) también conocí a Borges, Rojas Paz y Brandan Caraffa, quienes lanzaron Proa con él. Pero mis relaciones con ellos eran superficiales. Norah, la hermana de Borges, era entonces una mu­chacha encantadora, con grititos de pájaro que lanzaba, con la mayor naturalidad del mundo (pese a una apa­rente afectación), preguntas como: "Y usted ¿qué pre­fiere: una rosa o un limón?". O bien: "|Ay Victoria! ¿Usted piensa siempre?". Vivía en un mundo propio, en el que su hermano jugaba el rol principal. Un mun­do poético y maravilloso en el que deambulaban los dos, con el alma infantil, el talento y la inocencia, in­quietante a veces, de dos niños un poco locos.

(VICTORIA OCAMPO, Autobiografía, vol. VI, Buenos Aires, Ediciones Sur, 1984, pág. 52).

En la Argentina del 800 por ciento de inflación anual reconocida (25.1 por ciento en enero de 1985) y donde el 25 por ciento de la población de Buenos Aires, según informa la Municipalidad de la ciudad, por conducto de su Secretaría de Salud, "se halla necesitada de asistencia siquiátrica"; en la Argentina que tiene una deuda externa de 48.800 millones de dólares, es grato cenar con Borges. Hotel Dorá, a media cuadra de su apartamento. Borges pide huevos tres minutos y postre de batatas. Bianco tallarines y yo omelette a la sui­za, un nombre pomposo para la tortilla de queso que se ave­cina. Poco a poco, mientras Borges desmenuza varios panes (le encanta) y toma varios vasos de agua, vamos entrando

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en otra dimensión. El mágico mundo que sus palabras crean a partir de la nada diaria. Los apuntes que siguen, breves recordatorios, no alcanzan a dar cuenta de la cálida intensi­dad con que Borges se lanza, en compañía de su amigo Pepe Bianco, a quien conoció hace 40 años, y en mi compañía — recién llegado a la mesa del banquete—, a hablar de lo que sí vale la pena: la literatura y la ética, las mujeres y el cine, los libros y los hombres.

Es tal su fuerza mental, tan proseguida su capacidad de relación y análisis, que por momentos su frágil humanidad — hay que acercarle el pan, servirle agua—, su regocijante sentido del humor, su afán polémico y sus estruendosas car­cajadas, desaparecen, dejándonos la sensación perturbadora de estar, por primera vez, ante un genio. Un hombre cuya mente, a la vez tan inocente e inquietante, para emplear los términos de Victoria Ocampo, no podríamos penetrar. La mente de Funes el memorioso, de insomnios perpetuos y pesadillas interminables; de humillaciones, bochornos y des­venturas; de bondades y mansedumbres extraordinarias, que habrán de confluir en esa felicidad extraña que es la obra de arte. El colibrí y el pescadito de Heine, en uno de los poe­mas últimos de éste, que Borges modula en un balbuceante y a la vez firme alemán, rescatándolo de los pozos insonda­bles de su memoria y llevándonos, de nuevo, a la fuente de la eterna juventud. Bi mi ni.

Cuando vuelvo a prestar atención a lo que se dice en la mesa, y a estos comensales a la vez tan eufóricos y tan civili­zados, no me explico por qué he pensado lo anterior. No. No lo he pensado. Lo he sentido, apenas. En consecuencia, vuel­vo a fijarme en lo que Borges y Bianco hablan, anotándolo mentalmente, para no perderlo del todo. Al llegar a casa, lo pondré en mi diario. He aquí mi infidente homenaje.

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I I I

Me gusta la comida liviana y mi mayor "calaverada" es un plato de ravioles con manteca y queso, pero sin salsa. En Estados Unidos me habitué a las sopas de pes­cado y mariscos suaves, no agresivas como la "boulla-baise". Y el café, sobre todo el colombiano, que es suave.

(En torno a Borges, Buenos Aires, Hachette, 1984, pág. 73).

— Borges comienza hablando de Flaubert y de cómo ha­bía ido a documentarse a Cartago, para escribir Salambo. Incluyó los cactus, traídos por los españoles de México y que no existían en la época en que estaba ambientada la novela. No se puede ser tan realista. Es preferible ser un poco más impreciso.

— Borges y Bianco comparan a Maupassant con Zola. Ambos, me parece, acaban por preferir al primero, aunque Borges recuerda (¿qué no recuerda Borges?) esas novelas de Zola, con título tan abstracto, que en Ginebra, de adolescen­te, leía de un día para otro por tres centavos.

— Títulos notables: Papa, batata y patata, de Pedro Hen-ríquez Ureña. Podría dar pie para una interminable charla entre la Madre Patria y estas Indias Occidentales.

— Borges rememora la mente laberíntica de la escritora Susana Soca, la Victoria Ocampo uruguaya, y evoca también su revista, La licorne. Siempre se sentía a punto de cometer una gafje y murió en un accidente de avión en Río de Janei­ro, a su regreso de Rusia, adonde había ido para conocer a Pasternak. Cómo viajan los latinoamericanos y, sobre todo, por conocer escritores.

Hablamos de Chesterton: su autobiografía, que no era muy buena; y de Hilaire Belloc: su libro sobre los judíos, que era en el fondo antisemita.

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— Borges no aprecia demasiado a Roberto Arlt ni quiere mucho a Oliverio Girando. Girando, que invitaba a los jó­venes poetas a beber con él y a los cuales ayudó financiando una revista literaria, Letra y línea, para que hablasen bien de él y mal, claro está, "como debe ser", de Borges y Bioy. La mujer de Oliverio, Norah Lange, entre tanto, le pedía preocupada a Borges que escribiera una nota sobre el último libro de Girando que le había costado caro, "no intelectual-mente", aclara Borges, sino económicamente, y del cual era necesario recuperar la inversión. Tal vez por ello, como for­ma de promoción, "curiosa forma", aclara Borges, Oliverio aparecía por las calles de Buenos Aires disfrazado de coche­ro de pompas fúnebres, en un vehículo ad hoc, muy apropia­do quizá para sus propósitos de divulgación. "El libro, en cambio, seguía sin venderse", concluye Borges.

— Borges, preocupado por la suerte de Argentina, me pregunta: ¿A la manifestación que acaba de ocurrir, en con­tra de Alfonsín, por problemas laborales, fue mucha gente? ¿Obreros, ante todo?". "Si Alfonsín no hubiera ganado, me hubiera quedado en la Universidad de Texas dictando clases de literatura inglesa. Sé un poco de eso".

— Borges replica a Bianco cuando éste, citando a Paul Valery, afirma que la bonanza económica ayuda a la creación intelectual. Borges, malicioso, arguye que en el caso de Oli­verio Girando, millonario, tal teoría no parece comprobarse.

— El filósofo Francisco Romero se había aprendido de memoria un poema largo de Borges sobre el tango. Le sugi­rió a Borges cambiar un adjetivo, y éste aceptó la insinuación: "Un hombre que se aprende un poema de uno de memoria, bien tiene derecho a contribuir en algo a su mejoramiento".

— Al hablar con Susana Soca de Erna Rizo Platero, aquélla le dijo: "¿Curioso personaje, no?". No era, por cierto, una forma de expresar demasiado afecto, añade Borges.

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— Alejandro Korn, otro filósofo, bastante germanote, a quien se le quedó pegada la expresión española "algo se me alcanza". Reconozco aquí la capacidad de Borges para imitar voces: la entonación de Arlt, el afrancesado acento de Susana Soca, el tic de Korn. El propio Borges, riéndose de sí mismo y de los doctorados "honoris causa" que le otorgan apenas desciende del avión, en cualquier lugar del mundo: Creta, Japón, Islandia.

— Borges goza (y se aterra) recordando a un personaje de actualidad, Herminio Iglesias, líder peronista que ha inno­vado el idioma español, en estos días, de modo sorprendente. La gente lo llama "Exterminio" Iglesias desde el momento en que, asomado a un balcón, lanzó la célebre consigna: "Conmigo o sin migo".

— Y para ser equilibradamente diplomáticos en la crítica, los militares vuelven a aparecer. Borges recuerda un alterca­do que tuvo con el agregado cultural de la Embajada argen­tina en París, en la época del Proceso. "No un colega suyo. No, por favor". Era un militar y no conocía a Oscar Wilde. Luego, cuando un reportero de La Nación le preguntó por qué no le había mencionado El retrato de Dorian Gray para así ayudarlo a ubicar quién era Wilde, Borges respondió: "Bueno, eso ya hubiera sido recurrir a la erudición". Aña­diendo ahora: "En verdad, es pasmosa la habilidad de estos militares para eludir la cultura".

El militar se molestó bastante y respondió con una enre­vesada carta en la cual aducía como argumento en su favor que si bien no conocía a Oscar Wilde sí había tenido una conversación ontológica con Julián Marías. "Un país que tiene 82 generales es un país terrible. Espero que el suyo no sea así", me dice Borges, invariablemente cortés con sus comensales.

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— Borges y Bianco, nostálgicos, recuerdan la emoción sin par de ver por primera vez su nombre en letras de molde, en un periódico, cuando cada errata era una herida en carne viva. Uno no duerme el día anterior y el domingo, sigiloso, se levanta a la mañana, muy temprano, para buscar el diario y mirar, afanoso, en el suplemento literario. "Salió el ar­tículo". Doblándolo, luego, con cuidado, para que el padre no se entere, y después, ya en la cama de nuevo, intentan­do en vano volver a dormir, con el corazón retumbando en el pecho.

Triste por tener que volver a su apartamento —hay en el techo una filtración, y en cualquier momento éste se le puede caer encima—, Borges habla de "esa casa donde ha­bita ahora la incomodidad". Un transeúnte, al verme con él del brazo, me dice: "Cuídenoslo bien", y así se lo prometo. Borges, distraído, que no quiere dejarse vencer por molestias domésticas, me interroga, con irónica amabilidad: "Bueno, después de una noche tan grata como ésta, creo que debe­mos recitar algo de Guillermo Valencia, ¿no cree?" Le digo que no, que no es necesario. Distendido y sonriente, Borges insiste: "¿Ni siquiera el 'Nocturno' de Silva? Ese sí es muy bello y madre lo sabía de memoria. Fue ella quien me lo enseñó". Nos despedimos, en consecuencia, recitando a dúo algunas estrofas.

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IV

Fíjese que cuando estuve en Colombia, un señor que era poeta, para elogiarme me dijo: "Qué bien se le ve, señor Borges, redondo y colorado como un queso". Te­rrible pasión por la metáfora, ¿no?

(En torno a Borges, pág. 148).

— Otra noche, en el mismo lugar. Termina 1984. En esta ocasión él come tortilla de papa, Bianco pollo deshuesado y yo, incorregible, omelette de espárragos.

— Borges, de muy buen humor, habla de Xul Solar, el pintor que inventó un idioma propio y de la forma como, por simple razonamiento, leyó correctamente un texto del siglo VIII mediante la pronunciación fonética. Cuando Borges, años después de la muerte de Xul, visitó Edimburgo, com­probó que ésta era la correcta gracias a un selecto grupo de estudiosos que habían analizado comparativamente, y du­rante años, el intrincado asunto.

— Luis Melián Lafinur, un pariente de Borges, había es­crito un soneto sobre un caballero de la mano al pecho. Se lo recitaba a Borges cada vez que lo veía y glosaba él mismo sus propios hallazgos. "Habrá advertido, espero, el eficaz manejo del epíteto". Borges, a carcajada limpia, repite eufó­rico: "el eficaz manejo del epíteto". Me informa, además, que Melián Lafinur fue autor de un libro: Las nietas de Cleopatra, cuyo título aún intriga a Borges. ¿Quiénes serían las tales nietas?

— Leopoldo Sedar Senghor, "un macaneador", un char­latán. Borges viene de un congreso de poetas en Marruecos, presidido por este expresidente africano. Allí le tocó escu­charlo, en una conferencia en que pasaba de Descartes a

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Bergson, sin etapas intermedias. Aseguró también Senghor que el hombre occidental desciende del africano, "blanquea­do progresivamente —acota Borges— por los rayos de sol del Mediterráneo".

— Ricardo Rojas, "un farsante". Lo visitó tres veces con Capdevilla. Su casa la había donado para edificar un museo en honor de sí mismo. Las vitrinas contenían joyas del si­guiente tenor: pruebas de página de un libro sobre San Mar­tín, El santo de la espada, "corregidas de puño y letra por el Dr. Ricardo Rojas". En medio de este escenario, él nos con­taba cuentos obscenos. Al final logramos lo que queríamos: el Premio Nacional de Letras para Victoria Ocampo. Fue en el zaguán, al tercer día, al despedirnos.

— Ricardo Rojas también me confesó que por andar des­cubriendo malos autores, como el propio Tejada, pariente mío, con el cual comienza la literatura argentina, no había teindo tiempo de leer a Conrad. ¡Cómo había perdido el tiempo! ¡Qué desperdicio!

— Comentamos "Ulrica" y la mención que allí hace de Colombia: "Ser colombiano es un acto de fe". Me dice: Y eso que lo calificaron de cuento pornográfico. "Borges, por­nógrafo, esa tesis, que aguardo resignado, me ayudaría a vender mis libros en esta época". Sin embargo, me aclara, "sólo se trata de un sueño erótico".

— Heretics, un libro de Chesterton en el cual éste de­fiende a Osear Wilde, uno de los seres más queribles que me han dado las letras.

— Comento que he visto To be or not to be, la película de Ernst Lubitsch, de 1942, con Carole Lombard y Jack Benny. Es como si abriera la llave y fluyera una cascada inagotable de imágenes. Borges la vio hace 40 años pero me repite diálogos, bromas, caracteres, escenas completas, con un goce incontenible. Quiere ir mañana mismo, a oírla de nuevo.

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— Con mi primer sueldo le compré un cuadro a Xul Solar. Me lo rebajó a mitad de precio, y me regaló otro, más grande que el que le había comprado.

— Borges —le dice Bianco— me parece que mejora el nivel de réplica de los choferes.

Ah, ¿sí? ¿Por qué?, responde Borges, fingiendo inocen­cia, pero ya encantado de prever lo que se avecina.

Porque el que lo trajo a Ud. el otro día a casa, cuando Ud. le preguntó cuánto marcaba el taxímetro, porque Ud. era ciego y no podía leer, le respondió con una pregunta: ¿Ni siquiera los diarios, señor?

Borges, a carcajadas, apenas si agrega: Bueno, bueno, la realidad es también bastante inventiva, ¿no creen?

— Bianco, en un aparte, me cuenta lo que le contaron no hace mucho, en España: Borges, en Madrid, rodeado de gente. Se le acerca Gerardo Diego, el poeta español, con el cual Borges tuvo que compartir el premio Cervantes. Diego, "bastante pesado, como todos los españoles, según la opi­nión unánime sobre ese pueblo tan amable", se acerca al grupo y dice, con trémula emoción: Borges, Borges, soy Gerardo.

Borges, ausente, parece no captar. Diego insiste: Borges, soy Gerardo, Gerardo... Diego. Borges, gentil como siempre, y con el fulgurante brillo

de quien no puede resistirse a una broma, responde: Bueno, al fin quién: ¿Gerardo o Diego? — Borges y Bianco recuerdan a Gerchunoff. Un hombre

muy bueno, encantador. Cada vez que salía un nuevo libro de Eduardo Mallea decía, entre compungido y resignado: "No se pudo impedir, no se pudo impedir".

— Figari, el pintor uruguayo, tenía hijas muy lindas, que bailaban muy bien. Mi hermana Norah decía de ellas: son

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como estatuas que bailan. ¿Bonito, no? Figari dibujaba con el pincel, por eso sus caballos parecen perros.

— Un periódico, en el Uruguay, hizo hace años una en­cuesta buscando precisar las características del gaucho. Un amigo de Borges dio la mejor definición que hoy Borges me repite alborozado: "El rústico, carente de todo rasgo dife­rencial, salvo, naturalmente, el incesto".

— Nunca he leído completo Don Segundo Sombra, nos confiesa, pero el pobre Don Segundo pasó mal sus últimos años. Se debatía entre el conde de Keyserling, Waldo Frank, Victoria Ocampo y otros intelectuales, que de vez en cuando iban a visitarlo, y algunos viejos cuchilleros, guardaespaldas del padre de Güiraldes, que sí debían varias muertes y vi­vían permanentemente en San Antonio de Areco, la pequeña población donde los Güiraldes tenían su estancia.

Ellos, que eran conocidos como Toro Viejo y su hijo To­rito, le amargaban la vida preguntándole por qué el joven don Ricardo había escogido al gaucho más tonto como perso­naje de su libro y no a ellos, diestros y cumplidos cuchilleros.

Cuando murió don Segundo Sombra, Borges y sus ami­gos publicaron un aviso en los diarios rectificando tajante­mente que los restos de tan ilustre gaucho, de un hombre tan criollo, se hubiesen repatriado a su pueblito natal, en Ita­lia. Hecha la rectificación, quedaba muy feo aclarar, y así la duda se insinuaba, me aclara Borges, con una perversa son­risa didáctica. Y así, hablando de Güiraldes, nos levantamos y salimos a la calle. Ya en ella, como en un rito, Borges me cuenta cómo hacia 1920 un amigo colombiano, a quien lla­maban "El Pisco", le enseñó La perrilla, de Marroquín. ¿Ud. la recuerda? No, Borges, claro que no, salvo aquello del "maldito jabalí". Ah, sí, eso es muy bueno, y como en un final cinematográfico nos alejamos por la calle celebrando los hallazgos verbales de un ilustre expresidente colombiano.

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V

Mediodía. Visito a Borges, apresurado, para llevarle una carta que le envía Germán Arciniegas. Lo encuentro solo, almorzando con la luz apagada. Claro, si él no ve. Ha termi­nado la sopa y ahora se dispone resignado a comer carne con tomate. "Como buen argentino, odio la carne. Cuando chico, me la daban tres veces al día. Mi único consuelo era el pu­chero de gallina, los domingos".

— ¿Cómo está Bianco?, me pregunta. — Escribiendo un artículo sobre Camus, Borges. — Ah, sí, un autor que personalmente era tan anodino

como su literatura. Y Ud., Cobo, ¿qué hace?

— Preparando un libro sobre La leyenda de El Dorado. Se trata de una colección que editarán en España, con mo­tivo de los 500 años del descubrimiento de América.

— Lo mejor al respecto — debe ponerlo, se lo regalo — fue lo que Wilde dijo al llegar a Norteamérica. Le pregun­taron sobre la importancia del descubrimiento y él respondió: "Hubiera sido mejor que Colón siguiera de largo. Fue un verdadero error haber desembarcado aquí". Nosotros, como Ud. ve, estamos pagando las consecuencias. Está tan cara la vida aquí, en Argentina, que no puedo ni siquiera invitarlo a almorzar.

— No se preocupe, Borges, Venía sólo a traerle una ra­zón del presidente Betancur, además de la carta de Arcinie­gas. Quiere verlo a Ud., cuando venga a Buenos Aires.

— Ah, qué amable. Debo ser pariente suyo. Hay un Be­tancur en mi fantástico árbol genealógico. Un Betancur, por­tugués, que quiso ser rey de las Islas Canarias. Nadie le hizo caso. ¿Sabe por qué se llaman Canarias? No por los pájaros

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sino porque estaban pobladas de canes, de perros cimarro­nes. Curioso, ¿no?

— Sí, muy curioso. Nunca lo había oído. Bueno, Bor­ges, lo dejo.

— Sí, sí, espero que nos veamos pronto, para cenar con Bianco. Y, por favor, no trabaje tanto.

— No, no lo haré. Descuide. Y, a propósito, ¿Ud. en qué anda?

— Ahora hago, con María Kodama, cien prólogos, de 40 líneas cada uno, para una colección de libros que yo elegí. Vamos en el número 30, pero éste lo hago con mucho gusto. Imagínese, se trata de Conrad. El duelo, ¿lo recuerda?

— Sí, claro, hicieron una película espléndida. — Nunca la vi, una verdadera lástima. Vuelva pronto,

y así hablamos de Vargas Vila. — Así lo haré. Hasta pronto, Borges. — Hasta pronto.

V I

Hace un calor espantoso y Borges, de traje claro, afeitado y con corbata, nos espera con María Kodama para ir a cenar. Anda un poco apocalíptico, pensando en el futuro de Argen­tina, pero una vez sentados vuelve a encarrillarse. Come po­llo deshuesado, aun cuando primero quiso jamón crudo con puré. Bianco, que también pide pollo deshuesado pero con pu­ré, le pasa un poco del suyo. "Es como un premio, dice Borges, la recompensa que le daban a uno cuando niño si se portaba bien". De postre, luego, jugo de naranja. María Ko­dama : omelette de espárragos — es vegetariana —, y yo, incurable, omelette de champiñones.

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— "Se resiste a los halagos de la invención excesiva": esto lo dijo Carlos Mastronardi de los cuentos fantásticos de Anderson Imbert. ¿No le parece una excelente forma del arte de injuriar? Anderson creyó que era un elogio pero, en reali­dad, todos los cuentos suyos parecen plagiados de Wells.

— Swinburne también dijo algo gracioso de los versos de Whitman: "Aunque a veces aparecen allí cosas sensatas, lo hace mediante versos flatulentos y cacofónicos". ¿Qué bueno, no? ¡Flatulentos y cacofónicos!

— "Con paso sensato voy al sindicato": me dijeron que ése era un verso de Neruda. ¿Lo cree Ud. posible? No lo recuerdo, pero lo que sí sé es que Neruda iba con frecuencia al sindicato. Borges ríe, con ganas.

— María, María, cuente Ud., por favor, cómo era Islan-dia. Una tierra llena de géiseres, en cuyo interior se echa jabón y salen burbujas de colores. Donde se come salmón, cordero y cuajada, y los hombres son grandes. En los baños siempre es necesario abrir el agua fría antes que la caliente, si no uno se quema. Cuénteles Ud., María.

— Sí, claro, intentaré no morirme, para volver a ir a Bo­gotá. Pediré ternera a la llanera, cómo no. ¿O no se dice, acaso, ternura a la llanura?

— Qué curiosos los alemanes: siempre hablando mal de Alemania. Nietzsche, Schopenhauer y Heine, que en París decía que cada alemán que lo visitaba lo curaba de la nos­talgia de su patria.

— Henri Michaux dijo algo gracioso de Mallea: un cu­rioso novelista que fabrica sus obras con menús de restaurante.

— Irigoyen, el caudillo radical, quien empleaba expresio­nes enrevesadas para impresionar a los malevos, en mítines de barrio. Llamaba al dinero, por ejemplo, "efectividad con­ducente".

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— De quién que se respete puede decirse que no es ami­go de Voltaire. No. Sería el colmo. Sería una forma de lla­mar la atención. De pretender destacarse.

— A Borges, cuando era profesor en la universidad, lo llamaban El Unicornio, recuerda María Kodama, y agrega­ban: "Inscríbete en su clase; métele un poco no más a la literatura inglesa y ya saldrás aprobado".

Al salir recita un poema muy cómico de Raquel Adler, una mujer judía que era miembro del grupo "Martín Fierro". Con los acentos disparatados y una entonación muy seria, en mitad de la calle Borges resulta todo un espectáculo:

Luegó, por circunstancias económicas tuvimos que cambiar de domicilió y abandonar la casa que mis padres habían adquirido en la calle Oruró.

Borges, caballero a la vieja usanza, insiste en acompañar a María Kodama hasta el apartamento de ella, en Belgrano. Bianco y yo, que ya antes nos habíamos ofrecido, compren­demos que Borges, un tris celoso, no quiere dejar a María con nosotros. "No, no, yo la acompaño. Los taxistas me co­nocen: voy y vuelvo, en un momento". Conmovidos ante este adolescente apasionado, Bianco y yo nos despedimos de la pareja, sonrientes y comentando: "Realmente Borges es único. Imagínate: quererse ir ahora a Belgrano, |en taxi!".

V I I

Al entrar en su apartamento, un retrato de su madre y un árbol amistoso de los que dibujaba Manuel Mujica Láinez saludan al visitante desde el diminuto hall de entrada, sobre cuyo pequeño sofá de dos puestos está el abrigo azul de Bor­ges. Luego, atravesando una cortina amarilla, se llega a la sala-comedor, presidida por un gran cuadro de su hermana

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Norah: Una anunciación en Adrogué. Una hermosa mesa, con tapa de mármol, está debajo del cuadro, y hay allí mues­tras de platería peruana. Ésta, la mesa del comedor, sillones y sillas, se hallan pegados a las paredes, para facilitarle sus desplazamientos. Las paredes en realidad son bibliotecas, salvo alguna foto de sus antepasados o un grabado de Piranesi.

Los libros de la sala-comedor, de su cuarto y del cuarto de Madre —conservado intacto, y con flores, desde que ella murió— son, en su totalidad, libros ingleses. De pronto alguno en francés y casi ninguno, por no decir ninguno, en español. Varias Biblias, muchos diccionarios —recurre con frecuencia al Shorter Oxford—, diversas enciclopedias. La última, que le regalaron desde Italia, pesa cientos de kilos y está en varias cajas —"tuve que pagarle 3.000 pesos a la persona que ayudó a subirla" —, conviviendo con Verne y Chesterton, libros sobre religiones orientales, Voltaire y su feliz e inagotable memoria, que no cesa de prodigar citas, anécdotas, mots justes.

No hay ningún libro suyo por allí, y lo que debe haberse colado, sin permiso —un volumen en italiano dedicado a la poesía latinoamericana, un número de alguna revista con su foto en la portada— se hallan relegados al estante más alto, en un extremo de la sala, o al más bajo, en una biblioteca con cristales, en el cuarto de Madre.

El hermoso retrato de su padre, que realizó Norah, un cuadro donde los segmentos cubistas no descomponen la fi­gura sino que la hacen más sólida, tiene vida propia, pero el resto parece sumergirse en un largo sueño de polvo y olvido. Así que después de este tour de propietario nos vamos a cenar con Bianco, contento Borges de distraerse un rato.

Ya en el Dorá, Borges pide puré con manteca y su jugo de naranja, habiendo dudado antes acerca del arroz con huevo. Bianco y yo incurrimos en el pollo y la ensalada.

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— Me leyeron algo de D'Annunzio —comienza Borges. Dijo de Marinetti que era "un cretino fosforescente". Es espléndido. No importa si una frase es justa o injusta. Lo que cuenta es que esté bien construida. En ese caso, es justa.

— Borges, tenemos que hacer una antología de malos versos. Sería nuestro único aporte perdurable a las bellas letras.

— Sin lugar a dudas. — Yo tengo magníficas contribuciones colombianas. — Ah, no: los campeones serán argentinos. Aun cuando

para ser justos podemos comenzar, como se debe, con algu­nas joyas españolas. Aquello de Góngora: "monóculo galán de Galatea". O lo de Campoamor, que me parece de pri­mer orden:

Habiéndome robado el albedrío un amor tan infausto como mío, ya recobrados la quietud y el seso, volvía de París en tren expreso.

— A Voltaire le dijeron que el café era un veneno mor­tal. Sí, sí, respondió Voltaire, pero muy lento. Llevo 80 años tomándolo diariamente.

— Acaba de terminar un nuevo libro de poemas. Se llama Los conjurados. Son 39 poemas y lo envió la semana pasada a España. "Ya no les doy mis cosas a Emecé. Nunca fueron muy exactos en las cuentas".

— El otro día me contaron un cuento. Alguien pregunta dónde queda el baño. Le responden: baje la escalera, tome su derecha y allí, al final del pasillo, donde vea un letrero que diga "Caballeros", no haga caso de él y entre.

— XX tiene 40 años, y está a punto de tener talento. — Rita Hayworth, que era sobrina de Cansinos Assens,

hacía un énfasis especial en las palabras para que le creye­ran cuando decía Ammmado.

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— Manuel Peyrou se casó, pero seguía viviendo en su casa. Tenía vida conyugal sólo los domingos como una for­ma quizás de preservar el misterio de la intimidad. Él, como Martínez Estrada, logró algo increíble: que todo el mundo lo odiara.

— Néstor Ibarra, cuando alguien decía "Soy argentino", agregaba, con voz bien fuerte: "¡Qué vergüenza, qué ver­güenza!".

— Cuando a Bernardo de Irigoyen le preguntaron por qué se lo veía tan bien, a él, que era enemigo de Mitre, res­pondió: "Ah, sí, quizás porque no traduzco la Divina Come­dia ni escribo la historia de mi país".

— Leí una broma en una revista norteamericana. Un aviso que decía: "Acaban de aparecer las Obras completas de Billy the Kid". Era el nombre perfecto. Una agudeza no tiene por qué ser verdadera. Basta que sea precisa.

— Antes a nadie se le hubiese ocurrido calcinarse bajo el sol. Hoy todos quieren ser negros. Influjo quizá de Leopol­do Sedar Senghor.

— ¡Qué horror, en qué idioma estarán escribiendo los diarios! Ayer me leyeron la palabra carenciado, para referir­se a los pobres. Es un verdadero espanto.

— En Buenos Aires, hacia 1900, no había comida italiana. Sí mucha francesa: pasteles de ostras, costillas de cordero, pero no pastas.

— En la confitería St. James me vio Capdevilla tomando un vaso de leche. Entró y me dijo: "Querido, ¿bebiendo su lepra?". Un poco fuerte, no cree. Él pensaba que la leche encerraba gérmenes letales. Pobre Capdevilla: murió hace años, quizás por no tomar leche.

— Anatole France, releído, no me gusta mucho. Pero qui­zás ya es hora de irnos a casa a seguir conversando. Estas comidas me recuerdan las que daba Victoria Ocampo; inexo-

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rablemente servían pollo con espinacas. Tendré que cambiar de menú: la próxima vez pediré arroz con huevo y no puré con manteca.

Borges, el infatigable, saluda a su portero —se llama Juan — y nos obliga a Bianco y a mí a volver a subir a su apartamento, ubicando, con tino, diccionarios y biografías para refutar no sé qué teoría de Bianco a propósito de Henry James y la guerra civil norteamericana. Así que nos queda­mos un largo rato más haciendo bromas acerca de la inepti­tud de algunos diccionarios, como el de Ferrater Mora, que Bianco considera inútil del todo, y sobre el cual Borges hace una broma antinacionalista: alguien lo consideró bueno por­que incluía "filósofos argentinos". Luego la conversación se desliza por terrenos más clásicos como la Historia de la cien­cia española, de Marcelino Menéndez y Pelayo, una obra, en realidad, dice Borges, "de ciencia ficción, en la cual el rigor del sustantivo es contrarrestado por la sonrisa del epíteto".

Despidiéndonos, vuelve siempre la poesía, en sus formas mayores y menores. Cuando jóvenes, concluye Borges, se re­petía mucho esto contra el general Mitre:

En esta casa pardusca vive el traductor del Dante. Apúrate, caminante, si no quieres que te traduzca.

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Sábado 17 de agosto de 1985

Pensábamos ir a cenar pero Borges no se siente bien. Ha estado en Córdoba y en Longchamp, de gira, y esto lo ha fa tigado mucho. Se excusa, diciendo: "Estoy muy tembleque

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y sería un fastidio para ustedes. Acompáñenme, ,en cambio, un rato". Ya sentados, nos cuenta sus peripecias.

— Fue terrible: organizaron un panel, con otras perso­nas, y no, como yo quería, que el público me hiciese pregun­tas. Claro, esos paneles, esas mesas redondas, son para terminar todos de acuerdo, hablando bien del gobierno. Además me preguntaron sandeces como qué pienso yo de Alfonsín. ¿Qué puedo pensar? Que ojalá le vaya bien. Es la única esperanza que tenemos los argentinos. O de Sábato y su papel en rela­ción con los desaparecidos. A mí me sorprende mucho que alguien quiera hacer de inquisidor pero, claro está, es un trabajo que hay que hacer, como el de barrer las calles. Sólo que es un trabajo que a mí no me gustaría hacer. Por supuesto, a Sábato tampoco debe gustarle nada. Pero ¿cómo explicar ante un auditorio de ese tipo, o a los periodistas improvisa­dos, que me llaman todo el día, que descreo de la justicia, e incluso del libre albedrío?

Cuando asistí a la sesión del juicio contra los militares, de la que salí aterrado, lo que más me impresionó es la for­ma tranquila con que los argentinos nos habíamos acostum­brado al infierno. Aquellas escenas terribles, de gentes a las cuales torturaban y a quienes la noche de Navidad les ofrecen una cena muy copiosa y alegre, sabiendo todos que al día siguiente volverán a torturarlos. Con picanas y demás apara­tos. Es inconcebible. Sí, muy seguramente estábamos en guerra contra la subversión, pero esos niños de cinco años desaparecidos y esas delaciones gracias a las cuales los di­versos grupos de policía se disputaban los datos, para llegar primero y apoderarse de los bienes de los denunciados. Y ahora, a cuatro cuadras de aquí, algo que no sucedía hace tiempo en Buenos Aires: asaltaron a un hombre, le quitaron todo. ¿ Quiénes eran ? La policía. Que, claro está, ya se ha acostumbrado a la violencia, tiene las armas, sabe cómo

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usarlas. Vivimos, otra vez, en tiempo de Rosas. Pero hable­mos mejor de otras cosas. Esto es ingrato. ¿Ustedes, a qué están dedicados?

— A leer un libro de Sir Walter Raleigh, sobre su viaje a la Guyana, en pos de El Dorado.

— Sabía Ud. que Raleigh era lector de Giordano Bruno y que creó un círculo, el Círculo de la Noche, para discutir de poesía y otros temas. Cuando estaba prisionero en la To­rre de Londres escribiendo una Historia del mundo, aban­donó la redacción a causa de un alboroto que hubo al pie de la torre. Trató de averiguar lo que había pasado y como las versiones eran tan contradictorias, se dijo: "Si ni yo mis­mo puedo saber con certeza lo que pasa al pie de mi casa, cómo enterarme de lo que ocurrió en Egipto, o en Grecia, hace tantos años". Era amigo de Marlowe que, según una bella hipótesis, no fue asesinado sino que escapó, huyó, y desde su refugio enviaba a Shakespeare los dramas que Sha­kespeare firmaba como propios. Y Ud., ¿ Bianco?

Bianco que estaba preparando una defensa de El aman­te de Lady Chaterley ante un ataque que le hizo al libro el profesor David Lagmanovich, trata de responder con una evasiva. En el taxi, rumbo a casa de Borges, ya me había comentado que si Borges, tan terriblemente puritano, se en­teraba de eso, se asombraría mucho. Así que por animar la charla y poner un poco nervioso a Bianco, le digo: Pero Pepe, ¿y el artículo que estabas redactando en defensa de El amante de Lady Chaterley?

Borges. veloz como un rayo, interviene diciendo: "Ahh, la novela de Lawrence que él hubiera preferido titular John Thomas and Lady Jane".

Ignorante, como siempre, pregunto: ¿Por qué? Borges, sonriente, me instruye: "En Inglaterra se dice

así refiriéndose al falo y la vagina".

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Ahora Bianco es el asombrado y todos reímos con ganas. Borges termina el tema trayendo a colación otra frase de Lawrence: "La castidad sólo viene cuando se ha copulado bastante".

Bianco, con cariño, reprende a Borges por prodigarse tanto y éste, abatido, reconoce su falta. En realidad, lo usan para aumentar el curriculum a su costa. Él, que no tiene cu­rriculum, y que cuando fue nombrado profesor de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires, dijo: "Me he venido preparando para este puesto desde los cuatro años, cuando traduje un cuento de Oscar Wilde". El mismo Osear Wilde que hoy, 80 años después, aparece en un poema de su libro Los conjurados bajo esta forma: "Una doctrina del per­dón / que puede anular el pasado. (Esa sentencia / la escri­bió un irlandés en la cárcel)".

Borges, triste y cansado, nos cuenta que esta mañana estaba tan débil que no pudo salir por sí mismo de la ducha. Bañarse sí, pero luego salir no. Tuvo que esperar a que Fan-ny, su muchacha correntina, acudiese en su ayuda. Pero ahora, aun cuando tiene que sujetarse el brazo con la otra mano, para evitar el temblor, está mucho más contento: se le ha ocurrido un cuento sobre Milton.

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Miércoles 2 de octubre de 1985

Borges ha estado enfermo. Le han hecho exámenes, le han encontrado un tumor y sólo la semana entrante el médico le dará el resultado. Él, impávido, viene de atender la invi­tación de unos sicoanalistas, en el barrio Belgrano, en la calle Olleros, que han organizado un encuentro con él para reflexionar acerca de la muerte.

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Interrogaron a Borges y éste respondió: "Como no soy católico, no me asusta la muerte. Ni creo, tampoco, que de­bamos perder la vida preparándonos para ella". En el caso suyo, por el contrario, trabaja y trabaja, siempre de buen ánimo. El mismo que se le nota ahora, cenando y conversando.

— Vi a Lugones unas seis veces, nada más. Era de trato muy difícil. Tenía pocos amigos. Si acaso uno, Carlos Obli­gado, autor de un libro llamado La cueva del monstruo. So­bra decir que lo consideraron un libro autobiográfico.

— Borges revive, y seguramente mejora, un diálogo con un alumno suyo, el único que reprobó en la facultad. El exa­men era sobre literatura inglesa. El tema: el Dr. Johnson. El alumno comenzó por recordarle a Borges que para estu­diar a un autor era necesario, primero, ubicarlo con claridad en su época, en su contorno social, señalar, luego, los libros que había leído y mencionar las determinantes económicas y políticas que habían incidido en él. Sí, sí, muy bien, le respondió Borges. Comencemos, entonces, ubicando a John­son. ¿De qué siglo era? Silencio por parte del alumno.

— ¿ Cuáles sus obras más destacadas ? Nuevo silencio. — ¿A cuál debió su fama? Postrer silencio. Borges habló entonces: —Tengo varias noticias para

Ud. — le dijo —. Johnson era un autor inglés del siglo XVIII. Autor, entre otras obras, de una Vida de los poetas, de un Diccionario y de unas célebres Conversaciones con Boswell. Además, le informo que Ud. ha quedado aplazado.

El alumno replicó con energía diciendo que él estaba acostumbrado a ser examinado en forma profunda, y no tan superficial. Borges, por primera vez en su vida, dijo la últi­ma palabra: le confesó al alumno que él era un hombre pro­fundamente superficial.

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En esta ocasión Borges come tallarines con poco tomate y ligeramente espolvoreados de queso. Bianco y yo: omelette con champiñones. Pan, agua y, de postre, batata con queso. Borges, a quien se lo han prohibido, toma dos vasos de jugo de naranja.

— ¿ Se podrá releer hoy completo a Darío ? No lo creo, dice Borges, la memoria es selectiva: se queda con los peores versos y quizás también con algunos de los mejores. El resto termina por sepultarlo. Pero esos versos pegajosos que apren­dimos en la infancia son los que siempre vuelven. Eso de la princesa está triste, y la boca de fresa es, desgraciadamen­te, lo que siempre retorna.

— Para llegar a ser Papa es necesario ser bastante cana­lla. Si no, es difícil explicarse que a uno lo elijan dentro de un cónclave tan arduo como ese, y con tanta gente. Sí, este Papa es un desastre; un verdadero político. Si no, cómo se explica que bese cualquier tierra que pisa y se ponga, en cualquier parte que vaya, plumas de indio o sombrero de vaquero. Eso no es serio.

— Blasco Ibáñez era un estafador. Además de no bañar­se, imaginó en la Pampa una colonia para chacareros y les robó la plata.

— Bianco cuenta una anécdota acerca de Raimundo Lida, quien era judío. Cuando Bianco tradujo para Sur el retrato de un antisemita escrito por Sartre, le pidió a Lida que le ayudara a revisar las pruebas. Trabajando en ello, vio cómo Lida se reía ante una observación de Sartre acerca de có­mo nadie que hubiera nacido en Lemberg podía entender un alejandrino de Corneille. Lida comentó: yo nací en Lem­berg y creo entenderlo bien. Hasta ese momento Bianco, amigo de muchos años, no sabía que Lida era judío.

— Comento que me han invitado a las Islas Canarias, a un congreso de escritores, y que luego pasaré una semana

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en Madrid, para recorrerla despacio. Borges me disuade: no es necesario; a pesar de que la llamen "la gran villa", es una ciudad gris y provinciana. Vaya mejor a Granada o a Toledo. A Andalucía, que sí es hermosa.

— Isaac Wolberg, un marino judío con quien Borges siempre conversaba de los simbolistas franceses o de los prerrafaelistas ingleses, y que escribió, en 1961, uno de los pri­meros libros sobre Borges. "Curiosamente, y a pesar del autor tratado, se podía leer".

— Les leo a Borges y a Bianco la página de Gonzalo Fer­nández de Oviedo, en su Sumario de la natural historia de las Indias, referente a la iguana. A Borges le divierte mucho la descripción —"qué animal tan horrible", acota— y re­cuerda cómo su hermana Norah, que no conocía ninguna, se asustó al ver la primera.

— Borges cita a Groussac: la traducción tiene varias re­glas, la primera de las cuales es no intentarla. En su libro Del Plata al Niágara, que es bello pero lleno de falsedades, habló Groussac de los mormones y de esas otras pequeñas sectas que a Borges tanto le atraen. Como aquella que cono­ció personalmente en Estados Unidos y que ahora acaba de recordar asistiendo a la proyección de Testigo en peligro.

— Carmen Gandara fundó una revista, Realidad, en con­tra de Sur. En Realidad colaboraron Francisco Ayala y Gui­llermo de Torre. Victoria Ocampo se molestó mucho. Victoria era liberal y democrática mientras Carmen Gandara era reaccionaria y amiga de los nacionalistas. Rica y tacaña puso poco dinero en la revista, y Victoria Ocampo le devolvió el afecto llamándola a ella y sus hermanas "guarangas urugua­yas". En ese mundo de grandes damas, ricas y letradas, no como ahora "donde las mujeres estudian para trabajar", los celos y las rivalidades eran muy grandes. Había más tiempo qué perder, y si bien Borges y Bianco eran de Sur, no les

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importaba traicionar a Victoria pasando temporadas en la estancia de las Gandara, donde se aburrían mucho. Revi­viendo, para mí, ese mundo ya desaparecido, pienso que, como en el artículo de Bianco en defensa de El amante de Lady Chaterley, también de ellos, de Borges y Bianco, po­dría decirse que el talento (no el dinero) les abrió todas las puertas.

Embarcados ya en el tema, Borges y Bianco recuerdan a las Grondona, tres hermanas, Mariana, Rosarito y Adela, y una bella madre, que aparece en la novela de Bianco, La pérdida del reino, como la mujer distraída que habla de la Re­pública Argentina. Hacían jeux de mots que no se sabía bien si eran juegos de palabras o faltas de pronunciación. El fran­cés, en aquel entonces, era el idioma por antonomasia.

— "Ha mucho que Leopoldo me juzga bajo un toldo de penas al rescoldo de mi última ilusión": Bianco recita los versos de Darío, y Borges, con gran suavidad, le comenta: "Pero si son horribles esos versos". "Ya lo sé, Borges —res­ponde Bianco— pero los recuerdo para corroborar su teoría: me los aprendí, de muchacho, y no se me despegan nunca".

X

1° de noviembre de 1985

Borges, Bianco y yo comemos tallarines con una pizca de salsa de tomate. Borges, luego, jugo de naranja, Bianco, helado de diversos sabores. Yo, zapallo.

— Bianco trae a cuento una observación que leyó, hace mucho, sobre Henry James. "Su mente era tan aguda, que ninguna idea podía atravesarla". Recordamos luego los es­trepitosos fracasos teatrales de James y la observación de

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James sobre la desaseada utilería poética que utilizaba Bau-delaire. Borges asiente: cuando Victoria Ocampo le leyó a Tagore un poema de Baudelaire, éste le dijo: "Mi querida señora: no me interesa para nada su furniture poet". "Poeta de mueblería, qué buen término", aplaude Borges.

— En Santiago del Estero —recuerda Borges— un pai­sano orina en mitad de la plaza. Se le acerca un guardia y lo reprende: "Eso no se puede". El paisano responde: "Estoy pudiendo", y continúa en su tarea.

— Matando ancianos a bastonazos: tal el libro de cuentos que un joven autor argentino llevó a Borges, pidiéndole el favor de que se lo presentara. ¿Para cuándo es?, preguntó Borges. Hoy mismo. Pero si no lo he leído. No importa: Le leo un cuento. Bueno, hágalo. Borges oye resignado y al fi­nal comenta: quizá habría que corregir un poco: le falta comienzo, medio y fin. Pero ¿cómo?, responde el novel au­tor; si el libro está impreso y la presentación es esta tarde. Además —y éste fue el argumento irrefutable— los cuentos suyos, Borges, tampoco tienen comienzo, medio y fin. Bor­ges concluye: con gente como ésta, ¿qué se puede hacer? Creo que terminé por presentar el libro.

— Cuando escribo, dice Borges, y tengo que optar entre dos expresiones afines, siempre escojo la que suena mejor. Prefiero la eufonía. Al fin y al cabo, el sentido a muy pocos les importa.

— Un aviso en la Avenida de Mayo, hoy irrepetible. De­cía sobre un producto exhibido: "Argentino, pero bueno". Sí, añade Borges, en ese Buenos Aires se encontraban pri­meras ediciones de los libros de Henry James.

— Jean de Milleret, autor de un libro de conversaciones con Borges, era un maquisard un tanto vulgar. Me atribuyó infinidad de opiniones, enemistándome con mucha gente. ¡Qué se le va a hacer: no podemos quedar bien con todo el

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mundo! En realidad, el único libro que he leído completo sobre mí fue el primero, uno del año 55 escrito por un boli­viano. En ese entonces no se hablaba "oficialmente" de mí. Luego perdí la vista. Quizá haya sido mejor.

— Me han releído a Herrera y Reissig: es horrible. Por ejemplo aquello de:

Úrsula punta la boyuna junta; la lujuria perfuma con su fruta, la púbera frescura de la ruta por donde ondula la venusa junta.

¡Es un espanto! Trataba, según creo, de usar solo la u. Como un señor que conocí en Mendoza y que se llamaba a sí mismo "un clásico". En sus novelas sólo usaba nombres de personajes compuestos por seis letras: uno era Oulopo. Toda manía termina mal.

—Cuando Borges aún veía viajó a Gualeguay. Allí lo lle­varon a ver los cuadros del pintor Quirós, una gloria local. A Borges le parecieron bastante malos. Una mujer de Guale­guay, que tenía carácter y defendía lo propio, le replicó: "A mí, en cambio, me gustan". Borges, con profunda coquete­ría, se inclina, y responde: "Pero qué modesta es Ud., se­ñorita. Cómo se difama".

— Las dos mujeres que aparecen en mi cuento, El duelo, un cuento en que no pasa nada, un duelo en que nadie ven­ce, eran Susana Bombal y Adela Grondona. Adela Grondo-na, que fue novia de Bianco.

— A propósito de herejías, Bianco recuerda lo que dijo Arnaldo de Sister en la época de los albigenses. Cuando le preguntaron cómo se podía distinguir a un hereje de quien no lo era, respondió: "Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos".

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— Bianco, a petición nuestra, recita un poema de Alfonsi­na Storni. Borges elogia unos versos y luego recuerda otro poema de la misma autora en el cual una muela, incrustada en la carne mediante tres raíces, recibe diversos sabores: café de Arabia, frutas tropicales. La idea era buena pero ¡Caramba! resulta tan poco poética una muela...

— Mi hermana Norah fue quien dio la mejor definición de pintura: consiste en dar alegría mediante formas y colores. Nada de expresarse a sí mismo, al mundo, ser auténtico, o brindar testimonio de la época. No. Sólo dar alegría. Qué bien, ¿no les parece?

Así son, más o menos, las cenas con Borges y Bianco. Al salir, Borges recita el "Responso por Verlaine", de Rubén Da­río. Mañana continuará aprendiendo japonés, o dictando otro prólogo. Así, más o menos, es Borges. Un hombre viejo, ciego, nacido en un país exótico llamado Argentina y que siempre ha estado y estará en Buenos Aires, como dice uno de sus poemas. Quizá por ello, o por no tener sangre india ni ser comunista, como él lo afirma de Asturias, no le darán el Premio Nobel. Mejor así.

Al contrario de la figura de Paracelso que él dibuja en su cuento, él no inspira la piedad que inspiraba ese viejo maes­tro, "tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco". No, nada de eso. Pero sí es posible pensar en él en los mismos términos en que concluye el cuento: "Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puño de cenizas en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió".

Al estar con Borges y Bianco, y gracias a sus palabras, todas las cosas quedan también encantadas.

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Borges en la eternidad del libro

LAMINA V

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II

RESCATE Y GLOSA

DE TEXTOS DE BORGES

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JUAN GUSTAVO COBO BORDA:

DIEZ TEXTOS PERDIDOS DE BORGES

Infatigable, Borges escribió durante toda su vida so­bre los temas más diversos: el libro, los sueños, la pintura, el cine, la historia, aunque todo confluyó siempre en un solo texto. No en vano creía, con Valéry, que el más antiguo de los géneros literarios es la cosmogonía. Y Borges es cosmogónico: El Aleph, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius lo demuestran.

Desde los lugares menos esperados —una vieja revista dedicada al teatro, un libro sin carátula encontrado en una librería de segunda en Buenos Aires— nos sorprende con la delicia inagotable de su prosa. Han pasado años desde cuando fue enterrado en Ginebra, pero sus ediciones se mul­tiplican, en japonés y en griego, en portugués y en hebreo. Sin embargo, ninguna de ellas recoge estos textos, tan ine­vitables y a la vez tan frescos.

Polémica, con Roger Caillois, sobre la novela policial, aparecida en la revista Sur, que aún encierra varias otras perlas borgesianas, con firma o sin firma. Prólogo a la obra de teatro de Franz Werfel sobre Juárez y Maximiliano o a un hoy inaccesible (¿y quizá prescindible?) volumen de cuentos fantásticos firmados por Emma Risso Platero. Introducción a un catálogo de libros españoles en la época en que ejercía como mítico Bibliotecario del Universo en la calle México.

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Allí estaba situada la Biblioteca Nacional porteña, en un edificio originalmente destinado a la lotería. También, cómo no, el inicio de nuevas cosmologías, con el fotógrafo Aldo Sessa.

He coleccionado estos textos, y muchos otros que aún aguardan intactos su turno, disfrutando de antemano con las sorpresas que deparan. Son objetos que se deslizan, misteriosos, entre el tedio interesado de la Academia univer­sitaria y la bobalicona estupidez de los reseñadores domini­cales. Qué diferencia, Dios mío, entre esas dos flacideces y esta tensión, siempre alerta.

De Borges no podrá decirse lo que Voltaire aseguraba de Dante: "Su reputación irá en aumento, ya que es tan poco leído". Libros sobre su obra, nunca tan legibles como los suyos, continúan apareciendo en París y en Bogotá. Pia­dosos catedráticos, en las universidades, tratan de atrapar su secreto. Inasible como el agua, Borges se les desliza entre las manos. Siempre hay una última sorpresa. La imposibili­dad de conformar unas "Obras completas". Borges es una escritura que entre todos continuamos. La más discreta: el prólogo y la reseña, la entrevista y el poema. Se nutre de una monotonía tan inagotable como la del mundo mismo, con sus abismos cotidianos y sus adjetivos que aún hoy nos estremecen.

Ahora, cuando los maítre a penser caen todos al piso, como las estatuas de Stalin, qué alegría encontrarnos con alguien que sólo quiso leer, no enseñar, orientar o adoctri­nar. Alguien que sólo indicó la duda como único camino válido. A partir de esta certeza, bien podemos convivir de nuevo con quien será, en las letras de este siglo xx, nuestro más entrañable fantasma. Borges continúa intacto, incluso en la más olvidada de sus páginas. Todo rescate es una re­surrección. Gracias a ello volvemos a navegar por el río

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inagotable de la lengua. Borges, quien lo amaba, vuelve a ser el Virgilio de nuestro idioma, hoy tan vapuleado entre políticos y tecnócratas. Borges, el evasivo, le infunde vigor y fuerza. Lo renueva para siempre. Nos enseñó a callar, desde el texto. A decir más con menos. Cada día más lejano, cada vez más presente: Borges no ha muerto.

Además, si algo distingue a Borges es su generosidad. El irónico, el reticente, era ante todo un entusiasta; el aris­tócrata de espíritu, un demócrata laboral: no había tarea menor.

Desde el legendario folleto sobre los bacilos búlgaros, escri­to en compañía de Bioy Casares para promover los productos lácteos de La Martona, hasta sus últimos prólogos —siempre hay un último prólogo de inminente aparición—, todos los géneros y subgéneros fueron cultivados con inigualable rigor. Biografías y reseñas de libros en revistas para señoras, como El hogar, solapas de novelas policíacas y de las otras, en colecciones como "El séptimo círculo" y "La torre de marfil", colaboraciones regulares en el suplemento literario de La Nación —Nietzsche, Poe, Sarmiento—, o en la revista Sur; prólogos a libros de pintura como el dedicado a Figari, pre­sentaciones de carpetas de serigrafías como las que Carlos Páez Vilaró dedicó, con el título de Mediomundo (1971), a los patios del conventillo de negros en ese Montevideo que también forma parte de la mitología de Borges.

Su espectro de intereses, como el mundo mismo, es muy amplio. A ello debemos añadir sus gentiles prólogos a, de seguro, hermosas mujeres que incurrían en libros de versos y páginas, sueltas y errantes, que andan por allí, semiperdidas, cuando, por ejemplo, como director de la Biblioteca Nacio­nal, reanudó la revista de la misma o presentó el catálogo de una exposición de libros españoles.

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En noviembre de 1991, en Santiago de Chile y con mo­tivo de la inauguración de la Fundación "Vicente Huidobro", volví a compartir, con María Kodama, el culto a Borges; la edición de La Pléiade donde irán muchas de sus páginas perdidas; la Fundación Borges, tan amplia como El Con­greso mismo, ese relato que también abarca el universo y el hecho de que muchas gentes, en lugares tan inverosímiles como Bogotá o Alcalá de Henares, fatiguen bibliotecas y librerías de viejo, en pos de otra página, una más, del maestro por antonomasia. María Kodama, quien secunda estas em­presas con su generosa sabiduría oriental, me animó a con­tinuar en la pesquisa, y ahora Cuadernos Hispanoamericanos la acoje dentro de un justo homenaje.

La secuencia, para quien ama el riguroso y a la vez elástico orden mental propio de Borges, resulta apasionante. Comienza por un elogio de la biblioteca y la revista, prosigue interesándose por los avatares histórico-poéticos de su patria, Argentina, y luego se desplaza a otra de sus patrias, Japón, para retornar, al final, a los caballos de las pampas presen­tando el nuevo modelo de la Fiat, año 1971.

Con lo más irrelevante y, quizá, más deleznable, surgen páginas que albergan intactas la emoción y el fervor. Resca­tar párrafos de Borges, como dijimos, es seguir manteniendo vivo el río de la lengua.

Intenciones (1957)

Al presentar el primer número de la segunda época de la revista de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, sita en la calle México, Borges contrapone la pasividad infinita de la misma — todo el pasado sin la selección del olvido — al activismo histórico de la revista, esa revista donde convi-

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vían un cuento de Manuel Peyrou con otro de Mario Be-nedetti, todo ello ilustrado por Norah Borges.

La ironía del destino que le dio, a la vez, los libros y la noche, como a su antecesor Groussac y más atrás a José Mármol, tres bibliotecarios ciegos en un laberinto infinito, recalcan por contraste el papel de Borges como hacedor cultural.

No sólo en la prensa diaria, como en el caso de Crónica, sino en Los Anales de Buenos Aires donde, también ilustrado por Norah Borges, publicaría Casa tomada de Julio Cortá­zar, otra revista borgesiana.

Borges, traductor, Borges compilador de antologías, del cuento fantástico al matrero, Borges director de colecciones literarias, Borges bibliotecario en Almagro o en el centro de Buenos Aires, Borges conferencista en la Cultural Inglesa o en la Dante Alighieri; nadie más activo. Compaginar una revista, no sólo con sus amigos —caso de Bioy Casares o Carlos Mastronardi, caso de Mujica Láinez, de quien publica traducciones de los sonetos de Shakespeare— sino con jó­venes desconocidos que le acercan, confiados, sus primeras páginas, he aquí otro mérito del sonriente maestro. La Bi­blioteca, cómo no, sigue siendo infinita, pero la revista que la representa aún se deja leer con agrado. Sus "Intenciones" siguen siendo válidas para cualquiera que intente tales empresas.

En tu aire Argentina (1957)

Vinculado hace muchos años al diario La Nación, Cócaro ha escrito novelas y cuentos, además de ensayos y trabajos periodísticos. Promovió la edición de minoritarias revistas de poesía, en compañía de un juvenil Julio Cortázar, profe-

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sor en Chivilcoy. Y su contacto con la gente de la pampa y de los pueblos de la provincia de Buenos Aires se refleja en este libro de versos, prologado por Borges, donde la altisonancia de la épica se hace más discreta e íntima, tal como le complacía ejercerla a Borges, consciente de cómo el encuentro con su "destino sudamericano" es más bien coloquial, y no por dulce menos terrible, que parnasiano.

Pasión e individualismo: en Borges los héroes adquieren rostro humano. No es raro, entonces, que simpatizara con la actitud de este primer Cócaro.

Akutagawa (1959)

En el mismo número de La Biblioteca, cuya introduc­ción rescatamos, se encuentra un breve pero esclarecedor trabajo de Kazuya Sakai sobre pintura japonesa. Destacado artista plástico él mismo, y diseñador de la revista Plural de México en la época que era dirigida por Octavio Paz, Sakai es también el traductor al español de los dos relatos de Akutagawa que Borges prologa.

Las relaciones de Borges con el Japón de seguro ya habrán merecido la tesis universitaria correspondiente, que bien puede ir desde cuentos como "El incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké" (1933) hasta sus hermosos tankas o su poema sobre el shintoísmo, fruto de sus últimos años y sus últimos viajes.

Pero este prólogo, certero e informativo, reconstruye el ir y venir de las culturas como un proceso de doble faz, en que es tanto lo que dan como lo que reciben, aún si el censo de aportes no se halla totalmente establecido. En todo caso, la infinidad de traducciones de Borges al japonés. (conoz­co, por lo menos, una docena de títulos) y el libro publicado

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por Eudeba en Buenos Aires sobre Borges y el Japón, son elocuentes en su caso. El Japón también era otra de las patrias de su elección.

Pero quizá más que las entrevistas y los ensayos críticos recogidos en este último volumen, son las fotos de María Kodama en Atlas las que mejor resumen, con una imagen, el ininterrumpido diálogo de Borges con la cultura japonesa, acrecentado en los últimos años por su amor a la propia María, hija de japonés.

Las fotos, entre templos y monasterios, lo convierten en otro monje más, tan sabio e irónico como los que formulaban koans para desbaratar la lógica y el lugar común. Con su kimono blanco, Borges maestro-zen.

En todo caso, Akutagawa, a quien siempre incluyó en sus antologías del cuento fantástico, con sus versiones po­liédricas de un mismo suceso, queda aquí presentado en español, por quien tenía una mente tan delicada y apocalíp­tica como la suya. Tan certera en la percepción del desastre humano como de su jubiloso rescate a través del juego, el humor y el arte. Como en el caso de Swift, las situaciones límites del animal-humano le permiten a Borges, vía Akuta­gawa, enfrentarse al horror y superarlo.

Prólogo a la exposición del libro español (1962)

Más que los espejos, tigres y espadas, más que los laberintos mismos, el libro resume a Borges. Es su cifra y símbolo. Lo supo en la Biblia de su abuela, en las clan­destinas Mil y una noches árabes y en la ilimitada bi­blioteca de libros ingleses de su padre. Cuando lo visité en su apartamento de la calle Maipú en Buenos Aires, los que

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parecían regir su mundo eran diccionarios y enciclopedias: útiles instrumentos para continuar pensando y fabulando.

Su rigor termina por volverlas literatura fantástica. Quizá de allí provenga, también, el agrado de la página con que presenta una muestra de libros españoles siendo director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires.

La lista de libros reunidos es un panorama amplio de la industria editorial española en ese momento. Lo que sí resulta conmovedor es el hombre paulatinamente ciego que soñaba aún el Paraíso bajo la forma de biblioteca: una biblioteca "hecha a la medida del hombre". Donde se encon­trara el goce de la relectura y esa eterna polaridad de su espíritu, siempre dúctilmente conjugada, entre el fantasma ultraísta y el lector de Virgilio. "El sereno y fiel placer de lo clásico, y las agradables alarmas del hallazgo y de lo imprevisto".

El poeta que combina la fluida mesura de sus endeca­sílabos y la sorpresa de sus imágenes, no por eternas menos nuevas — agua, río, rosa — escribió también ese "grave porvenir" en el cual vivimos y que resulta incomprensible sin su escritura. Un hombre escribe. El libro que redacta termina por darle sentido a esa lectura que ha sido su vida, aun cuando quien escribe crea que no había vivido ni fue feliz. Pero sus frases, cierto gozoso disfrute que en ellas brilla, residuo alquímico de la muda existencia, nos confirman cómo transformó sus días en rumor y música. Decía en La moneda de hierro (1976):

He cometido el peor de los pecados Que un hombre puede cometer. No he sido Feliz...

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Mi mente Se aplicó a las simétricas porfías Del arte, que entreteje naderías.

Quien recitaba a Hugo y Verlaine terminaba por asentir ante Mallarmé: todo confluye en un libro. O, más modesta­mente, en un simple catálogo de libros.

El enigma de Shakespeare (1964)

Glosar las Sagradas Escrituras borgesianas puede ser, como la otra, una tarea tan deleitosa como infinita. En El enigma de Shakespeare, transcripción de una charla grabada en cinta magnetofónica con motivo del cuarto centenario del drama­turgo, el atribuir las obras de Shakespeare a Bacon o a Mar-lowe le da pie para un grato recorrido donde conjura insensateces criptográficas y delirios interpretativos y recurre, con sosegado humor, a mostrar las imposibilidades psicoló­gicas o verbales que impiden la primera atribución.

En el caso de Marlowe su análisis se hace más fino, del placer estético a las conjeturas de la novela policial, para concluir con una bella metáfora de dos caras.

Shakespeare, que encierra y resume todos los hombres, fue para sus contemporáneos invisible, como en cierta forma también lo fue Cervantes para los suyos. Pero . el poder creador de Shakespeare, surgido directamente del contacto con los actores y el escenario, podía apagarse, en silencio y sin remordimientos, luego de esa magia instantánea. Además, a Shakespeare, dueño y señor de todas las palabras, no le pareció pertinente buscar aquellas que describieran su silen­cio apacible de propietario campestre. La conferencia se convierte así en el borrador ampliado de otro texto borgesiano:

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"Everything and Nothing". Una creación que brota de la erudición. Un erudito que brinda las fuentes de su creación.

Del amor y los otros desconsuelos (1968)

Gustavo García Saraví, poeta argentino que ha cultivado con gran acierto el soneto, y muy vinculado a España, ve prologada su obra por Borges. Una obra donde lo personal y lo histórico se entrelazan, ahondando el pasado a partir de la referencia personal. Borges propone entonces un resca­te de la historia argentina y de las fechas que son hoy placas de mármol.

Por ello, repasar la obra poética de Borges es encontrar también su versión de la historia argentina, desde la primera junta de gobierno, durante el congreso de Tucumán, hasta su oposición al régimen de Perón. Pero el hombre que nos ha dado su personal versión del pasado histórico es también el prologuista que ha señalado a nuestra atención innumera­bles textos que vale la pena revisar. Su propia historia literaria argentina. Allí están Mariana Grondona y un libro de viajes por Europa, allí están Wally Zenner y dos li­bros de poemas, allí está Susana Bombal y su novela y Emma Risso Platero y su libro de narraciones fantásticas. Hay que releer entonces con ojos de Borges y ver qué queda de todo ello. Prólogos con un prólogo de prólogos (1975) ofrecía ya muchas opciones para reconstruir la peculiar historiografía literaria borgesiana. A ello deben añadirse, además de los mencionados, estos de Cócaro y García Saraví. Gracias a Borges la literatura argentina se dilata en sus silencios y en sus márgenes.

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Los morenos (1970)

Ya en 1935, cuando publicó Historia Universal de la Infamia, Borges, a través de "El espantoso redentor Lazarus Morell" había prestado atención a lo que el aporte negro significó en la cultura de América, desde el irónico arran­que del cuento:

En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas y propuso al emperador Carlos V la impor­tación de negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas.

El cuento, que según Mary Lusky Friedman (Una morfología de los cuentos de Borges, 1990) pinta "un retrato estereotipado de las plantaciones de EE. UU. antes de la guerra civil", propone ya muchas de las consecuencias que Borges atribuye a ese gesto del P. de las Casas, y que treinta y cinco años después volverá a repetir en su prólogo a la carpeta de dibujos del artista uruguayo Carlos Páez Vilaró, creador también de un singular conjunto arquitectónico en la costa uruguaya: "Casa-Pueblo".

Esas consecuencias eran, en el cuento, y refiriéndose a Sudamérica: "el éxito logrado en París por el pintor doctor oriental D. Pedro Figari, la buena prosa cimarrona del también oriental D. Vicente Rossi" y "la fornida carga a la bayoneta llevada por Soler al frente de sus Pardos y Morenos en el Cerrito", todos ellos mencionados de nuevo al hablar de Páez Vilaró y sus ágiles dibujos, de trazo rápido, donde los patios y la bullente vida de los balcones entrete­jen su ágil red.

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De todos modos, Borges no parece ir más allá de estas reiteradas referencias, en su balance de la cultura negra en el Río de la Plata, y de una resignada aceptación de la esclavitud, redimida por algún gesto heroico o de una asimi­lación, despojada de memoria histórica. La anécdota final acentúa la desamparada soledad de unas gentes en una tierra a la que habían sido arrastradas por la fuerza y vendidas al mejor postor. Sin embargo, el brillo exótico de la Historia Universal de la Infamia"había terminado por convertirse en un dolor inmediato y fraterno, vivido en la intimidad de su propia casa.

Fiat Concord (1971)

Borges, para subsistir primero y luego dentro de su amabilidad sempiterna, condescendió a muchos encargos: un folleto sobre Argentina para Varig, una conferencia sobre literatura fantástica editada por Olivetti, y un hermoso testi­monio sobre los amigos, que comienza con su padre y con Macedonio Fernández para un laboratorio farmacéutico.

Dentro de este género se sitúa la carpeta con acuarelas de Castagnino — vigorosos rostros de caballos, en entre­cruzado tropel de piernas y cascos — para promover un nuevo modelo de la Fiat.

El texto, como siempre, le sirve para ir más allá de su función publicitaria. Reflexiona sobre la historia argentina —"Caballos y hacienda se multiplicaron bíblicamente y con­tribuyeron a convertir el virreinato más modesto y más indigente en una de las primeras repúblicas latinoamerica­nas"— y para amonedar una imagen arquetípica de su patria: "el hombre firme en el caballo".

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Sin estar obnubilados por la admiración asomala sos­pecha, inconcebible pero cierta, de que Borges era incapaz de una página secundaria. Ésta, con el involuntario humoris­mo de sus finales "caballos de fuerza" termina por traer un eco de remotos orígenes y hazañas legendarias. De una épica menor, pero épica al fin, del primer caballo al Fiat Concord. Borges, publicista, sabía persuadir.

Ramón Columba: El Congreso que yo he visto (1978)

Para los "Esquemas" de la Editorial Columba de Bue­nos Aires, Borges preparó tres delgados y útiles volúmenes: literatura inglesa, norteamericana y uno sobre el budismo, en colaboración con Alicia Jurado. También prologó un cuarto, colectivo y más voluminoso, sobre la Argentina.

Estos trabajos, algunos de los cuales le ayudaron a sub­sistir cuando el peronismo lo dejó cesante como bibliotecario y lo nombró inspector de aves en un mercado de Buenos Aires, están detrás de este prólogo hecho a la recopilación de anécdotas y caricaturas que Ramón Columba, el editor, dedi­có al Congreso argentino y a sus representantes entre 1906 y 1943.

Señala Borges el carácter a la vez preciso y espectral de todo retrato, ya que subsiste más allá del muerto y en alguna forma lo encarna para siempre, y reflexiona luego sobre la caricatura que tiene "como todas las artes, la misteriosa obligación de ser grata". El valor del prólogo se enriquece, como en el caso de Páez Vilaró, con un recuerdo personal de Borges, mostrando su estrategia en tal campo: erudición histórica que desemboca en referencia autobiográfica. Así, Borges dibuja, con un generoso rasgo, al editor de los servi­ciales "Esquemas", mostrando, una vez más, cómo la pala-

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bra termina por recrear, mejor incluso que las líneas del lápiz, la silueta de un hombre.

María Luisa Bombal (1988)

La autora de La última niebla y La amortajada, pu­blicadas por Sur, debió fascinar a Borges. Esa joven chi­lena pelirroja había logrado crear un mundo narrativo propio. María Luisa Bombal, con su firme pulso para borrar los límites entre vida y muerte, y su actitud inteligente y emancipada en la vida diaria, causó una impresión imborra­ble entre sus amigos argentinos de los años 40, tal como lo confirma una página de José Bianco, el mítico secretario de redacción de Sur, ahora incluida en su libro Ficción y reflexión (Fondo de Cultura Económica). Por ello, muchos años más tarde, Borges deja consignada, en inglés, su admi­ración por una escritora sutil, que había aprendido a hablar desde la muerte, como en el caso de La amortajada, y era, sin lugar a dudas, una de las mejores, como lo atestiguan las reediciones (Seix-Barral) y las biografías que se han escri­to sobre su atrayente y desgarrada figura. La edición en inglés de sus textos confirma su irradiación creciente y la importancia, cada día mayor de su aporte a nuestras letras. Borges lo supo y lo dijo antes que nadie.

Cuadernos Hispanoamericanos, Madrid, núms. 505-507, julio-septiembre 1992. Homenaje a Jorge Luis Borges.

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Borges con Domenico Porzio y María Kodama (Roma, 1981)

LAMINA VI

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JORGE LUIS BORGES:

DIEZ TEXTOS PERDIDOS

Intenciones1

La Biblioteca es infinita y pasiva. Con una hospitalidad que es afín a la resignación y a la indiferencia, acoge y ate­sora todos los libros, porque cada libro, algún día, puede ser útil a alguien o alguien puede buscar la seguridad de que no le es inútil. La Biblioteca, así, propende, a ser todos los libros o, lo que es igual, a ser el pasado, todo el pasado, sin la depuración y la simplificación del olvido. La Biblio­teca sólo es querible, como el universo lo es o los vastos sistemas filosóficos del Indostán o de la escolástica, con una suerte de amor fati.

La revista, en cambio, es humana: condesciende a sim­patías y diferencias. Ya que representa la Biblioteca, puede ser tan curiosa como ésta y no menos heterogénea; el círculo de todo el saber será su ámbito y no sólo la historia. Además, ahora sabemos que la historia no está relegada a viejas espa­das y a textos laboriosos; no es algo que está hecho sino que se hace, en los sueños y en la vigilia.

En esta su tercera etapa, la revista aspira a no ser indigna de quien la fundó, Paul Groussac, y de los tiempos arduos

1 La Biblioteca, Buenos Aires, tomo IX, 2ª época, núm. 1, primer trimestre 1957. Cuando Borges era director de la Biblioteca Nacional y José Edmundo Clemente su vicedirector.

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y valerosos en que ahora le toca vivir. Toda revista, como todo libro, es un diálogo; la suerte del que ahora iniciamos también depende del lector, ese interlocutor silencioso.

Prólogo a "En tu aire, Argentina"2

Los aniversarios, los himnos, las placas conmemorativas, la veneración escolar, los excesos del mármol y del bronce, la nomenclatura patriótica del país, que convierte a sus hombres y a sus batallas en una serie de edificios, en una esquina o en el andén de una estación; estos hechos han contribuido, paradójicamente, a hacer del pasado argentino una cosa desvaída, pueril e insípida. Versos como estos que Martínez Estrada escribió, acaso sin propósito irónico:

Escuelas de adultos e infantiles coros a los mausoleos lleven fresca yedra

son testimonio del orbe exangüe y ceremonial a que hemos relegado una historia que, sin embargo, no está muy dis­tante en el tiempo. De ahí lo bien venido y lo necesario de este ferviente libro de Cócaro, para quien el ayer de estas tierras no es un esquema de fechas, apoteosis boba y estatuas, sino un mundo azaroso y patético, de hombres falibles y mortales, urgidos por difíciles circunstancias.

Modificar ligera o profundamente el pasado es quizás el único milagro que la teología dogmática (con la sola excepción de Pietro Damiani) ha prohibido al Señor y que nuestra mala memoria y la literatura ejecutan continuamente. Trátase, acaso, de una de las tareas fundamentales de la poesía que, a diferencia de la caótica realidad, procede por una selección de hechos representativos, que simbólicamente

2 Nicolás Cócaro: En tu aire, Argentina, Buenos Aires, Ediciones Voz Viva, 1957.

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son verdaderos aunque históricamente pueden no serlo. De dos maneras cumple Cócaro su labor. La primera es la imaginación verosímil de patéticos pormenores circunstan­ciales; el general Mitre, que está preso, mira desde las rejas de una ventana los árboles y las quintas de Chivilcoy. La segunda es la dramática suposición de que en un momento de su vida el personaje del poema ha intuido quién será para el porvenir; en las páginas de En tu aire, Argentina, Lavalle, Güemes o Laprida, bruscamente se ven para siempre.

Quienes practican en este país el romance histórico, deliberadamente eluden un elemento que es capital en ésta y en toda poesía: pasión.

Las guerras no se hacen sin odio, pero en las increíbles composiciones de esta gente bien educada el americano y el godo o el cristiano y el indio o el unitario y el federal se despedazan con decoro y sin una palabra que pueda herir la sensibilidad más alerta. No así los hombres de En tu aire, Argentina que padecen, odian y mueren.

He procurado argumentar las virtudes que se cifran en este libro, pero no ignoro que la única virtud de un poema está en su voz y en la respuesta de nuestra sangre, no en razonamientos abstractos. Que las piezas que integran este breve y suficiente volumen obren, pues, por sí solas.

Buenos Aires, 21 de octubre de 1957.

PRÓLOGO3

Tales midió la sombra de una pirámide para indagar su altura; Pitágoras y Platón enseñaron la trasmigración de

3 RYUNOSUKÉ AKUTAGAWA, Kappa. Los engranajes, Buenos Aires, Mundonuevo, 1959.

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las almas; setenta escribas, recluidos en la isla de Pharos, produjeron, al cabo de setenta jornadas de labor, setenta versiones idénticas del Pentateuco; Virgilio, en la segunda Geórgica, ponderó las delicadas telas de seda que elaboran los chinos y, días pasados, jinetes de la provincia de Buenos Aires se disputaban la victoria en el juego persa del polo. Verdaderas o apócrifas, las heterogéneas noticias que he enumerado (a las que habría de agregar, entre tantas otras, la presencia de Atila en los cantares de la Edda Mayor) marcan sucesivas etapas de un proceso intrincado y secular, que no ha cesado aún: el descubrimiento del Oriente por las naciones occidentales. Este proceso, como es de suponer, tiene su reverso; el Occidente es descubierto por el Oriente. A esta otra cara corresponden los misioneros de hábito amarillo que un emperador budista envió a Alejandría, la conquista de la España cristiana por el Islam y los encantadores y a veces terribles volúmenes de Akutagawa.

Discernir con rigor los elementos orientales y occiden­tales en la obra de Akutagawa es acaso imposible; por lo demás, los términos no se oponen exactamente, ya que en lo occidental está el cristianismo, que es de origen semítico. Entiendo, sin embargo, que no es aventurado afirmar que los temas y el sentimiento son orientales, pero que ciertos procederes de su retórica son europeos. Así, en Kesa y Moritó y en Rashómon, asistimos a diversas versiones de una misma fábula, referidas por los diversos protagonistas; es el procedi­miento de Robert Browning, en The ring and the book. En cambio, cierta tristeza reprimida, cierta preferencia por lo visual, cierta ligereza de pinceladas, me parecen, a través de lo inevitablemente imperfecto de toda traducción, esen­cialmente japonesas. La extravagancia y el horror están en sus páginas, pero no en el estilo, que siempre es límpido.

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Akutagawa estudió las literaturas de Inglaterra, de Ale­mania y de Francia; el tema de su tesis doctoral fue la obra de Morris y nos consta que frecuentó a Schopenhauer, a Yeats y a Baudelaire. La reinterpretación psicológica de las tradiciones y leyendas de su país fue una de las tareas que ejecutó.

Thackeray declara que pensar en Swift es como pensar en la caída de un imperio. Análogo proceso de vasta desin­tegración y agonía nos dejan entrever las dos narraciones que componen este volumen. En la primera, Kappa, el novelista recurre al artificio de fustigar la especie humana bajo el disfraz de una especie fantástica; acaso los bestiales yahoos de Swift o los pingüinos de Anatole France o los curiosos reinos que atraviesa el mono de piedra de cierta alegoría budista fueron su estímulo. A medida que procede el relato, Akutagawa olvida las convenciones del género satírico; a los kappas no les importa revelar que son hombres y hablan directamente de Marx, de Darwin o de Nietzsche. Según los cánones literarios, esta negligencia es una falla; de hecho, infunde en las últimas páginas una melancolía indecible, ya que sentimos que en la imaginación del autor todo se desmorona, y también los sueños de su arte. Poco después, Akutagawa se mataría; para quien escribió esas últimas páginas, el mundo de los kappas y el de los hombres, el mundo cotidiano y el mundo estético ya eran parejamente vanos y deleznables. Un documento más directo de ese crepúsculo final de su mente es el que nos propone Los engranajes. Como el Infierno de aquel Strindberg que entre­vemos al fin, esta narración es el diario, atroz y metódico, de un gradual proceso alucinatorio.

Diríase que el encuentro de dos culturas es necesaria­mente trágico. A partir de un esfuerzo que se inició en 1868,

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él Japón llegó a ser una de las grandes potencias del orbe, a derrotar a Rusia y a lograr alianzas con Inglaterra y con el Tercer Reich.

Esta casi milagrosa renovación exigió, como es natural, una desgarradora y dolorosa crisis espiritual; uno de los artífices y mártires de esta metamorfosis fue Akutagawa que se dio muerte el día 24 de julio de 1927.

PRÓLOGO 4

Así como el crepúsculo participa de la noche y del día y las olas de la espuma y del agua, dos elementos de natura­leza dispar inseparablemente integran el libro. El libro es una cosa entre las cosas, un objeto entre los objetos que coexisten en las tres dimensiones, pero es también un símbolo como las ecuaciones del álgebra o las ideas generales. Pode­mos así equipararlo a un juego de ajedrez, que es un tablero negro y blanco y las piezas y la cifra casi infinita de maniobras posibles. También es evidente la analogía de lo instrumentos de música, la del arpa que Bécquer entrevió en un ángulo del salón y cuyo silencioso mundo sonoro compararía con un ave que duerme. Tales imágenes son meras aproximaciones y sombras: el libro es harto más com­plejo. Los símbolos escritos son un espejo de símbolos orales, que a su vez lo son de abstracciones o de sueños o de me­morias. Quizá baste dejar escrito que el libro, como el hombre que lo creó, se compone de alma y de cuerpo. De ahí el deleite múltiple que nos brinda: felicidad de la vista, del tacto y de la inteligencia. Cada cual imagina a su modo el

* Catálogo de la Exposición de Libros Españoles. Buenos Aires, octubre 1962.

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Paraíso; yo, desde la niñez, lo he concebido como una bi­blioteca. No como una biblioteca infinita, porque hay algo de incómodo y de enigmático en todo lo infinito, sino como una biblioteca hecha a la medida del hombre. Una biblioteca en la que siempre quedarán libros (y tal vez anaqueles) por descubrir, pero no demasiados. En suma, una biblioteca que permitiera el placer de la relectura, el sereno y fiel placer de lo clásico, y las agradables alarmas del hallazgo y de lo imprevisto. El conjunto de libros españoles que esté catálogo registra parece anticipar gratamente esa vaga y perfecta biblioteca de mi esperanza.

Espíritu y materia es el libro; la mente hispánica y la artesanía hispánica viven y se conjugan en las piezas con­gregadas aquí. El espectador se demorará en el examen de estos frutos cabales y delicados de una tradición secular; lícito es recordar que las tradiciones no son la repetición mecánica de una forma inflexible sino un alegre juego de variaciones y de renovaciones. Aquí están las diversas litera­turas que manejan la lengua castellana, en una y otra margen del mar; aquí, el inagotable ayer y el cambiante a hora y el grave porvenir que aún no desciframos y que sin embargo escribimos.

Buenos Aires, 9 de agosto de 1962.

EL ENIGMA DE SHAKESPEARE5

Los dos últimos capítulos del libro Crítica literaria, de Paul Groussac, están dedicados a la cuestión Shakespeare,

5 Revista de Estudios de Teatro, VIH, Instituto Nacional de Es­tudios de Teatro. Con motivo del Cuarto Centenario de Williarn Shakespeare.

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o, como yo he preferido llamarlo hoy, el enigma de Shakes­peare. Se trata, como ustedes habrán supuesto, de la tesis de aquellos que niegan al individuo William Shakespeare, que murió en 1616, la paternidad de las tragedias, comedias, piezas históricas y poemas que hoy se admiran en todas partes del mundo. Groussac en aquellos dos artículos defien­de la opinión clásica, la opinión que fue de todos hasta promediar el siglo diecinueve, cuando Miss Delia Bacon, en un libro prologado por Hawthorne, en un libro que Haw-thorne no había leído, prefirió atribuir al canciller y filósofo y fundador y, en cierto modo, mártir de la ciencia moderna, Francis Bacon, la paternidad de esas obras.

Ahora bien: yo, desde luego, creo que el William Sha­kespeare que hoy honran el Oriente y el Occidente fue el autor de las obras que le atribuimos, pero a los argumentos señalados por Groussac querría agregar otros, y, además, ha surgido en los últimos años una segunda candidatura, la más interesante de todas, desde el punto de vista psicoló­gico, y aun podríamos decir, desde el punto de vista policial: la que atribuye al poeta Christopher Marlowe, que murió asesinado en una taberna de Deptford, cerca de Londres el año 1593, la paternidad de esas obras. Veamos, en primer término, los argumentos contra la paternidad de Shakespeare. Los argumentos podrían condensarse así: Shakespeare re­cibió una educación bastante somera en la Grammar School o escuela elemental de su pueblo, Stratford-on-Avon. Shakes­peare según declaración de su rival y amigo, el poeta dramático Ben Jonson, poseía small Latín and less Greek, es decir "poco latín y menos griego". Y hay quienes en el siglo XIX descubrieron, o creyeron descubrir, una versación enciclo­pédica en la obra de Shakespeare; el hecho es, me parece, que el vocabulario de Shakespeare es un vocabulario gigan-

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tesco aun dentro de la gigantesca lengua inglesa, pero que una cosa es el empleo de términos de muchas disciplinas y ciencias y otra el conocimiento profundo o superficial de esas ciencias y disciplinas. Podemos recordar el caso análogo de Cervantes. Creo que un tal Barby en el siglo XIX publicó un libro titulado Cervantes perito en geografía. La verdad es que para mucha gente lo estético es inaccesible y prefiere buscar las virtudes de los hombres de genio — Cervantes y Shakespeare indiscutiblemente lo fueron—, entre otras cosas; en sus conocimientos, por ejemplo. Se dijo entonces, Miss Delia Bacon lo dijo, que la profesión de dramaturgo era algo deleznable en la época de Isabel, la reina virgen, y de Jacobo I, y que la versación enciclopédica que ellos creían descubrir en la obra de Shakespeare no podía pertenecer al pobre hombre William Shakespeare con su small Latín and less Greek, sus lecturas fragmentarias de Plutarco y de Chau-cer, y que el autor de esas obras tenía que ser un hombre enciclopédico y Miss Delia Bacon lo descubrió en su homó­nimo Francis Bacon. El argumento entonces sería éste: Bacon era un hombre de vasta ambición política y cientí­fica; Bacon quería renovar la ciencia, instaurar lo que él llamó el regnum hominis o reino del hombre. Y no hubiera convenido a su dignidad de canciller y de filósofo la redac­ción de obras dramáticas. Habría buscado entonces al actor y empresario William Shakespeare y habría usado el nombre de éste como seudónimo. Tal vendría a ser el argumento. Quienes enriquecieron, o llevaron al absurdo la tesis de Miss Bacon, recurrieron —y ya estamos en lo policial, en "El Escarabajo de Oro" del futuro Edgard Alian Poe — a la cripto­grafía. Por increíble que parezca, recorrieron toda la obra de Shakespeare buscando un verso que empezara con una B, el si­guiente con una A, el otro con una C, el penúltimo con una

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O y el verso final con una N. Es decir, buscaban una firma secreta de Bacon en su obra, y no la encontraron. Entonces, alguno de ellos, aun más absurdo que sus precursores, lo cual parece difícil, recordó que la palabra bacon significa "tocino" en inglés, y que Bacon en lugar de firmar siquiera criptográfi­camente o acrósticamente su nombre, habría preferido firmar hog o pig o swine que significa cerdo, hecho extraordinaria­mente improbable, ya que nadie hace bromas de ese tipo sobre su propio apellido. Y creo que alguno de ellos tuvo la suerte de encontrar un verso que empezaba con una P, el segundo no con una i, sino con una y griega, y el otro con una G. Y sobre ese cerdo solitario descubierto en las obras de Bacon, se creyó que la extraña tesis podía ser justificada. Hay además una larga palabra de tipo latino, sin sentido, en la cual algunos han descubierto el anagrama: "Francis Bacon sic scriptit" o "Francis Bacon fecit" o algo así por el estilo. Uno de los partidarios de la tesis baconiana fue Mark Twain; Mark Twain, que ha resumido todos los argumentos de una manera muy divertida en un libro titulado Js Shakespeare dead? —¿Ha muerto Shakespeare?— y que recomiendo, no a la convicción, pero sí a la diversión de ustedes. Todo esto, como se ve, es puramente conjetural e hipotético. Todo esto ha sido refutado magistralmente por Paul Groussac en aquellos artículos que, según creo, se publicaron por vez primera en La Nación y luego apare­cen al final del volumen Crítica literaria. Pero a estos argu­mentos yo agregaría otros, de índole diversa: Groussac habla de la pobreza de los versos que se atribuyen a Bacon: yo agregaría que la mente de ambos hombres es esencialmente, irreparablemente distinta. Bacon, desde luego, tiene, o tuvo, una mente más moderna que la de Shakespeare; Bacon siente la historia: Bacon sintió que su época, el siglo XVII,

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era el comienzo de una era científica y Bacon quiso que no se procediera venerando los textos de Aristóteles sino investigando la naturaleza directamente. Ya por la Edad Media había corrido la metáfora, o la imagen, de dos libros redactados por el Espíritu Santo. Uno de esos libros sería la Biblia, el otro sería el libro siempre abierto de la Naturale­za, o, como diría el historiador Carlyle después, el libro de la Historia, aquel libro que debemos leer y escribir continua­mente; cada uno de nosotros es parte del proceso histórico; y además con una frase, que casi infunde una suerte de temor —agrega Carlyle—, aquel libro en el cual también nos escriben: es decir, nosotros somos asimismo símbolos de la historia. Bacon fue un precursor de lo que ahora llamamos ficción científica, ya que en su Nueva Atlántida él nos narra la aventura de unos viajeros que llegan a una isla perdida en el Pacífico y en esa isla están realizados muchos de los prodigios de la ciencia actual. Por ejemplo: hay naves que navegan bajo el agua, hay otras que navegan por los aires; hay gabinetes en los que se producen artificialmente la lluvia, la nieve, las tempestades, los ecos y los arco-iris; hay jardines zoológicos que agotan la variedad de todas las cruzas, especies vegetales y animales actuales, una suerte de jardín zoológico fantástico. Luego, la mente de Bacon era no menos propensa a la metáfora que la mente de Shakespeare. Aquí tendríamos un punto de contacto entre los dos, salvo que las metáforas son harto distintas. Imaginemos un libro de lógica, el Sistema de Lógica, de Stuart Mill, en el cual señala los errores a que la mente humana propende. Ten­dríamos una clasificación de falacias. Esto lo ha hecho Stuart Mill y lo han hecho muchos otros. Pero, ¿cómo lo hizo Bacon? Lo hizo, ante todo, diciendo que la mente del hombre no es un espejo liso, sino un espejo ligeramente

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cóncavo o ligeramente convexo, que deforma la realidad. Luego afirmó que el hombre propende al error, y llamó ídolos a los errores a que propendemos. Y enumeró, así, los ídola-tribus, los ídolos de la tribu, los ídolos comunes a todo el género humano. Manifestó que hay mentes que notan las afinidades de las cosas, y otras que tienden a notar y exagerar las diferencias, y que el observador científico debía observarse a sí mismo y corregir esa inclinación a notar diferencias o parecidos. Simpatías o diferencias, diría, a su tiempo, Alfonso Reyes. Luego, Bacon habla de los ídolos de la caverna, ídola specus; es decir, cada hombre propende, sin saberlo, a cierta clase de errores. Imaginemos a un hombre, un hombre inteligente, a quien le exponen, digamos, la poesía de Heine, la filosofía de Spinoza, las doctrinas de Einstein o de Freud. Si este hombre es antisemita, tenderá a rechazar esas obras, simplemente porque son obras de judíos, y si es judío o filosemita, tenderá a aceptarlas, simple­mente porque siente simpatía por los judíos. En ambos casos no examinará imparcialmente la obra de Heine, o la obra de Einstein, o la filosofía de Bergson, o lo que fuere, sino que supeditará su juicio de tales obras a sus gustos o sus disgustos. Después, Bacon señala los ídola forum, los ídolos del foro, o del mercado; es decir los errores causados por el lenguaje, y observa que el lenguaje no es obra de los filósofos, sino obra del pueblo. Chesterton afirmaría que el lenguaje fue inventado por cazadores, pescadores y vagabundos y por eso es esencialmente poético. Es decir, el lenguaje no ha sido creado para la descripción de la verdad, ha sido creado por gente arbitraria y fantasiosa; el lenguaje nos lleva continuamente a errores. Si se dice de alguien que es sordo, por ejemplo, y otra persona lo pone en duda, el primero dirá: Sí, es sordo como una tapia, simplemente

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porque tiene a mano la frase conveniente: "sordo como una tapia". Y a esos ídolos Bacon agrega una cuarta especie de ídolos, que son los que él llama ídola teatri: ídolos del teatro. Anota Bacon que todo sistema científico, sin excluir su sistema de filosofía, observación e inducción — de ir, no de lo general a lo particular, sino de lo particular a lo ge­neral—; Bacon dice, repito, que toda filosofía reemplaza el mundo real por un mundo más o menos fantástico, o, en todo caso, simplificado. Y así tenemos el marxismo, que juzga todos los hechos históricos por razones económicas; o tenemos a un historiador como Bossuet, que ve en todo el proceso histórico a la providencia; o las teorías de Spengler; o las doctrinas actuales de Toynbee, y ninguna de ellas, diría Bacon, es la realidad sino un teatro, una representación de la realidad. Bacon, además, descreía del idioma inglés. Bacon creía que las lenguas vernáculas no tenían porvenir. Por eso él hizo traducir todas sus obras al latín. Bacon, tan enemigo de la Edad Media, creía, como la Edad Media, que hay una lengua internacional, que es el latín. En cambio, Shakes­peare, según sabemos, sintió profundamente la lengua inglesa, esa lengua acaso única, entre las otras lenguas occidentales, porque posee lo que podríamos llamar un doble registro: para las palabras comunes, para las ideas, digamos de un niño, de un rústico, de un marinero, de un campesino, posee palabras de origen sajón, y para lo intelectual posee palabras de origen latino. Y además, esas palabras no son nunca exactamente sinónimas, hay un matiz diferencial; una cosa es decir sajonamente "dark" y otra cosa es decir "obscure", una cosa es decir "brother hood" y otra decir "fraternity", una cosa, sobre todo para la poesía, que depende no sólo del ambiente, no sólo del sentido, sino de la connotación del am-

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biente de las palabras, una cosa es decir latinamente "riget" y otra es decir "single".

Shakespeare sintió todo esto, podríamos decir que buena parte del encanto de Shakespeare depende de ese juego re­cíproco de voces latinas y de voces germánicas. Por ejemplo, cuando Macbeth, ante su mano ensangrentada, piensa que esa mano teñiría de escarlata los mares multitudinarios, ha­ciendo de lo verde una sola cosa roja, dice:

Will all great Neptune's ocean wash this blood Clean from my hand? No, this my hand will rather The multitudinous seas incarnadine, Making the green one red.

En el tercer verso tenemos largas y sonoras y letradas voces latinas: multitudinous, incarnadine, y luego breves vo­ces sajonas: green one red. De suerte que hay, me parece, una incompatibilidad psicológica entre la mente de Bacon y la mente de Shakespeare, y esto basta para invalidar todos los argumentos de los baconianos, y todas las criptografías, todas las firmas secretas, reales o imaginarias, que han des­cubierto o que han creído descubrir en su obra.

Hay otras candidaturas que paso por alto, y llego ahora a la menos inverosímil de todas: a la del poeta Christopher Marlowe, que murió asesinado, según se cree, el año 1593, a los 29 años, la edad de la muerte de Keats, la edad de la muerte de nuestro poeta suburbano Evaristo Carriego. Y veamos un poco la vida de Marlowe y su obra. Marlowe fue un "university whit", un ingenio universitario; es decir, perteneció a aquel grupo de jóvenes universitarios que con­descendieron, por decirlo así, al teatro, y además Marlowe perfecciona el "blank verse", el verso blanco, que sería el

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instrumento predilecto de Shakespeare, y hay en la obra de Marlowe versos no menos espléndidos que en la obra de Shakespeare; por ejemplo, aquel verso admirado por Una-muno que dijo que era superior, ese solo verso era superior, a todo el Fausto de Goethe, olvidando acaso que la perfec­ción es más fácil en un verso que en toda una vasta obra, donde es acaso imposible.

El Doctor Fausto de Marlowe, como el Fausto de Goethe, se encuentra ante el espectro de Helena (la idea de que Helena de Troya fue un fantasma o una apariencia es una idea que ya está en los antiguos) y le dice a Helena, a Hele­na de Troya: "Oh, Helen, make me immortal with a kiss" ("Oh, Helena, hazme inmortal con un beso"), y luego: "Oh you are fairer than the evening air cladded with beauty with thousand stars" ("Eres más hermosa que el aire de la tarde vestido por la belleza de mil estrellas"). Y no dice el cielo de la tarde sino el aire de la tarde, es decir, en esa palabra aire ya está el espacio copernicano, ese espacio infi­nito que fue una de las revelaciones del Renacimiento, ese espacio en el cual nosotros todavía creemos, a pesar de Einstein, ese espacio que viene a suplantar las esferas con­céntricas del sistema de Ptolomeo, que preside la triple co­media de Dante.

Es decir, Marlowe fue un gran poeta, y Marlowe crea el instrumento de Shakespeare, el verso blanco, y esto ya daría alguna verosimilitud a la tesis. Pero ahora volvamos al trágico destino de Marlowe. Por aquellos años, es decir, en la última década del siglo XVI, se temía una insurrección católica en Inglaterra, una insurrección fomentada por el poderío de España. La ciudad de Londres, además, estaba agitada por motines. Habían llegado a Londres muchos artesanos flamencos y franceses, y se les acusaba de comer

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"the bread of fatherless children", "el pan de niños sin padres". Es decir, había una suerte de nacionalismo que atacaba a estos extranjeros y hasta amenazaba con una ma­tanza general. Luego el Estado ya tenía lo que hoy llamaría­mos un "secret service", un servicio secreto, y Marlowe fue uno de los hombres del "secret service". Se perseguía a los católicos y se perseguía asimismo a los puritanos, y un escri­tor dramático, Kyd, Thomas Kyd, fue arrestado, y en su casa se encontraron papeles. En uno de esos papeles había un manuscrito con veintitantas tesis heréticas, y algunas escandalosas; básteme recordar, de paso, que una de las tesis era que Jesús había sido homosexual, había además una defensa de la homosexualidad, y además se negaba que un hombre, Cristo, pudiera ser hombre y Dios a un mismo tiempo. Había además una alabanza del tabaco, que Raleigh había traído de América. Y Marlowe era uno de los contertulios de Raleigh, aquel corsario, aquel historiador que luego fue ejecutado, en cuya casa se celebraban reunio­nes que se llamaban ominosamente "the school of night", "la escuela de la noche". Además, los personajes de Marlowe, los personajes que cuentan con la evidente simpatía del autor, vienen a ser como magnificaciones de Marlowe, son ateos: Tamburlaine, Tamerlán, quema el Corán, y finalmente, cuan­do ha conquistado el mundo, quiere, como el Alejandro de Macedonia de la leyenda, conquistar el cielo y ordena que se dirija su artillería contra el cielo, y que cuelguen banderas negras del cielo para significar la hecatombe, la matanza de los dioses: "And how black banners from the sky", etcétera.

Y luego tenemos a Fausto, al doctor Fausto, que signi­fica el apetito renacentista de querer conocerlo todo, de leer el libro de la naturaleza, no en busca de enseñanzas morales,

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como se había hecho en la Edad Media, cuando se redac­taron los fisiólogos o bestiarios, sino en busca de las letras que componen el universo.

Y luego tenemos El Judío de Malta, que es una magnifi­cación de la codicia. Este manuscrito fue examinado por la policía. Kyd fue torturado; la tortura no es una invención de nuestro tiempo, y Kyd confesó o declaró, lo cual es muy natural, ya que su vida estaba en juego, que ese manuscrito no era de él, era de puño y letra de Marlowe, con el cual había compartido una habitación cuando los dos trabajaban juntos revisando y corrigiendo piezas de teatro. Había un tribunal llamado "The Star of Chamber" para juzgar estos delitos. Y a Marlowe le dieron una semana; al cabo de una semana tenía que comparecer ante ese tribunal para ser acusado de blasfemia y ateísmo y tenía que defenderse. Y luego, dos días antes de la sesión, Marlowe aparece asesi­nado en una taberna de Deptford. Parece que cuatro hom­bres, todos pertenecientes al servicio secreto, llegaron a esa taberna, almorzaron, durmieron la siesta, salieron a caminar por el pequeño y húmedo jardín que rodeaba a la taberna, y luego jugaron, no sé si al ajedrez o al "bac-gammon", y luego hubo una discusión sobre la cuenta. Entonces Marlowe habría sacado su puñal (las armas blancas eran de uso común entonces), y habría sido apuñalado con su propio puñal en un ojo, y habría muerto. Ahora, según la tesis de Calvin Hoffman, el que murió no sería Marlowe, sería otro, sería uno cualquiera de los otros tres; además en aquel tiempo no había manera de identificar a la gente, no se conocían las impresiones digitales, era muy fácil hacer pasar a un hombre por otro, y Marlowe había anunciado a sus amigos su intención de huir a Escocia. Escocia entonces era un reino independiente, y entonces, según la tesis de

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Hoffman, Marlowe habría hecho pasar al otro muerto por él, habría huido a Escocia, y desde allí habría remitido a su amigo el actor y empresario William Shakespeare las obras que hoy se atribuyen a Shakespeare. Desde Escocia le habría hecho llegar los manuscritos de Macbeth, de Hamlet, de Otelo, de Antonio y Cleopatra, etc. Luego él habría muerto, según la tesis, unos cuatro o cinco años antes de la muerte de Shakespeare. Éste, entonces, vendido su teatro y retirado a su pueblo de Stratford, habría olvidado totalmente su obra literaria, y dedicado a ser el hombre más acaudalado del pueblo, y entregado, asimismo, a los placeres del litigio con sus vecinos, hasta su muerte, acaecida después de una francachela con unos actores que vinieron a verlo de Londres, el año 1616.

Ahora, el argumento que yo esgrimiría en contra de esta tesis es que aunque Marlowe fue un gran poeta y tiene versos no indignos de Shakespeare, y hay además muchos ver­sos de Marlowe intercalados, casi como perdidos, en las obras de Shakespeare, existe, sin embargo, una diferencia esencial entre los dos. Coleridge, para alabar a Shakespeare, usó el vocabulario de Spinoza. Dijo que Shakespeare era lo que Spinoza llama natura naturans, es decir, la naturaleza creadora, esa fuerza que toca todas las formas, es decir, esa fuerza que está como muerta en las piedras, que duerme en las plantas, que sueña en la vida de los animales que sólo son conscientes del presente y que llega a una consciencia, o a cierta consciencia, en nosotros, los hombres, y esa sería la natura naturata.

Hazlitt dijo asimismo que todas las personas que han sido en el universo están en Shakespeare; es decir, Shakes­peare tenía el poder de multiplicarse maravillosamente: pen­sar en Shakespeare es pensar en una muchedumbre, en cam-

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bio en la obra de Marlowe tenemos siempre un personaje central: el conquistador: Tamerlán; el codicioso: Barrabás; el hombre de ciencia: Fausto, y los demás personajes son meras comparsas, casi no existen; en cambio en la obra de Shakespeare existen todos los personajes, aun los personajes episódicos. El boticario, por ejemplo, que le vende el veneno a Romeo y que dice: "Mi pobreza, no mi voluntad, consien­te", ya se define como un hombre mediante esa sola frase, y eso parece exceder las posibilidades de Marlowe.

Bernard Shaw, en una carta dirigida a Frank Harris, dijo: "Como Shakespeare, entiendo a todo y a todos: como Shakespeare, soy nada y soy nadie": "Like Shakespeare I understand everything and everybody; and like Shakespeare I am nobody and nothing". De suerte que bastaría esa plu­ralidad de la mente de Shakespeare para diferenciarlo de Marlowe.

Y ahora llegamos al verdadero enigma de Shakespeare, que sería éste: para nosotros Shakespeare es uno de los hom­bres más visibles del mundo, pero no lo fue, ciertamente, para sus contemporáneos. Y aquí se repite el caso de Cervan­tes. Lope de Vega escribió: "Nadie es tan necio que admire a Miguel de Cervantes". Y Gracián, en su Agudeza y arte de ingenio, no encuentra un solo rasgo ingenioso del Quijote digno de ser citado, y Quevedo, en un romance, alude distraídamente a la flacura de Don Quijote. Es decir, Cervantes fue casi invisible para sus contemporáneos; su misma actuación militar en la jornada de Lepanto había sido tan olvidada que él mismo tuvo que recordar que debía su manquedad a aquella batalla. En cuanto a Shakespeare, fuera de algún ambiguo elogio en que se habla de sus "sugar sonets", de sus azucarados o dulces sonetos, sus contempo­ráneos parecen no haberlo visto demasiado. Ahora bien.

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esto tiene, me parece, una explicación y es que Shakespeare se dedicó al género dramático, principalmente; fuera de los sonetos y algunas poesías ocasionales, por ejemplo "El fénix y la tórtola", o "El peregrino apasionado" o alguna otra. Ahora, cada época cree que hay un género literario que tie­ne una suerte de primacía. Por ejemplo, a todo escritor que no ha escrito una novela le preguntan cuándo va a escribir una novela. A mí mismo me lo preguntan continuamente. En tiempos de Shakespeare la obra literaria era por excelen­cia el poema épico, el vasto poema épico, y esta idea conti­núa hasta el siglo XVIII. Tenemos a Voltaire, el menos épico de los hombres, que escribe sin embargo una epopeya, porque sin una epopeya no hubiera sido un verdadero hombre de letras para sus contemporáneos. Tenemos ahora el culto de la novela. Tenemos el caso de un hombre esencialmente me­lancólico y elegiaco, como Tasso, que escribe y reescribe sin embargo su Jerusalem, porque lo que el tiempo exigía de él era una epopeya.

Y veamos nuestro tiempo. Pensemos en el cinematógrafo. Al pensar en el cinematógrafo la mayoría de nosotros pen­samos en actores, o en actrices; yo pensaría anacrónicamente: Miriam Hopkins, Catherine Hepburn: ustedes sin duda pueden agregar nombres más actuales; o pensamos en di­rectores: yo pensaría en Joseph von Sternberg, que me parece el mayor de todos los directores cinematográficos, o pen­saría, si pienso en nuestro tiempo, en Orson Welles, o en Hichtcock; en fin, ustedes pueden poner aquí los nombres que quieran. Pero no pensamos en los libretistas. Yo, por ejemplo, recuerdo el film La Batida —The Dragnet—, La Ley del Hampa —Underwold—, El Espectro de la Rosa, la frase de Sir Thomas Brown, que habla de Ghost of the Rose; pero fue necesario que hace unos días muriera Ben

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Hecht para que yo recordara que él era el autor de los libre­tos de esos films que he visto y que me han entusiasmado tantas veces.

Y algo análogo ocurría con las piezas de teatro en tiempo de Shakespeare. Las piezas de teatro pertenecían a las compañías, no a los autores. Además, cada vez que se las reponía se agregaban escenas con toques de actualidad. Y la gente se rió de Ben Jonson cuando éste publicó con toda solemnidad sus piezas de teatro y le dio el título de Works. Obras. Pero, como decía la gente, ¿qué obras son éstas, que son simplemente tragedias y comedias? Works tendrían que ser, por ejemplo, poemas líricos o épicos, o elegiacos, o lo que se quiera, pero no piezas de teatro. Así es natural que sus contemporáneos no admiraran a Shakes­peare. Él escribía para los actores. Ahora queda el otro misterio. ¿Por qué Shakespeare vende su teatro, se retira a su pueblo natal y se olvida de las obras que ahora son una de las glorias de la humanidad? Hay una explicación que ha sido formulada por el gran escritor De Quincey, y es que para Shakespeare la publicidad no era la letra impresa. Shakespeare no había escrito para ser leído, sino para ser representado. Las piezas seguían representándose y esto le bastaba a Shakespeare. Otra explicación, de índole psicológica, sería que Shakespeare necesitaba el estímulo inmediato del teatro. Es decir, que cuando escribió Hamlet o Macbeth, él adaptaba sus palabras a tal o cual actor, o, como dijo alguien, que si un personaje canta en la obra de Shakespeare es porque tal o cual actor sabía manejar el laúd o tenía una voz agradable. Es decir, Shakespeare habría requerido ese estímulo circuntancial. Goethe diría mucho después que toda poesía es "Gelegenheitsdichtung" "poesía de circunstancias". Y Shakespeare una vez que no está urgido

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por los actores y por las necesidades de las tablas no sintió necesidad de escribir. Yo entiendo que esto es lo más pro­bable. Groussac dice que hay muchos escritores que han señalado su desdén por el arte literario, que han extendido aquello de "vanidad, vanidad de vanidades y todo es vani­dad" a la literatura, que muchos literatos han descreído de la literatura. Pero dice que todos ellos han buscado una expresión para su desdén y que todas esas expresiones son inexpresivas si las comparamos con el silencio de Shakes­peare. Shakespeare, señor de todas las palabras, que llega a la convicción de que la literatura es deleznable, y ni siquiera busca palabras para expresar esa convicción; esto es casi sobrehumano. Dije al principio que Bacon sentía vivamente la historia. En cambio, para Shakespeare, todos los perso­najes, trátese de los daneses, de Hamlet, de los escoceses, de Macbeth, de los griegos, romanos, de italianos, de tantas otras obras de Shakespeare, todos los personajes son tratados como si fueran contemporáneos de Shakespeare. Es decir, Shakespeare sentía la variedad de los hombres, pero no la variedad de las épocas históricas. La historia no existía para él; en cambio, existió para Bacon. ¿Cuál fue la filosofía de Shakespeare? Bernard Shaw ha querido hallarla en aquellas sentencias tan dispersas en toda la obra de Shakespeare en que se dice que la vida es esencialmente onírica, ilusoria: "We are such as stuff dreams are made on" —"Somos la misma materia con que se hacen nuestros sueños"—; o cuando dice: "La vida es una historia contada por un. idiota, llena de sonido y de furia y que no significa nada" —"Life is a tale told by an idiot, full of sound and fury that sig-nifyng nothing"—, o antes cuando compara a cada hombre con un actor que por un momento ocupa la escena y luego desaparece y que es como un doble juego, porque el rey que

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dice estas palabras, Macbeth, es asimismo un actor, un pobre actor, "that struts and frets his hour upon the stage / And then is heard no more. . ." ; y que representa el papel de Macbeth. Pero también podemos pensar que todo esto no corresponde a una convicción de Shakespeare, sino a lo que sus perso­najes pudieron sentir en aquel momento; es decir, que la vida no sería una pesadilla, una pesadilla insensata para Shakespeare, pero la vida pudo ser sentida como una pe­sadilla por Macbeth, cuando vio que las parcas y las brujas lo habían engañado. Y aquí llegamos al enigma central de Shakespeare, que es acaso el enigma de toda creación litera­ria. Vuelvo a Bernard Shaw. A Shaw le preguntaron si él creía realmente que el Espíritu Santo había escrito la Biblia. Y Shaw contestó que el Espíritu Santo había escrito no sólo la Biblia, sino todos los libros del mundo. Ahora noso­tros ya no hablamos del Espíritu Santo; tenemos otra mito­logía: hablamos de que un escritor escribe con su subcons­ciencia, o con lo inconsciente colectivo, y Homero y Milton preferían creer en la Musa: "Canta, oh Musa, la cólera de Aquiles", dijo Homero, o los poetas que se llamaron Homero. Es decir, todos creían en una fuerza de la cual eran ama­nuenses. Milton se refiere directamente al Espíritu Santo cuyo templo es el pecho de los hombres justos. Es decir, todos ellos sintieron que en una obra hay algo más que los pro­pósitos voluntarios del autor. Cervantes, en la última página del Quijote dice que su propósito no ha sido otro que el de burlarse de los libros de caballería. Ahora, esto podemos interpretarlo de dos modos: podemos suponer que Cervantes dijo esto para dar a entender que había tenido otro pro­pósito, para sugerirlo; pero también podemos tomar literal­mente estas palabras, y pensar que Cervantes no tuvo otro fin. Es decir, Cervantes, sin saberlo, creó una obra que los

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hombres no olvidarán. Y la creó porque escribió el Quijote con todo su ser, a diferencia del Persiles, por ejemplo, que escribió con un mero propósito literario, en el cual él no puso todo lo oscuro, todo lo secreto que había en él. Y Shakespeare habría sido ayudado asimismo por la distrac­ción; quizá para alcanzar una obra maestra convenga dis­traerse un poco. Quizás el propósito de ejecutar una obra maestra inhiba al escritor, hará que el escritor se vigile. Quizá la creación estética debe parecerse más bien a un sueño, a un sueño no vigilado por la atención. Y quizá esto ocurrió en el caso de Shakespeare. Además, la obra de Shakespeare ha ido enriqueciéndose a través de las genera­ciones de sus lectores. Sin duda, Coleridge y Hazlitt y Goethe y Heine y Bradley y Hugo, que dedicó un libro ciertamente elocuente a la memoria de Shakespeare, sin du­da, todos ellos enriquecieron la obra de Shakespeare, y sin duda esa obra será leída de otro modo por los lectores venideros, y quizás una definición posible de la obra genial sería esta: libro genial es aquel libro que puede ser leído de un modo ligeramente o muy distinto por cada genera­ción. Es !o que ha ocurrido con la Biblia. Alguien ha com­parado a la Biblia con un instrumento musical que ha sido tañido infinitamente. Nosotros ahora podemos leer la obra de Shakespeare, pero no sabemos cómo será leída dentro de un siglo, o dentro de diez siglos, o acaso, si la historia uni­versal continúa, dentro de cien siglos. Lo que sabemos es que para nosotros la obra de Shakespeare es una obra virtual-mente infinita, y el enigma de Shakespeare es sólo una parte de aquel otro enigma: la creación estética, que a su vez es sólo una faceta de aquel otro enigma: el universo.

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PRÓLOGO 6

La asidua reverencia que nuestras escuelas dedican a la historia argentina ha servido para borrarla o, mejor dicho, simplificarla y endurecerla curiosamente. Las invasiones in­glesas, la revolución de 1810, la Guerra de la Independencia, las otras guerras, la larga sombra de la primera dictadu­ra, las anteriores y ulteriores contiendas civiles y la Conquista del Desierto, ya casi no son hechos humanos; son las bolillas de un programa o los capítulos de un libro de texto. Los días han caído en aniversarios o en sesquicentenarios, los hombres que vivieron en proceres, los proceres en calles y en mármoles. Sin embargo, nuestra historia fue épica y bien puede volver a serlo. La historia no es un frígido museo; es la trampa secreta de la que estamos hechos, el tiempo. En el hoy están los ayeres. ¿Quién podrá sentir esa eternidad mejor que un poeta?

Coleridge escribió que los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Para el aristotélico, lo verdadero son los indi­viduos, las circunstancias, lo temporal; para el platónico, los géneros, lo que de algún modo persiste bajo las apariencias mudables. A este segundo estilo de intuir corresponden la imaginación y la obra de Gustavo García Saraví. Ramírez o Urquiza, para él, son menos individuos que tipos. Ignoramos, como los griegos, si esencialmente somos hechos particulares o símbolos; la poesía puede aceptar ambas conjeturas.

Más allá de las "simpatías y diferencias" de los compi­ladores, más allá de la pluralidad de las lenguas, hay, more

6 GUSTAVO GARCÍA SARAVÍ: Del amor y los otros desconsuelos,

Buenos Aires, Luis Fariña Editor, 1968.

16

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platónico, una antología ideal de la poesía americana o —¿por qué no?— de la poesía. Ese alto libro intemporal que el tiempo va buscando, ya abarca, bien lo sé, alguna de las piezas que siguen. Ignoro cuál recogerá el porvenir o los diversos porvenires. La profecía es acaso el más inse­guro de los géneros literarios; aventuro,, sin embargo, la afirmación de que las generaciones futuras no se resignarán a olvidar (a despecho de algún rasgo barroco) las estrofas de la cautiva y del indio. Ellas rescatarán para siempre imágenes poéticas y precisas de esas figuras esenciales de nuestra historia, así como Ascasubi rescató, con la antigua voz de la épica, la imagen del malón sobre la llanura.

La buena artesanía de este libro es cosa evidente; harto más importante es lo que nos deja.

Buenos Aires, 24 de junio de 1968.

LOS MORENOS7

En estas regiones del Plata, el destino del hombre negro fue trágico, salvo en la medida común a todo destino. Es verdad que los negros fueron esclavos, pero la esclavitud es una institución africana y sin duda fue menos cruel en esta margen del océano que en un continente salvaje. Aven­tureros holandeses e ingleses descargaban aquí su mercancía de marfil negro; en Buenos Aires, el mercado de esclavos estaba en el Retiro y las subastas eran públicas. En Texas y Arizona hubo cowboys negros, algunos de los cuales de-

7 CARLOS PÁEZ VILARÓ: Mediomundo, Buenos Aires, Joraci, 1971.

Siete serigrafías en edición numerada de 500 ejemplares.

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generaron en cuatreros y en asesinos; aquí la gente de color halló un apacible destino en los menesteres domésticos y tomó el nombre de sus amos. Sumergidos en un Leteo de betún, dice Vicente Rossi, olvidaron su patria, su vaga mitología y su idioma; una que otra palabra, ya no enten­dida, perduró para marcar el compás de un baile o para recordar una música. Fueron cocineros, cocheros y jardineros; después, fueron soldados. En las parroquias de la Concepción y de Monserrat, Miguel Estanislao Soler reclutó su famoso Re­gimiento de Pardos y Morenos, que comandó en la carga del Cerrito, en Montevideo, y del que diría Hilario Ascasubi:

Aquel regimiento seis, Más bravo que un gallo inglés.

Del coronel Lorenzo Barcala, hombre de color, Sarmien­to escribiría: "El negro Barcala es una de las figuras más distinguidas de la revolución argentina y una de las reputacio­nes más intachables que han cruzado esta época tan borras­cosa, en que tan pocos son los que no quisieran arrancar una página del libro de sus acciones. Elevado por su mérito, nunca olvidó su color y origen, era un hombre eminente­mente civilizado en sus maneras, gustos e ideas".

Rosas, en su quinta de Palermo, ordenaba a los negros que se sentaran sobre los hormigueros, para juntar hormi­gas en un cartucho. Cumplida la penosa tarea, les daban de comer.

Como los araucanos y los pampas, el hombre negro careció de memoria histórica; esta flaqueza, apenas atenuada por el recuerdo nominal de alguna vieja tribu o nación, les serviría para asimilarse del todo a su forzosa patria. Nadie,

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por lo demás, los vio como forasteros o intrusos; ser negro era ser criollo. No sé por qué razón ya no se los ve. Hay quien alega la supuesta frialdad de nuestros inviernos, la tisis o las guerras, pero lo mismo cabría decir del Uruguay, donde quedan bastantes. La causa más probable es el mes­tizaje, favorecido aquí por la copiosa inmigración de italia­nos y de españoles.

Hacia mil novecientos veinte, el abogado Pedro Figari descubrió las posibilidades pictóricas de los negros. Otros artistas han seguido su ejemplo, con diversa fortuna; nadie ha logrado y merecido la fama de Carlos Páez Vilaró, cuyos sensibles y elocuentes dibujos tengo el honor de prologar. Nos revelan escenas cotidianas del conventillo Medio Mundo. El nombre es hermoso; en la calle de Chavango (hoy Las Heras) hubo un gran conventillo de negros, que se apodó Los cuatro vientos.

Una de mis primeras memorias, dicho sea de paso, es la de un negro cocinero, Eduardo Obligado, que nos mira­ba a mi hermanita y a mí, jugando en el patio del fondo, y nos decía con sonriente cariño:

— Hasta el día de hoy yo era huérfano; ya tengo padre y madre.

Buenos Aires, 17 de noviembre de 1970.

LOS CABALLOS8

Los caballos, los fortuitos caballos que el conquistador olvidó, hacia los vagos términos de un desierto de polvo

8 Fiat Concord 1971. Palabras de Borges para presentar una carpeta con acuarelas de Juan Carlos Castagnino.

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y de peligros, engendrarían, para el mal y el bien, esa cosa viva que ahora es inseparable de la patria y de nuestra visión de la patria. Para el bien, porque el jinete pudo fati­gar y gastar las largas distancias y rescatar las tierras de América; para el mal, porque fueron instrumento del abigea­to, de las tropelías del araucano y del pampa y de las crueles, y ahora cicatrizadas, guerras civiles. El desierto era pardo, con una que otra lonja verde; la hacienda, según ha decla­rado Groussac, se nutrió de la pampa y fue abonándola, en un proceso cíclico. Caballos y hacienda se multiplicaron bí­blicamente y contribuyeron a convertir el virreinato más mo­desto y más indigente en una de las primeras repúblicas latinoamericanas.

El tiempo humano es sucesivo y lo enriquecen la me­moria, cuyo segundo nombre es el mito, y la esperanza y el temor y la duda, que son formas del porvenir; el tiempo animal — Séneca ya lo señaló — es una serie de inconexos presentes. ¿Cómo escribir la historia de quienes no tienen historia? Fuera del tiempo, anónimos, los caballos vivieron y murieron, innumerables y únicos. Algunos, el moro brujo de Quiroga, el overo y el colorado de los paisanos de Esta­nislao del Campo, están en el recuerdo de todos. Cada país busca su imagen arquetípica; la nuestra es el jinete, el hom­bre firme en el caballo.

Todas las cosas tienden al símbolo. Nuestras dilatadas regiones pasan de la ganadería a la agricultura y de la agricultura a la industria, de los seres vivientes de carne y hueso que el duro gaucho debeló y que los indios cabalga­ron en pelo, sin rebenque ni espuela, a esas inconcebibles unidades que son los caballos de fuerza y que presagian la prosperidad y la paz.

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PRÓLOGO 9

Consideremos uno de los problemas que ofrecen los retratos. Plotino, según se lee en su biografía, no permitió que un solo escultor labrara su busto, ya que él era una sombra (sólo los Arquetipos son reales) y el busto no sería, por consiguiente, más que la sombra de una sombra. Desde el punto de vista de lo eterno, el dictamen es justo y Pascal lo repetiría siglos después. En el orden temporal, sin embar­go, es de común observación que la presunta sombra, el retrato, sobrevive al modelo y que lo reemplaza no pocas veces. El caballero de la mano al pecho que traza un signo de la Cábala con los dedos no es otra cosa hoy que esa imagen. Daré ejemplos más inmediatos. Yo lo quería mucho a Güiraldes y suelo recordarlo, pero no sé muy bien si lo que recuerdo es la cara cambiante o la inmóvil y fija fotografía. No he visitado nunca el Congreso, donde Co­lumba tomaba sus apuntes. No he conocido a los políticos, pero basta la mención de sus nombres para que yo los vea de un modo vivido, destacados por las travesuras de un lápiz. Esas formas que fueron la distracción de un instante perduran en mi vieja memoria y, verosímilmente, en la memoria general de los argentinos. Haber hecho posible esa cosa ¿no es acaso haber ejecutado una suerte de mi­lagro menor?

La ridiculez y la fealdad son los temas de la caricatura, que obviamente no debe ser ni fea ni ridicula. Tiene como todas las artes, la misteriosa obligación de ser grata. Colum-

9 RAMÓN COLUMBA: El Congreso que yo he visto (1906-1943), Buenos Aires, Editorial Columba, 1978.

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ba ha demostrado que asimismo puede ser bondadosa. Des­de la tribuna dibujaba a sus homúnculos parlamentarios con la sonriente seriedad y con la alegría de un niño cuando juega. (La colección lleva por título El Congreso que yo he visto; de hecho, la caricatura, o cualquier otra forma de dibujo, es menos una destreza de la mano que un modo singular de ver). Me place repetir que, como ciertas melodías, como ciertos lugares de Buenos Aires, como ciertos sabores, esos curiosos simulacros ya son parte integral de nuestra memoria.

"En estos días no hay mejor universidad que una bi­blioteca", pudo escribir Carlyle. Así lo entendió Ramón Co­lumba que dio a la patria esa larga serie de Esquemas que son, si no me engaño, nuestro mejor intento de enciclopedia. Me honró su encargo de escribir varias monografías.

Ahora un recuerdo personal.

Corría la década que sabemos. En la oficina de Sarmien­to y Riobamba yo acababa de cobrar un trabajo. Don Ra­món, al despedirnos, me dijo:

— Sé que usted está por viajar. Pienso que algo más no le vendrá mal.

Sacó del bolsillo un fajo de billetes, que no contó, y me obligó, sin mayor esfuerzo, a aceptarlo. No me dejó darle las gracias. Para atenuar el énfasis del don, habló enseguida de otra cosa.

No he olvidado aquel día.

Buenos Aires, 14 de agosto de 1978.

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PREFACE 10

"I am a German poet, well known on German soil; and when they name the best names, they also mention mine". Heinrich Heine once wrote in memorable German verses. Today, in Santiago, Chile, or Buenos Aires, in Caracas or Lima, when they name the best names, María Luisa Bombal is never missing from the list. This fact is even more notable when one considers the brevity of her work -which does not correspond to any determined "school" and which fortunately is devoid of any regionalism.

I thank the stars that our paths have crossed, lo these many years now, and I am proud to say this publicly; as I am grateful for the opportunity of presenting to the readers of that "other" America this great friend and wonderful Chilean writer.

PREFACIO

"Soy un poeta alemán, bien conocido en tierras alema­nas y cuando se pronuncian los mejores nombres, entre ellos va el mío". Así lo escribió Heinrich Heine, alguna vez, en memorables versos. Hoy, en Santiago de Chile, en Buenos Aires, en Caracas o en Lima, cuando se pronuncian los me­jores nombres, nunca falta entre ellos el de María Luisa Bombal. Este hecho es tanto más notable si se considera lo breve de su obra, que no corresponde a ninguna escuela

10 MARÍA LUISA BOMBAL: New hlands and other stories. Ithaca, New York, Cornell Universíty Press, 1988.

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determinada y que, afortunadamente, prescinde de todo regionalismo.

Agradezco a las estrellas que hayan entrecruzado nues­tros senderos, hace muchos años, y estoy orgulloso de pu­blicarlo; asimismo me es grato tener la oportunidad de presentar a los lectores de la "otra" América a esta gran amiga que es una maravillosa escritora chilena.

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BORGES EN « SÍNTESIS » *

A las 18 reseñas de Borges aparecidas en «Síntesis» y reproducidas en El Aleph borgiano se añaden ahora cuatro, aparecidas en los años 1928 y 1929.

Reseñista secreto. Un muchacho, un hombre quizás, que en una gruesa revista de papel hoy seco y amarillento, publi­caba brevísimas reseñas de libros, la mayor parte de libros y poemas.

No creo que hoy en día tales libros y semejantes autores digan algo a gentes nacidas lejos del Uruguay y la Argen­tina, y aun así, tampoco estoy muy seguro. No sé incluso, si dentro de tales literaturas son ellos algo más que una cu­riosidad. En todo caso, aquí viene la paradoja: ¿se habrían rescatado, sesenta y cinco años más tarde, estas fugaces notas si las hubiera firmado alguien distinto de Jorge Luis Borges? Tratémoslo de dilucidar, juntos, leyéndolas.

Primer golpe: la sorprendente frescura de estos renglones. Su capacidad de descolocarnos desde el comienzo. Carlos Ve­ga, autor de Campo (1927), realiza «la hoy rarísima para­doja de producir un libro que incluye muchas composiciones buenas y ni un solo renglón memorable». Hay un hecho

* En el volumen Jorges Luis Borges: Textos recobrados (1919-1929), Buenos Aires, Emecé, 1997, se hallan ahora reunidas todas las reseñas aparecidas en Síntesis.

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BORGES EN « SÍNTESIS » 251

empírico indiscutible —aprueba estas composiciones— pero no hay un encanto visible en los renglones aislados. Apenas si una línea «se ha familiarizado con mi memoria ».

Una paradoja y una estética: es la memoria, el recuerdo grabado en la memoria, la que garantiza la «mayor posibi­lidad de perduración». El arte: forma de superar el olvido. Capacidad de trascenderlo. Todo ello dentro de una temática — el campo y su habitante, el gaucho— que ya Borges po­nía en duda, con ironía muy directa: «las más postumas decadencias uruguayas de lo gauchesco».

Una secta cuya «entera dirección estética» reside en la suposición temeraria de que Martín Fierro no ha sido es­crito aún y en la oportunidad de presentar parciales borra­dores chismosos de su héroe general, el Gaucho. Ya somos poseedores del arquetipo, ¿a qué las personas?

Si hemos sentido su ironía, su uso de la memoria como piedra para probar la resistencia de un verso, podemos tam­bién subrayar su apelación a lo concreto —las personas y no el arquetipo genérico que las engloba— como materia básica del trabajo creativo.

De allí parte. Allí vuelve, creando personajes inolvida­bles, y tan reales o más, mucho más, que nosotros: el astuto Ulises, el soñador Quijote.

La segunda nota, sobre Achalay (1928), de Rafael Jijena Sánchez, lleva sus cualidades de crítico a un extremo insu­perable. Califica al título del volumen de «aparente ono-matopeya del estornudo», y luego procede, con erudición incuestionable, a preguntarse las razones por las cuales su autor, al hablar en nombre « de los indios serranos de Cata-marca », « manejan un español tropezado en quichua », «tan salpicado de tiniebla calchaquí en algunas estrofas como de honestidad de intención ».

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252 JUAN GUSTAVO COBO BORDA

Luego de conceder la buena fe del propósito, abre un pa­réntesis perverso: « (Suerte que un vocabulario especial, apos­tado provisionalmente al fin de la obra, nos presta los primeros auxilios)».

Si en la anterior reseña había pulverizado la persistencia vacua del mito gauchesco, en esta segunda, con lucidez de­moledora, cancela cualquier autoengaño, y máxime en la Argentina, sobre la persistencia creativa de las culturas in­dígenas. Ellas se han convertido en un topos retórico, pro­picio para la exaltación nacionalista y la nostalgia romántica por quienes lucharon, hasta morir, contra el extranjero in­vasor. Ante ello qué puede hacer un « mero porteño, sin voz ni voto en achaques diaguitas o coyas». Muy poco.

Tratar de escuchar la autenticidad emotiva de una voz. De un sentimiento, más allá de las equivocaciones lingüís­ticas o las falacias ideológicas.

La tercera reseña, sobre La crencha engrasada, de Carlos de la Púa, vuelve a plantear la distancia entre poesía popu­lar y poesía lunfarda. Los orilleros de verdad hablan con claridad. Los intelectuales que quieren pasar por orilleros hablan en impenetrable lunfardo, trabajado, investigado, ya amanerado.

Pero la capacidad esclarecedora de Borges no se demora en estas batallas laterales. Va más allá. Y señala cómo en los géneros literarios no hay jerarquías. Bien usado, cualquiera puede llegar a ser inolvidable. « El fracaso en forma de soneto (no) es mejor que el acierto en décimas ».

Finalmente, en Señales, de Julio Molina Vedia, una lo­grada enumeración, que apunta a los accidentes o apariencias de la poesía — «el hábito de las más imprecisas palabras, el pensamiento nulo, el injusto empleo de las comparaciones para significar hechos compartidísimos, la dicción encasillada

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militarmente en grupos silábicos regulares, la hipérbole de antemano, el rimar » — desemboca en la reivindicación de un término que Borges, el irónico, el dubitativo, el falsamente gentil, que se siente incapaz de juzgar muchos de estos li­bros «por la heterogeneidad de acentos acumulados », es decir: por su impersonalidad, lanza como una revelación, imprevista pero central de su tarea: «lo esencial poético, la pasión».

Pasión generosa que lo llevaba, también, a leer y releer estos productos menores. A razonarlos y justificarlos, en un último gesto, luego de haberlos demolido previamente, por un acierto ocasional y de seguro involuntario. Y a compartir siempre con el lector pullas, maldades, lecturas y entusiasmos.

Lector fervoroso, ya en estas reseñas poemas jergales de Kipling o referencias a Whitman muestran a quien ya era algo más que un gacetillero • cegado por dos supersticiones estériles, de entonces y de ahora: el nacionalismo y el color local. Iba más allá de ellos. Borges ya era Borges, sin lugar a dudas.

Ni sus tres volúmenes de Obras completas en Emecé ni los cuatro del Círculo de Lectores ni sus Prólogos con un prólogo de prólogos (1977) recogen estas reseñas, ni el de-finitorio prólogo a OSVALDO ROSSLER, donde un Buenos Aires único surge a partir de "una emoción personal", como suce­dería con su propia poesía.

Reunidos a partir de 1983, en Argentina, cuando conocí a Borges y María Kodama, son ellos la parte esencial de mi « Cuaderno argentino ». A partir de Borges, ciego, pude ver Argentina y caminar por Buenos Aires.

JUAN GUSTAVO COBO BORDA

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TEXTOS BORGESIANOS RESCATADOS

Prólogo a "Buenos Aires", de Osvaldo Rossler

Acaso el más difícil de los problemas que el escritor ar­gentino debe resolver es la expresión poética de Buenos Aires. Las diversas regiones del país no carecen de rasgos diferen­ciales y se entiende que algunas son pintorescas; Buenos Aires evidentemente no lo es. Bástenos aquí recordar el caso de Evaristo Carriego. Éste, al principio, ensayó una versión pintoresca de su arrabal, mediante un conjunto de tísicos, guapos, costureras y organilleros; luego, parece haber sentido que esto era exagerado o apócrifo y prefirió narrar o comen­tar modestos destinos. De cuantos vinieron después, nadie superó o igualó a Fernández Moreno. Una sola objeción po­demos hacerle; su lacónica y sensible poesía es de índole vi­sual y Buenos Aires casi no existe para los ojos. Nueva York o San Francisco son, en cualquier esquina, grandes ciudades: Buenos Aires lo es en nuestra memoria, en el hecho de saber que persiste indefinidamente, como en insondables espejos. Fuera de la Plaza San Martín y acaso de la Plaza de Mayo, Buenos Aires no está en ningún lugar sino en la sucesión y repetición de muchas imágenes. Es, para cada uno de no­sotros, una serie de experiencias personales y tal vez inco­municables. Así lo ha comprendido Osvaldo Rossler, cuya versión lírica y elegiaca nace de una emoción personal, no de percepciones parciales y laboriosas.

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TEXTOS RESCATADOS 255

Abierta a su polvorienta llanura y a su río moroso, Buenos Aires es, sin embargo, una ciudad secreta, una forma que se organiza, de manera personal y variable, en cada memo­ria; este buen poema sugiere —¿y qué otra misión tiene el arte?— esa querida y misteriosa entidad. Acaso por primera vez unos versos nos dan el incierto sabor inconfundible de Buenos Aires.

JORGE L U I S BORGES

OSVALDO ROSSLER, Buenos Aires, Buenos Aires, Taladriz, 1964, págs. 9, 10 y 11.

Campo, por CARLOS VEGA (1927).

Carlos Vega, hombre de precaria ciencia verbal y de sen­timiento frecuente de lo poético, ha realizado la hoy rarísima paradoja de producir un libro que incluye muchas compo­siciones buenas y ni un solo renglón memorable. El contraste, según acabo de insinuar, es de maravillar en esta época de atomización literaria y muchos no entenderán cómo siendo vulgares o invisibles los versos aislados el poema alcance a ser bueno. Con ellos no quiero discutir; bástame el hecho empírico de mi aprobación general de estas composiciones y mi total ausencia de encanto frente a las expresiones dis­cretas que las forman. En punto a líneas apenas si ésta se ha familiarizada con mi memoria, después de leído el volumen:

Un designio de hierro se impacienta en las vías.

En punto a composiciones entiendo que la de mayor po­sibilidad de perduración es la inicial de la primera sección del libro, la intitulada Campo. Transcribo este lugar esencial:

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¡Veinte años! Al cabo los tres se dividen en tres la faena: el viejito empuja un poco el arado y los bueyes trazan la hendidura recta. La picana, inútil, se ahuma en la choza, — "ganas de astillarla cuando falte leña" — Se comprende, entonces, que no haya en la zona ni viejo más calmo ni yunta más lenta. Y es porque, en secreto, ya se tienen lástima.

La quinta de esa misma sección, Esa gramilla simple, es de ejecución menos inmediatamente eficaz que las ante­riores, pero de más original intención en su maravillamiento de lo monótono y ávido y extendido que es el vivir del pasto.

Pampa, la segunda sección, ha sido pensada en la cam­paña de Buenos Aires, pero su costumbre dialogística, su malhumorada nostalgia, su espesado color local, y hasta su ortografía, me autorizan a clasificarla dentro de las más postumas decadencias uruguayas de lo gauchesco. Aludo a la secta suburbana de Paja brava. Como se sabe, la entera di­rección estética de esa secta reside en la suposición temeraria de que Martín Fierro no ha sido escrito aún y en la oportu­nidad de presentar parciales borradores chismosos de su hé­roe general, el Gaucho. Ya somos poseedores del arquetipo; ¿a qué las personas?

De Intimas —la tercera sección— quiero destacar estos versos que dicen este hermoso tema: la dubitación de la be­lleza de una persona querida, sin menoscabo de la pasión dirigida a ella:

No inquieras si eres bella y si me agradas Tú eres belleza desde mi cerebro algo, acaso, te quita mi ignorancia y algo mi fe te ha puesto.

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Por su desigualdad, por su índole colectiva por la hete­rogeneidad de acentos acumulados, no es posible ejercer un juicio de conjunto sobre este libro.

JORGE LUIS BORGES

Síntesis, año II, julio de 1928, núm. 14, págs. 257-258.

Achalay, por RAFAEL JIJENA SÁNCHEZ. (Buenos Aires, 1928, Samet.)

Achalay —esa aparente onomatopeya del estornudo — es interjección quichua que expresa la satisfacción producida por un rico gusto o por un rico olor: la sorprendida percep­ción de un agrado y el desmoronarse en él. Esa interjección ha sido alistada por Jijena para título de sus poesías, pero sólo dos de ellas son de gustadora aprobación y de parabie­nes: las otras de resignación o quejumbre.

Este libro es de valorización difícil. El autor no es su protagonista directo: el autor se generaliza en voz de los indios serranos de Catamarca y maneja un español tropezado en quichua tan salpicado de tiniebla calchaquí en algunas estro­fas como de honestidad de intención. (Suerte que un vocabula­rio especial, apostado previsoramente al fin de la obra, nos presta los primeros auxilios). En este punto —si le permiten opinar a un mero porteño, sin voz ni voto en achaque de diaguitas o coyas— quiero señalar que los genuinos roman­ces y coplas de Catamarca, los registrados en el mal llamado Cancionero popular rioplatense de Jorge Furt y, con dedica­ción especial, en los Antiguos cantos populares argentinos de Juan Alfonso Carrizo no calchaquizan nunca. En los mismos casos aislados de mestizaje recogidos en Santiago del Estero por Rojas, la hibridación no se manifiesta mediante una dis­continua interpolación de nombres substantivos indígenas en la frase española —método artificial de quien ignora el

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quichua y quiere aprovechar las hermosas palabras que ha conseguido de él—, sino en la alternación de frases enteras, una en quichua, otra en castellano. Es caso parecido al que tuve ocasión de señalar en la escritura 'arrabalera' de ciertos periódicos; los hombres de las orillas versifican en lenguaje corriente: los cultos, en trance de fingirse orilleros, en denso y deliberado lunfardo. Dejo, sin resolver, la cuestión de la autenticidad idiomática de estos versos y paso a la de su facultad de emoción. La creo indiscutible. Citar íntegra la "Canción de amor calchaquí" —tan justicieramente divul­gada, por lo demás —, rebosaría los obligatorios límites de esta nota, pero sería la más convincente alabanza. Básteme citar, pues, estos decires de la madre a su niño, tan decidores del misterio y del orgullo (orgullo de cumplir con abnega­ción cosas incomprensibles de altas) de la maternidad:

A fuerza'i sobarte t'hid'ir estirando; io no sé hasta dónde, io no sé hasta cuándo.

Pero sé que tengo una juerza honda, mesmito qu'el tigre mesmito qu'el zonda.

Y éstos del valeroso amor varonil:

Pero siempre y siempre, en mala o en güena, el arrope'i chañar de tus besos y el rodeo de mis brazos abiertos!

JORGE LUIS BORGES

Síntesis, año II, septiembre 1928, num. 16, págs. 97-98.

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La crencha engrasada, por CARLOS DE LA PÚA.

Deseo no incurrir en el descubrimiento, tan escandali­zado como liviano, de que este libro de Carlos Muñoz de la Púa practica un dialecto forajido, estragador de la delicada lengua de Cervantes y posible corruptor de menores, ni tam­poco en la misericordiosa alabanza de conceder que se trata de un libro ingenuo, rudo pero sincero, ajeno de gracias re­tóricas pero humano, incorrecto aunque varonil. Lo primero (aparte de su irreverencia académica de personificar el gra-matismo en Cervantes) sería postular que en los géneros literarios hay jerarquías y que el fracaso en forma de soneto es mejor que el acierto en décimas. Lo segundo sería con­fundir estas deliberadas composiciones lunfardas con poesía popular. Ni lo son ni pretenden serlo; les falta felicidad por un lado, les está sobrando retinto color local, idioma especia­lizado, esmero de metáforas, por el otro. La sola idea de versificar los caracteres diferenciales del Bajo de Belgrano, del Puente Alsina, del tango "El entrerriano" o "El choclo", es ajena a las intenciones habituales de esa poesía. (El barrio, en la poesía popular, es argumento de jactancia o pelea, pero nunca sujeto de descripción. Idéntica operación literaria se nota en las versiones de tangos elementales a que aludí, tan­gos cuya límpida agüita es decantada por Carlos de la Púa en "una daga cruel y decidida", en rencores de cárcel, en rufianerías y malhumores.)

Literatura, y buena, es muchas veces la de este libro, de­liberadamente jergal como la de Kipling en sus Barrack-room Ballads. La sentencia inmediatamente feliz, la definición in­ventora, es su mayor virtud. Copio esta abreviatura de Puen­te Alsina:

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¡Puente Alsina, de la uña cachusa a fuerza de probar el filo de los puñales...

Y esta del Bajo de Belgrano:

Bajo de Belgrano: sos un monte criollo tallado entre las patas de los pingos.

Dos y tres composiciones tiene —"Dijo la grela", "Ba­rracas", "Langalay"— que pueden hombrearse, sin desdoro para el conventillo nativo, con las más encrespadas jácaras de Quevedo.

JORGE LUIS BORGES

Síntesis, año II, febrero 1929, núm. 21, págs. 356-357.

Señales, por JULIO MOLINA Y VEDIA.

Los accidentes o apariencias de la poesía —el hábito de las más imprecisas palabras, el pensamiento nulo, el injusto empleo de comparaciones para significar hechos compartidí-simos, la dicción encasillada militarmente en grupos silábicos regulares, la hipérbole de antemano, el rimar— ni están en este libro, pero sí lo esencial poético, la pasión. Pasión que no es interjección meramente, sino que se interesa en su objeto, lo indaga y lo define. Es inverosímil que ese na-turalísimo proceso pueda escandalizar, pero lamentablemente así es: yo sé de escritores en Buenos Aires capaces de versi­ficar la luna durante varios libros pero no de concederle un rato en la calle o de discutir con ternura o penetración el motivo de su belleza.

Este libro es original; sale de un destino, de un hombre. Su genealogía es la experiencia de su escritor; es indudable que están presentes en ella Whitman y Carpenter, pero su

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TEXTOS RESCATADOS 261

cercanía es de consanguíneos; de afines. En su decurso abun­dan las expresiones perfectas, como esta de la ramificación mágica de amistad, "Por eso aquí se forma un manantial de amigos", y esta de entera aceptación, "Yo no puedo ser otro. Y esto me agrada hasta la muerte", y esta de honroso des­tino, "Y la esperanza de encontrarnos con los mejores hom­bres y mujeres", y esta del distraído éxtasis, "A ratos, puede ser, yo estuve muerto, nadando en la sapiencia, sin ilusión, sin distinguir las cosas".

Quiero copiar también para la gustación un poema íntegro:

EN TU HONOR

En tu honor, en honor de la Suprema Naturalidad; ¡Oh tú!, la de modales bellos. Que haces lo exacto en cada instante, serena en el olvido de

ti misma. Y que por ecuánime has consentido que yo descanse bajo la

sombra de tu majestad, ¡Oh tú!, la Suprema Naturalidad, Tú, que me ayudas ahora, lavándome del polvo de este mundo: Es solamente porque existes, sí, sólo por eso, que yo me sobre­

pongo a mi estado de lástima. Tu voz es la que escucho; por eso soy porfiado en la batalla,

por eso saboreo mis derrotas, y estoy listo para morir lamiéndome con gozo las heridas.

JORGE LUIS BORGES

Síntesis, año II, mayo de 1929, núm. 24, págs. 354-355.

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BORGES EN LA NACIÓN

Quisiera compartir una alegría: algunas páginas de Bor­ges no incluidas ni en sus libros ni en las diversas recopila­ciones que se han hecho de su tarea, al parecer infinita1 .

1 Las mal llamadas Obras completas de Borges abarcan de 1923 a 1972 y fueron publicadas por Emecé en 1974, en un solo volumen de 1.161 páginas. Entre las recopilaciones donde se incluyen trabajos suyos no recogidos allí podrían mencionarse: a) Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor, Estudio preliminar de Alicia Jurado, Barcelona, Editorial Gedisa, 1982; b) Jorge Luis Borges: Fic-cionario, Una antología de sus textos, Edición, introducción, prólogo y notas por Emir Rodríguez Monegal, México, Fondo de Cultura Económica, 1985; c) JORGE LUIS BORGES, Textos cautivos, Ensayos y reseñas en El Hogar (1936-1939), Edición de Enrique Sacerio-Gari y Emir Rodríguez Monegal, Colección Marginales 92, Barcelona, Tusquets Editores, 1986; d) J. G. Cono BORDA, El aleph borgiano, Bogotá, Biblioteca Luis Ángel Arango, 1987; e) Borges A/Z, Selec­ción, prólogo y notas, Antonio Fernández Ferrer. La Biblioteca de Babel, núm. 33, Madrid, Ediciones Siruela, 1988; f) J. G. COBO BORDA, "Borges académico", en Correo de los Andes, Bogotá, núm. 53, septiembre-octubre 1988, págs. 26-28, que incluye tres textos de Borges sobre Góngora, Enrique Banchs y Rubén Darío (1967), este último ya aparecido en a). En mi libro Visiones de América Latina, Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1987, incluí quince reseñas de Bor­ges aparecidas en Sur (1938-1948), la mayor parte no recogidas en ningún libro. A ellos se añaden ahora Borges en Revista Multicolor, Buenos Aires, Atlántida, 1995, y Jorge Luis Borges: Textos recobra­dos, 1919-1929, Barcelona, Emecé, 1997. Al igual que un nuevo vo­lumen donde se recopilan todos sus textos aparecidos en Sur: cuentos, ensayos, poemas, reseñas bibliográficas y cinematográficas, declara­ciones y traducciones.

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BORGES EN "LA N A C I Ó N " 263

Aparecieron en Buenos Aires, en el tradicional diario La Nación — el mismo de Martí y Darío, Lugones y Mallea, Octavio Paz y Germán Arciniegas— y allí fueron quedan­do, en ese azaroso limbo de los archivos. Se preservan, sí, pero sólo vuelven a estar vivas al disfrutarlas de modo colec­tivo. A Borges, como Alfonso Reyes lo dijo de Tlön, hay que inventarlo entre todos. La mejor forma: su lectura completa 2.

Estas poseen calidad, variedad, y están marcadas por un sello inconfundible: el del mejor prosista en lengua española. La primera data de 1942. La última, de 1977. Y cubren, en amplio arco, las tres preferencias que el propio Borges sugi­rió como esenciales suyas: "La literatura, la filosofía y la éti­ca". Se refieren a Nietzsche, Poe y el peronismo. Churchill y Hugh Walpole. Hablan también de su hermana Norah, la pintora de ángeles y ajedrezados patios. Se incluye asimis­mo un breve alfilerazo contra el reduccionismo de los pro­gramas académicos. Son todas ellas otro aleph borgesiano. Quizá unas breves glosas previas no demoren la límpida exactitud de estos textos.

2 La lectura completa de Borges no parece factible todavía. En todo caso, y para este parcial rescate de trabajos aparecidos en La Nación, un diario que cumplió 119 años en 1989 y en el cual Borges, según la cronología de a) comenzó a colaborar en 1940, me han sido de mucha utilidad la bibliografía pionera de Ana María Barre-nechea, en La expresión de la irrealidad en la obra de Jorge Luis Borges, México, Él Colegio de México, 1957, págs. 145-164.

La "Contribución a la bibliografía de Jorge Luis Borges", por NODIER Lucio y LYDIA REVELLO, en Bibliografía Argentina de Artes

y Letras, núms 10-11, Buenos Aires, Fondo Nacional de las Artes, abril-septiembre de 1961, págs. 43-111, y HORACIO JORGE BECCO, Jorge

Luis Borges. Bibliografía total (nada total, por cierto) 1923-1973, Buenos Aires, Casa Pardo, 1973, 244 págs.

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264 JORGE LUIS BORGES

Deseo finalmente agradecer al doctor Bartolomé Mitre, director de La Nación, su generosa autorización para explo­rar en los archivos del diario, y las facilidades dispuestas para esta pesquisa de algunos semiolvidados textos borgesianos. Igualmente a María Kodama, heredera de Borges y difusora, a través de la reciente "Fundación Borges", de su obra impar.

JUAN GUSTAVO COBO BORDA

JORGE LUIS BORGES:

SOBRE UNA ALEGORÍA CHINA

La Nación, Buenos Aires, 25 de octubre de 1942, 2ª sección, pág. 1 1

Arthur Waley, cuyas delicadas versiones de Murasaki son obras clásicas de la literatura inglesa de nuestro tiempo, ha traducido, ahora, la Relación de viajes por las tierras occidentales de Wu Ch'en-gen. Se trata de una alegoría del siglo XVI; antes de comentarla, quiero examinar el problema o seudoproblema que el género alegórico presupone.

Todos propendemos a creer que la interpretación agota los símbolos. Nada más falso. Busco un ejemplo elemental: el de una adivinanza. Nadie ignora que a Edipo le interrogó la Esfinge tebana: ¿Cuál es el animal que tiene cuatro pies en el alba, dos en el mediodía y tres a la tarde? Nadie tam-

1 Nota del autor: La nota sobre la alegoría china traducida por Arthur Waley presagia un texto clave de la teoría literaria borgesiana, «De las alegorías a las novelas», publicado siete años después tam­bién en La Nación (agosto 7 de 1949) y recogido en Otras inquisi­ciones (1952). Una etapa intermedia en el análisis de las alegorías la constituye « El encuentro en un sueño », publicado también en La Nación (octubre 3 de 1948) y ahora recogido en Ficcionario (1985), donde Dante humillado exalta a una Beatriz implacable. Asoma tam­bién su preocupación sobre el tema de la alegoría en la conferencia dedicada a Nathaniel Hawthorne, de 1949, incluida en Otras in­quisiciones.

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Un universo llamado Borges

LÁMINA VII

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SOBRE UNA ALEGORÍA CHINA 265

poco ignora que Edipo respondió que era el hombre. ¿Quién de nosotros no percibe inmediatamente que el desnudo con­cepto de hombre es inferior al mágico animal que deja en­trever la pregunta y a la asimilación del hombre común a ese monstruo variable y de setenta años a un día y del bastón de los ancianos a un tercer pie? Los símbolos, además del valor representativo, tienen un valor intrínseco; en los enig­mas (que pueden constar de veinte palabras) es natural que no haya un solo rasgo injustificado; en las alegorías (que sue­len rebasar las veintemil) ese rigor es imposible. Es también indeseable, pues la pesquisa de continuas correspondencias minúsculas entorpecería toda lectura. De Quincey (Writings, onceno tomo, página 199) dictamina que a un personaje ale­górico podemos atribuirle cualquier discurso o cualquier acto, siempre que estos no contradigan o no confundan la idea personificada por él. "Los caracteres alegóricos", dice, "ocu­pan un lugar intermedio entre las realidades absolutas de la vida humana y las puras abstracciones del entendimiento lógico". La hambrienta y flaca loba del primer canto de la Divina Comedia no es un emblema o letra de la avaricia: es una loba y es también la avaricia, como en los sueños. Esa naturaleza plural es propia de todos los símbolos. Por ejemplo, los vividos héroes del Pilgrim's progress —Chris-tian, Apollyon, Master Great-heart, Master Valian-for-truth — proponen una doble intuición, no unas figuras que se pueden canjear por nombres substantivos abstractos. (Un problema no irresoluble sería la ejecución de una alegoría breve y se­creta, en la que todo lo que obrara o dijera una de las per­sonas fuera esencialmente una injuria, lo de otra una merced, lo de otra una mentira, etc.).

De la novela traducida por Waley conozco una versión anterior, de Timothy Richard, curiosamente titulada A mission

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to Heaven (Shanghai, 1940). También he recorrido las ex­certas que incluye Giles en su History of Chínese literaíure (1901) y Sung-Nien Hsu en la Anthologie de la littérature chinoise (1933).

Quizás el rasgo más evidente de la vertiginosa alegoría de Wu Ch'eng-en es la vastedad panorámica. Todo parece transcurrir en un minucioso mundo infinito, con inteligibles zonas de luz y alguna de sombra. Hay ríos, grutas, cordille­ras, mares y ejércitos; hay peces y tambores y nubes; hay una montaña de espadas y un lago punitivo de sangre. El tiempo no es menos pródigo que el espacio. Antes de reco­rrer el universo, el protagonista — un insolente mono de piedra, producido por un huevo de piedra— haraganea mu­chos siglos en una gruta. En sus peregrinaciones ve una raíz que cada tres mil años madura: quienes la huelen, viven trescientos sesenta años; quienes la comen, cuarenta y siete mil. En el Paraíso del Poniente, un Budha le habla de una divinidad cuyo nombre es el Emperador de Jade: hace mil setecientos cincuenta kalpas que se perfecciona ese Empera­dor y cada kalpa consta de ciento veintinueve mil años. Kalpa es término sánscrito; el amor de los ciclos de enorme tiempo y de los espacios ilimitados es típico de las naciones del In-dostán, así como de la astronomía contemporánea y de los atomistas de Abdera. (Oswald Spengler, recuerdo, dictaminó que la intuición de un tiempo y de un espacio infinitos era privativa de la cultura que él llamó fáustica; pero el más inequívoco monumento de esa intuición del mundo no es el vacilante y misceláneo drama de Goethe sino el viejo poe­ma cosmológico De rerum natura).

Un rasgo singular hay en este libro: la noción de que el tiempo de los hombres no es conmensurable con el de Dios. El mono se introduce en los palacios del Emperador de Jade; a la aurora regresa; en la tierra ha pasado un año. Las tra-

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SOBRE UNA ALEGORÍA CHINA 267

diciones musulmanas ofrecen un rasgo parecido. Refieren que el Profeta fue arrebatado por la resplandeciente yegua Alburak hasta el séptimo cielo y que conversó en cada uno con los patriarcas y ángeles que lo habitan y que atravesó la Unidad y sintió un frío que le heló el corazón cuando la mano del Señor le dio la palmada en el hombro. Al dejar el planeta, el casco sobrenatural de Alburak había derribado una jarra; a su regreso, el Profeta la levantó antes que se derramara una sola gota.. . En el relato musulmán, el tiem­po de Dios es más rico que el de los hombres; en el relato chino, es más pobre y más dilatado.

Una mano exuberante, un cerdo haragán, un dragón de los mares occidentales convertido en caballo, un borroso y pasivo malhechor cuyo nombre es Arena, que emprenden la difícil aventura de la inmortalidad y que para obtenerla ejercen el fraude, la violencia y las artes mágicas: tal es el argumento general de esta composición alegórica. Justo es agregar que la empresa purifica los caracteres; todos, en el capítulo final, ascienden a Budhas y regresan al mundo con un cargamento precioso de cinco mil cuarenta y ocho libros canónicos. J. M. Robertson, en su Breve historia del cristianismo, sugiere que los gnósticos delinearon las jerar­quías divinas a imagen de la burocracia terrestre; los chinos han usado ese método: Wu Ch'eng-en satiriza con fruición la burocracia angelical y, por consiguiente, las de este mundo. El género alegórico propende a la tristeza y al tedio; en este li­bro excepcional encontramos una irresponsable felicidad. Su lec­tura no nos recuerda el Criticón o los autos sacramentales; nos recuerda el último libro de Pantagruel o las Mil y una noches.

Los prodigios abundan en su decurso. El héroe, encarcela­do por los demonios en una esfera de metal, crece mágicamen­te, pero la esfera crece también. El prisionero se achica hasta lo invisible, pero también se achica la cárcel... En otro capí-

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tulo pelean un demonio y un mago. El mago, herido, se con­vierte en cuatro mil magos. El demonio terriblemente le dice: "Multiplicarse es baladí; lo difícil es volver a juntarse".

También hay rasgos humorísticos. Un monje, convidado por unas hadas a un atroz banquete de carne humana, alega que es vegetariano y se va.

Uno de los capítulos terminales incluye un episodio en el que conviven lo patético y lo simbólico. Un hombre verdadero, Hsian Tsang, dirige a los fantásticos peregrinos. Al cabo de muchas adversidades les corta el paso un río dilatado y obscuro, de olas altísimas. Un barquero les propone llevarlos. Aceptan, pero el hombre percibe con horror que la barca no tiene fondo. El barquero declara que desde el principio del tiempo ha con­ducido en paz a miles de generaciones humanas. En la mitad del río ven un cadáver arrastrado por la corriente. De nuevo el hombre siente el frío del miedo; los otros le dicen que mire bien. Ese cadáver es el suyo; todos lo congratulan y abrazan.

La versión de Arthur Waley, aunque literariamente muy superior a la ejecutada por Richard, es acaso menos feliz en la selección de aventuras. Se titula Monkey y ha apareci­do en Londres este año. Es obra de uno de los pocos sinó­logos que es también un hombre de letras.

LA ÚLTIMA INVENCIÓN DE HUGH WALPOLE

La Nación, Buenos Aires, 10 de enero de 19432

A juzgar por el drama y por la novela, ninguna de las acciones del hombre es tan interesante como el asesinato, para las imaginaciones británicas. Macbeth y Dorian Gray,

2 Lo que Borges dijo en 1959, al responder una encuesta sobre Lolita — "la longitud del género novelesco no condice ni con la oscuridad de mis ojos ni con la brevedad de la vida humana" —

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Eugene Aram y el Sr. Edward Hyde, Jonas Chuzzlewit y el sabueso de los Baskerville son ilustres ejemplos de esa afi­ción. Hasta su nombre —murder— posee una vibración que no tiene la palabra española y terriblemente figura en muchas carátulas: On murder considered as one of the fine arts; Murder for profit; The murders in the rue Morgue; Murder in the Cathedral...

Las vísperas, la ejecución y la posteridad de un asesinato son el tema de la última novela de Sir Hugh Walpole. Se titula The killer and the slain y ha sido publicada sin la re­visión final del autor. La he llamado novela, a causa de las doscientas cincuenta páginas que comprende; Walpole la subtitula A strange story, un extraño cuento. La palabra cuen­to se justifica, pues cada pormenor existe en función del

corrobora las palabras suyas de 1943, referentes a Hugh Walpole: "Cabría razonar que la novela no es un género literario sino un mero simulacro tipográfico".

Su preferencia por el cuento, en detrimento de la novela, cuyas "muchas páginas, en general, son promesas de tedio y obra de la mera rutina", se mantiene firme a todo lo largo de su vida. En "Las memorias de Borges" (La Opinión, Buenos Aires, 17 de septiembre de 1974, pág. XIV), traducción al español de sus apuntes autobio­gráficos, resume así el tema: "Durante el transcurso de una vida dedicada principalmente a los libros, no he leído sino pocas novelas y, en la mayoría de los casos, sólo el sentimiento del deber me per­mitió llegar a la última página. Al mismo tiempo, siempre fui un lector y relector de cuentos".

En todo caso, Borges también continuó fiel a las novelas de Walpole, desde esta nota de 1943 hasta 1984, cuando al seleccionar su "Biblioteca Personal" incluyó en ella como núm. 63 el "admira­ble" libro de Walpole, En la plaza oscura (Above the dark circus) y lo prologó (véase J. L. B., Biblioteca personal, prólogos, Buenos Aires, Alianza Editorial, 1988, págs. 114-115).

Con el título de Extraña alianza y traducida por Lucrecia Mo­reno de Sáenz, The killer and the slain, la última invención de Walpole reseñada por Borges en 1943, fue publicada en español, en 1977 (Buenos Aires, Ediciones Librería Fausto).

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argumento general; esa rigurosa evolución puede ser nece­saria y admirable en un texto breve, pero resulta fatigosa en una novela, género que para no parecer demasiado arti­ficial o mecánico requiere una discreta adición de rasgos independientes.

He contrapuesto la novela a los cuentos. Edgar Alian Poe, en The philosophy of composition (1846) y en The poe-tic principie (1850), arguye que los poemas largos no existen, ya que de hecho se resuelven en una sucesión de poemas breves, por imposibilidad de agotarlos en una sola lectura; ese argumento es trasladable a la prosa y cabría razonar que la novela no es un género literario sino un mero simulacro tipográfico... Sin embargo, es lícito sospechar que la dife­rencia entre la novela y el cuento no sólo es cuantitativa. En la novela prototípica interesan los caracteres; en el cuen­to, los hechos. También podría sostenerse que en la novela interesa lo que sucede; en el cuento, lo que va a suceder. Esas divisiones, tan atendibles en la teoría, son confusas e inútiles en la práctica: en cualquier forma de ficción, hasta en una anécdota, comprobamos que los caracteres existen en función de los hechos, y los hechos en función de los ca­racteres.

El argumento de The killer and the slain no es comple­jo. Desde la niñez un hombre (el que narra) es dominado y maltratado por otro; para romper esa tiranía, lo mata; el muerto, para perdurar o para vengarse, penetra en la con­ciencia del asesino; éste se transforma en él, gradualmente. Esa transformación, para ser atroz, debería ser asombrosa; Walpole no nos concede ninguna ambigüedad y hace que el novelista John Ozias Talbot emprenda su conversión fatal en James Oliphant Tunstall inmediatamente después de ha­berlo asesinado. El lector adivina las diversas etapas del pro­ceso antes que el autor se las comunique, y la única sorpresa

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efectiva es el desenlace. En un relato breve, la simetría de la primera mitad y de la segunda hubiera sido una virtud; en una dilatada novela es un defecto que el autor ha logra­do corregir o disimular.

En el mundo imaginado por Walpole, como en el de los gnósticos sirios y en el de Hollywood, hay una continua mili­cia de las fuerzas del mal contra las del bien. Al formular esta afirmación pienso en el Portrait of a man with red hair, en The old ladies, en Marmer John, en el admirable Above the dark circus y en este libro póstumo que no es, por cierto, el más admirable de la serie.

Walpole ha sido, con Victoria Sackville West y con Ar-nold Bennett, uno de los primeros panegiristas ingleses de Kafka; en las ficciones de este narrador, como en la diversa y caótica realidad, solemos ignorar quiénes representan el mal y quiénes el bien; en las de Walpole, esa atribución es notoria. En The Killer and the Slain, Walpole ha simplifica­do demasiado los caracteres, hasta el punto de que la trans­formación del uno en el otro es, desde el principio, inequívoca. Además, al encarnar el mal en la persona del pintor James Oliphant Tunstall, ha dotado a éste de previsibles y concretos rasgos malignos: lo ha hecho bebedor, brutal, calavera, so­berbio, germanófilo y cruel. Henry James (a cuya memoria está dedicado The killer and the slain) ha observado en el prólogo de The turn of the sorrows que para sugerir el mal hay que eludir las especificaciones concretas, que inevitable­mente son débiles; Walpole ha desoído ese parecer e inventa y acumula pequeñas maldades ineficaces. Es justo agregar que el problema que se ha propuesto (la presentación vero­símil de un ser íntegramente perverso) es imposible y que no lo ha resuelto ningún teólogo y ningún literato. En The turn of the screw y en las narraciones congéneres de Arthur Machen el pecado no se revela —como en The killer and

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the slain— bajo la especie de actos concretos; no es una voluntaria trasgresión de las leyes divinas, es un abominable estado del alma.

El lúcido lector no habrá dejado de observar que las ini­ciales de John Ozias Talbot son puntualmente las de James Oliphant Tunstall; esa coincidencia literal (y otras de aspec­to, voz, estatura, etcétera) sugieren que el benévolo asesino y el diabólico asesinado son la misma persona y que nos ha­llamos ante una ficción alegórica del tipo de William Wilson, de Poe, o del Jekyll and Hyde, de Robert Louis Stevenson. Una circunstancia patética parece confirmar esa hipótesis: el fantasma que alguna vez persigue a Talbot después de la muerte de Tunstall no es el de Tunstall, sino el del mismo Talbot, que ha perecido esencialmente al cometer el crimen. Tal vez no es ilegítimo suponer que toda la historia es una alucinación padecida por el protagonista...

He denunciado las secretas faltas del libro; las virtudes son evidentes. En ningún momento es tedioso; puede ser inverosímil o inconvincente en el recuerdo, pero nunca en el curso de la lectura; está ejecutado con singular claridad y abunda en pormenores circunstanciales que indican la sinceridad y la plenitud con que lo ha imaginado el autor. A medida que el héroe degenera, las valoraciones y el estilo se modifican. En otras literaturas que la inglesa, lo impreciso y lo fantástico se confunden; en este relato de Walpole la precisión convive felizmente con la irrealidad. Ha sido re­dactado sin vanidad; Walpole no se interpone entre los lec­tores y el texto.

En el capítulo tercero de la primera parte uno de los per­sonajes observa que lo diabólico en el hombre no son los apetitos carnales y que las armas del demonio son la mez­quindad, la perfidia, la traición a sí mismo, la frialdad y el juicio temerario. Ese dictamen coincide con el de Stevenson,

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EL PROPÓSITO DE " Z A R A T U S T R A " 273

que en uno de los Ethical studies —año 1888— quiere enu­merar "todas las manifestaciones de lo verdaderamente dia­bólico" y propone esta lista: "la envidia, la malignidad, la mentira mezquina, el silencio mezquino, la verdad calum­niosa, el difamador, el pequeño tirano, el quejoso envenena­dor de la vida doméstica". Urgido por razones literarias, Walpole, en The killer and the slain, ha recurrido a manifes­taciones más espectaculares del mal.

EL PROPÓSITO DE "ZARATUSTRA"

La Nación, Buenos Aires, 15 de octubre de 19443

Nadie ha podido no observar que el más ilustre de los libros de Nietzsche (no el más complejo ni el mejor, cierta­mente) es una imitación formal de los textos canónicos orientales; nadie, que yo sepa, ha agotado la significación

3 En "La doctrina de los ciclos" (1934), incluida en Historia de la eternidad (1936) y en "Algunos pareceres de Nietzsche" (La Nación, febrero 11 de 1940, ahora incluido en Ficcionario), Borges escribió sobre el filósofo alemán. También lo hizo en su "Nota sobre Walt Whitman" (1947), incluida luego en Discusión (1957), y en su reseña del libro de Gerald Heard: Pain, Sex and Time (aparecida en Sur, núm. 80, mayo de 1941 e incluida en Discusión), sobre todo en la nota que la acompaña, referente a la doctrina del Eterno Re­torno antes de Nietzsche. Pero si bien en esta rescatada nota de 1944, con motivo de su centenario, Borges utiliza anteriores mate­riales suyos sobre Nietzsche, ahora los reelabora dentro de una de­cantación mucho más efectiva. Quedan de lado Georg Cantor y su teoría de los conjuntos, y también la primera ley de la termodinámi­ca, en su afán de refutar el Eterno Retorno. Quedan también al margen sus opiniones sobre el nacionalismo alemán y el nacio­nalismo judío.

Este nuevo Nietzsche borgesiano es mucho más llamativo y com­plejo; es el apóstol de una religión. El redactor de un texto sagrado. Nietzsche, profético heraldo de Zaratustra.

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de ese rasgo. Así, Alexander Tille enumera las afinidades de Zaratustra con el Canon budista, con los evangelios, con el Diván oriental-occidental, de Goethe, con La sabiduría del brahmán de Friedrich Rückert, con las epopeyas germánicas de Félix Dahn y con determinadas páginas de F. Th. Vis-cher; ese catálogo es, sin duda, justificable (ya los estoicos enseñaron que todo se vincula con todo y que en las visceras de un buey está escrita la suerte de Cartago) pero no es iluminativo. Tampoco lo son las declaraciones de Elizabeth Forster-Nietzsche, que nos confía que Así habló Zaratustra es el libro más íntimo y personal de cuantos publicó su her­mano, y que encierra la historia de sus amistades, de sus ideales, de sus éxtasis, de sus pesares, de sus desengaños, de sus mayores esperanzas y de sus más lejanos designios. Tam­poco el célebre pasaje en que Nietzsche define esa obra como una composición musical.

Muchas contrariedades presenta Así habló Zaratustra: una sintaxis de aficiones arcaicas y un vocabulario neoló-gico, la máxima energía y la máxima vaguedad, la inextri­cable ambigüedad del sentido y la pompa de la dicción. Enseñar a los hombres la doctrina del Superhombre, enseñar a los hombres la doctrina del Eterno Retorno, son los dos propósitos capitales de ese "libro para todos y para nadie". La ejecución del primero es equívoca: ciertos pasajes (verbi­gracia, el que afirma que el hombre será al Superhombre lo que el mono es al hombre) parecen predecir una futura especie biológica; otros, un europeo que se abstiene del cris­tianismo. No menos problemático es el caso del segundo propósito. Según la doctrina del Retorno, la historia univer­sal es interminable y periódica; renacerán en otro ciclo los hombres que ahora pueblan el orbe, repetirán los mismos ac­tos y pronunciarán las mismas palabras; viviremos (y hemos vivido) un número infinito de veces. Nietzsche pondera la

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casi intolerable novedad de esa conjetura; su ponderación comporta un misterio, si consideramos que Nietzsche, autor de un libro sobre el pensamiento metafísico de los griegos, no pudo no saber que los estoicos y los pitagóricos ya habían enseñado el Retorno. Básteme alegar a ese fin algunos tes­timonios ilustres. Escribe Plutarco, en el primer siglo de nuestra era: "Los estoicos absurdamente imaginan que en infinitas revoluciones de tiempo habrá infinitas lunas y soles, infinitos Apolos, infinitas Dianas e infinitos Neptunos" (De los oráculos que han cesado, y por qué, XLI). Escribe Orí­genes, a principios del siglo III: "Si (como quieren los estoi­cos) nace otro mundo idéntico a éste, Adán y Eva comerán otra vez del fruto del árbol, y de nuevo las aguas del diluvio prevalecerán sobre la tierra, y de nuevo los hijos de Israel servirán en Egipto, y de nuevo Judas recibirá los treinta di­neros, y de nuevo Saúl guardará las ropas de quienes lapida­ron a Esteban, y se repetirán todas las cosas que ocurrieron en esta vida" (De las doctrinas fundamentales, 2, III). Es­cribe San Agustín, en el siglo v *: "Es opinión de algunos que las cosas temporales giran de modo que Platón, insigne filósofo, enseñó a sus discípulos en Atenas en la escuela que se dijo Academia; que después de siglos innumerables, el mismo Platón, la misma ciudad, la misma escuela y los mis­mos discípulos volvieron a existir y que, después de siglos innumerables, volverán a existir" (De la ciudad de Dios, 12, XIII). Escribe Hume, al promediar el siglo XVIII: "No imagi-

• Los escritores del siglo XVII — Bacon, Vanini, Browne — so­lían atribuir a Platón la conjetura del Eterno Retorno. En esa atri­bución este pasaje de la Ciudad de Dios pudo influir. Browne dice en una de las notas del primer libro de la Religio medici: "El año platónico es un curso de siglos después del cual todas las cosas re­cuperarán su estado anterior, y Platón, en su escuela, de nuevo ex­plicará esta doctrina". Véase, para el año platónico, el párrafo 39 del Timeo.

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nemos la materia infinita, como lo hizo Epicuro; imaginémos­la finita. Un número finito de partículas no es susceptible de infinitas trasposiciones; en una duración eterna, todos los órdenes y colocaciones posibles ocurrirán un número infinito de veces. Este mundo, con todos sus detalles, hasta los más minúsculos, ha sido elaborado y aniquilado, y será elabora­do y aniquilado: infinitamente". (Dialogues concerning na­tural religión, VIII).

¿Cómo justificar ese consenso —llamémoslo así—, ya tantas veces denunciado por los comentadores de Nietzsche? Sus detractores postulan una confusión humana, harto hu­mana, entre la inspiración y el recuerdo, cuando no entre la inspiración y la transcripción. El hebraísta Erich Sischoff lo acusa de plagiar y de no entender, el capítulo 23 de los Trí­meros principios de Spencer; el Dr. Otto Ernst enriquece el catálogo de "precursores" con el nombre de Julius Bahnsen; el admirable Diccionario de la filosofía de Mauthuer indaga los orígenes del Retorno en el eterno cosmos de Heráclito, que es engendrado por el fuego y que cíclicamente devora el fuego. Más implacables todavía son los defensores de Nietzsche. Unos, para absolverlo de la imputación de pla­giar, lo dotan de una sorprendente ignorancia; otros declaran que la Eterna Reiteración es un mero adorno retórico, una suerte de adjetivo o de énfasis. Olvidan o simulan olvidar la trágica importancia que Nietzsche atribuyó a ese adorno. "Inmortal es el instante", escribió, "en que yo engendré al Eterno Regreso. Por ese instante yo soporto el Regreso". Otro de los manuscritos afirma: "Eternamente volverá a inver­tirse tu vida como un reloj de arena y eternamente volverá a fluir, cuando regresen todas las condiciones que te dieron origen. Y entonces volverás a encontrar cada dolor y cada pla­cer y cada amigo y enemigo y cada esperanza y cada equivoca­ción y cada hoja de pasto y cada destello de sol. La continuidad

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de todas las cosas. Este círculo, en el que eres una semilla, siempre vuelve a resplandecer. Y cada círculo suele incluir una hora en que al principio en un solo hombre, y luego en muchos, y finalmente en todos, surge la idea más alta, la del regreso interminable de todas las cosas. Para la hu­manidad, esa hora es la hora del mediodía". Otra nota, aun más significativa, declara: "Guardémonos de enseñar esta doctrina como una súbita religión. Debe infiltrarse lenta­mente, deben trabajarla muchas generaciones, para que sea un gran árbol que dé sombra a toda la humanidad venidera. ¿Qué son los dos mil años que hasta ahora miden el cris­tianismo? La idea más alta exige muchos millares de años; durante largo tiempo debe ser pequeña y sin fuerza... Sim­ple, casi árida, la idea puede prescindir de elocuencia (Be-redsamkeit). Será la religión de los más libres, de los más serenos, de los más altos: una grata pradera entre el hielo dorado y el cielo puro".

Todo eso se explica, creo, a la luz de los párrafos ante­riores. El tono inapelable, apodíctico, los infundados anate­mas, los énfasis, la ambigüedad, la preocupación moral (mucho sabemos de la ética del Superhombre, nada absolu­tamente de su literatura o su metafísica), las repeticiones, la sintaxis arcaica, la deliberada omisión de toda referencia a otros libros, las soluciones de continuidad, la soberbia, la monotonía, las metáforas, la pompa verbal; tales anomalías de Zaratustra dejan de serlo, en cuanto recordamos el extraño género literario a que pertenece. ¿Qué diríamos de alguien que reprobara una adivinanza porque es obscura, o la tra­gedia de Macbeth porque mueve a terror y a piedad? Diría­mos que ignora qué cosa es una adivinanza o una tragedia. Nosotros, sin embargo, solemos incurrir ante Zaratustra en un error análogo. A veces lo juzgamos como si fuera un libro dialéctico; otras, como si fuera un poema, un ejercicio

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desdichado o feliz de noble prosa bíblica. Olvidamos, pro­pendemos siempre a olvidar, el enorme propósito del autor: la composición de un libro sagrado. Un evangelio que se leyera con la piedad con que los evangelios se leen.

Friedrich Wilhelm Nietzsche, antiguo profesor de filolo­gía en las aulas helvéticas, se creyó el apóstol, o fundador, de la religión del Retorno; esperó que el secreto porvenir la enriqueciera de prodigios, de venturas, de adversidades, de mártires, de entusiasmos, de dogmas, de bibliotecas. No ra­zonó, afirmó; sabía que remotos apologistas vindicarían cada una de sus palabras. Condescendió a un libro más pobre que él; presintió que otros suplirían lo que él callaba. No se rebajó a la tarea servil de nombrar a sus precursores; tampo­co los versículos del Corán enumeran las fuentes que alimen­taron su lúcido caudal. No declinó la ambigüedad; prodigó voluntarias contradicciones para que el porvenir las reconci­liara. Butler, en The fair haven, dice irónicamente que los evangelios contienen "la tiniebla y el fulgor de Rembrandt, o el dorado crepúsculo de los venecianos, el perder y el ha­llar, y la infinita libertad de la sombra"; Nietzsche buscó esa libertad para Zaratustra. Interpretado así, todos sus "de­fectos" se justifican.

El futuro es interminable. Quienes hablan de Nietzsche sin comprenderlo, quienes confunden su ética individual con la ninguna ética del nazismo, pueden encender otra guerra, en la que perezcan todos los libros del orbe occidental, salvo el enigmático Zaratustra, que fatalmente, quién sabe en qué naciones y en qué dialectos, ascenderá a libro sagrado.

Muchas generaciones han formulado el Eterno Retorno; Nietzsche fue el primero que lo sintió como una trágica certidumbre y que forjó con él una ética de la felicidad valerosa.

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EDGAR ALLAN POE 279

EDGAR ALLAN POE

La Nación, Buenos Aires, 2 de octubre de 19494

Detrás de Poe (como detrás de Swift, de Carlyle, de Al-mafuerte) hay una neurosis. Interpretar su obra en función de esa anomalía puede ser abusivo o legítimo. Es abusivo cuando se alega la neurosis para invalidar o negar la obra; es legítimo cuando se busca en la neurosis un medio para entender su génesis. Arthur Schopenhauer ha escrito que no hay circunstancia de nuestra vida que no sea voluntaria; en la neurosis, como en otras desdichas, podemos ver un arti­ficio del individuo para lograr un fin. La neurosis de Poe

4 Cuando en marzo de 1949 dictó Borges su conferencia sobre Nathaniel Hawmorne en el Colegio Libre de Estudios Superiores de Buenos Aires (incluida ahora en Otras inquisiciones), terminó con estas palabras: "En la próxima clase estudiaremos, si lo tolera la in­dulgencia de ustedes, la gloria y los tormentos de Poe, en quien el sueño se exaltó a pesadilla". Algo de esta charla debe alimentar esta breve nota aparecida en La Nación, donde Borges razona su admi­ración por el Poe narrador en contra del Poe poeta. Admiración que ya había hecho pública en 1940, en la primera edición de la Anto­logía de la literatura fantástica, donde se decía de Poe: "Inventó el género policial; renovó el género fantástico; ha influido en escritores tan diversos como Baudelaire y Chesterton, Conan Doyle y Paul Valery" (Buenos Aires, Editorial Sudamericana, pág. 226).

La compartida convicción del trío que elaboró esta antología (Borges, Silvina Ocampo, Bioy Casares) le servirá luego a Borges sólo para arremeter en contra de Roger Caillois y su idea, tan fran­cesa, de que el roman policier deriva... de los espías anónimos de Fouche. Borges le recuerda la existencia de The murders in the Rue Morgue y su fecha de aparición: 1841 (ver Sur, Buenos Aires, núm. 91, abril de 1942 y núm. 92, mayo de 1942).

En todo caso la admiración de Borges por Poe no decae y un quevediano poema de El otro, el mismo (1964) la resume así: "Quizá del otro lado de la muerte,/ Siga erigiendo solitario y fuerte/ Es­pléndidas y atroces maravillas".

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le habría servido para renovar el cuento fantástico, para mul­tiplicar las formas literarias del horror. También cabría de­cir que Poe sacrificó la vida a la obra, el destino mortal al destino póstumo.

Nuestro siglo es más desventurado que el XIX; a ese tris­te privilegio se debe que los infiernos elaborados ulterior­mente (por Henry James, por Kafka) sean más complejos y más íntimos que el de Poe. La muerte y la locura fueron los símbolos de que éste se valió para comunicar su horror de la vida; en sus libros tuvo que simular que vivir es her­moso y que lo atroz es la destrucción de la vida, por obra de la muerte y de la locura. Tales símbolos atenúan su senti­miento; para el pobre Poe el mero hecho de existir era atroz. Acusado de imitar la literatura alemana, pudo responder, con verdad: "El terror no es de Alemania, es del alma".

Harto más firme y duradera que las poesías de Poe es la figura de Poe como poeta, legada a la imaginación de los hombres. (Lo mismo ocurre con Lord Byron, tal vez con Goethe). Algún verso memorable — Was it not Fate, that, on this fuly midnight— honra y acaso justifica sus páginas; lo demás es mera trivialidad, sensiblería, mal gusto, débiles remedos de Thomas Moore.

Aldous Huxley se ha distraído vertiendo al singular dia­lecto de Poe alguna estrofa sentenciosa de Milton; el resul­tado es lamentable, si bien cabría objetar que un párrafo de El escarabajo de oro o de Berenice, traducido a la inextrica­ble prosa del Tetrachordon, lo sería aún más. Nuestra ima­gen de Poe, la de un artífice que premedita y ejecuta su obra con lenta lucidez, al margen del favor popular, procede me­nos de las piezas de Poe que de la doctrina que enuncia en el ensayo The philosophy of composition. De esa doctrina, no de Dreamland o de Israel, se derivan Mallarmé y Paul Valéry.

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Poe se creía poeta, solo poeta, pero las circunstancias lo llevaron a escribir cuentos y esos cuentos a cuya escritura se resignó y que debió encarar como tareas ocasionales son su inmortalidad. En algunos (La verdad sobre el caso del Sr. Valdemar, Un descenso al Maelstróm) brilla la invención circunstancial; otros (Ligeia, La máscara de la Muerte Roja, Eleonora) prescinden dé ella con soberbia y con inexplicable eficacia. De otros (Los crímenes en la Rue Morgue, La carta robada) procede el caudaloso género policial que hoy fatiga las prensas y que no morirá del todo, porque también lo ilustran Wilkie Collins y Stevenson y Chesterton. Detrás dé todos, animándolos, dándoles fantástica vida, están la angus­tia y el terror de Edgar Alian Poe.

Espejo de las arduas escuelas que ejercen el arte solitario y no quieren ser voz de los muchos, padre de Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, Poe indi­solublemente pertenece a la historia de las letras occidentales, que no se comprende sin él. También, y esto es más im­portante y más íntimo, pertenece a lo intemporal y a lo eter­no, por algún verso y por muchas páginas incomparables. De éstas yo destacaría las últimas del Relato de Arthur Gor-don Pym de Nantucket, que es una sistemática pesadilla cuyo tema secreto es el color blanco.

Shakespeare ha escrito que son dulces los empleos de la adversidad; sin la neurosis, el alcohol, la pobreza, la soledad irreparable, no existiría la obra de Poe. Éste creó un mundo imaginario para eludir un mundo real; el mundo que soñó perdurará, el otro es casi un sueño.

Inaugurada por Baudelaire, y no desdeñada por Shaw, hay la costumbre pérfida de admirar a Poe contra los Esta­dos Unidos, de juzgar al poeta como un ángel extraviado, para su mal, en ese frío y ávido infierno. La verdad es que

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Poe hubiera padecido en cualquier país. Nadie, por lo demás, admira a Baudelaire contra Francia o a Coleridge contra Inglaterra.

LA GRAN LECCIÓN DE CHURCHILL A LAS FUTURAS GENERACIONES

La Nación, Buenos Aires, 28 de enero de 19655

Cuando en el otoño de 1896 murió el poeta William Morris, el más ilustre de sus discípulos y amigo, George Bernard Shaw, dijo que no se debía llorar su pérdida, ya

5 La conocida queja de Borges por no haber tenido un destino épico como sus antepasados militares resuena en esta breve nota ne­crológica para recordar a Sir Winston Churchill, el hombre que en­carnó la resistencia inglesa contra Hitler.

Partidario siempre de los aliados, Borges se mantuvo firme en medio de sus convicciones, entre regímenes políticos argentinos que no dejaron de expresar su simpatía por el Eje y de furibundos grupos pronazis y antisemitas que tenían mucho peso en la Argentina de la segunda guerra y que no dejan todavía de hacerse sentir.

Si algunos sindicatos de la época no vacilaron en pagar costosos avisos llamándolo "el escritor anglo-argentino Jorge Luis Borges", él tampoco dejó de expresar su tumultuosa alegría por la liberación de París ("Anotación al 23 de agosto de 1944", incluida en Otras inquisiciones, donde arriesga su conjetura: "Hitler quiere ser derro­tado") y de publicar en Sur una nota, aún no recogida en libro don­de, refiriéndose a Inglaterra, dirá: "De Inglaterra, de la compleja y casi infinita Inglaterra, de esa isla desgarrada y lateral que rige continentes y mares, no arriesgaré una definición; básteme recordar que es quizás el único país que no está embelesado consigo mis­mo, que no se cree Utopía o el Paraíso. Yo pienso en Inglaterra como se piensa en una persona querida, en algo irremplazable e individual. Es capaz de culpables indecisiones, de atroces lentitudes (tolera a Franco, tolera a las sucursales de Franco), pero es capaz también de rectificaciones y contriciones, de volver a librar, cuando la sombra de una espada cae sobre el mundo, la cíclica batalla de Waterloo" (J. L. B., "Nota sobre la paz", Sur, núm. 129, julio 1945).

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LA LECCIÓN DE CHURCHILL 283

que a un hombre como él sólo podríamos perderlo con nues­tra propia muerte. Hoy, en 1965, cabe decir lo mismo de Winston Churchill. A pocos hombres les ha deparado el destino una vida más compleja, más honrosa y más valerosa. De antigua estirpe militar, descendiente de aquel Marlborough que a orillas del Danubio derrotó a las armas de Francia, Churchill sirvió en las guerras imperiales de la era victoria-na; tiene el valor de un símbolo el hecho de que participara en 1898, en la que acaso fue la última carga de caballería que registra la historia, la de los húsares de Kitchener, con­tra las huestes del Mahdi, en el Sudán. Escribió los azares de esas campañas como escribiría después los de las dos vas­tas guerras ulteriores que desgarraron el mundo. La bio­grafía de sus mayores atraería también su pluma, así como la historia de Inglaterra, de sus gentes, sus mares y sus conquistas. En la Cámara de los Comunes pasó de la pre­meditada oratoria a la elocuencia enérgica y espontánea. Se­gún se sabe, la eficacia de la marina británica, que a partir de 1914 cerró a Alemania los caminos del mar, fue en gran parte su obra. Pero su hora más alta le llegó con la segunda guerra mundial. Había sido soldado e historiador, periodista y político. En la hora trágica de Inglaterra fue, de algún modo, los millones de hombres anónimos, valientes y mo­destos que no se arredraron ante el incendio que descendía de lo alto. No prometió fáciles triunfos: habló de sangre, de sudor y de lágrimas. Cuando la sombra de un dictador vic­torioso cayó sobre la isla, Churchill repitió que Inglaterra, al cabo de diez siglos, mantuvo la oferta que un rey sajón hizo a un rey noruego: seis pies de tierra y no más . . .

Al combatir por su Inglaterra, Churchill combatió por todos nosotros; su batalla fue esa eterna batalla de las liber­tades humanas que se ha llamado Salamina y Valmy, Sara-

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toga y Junín, y cuyos nombres venideros no nos han sido aún revelados.

No basta lamentar su muerte con la palabra o con el mármol; es necesario que seamos dignos de su alta y ardua memoria. ¡Ojalá ya exista alguien en el mundo que pueda proseguir su labor!

JORGE L. BORGES OBJETA EL MÉTODO DE UNA ENSEÑANZA

La Nación, Buenos Aires, 16 de marzo de 19666

El escritor Jorge Luis Borges ha dirigido una nota al decano de la Facultad de Filosofía y Letras, doctor Luis

6 El desafecto de Borges por las manías académicas y las jergas universitarias se halla ampliamente documentado. Una de sus últimas perlas, titulada "La cultura en peligro", puede disfrutarse en el men­cionado El aleph borgiano, Bogotá, Biblioteca Luis Ángel Arango, 1987, págs. 83-84, y data de 1984. Pero su exasperación con la bobe-ría de los "monociclos" y demás subterfugios burocráticos viene de atrás: en 1966 arremete en contra de las ineptitudes de algún olvida­ble decano, en relación con la literatura inglesa.

Esta actitud de Borges era la derivación natural de su desdén en contra de otra de las supersticiones de la época: la hoja de vida. El curriculum. Cuando obtuvo su cátedra de profesor de literatura inglesa y norteamericana en la Universidad de Buenos Aires, la con­siguió mediante este expeditivo método, según cuenta en sus "Me­morias": "Otros candidatos habían hecho llegar los informes sobre sus títulos, traducciones, estudios y trabajos realizados. Yo me limité a enviar la siguiente precisión: 'Muy inconscientemente me estuve preparando para este cargo a través de toda mi vida'. Fui contratado y pasé diez o doce años muy felices en la Universidad". (Las me­morias de Borges, diario La Opinión, Buenos Aires, Edición núm. 1.000, martes 17 de septiembre de 1974, suplemento especial de XXIV páginas.)

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OBJECIÓN AL MÉTODO DE UNA ENSEÑANZA

Aznar, en la que se refiere al método aplicado en esa casa de estudios a la enseñanza de literatura inglesa y americana.

La nota está concebida en los siguientes términos: "Cumplo con el deber, ciertamente ingrato, de señalar

a usted y al país el método singular que ha sido aplicado, durante el cuatrimestre final del año 1965, a la enseñanza de la literatura inglesa y americana, en la Facultad que usted dignamente preside. Según se sabe, la primera de esas litera­turas abarca unos doce siglos y la segunda, dos; ambas han sido reducidas a un estudio somero, menos literario que so­ciológico, de cuatro obras de Shakespeare, que excluyen a Macbeth, Hamlet, Otelo, Romeo y Julieta, a los sonetos y al rey Lear. Es fama que Ben Jonson apodó a Shakespeare "El cisne del Avon"; toda la reverencia debida al "Cisne" no nos permite cifrar en él dos procesos complejos, que van de la épica anglosajona a Bernard Shaw y de Jonathan Edwards a William Faulkner, pasando por Milton y Emerson. Ignoro a qué Procusto atribuir esa concentración o contracción pe­dagógica. Tampoco logra confortarnos la gracia helénica de la palabra "monociclo".

"Mi amor por las dos vastas literaturas cuyo instrumen­to es el idioma inglés es harto conocido: me duele que pre­tendan mutilarlas o escamotearlas de esa manera".

NOTA DE JORGE LUIS BORGES A CONCENTRACIÓN CÍVICA

La Nación, Buenos Aires, 28 de mayo de 1971 7

La Comisión Promotora de Concentración Cívica en pro de la República ha recibido una nota firmada por Jorge Luis

7 La relación de Borges con el general Perón y con el peronismo ha sido larga y conflictiva: siempre los consideró el enemigo. Una

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Borges, que lleva el título de "Leyenda y realidad". En la misma dice:

"Quince años han bastado para que las generaciones ar­gentinas que no sobrellevaron, o que por obra de su corta edad sólo sobrellevaron de un modo vago el tedio y el horror de la dictadura, tengan ahora una imagen falsa de lo que fue aquella época. Nacido en 1899, puedo ofrecer a los lec­tores jóvenes un testimonio personal y preciso.

"No prometo ninguna revelación; me limitaré a anotar ciertos hechos que fueron del dominio público y que un olvido cómplice o candoroso ha tergiversado.

"No en vano acabo de dictar la palabra 'cómplice'. Esta palabra es de las que mejor pueden definir esos tiempos acia­gos. Benedetto Croce observó: 'No hay en Italia un solo fascista, todos se hacen los fascistas'. La observación es apli­cable a nuestra República y a nuestro remedo vernáculo del fascismo. Ahora hay gente que afirma abiertamente: 'soy pe­ronista'. En los años de oprobio nadie se atrevía a formular en el diálogo semejante declaración, que lo hubiera puesto en ridículo.

"Quienes lo eran públicamente se apresuraban a explicar que se habían afiliado al régimen porque les convenía, no porque lo tomaran en serio. El argentino suele carecer de

parábola suya de agosto 15 de 1946, "Déle, déle", incluida ahora en Ficcionano, recuerda algunos de esos combates. Otro texto, éste si no recogido en libro y titulado "L'illusion comique" (Sur, núm. 237, noviembre-diciembre de 1955, págs. 9-10), comienza diciendo: "Du­rante años de oprobio y de bobería, los métodos de la propaganda comercial y de la literature pour concierges fueron aplicados al go­bierno de la república". Concluye diciendo: las mentiras de la dic­tadura "pertenecían al orden de lo patético y de lo burdamente sentimental". La nota dirigida a "Concentración Cívica" resume, en mayo de 1971, y desde una desencantada distancia, todo este amargo enfrentamiento.

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conciencia moral, pero no intelectual; pasar por un inmoral le importa menos que pasar por un zonzo. La deshonestidad, según se sabe, goza de la veneración general y se llama 'vive­za criolla'. Fuera de algunos individuos de la Real Academia Española —cuyo sentido del idioma era diferente— nadie creyó en el 'justicialismo', monstruo neológico que con su eco inexplicable sigue dando horror a una página del abul­tado diccionario.

"Recuerdo las melancólicas celebraciones del día 17 de octubre. El dictador traía a la Plaza de Mayo camiones aba­rrotados de asalariados y adictos, por lo común de tierra adentro, cuya misión era aplaudir los toscos discursos; los cuales eran tremebundos cuando todo estaba tranquilo, o conciliadores y pacíficos si las cosas andaban mal.

"El 17 de octubre, los almacenes recibían orden de cerrar para que los devotos no se distrajeran en ellos y arribaran sin tentaciones a la Plaza de Mayo. Ahí coreaban servilmente 'Perón, Perón, ¡qué grande sos!' y otras efusiones obliga­torias. Solían asimismo vociferar 'La vida por Perón', deci­sión retórica que olvidaron, como el propio Perón, en cierta mañana lluviosa de septiembre de 1955. Diríase que el triste destino de Buenos Aires —conste que soy porteño—, es en­gendrar cada cien años un tirano cobarde, del cual luego nos tienen que salvar las provincias.

"El dictador fue un nuevo rico. Dada su casi omnipoten­cia hubiera podido instaurar una rebelión de las masas, en­señándoles con el ejemplo ideales distintos; pero se redujo a imitar de manera crasa y grotesca los rasgos menos admi­rables de la oligarquía ilustrada que simulaba combatir: la ostentación, el lujo, la profusa iconografía, el concepto de que la función política debe ser también una función públi­ca, el amor de los deportes británicos y el culto literario del gaucho. En todo esto abundó la exageración característica

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del guarango. Inundó el territorio del país con imágenes su­yas y de su mujer. Su mujer, cuyo cadáver y cuyo velorio lo usó para fines publicitarios.

"Lo anterior es meramente personal y baladí, si lo com­paramos con la corrupción de las almas, con el robo para el cual se prefiere el nombre eufemístico de negociado, con la picana eléctrica aplicada a los opositores y a toda persona sospechosa de ser 'contrera', con la confiscación de bienes, con las pobladas cárceles políticas, con la censura indiscrimi­nada, con el incendio de archivos y de iglesias, con el fusi­lamiento de obreros en la secreta soledad de los cementerios y con la abolición de la libertad. Tantas atroces y sonrientes efigies y ni una sola caricatura, tantos interesados panegíri­cos y ni una sola sátira!

"Otro estigma de la época, hoy afortunadamente preté­rito, fueron las delaciones costeadas con el dinero público. Sé de señoras y de niñas que se prestaron al ejercicio regular de esa indiscreción lucrativa. Otro soborno fue el aguinaldo, curiosa medida económica —imitada nunca sabré por qué por los gobiernos ulteriores— según la cual se trabaja doce meses y se pagan trece. Esta ridicula y onerosa medida ha sido decorada con el título de 'conquista social'.

"Ningún encono personal me dicta la apresurada redac­ción de estas notas; hará tres o cuatro generaciones que dejé de ser hacendado, cuando Rosas, primo de mis abuelos, les confiscó las tierras que aún guardan los nombres de mi san­gre. Perdóneme el lector el atrevimiento de haberle recordado males que todos conocen, pero que ahora, inexplicablemen­te, se olvidan".

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NORAH

La Nación, Buenos Aires, 31 de diciembre de 1977 8

No sé a qué margen del gran río barroso, que un escri­tor ha bautizado con el nombre de Río Inmóvil, puedo atri­buir mis primeros recuerdos de mi hermana. Si corresponden a la margen derecha, que es la de Buenos Aires, debo pensar en unos patios de baldosas coloradas, en un jardín con una palmera y con ceibos y en un barrio modesto; si en la mar­gen izquierda, la de Montevideo, en la gran quinta de mi

8 La nota con que fue publicado este texto en el suplemento li­terario de La Nación explica suficientemente su origen y caracterís­ticas. Al hablar con tanto cariño de su hermana, Borges efectúa, en cierto modo, otra autobiografía, tan unidas estuvieron estas dos vidas, sobre todo en la infancia. La nota decía así:

"A principios de 1974 al escritor y editor de libros de arte Al­berto Vigevani le ofrecieron en Milán, para su sello II Polifilo, una serie de 15 litografías efectuadas sobre dibujos que Norah Borges realizó hacia 1924, época de la fundación de la revista Proa. El hecho curioso de que aparecieran en Milán estas litografías se explica por­que la citada revista se imprimía en la sucursal bonaerense de un taller gráfico milanés dirigido entonces por el señor Piantanida, quien le propuso a Norah la realización de las planchas de las cuales se tiraron apenas dos o tres copias de cada una. Piantanida regresó a Milán y se estableció como librero anticuario; entre sus papeles fue­ron hallados los folios tan largamente conservados. Vigevani imaginó entonces que un prólogo de Jorge Luis Borges sobre su hermana era indispensable para la edición que se proponía. Al cabo de tres años acaba de aparecer en Italia la hermosa edición de estas litografías, incluyendo el mencionado prólogo y un texto de Domenico Porzio. De la obra, titulada simplemente 'Norah', por Jorge Luis Borges, se han tirado 500 ejemplares de gran formato impresos en Verona; la versión de los textos es bilingüe. Con autorización del editor, re­producimos el prólogo de Borges, que revela aspectos casi inéditos de este vínculo fraterno, y una de las litografías de Norah incluidas en el volumen".

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tío, Francisco Haedo, inagotable y honda, con un mirador de cristales de diversos colores, con muchos árboles, con una pileta sombreada, con un arroyo casi secreto, con dos glo­rietas y con dos bancos de mampostería en la acera. Los lu­gares que he enumerado nos servían para fines escénicos. Compartíamos las ficciones de Wells, de Verne, de "Las mil y unas noches" y de Poe, y las representábamos. Puesto que sólo éramos dos (salvo en Montevideo, donde nos acompa­ñaba mi prima Esther) multiplicábamos los roles y éramos, de un momento a otro, las cambiantes personas de la fábula. Habíamos inventado dos amigos inseparables, que se llama­ban Quilos y el Molino. Un día dejamos de hablar de ellos y explicamos que se habían muerto, sin saber muy bien qué cosa era la muerte. Otras memorias guardo de largas playas, de andar a caballo por el campo y de arroyos tortuosos. De­jada atrás la infancia, en otras tierras conoceríamos Ginebra, el Ródano y el mar Mediterráneo.

Norah, en todos nuestros juegos, era siempre el caudillo; yo, el rezagado, el tímido y el sumiso. Ella subía a la azotea, trepaba a los árboles y a los cerros; yo la seguía con menos entusiasmo que miedo. En la escuela el contraste se repitió. A mí me intimidaban los chicos pobres, quienes me enseñaban con desdén el lunfardo básico de aquellos años; no dejaba de sorprenderme que en casa no me hubieran instruido en las vo­ces más comunes del habla. Mi hermana, en cambio, dirigía a sus compañeras. A algunas, las más tontas, les refería com­plejas y disparatadas historias que ellas no han acabado aún de entender. Nuestro breve universo era cerrado. En casa tuvimos libertad, no fuimos asediados con restricciones; mi padre, profesor de psicología, creía que son los chicos los que educan a los mayores. Con una de nuestras abuelas hablába­mos de un modo y con otra de otro; el tiempo nos enseñaría que esos dos modos eran la lengua castellana y la lengua in-

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glesa. Cuando era muy niña, Norah no aceptaba una golo­sina si no me daban la mitad.

Nuestras infancias, como es natural, se confunden, pero siempre fuimos distintos. Sin embargo, nunca dejamos de entendernos; a veces, bastaba una mirada cómplice, otras, ni eso siquiera. Durante toda la adolescencia la envidié porque se encontró envuelta en un tiroteo electoral y atravesó la pla­za de Adrogué, un pueblo del sur, corriendo entre las balas.

Fuera de mis manías, que son muchas, y que ahora abar­can el islandés y el anglosajón, suelo juzgar a las personas por la inteligencia y el valor; Norah, por la bondad y, lo que es más singular, por el parentesco. A mí la gente de mi san­gre me atrae pero prefiero a los que han muerto, que puedo imaginar a mi modo; a mi hermana le encantaban los parien­tes, esos primos segundos y terceros, aun cuando vienen de visita. Hace años nos revelaron la existencia de una nieta na­tural de un abuelo nuestro. Ante la noticia, Norah exclamó: "¡Otra persona qué adorar!".

Profesa, como yo, el culto de nuestros mayores; cuando fue por primera vez a Inglaterra nos escribió que hojeaba los libros de los estantes callejeros y sentía, al volver las hojas, que esas queridas e invisibles presencias iban siguiendo la lectura sobre sus hombros. Abunda en el amor de toda la gente; desde niña había elegido los nombres de sus hijos y de sus hijas. Cada noche rezaba para que todas las personas estuvieran tranquilas en sus casas y los animales en sus cue­vas y en sus pesebres. Siempre tendió a considerar la estupi­dez como una suerte de inocencia; dijo que una amiga suya, de notoria simplicidad, era "como una rosa blanca". Sin em­bargo, sabe juzgar; durante la primera guerra mundial llega­mos a Lauterbrunnen, en Suiza, y Norah bajó para explorar el hotel. Al rato volvió muy alborotada para revelarnos que

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en el vestíbulo había un señor muy importante, "un señor que debe de haber sido en su tiempo una gran nulidad".

Como todas las mujeres inteligentes y lindas, no dejó nunca de pensar que los hombres eran muy simples. Hace unos años, entre las barras del zoológico, todos admiraban al tigre; Norah dijo como si pensara en voz alta: "Está he­cho para el amor".

Literariamente, nunca he logrado convertirla al "Quijo­te", a Dante o a Conrad; en cambio, compartimos el amor de Eça de Queiroz, de Rafael Cansinos Assens y de Dickens, inventor o descubridor de la soledad de la infancia y de sus inconfesables miedos. No pude acompañarla en su admira­ción por "La cittá morta", de D'Annunzio. Días pasados me dijo que su libro de cabecera era ahora "The Woman in White", de Wilkie Collins, libro que en su tiempo gozó de la preferencia de Swinburne.

Hacia mil novecientos veinte, año en que regresamos de Europa, me ayudó a descubrir la ajedrezada y desparramada ciudad de Buenos Aires, nuestra patria. Durante la segunda dictadura, hacia mil novecientos cuarenta y cuatro, padeció un mes de prisión por razones políticas; para no afligir a mi madre, le escribió que la cárcel era un lugar lindísimo. Aprovechaba el obligado ocio para enseñar dibujo a sus com­pañeras de encierro, que eran mujeres de la calle. Cada no­che rezaba su Padrenuestro y se quedaba dormida inme­diatamente.

A diferencia de Milton y de Nietzsche, prefirió siempre el Nuevo Testamento al Antiguo. Le desagradaba discutir y evade, generalmente con una frase cariñosa, la discusión, que en modo alguno altera sus actos ni sus ideas.

Pueblan sus días el ejercicio del arte y de la amistad. No recuerdo una época en que no le gustara dibujar. En Gine­bra estudió dibujo con el profesor Sarkisoff y admiró mucho

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a Ferdinand Hodler. Cuando fuimos a España su profesor Sarkisoff le dijo: " . . . y sobre todo no se dedique a imitar a un Zuloaga cualquiera". En el Museo del Prado, en Ma­drid, descubrió que una tela era apócrifa dos o tres años an­tes que los expertos.

Cuando Norah ensayó la litografía, escribía poemas, pero los destruyó para no usurpar lo que ella juzgaba mi territo­rio. Recuerdo haber entrevisto una línea cuyo tema era Ita­lia, "tierra donde el arado del campesino puede revelar el mármol de un busto". Publicó asimismo generosas críticas de arte en una revista casi secreta, Los anales de Buenos Aires, y las firmó, para no alardear de escritora, con el seu­dónimo de Manuel Pinedo. Otra vez la misma delicadeza.

Una de sus primeras pasiones fueron los expresionistas alemanes; pintaba crucifixiones, flagelaciones, martirios y vio­lentas contorsiones de mártires. Ahora, como Stefan George, piensa que uno de los fines del arte es dar serenidad. Escri­bió en una encuesta en La Nación: "El fin de la pintura es dar alegría por medio de los colores y de las formas". Una vez me aconsejó que no dijera nada que no diera alegría a alguien. Descree del arte ingenuo; planea geométricamente cada una de sus telas. Y si pinta ángeles, es porque está se­gura de que existen. Amó profundamente a los genuinos prerrafaelistas de Italia y a sus continuadores ingleses del si­glo XIV. Le agradan artes y épocas muy diversas, pero ahora la incitan a pintar los frescos del Palacio de Knosos y lo arcaico griego, las figuras del Pórtico de San Isidro de León, el arte románico, las tapicerías de Flandes del siglo XIII, Lippi y Fra Angelico, el Giotto y Botticelli, Memling. Incompren­siblemente para mí, admira las telas del Greco cuyos paraísos, abarrotados de báculos y de mitras, me parecen más espan­tosos que muchos infiernos. Le impresionan los Arlequines de Picasso y los caballos de De Chirico. Últimamente se ha

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enamorado del arte celta que no tolera los espacios en blanco. Pero le importan las escuelas menos que los pintores y los pintores menos que cada obra.

Es una minuciosa y rápida retratista, pero sólo dibuja los rostros que verdaderamente le interesan. A un pintor que preparaba la exposición de una galería de escritores y otra de cirujanos, le preguntó cómo podía saber de antemano que todas esas caras iban a despertar su atención.

Norah padeció la desdicha, que bien puede ser una feli­cidad, de no haber sido nunca contemporánea. Cuando en la década del veinte regresamos a Buenos Aires, los críticos la condenaron por audaz; ahora, abstractos o concretos —las dos palabras son curiosamente sinónimas— la condenan por representativa.

No dejó nunca de atraerle el pasado inmediato: las quin­tas del Oeste y del Sur, los jarrones y las glorietas, los anilla­dos llamadores de bronce, los medallones que acaricia una mano, las balaustradas, un ataúd, también los ángeles musi­cales, las niñas, los adolescentes que unen la serenidad al asombro. Estas litografías rescatan esos paraísos perdidos de la niñez: los vacíos patios ajedrezados, la campesina casi niña que acuna contra el pecho al hijito, el inexplorado globo terráqueo que mira el absorto estudiante, la fuente de Nimes que recuerda las escaleras, los mármoles y el follaje del parque oscuro de Adrogué, esa joven que medita y sueña asomada a la ventana y a las imaginarias amigas que silen­ciosamente comparten un pequeño libro secreto. Empezó siendo rígida, casi heráldica; después, su mundo se abrió a las formas trémulas de los pétalos, de los árboles y de los pájaros. La hospitalidad de su espíritu se advierte en las com­partidas manos de las amigas, en las ternuras de imágenes como "Tobías y el ángel" y en esos graves y distantes jóve­nes que transfiguran los soñados por Proust.

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Juzgar a una persona cercana y muy querida es correr el riesgo de que nuestro dictamen parezca meramente inte­resado o convencional. Se teme exagerar o retacear el mere­cido elogio. En el caso presente sé que a mi lado hay una gran artista, que ve espontáneamente lo angelical del mundo que nos rodea, tan desaprovechado por otros cuya costumbre es la fealdad.

Escribir este prólogo ha sido para mí una suerte de ne­cesaria felicidad. Mucho le debo a Norah, más de lo que pueden decir las palabras, menos de lo que pueden signifi­car una sonrisa y el compartido silencio.

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BORGES EN EL BOLETÍN

DE LA ACADEMIA ARGENTINA DE LETRAS

El rescate de Borges, reseñista secreto 1, prosigue ahora, en el delicioso azar de exploraciones no sistemáticas, y ape­nas si orientadas por el hedonismo de un lector que goza con

1 Me refiero a la mayor parte de sus reseñas aparecidas en Sín­tesis, Buenos Aires, 1926-1928, y a una buena parte de las dedicadas a la literatura latinoamericana, aparecidas en Sur y reproducidas en J. G. COBO BORDA, El Aleph borgiano, Bogotá, Biblioteca Luis Ángel Arango, 1987, 145 págs. Al entregarle dicho catálogo-homenaje a María Kodama, ella me animó a continuar en la pesquisa. Este "Borges, académico" es uno de los primeros resultados.

Las contribuciones de Borges al Boletín de la Academia Argen­tina de Letras son seis; en orden cronológico:

Poema "La lluvia", t. XXIII, núm. 90, octubre-diciembre de 1958, pág. 529.

"Discurso en el homenaje a Don Luis de Góngora", t. XXVI, núms. 101-102, julio-diciembre de 1961, págs. 391-395.

"Discursos en su recepción", t. XXVII, núms. 105-106, julio-di­ciembre de 1962, págs. 303-312.

"Darío", t. XXXII, núms. 123-124, enero-junio de 1967, págs. 79-80. "Enrique Banchs", t. XXXV, núms. 137-138. julio-diciembre de

1970, págs. 179-181. "Alicia Jurado", t. XLVI, núms. 179-182, enero-diciembre de 1981,

págs. 75-79. Dos de ellas, su discurso de "Recepción académica" (1962) y la

página referente a "Darío" (1967), fueron incluidas en Páginas de jorge Luis Borges seleccionadas por el autor, Estudio preliminar de Alicia Jurado, Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982.

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ellas. ¿Son tales términos los adecuados para referirse a un académico de número, desde 1950, de la muy ilustre Acade­mia Argentina de Letras? Sí y no.

Aun cuando en su discurso de ingreso a dicha casa habló de la literatura celta y del concepto de academia, la aproxi­mación, arbitraria en apariencia, no lo era del todo y, el re­sultado, la sugestiva charla que hoy puede disfrutarse en el mencionado Aleph borgiano. Igual sucede con los otros cua­tro temas que trató en dicha corporación y que su Boletín preserva: Góngora, Darío, Enrique Banchs y Alicia Jurado.

Tales textos se adecúan a las características del recinto donde se oyeron, por vez primera, pero en todos ellos una idea, una frase, un guiño, nos recuerdan su carácter de poe­ta: alguien que busca volver lenguaje compartible lo que siente, piensa o sueña. Alguien que trabaja, no en forma pro­fesional, en contra de lo rutinario.

"A otros poetas de nuestra lengua —San Juan de la Cruz o a Lope de Vega, digamos—, debo emociones más intensas o íntimas, pero esta circunstancia personal, que no todos comparten, no aminora los dones casi infinitos que nos ha legado su ejemplo": así comienza hablando de Darío, y así continúa al referirse a la declinación de la poesía espa­ñola — "los lastimosos retruécanos de Baltasar Gracián" — y a los desdichados rótulos de las escuelas literarias — Mo­dernismo: "No hay época que no sea moderna ni hombre que haya encontrado una manera de habitar el pasado o el porvenir"—, y así elude escollos, nomenclaturas e influen­cias para resumir, en cuartilla y media, un dilatado proceso que desemboca de nuevo en la intimidad.

La "desgarrada y patética intimidad" de Darío, y su aporte: no las imágenes, que ahora evocadas, nos resultan triviales o deleznables —cuán lejos, entonces, este Borges

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298 JUAN GUSTAVO COBO BORDA

académico del fantasma ultraísta que en ocasiones lo habita­ba— y el certero balance de su legado. A favor de Darío, la magia de su música, la renovación de métrica y metáforas y "lo que es harto más importante", la renovación de la sensi­bilidad. Lo que se ha hecho, después Borges incluido, pro­viene de allí. Se ha escrito demasiado sobre Darío, pero como lo señalaba José Donoso, no hay todavía una buena biografía suya, y se escribirá mucho más sobre él (ya temo la avalan­cha profesoral ante el centenario de Azul), pero esta página de Borges cancela el asunto: ya sé lo que Darío significó como poeta.

Igual ocurre con Góngora. "Yo tengo para mí que a Góngora sólo le interesaban las palabras". Así comienza Borges su discurso con motivo del cuarto centenario de su nacimiento, y así razona, entre otros, dos temas que vale la pena subrayar. "Yo casi llegaría a decir que no hay metáfo­ras en Góngora, que no compara una cosa con otra; acerca una palabra a otra, lo cual es distinto". Primer golpe a lo consabido. El segundo es más amplio. Refiriéndose al soneto de Góngora que termina en forma inolvidable:

Mal te perdonarán a ti las horas; las horas que limando están los días, los días que royendo están los años,

efectúa un análisis del mismo y concluye, oh sorpresa: "Este soneto sería acaso el mejor soneto de Quevedo". ¿Por qué? Porque "la singularidad personal de un hombre de tanto ta­lento, como Góngora, es deleznable si la comparamos con lo que da la simple y pura pasión". Los versos que brillan son aquellos arrebatados por la pasión. En los otros casos solo hay audacia, audacia verbal, que se distingue a leguas.

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De este modo Góngora, al utilizar un lugar común — nuestra sustancia es el tiempo— lugar común "que tarde o temprano nos alcanza", como acota Borges, ve caer sus páginas decorativas, apoyadas sólo en la palabra, e ingresa a ese río central de la literatura española. En cinco páginas, Borges, lector, no sólo ha enriquecido nuestra idea de Gón­gora. También nos ha obligado a pensar: ¿la poesía sólo se escribe con palabras o es el Espíritu quien la redacta a tra­vés nuestro?

Los motivos que hemos glosado al hablar de Darío o de Góngora se repiten en el caso de Enrique Banchs (1888-1968). El valor de la emoción, la importancia del modernis­mo. Pero en dichas páginas, más borgesianas, si se quiere, en su travesura irónica ("Al igual de todos ustedes no he exa­minado los tenaces artículos que El monitor de la educación común atesora y que llevan, creo, su firma", borrando de un plumazo los trabajos rutinarios que de seguro Banchs perpe­tró para subsistir), se hallan formuladas algunas otras de las preocupaciones centrales de Borges.

Una de ellas la expresa, de modo memorable: "Hacia 1910 o 1911 —la precisa fecha no importa— una mujer dejó a Enrique Banchs o lo rechazó o, lo que puede ser más dolo­roso, no se percató de él. El hecho corresponde a la biografía de todos los hombres que han sido, pero esa frecuencia no atenúa (ya Heine inmortalmente lo ha dicho) su carácter atroz. Abandonar o ser abandonado — lo mismo da — es común a todo destino. Lo que importa es el uso particular que demos a esta anécdota cotidiana. En el ilustre caso de Enrique Banchs, el uso fue La urna". El dolor transformado en música: como la de Borges, también la poesía de su com­patriota Enrique Banchs es "reservada, íntima y, casi a su pesar, conmovida". Gerardo Diego en su libro sobre Manuel Machado lo dijo: "Un poeta lírico se está retratando siempre".

299 BORCES EN EL BOLETÍN DE LA ACADEMIA ARGENTINA

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Borges, al hablar de Banchs, se autorretrata. Sólo que para un auténtico poeta, cualquier recinto es válido para formular sus convicciones. Por ello el final del texto de Bor­ges sobre Banchs es ya un poema: "Si no hubiera existido, faltaría una sola cosa, una estrella".

"Para mí lo único verdadero son los individuos, lo demás son abstracciones, puedo prescindir de ellas": tal su pensa­miento al recibir a Alicia Jurado como miembro de número de la Academia. A partir de allí su reflexión verbal, en los vuelos de una improvisación en voz alta, asocia ética y estética. ¿Qué debe hacer un escritor? Borges respon­de: "Creo que tiene que ser fiel, no a la mera realidad histó­rica, no a las efímeras circunstancias, sino a su sueño. Y creo que el lector sabe cuándo el escritor miente o no, si el lector lee algo sabe si el escritor ha sido fiel a su sueño o no".

¿Cuál es, en consecuencia, el valor de tal fidelidad? Crear seres que sean a la vez reales e intemporales: Alonso Quijano, Hamlet, Macbeth, Lord Jim. Conseguir que "hom­bres meramente históricos" sean "tan eternos como los per­sonajes de ficción". Traducir los hombres en imágenes que resisten y los sobrepasan.

Todo gran escritor, en la más efímera y volandera de sus páginas, nos sumerge en el corazón de los problemas, empe­zando por el de la literatura misma. También a través de cualquiera de ellas es factible advertir la alegría de crear. Los archicitados versos de Rubén Darío, en su "Letanía de Nues­tro Señor Don Quijote", y encaminados, entre otras cosas, a librarnos de las academias, parecen, ante las páginas que res­catamos, un tanto superfluos. La academia sirvió a Borges para repasar su decálogo estético: valor objetivo de la emo­ción, realidad incuestionable de los individuos, reversibili-

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dad temporal de la historia literaria, donde lo vivo de ayer pulveriza lo inocuo de hoy, y donde Góngora redacta un buen soneto de Quevedo, desdibujando el monótono yo en el infinito río de la lengua.

Pero lo que importa resaltar es el tono, la ética de su tono, siempre hospitalario, visible, sobre todo, a través de este ropaje académico. ¿Toga y birrete? No, apenas la des­nuda naturalidad expresiva de un hombre llamado Borges.

JUAN GUSTAVO COBO BORDA

JORGE LUIS BORGES:

GÓNGORA

Dos teorías extremas y antagónicas hay sobre el arte li­terario; una la de Mallarmé, que declara que la poesía se escribe con palabras, no con ideas o pasiones o sentimientos, y la otra, la opuesta, sería la de Bernard Shaw que dijo que todos los libros, no sólo la Escritura Sagrada y el Corán, los escribe el Espíritu. Esta segunda teoría es, naturalmente, la tesis platónica, aquella del poeta como cosa liviana, alada y sagrada, a quien inspira la Musa. En cada época hay escrito­res que representan estas dos tendencias extremas; así, en nuestro tiempo, tendríamos a Joyce como el ejemplo más ilustre de la literatura concebida como arte verbal; y en el siglo XVII tendríamos a Marino y a Góngora, que parecen haber profesado o ejecutado lo mismo. Ahora, hay una parte de verdad en esta teoría que reduce la poesía a las palabras, pero aquí podríamos recordar el caso análogo de Raimundo Lulio. Raimundo Lulio pensó que todas las ideas pueden expresarse con palabras y que así una manera de llegar a las ideas sería la de combinar mecánicamente todas las palabras abstractas del lenguaje. Podemos recordar también a Steven-

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son, que dijo que los personajes de literatura son simple­mente series de palabras. Ahora, en el caso de Góngora, yo creo que nadie ha vivido como él en un mundo verbal, que nadie ha habitado de un modo más pleno en las palabras. Yo casi llegaría a decir que no hay metáforas en Góngora, que no compara una cosa con otra; acerca una palabra a otra, lo cual es distinto. Yo casi llegaría a decir que Góngora no es un poeta visual en el sentido en que Dante Alighieri lo es, o como lo es Wordsworth. No hay imágenes en Góngora; compara cosas que sensiblemente son incomparables, por ejemplo, el cuerpo de una mujer con el cristal, la blancura de una mujer con la nieve, el pelo de una mujer con el oro. Si Góngora hubiera mirado estas cosas hubiera descubierto que no se parecen, pero Góngora vive, como he dicho, en un mundo verbal. La audacia de Góngora ha sido censurada o alabada. Ha sido censurada por los académicos, ha sido ala­bada por los revolucionarios, pero la audacia en sí no es ni una culpa ni una virtud. Es simplemente uno de los recur­sos, uno de los medios del poeta, y puede ser feliz o infeliz. La tesis que yo quería sostener, salvo que el tiempo apremia, es que las audacias de Góngora no constituyen lo más feliz de su obra y son precisamente notables porque reparamos en su carácter audaz. Pongamos un ejemplo: cuando Rodrigo Caro nos dice:

Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora campos de soledad, mustio collado, fueron un tiempo Itálica famosa.

Comprobamos después que en el primer verso está el hipérbaton latino. El primer verso vendría a ser, bien exami­nado, casi incoherente:

Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora.

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Luego todo esto se organiza en el segundo verso:

Campos de soledad...

Sin embargo, no reparamos en esto, porque todo está como arrebatado por la pasión. En cambio, ante los paralelos versos de Góngora:

Estas que me dictó rimas sonoras, Culta sí, aunque bucólica, Talía

notamos inmediatamente la audacia, porque no hay una pa­sión detrás de la audacia. Yo tengo para mí que a Gongora sólo le interesaban las palabras. Por su poesía no sabemos si fue un hombre apasionado, si profesó alguna convicción. Nada de esto existe en el mundo verbal de su obra. Por eso mismo, resaltan más aquellas ocasiones en que lo vemos arrebatado por una pasión, por ejemplo:

¡Oh excelso muro, oh torres coronadas De honor, de majestad, de gallardía, Oh gran río, oh gran rey de Andalucía De arenas nobles, ya que no doradas!

Aunque en el último verso advertimos el hábito mecá­nico de oponer siquiera verbalmente una cosa a otra. Hay un soneto de Góngora, que yo quería recordar para deducir después su moralidad o moraleja. Este soneto dice:

Menos solicitó veloz saeta destinada señal, que mordió aguda; agonal carro por la arena muda no coronó con más silencio meta,

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que presurosa corre, que secreta, a su fin nuestra edad. A quien lo duda, fiera que sea de razón desnuda, cada sol repetido es un cometa.

¿Confiésalo Cartago, y tú lo ignoras? Peligro corres. Licio, si porfías en seguir sombras y abrazar engaños.

Mal te perdonarán a ti las horas; las horas que limando están los días, los días que royendo están los años.

Veamos el primer verso. Es deliberadamente áspero:

Menos solicitó veloz saeta.

Silban las eses como silba la saeta en el aire y luego:

destinada señal, que mordió aguda.

La flecha se ha clavado en el blanco. El verso está quie­to. Luego la otra imagen:

agonal carro por la arena muda no coronó con más silencio meta, que presurosa corre, que secreta, a su fin nuestra edad.

Y luego aquello de:

cada sol repetido es un cometa.

Los cometas profetizan desdichas. Cada sol que sale pro­fetiza la fugacidad del tiempo, nuestra fugacidad. Y luego, esta imagen espléndida:

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¿Confiésalo Cartago, y tú lo ignoras?

Cartago fue borrada por los romanos y nosotros cree­mos poder sobrevivir. Luego tenemos el nombre Licio.

Tal nombre está bien después de la mención de Cartago, y además todos sentimos que somos Licio, que somos la per­sona a quien se dirige el soneto. Luego, plenamente justifi­cado por la pasión, ocurre el movimiento extraordinario de los últimos versos:

Mal te perdonarán a ti las horas; las horas que limando están los días, los días que royendo están los años.

En estos versos últimos el poeta va edificando el tiempo. Hace días con las horas, años con días, y finalmente los des­truye, y si no supiéramos que este soneto es de Góngora, creeríamos que es de Quevedo. ¿Qué consecuencia sacaremos de todo esto? Creo que podemos sacar la consecuencia de que la singularidad personal, aun la singularidad personal de un hombre de tanto talento como Góngora, es deleznable si la comparamos con lo que da la simple y pura pasión. Pudiera decir que hay un tema en la literatura española, ese tema fue prefigurado por Séneca, ese tema es el de Manri­que, de Caro, de la Epístola Censoria de Quevedo, y de Góngora. Ese tema, que es un lugar común, que tarde ó temprano nos alcanza, es el sentir que corremos como el río de Heráclito, que nuestra substancia es el tiempo o la fuga­cidad. Creo que si tuviéramos que salvar una sola página de Góngora, no habría que salvar una de las páginas decorati­vas, sino este poema, que más allá de Góngora, pertenece al eterno sentimiento español.

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JORGE LUIS BORGES:

ENRIQUE BANCHS

De Enrique Banchs podemos afirmar, tergiversando, co­mo es de uso, el recto sentido de la frase, que fue un homo unius libri. Notoriamente, ese libro único es La urna. Es fama que publicó otros tres —Las barcas, El libro de los elogios, El cascabel del halcón —, pero esos bien ejecutados y algo intrascendentes volúmenes no valen mucho más que sus títulos, nada memorables por cierto. Al igual de todos ustedes, no he examinado los tenaces artículos que El mo­nitor de la educación común atesora y que llevan, creo, su firma. Al conjunto de los sonetos que integran La urna po­dríamos agregar, sin desmedro, algunas piezas ulteriores que Pedro Henríquez Ureña, buen juez, había aprendido de me­moria, sin proponérselo.

Sin otros datos que los que las estrofas nos dan, podemos reconstruir la trivial y trágica historia cuyo fruto sería el libro impar, uno de los más admirables de nuestro idioma y que las generaciones humanas, según la sentencia de Milton, no se resignarán a dejar morir. Hacia 1910 o 1911 —la preci­sa fecha no importa—, una mujer dejó a Enrique Banchs o lo rechazó o, lo que puede ser más doloroso, no se percató de él. El hecho corresponde a la biografía de todos los hom­bres que han sido, pero esa frecuencia no atenúa (ya Heine inmortalmente lo ha dicho) su carácter atroz. Abandonar o ser abandonado —lo mismo da— es común a todo destino. Lo que importa es el uso particular que damos a esa anécdo­ta cotidiana. En el ilustre caso de Enrique Banchs, el uso fue La urna.

Hace medio siglo, Banchs no pudo haber sospechado que aquella desventura amorosa, que tal vez lo acercó a la tenta-

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ENRIQUE BANCHS 307

ción del suicidio sería con los años lo mejor que podía acon-tecerle. La felicidad es un fin; la desventura es trasmutable, si los propicios astros lo quieren, en poesía o en música.

Alguien ha computado que La urna consta de cien sone­tos. Soy insensible a los encantos de la estadística, fidedigna o errónea, más significativo es el hecho de que los sonetos de Banchs son incomparables. No admiten otro rasgo dife­rencial que la trémula perfección. Es harto fácil parodiar a Lugones, a Darío, a Quevedo, a los Argensola o a Góngora; ellos mismos lo han hecho más de una vez, involuntariamen­te. Esa facilidad se debe a que su labor está hecha, no sólo de emoción, sino del uso o del abuso de determinados proce­dimientos. En sus líneas hay hábitos sintácticos que recurren, hay palabras y metáforas preferidas. No así en el caso de En­rique Banchs. Apenas si advertimos que el modernismo — esa amplia libertad que, inspirada por Hugo, por los sim­bolistas y por Walt Whitman, renovó los letras de nuestra América y luego las de España— ha pasado por ahí. Lo de­más, lo esencial, es Enrique Banchs. Las piezas de La urna no suelen atenerse al arquetipo itálico que importaron Garci-laso y Boscán; hay muchas (acaso las mejores) cuya estruc­tura — tres cuartetos de rimas variables y un dístico pareado para concluir— es la de Shakespeare. Verbigracia, el del espejo:

Hospitalario y fiel en su reflejo donde a ser apariencia se acostumbra el material vivir, está el espejo como un claro de luna en la penumbra.

Pompa le da en las noches la flotante claridad de la lámpara, y tristeza la rosa que en el vaso agonizante también en él inclina la cabeza.

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Si hace doble al dolor, también repite Jas cosas que me son jardín del alma. Y acaso espera que algún día habite

en la ilusión de su azulada calma el Huésped que le deje reflejadas frentes juntas y manos enlazadas.

Salvo algún arcaísmo o hispanismo, el vocabulario carece de connotación geográfica o temporal; las imágenes de la aurora, de los dos crepúsculos del día, de la luna, de la selva y del ruiseñor son las tradicionales de la lírica.

La poesía española propende a la efusión y a la interjec­ción, cuando no al brusco grito; la que nos ha legado Enrique Banchs es reservada, íntima y, casi a su pesar, conmovida.

No ha dejado discípulos, no ha modificado el decurso de la literatura argentina. Si no hubiera existido, faltaría una sola cosa, una estrella.

JORGE LUIS BORGES:

ALICIA JURADO

Canal Feijóo ha dicho lo esencial. Añadiré algunas cosas. Quiero decir, antes, mi emoción por este privilegio de recibir en esta casa a Alicia Jurado, no diré gran escritora ya que las palabras escritor, poeta, artista, se disminuyen si se les agregan epítetos.

Ser un gran escritor es algo que sugiere tedio, ser un fa­moso escritor puede ser un regalo del azar o de las circuns­tancias, en cambio si yo digo la escritora, o mejor el escritor, ya señalo un destino, un destino individual, y para mí lo único verdadero son los individuos, lo demás son abstraccio-

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nes, puedo prescindir de ellas. Pero la palabra escritor o escritora creo que sugiere eso: un destino individual, algo que no se busca pero algo que tenemos; y creo que lo único real son los individuos.

Sospecho que para Dios —si existe Dios— cada indivi­duo es único, es decir que cada López, cada Jones, cada Bor-ges por qué no, es tan único para Dios como cada hormiga o cada tigre. Los individuos existen.

Hay dos palabras que me parecen imitables, dos palabras que están misteriosamente ligadas: estética y ética. Empe­cemos, bueno, por la estética. Qué es la estética: desde luego no creo que se trate de los medios que se usan. Debemos pensar que todo artista, ese artista puede ser escritor, puede ser escultor, puede ser músico, bueno, ese individuo, esa persona, sueña, imagina, combina recuerdos, usa del olvido como instrumento también ya que la memoria elige, según dijo Bergson, y luego hace su obra y su obra puede expre­sarse por misteriosos medios. Recuerdo que a mi hermana Nora le preguntaron qué es la pintura y ella contestó: es el arte de dar alegría con formas y colores. Es una hermosa definición pero es parcial, ya que no sólo puede darse alegría sino que podemos inspirar otras cosas, podemos sugerir otras emociones que no sólo son la alegría, aunque la alegría es algo esencial.

Creo que hay un poema de Eduardo González Lanuza sobre la alegría, pero hace tantos años que lo he leído. Bueno, yo diría que ambas cosas van juntas: la estética y la ética; ya no se concibe la estética sin la ética. La ética se aplica no sólo a momentos ocasionales, la inspiración, no sólo a la visi­ta del espíritu, o, como decían los griegos, "de la musa", o como ahora decimos, lo subconsciente, la subconciencia co­lectiva. El artista sueña o imagina algo, y luego tiene que

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usar medios, esos medios pueden ser la palabra, pueden ser los colores, pueden ser las formas, puede ser el bronce, o, quizá en el caso más alto, puedan ser los acordes; y digo en el caso más alto, porque todas las artes aspiran a la condición de la música, quizá porque, en todo caso para mí que soy un ser musical, en la música el fondo se confunde con la forma.

Creemos que, erróneamente, pueda contarse el argumen­to de un cuento o de una novela, quizá no pueda contarse; es un error suponer que una obra escrita es solo esa concate­nación de palabras, eso nos llevaría al culteranismo y a otros errores, lo importante es lo que existe detrás de las palabras, a través de las palabras o a pesar de las palabras, y aquí ya interviene la ética.

El doctor Johnson observó que es importante que sea­mos hombres éticos ya que cada día — yo podría agregar que cada momento— tenemos que tomar decisiones, podemos obrar de un modo recto o de un modo injusto, y el caso del escritor en qué consiste la ética, de su estética. Creo que tie­ne que ser fiel, no a la mera realidad histórica, no a las meras efímeras circunstancias, sino a su sueño. Y creo que el lector sabe cuándo el escritor miente o no, si el lector lee algo sabe si el escritor ha sido fiel a su sueño o no.

En el caso de Alicia Jurado yo he sentido continuamente esa diversidad; he sentido que todo lo escrito por ella, sin excluir las novelas desde luego, es necesario, no arbitrario, no puede haber ocurrido de otra manera. Y aquí quiero referir­me a los últimos libros que he leído de ella. Y aquí se plan­tea un problema que me parece curioso, me refiero a las biografías de Cunninghame Graham y W. H. Hudson. Creo que hay otro libro, un libro sobre mí; sé que existe pero no me he atrevido a leerlo, no sé, quizá el tema no me interese demasiado, me siento incómodo cuando se habla de mí, pero me han dicho que es un libro admirable, sin duda lo es;

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ALICIA JURADO 311

bueno voy a pasar a contarles qué me ha pasado con las bio­grafías de Hudson y de Cunninghame Graham.

Yo conocía algo de su obra, pero la conocía un poco des­de afuera, y aquí voy a recurrir a una analogía que quizá puede ser auxiliar, y voy a pronunciar un nombre terrible: el nombre de Juan Facundo Quiroga. Bueno, en el caso de Quiroga sabemos que hubo un individuo llamado Quiroga, conocemos su trágica muerte en Barranca Yaco, sabemos que fue derrotado por Paz: sabemos su dominio en las provincias, pero todo eso lo sabemos simplemente porque pertenece a la concatenación de efectos y causas que es la historia. Y empie­zo por los efectos para dar así la idea de que esa concatena­ción se extiende infinitamente. Bueno, sabemos todo eso, pero además de ese Quiroga, del Quiroga de los historiadores, del Quiroga que fue, de esa serie de estados mentales que llamaban Quiroga y que cesaron para siempre, hay además otro Quiroga, que es el espléndido sueño de Sarmiento, el Facundo. Y ese Quiroga es para nosotros el Quiroga real ahora. Lo demás me parece que es secundario.

Bueno, ahora vuelvo a Alicia Jurado y sus dos biografías admirables. Aquí ocurrió algo parecido. Yo conocía y sentí cariño por la obra de Hudson. Yo conocía parcialmente la obra de Cunninghame Graham y no sentía mayor afecto por él. Sabía de sus libros como interpolaciones en el tiempo, sa­bía que habían existido, yo no podía dejar de pensarlos, pero ahora, después de leer los dos libros de Alicia Jurado, ocurrió algo muy curioso, y es que ahora los siento como seres reales, no sólo como seres históricos; es decir ahora puedo pensar en Cunninghame Graham, en Hudson, como puedo pensar en seres tan reales y atemporales como Alonso Quijano, Ham-let, Macbeth, Lord Jim. Es decir, Alicia Jurado ha realizado ese curioso prodigio, el prodigio de hacer que los hombres en la mera sucesión del tiempo sean tan reales como esas

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grandes figuras atemporales y eternas, es decir ha conseguido que dos hombres meramente históricos sean, por lo menos para mí, tan eternos como los personajes de la ficción. Y creo que eso es algo que se da muy pocas veces.

He leído muchas biografías, por ejemplo la biografía de Shaw por Pearson. Bueno, concluido el libro he sabido miles de cosas sobre Shaw, pero no tengo la impresión de haber sido Shaw o de haberlo conocido. En cambio ahora, en estos días, gracias a Alicia Jurado, he sido momentáneamente esos dos escritores, y seguiré siéndolo. Y ése es uno de los grandes prodigios de la literatura: hacer que lo meramente temporal sea eterno, traducir a los hombres efímeros en imá­genes; imágenes que duran más allá de las circunstancias históricas, que son lo de menos.

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JORGE LUIS BORGES

FERVOR DE BUENOS AIRES M C M X X I I I

Dibujo de Norah Borges para la carátula del primer libro de su hermano: Fervor de Buenos

Aires, 1923.

LAMINA VIII

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BORGES MIRA LA PINTURA

SOBRE SOLAR, FIGARI Y PETTORUTI

Última paradoja del maestro ciego: enseñarnos a ver. Él, quien parecía perdido en una memoria tipográfica, había escrito en 1930 una breve introducción a un librito de repro­ducciones de Figari (Buenos Aires, Ediciones Alfa, 81 págs.), texto que Samuel Oliver ha reproducido en su libro sobre el pintor.

Pero el disperso y generoso Borges también prodigó, aquí y allá, algunas notas sobre pintores amigos o pronunció insólitos discursos, inaugurando exposiciones, que no se ha­llan incorporados a sus obras completas y que bien vale la pena rescatar. Todos ellos combinan esas dos cualidades inhe­rentes a su prosa: energía imaginativa y calor humano. Habla de quienes compartieron sus años vanguardistas, como Xul Xolar y Pettoruti, esos años en que polemizó con rigor y leyó a Jean Cocteau, pero su nostalgia no es blanda: nos re­cuerda que la vida no puede ser una cita sino que es necesa­rio crear incluso 12 religiones después del almuerzo. Que la realidad es apenas lo que resta de antiguas imagina­ciones. Los cuadritos de Xul Xolar tan llenos de una fresca gracia que podría hacer pensar en Klee y los rigurosos bo­degones de Pettoruti, iluminados por el sol de la pampa, constituyen dos de las presencias centrales en su museo ima­ginario. A ellos se añadirían los candombes de Figari y los

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ángeles que pintaba su hermana Norah, sobrevolando los ajedrezados patios de esas casas bajas que integraban su Pa-lermo juvenil.

Pintar nuestras visiones, eso nos convierte en pintores realistas: ellas son más intensas que lo que nos rodea. Trans­mitir con palabras esa alegría: tal la función de Borges. Tu­vo el buen tino de no sólo limitarse a recordar las proezas de sus amigos sino que fue mucho más allá de la reminis­cencia. Habló también de los jóvenes y comunicó a sus telas el entusiasmo generoso que lo caracterizaba. Cierre del círculo; aun sin verlas las palabras de Borges sacan a la luz esas imáge­nes, y desde allí nos hablan. En su apartamento de Maipú tenía grabados de Piranesi y una "Anunciación" de su hermana Norah. Pero detrás de sus ojos ciegos también sobrevivía la pintura. Estas páginas suyas que ahora recobramos lo ates­tiguan con inteligente fervor.

Agradezco a Jacques Bedel su colaboración.

Arte, Bogotá, núm. 9, 1990.

DISCURSO DEL ESCRITOR JORGE LUIS BORGES

EN LA INAUGURACIÓN DE LA EXPOSICIÓN DE HOMENAJE

AL PINTOR XUL SOLAR

En el Museo Provincial de Bellas Artes 17 de julio de 1968

Señoras, señores, queridos amigos de Xul Solar. Quizá ustedes conozcan mi afición por la etimología, y quiero em­pezar analizando una palabra que ha tenido escasa fortuna, la palabra "cosmopolita", que ahora evoca viajes, turismo, gente internacional, que no pertenece a ningún país, un tipo

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SOBRE XUL SOLAR 315

de laboriosa frivolidad. Sin embargo, la palabra cosmopolita fue una invención de lo estoicos y quiero explicarla. Para los griegos, la patria era la ciudad natal, por eso hablamos de Heráclito de Efeso, de Xenón de Elea, y así de los demás, y los estoicos tuvieron la extraordinaria idea de que un hom­bre no tenía por qué ser únicamente ciudadano de su ciudad "polis", sino ciudadano del cosmos, cosmopolita, ciudadano del universo, o según la traducción alemana "Weltburger".

Pues bien, yo he conocido a pocos hombres dignos de ese título, dignos de ser ciudadanos del universo y de sen­tirse como tales, y quizá el único cosmopolita, ciudadano del universo que he conocido fue Xul Solar. Lo conocí allá por 1923 o 24, mi memoria es falible para las fechas, lo cual no importa porque las fechas son convenciones.

Se habla ahora de aquella generación, se habla de la renovación de las artes y de las letras, pero yo sentí desde el principio que había algo muy distinto en Xul Solar, porque los demás (yo milité siquiera parcialmente en aquellas po­lémicas), los demás ignorábamos, pero innovábamos siempre respetuosamente, por ejemplo había cubistas, pero se sabía que el cubismo existía en Francia; había versolibristas, pero algo se nos alcanzaba de Walt Whitman que publicó "Leaves of grass" en 1885 y de Blake, del siglo XVIII y de los Salmos, es decir, lo que se hizo entonces era de algún modo un re­flejo tardío, un espejo tardío y menor de lo que se había hecho en otras partes del mundo, sobre todo en Europa.

Pero el caso de Xul era muy distinto; es verdad que el nombre de Xul ha sido vinculado al más intenso y al más vasto de los movimientos de renovación de aquella época, me refiero al expresionismo alemán, mejor dicho judeo-ale-mán. Pero creo que en el caso de Xul, no hubo una imita­ción. Creo que en el caso de Xul hubo algo más importante, hubo una esencial afinidad. Lo conocí a Xul y comprendí

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que nunca había tratado con un hombre de tan rica, hetero­génea, imprevisible e incesante imaginación. En general vivi­mos de memoria; nuestra vida —como dijo Emerson — tiende a ser una cita. "Life becomes a quotation", pero Xul vivía inventando y pensando continuamente.

Recuerdo un día de verano, un día de espantoso verano de Buenos Aires, de diciembre o enero; yo llegué a casa de Xul, a la calle Laprida y le pregunté a Xul lo que había hecho, y comprendí inmediatamente que era absurdo pre­guntarle a alguien qué había hecho, cuando ya era mucho sobrevivir a esa opresión de calor húmedo; y Xul me dijo: "no, hoy no hice nada. ¡Ah! sí —dijo después— fundé 12 religiones después de almorzar". "Doce religions pos coming", creo que dijo, pero mi recuerdo del "Creol" es sin duda de­fectuoso y anacrónico. Digo anacrónico porque Xul, que ha­bía inventado doce idiomas, vivía también continuamente reformándolos. Me explicó lo del número doce, el número doce correspondía a los doce símbolos, a las doce figuras del Zodíaco.

Xul creía que la verdad era una, pero que cada uno de nosotros —según su horóscopo— estaba predestinado para una versión de la verdad, y entonces los hombres debían elegir según su horóscopo (no hay que dar un paso sin el horóscopo, lo decía Xul), la religión que les convenía.

Recuerdo que en Cambridge, estuve explicándole a mi mujer el sistema duodecimal y recuerdo la conversación que yo tuve con Xul cuando llegamos a la conclusión de que sería muy fácil modificar los signos, es decir, agregar dos signos más, de suerte que 1-cero significara doce; y 1-cero - cero, doce por doce, ciento cuarenta y cuatro. Pero llegamos a la convicción de que sería difícil que los hombres captaran esa innovación, porque para eso tendrían que modificar también el lenguaje oral, es decir, tendrían que llamar cien a ciento

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cuarenta y cuatro, y así a los demás. A Xul, y esto era muy raro en esa época, y es muy raro ahora también, no le preo­cupaban las modas literarias. Xul comprendía, mejor dicho Xul sentía, que lo que llamamos realidad, es lo que queda de antiguas imaginaciones. Aceptamos la estructura de go­bierno, es verdad que esa estructura ha sido fijada alguna vez; aceptamos el idioma, es verdad que ese idioma ha sido fijado y tiene sus raíces en otros, y tendemos a creer que ese mundo complejo y en gran parte ajeno en que vivimos, es la realidad; pero Xul sabía que la realidad puede modifi­carse continuamente, y creía que su misión consistía en esa revolución continua.

He dicho que Xul era un cosmopolita, un ciudadano del cosmos. La verdad es que le interesaban todas las cosas, aun las mínimas; o mejor dicho para él como para la divinidad, no había cosas mínimas; todo era digno de estudio, y todo lo estudiaba, y todo lo renovaba. Si tuviéramos que encon­trar algún hombre parecido a Xul, tendríamos que pensar en William Blake, su obra no se parece, desde luego, nadie puede confundir un cuadro de Xul con un cuadro de Blake, pero se parece en el sentido de que ambas obras salieron de experiencias íntimas; los dos fueron pintores místicos. Xul no creía especialmente en el arte moderno; Xul tenía un gran conocimiento de la historia del arte, y la mayoría de las innovaciones le parecían arcaísmos. Xul me dijo que él era un pintor realista, era un pintor realista en el sentido de que lo que él pintaba no era una combinación arbitraria de for­mas ó de líneas, era lo que él había visto en sus visiones. Xul me explicó que los visionarios ven —digamos— las formas del bien, las formas del mal, hablan con las divini­dades que rigen al mundo, Xul creía en las muchas divinida­des, no creía que la idea de un solo Dios, el concepto del monoteísmo, fuera una ventaja; pero creía también que el

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visionario da ciertas formas a esas íntimas fuerzas y a esas divinidades: por eso, un místico cristiano, un místico budista y un místico musulmán, pueden ser igualmente sinceros; los tres oyen y ven las mismas cosas, pero les dan su propia forma, algo así acontece en los sueños.

Noto que al hablar de Xul estoy insistiendo en lo mís­tico, y esto puede ser una mala estrategia mía, ya que puede quedar de mis palabras la idea de que la inteligencia de Xul era ante todo una inteligencia fantástica y arbitraria, una mera curiosidad. Sin embargo no era así; y quiero recordar una de las últimas veces, acaso la última que vi a Xul. Yo estaba en la Biblioteca Nacional, con mi breve seminario de estudiantes del anglosajón; estábamos leyendo el "Fragmento Heroico" de Finsburg. Xul llegó, le mostramos el texto an­glosajón; Xul, que había leído tantas cosas no había tenido nunca un texto anglosajón en las manos; no precisamos ex­plicarle las dos letras rúnicas del alfabeto anglosajón porque él ya las conocía.

Y luego yo leía en voz alta los cinco o seis primeros versos y fuimos analizándolos etimológicamente, y cuando concluíamos el pasaje, Xul me dijo: "Creo que usted lo ha pronunciado mal". Yo me quedé asombrado y le dije que yo lo pronunciaba según las reglas del doctor Suich y otros lingüistas. Y él me dijo "bueno, esto puede ser cierto, pero piensen ustedes que los sajones acababan de adoptar el alfabeto latino y no hay razón alguna para suponer que no lo usaran fonéticamente". El argumento me pareció interesante pero pensé —creo que Xul estará oyéndome y estará sonriéndo-se—, pensé que podría valer más la autoridad de los filólo­gos. Luego, meses después fui a Escocia, pasé una inolvidable tarde con un grupo de germanistas de Edimburgo, releímos el "Fragmento Heroico" de Finsburg y reconocí que ellos lo leían tal como Xul lo había leído. Les pregunté en qué

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se basaban y me dijeron que habían llegado a esa conclusión mediante el estudio comparativo de dialectos de Inglaterra, de Escocia, de Dinamarca y de Noruega. Y yo les dije: pues bien, yo tuve un amigo en Buenos Aires que no precisó estudiar esos dialectos que llegó a la misma conclusión por el mero ejercicio de la inteligencia Es decir Xul abrió un texto en un idioma desconocido, y lo leyó tal como llegaron a leerlo después de laboriosos estudios los germanistas.

Recuerdo también diálogos de Xul con Pedro Henríquez Ureña —ese nombre tiene que ser familiar aquí—, con Amado Alonso y con un hombre erudito, Pullman, y recuer­do que en esas conversaciones Xul no era ciertamente el que sabía menos. Xul se había, no diré asomado, sino intuido todas las disciplinas y había innovado en ellas.

• Decir que Xul fracasó es absurdo. Como he dicho en este prólogo los que fracasamos fuimos nosotros. No hemos sabido ser dignos de él. Cuando se hablaba de un hombre de otra época, y ya Xul es de otra época, ya yo soy de otra época, ya yo soy un arcaísmo —esto lo comprendo—, se dice que dado aquel tiempo, lo que aquel hombre hacía era audaz; pero en el caso de Xul no ocurre eso; en el caso de Xul ocurre exactamente lo contrario. Creo que seguiremos viviendo, nuestros hijos seguirán viviendo, nuestros nietos seguirán viviendo, no sé que habrán alcanzado a Xul, ese hombre extraordinario. Aquí estamos rodeados de algo harto más elocuente que mis vacilantes — vacilantes por emoción — palabras, aquí está la obra de Xul, parte de la obra de Xul, su obra pictórica; porque ahí está también su obra lingüística y está esa obra literaria "Dos signos", ese relato de sus ex­cursiones por el otro mundo, porque él como el místico sueco Svetmort Swedemborg también anduvo por el otro mundo, y todo esto lo ha registrado y lo iremos leyendo, lo iremos leyendo, lo iremos descifrando. Y quiero concluir con una

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anécdota. Cuando murió William Morris, traductor de los escandinavos, renovador de la pintura, de las artes gráficas, de la poesía, también todos dijeron que Inglaterra había su­frido una gran pérdida. Y uno de sus discípulos Bernard Shaw, dijo: "no, a un hombre como William Morris solo podemos perderlo con nuestra muerte; William Morris está aquí, debemos ser dignos de su alta memoria, debemos con­tinuar sus pensamiento?, así como Platón hizo con Sócrates". Yo tengo para mí, que si Platón escribió sus diálogos, lo hizo para jugar con la idea de que Sócrates estaba a su lado. Platón encaraba un problema y se decía: ¿qué hubiera dicho Sócrates? Y creo que nosotros deberíamos hacer lo mis­mo con Xul.

No sé qué es la muerte. Creo que Xul no le daba dema­siada importancia. Xul creía, no como una curiosidad, sino como una verdad en la reencarnación. Me gustaría pensar que Xul está aquí. No me parece inverosímil; tan extraña es la muerte que no resulta menos increíble creer en la vuelta de alguien, en su reaparición. Sea lo que fuere, Xul está aquí, en sus obras. Xul vive en mi memoria; a veces, cuando creo inventado algo, me doy cuenta de que Xul está inven­tándolo a través de mí, o quizá a pesar de mí. Los invito ahora a olvidar lo que yo he dicho; los invito a que vivamos todos juntos, a que convivamos, o polivivamos, o panvivamos como diría Xul, en este mundo de sus visiones, de sus lí­neas, de la alegría, de la pureza y de la melodía de sus colores.

PETTORUTI: HOMENAJE

Muere otro día. En los ya vagos anaqueles aguardan, casi al alcance de mi mano, los negros y dorados volúmenes de la omnisciente enciclopedia; nada me costaría interrogar

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PETTORUTI: HOMENAJE 321

sus discretas páginas y recuperar de un modo preciso aquellas doctrinas que Emilio Pettoruti y Xul Solar exponían en los cenáculos de 1924 y que yo mismo habré repetido en aquella hora de verdadera o imaginaria batalla con los burgueses.

Los nombres de Picasso y de Braque, venerables hoy, adornarían ventajosamente estas líneas y les darían cierta apariencia o simulacro de versación pictórica. Un escritor para quien el mundo visible no existió nunca, estaría ahora pontificando sobre los métodos y la esencia de la pintura.

Ello no ocurrirá; he reflexionado que las teorías estéticas no son otra cosa que estímulo para la ejecución de la obra y que el cubismo, o cualquier otro "ismo", son menos impor­tantes que las telas cuyo pretexto fueron. Las teorías del na­turalismo son deleznables, pero no lo son, ciertamente, las novelas de Zola.

No sé lo que valdrán o valieron las teorías del cubismo, pero la obra de nuestro admirado amigo perdura, más allá de las vicisitudes polémicas.

Su historia es singular. Al principio logró (y acaso se propuso) el escándalo; ahora que los años la han despojado de incómoda novedad, la vemos tal como es, armoniosa y alta, noble y rigurosa y armada de pudor y emoción.

He multiplicado los adjetivos para ser más preciso; quizá todos ellos se cifran en la palabra CLÁSICO.

Hace años que no veo al artista, pero hemos compartido alguna vez un tiempo que no olvidaremos y me conmueve participar en este homenaje tan merecido y tan unánime.

JORGE LUIS BORGES

Buenos Aires, 13 de agosto de 1962.

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322 JORGE LUIS BORGES

SOBRE FIGARI

Mis ojos, que apenas me dejan percibir colores y formas, pueden ver la belleza como pueden ver el mar o el espacio. En estas grandes telas, ejecutadas de tan curioso modo, la he visto. Los pintores que se proponen evocar el pasado lo hacen como si éste fuera el presente y borran o atenúan las distancias que nos alejan de una fecha remota; aquí, como en ciertos grabados de William Blake o en ciertas composiciones románticas, sentimos que el olvido y la memoria (la memoria está hecha de olvido) han transformado y exaltado aconte­cimientos que fueron. Nos enfrenta así una primera defor­mación, que confunde o quiebra los rasgos como un espejo roto; la imaginación del pintor trabaja con recuerdos ajenos que asimismo son íntimos, porque, de generación en gene­ración, ya son parte de la plural y colectiva memoria de Buenos Aires.

A esta primera deformación obrada por el tiempo y por la conciencia del tiempo, hay que sumar otra, más honda y por cierto no menos alucinatoria: la que produce el Mal. De las diversas épocas de la historia de este país, tan rico en generosas empresas y en destinos heroicos, la más vivida es la de Rosas, no sólo por la primacía del color rojo y de los candombes, sino por la corrupción que trasunta. Esto no lo sentimos ante Figari, cuya obra es una amable elegía, un ameno juego de la nostalgia; esto lo sentimos aquí, como en La refalosa de Ascasubi, en El matadero de Esteban Eche­verría o en las más indignadas páginas del Facundo.

JORGE LUIS BORGES

Buenos Aires, 17 de marzo de 1965.

Tomado del Catálogo de la Galería Rubbers, exposición núm. 138.

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I I I

SOBRE BORGES

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JORGE LUIS BORGES

EL POETA DE LAS CLARIDADES Y DE LOS ABISMOS

DE LA MUERTE. MOVIMIENTO LÍRICO ARGENTINO 1

Por DANILO CRUZ VÉLEZ

Argentina es el país de América que primero y más fir­memente se incorpora a la moderna corriente lírica universal. Desde 1918, en sonámbulos intentos, ha logrado regirse con

1 El rigor de Danilo Cruz Vélez (1920) seguramente repudiaría hoy esta remota nota juvenil sobre Borges y otros poetas argentinos. Pero a pesar suyo esa nota, aparecida en las "Lecturas Dominicales" del periódico El Tiempo de Bogotá el 2 de julio de 1939, ya tiene un valor histórico. Fue la primera aproximación colombiana a la obra de Borges hecha por quien ha sido no sólo el más riguroso y coherente de nuestros filósofos sino también un pensador siempre preocupado por el problema del lenguaje y sus relaciones con la poesía. Bástenos citar tan sólo su libro El misterio del lenguaje (1995), donde sus aproximaciones a la poesía, a la obra de Aurelio Arturo y Eduardo Carranza, y al puesto singular que la poesía ocupa en nuestra cultura, resultan singularmente esclarccedoras. Del mismo modo en su libro de diálogos con Rubén Sierra Mejía: La ¿poca de la crisis (1996), la reflexión en torno a la poesía sigue sien­do central.

Los orígenes de tan proseguida fidelidad bien pueden hallarse en esta primera aproximación a los primeros poemas de Borges. Dicho testimonio, sesenta años después, certifica el constante interés por la obra de Borges en sucesivos lectores colombianos. Acogerla en este libro, donde se reúnen diversas lecturas de Borges, es de elemental justicia poética.

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seguro pulso y dibujarse con auténticas líneas en el mapa poético del continente.

Estaba aún en vigencia el rubendarismo. América se movía dentro de una órbita de Versalles funambulescos, pai­sajes de gobelino, cisnes de vistoso plumaje y marquesas de Watteau; al compás de una contagiosa melodía francesa, con su temática pagana, su sensualidad de los colores y de los sonidos. A través de París —tenemos que aceptarlo— ganó su propia personalidad y por primera vez la voz morena y estremecida de angustia del mundo naciente se oyó en Euro­pa. Pero sin pasar de lo puramente formal; la palabra adquie­re o recobra su artístico, gongorino valor, se renueva el ritmo y la rima, aparece una estética inédita, y nuestra literatura se perfila como un movimiento unitario «pero sólo en vir­tud de su tono negativo contra el realismo», como lo ob­servó ya Federico de Onís. Los poetas se pasean deslumhrados, sigilosos, inseguros, no atreviéndose a decirle adiós a esa borrachera de colores, de sonidos y de luces; a lanzarse a la noche pavorosamente estrellada, a la noche de América y del hombre americano, más allá de los países de la vida, más allá de las tierras de los sueños, hasta el mundo del amor y de la muerte.

Como reacción contra esta poesía francesa del nuevo continente, surge o revienta una revestida de sencillez y de sangrante humanidad, que desecha lo formal, rompe el verso, evita la rima y hace del poema un juego de metáforas. En Argentina, quizá por su posición geográfica, se consubstan­cia con la pampa, atiende con exactitud de sismógrafo a los latidos de la propia tierra, y sujeta a los ímpetus ancestrales. Luego pasada la aventura antiacadémica se nos aparece como un movimiento tributario que, merced a su gran poder re­ceptivo, crea su propia modalidad. Se caracteriza, entonces,

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como una poesía demasiado humana —y por lo humana con tendencia a lo social — y como realizadora de una re-tornación a lo clásico. Voces finísimas y tumultuosas se per­filan en el aire de esta lírica postguerriana, pero sólo considero tres nombres representativos: Raúl González Tuñón, Fran­cisco Luis Bernárdez y Jorge Luis Borges.

Raúl González Tuñón lleva a su poesía un tremendo sentido dramático. Él es el punto de partida de todo ese río de muerte que circula por la actual literatura americana. Su vida, cruzada de viajes, de pasiones y de aventuras; su ex­periencia de revolucionario pintada de color y dolor y música del mundo, están incorporadas a sus boletines que de cuando en cuando perforan la noche tranquila, silenciosa de máqui­nas detenidas. Su viril voz es una de las más potentes de las puestas al servicio de la revolución. Desde El violín del diablo hasta Rosa blindada, ha cantado con un tono hímnico, con ritmo de marcha, de himno —para cantar— que debe tener todo poema revolucionario, como él mismo afirma. Ésta es una poesía de masa que es panfleto sin dejar de ser poesía. El poeta no la rebaja y la convierte en cartel o ban­dera, sino que la masa asciende hasta ella, por cuanto se dirige a su esencia íntima. Él pide, en El otro lado de la estrella, una poesía dinámica, que reemplace la estática, prous-tiana, mirando la hora del mundo como acción no como contemplación, como aventura concreta, como embarcación en la actual aventura humana. Corre en su lírica un frío río de llanto quemado, gritos contenidos, sangre coagulada, campanas muertas, pitos de fábricas, y trenes que irrumpen en la noche cargados de obreros muertos.

Francisco Luis Bernárdez es el poeta que vuelve su mi­rada hacia el amor petrarquesco y hacia el ardiente territorio místico de Juan de la Cruz. Su poesía es un equilibrio cons-

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tante "entre el corazón y la cabeza", es —dice Eduardo Carranza — una melodiosa resultante de la claridad de la inteligencia y la serena contribución de la sangre. El buque está hecho con un lenguaje iluminado, transparente. Lo vemos seguir una travesía, sobre el silencio y la soledad, hacia el puerto del alma. Giusti se muestra asombrado ante esta nueva alegoría —el ave de pino musical y luminoso, apare­cida en la noche oscura del alma— ignorada en la simbolo-gía mística. Este hermoso velero "de líneas armoniosas y proa de violín", navega en el amplio mar de la lengua cas­tellana al lado de los más altos nombres. "La ciudad sin Laura", es la cima del amor dicho con palabras puras, y da más definidamente, a la poesía argentina ese carácter de rea­lizadora de una retornación a lo clásico.

Jorge Luis Borges es un poeta multánime. Ve un mundo poblado de pájaros y muchas otras cosas alegres: Buenos Aires en la tarde llorando en los campanarios, los barrios del sur comentados por voces de organitos, los tranvías en­terradores de la tarde, los hombres que se aburren en las esquinas, y su Palermo pintado con vaivén de recuerdo. Y otro mundo azotado por tempestades de angustia, movido por ocultas fuerzas oníricas, habitado de extraño surrealis­mo; paisajes anímicos arrancados del subconsciente, de ese vasto mundo de emoción contenida que mora en la zona de nuestros sueños.

Su primer periodo poético está ceñido de claridad y sen­cillez. El poeta camina deslumhrado bautizando las cosas con sus nombres verdaderos, colocándolas en un trasmundo donde se realiza su existencia concreta, desnaturalizada casi. Ante los objetos exteriores experimenta extraño júbilo y los subordina a su conciencia o los intensifica, merced a sus fuerzas anímicas. ("El patio es la ventana por donde Dios

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BORGES: POETA DE CLARIDADES Y DE ABISMOS

mira las almas; las estrellas son corazones de Dios que laten intensidad; la luna es una vocecita de la tarde", etc.). Y, como telón de fondo, la tarde por donde siempre lo hemos visto alejarse oyendo el canto del pájaro retrasado, el tañido lejano de las campanas, y caminando

por calles elementales como recuerdos, por el tiempo abundante de la tarde, sin más oíble vida que los vagos hombres de barrio junto al apagado almacén, y algún silbido sólo en el mundo.

Casi toda esta poesía de Borges está bañada de una ligera niebla mística. Noche, ángeles, cielo, estrellas y un abun­dante vocabulario de origen divino se halla encauzado en una dirección terrena.

Con la tarde se cansaron los dos o tres colores del patio. La gran franqueza de la luna llena ya no entusiasma su habitual firmamento. Hoy que está crespo el cielo dirá la agorería que ha muerto un angelito. Patio, cielo encauzado. El patio es la ventana por donde Dios mira las almas. El patio es el declive por el cual se derrama el cielo en la casa. Serena la eternidad espera en la encrucijada de las estrellas. Lindo es vivir en la amistad oscura de un zaguán, de un alero y de un aljibe.

En el último periodo de Borges que conocemos se obser­va una extraordinaria depuración verbal y una gran fuerza lírica brotada de las regiones del subconsciente donde se

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acumula el ácido de años de odio y descontento. Amado Alonso observa en él un renunciamiento de la pirotecnia verbal, de la audacia metafórica, de la audaz travesía grama­tical denominada ultraísmo. ("Ladridos tirantes se le aba­lanzaron; silbidos ralos y sin cara rondando las tapias negras", etc.). Cada día hay un mayor dominio del idioma y una ausencia de la violencia contorsionista de antes. "Ahora las palabras están chisporroteando valoraciones, afecciones, fan­tasías y emociones del autor a propósito de lo que dice; esto es, hay un estilo; el autor y su idioma se avienen ya bien y la frase con un ritmo nada virtuosista pero sí seguro".

Camina por los abismos de la muerte con los ojos abier­tos, con un dolor de hombre de siglo xx perdido entre má­quinas detenidas. Existe allí casi la misma temática antigua, pero ya impregnada de un sabor arterial, de sangre, de tierra. Antes había cierta colaboración de la cabeza en los impulsos del corazón. Ahora su poesía brota en raudales incontenibles, inconscientes, sonámbulos, con la fuerza cósmica de la san­gre. La noche ya no es la traspasada, de sombras y vuelta costumbre de su carne, sino una inmensa pregunta de fierro, nervios y sueño. Su cuerpo le duele como una herida.

De fierro, de encorvados tirantes de enorme fierro

tiene que ser la noche, para que no la revienten y la desfonden las muchas cosas que mis abarrotados ojos

han visto, las duras cosas que insoportablemente la pueblan.

Mi cuerpo ha fatigado los niveles, las temperaturas, las luces;

en vagones de largo ferrocarril en un banquete de hombres que se aborrecen, en el filo mellado de los suburbios,

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LAS CLARIDADES Y LOS ABISMOS 331

en una quinta calurosa de estatuas húmedas, en la noche repleta donde abundan

el caballo y el hombre.

Ya se insinúa con tremenda precisión la cabellera de la muerte, azotando el viento de su poesía, la inmortalidad, la fecundidad creadora, la "vitalidad de la muerte".

Sigue la historia universal: los rumbos minuciosos de la muerte

en las caries dentales, la circulación de mi sangre y de los planetas. Creo esta noche en la terrible inmortalidad: ningún hombre ha muerto en el tiempo, ninguna mujer, ningún muerto...

DANILO CRUZ VÉLEZ

El Tiempo, Lecturas Dominicales, 2 de julio de 1939.

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JOSÉ BIANCO RECUERDA A BORGES 1

No puedo decir nada válido en estas apresuradas páginas que me solicita L'Herne, a pesar de que admiro tanto a Jorge Luis Borges desde la época de mi juventud. Otros, con ma­yor autoridad y menos urgidos por el tiempo que yo, habrán de analizar con eficacia su talento de poeta y de prosista, su destreza en el manejo de las ideas, la nobleza de su estilo, su audacia, su ironía, su dramaticidad. Yo, por desgracia, incurriré en vanas prolijidades. Al escribir estos recuerdos, muchas circunstancias afluyen del olvido, y es inútil, aunque lo pretenda, detenerme en Jorge Luis Borges sin hablar de

1 Las páginas de José Bianco (1908-1986) sobre Borges sólo aparecieron en francés en el número especial que L'Herne dedicó a Borges en 1964, con el título Des Souvenirs. Un mínimo frag­mento fue incluido en JOSÉ BIANCO, Ficción y reflexión, México, Fondo de Cultura Económica, 1988, págs. 351-354, dentro de un nuevo artículo de Bianco sobre Borges fechado en 1986. Si bien dichas páginas pagan una crecida deuda a la polémi­ca que por entonces Bianco sostenía con Victoria Ocampo, la directora de Sur, a raíz de su participación como jurado en el concurso de Casa de las Américas de la Habana, ellas reflejan muy bien el carácter de Borges, el círculo más íntimo de sus amigos y su dedicación, jovial y sin tregua, a la tarea literaria. No era justo que el original entregado por Bianco, en su momento, en Buenos Aires, corriera el riesgo de traspapelarse y perderse. En este Borges enamorado donde los nombres de Borges y Bianco se repiten con asiduidad amistosa, estas páginas encuentran su justo lugar.

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mí mismo y de otras personas que conocí junto con él, a fines de abril de 1935, una noche en que Eduardo Mallea, que había tenido la gentileza de publicar algunas colabora­ciones mías en el Suplemento Literario de La Nación, me invitó a una reunión en nombre de Victoria Ocampo. Esta preparaba el número 10 de su revista, que hasta entonces aparecía cuatro veces por año. A partir de ese número, había el proyecto de que saliera todos los meses.

Yo era joven, vanidoso, yo era snob, yo era sensible al prestigio de Victoria Ocampo. Había leído sus ensayos, asis­tido a sus conferencias, y en una ocasión quedé muy emo­cionado oyéndola recitar poemas de Baudelaire y de Mallarmé. Aquella noche, sin embargo, no tenía ganas de ir a la reu­nión. Pasaba por una época difícil de mi vida (ahora, al escribir estas páginas, la recuerdo con nostalgia), y después de comer, mientras caminaba por la Avenida Alvear bajo el follaje liviano de los árboles, reflexionaba en mi mala suerte. En un momento dado, estuve a punto de hacer señas a un taxímetro con la intención de hundirme en un cinematógrafo. Pero llegué fatalmente a la casa de la calle Posada, subí al quinto piso. No bien entré al departamento, me presentaron a Victoria y a Angélica Ocampo, muy altas, cada cual con un cigarrillo en la mano, de pie contra la chimenea. Eran, con María Rosa Oliver, las únicas mujeres de la reunión.

Hasta entonces, no había tenido ocasión de reparar en Angélica Ocampo, de un tipo en nada semejante al de su hermana (por eso, quizá, se complementan tan bien), con el pelo rubio ceniciento, los párpados alargados sobre los ojos verdes o grises, la nariz levemente aguileña, de aletas móviles, la tez blanca, luminosa, la sonrisa un poco triste. La directora de la revista, en una de sus conferencias, alaba el sentido crítico y la perspicacia literaria de su hermana

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Angélica. No estoy seguro de que use, a propósito de ella, la palabra intelectual. En todo caso, no pertenece a esa clase de mujeres intelectuales a que se refiere Tolstoy en La guerra y la paz, que tratan de recordar las palabras del interlocutor para enriquecer sus conocimientos y repetirlas en la primera oportunidad, o bien, adecuándoselas a sus propias "ideas", sacan a relucir con gran diligencia los sutiles comentarios elaborados en los pequeños talleres de sus cerebros. Desde el primer momento, admiré su reservada simpatía, el timbre justo de su voz, una voz grave, de registro muy extenso, modulada por el pensamiento, y a la vez llena de frescura y de llaneza. Después, con Silvina, su hermana menor, le diríamos que se parecía a una heroína de Henry James. Borges, aquella noche, la comparaba con un retrato incluido en la edición inglesa de Orlando, cuya traducción le habían enco­mendado. Como tenía confianza con ella, se permitía hacerle bromas sobre su belleza. La llamaba "el gran perfil".

A buen seguro, si hubieran estado Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, Borges habría conversado exclusivamen­te con ellos. Como faltaban aquella noche, andaba de un grupo a otro, introduciendo el desorden. Entre sus ocurren­cias, afirmaba que la revista debía resignarse a ser menos "antologica" (velado sinónimo de tediosa, tal vez) y que hacía falta en ella un colaborador puntual, adicto, modesto, diligente. Ese modelo de virtudes tenía que ser por fuerza un ente de razón, como el imaginario Mr. Bunbury, de Wilde. En los números venideros, y bajo un mismo seudó­nimo, todos debían comprometerse a escribir sin ambages lo que pensaban. Propuso varios seudónimos, y a cada nuevo nombre inventado por él, compuesto, muy argentino, absur­do, verosímil, hacía reír y aligeraba la atmósfera de la reunión.

Borges no es aficionado a las revistas. Debía ignorar, por lo tanto, algunas colaboraciones que yo, con la inocente pe-

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dantería de la juventud, me creía en la obligación, no sólo de leer, sino de tomar en serio; colaboraciones nacionales y extranjeras, éstas últimas no, siempre bien traducidas del francés y del inglés, y que, parafraseando al mismo Borges, "niegan el principio de identidad, veneran las mayúsculas, confunden el porvenir y el pasado, el sueño y la vigilia; no están destinadas a la lectura sino a satisfacer, tenebrosamente, las vanidades del autor...". Borges repudiaba la profundidad y el patetismo simulados. Entre ciertos caudalosos galimatías publicados en los primeros números, qué alivio procuraban las tan exactas notas de Borges sobre El Martín Fierro, las inscripciones de carros, que titulaba Séneca en las orillas, las películas del momento, El arte narrativo y la magia, Las Kenningar, o Nuestras imposibilidades. Recogió esta última nota, sincera y dolorida, en la cual denunciaba "los caracteres más inmediatamente afligentes del argentino de las ciudades" en su libro Discusión; hoy, cuando los acontecimientos no han hecho sino confirmar sus quejas de 1931, no aparece en la nueva edición del libro. Se ha creído en el deber de supri­mirla por escrúpulos políticos, a mi juicio equivocados.

Equivocados, en la medida en que Borges es capaz de equivocarse. Todas sus páginas podrían llevar como epígrafe las líneas de Thomas de Quincey que encabezan su estudio sobre Evaristo Carriego: "una forma de la verdad, no de una verdad coherente y central, pero sí lateral y disgregada". ¿Acaso, me pregunto, podemos alcanzar otra forma de la verdad, esa diosa cuyo mismo resplandor nos enceguece y nos hace tropezar a cada paso, esa diosa en cierto modo anti­pática, tan rica, tan ambigua, y que preside de tan lejos nuestras modestas indagaciones humanas? Sin embargo, Bor­ges la tuvo en cuenta desde sus primeros hasta sus últimos libros. Se propuso decir, si no la verdad, a lo menos su ver-

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dad. Con la moral se ha conducido de igual manera. ¡La verdad, la moral! ¡Oh moral, cuántos crímenes se cometen en tu nombre! A lo sumo, en nombre de la verdad y de la moral, Borges ha cometido pecados veniales. No ha vivido escudado en sus principios, a semejanza de muchos escritores; tampoco, a semejanza de los actores de teatro, ha intentado "hacerse una cabeza". Como no tuvo miedo de cambiar de opinión, rara vez se ha desmentido. Entendámonos: es un buen escritor, lo cual equivale a decir que a menudo se con­tradice, ya simultáneamente, en un mismo artículo o en un mismo libro, ya sucesivamente, en diversos artículos o libros. En el primer caso hace reservas, señala excepciones, matiza su pensamiento y consigue llegar a una síntesis persuasiva; en el segundo, llegará a esta síntesis combinando las ideas dispares o las verdades parciales —como el lector prefiera — que ha descubierto en el curso del tiempo. En suma, ejercita todas las formas de la independencia, empezando por la más difícil: la independencia con respecto a sí mismo. Debido a ello, pocas obras más coherentes que la suya.

Pero volvamos al Borges de la época en que lo conocí. Por entonces, sólo sus amigos podían oírlo y conversar con él. Ahora, aunque conferencista y profesor en la universidad, continúa entablando un tácito diálogo con sus oyentes: enun­cia tímidamente, dubitativamente, no ya sus ideas, sino sus opiniones, como a la espera de que le salgan al encuentro con alguna opinión interesante que se halla pronto a admitir y conciliar con la suya de la manera más lógica y por lo general menos prevista. Los que asisten a sus conferencias y a sus clases no pueden no reconocer la superioridad de este hombre lejano y enigmático que tiene el don de asociar todo con todo. Y en un momento dado, por distraídos que estén o incapaces que sean, entienden o creen entender los deli-

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cados arabescos de su pensamiento. Henry James, que en los últimos tiempos dictaba sus libros, dejó que su obra escrita primara sobre su conversación; al hablar, utilizaba párrafos tan laberínticos como los de sus novelas; era difícil, según cuentan, seguir lo que decía. En Borges ha ocurrido lo con­trario. Quizá sus clases y sus conferencias hayan influido para despojar su estilo. Ahora es un escritor clásico, funda­mentalmente clásico. No creo que se puedan formular de una manera más fácil, ideas menos fáciles y más cargadas de sentido. Con todo, es diferente oírlo hablar detrás de un escritorio que a solas con uno, o rodeado de pocos amigos. Otra característica de Borges es que no sube la voz. Escribió en una noticia que causó bastante revuelo sobre un libro de Américo Castro: "No he observado jamás que los españoles hablaran mejor que nosotros (hablan en voz más alta, eso sí, con el aplomo de quienes ignoran la duda)". Agreguemos que se interesa en los demás. También ha escrito, en unas páginas sobre Bernard Shaw: "En el diálogo, un interlocutor no es la suma o promedio de lo que dice: puede no hablar y traslucir que es inteligente, puede emitir opiniones inteli­gentes y traslucir estupidez". Sin embargo, como Borges es tan inteligente, cuando conversamos con él nos da la im­presión de que también lo fuéramos. Aunque no estemos de acuerdo con su punto de vista, no por ello nos reduce al silencio. Extrae, en suma, lo mejor que hay en nosotros. No en vano ha dicho Proust que "una idea vigorosa comunica Un poco de su vigor a quien la contradice. Como participa del valor universal de los espíritus, se inserta, se injerta en el espíritu de quien la refuta, en medio de ideas adyacentes, con ayuda de las cuales, readquiriendo cierta ventaja, aquél la completa, la rectifica, de tal modo que la sentencia final es obra, en cierta forma, de las dos personas que discutían". Por eso, sin duda, es fecundo conversar con Borges. Debo

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decir que yo, aquella primera noche que lo vi, harán pronto treinta años, no conversé con él: me limité a observar a ese hombre joven y ya famoso entre los que éramos no mucho más jóvenes que él, desaliñado, jovial, atento al mundo y a la vez apartado del mundo, exento de toda solemnidad y completamente ajeno a la impresión que causaba. Aunque afable, Borges se parecía al profesor Higgins, de Pygmalion, en que no tenía "buenos o malos modales, o cualquier otra clase peculiar de modales, sino los mismos modales con todos los seres humanos: se conducía, en suma, como si estuviera en el cielo, donde no hay vagones de tercera clase y un alma es tan buena como otra". Adiestrado en el estimulante ejercicio de la paradoja, le ocurría echar por tierra, con una broma, cualquiera de esas conversaciones insoportables a fuer­za de consabidas, laboriosos monumentos al tedio que alguna vez todos, sin darnos cuenta, nos empeñamos en levantar. Hasta el día de hoy no ha perdido esa buena costumbre. Me contaron que antes de irse a los Estados Unidos, invita­do a dar cursos en la Universidad de Texas, concurrió a un almuerzo muy formal; no faltaban el embajador de Francia, ni el director de uno de nuestros diarios más im­portantes, un diario bien informado, pero que no se caracte­riza por su levedad. Con motivo del viaje de Borges y de su puesto de director de la Biblioteca Nacional, se habló de los tesoros que encierra la Biblioteca de Washington y de la obra que realiza. Alguien, para encarecer esa obra, dijo que allí le facilitaron en seguida no sé qué libro de malos versos que trató vanamente de encontrar en Buenos Aires, donde había sido impreso por primera y única vez. Borges lo interrumpió:

— Pero entonces realiza una obra más bien nefasta. Me­rece que la incendien.

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Esta clase de bromas, perfeccionadas por el estilo escrito, solían aparecer en sus libros. En la actualidad, Borges reniega de ellas. Ha dicho que "el humorismo es un género oral, un súbito favor de la conversación", y ya por los años en que lo conocí repudiaba esa otra forma del humorismo que es "la cuidadosa incoherencia". ("Las muchachas inteligentes de Buenos Aires hablan en greguerías".) Sin embargo, afir­mar que el humorismo no es uno de los valores perdurables de la literatura, ¿no es suponerlo reñido con la emoción, la luci­dez, la profundidad misma de una obra, a cuya seriedad contri­buye muchas veces, todos ellos valores con los cuales el humorismo puede hallarse indisolublemente ligado? Por aña­didura, en el prólogo de su reciente Antología personal, Bor­ges se declara enemigo de la doctrina de Croce. El arte, dice Borges, no puede ser expresión: "A esta doctrina, o a una deformación de esta doctrina, debemos la peor litera­tura de nuestro tiempo". En 1949, en cambio, señaló con sensatez que "hay escritor que piensa por imágenes (Shakes­peare o Donne o Víctor Hugo) y escritor que piensa por abstracciones (Benda o Bertrand Russell); a priori, los unos valen tanto como los otros". Sea como fuere, yo no puedo separar la obra de Borges de sus medios de expresión. Antes de conocerlo, sabía de memoria algunas frases suyas inge­niosas y asombrosamente exactas. ¿Cómo no reír y darle la razón cuando afirmaba que "todo escritor empieza por un concepto físico de lo que es el arte", y luego de enumerar minuciosamente las partes materiales de que consta un libro, "esa confusión — agregaba — de papel de Holanda con estilo, de Shakespeare con Jacobo Peuser, es indolentemente común y perdura (apenas adecentada) entre los retóricos"? O cuando este enemigo de la longitud para quien "las muchas páginas, en general, son promesa de tedio y obra de la mera rutina",

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destacaba la falsa concisión de algunos aforistas: "Ejemplos normativos de esa charlatanería de la brevedad, de ese fre­nesí sentencioso, pueden hallarse en la dicción del célebre estadista danés Polonio, de Hamlet, o del Polonio natural, Baltasar Gracián". O cuando este escritor que maneja varios idiomas y en tres de ellos puede expresarse literariamente, no vacilaba en decir a propósito de una traducción española, hecha por Néstor Ibarra, de Le Cimetiere Marín:

La croyance á l'inferiorité normale des traductions —monnayée en l'adage italien trop connu— découle d'une expérience distraite. II suffit de relire un bon texte un nombre suffisant de fois pour qu'il s'affirme inconditionnel et certain [... ] Quant aux livres cé­lebres, la premiére fois que nous les lisons est déjá la deuxiéme, puisque nous les connaissons d'avance. La prudente déclaration: "je relis mes classiques" devient ainsi véridique innocemment. Ille ego qui quondam...: je ne sais plus si ce renseignement serait approuvé par une divinite impartíale; je sais seulement que toute modification est sacrilége et que je ne saurais concevoir autre debut de l'Éneide. Virgile, je crois, se dispensait de cette légére superstition, et peut-étre n'aurait-il pas identifié le passage: mais nous, nous ré-pudierons la moindre divergence. J'invite cependant le quelconque américain —mon semblable, mon frére— á se saturer de la cin-quiéme strophe du Cimetiére dans le texte espagnol, jusqu'á éprouver que le vers original de Saint-Ybars:

la pérdida en rumor de la ribera

est inaccesible, et que son imitation par Valéry:

le changement des rives en rumeur

ne le rend qu'imparfaitement. Soutcnir le contraire avec une con-viction excesive serait abjurer l'idéologie de Valéry en faveur de I`homme temporel qui l'a proposée.

Por lo general, los escritores argentinos no bebían di­rectamente en las fuentes. Si se trataba de literatura de ima-

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ginación, rara vez leían por el placer de leer; de ahí que nunca pudieran considerar a los personajes de una novela como seres reales, que nunca los incorporasen a su propio pasado. Wilde, en un diálogo célebre, ha dicho que una lec­tura asidua de Balzac convierte a nuestros amigos en som­bras; a nuestros conocidos, en sombras de sombras. Una de las mayores tragedias de mi vida —agregaba— es la muerte de Julien de Rubempré. A diferencia de Wilde, nuestros escritores (y entiendo que aún subsiste la costumbre) estaban al corriente de los libros por otros libros. Ocultaban lo mejor posible su información a trasmano, pero después de conver­sar un rato con ellos daban la impresión de cierta melancó­lica, descolorida omnisciencia. ¿No era cómico que Borges, este anómalo erudito doblado de un lector común, confesara (más aún: se regocijara), a propósito de un film, ignorar una novela tan frecuentada como Los hermanos Karamazov: "culpa feliz que me ha permitido gozarlo [el film] sin la continua tentación de superponer el espectáculo actual a la recordada lectura, a ver si coincidían"? Las citas anteriores permiten advertir que el humorismo no es accidental sino consustancial al pensamiento de Borges. A veces, llega hasta insinuarse en los momentos más desesperados de su obra. Y la persona de Borges se parece a su obra. ¿Era extraño que ya en 1935 deslumhrara a los escritores de su generación y de la generación inmediatamente posterior a la suya? ¿Es extraño que continúe, si no deslumhrando, interesando a los jóvenes actuales?

Ese año, después de conocerlo, nos encontramos varias veces. Ese año, o al siguiente, fui a su casa y me presentó a su madre, una mujer que parecía menor, mucho menor que su verdadera edad, y que lo continúa pareciendo. Delan­te de ella, Borges me preguntó:

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— ¿Cuántos años le das a madre?

Por entonces, las mujeres usaban un maquillaje muy acentuado. Más que ahora, todavía, prodigaban valerosamen­te sus afeites con esa especie de candor que Baudelaire pre­coniza en L'Art Romantique. La señora de Borges ni siquiera condescendía a pintarse los labios. No parecía la hermana mayor de su hijo, sino la hermana, simplemente.

Borges agregó, orgulloso de la juventud de su madre:

— Va a cumplir sesenta años. La señora de Borges, que tanto admira a su hijo, mucho

ha hecho por él en el doble sentido espiritual y material de la palabra. Es algo así como la cuerda que sujeta a la tierra un barrilete. Sin su madre, este hombre tan ajeno a las rea­lidades de la vida quizá se hubiera perdido en las nubes para caer enredado, después, en los hilos grises del telégrafo. También he conocido al padre de Borges, un señor buen mozo, tácito, de ojos negros y apagados. Fue en el hotel Las Delicias, de Adrogué, donde Borges me convidó a comer un par de veces. En la mesa, el señor Borges sólo participó en la conversación para ocuparse de mí. Decía: "Quizá Bianco quiera tomar vino. ¿Por qué no le ofrecen a Bianco un poco más de este postre, que no parece malo?".

Recordé a este señor tan cortés, que había conocido en el verano de 1937, cuando leí Tlön, Uqbar, Orbis Tertius en mayo de 1940:

Algún recuerdo limitado y menguante de Herberth Ashe [... ] persiste en el hotel de Adrogué, entre las efusivas madreselvas y en el fondo ilusorio de los espejos [...] Mi padre había estrechado con él (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesas que empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo. Solían ejercer un intercambio de libros y periódicos; solían batirse al ajedrez, taciturnamente...

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Mucho después he leído El caudillo, una novela de am­biente entrerriano, escrita por el señor Borges, que intenté sin éxito hacer reeditar. Alguna vez Borges me contó que su padre era un hombre letrado, liberal, amplio de espíritu, a quien impacientaban un poco ciertos miembros de su fa­milia, muy convencionales y católicos, de una piedad exce­sivamente apegada a las minucias. Sospecho que Borges ha heredado de su padre buena parte de su talento y originalidad.

Mi relación con Borges se hizo más asidua a través de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, dos escritores nota­bles y dos verdaderos amigos. Silvina Ocampo, muy aficio­nada a la música, acababa de abandonar la pintura por la literatura. En 1937 era la reciente autora de un singular libro de cuentos y empezaba a publicar poemas apasionados, des­criptivos y subjetivos a la vez, sobre temas regionales, in­fundiendo un soplo nuevo, completamente original en estas latitudes, a los metros clásicos. Bioy Casares, cuatro años más joven que yo, publicaba libros desde que salió de la infancia, me atrevo a decir, e inmediatamente abjuraba de ellos. A la menor pregunta que se le hacía sobre sus cuentos fantásticos, cambiaba de conversación con una especie de malestar. Muchas cosas, no sólo intelectualees y artísticas, sino morales, he aprendido de ellos. Lectores fervorosos, no caían jamás en eso que se llama hacer acepción de per­sonas, y que es tan frecuente en los ambientes literarios. La celebridad no los impresionaba: podían encontrar distrac­ciones y falacias en autores ilustres del pasado y del presente, podían discernir aciertos en escritores medianos o desconoci­dos. Tampoco les importaba estar al día. Dotados de una excelente memoria, creaban con Borges una atmósfera casi mágica en que lo real y lo irreal se confundían. La literatura, para los tres, era el más embriagador de los filtros. Los exal-

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taba, los conmovía, los hacía meditar. También los hacía reír. Recuerdo una época en que hablaban entre sí en una jerga anglo-ítalo-española, siguiendo el ejemplo de ese inglés, Pinkerton, a quien De Quincey, que lo llamaba "abssurdi-simo Pinkertonio", se refiere en sus Orthographical Mutineers. Desde Pardo, en el verano de 1940, Silvina Ocampo y Bioy Casares me participaron su casamiento —Borges fue uno de los testigos— con un telegrama que rezaba así: "Mucho registro civil; mucha iglesia; dont tell anybodini whateverano".

Al buscar el telegrama entre mis papeles, encuentro un soneto de José María de Heredia, que data de 1897, escrito por Borges en colaboración —creo— con Néstor Ibarra. Se titula Le Gaucho. Copio el último terceto:

Tandis qu'au ciel du Sud la Croix monte déjá, Et déclare, malgré la jungle qui ricane, La foi des Trente-trois et de Lavalleja.

Los treinta y tres orientales se mencionan en un cuento de Borges recogido en su primer libro traducido al francés, y en una colección que se titula precisamente "La Croix du Sud": allí pasan a ser "trente-trois en chiffres arabes". Borges mismo me contó el error, junto con algunos otros que se habían deslizado en la traducción francesa. Parecía regocijado. Quizá la súbita metamorfosis de los guerreros uruguayos en guarismos se le figuraba una invención no menos fantástica que el libro de cuentos fantásticos en que estaba incluida. Quizá, como él mismo lo ha dicho, y en su caso los hechos lo han demostrado, "la página que tiene vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego inquisi­torial de las enemistades, de las erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas, de las incompren-

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siones, sin dejar el alma en la prueba". (Hubiese podido agregar: de los dislates.) Quizá, como hacía bastantes años que su cuento se había publicado en español, su traducción al francés había dejado de interesarlo. Borges no hace nada por aferrarse a su obra escrita; una vez que se publicó, la corta y la arroja lejos de sí, como quien desgaja del árbol una rama colmada de frutos.

Silvina Ocampo y Bioy Casares, al igual que Borges, nunca hablaban de lo que estaban escribiendo. En su casa, donde yo veía a Borges con frecuencia, se hablaba mucho de literatura, y en especial, durante cierta época, de cuentos fantásticos, de cuentos policiales, de poetas argentinos (les habían encomendado varias antologías). Se oía música, ince­santemente. Tenían un gramófono provisto de un bracito automático que daba vueltas a pilas y pilas de discos de pasta y en ocasiones los destrozaba. Ahora, al recordar esa época, pienso en Ravel, y después en otro músico que no era de la predilección de Ravel: Brahms; pienso en Luron, un caniche de Silvina, aficionado a la música y caprichoso como suelen ser las personas sensibles, que para escuchar mejor cerraba los ojos, con el propósito de que ninguna impresión visual lo perturbara, y simulaba dormir; pienso en Constantino, un boxer muy bien educado que sucedió a Luron, que también escuchaba música cerrando los ojos, pero que a veces tenía la costumbre de acompañarla con sus ronquidos, y no siem­pre a compás. ¡Cuánto Brahms! Alguna vez, en la mesa, Silvina Ocampo nos hacía callar un minuto para prestar atención a un cuarteto nuevo que acababa de comprar. Yo protestaba: "Para mí no es nuevo. Lo conozco mucho". "¡Como para no conocerlo! —me contestaba—. Desde que llegaste, lo has oído, por lo menos, cinco veces".

Borges daba a entender que la música clásica lo aburría. Entonces, especialmente para él, los Bioy Casares ponían en

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el gramófono tangos viejos, Rodríguez Peña, Yvette, o la Milonga del 900, o el St. Louis Blues. Este blues parecía conmoverlo mucho. Por entonces, Borges escribía con Bioy Casares los divertidos cuentos que se publicarían con el seu­dónimo de H. Bustos Domecq. Indefectiblemente, en el mo­mento de irnos, Borges tenía sed. Entonces la dueña de casa traía del antecomedor una copa y una jarra chata, redonda, adornada (todavía me parece verla) con bolitas de cristal. Borges tomaba, una tras otra, varias copas de agua. Palmeán­dolo en el hombro, Silvina Ocampo lo despedía: "Au réservoir!".

Borges, tan buen amigo del agua. En el verano lo he visto bañarse largas horas en el mar, soslayando con alegría infantil las olas rizadas de espuma, contemplando ese océano que Víctor Hugo, como él mismo lo cita en Otras inquisicio­nes, equipara a Shakespeare por ser un almácigo de formas posibles. En Mar del Plata, siempre en casa de los Bioy, al­guna vez hemos compartido el mismo cuarto; sobre la mesa que separaba nuestras camas, un globo blanco y refulgente. Yo, que sufro de insomnio, leo hasta la madrugada, leo mu­cho y mal, leo, en cierto modo, para que el libro se me caiga de las manos. ¿Llegará por fin "el inocente sueño, el sueño que devana la madeja enredada de las preocupaciones, el sueño, muerte de la vida diaria?". Aunque no me persiguen los suntuosos remordimientos de Macbeth, a veces, lo con­fieso, tengo mala conciencia. Me da lástima la lectura cuando pienso en el papel ancilar que representa nocturnamente para mí.

Dormir en el mismo cuarto de Borges me creaba todo un problema. Ni siquiera tenía el recurso de ladear la pan­talla de la lámpara para que la luz no le diese en la cara. Le preguntaba una y otra vez, con esa especie de masoquismo

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que es una de las formas de la buena educación (y también de la moral): "Puedo perfectamente no leer. ¿ Querés que apague la luz?". "No". "¿No te molesta?". "No". "¿No te molesta de verdad?". "No te preocupes por mí".

Borges cerraba los ojos y cruzaba las manos sobre el pecho. Instantes después yo escuchaba su confiada respira­ción. Borges, en efecto, no necesita acudir a la lectura para que muera su vida de todos los días porque su vida de todos los días es precisamente leer, reflexionar sobre lo leído, pen­sar, en suma, y después, en forma oral o escrita, articular su pensamiento. En el prólogo de Discusión escribió una frase que sus detractores quisieron esgrimir vanamente con­tra él: "Vida y muerte han faltado a mi vida". Pero antes había dicho que vida y muerte son hechos en cierto modo ajenos al hombre, hechos que no pueden imputarse al hom­bre sino al destino, que los realiza a través de él, "hechos de tan infinita responsabilidad (procrear o matar) que el remordimiento o la vanagloria por ellos es una insensatez". En La secta del Fénix retoma festivamente la idea. Allí dice, aludiendo al acto de las tinieblas:

He merecido en tres continentes la amistad de muchos devotos del Fénix; me consta que el Secreto, al principio, les pareció baladi, penoso, vulgar y (lo que es aún más extraño) increíble. No se ave­nían a admitir que sus padres se hubieran rebajado a tales manejos. Lo raro es que el Secreto no se haya perdido hace tiempo; a despe­cho de las vicisitudes del orbe, a despecho de las guerras y de los éxodos, llega, tremendamente, a todos los fieles. Alguien no ha vacilado en afirmar que ya es instintivo.

En 1938 entré a trabajar en una publicación donde Bor­ges colaboraba con frecuencia y dejé de pertenecer a ella en 1961. A mediados de 1960 me invitaron a participar como jurado de novela en el Segundo Concurso Literario que rea-

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liza en La Habana la Casa de las Américas. Tomé el avión para Cuba en febrero de 1961. A la mañana siguiente de volver a Buenos Aires, hojeando el número de marzo-abril de la revista, que había dejado preparado antes de irme, encontré una declaración de pocas líneas cuyos términos exac­tos no recuerdo (corté la página en que estaba para enviár­sela a un amigo), pero sí recuerdo que decía que en otros tiempos hubiera sido absurdo hacerla. Me pareció que preci­samente en ese tiempo — 6 de abril de 1961 —, después de conocerme durante bastantes años, tal declaración era preci­samente absurda. Además, como el día antes de tomar el avión para Cuba me enviaron indirectamente un mensaje al cual respondí que no estaba dispuesto a tolerar que hicie­ran sobre mi viaje declaración alguna y que, en caso con­trario, no contaran conmigo en la revista, comprendí que por un motivo u otro había dejado de ser persona grata y que esa declaración de pocas líneas no tenía más objeto que provocar mi renuncia indeclinable, que mandé efectivamente, en seguida de leerla. Me felicito de haber pasado un mes y medio en La Habana, pero el hecho mismo de haber estado allí, mi consecuente renuncia y mi negativa a entrar en arre­glos de ninguna especie, hicieron que algunos miembros de la eclesia visibilis de nuestras letras me consideraran como un renegado. No así Borges. A los pocos días de mi llegada comimos juntos. No hablamos de Cuba (él es adversario declarado de la revolución de Castro), pero estuvo conmigo tan cordial como de costumbre. Como sabía que había re­nunciado a mi empleo, me ofreció dos trabajos que después no necesité aceptar. Yo estaba triste, y él tuvo el tacto de hacerme olvidar mi tristeza dándole a la conversación un sesgo risueño, impersonal. Hablamos de Paul Groussac (su biografía era uno de los trabajos que me ofreció) y rememo-

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ramos algunas de las frases más celebradas de este francés que ejerció una tan curiosa dictadura sobre los literatos ar­gentinos. La actitud de Borges me conmovió más de lo que él supone. Aquí quiero dejar constancia de ella. Sé que Bor­ges desaprobaría estas líneas. Repudia el sentimentalismo que, como ha dicho Moravia en alguna parte, puede tener alguna relación con esa bondad que también poseen los ani­males más feroces, una bondad visceral y fisiológica, pero poco o nada con la bondad humana que de ninguna manera podemos distinguir de la inteligencia. Y esa bondad humana, inseparable de la inteligencia, va unida a un rasgo caracte­rístico de Borges: nunca lo he oído hablar de alguien que no estima. Alguna vez, en cambio, lo he oído hacer bromas sobre sus amigos, sean cuales fueren las razones del cariño o del aprecio que siente por ellos. El hecho mismo de que per­ciba sus debilidades demuestra que existen para él. En la conversación, por otra parte, elude hacer su elogio de una manera excesiva. Lorenzo, en una famosa tirada de El mer­cader de Venecia, habla del hombre que no tiene música en el alma y a quien no conmueven las notas suavemente con­certadas. "Es un hombre destinado a la traición, al com­plot... Desconfiad de un hombre semejante", agrega. Borges tiene música en el alma. El humorismo, la gracia, la ironía, el epigrama, son otras tantas formas de su bondad.

He trabajado 23 años en la redacción de una revista y he conocido, como es de suponer, momentos buenos y malos. Ahora, con ayuda del olvido, nuestro aliado natural, sólo recuerdo los buenos. Entre ellos, las rápidas visitas de Borges. ¡Qué alegría verlo entrar con un original que daba razón de ser a la publicación, elevaba su contenido y en ocasiones la desnivelaba, produciendo en algunos números angustiosos pozos de aire, tal distancia había entre las preocupaciones

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metafísicas o estéticas de Borges, la levedad e intrepidez de su estilo, y el tono más bien chato, o, lo que es peor, arre­batado o enfurecido de ciertos colaboradores que toman siem­pre las cosas a la tremenda y dan la impresión de que, cuando dejan la pluma por un instante, es para mesarse los cabellos. "¿Cuándo habrá pruebas?", me preguntaba Borges, deján­dome sus originales. No bien le anunciaba que había pruebas aparecía inmediatamente. Después de publicada su colabora­ción, nunca lo he oído quejarse por alguna errata. "Mejorada por varias erratas" es una frase común en él.

Oficiar durante 23 años en una capilla literaria como es una revista de "minorías", ser el único empleado no ad­ministrativo que se ocupa de ella, aunque nuestro nombre sólo figure en un comité de notables más o menos fantasmal, o se nos imponga el título de Secretario o el más pomposo de Jefe de Redacción — lo cual, dicho sea de paso, nos causa exclusivamente molestias—, es una experiencia que no entro a calificar; puede ser feliz, melancólica, tediosa; puede, si se quiere, adormecer nuestras módicas facultades creadoras (aunque tampoco creo en ello demasiado), pero de ningún modo es estéril desde el punto de vista psicológico. Por de pronto, casi en seguida nos enseña a conocer ¿cómo podría decirse? el alma de los colaboradores. Estos, en general, de­paran pocas sorpresas, por mucho que tratemos de ilusio­narnos sobre sus caracteres. No hace falta ser en extremo perspicaz para descubrir la relación que existe entre sus per­sonas y las palabras "que acuestan en el papel". Leemos ya sus originales en la manera que tienen de anunciarse, o de llamar a la puerta de nuestro despacho sin anunciarse; los leemos en la manera que tienen de sacarlos del portafolio o del bolsillo y dejarlos distraídamente, o simulando distrac­ción, sobre nuestra mesa, o de insinuar o afirmar la impor-

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tancia que les asignan. He conocido literatos (no muchos, seamos justos) que se resentían al ver que sus originales, por interminables que fueran, no se imprimían en cuerpo XII, con toda veneración tipográfica, o aparecían en dos números consecutivos en vez de aparecer en uno solo (a riesgo de ocupar la revista entera). He conocido algunos (alguno) que retiró su artículo en pruebas de páginas porque no aparecía en primer término (y me obligó a rehacer enteramente el número). Quizá estas cosas no sucedan en París, pero suce­den en Buenos Aires.

¡Qué diferencia con Borges! Borges o la modestia, po­dría decirse de este escritor tan altivo. En 1942, cuando "la Argentina visible", para usar un slogan de Mallea, no premió El jardín de senderos que se bifurcan, organicé en la revista un "Desagravio a Borges". Elegí, como sé que no le gusta el color verde, tapas de un rojo sangre de buey. No bien enviaron los primeros ejemplares de la imprenta, le hice llegar dos a su casa. A la tarde siguiente, cuando fui a visitarlo, sólo hizo bromas a propósito de ese ínfimo desagravio. Parecía con­tento, es verdad, pero sobre todo sorprendido de que a unos cuantos escritores se les hubiera ocurrido alzar sus voces más o menos escandalizadas porque la Comisión de Cultura no había tenido en cuenta su libro.

Borges o la sencillez, podría decirse de este escritor tan complejo. Cuando estaba menos ocupado (no era entonces conferencista ni profesor en la Universidad), yo tomaba el teléfono a cada rato para consultarlo sobre nimiedades ( en la revista no abundaban los diccionarios): la ortografía de un nombre, el origen de una cita latina o de un versículo bíblico... Y estas molestias, lejos de fastidiarlo, daban la impresión de divertirlo. No las eludía jamás. "Esperá un momento —decía—, voy a buscar en la Enciclopedia Bri-

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tánica". Otras veces, entre veras y burlas, disimulaba sus conocimientos: "Es de Tácito. Si querés tener la certeza, fí­jate en las páginas rosadas del Petit Larousse. Sí, te aseguro, son muy útiles".

¡Incomparable Borges! A veces los grandes poetas, usan­do deliberadamente el tono familiar y los epítetos menos lla­mativos, logran emocionarnos más que nunca. Quizá dentro de medio siglo, un joven converse con un hombre mayor que no podré ser yo, necesariamente. Quizá conversen sobre Borges. Y quizá el joven, entonces, exclame algo parecido a una estrofa que voy a citar. Son cuatro versos de Memora-bilia, de Robert Browning. Borges, delante de mí, los ha di­cho a menudo:

Ah, did you once see Shelley plain, And did he stop and speak to you? And did you speak to him again? How strange it seems, and new!

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BORGES, BIANCO Y CORTÁZAR *

El sábado 11 de febrero, hablamos de Julio Cortázar. Co­míamos juntos tres amigos. Uno de ellos, argentino tan ilus­tre cuyo nombre prefiero callar para que no se diga que hago gala de la buena voluntad que me demuestra, contó que varios años antes, en París, Cortázar le recordó con gra­titud que había publicado su primer cuento en una revista que aquel dirigía en la década del cuarenta, e ilustrado por su hermana. Los escritores, cuando jóvenes, sabemos la emo­ción que eso nos causa. Yo me referí a "La autopista del Sur", el primer relato de Todos los fuegos el fuego. Qué sensación de maestría, de exaltación y de tristeza me dio ese relato. No sé por qué quizá sin razón o contra toda razón, lo asociaba a Kafka, a un Kafka más sobrio y menos lúgubre, a un Kafka que no llegaba a deprimirme. Traté de contar el argumento. Por suerte, mi otro amigo, el poeta colombiano Juan Gustavo Cobo Borda, conocía el relato. Bastante más joven y con mejor memoria y locución que yo, me auxilió en la tarea. En fin, elogiamos el talento literario de Cortá­zar, su valentía, su desinterés. Yo señalé, también, que había cedido a una causa política en la cual creía, los derechos de su último libro. De vuelta a casa, leí hasta muy tarde. No

* Texto de José Bianco, publicado en La Nación, Buenos Aires, a raíz de la muerte de Cortázar (1984).

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sé qué diferencia de hora hay entre París y Buenos Aires, pero cuando apagué la luz, decidido a dormirme, otra luz, la luz del día, entraba por la ventana. Es posible que Julio Cortázar ya hubiera dejado de existir. Qué sorpresa tuve la tarde del domingo cuando supe que había muerto. Llamé a Cobo Borda y le di la noticia. No podía creerlo. Me dijo: "Anoche, como si lo presintiéramos, le hemos rendido un homenaje".

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Facsímile de la primera página manuscrita del Aleph, de Jorge Luis Borges (1945)

LAMINA IX

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IV

BIBLIOGRAFÍA

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CÓCARO, NICOLÁS (Idea y realización), Borges, Buenos Aires, Fun­dación Banco de Boston, 1987. Contiene textos de 38 escritores argentinos, Adolfo Bioy Casares, Alberto Girri, Ezequiel de Olaso, Marco Denevi, Silvina Ocampo, Ernesto Schoo, Enrique Anderson Imbert, Olga Orozco, y una presentación de María Kodama, entre otros.

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COSSER, RÓMULO (Coordinador), Jorge Luis Borges, El último laberinto. Testimonios y estudios entre la memoria y el olvido. Montevideo, Librería Linardi y Risso, 1987. Contiene ensayos de Jaime Concha, José Pedro Díaz, Roberto Echavarren, Mar­ta Morello-Frosch, Mercedes Rein, Emir Rodríguez Monegal, Jorge Rufinelli, y otros. En el trabajo de Álvaro J. Risso y en la entrevista con Alfonso Lessa se destaca la vinculación de Borges con Uruguay y concretamente con Montevideo.

DI GIOVANNI, NORMAN THOMAS (editor), In tnemory of Borges, Londres, Constable, 1988. Contiene una charla de Borges y conferencias de Graham Greene, Alicia Jurado, H. S. Ferns y Mario Vargas Llosa: "The fictions of Borges". Además de páginas del editor sobre su relación con Borges.

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FERNÁNDEZ FERRER, ANTONIO, Conjurados, Anuario borgiano I, 1996, Centro de estudios borgianos (Universidad de Alcalá), Franco María Ricci, Milán, 1996. Contiene trabajos de Juan Arreola, Juan Gustavo Cobo Borda, Ana María Barrenechea,

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FLO, JUAN, (Compilador) Contra Borges, Buenos Aires, Editorial Galerna, 1978. Contiene trabajos de R. Doll, H. A. Murena, Ernesto Sábato, Noé Jitrik, y otros.

FLORES, ÁNGEL, (Compilador), Expliquémonos a Borges como poeta, México, Siglo Veintiuno Editores, 1984. Contiene tra­bajos de Saúl Yurkievich, Cintio Vitier, Jaime Alazraki, Guillermo Sucre, Martín S. Stabb, y otros.

LAFUENTE RODRÍGUEZ, FERNANDO (coordinador), España en Borges, Madrid, El Arquero 1990. Contiene trabajos de Jaime Alazraki, Ana María Barrenechea, Nora Catelli, Teodosio Fernández, Blas Matamoro, Carlos Meneses, Sylvia Molloy, Saúl Yurkievich.

MARCO, JOAQUÍN (edición), Asedios a Jorge Luis Borges, Madrid, Ultramar, 1981. Versión al español del volumen en inglés The Cardinal Points of Borges publicado en 1971 por la Universidad de Oklahoma. Contiene trabajos de Julio Ortega, Ronald Christ, Emir Rodríguez Monegal, Jorge Guillén, Jorge Semprum, y otros.

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LIBROS PROLOGADOS POR BORGES

Estos libros se presentan en orden cronológico. De esta ma­nera se facilita seguir la secuencia de la labor intelectual del escritor.

LANGE, NORA, La calle de la tarde, Buenos Aires, J. Samet, 1925. Ilustraciones Norah Borges. Prólogo Borges: págs. 5-8.

HIDALGO, ALBERTO, Índice de la nueva poesía americana. Prólogos de Alberto Hidalgo, Vicente Huidobro y Jorge Luis Borges, Buenos Aires, Sociedad de Publicaciones "El Inca", 1926. Prólogo Borges: págs. 14-18.

WILDE, EDUARDO, Cuentos humorísticos. Páginas muertas, Buenos Aires, Editorial Minerva, 1928. Epílogo Borges: págs. 235-238. Esta edición de Wilde tiene un error de numeración: de la pág. 237 salta a la pág. 242, lo cual se comprueba revi­sando el texto de Borges al ser incorporado a El idioma de los argentinos. Buenos Aires, M. Gleizer.

ZENNER, WALLY, Encuentro en el allá seguro, Con un prefacio de Borges: págs. 9-11.

ALVEAR, ELVIRA DE, Reposo. Prólogo de Jorge Luis Borges. Lito­grafías de Héctor Basaldúa, Buenos Aires, Colección índice, M. Gleizer, 1934. Prólogo Borges: págs. 13-22.

JAURETCHE, ARTURO M., El paso de los libres. Relato gaucho de la última Revolución Radical (diciembre de 1933), dicha en verso por el paisano Julián Barrientos, que anduvo en ella. Buenos Aires, Editorial "La Boina Blanca", S. F. Prólogo Borges fechado en Salto oriental, noviembre 22 de 1934: págs. 7-8.

ALCORTA, GLORIA, La prison de l'enfant, Préface de G. L. Borges, Lithographies de Héctor Basaldúa. Buenos Aires, Impresor Francisco A. Colombo, 1935. Préface Borges: págs. 9-12.

Page 375: Borges Ensayos Críticos

LIBROS PROLOGADOS POR BORGES 373

KAFKA, FRANZ, La metamorfosis. Traducción directa del alemán y prólogo por Jorge Luis Borges. Buenos Aires, Editorial Losada, La pajarita de papel, núm. 1, 1938. Prólogo Borges: págs. 7-11.

GRÜNBERG CARLOS M., Mester de judería, Buenos Aires, Argiró-polis, 1940. Prólogo Borges: págs. XI-XVI.

FERNÁNDEZ MORENO, Versos de Negrita. Prólogo de Jorge Luis Borges y una carta inédita de Juan Pedro Calou. Buenos Aires, Editorial Deucalión, 1956. Prólogo Borges: págs. 5-8. Escrito en 1940.

BIOY CASARES, ADOLFO, La invención de Motel, Buenos Aires, Editorial Losada, 1940. Viñeta de la tapa: Norah Borges. Prólogo Borges: págs. 9-13.

HUDSON, GUILLERMO ENRIQUE, Antología, con estudios críticos sobre su vida y su obra. Buenos Aires, Editorial Losada, 1941. Estudio de Borges: "Nota sobre 'La tierra purpúrea'", págs. 64-66.

MELVILLE, HERMAN, Bartleby. Prólogo y versión directa del inglés por Jorge Luis Borges. Buenos Aires, Cuadernos de la Qui­mera, núm. 1, Emecé, 1943. Prólogo Borges: págs. 9-12.

SARMIENTO, DOMINGO F., Recuerdo de provincia. Prólogo y notas de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, Emecé Editores, 1944. Prólogo Borges: págs. 9-14.

Cartas de Musset y George Sand, Buenos Aires, Editora ínter-americana, 1945. Prólogo Borges: págs. 7-10.

JAMES, WILLIAM, Pragmatismo. Un nombre nuevo para algunos viejos modos de pensar. Conferencia de divulgación filosófica. Buenos Aires, Emecé Editores, 1945. Nota preliminar Borges: págs. 9-12.

CARLYLE, THOMAS, Sartor Resartus, Buenos Aires, Emecé, 1945. Prólogo Borges: págs. 9-12.

BRET HARTE, FRANCIS, Bocetos calijornianos, Buenos Aires, Emecé, 1946. Prólogo Borges: págs. 9-11.

DEL CAMPO, ESTANISLAO, Fausto, Buenos Aires, Editorial Nova, Colección Mar dulce, 1946. Prólogo Borges: págs. 7-9.

Page 376: Borges Ensayos Críticos

374 BIBLIOGRAFÍA

FRANZ, WERFEL, Juárez y Maximiliano. Historia dramática, Bue­nos Aires, Teatro del Mundo, Emecé Editores, 1946. Prólogo Borges: págs. 7-10.

CERVANTES SAAVEDRA, MIGUEL DE, Novelas ejemplares, Buenos Aires, Emecé Editores, 1946. Nota preliminar Borges: págs. 9-11.

RISSO PLATERO, EMA, Arquitectura del insomnio. Cuentos fantás­ticos. Buenos Aires, Ediciones Botella al Mar, 1948. Prólogo Borges: págs. 9-11.

DANTE, La divina comedia, Buenos Aires, Clásicos Jackson, vol. XXXI, 1949. Prólogo Borges: págs. IX-XXVIII.

ZENNER, WALLY, Antigua lumbre. Con un prefacio de Jorge Luis Borges y un dibujo de León Benarós. Buenos Aires, Fran­cisco A. Colombo, 1949. Prefacio Borges: págs. 7-9.

SCHWOB, MARCEL, La cruzada de los niños. Cinco ilustraciones de Norah Borges. Prólogo de Jorge Luis Borges. Traducción de Ricardo Baeza. Edición de 500 ejemplares. Buenos Aires, Colección La Perdiz, 1949. Prólogo Borges: págs. 9-11.

SHAND, WILLIAM, Collected Poems, Buenos Aires, Torres Agüero Editor, 1985. Prólogo de Borges a Ferment (1950): págs. 17-19.

ROSSI, ATTILIO, Buenos Aires en tinta china. Prólogo de Jorge Luis Borges. Poema de Rafael Alberti. Buenos Aires, Edi­torial Losada, 1951. Prólogo Borges: págs. 7-9.

GERCHUNOFF, ALBERTO, Retorno a don Quijote, Buenos Aires, Sudamericana, 1951. Prólogo Borges: págs. 7-11.

Poesía gauchesca, 2 vols., México, Fondo de Cultura Económica, 1955. Edición, prólogo, notas y glosario de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Prólogo Borges y Bioy: págs. VII-XXII.

CÓCARO, NICOLÁS, En tu aire — Argentina —, Buenos Aires, Edi­ciones Voz Viva, 1957. Prólogo Borges: págs. 11-12.

BOMBAL, SUSANA, Tres domingos, Buenos Aires, Emecé Editores, 1957. Prólogo Borges: págs. 7-12.

—, Tres domingos, 2ª edición, Buenos Aires, Emecé Editores, 1960. Prólogo Borges: págs. 7-12.

Page 377: Borges Ensayos Críticos

LIBROS PROLOGADOS POR BORGES 375

THORLICHEN, GUSTAVO, La República Argentina. Prólogo de Jorge Luis Borges. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1958. Prólogo Borges (español, alemán, inglés): págs. 3-11.

HENRÍQUEZ UREÑA, PEDRO, Obra crítica, México, Fondo de Cul­tura Económica, 1960. Prólogo Borges: págs. VII-X.

ULISES NOBODY (Seudónimo), El frac, Buenos Aires, Emecé, 1961. Prólogo Borges: págs. 11-15.

AKUTAGAWA, RYUNOSUKE, Kappa, los engranajes, Buenos Aires, Ediciones Mundonuevo, 1959. Prólogo Borges: págs. 9-11.

ASCASUBI, HILARIO, Paulino Lucero, Aniceto El Gallo, Santos Vega. Selección y presentación de Jorge Luis Borges. Buenos Aires, Eudeba, 1961. Prólogo: págs. 7-12.

GIBBON, EDWARD, Páginas de historia y de autobiografía. Selección y prólogo de Jorge Luis Borges. Traducción de Susana Chica Salas. Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Departamento de Lenguas y Litera­turas Modernas, 1961. Prólogo Borges: págs. 7-14.

Prosa y poesía de Almafuerte. Selección y prólogo de Jorge Luis Borges. Buenos Aires, Eudeba, 1962. Prólogo Borges: págs. 5-11.

Catálogo de la exposición de libros españoles, Buenos Aires, octubre 1962. Madrid, Selecciones Gráficas, 1962. Prólogo Borges: págs. VII-VIII.

DABOVE, SANTIAGO, La muerte y su traje, Buenos Aires, Editorial Alcándara, 1962. Prólogo Borges: págs. 7-9.

Pettoruti. Homenaje Nacional a 50 años de labor artística. Direc­ción General de Cultura, Ministerio de Educación y Justicia, y Museo Nacional de Bellas Artes. Buenos Aires. Octubre 1962. Prólogo Borges: págs. 6-7.

Catálogo de la exposición de libros españoles, Buenos Aires, octubre 1962. Madrid, Selecciones Gráficas, 1962. Prólogo Borges: págs. VII-VIII.

SERIGÓS, ERNESTO, El "médico nuevo" en la aldea, Buenos Aires, Compañía Impresora Argentina, 1964. Prólogo Borges fechado el 2 de diciembre de 1963: págs. 7-8.

Page 378: Borges Ensayos Críticos

376 BIBLIOGRAFÍA

ROSSLER, OSVALDO, Buenos Aires, Buenos Aires, Ediciones Taladriz, 1964. Prólogo de Borges: págs. 9-11. Con tres cincografías de Juan Battle Planas. Edición de 320 ejemplares.

VILLALBA WELSH, EMILIO, Del arte de escribir para el cine y la televisión. Introducción de Jorge Luis Borges. Buenos Aires, Editorial Schapire S. R. L., 1964. Introducción Borges: págs. 13-14.

—, Del arte de escribir para el cine y la televisión, 2* edición, Buenos Aires, Corregidor, 1987. Prólogo de Borges: págs. 11-12. Se aclara que dicho prólogo es el de la 1ª edición del mencionado libro, publicado en Buenos Aires, Editorial Schapire, 1964.

CIBILS, JOSÉ H.; D E LA TORRE, JULIO C ; GHIARA, CARLOS, y otros,

Cuentos originales, Santafé, Argentina, Editorial Castelvi, 1965. Departamento de Letras del Colegio de la Inmaculada Concepción. Prólogo Borges, fechado el 7 de octubre de 1965, págs. 7-8.

PREVITALI, GIOVANNI, Ricardo Güiraldes, Biografía y crítica, México, Ediciones de Andrea, 1965. Prólogo Borges: pág. 7.

WILDE, ÓSCAR, Cuentos. Prólogo de Jorge Luis Borges. Buenos Aires, Selecciones Juveniles Atlántida, núm. 13, Editorial Atlántida, 1966. Traducción: María O. de Grant. Ilustracio­nes: Raúl Soldi. Prólogo Borges: pág. 3.

LAMB, CHARLES y MARY, Cuentos basados en el teatro de Shakes­peare. Prólogo de Jorge Luis Borges. Buenos Aires, Selecciones Juveniles Atlántida, Editorial Atlántida, 1966. Traducción: María O. de Grant y Eduardo Paz Leston. Prólogo Borges: pág. 3.

El gaucho. Fotografías de René Burri. Texto de José Luis Lanuza. Prefacio de Jorge Luis Borges. Viñetas de Juan Carlos Cas-tagnino. Buenos Aires, Muchnik Editores, 1968. Prefacio Borges: págs. 9-11.

GARCÍA SARAVI, GUSTAVO, Del amor y los otros desconsuelos, Bue­nos Aires, Luis Fariña Editor, 1968. Prólogo Borges fechado 24 de junio de 1968: págs. 7-8.

HERNÁNDEZ, JOSÉ, Martin Fierro, Buenos Aires, Santiago Rueda Editor, 1968. Prólogo Borges: págs. 7-11.

Page 379: Borges Ensayos Críticos

LIBROS PROLOGADOS POR BORGES 377

DOLAN, M. E., Dos poemas y una oda melancólica. Palabras de Jorge Luis Borges. Buenos Aires, Catedral al Sur, 1988. Pa­labras de Borges dichas el 30 de octubre de 1968: págs. 11-15.

QUIÑONES, FERNANDO, Viento sur. Antología de relatos. Con una nota de Jorge Luis Borges. Madrid, El Libro de Bolsillo núm. 1230, Alianza Editorial, 1987. Nota de Jorge Luis Borges: págs. 7-8. Dicha nota tiene esta aclaración: "No solicitada, sino espontáneamente ofrecida a Quiñones por Borges en Buenos Aires, y redactada en los últimos años 60, esta nota apareció en la primera edición del libro de relatos El viejo país (1978)".

GERCHUNOFF, ALBERTO, Figuras de nuestro tiempo. Presentación de Borges y Mujica Láinez. Buenos Aires, Editorial Vernácula, 1979, Prólogo: "Borges conversa sobre Gerchunoff", págs. 11-16. Conversación del 8 de enero de 1969.

CARROLL, EDUARDO, El Cristo de la Pampa. (Poema en endeca­sílabos). Buenos Aires, Editorial Artes y Ciencias, 1969. Pró­logo Borges: pág. 3.

WHITMAN, WALT, Hojas de hierba, Buenos Aires, Juárez Editor, 1969. Selección, traducción y prólogo de J. L. Borges. Prólogo: págs. 27-31.

ORTIZ ALCÁNTARA, MARÍA DEL LUJAN, Por donde cruza el viento, Buenos Aires, Colombo, 1969. Prólogo Borges: 6 páginas iniciales.

Varios autores, Qué es la Argentina. Prólogo de Jorge Luis Borges. Buenos Aires, Editorial Columba, Colección Esque­mas núm. 100, 1970. Prólogo Borges: págs. 7-9.

NOAILLES, ALICIA DE, Eduardo T. Mulhall. Un nexo con Gran Bretaña. Siglo XIX. Buenos Aires, Talleres Gráficos Pagani, 1970. Prólogo Borges: págs. 7-8.

SHAKESPEARE, WILLIAM, Macbeth, Buenos Aires, Sudamericana, 1970. Prólogo Borges: págs. 7-14.

GRONDONA, MARIANA, Más allá de mi río. Buenos Aires, Emecé Editores, 1971. Prólogo Borges: págs. 9-11.

STAPLEDON, OLOF, Hacedor de estrellas, segunda edición, Buenos Aires, Minotauro, 1971. Nota preliminar Borges: págs. 7-8.

Page 380: Borges Ensayos Críticos

378 BIBLIOGRAFÍA

ESGUERRA BARRY, R., y otros, El niño y el joven. Motores del desarrollo, Buenos Aires, coedición Paidós-Unicef, 1972. Pre­sentación Borges: págs. 7-10.

HERNÁNDEZ, JOSÉ, Martín Fierro. Buenos Aires, Sur, 1972. Prólogo Borges: págs. 7-12.

GONZÁLEZ ROURA, OCTAVIO, San Martín, el hombre, el héroe, Buenos Aires, Plus Ultra, 1972. Palabras liminares de Borges: págs. 9-10.

Catálogo de la Exposición de obras de autores judíos de habla alemana, Buenos Aires, Museo Judío de Buenos Aires, 1973. Prólogo de Borges: págs. 9-10.

SHAND, WILLIAM, Cuentos completos, 2 volúmenes, Buenos Aires, Corregidor, 1987. Palabras de Borges al presentar el volumen "La obsesión de Branti", en 1975: págs. 11-16.

BORGES, JORGE LUIS, y SESSA, ALDO, Cosmogonías, Buenos Aires, Ediciones Librería La ciudad, 1976. Prólogo Borges.

ZUBILLAGA, CARLOS, Carlos Gardel, Madrid, Ediciones Jucar, 1976. Prólogo Borges: págs. 7-10.

Prólogos con un prólogo de prólogos, Buenos Aires, Torres Agüero Editor, 1977. (40 prólogos).

LUGONES, LEOPOLDO, El payador y antología de poesía, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1979, núm. 54. Prólogo de Borges: págs. IX-XXXVII.

jorge Luis Borges selecciona lo mejor de Paul Groussac, Buenos Aires, Editorial Fraterna, 1981. Prólogo Borges: págs. VII-XI. Dicho prólogo incluye como segunda parte el artículo pu­blicado por Borges en La Prensa de Buenos Aires el 11 de noviembre de 1979 con motivo del cincuentenario de la muerte de Groussac.

BORGES, JORGE LUIS, y KODAMA, MARÍA, Cien dísticos de El viajero querubínico de Ángelus Silesius, Santiago de Chile, Ediciones La Ciudad, S. F. Prólogo y traducción de Borges y Kodama, fechado en Buenos Aires el 19 de diciembre de 1981: págs. 7-10.

DI BENEDETTO, ANTONIO, Caballo en el salitral, Barcelona, Bru-guera, 1981. Prólogo Borges: pág. 9.

Page 381: Borges Ensayos Críticos

LIBROS PROLOGADOS POR BORGES 379

SYNNEST VEDT, SIG, Swcdenborg, testigo de lo invisible, Buenos Aires, Marymar, 1982. Prólogo Borges: págs. 1-14.

LUGONES, LEOPOLDO, Antología poética. Selección y prólogo de Jorge Luis Borges. Madrid, Alianza Editorial, 1982. Intro­ducción Borges: págs. 7-13.

QUEVEDO, FRANCISCO DE, Antología poética. Prólogo y selección de Jorge Luis Borges, Madrid, Alianza Editorial, 1982. Prólogo Borges: págs. 8-15.

KAFKA, FRANZ, La metamorfosis. Traducción de Nelida Mendi-laharzu de Machain. Buenos Aires, Ediciones Orion, 1982. Prólogo: "Jorge Luis Borges habla del mundo de Kafka", págs. 5-28.

STEVENSON, R. L., Fábulas. Prólogo de Jorge Luis Borges. Buenos Aires, Editorial Legasa, 1983. Prólogo Borges: págs. 9-12. Traducción de Roberto Alifano y Jorge Luis Borges.

ALIFANO, ROBERTO, Sueño que sueña, Buenos Aires, Torres Agüero, 1983. Prólogo Borges: tres páginas iniciales.

COLLINS, WILKIE, La piedra lunar, Barcelona, Editorial Bruguera, 1983. Prólogo Borges: págs. 7-8.

HEINE, ENRIQUE, Alemania. Cuento de invierno y otras poesías. Traducción Alfredo Bauer. Buenos Aires, Ediciones Leviatán, 1984. Prólogo de Borges: págs. 9-10 (fechado el 19 de febrero de 1983).

LUGONES, LEOPOLDO, Romances del río seco. Ilustraciones: Carlos Alfonso. Córdoba, Argentina, Alción Editora, 1984. Prólogo Borges: pág. 7.

STURLUSON, SNORRI, La Alucinación de Gylfi. Prólogo y traduc­ción de Jorge Luis Borges y María Kodama. Madrid, Alianza Editorial, 1984. Prólogo: págs. 9-17.

DICKINSON, EMILY, Poemas. Selección y traducción Silvina Ocam-po. Barcelona, Tusquets Editores, 1985. Prólogo Borges: págs. 11-12.

OCAMPO, SILVINA, Breve Santoral. Dibujos: Norah Borges. Buenos Aires, Ediciones de Arte Gaglianone, 1985. Prólogo de Borges fechado el 25 de mayo de 1984: págs. 5-6.

Page 382: Borges Ensayos Críticos

380 BIBLIOGRAFÍA

CIPRIANO, NÉSTOR AMÍLCAR, Pensamientos, Buenos Aires, Edicio­nes Depalma, 1985. Prólogo de Borges: págs. 9-11.

ARREOLA, JUAN JOSÉ, Confabularlo, México, Fondo de Cultura Económica, 1985. Prólogo Borges: pág. 7.

CANSINOS-ASSÉNS, RAFAEL, El candelabro de los siete brazos, Madrid, Alianza Editorial, 1986. Prólogo de Borges: págs. 9-14.

QUIÑONES, FERNANDO, Viento sur, Prólogos Borges (Antología de relatos). Madrid, Alianza Editorial, 1987. Con una nota de Jorge Luis Borges. Nota de Borges: págs. 7-8.

SHAND, WILLIAM, Cuentos completos, 2 vols., Buenos Aires, Corre­gidor, 1987. Prólogo Borges: págs. 11-16.

BRADBURY, RAY, Crónicas marcianas, Vigésima novena edición, Buenos Aires, Minotauro, Editorial Suramericana, 1987. Pró­logo Borges: págs. 7-9.

Diccionario enciclopédico Grijalbo, Barcelona, Grijalbo, 1992. Prólogo de Jorge Luis Borges [s. p . ] .

TORLINCHEN, GUSTAVO, La República Argentina, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, s. f. Prólogo Borges: págs. 2-6.

WHITMAN, WALT, Hojas de Hierba, Barcelona, Editorial Lumen, s. f. Selección, traducción y prólogo: Jorge Luis Borges. Prólogo: págs 19-22.

ALGUNOS LIBROS QUE CONTIENEN

TRABAJOS SOBRE BORGES 1

ALONSO, AMADO, Materia y forma en poesía, 3ª ed., Madrid, Gredos, 1965. "Borges, narrador" y "Desagravio a Borges", págs. 368-383.

ANDERSON IMBERT, ENRIQUE, El realismo mágico y otros ensayos, Buenos Aires, Monte Ávila Editores, 1976. "El éxito de Borges", "Chesterton en Borges", "El punto de vista en Bor­ges", págs. 27-116.

1 Distintos de los mencionados en "El informe de Borges" de este mismo libro.

Page 383: Borges Ensayos Críticos

TRABAJOS SOBRE BORGES 381

ANDRADE, MARIO DE, El paulista de la calle Florida, Buenos Aires, Ediciones Botella al Mar, 1979. (Colección Iradema. Centro de Estudios Brasileños). "Borges": págs. 55-56.

BARRENECHEA, A.; JITRIK, N.; REST, ]., y otros, La crítica literaria contemporánea, 2 vols. Selección y prólogo: Nicolás Rosa. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1981. Beatriz Sarlo: "Sobre la vanguardia. Borges y el criollismo". Vol. 1, págs. 73-85.

BONEO, MARTÍN ALBERTO, Poesía argentina. Ensayos. Buenos Aires, Instituto Amigos del Libro Argentino, 1968. "Aproximación a Jorge Luis Borges, poeta", págs. 107-120.

CAMBOURS OCAMPO, ARTURO, El problema de las generaciones lite­rarias, Buenos Aires, A. Peña Lillo Editor, 1963. Reproduce el texto de Borges: "Nuestras imposibilidades", Sur, año I, núm. 4, 1931.

CARACCIOLO-TREJO, E., Travesías. Ensayos literarios. Barcelona, Ediciones 29, 1987. "Poesía amorosa de Borges", págs. 39-59.

CARREÑO, ANTONIO, La dialéctica de la identidad en la poesía contemporánea, Madrid, Gredos, 1982. "La negación de la persona: Jorge Luis Borges", págs. 141-169.

DEBICKI, ANDREW P., Poetas hispanoamericanos contemporáneos, Madrid, Gredos, 1976. "Los cambios de enfoque, la ironía y la complejidad vital en poemas de Jorge Luis Borges", págs. 57-75.

DÍAZ-PLAJA, GUILLERMO, Figuras con un paisaje al fondo, Madrid, Espasa-Calpe, 1981. "Borges en Mallorca", págs. 137-141.

ESTRELLA GUTIÉRREZ, FERMÍN, "Semblanza de Jorge Luis Borges" (1967), incluida en Estudios Literarios, Buenos Aires, Aca­demia Argentina de Letras, 1969. La "Semblanza": págs. 331-343.

GARCÍA PONCE, JUAN, La errancia sin fin: Musil, Borges, Klossows-ki, Barcelona, Anagrama, 1981.

GONZÁLEZ ECHEVARRÍA, ROBERTO, Isla a su vuelo fugitiva, Madrid, José Porrúa Turanzas, 1983. Carpentier sobre Borges, Borges y Derrida, Borges sobre Ortega y Gasset, págs. 179-225.

Page 384: Borges Ensayos Críticos

382 BIBLIOGRAFÍA

GRONDONA, MARIANA, El chal violeta y otros relatos, Buenos Aires, Ediciones Centro Cultural Corregidor, 1982. "Viajar con Borges": págs. 11-23.

HERNÁNDEZ ARREGUI, JUAN José, Imperialismo y cultura, tercera edición, Buenos Aires, Plus Ultra, 1973. "Jorge Luis Borges: Una 'superstición' ", "El significado de Borges", págs. 154-177.

JITRIK, NOÉ, La vibración del presente. Trabajos críticos y ensayos sobre textos y escritores latinoamericanos. México, Fondo de Cultura Económica, 1987. "Sentimientos complejos sobre Borges", págs. 13-37.

JURADO, ALICIA, El mundo de la palabra (memorias), Buenos Aires, Emecé, 1990. Borges: págs. 23-29.

LAFLEUR, HÉCTOR RENÉ y PROVENZANO, SERGIO D., Las revistas

literarias, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1968. (Capítulo 56). Contiene, entre otros, carta de Borges a Güiraldes y a Brandan "en una muerte (ya resucitada) de Proa) y diversos textos sobre Borges: Ulises Petit de Murat, Ramon Doll, etc.

LAGMANOVICH, DAVID, Códigos y rupturas. Textos hispanoameri­canos, Roma, Bulzoni, 1988. "Los prólogos de Borges, raíces de una poética", y "Sobre la primera prosa de Borges", págs. 204-246.

GONZÁLEZ LANUZA, EDUARDO, Los martinfierristas, Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, 1961.

KOREMBLIT, BERNARDO EZEQUIEL, El ensayo en la Argentina, Buenos Aires, Dirección General de Relaciones Culturales, Ministerio de Relaciones Exteriores, s. f. Sobre Borges: págs. 24-25.

MACHEREY, PIERRE, Para una teoría de la producción literaria, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1974. "Borges y el relato ficticio", págs. 250-259.

MARTIN, GERALD, Journeys through the labyrinth, Latin American fiction in the Twentieth Century, Londres, Verso, 1989. "Jorge Luis Borges: universality circumscribes and erases", págs. 152-169.

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TRABAJOS SOBRE BORGES 383

MAUROIS, ANDRÉ, De Aragon a Montherlant y de Shakespeare a Churchill, Barcelona, Ediciones G. P., 1969. "Jorge Luis Borges. Laberintos": págs. 86-92.

OCAMPO, VICTORIA, Testimonio. Sexta serie (1957-1962). Buenos Aires, Sur, 1963. "A Borges", págs. 259-263.

ORTEGA, JOSÉ, Letras hispanoamericanas de nuestro tiempo, Madrid, José Porrúa, 1976. "El arte del escamoteo en Borges: tiempo y realidad en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius y El jardín de senderos que se bifurcan": págs. 147-164.

NAIPAUL, V. S., El regreso de Eva Perón y otras crónicas, Bar­celona, Seix Barral, 1983. "Borges y el pasado falso": págs. 140-153.

PEZZONI, ENRIQUE, El texto y sus voces Buenos Aires, Sudame­ricana, 1986. Sobre Borges: págs. 31-95.

PIGLIA, RICARDO, Crítica y ficción, Santafé, Argentina, Universidad Nacional del Litoral, 1988. "Sobre Borges": págs. 51-64.

PICKENHAYN, JORGE ÓSCAR, Literatura siglo XX en el Río de la Plata, Buenos Aires, Plus Ultra, 1984. "Borges y el Uruguay": págs. 201-207.

PIOVENE, GUIDO, Ídolos e ideas, Buenos Aires, Emecé, 1976. "Borges como paisaje", págs. 235-238.

RAMOS, JORGE ABELARDO, Crisis y resurrección de la literatura argentina. Buenos Aires, Editorial Indoamericana, 1954. "Borges, bibliotecario de Alejandría", "El europeo Borges y su condenación de las turbas", págs 64-79.

REVOL, ENRIQUE LUIS, La tradición imaginaria. De Joyce a Borges. Córdoba (Argentina), Teuco, 1971. "Un estilo de la imagi­nación: la obra de Borges": págs. 146-156.

RODRÍGUEZ MONEGAL, EMIR, El juicio de los parricidas, Buenos Aires, Editorial Deucalión, 1956. Sobre Borges: "Borges entre Escila y Caribdis", págs. 55-79.

ROMERO SOSA, CARLOS MARÍA, Evocaciones de dos mundos, Buenos Aires, Servico Editorial Periodístico Argentino, 1985. "Una-muno, Borges y una carta significativa", págs. 69-73.

ROSA, NICOLÁS, Los fulgores del simulacro, Santa Fe, Argentina, Universidad Nacional del Litoral, 1987. "Borges y la crítica" y "Las sombras de Borges", págs. 259-315.

Page 386: Borges Ensayos Críticos

384 BIBLIOGRAFÍA

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SÁBATO, ERNESTO, Tres aproximaciones a la literatura de nuestro tiempo, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1968. "Sobre los dos Borges", págs. 32-62.

SÁBATO, ERNESTO, Claves políticas, Buenos Aires, Rodolfo Alonso Editor, 1971. "Sobre el peronismo. Polémica con Borges", págs. 57-78.

SÁNCHEZ, LUIS ALBERTO, Escritores representativos de América. Segunda serie. Madrid, Gredos, 1972. En el vol. III y último: "Jorge Luis Borges", págs. 172-184.

SARLO, BEATRIZ, Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1988.

SCHWARTZ, Las vanguardias latinoamericanas, Textos programá­ticos y críticos, Madrid, Cátedra, 1991. Incluye diversos textos de Borges y múltiples referencias a su período ultraísta. También recoge su artículo sobre el expresionismo alemán, págs. 408-410.

SCRIMAGLIO, MARTA, Literatura argentina de vanguardia (1920-1930). Buenos Aires, Editorial Biblioteca, 1974. "Jorge Luis Borges": págs. 162-185.

SORIANO, OSVALDO, Rebeldes, soñadores, fugitivos, Buenos Aires, Editora 12, 1987. "Borges: el símbolo de un encono perma­nente", págs. 112-118.

THEROUX, PAUL, Pasajeros en los trenes de América, Buenos Aires, 1981. Diálogos con Borges: "El subterráneo de Buenos Aires", págs. 311-323.

ULLA, NOEMÍ, Identidad rioplatense, 1930. La escritura coloquial, Buenos Aires, Torres Agüero, 1990. "Hombre de la esquina rosada", de Jorge Luis Borges, págs. 107-157.

VERANI, HUGO J., Las vanguardias literarias en Hispanoamérica, Manifiestos, proclamas y otros escritos, México, Fondo de Cultura Económica, 1990. Textos de Borges: págs. 249-269.

Page 387: Borges Ensayos Críticos

PUBLICACIONES ESPECIALES 385

VIDELA, GLORIA, El ultraísmo. Estudios sobre movimientos poéticos de vanguardia en España. Madrid, Gredos, 1963. Sobre Borges: págs. 143-147.

VIÑAS, DAVID (director), Historia social de la literatura argentina. Tomo VII: "Irigoyen, entre Borges y Arlt (1916-1930)". GRACIELA MONTALDO: "Borges: una vanguardia criolla", págs. 213-232. Buenos Aires, Editorial Contrapunto, 1989.

WENTZLAFF-EGGEBERT, HARALD (editor), La vanguardia europea en el contexto latinoamericano, Frankfurt, Vervuert, 1991. ELSA DEHENNIN: "El caso incierto de Borges", y CHRISTIAN WENTZLAFF-EGGEBERT: "Borges 1925", págs. 165-200.

XIRAU, RAMÓN, Poesía hispanoamericana y española, México, Im­prenta Universitaria, 1961. "Borges o el elogio de la sensibi­lidad", págs. 77-91.

—, Poesía y conocimiento, México, Joaquín Mortiz, 1978. "Borges: de la duda a lo eterno dudoso", págs. 30-65.

YURKIEVICH, SAÚL, Fundadores de la nueva poesía latinoamericana. Vallejo, Huidobro, Borges, Neruda, Paz. Barcelona, Barral Editores, 1971. Sobre Borges: págs. 119-138.

PUBLICACIONES ESPECIALES SOBRE BORGES

Revista Ciudad, núms. 2-3, Buenos Aires. Segundo y tercer tri­mestre 1955. "Los escritores argentinos: Jorge Luis Borges", págs. 11-62. Incluye trabajos de César Fernández Moreno, Carlos Alberto Gómez, Salvador Mario Lozada, Alicia Jurado, Juan Carlos Martelli, y una bibliografía.

CÓCARO, NICOLÁS, Las manos de Borges, Buenos Aires, Francisco . A. Colombo, 1966. Dibujos de Elbio Fernández. Firmado

por Borges. Textos de José Blanco Amor, Nicolás Cócaro, Francisco di Giglio, Betina Edelberg, Carlos F. Grieben, Luisa Mercedes Levinson, Manuel Mujica Láinez, Agustín Pérez, Manuel Peyrou, Ernesto Ramallo, Osvaldo Rossler.

El Urogallo. Madrid, núm. 5, septiembre 1986, págs. 15-27. Incluye trabajos de Rafael Conte, Manuel Andujar, José Manuel Ca-

25

Page 388: Borges Ensayos Críticos

386 BIBLIOGRAFÍA

ballero Bonald, Feliz Grande, Alejandro Gandara y Juan José Millas. Entrevista con María Kodama.

"Borges", Espacios de crítica y producción, núm. 6, Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, U. B. A., octubre-noviembre 1987. Con trabajos de Ana María Barrenechea, Beatriz Sarlo, Ricardo Piglia, Juan José Saer, Graciela Montaldo, Jorge J. Monteleone, Hans Radermacher, y otros.

"Simposio/Homenaje a Jorge Luis Borges", La Torre, Revista de la Universidad de Puerto Rico, Nueva Época, año II, núm. 8, octubre-diciembre 1988. Con artículos de María Kodama, Ana María Barrenechea, Arturo Echevarría, Zunilda Gertel, Edgardo Rodríguez Julia, Daniel Balderston, Jaime Alazraki, y otros.

"Homenaje a Jorge Luis Borges", Cuadernos Hispanoamericanos, Madrid, núms. 505-507, julio-septiembre 1992. Con artículos de Juan Gustavo Cobo Borda, Leonor Acevedo de Borges, Olga Orozco, Carlos Meneses, Fernando Quiñones, Andrés Avellaneda, Carlos García Gual, Horacio Salas, Blas Ma-tamoro, Josefina Ludmer, Antonio Fernández Ferrer, y otros.

"Dossier: Cien años de Borges", Cuadernos Hispanoamericanos, Madrid, núm. 585, marzo 1999. Con artículos de Yvonne Bordelois, Marieta Gargatagli, Carlos García, Juan José Her­nández, y Blas Matamoro, págs. 7-76.

"Homenaje a Jorge Luis Borges", Revista de Literatura Fantástica y Mítica, Tucumán, Universidad Nacional de Tucumán, vol. I, año 1, 1987. Con artículos de Leonor Arias Saravia, Carmen Perilli, Lelia Madrid, José Andrés Rivas, María Eugenia Valentie, y otros.

"Jorge Luis Borges. Una teoría de la invención poética del len­guaje", Anthropos, Barcelona, núms. 142-143, marzo-abril 1993. Coordinación: Carlos Meneses. Con artículos de Alicia Jurado, Linda S. Maier, Saúl Yurkievich, Rosa Pellicer, Blas Matamoro, Gerardo Mario Goloboff, Giovanni Meo Zilio, Saúl Sosnowski, Roberto Paoli, María Esther Vázquez, y otros.

"En los diez años de la muerte de Jorge Luis Borges", Metáfora, Cali, Colombia, año 5, edición 9, mayo 1996. Con artículos de Fernando Cruz Kronfly, Germán Arciniegas, Philip

Page 389: Borges Ensayos Críticos

PUBLICACIONES ESPECIALES

Potdevin, Gerardo Bedoya, Miryam Torres Aparicio, Her­nando Téllez, Conrado Zuluaga, y otros.

"Homenaje a J. L. Borges", América Hispánica, Río de Janeiro, año V, enero-junio 1992. Universidad Federal Río de Janeiro. Coordinación: Bella Jozef. Incluye artículos de Ricardo Forster, Bella Jozef, Gerardo Mario Goloboff, Saúl Sosnowski, Arnoldo Liberman, Joao Domenech Oneto, Ana Martos Dos Santos Ladeira, Lino Machado, y otros.

"Todo Borges", Cultura, Buenos Aires, año III, núm. 12, marzo-abril 1986. Incluye textos y testimonios de Óscar Herines Villordo, Adolfo Bioy Casares, Alberto Girri, Marco Denevi, Jorge Glusberg, César Magrini, y otros.

"Borges cinco años después", Cultura, Buenos Aires, año VII, núms. 36-37, 1990, págs. 9-44. Con ensayos y testimonios de María Rosa Lojo, María Kodama, José Bianco, Germán L. García, Hellen Ferro, y otros.

"Jorge Luis Borges. Diez años después", Proa, Buenos Aires, núm. 23, Tercera Época, mayo/junio 1996. Contiene ensayos y testimonios de Octavio Paz, Ernesto Sábato, Rodolfo Modern, Roberto Fernández Retamar, Jorge Guillén, Horacio Armani, León Benaros, Roberto Alifano, Betina Edelberg, y otros.

"Homenaje a Borges", La Maga, Buenos Aires, núm. 18, febrero 1996. Contiene artículos de Beatriz Sarlo, Marcos Mayer, Vlady Kociancich, Juan José Saer, y otros.

"Borges postmortem", Lateral, Barcelona, año II, núm. 6, abril 1996. Contiene entrevistas con Adolfo Bioy Casares y María Kodama, y trabajos de Ana Gargatagli, Tomás Eloy Martínez y Carlos Dámaso. Págs. 17-24.

"Discusión sobre Jorge Luis Borges", Megáfono (revista), núm. 11, agosto de 1933, Buenos Aires.

"Desagravio a Borges", Sur (revista), núm. 94, julio de 1942, Buenos Aires.

"Jorge Luis Borges", L'Herne (cahiers), París, 1964. (Publi­cación de 516 páginas con artículos, notas y reportajes de

387

Page 390: Borges Ensayos Críticos

388 BIBLIOGRAFÍA

R. Cansinos-Asséns, Leonor Acevedo de Borges, A. Bioy Casares, Victoria Ocampo, Silvina Ocampo, Alfonso Reyes, P. Drieu La Rochelle, Jean Cassou, Maurice Nadeau, Valery Larbaud, M. Mujica Láinez, Guillermo de Torre, Ernesto Sábato, Nicolás Cócaro, Roger Caillois, Gerard Genette, André Coyné y otros. Contiene también una biografía y bibliografías).

Norte (revista hispánica de Amsterdam), Universidad de Leyden, 1967.

The Cardinal Points of Borges, por Lowell Duham and Ivar Ivask (conjunto de artículos y poemas de, Jorge Guillen, Ronald Christ, Emir Rodríguez Monegal, Donald A. Yates, James E. Irby, Jaime Alazraki, John C. Murchison, Norman T. di Giovanni y bibliografía a cargo de R. L. Fiore y Thomas E. Lyon), University of Oklahoma Press, EUA, 1971.

Iberomanía (revista), núm. 3 dedicado a Jorge Luis Borges, Nueva Serie (publicación de 235 páginas con artículos y notas de Jaime Alazraki, Marcos Ricardo Barnatán, Daniel Devoto, Paul Alexandru Georgescu, John B. Hall, Erika Lorenz, Sebastián Neumeister, Kajo Niggestich, Raúl Páramo Ortega, José Rodríguez Richart, Adolfo Ruiz Díaz, Gustav Siebenmann, Gloria Videla de Rivero, Donald A. Yates y Saúl Yurkievich), Ediciones Alcalá, Madrid, 1975.

Borges (selección de entrevistas, testimonios, textos, iconografía, etc.), Colección Letra Abierta, El Mangrullo, Buenos Aires, 1976.

Todo Borges y... (publicación miscelánea de material gráfico en forma de catálogo), Edición de la revista Gente, Editorial Atlántica, Buenos Aires, 1977.

40 inquisiciones sobre Borges, número especial 100-101 de la Revista Iberoamericana (con estudios de J. Ortega, E. Ro­dríguez Monegal y otros, notas y reseñas), University of Pittsburgh, EUA, julio-diciembre de 1977.

"Cien años de Borges", Revista de Occidente, Madrid, núm. 217, junio 1999. Con artículos de Mario Paoletti, Ezequiel de Olaso, Norman T. di Giovanni, Horacio Salas, Carlos García Gual y otros.

Page 391: Borges Ensayos Críticos

PUBLICACIONES ESPECIALES 389

"El siglo de Borges", Letra Internacional, Madrid, núm. 60, enero-febrero 1999. Con artículos de J. L. Borges, María Kodama, Marcos Ricardo Barnatán, Lasse Söderberg, Jaime Siles y otros.

"Borges: 100 años", Ensayo y error, Bogotá, año 4, núm. 6, junio de 1990. Con artículos de Rafael Escobar, Margarita de Andreis y Boris Salazar.

Page 392: Borges Ensayos Críticos

Í N D I C E S

Page 393: Borges Ensayos Críticos

ÍNDICE DE ILUSTRACIONES

LÁMINA I.

LÁMINA II.

LÁMINA III.

LÁMINA IV.

LÁMINA V.

LÁMINA VI.

LÁMINA VII.

LÁMINA VIII.

LÁMINA IX.

Borges a los veinte años.

Jorge Luis Borges dialoga con Juan Gustavo Cobo Borda, autor de este libro, en la Biblioteca Na­cional de Colombia, Bogotá, 1978.

Borges con su madre, Leonor Acevedo de Borges.

Borges dedica uno de sus libros.

Borges en la eternidad del libro.

Borges con Domenico Porzio y María Kodama (Roma, 1981).

Un universo llamado Borges.

Dibujo de Norah Borges para la carátula del pri­mer libro de su hermano: Fervor de Buenos Aires, 1923.

Facsímile de la primera página manuscrita del Aleph, de Jorge Luis Borges (1945).

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ÍNDICE GENERAL

Págs.

Los amigos: razón de este libro 15

I.

ENSAYOS CRÍTICOS. DIÁLOGOS CON BORGES

Los mil y un rostros de Borges 23

Borges, Borges, Borges 26

Ornar Khayyam: Puente entre Borges padre y Borges hijo. . 29

La novela de padre. (A Carmen Posadas) 40

Borges en pantuflas 44

Borges en Munich 50

De Sarmiento a Borges 56

Borges: el duelo originario 71

Borges, planeta inexplorado 79

Borges enamorado 91

Un burgués llamado Borges 99

El informe de Borges 106

Borges: la inteligencia sensible 120

Alfonso Reyes-Jorge Luis Borges: Una amistad literaria.. 131

Jorge Luis Borges: Tres notas 151

Entrañable Bioy (1914-1999) 159

En la órbita de Borges. Juan José Arreola 163

Cenas con Borges y Bianco 169

Page 395: Borges Ensayos Críticos

396 Í N D I C E S

PágS.

I I .

RESCATE Y GLOSA DE TEXTOS DE BORGES

J. G. Cobo Borda: Diez textos perdidos de Borges 203

Jorge Luis Borges: Diez textos perdidos 217

Borges en «Síntesis» 250

Textos borgesianos rescatados 254

Borges en La Nación 262

Borges en el Boletín de la Academia Argentina de Letras.. 296

Borges mira la pintura. Sobre Solar, Figari y Pettoruti . . . 313

I I I .

SOBRE BORGES

Jorge Luis Borges. El poeta de las claridades y de los abis­mos de la muerte. Movimiento lírico argentino, por DANILO CRUZ VÉLEZ 325

José Bianco recuerda a Borges 332

Borges, Bianco y Cortázar (un texto de José Bianco) . . . 353

IV.

BIBLIOGRAFÍA

Libros sobre Borges 357

Libros de diálogos y entrevistas con Borges 366

Volúmenes colectivos 369

Libros prologados por Borges 372

Algunos libros que contienen trabajos sobre Borges 380

Publicaciones especiales sobre Borges 385

Page 396: Borges Ensayos Críticos

Págs.

Í N D I C E S

ÍNDICE DE ILUSTRACIONES 3 9 3

ÍNDICE GENERAL 3 9 5

ÍNDICE GENERAL 397

Page 397: Borges Ensayos Críticos

SE TERMINÓ DE IMPRIMIR ESTE LIBRO

EL DÍA 2 4 DE NOVIEMBRE DE 19 9 9, EN

LA IMPRENTA PATRIÓTICA DEL INSTITU­

TO CARO Y CUERVO, EN YERBA BUENA.

LAVS DEO

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